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    Trecho de un libro sobre la II Republica

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    Trecho de un libro sobre la II Republica Empty Trecho de un libro sobre la II Republica

    Mensaje por stefanos666 Vie Feb 03, 2012 3:59 pm

    Libro La Politica de Los Papas en El Siglo XX - Karlheinz Deschner (volumen 1)
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    Las causas de la Guerra Civil Española no radican en un conflicto político ni religioso, sino social: el clamoroso contraste entre una reducida capa superior y un pueblo explotado hasta la médula. Sin embargo, la Iglesia española, ya poderosa y rica desde las postrimerías de la Antigüedad, tuvo mucha parte en ello a través de un terror secular, de la esclavitud, de los pogroms antijudíos y de la Inquisición En los albores de la Edad Moderna poseía la mi-tad de la renta nacional y a principios del siglo XIX tenía bajo su poder 6 millones de hectá-reas de tierra, el 17 por ciento de la superficie cultivable: a ello debemos sumar las dona-ciones de los grandes de España, que consistían mayoritariamente en propiedades rurales confiscadas a herejes. Y los jesuítas —nominalmente una orden mendicante, que debería subsistir de las limosnas y de los donativos— poseían a principios del siglo XX un tercio del conjunto del capital español.
    De puertas hacia fuera imperaba todavía la tradición eclesiástica.r«España, predicadora del Evangelio en medio mundo; España, terror de los herejes, luz de Trento, espada de Ro-ma, cuna de San Ignacio...; ésta es nuestra grandeza y nuestra unidad»^; De esta forma can-taba Marcelino Menéndez Pelayo (fallecido en 1912), prototipo de la corriente católica, su himno a la unidad católica de su país. «Así solían también enfocar los Papas y el Episcopa-do español las explicaciones que daban en sus encíclicas, en sus breves apostólicos, en sus discursos o en sus cartas pastorales, haciendo referencia siempre a las gloriosas tradiciones
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    de la nación. La tradición constituía el telón de fondo y condicionaba el lenguaje de altos dignatarios eclesiásticos. La grandeza nacional y la tradición católica iban estrechamente unidas».
    Por otro lado, el filósofo liberal Ortega y Gasset, se encargaba de combatir este catoli-cismo. Pues: [«La Iglesia es, sin la menor duda, antisocial»^ «La escuela confesional es en comparación con las no confesionales el principio de la anarquía». Y Miguel de Unamuno, escritor y rector de la universidad de Salamanca, y «socialista religioso», estaba convencido de que tras la Revolución rusa y la entrada en guerra de la democracia norteamericana, vendrá una «paz roja» de la cual España —como aliada de los pueblos libres— tiene que tomar parte, si no quiere hundirse en la oscura noche, en la «paz negra».
    Incluso desde círculos eclesiásticos se hicieron confesiones dignas de tener en cuenta. Así escribía el jesuíta Marina en la revista Razón y fe: «Ha llegado el momento, en el que debemos lanzar una profunda mirada a la terrible miseria moral y religiosa de nuestro pue-blo y golpear nuestro pecho profundísimamente arrepentidos por la culpa que todos noso-tros, sin duda alguna, tenemos en esta catástrofe». El mismo Primado de España, cardenal Goma, confesaba: «Hemos dejado de ser los guías ideológicos de nuestro pueblo, el cual no sólo nos considera sospechosos, sino que ve en nosotros el enemigo manifiesto de su bien-estar... La España católica está viviendo su Golgotha y tiene que atravesar un duro y penoso calvario».
    De los 18 millones y medio de habitantes con que contaba España a principios del siglo XX, casi dos tercios de esta población total —unos 12 millones de españoles— era analfa-beta. Dos tercios sufrían asimismo una desnutrición endémica; regiones enteras fueron víc-timas del hambre. Mientras un 96% de españoles poseía sólo un tercio de las tieras cultiva-bles y la Iglesia invertía su patrimonio en líneas de tranvía y ferrocarril, en compañías na-vieras, centrales hidroeléctricas, minas, fábricas textiles, empresas de construcción, etc...., el alto clero —liado con los grandes capitalistas y la nobleza— se regodeaba en el resplan-dor de sus relaciones sociales.
    También la I Guerra Mundial reportó enormes beneficios a España, a sus industriales, comerciantes y especuladores —conforme al juicio de Kari Kraus: «¡En esta guerra se co-mercia!». «¡Sí, realmente se comercia en esta guerra!». El país permanecía neutral e intac-to, la demanda de bienes de consumo y de armamento por parte de los países beligerantes era muy elevada de modo que la exportación de productos españoles, agrarios e industria-les, experimentó un crecimiento rápido, y el excedente comercial de los años 1916 y 1917 se elevó a 448 y 577 millones de pesetas respectivamente. La moneda se mantuvo fuerte, nacieron nuevos y grandes bancos y las reservas de oro del Banco de España aumentaron de 567 millones (1914) a 2.223 millones de pesetas (1918). Naturalmente, la Iglesia, estre-chamente unida a los grandes capitalistas, obtuvo una parte de todo este beneficio. «El di-nero es muy católico», rezaba un dicho, pronto proverbial.
    El pueblo, sin embargo, no se beneficiaba en absoluto de todas estas ganancias. Todo lo contrario: las condiciones sociales eran desastrosas y la población extremadamente incul-ta y pobre. En el año 1917, en pleno auge de la Guerra Mundial, se produjeron huelgas y disturbios revolucionarios. Se convocó una huelga general en las grandes zonas industriales y el comandante Francisco Franco y su compañía brillaron a la hora de aplastar la intentona en Oviedo. Según un parte oficial hubo 71 víctimas en toda España. Otros testimonios ele-van considerablemente ese número. La llegada de la paz dio lugar a una crisis industrial que acentuó las tensiones ya existentes. El autonomismo catalán y vasco levantó cabeza a la par que estallaba una auténtica guerra campesina. En pueblos y fincas se pegaban octavillas con
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    este texto:
    «¡Viva Lenin! ¡Vivan los soviets!» Se produjeron nuevas huelgas, revueltas y enfren-tamientos sangrientos entre campesinos y guardia civil. Como consecuencia de los distur-bios sociales acaecidos entre 1917 y 1921, unas 1.153 personas resultaron heridas y 309 fueron asesinadas. Casi en el mismo espacio de tiempo, hasta 1922, se sucedieron 15 presi-dentes de gobierno y éste fue remodelado 30 veces. Entre tanto el Rey consagraba en 1919a toda la nación ante el monumento de los Ángeles, el del «Sagrado Corazón». ¡Y el presu-puesto del ejército representaba un 51% del presupuesto general del Estado! Como siempre, las izquierdas estaban una vez más desunidas hasta el punto de que se produjeron duros enfrentamientos entre distintos grupos obreros. Los anarcosindicalistas, que luchaban con ascético fanatismo por una existencia humana, hallaban gran resonancia entre la población. «En aquellas poblaciones andaluzas donde llevaban la voz cantante se prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, el juego, el tabaquismo y las corridas de toros. Por el contrario se proclamó la protección social de mujeres, niños y ancianos. La C.N.T. se mostró enérgica-mente partidaria de la educación de los jóvenes y ella misma fundó escuelas».
    Sin embargo la Iglesia dejó que el pueblo se pudriera en la inmundicia. Tal como decí-an los españoles en tono burlón, «vivimos de milagro». Y entre hipocresías y mentiras las publicaciones católicas dejaron también traslucir su «grave culpabilidad» y «gravísima co-rresponsabilidad». Y es que hasta la pía Germania de YJon_Pape.n —que mencionaba la francmasonería, el ateísmo y los doce mil matrimonios divorciados en Madrid como causas principales de la guerra civil— creía «en verdad imposible hallar un concepto adecuado para expresar la indecible miseria de la mayor parte del campesinado español?, Pero a los trabajadores de las fábricas, miserablemente pagados y exentos de legislación social, ape-nas les iba mejor. Y el jesuíta Reisberger admitía:
    «Es cierto que hace años, algunos sacerdotes de amplias miras tuvieron que desistir en su empeño de crear fundaciones sociales —acogidas con tanto entusiasmo por parte de la población— porque los mismos obispos competentes así lo quisieron».
    Como propietaria y aliada de propietarios, la opulenta Iglesia española iba perdiendo sucesivamente su influencia sobre la población. Hacia 1910 más de dos tercios de los espa-ñoles no eran ya católicos practicantes. Sin embargo, a principios del pontificado de Pío y según la Constitución de 1876, el catolicismo seguía siendo aún la única religión estatal, con exclusión de todas las restantes confesiones. Y era la corona la que, según el estatuto de 1851, pagaba a la Iglesia y al clero. De ahí que la visita realizada por el «Rey católico» Al-fonso XIII, a Pío XI, el 19 de noviembre de 1923, transcurriera de un modo esplendoroso y cordial. Rodeado por el Colegio de Cardenales, la Corte Papal y la gran nobleza romana, el monarca besó, arrodillado y hondamente emocionado, el pie y el anillo del Papa. El «Rex catholicus» habló ufano de los méritos contraídos por España como soldado de la religión y defensor de la fe, remitiéndose a las cruzadas, a las órdenes militares y a sus misioneros, prometiendo haciendo además votos de que España estaría en su puesto tan pronto como el «Santo Padre» llamase a la lucha y a la defensa de la fe por el triunfo y la gloria de la cruz (42).
    Por lo pronto las cosas no llegaron tan lejos y las reacciones se mantuvieron dentro de los límites de la moderación. Entre diciembre de 1922 y mayo de 1923 se registraron, tan sólo en Barcelona —donde desde 1919 imperaba la llamada «guerra de los pistoleros»— toda una serie de atentados que arrojaron un balance de 34 muertos y 76 heridos. El 13 de septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, capitán general de la zona, consiguió triunfar con un pronunciamiento. Con la aquiescencia del el Rey, el general estableció un directorio
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    militar, que suprimió la democracia y que, siguiendo el ejemplo del fascismo italiano, creó al año siguiente la «Unión Patriótica». El Partido Socialista siguió existiendo, pero las or-ganizaciones anarquistas y comunistas fueron prohibidas, los dirigentes comunistas encar-celados y las relaciones de propiedad vigentes, garantizadas. Nada más natural sino que aquella dictadura militar —fomentada por el mundo comercial y financiero, pero rechazada por la élite intelectual— fuese saludada calurosamente por el cardenal primado de Toledo como «un progreso» y apoyada por los jesuítas, tanto más cuanto que aquella otorgaba a la Iglesia abundantes privilegios. «Lo realmente lamentable era» —según palabras del propio Schmidlin, un historiador católico de los Papas— «la insuficiencia educativa y escolar, aunque (¡justamente porque!) en las escuelas la etapa básica estaba sometida a la influencia del clero, gracias a la enseñanza religiosa obligatoria y al carácter confesional, y la supe-rior, en la mayor parte de los casos, en manos de las órdenes religiosas». Y es que en el propio Estado Pontificio la escuela fue siempre especialmente deficiente y el porcentaje de analfabetos, uno de los más elevados de Europa. Todavía en la tercera década del siglo XX, el 80% de la población rural española era analfabeta y en el siglo anterior el ministro Bravo Murillo, a quien se le pidio^que autorizase una escuela para trabajadores declaraba que ?«No necesitamos personas que piensen, sino bueyes que puedan trabajar».! Quien piensa es peligroso. En 1928, el gobierno cerró la Universidad de Madrid y en otras escuelas supe-riores suspendió la actividad académica. Finalmente, y como consecuencia de la crisis eco-nómica, el dictador se atrajo el voto de censura de sus propios generales y el Rey, relegado muchas veces por Primo de Rivera a un segundo plano, le retiró su apoyo. Primo de Rivera dimitió a finales de enero y poco después, en marzo, moría de diabetes en París.
    Tras las elecciones municipales de abril de 1931, «sin duda alguna las más libres y or-denadas de la historia española», los españoles suprimieron la Monarquía y proclamaron el 14 de abril la (Segunda) República. Era de carácter liberal-progresista, con ligera tendencia hacia el Socialismo. A pesar de los continuos sabotajes por parte de la derecha y de la ex-trema izquierda; a pesar de una situación económica en quiebra, resultante de las condicio-nes anteriores, la estabilidad política del joven Estado, de cuyo Parlamento formaban tam-bién parte muchas celebridades científicas de ideología liberal-socialista, permaneció en un primer momento a salvo. En dos años el nuevo Gobierno llevó a cabo toda una serie de reformas que en otros lugares hubieran tardado décadas enteras en realizarse: una ley penal, una modernísima ley de divorcio, leyes sobre los derechos de la mujer, comités de arbitraje, salarios mínimos y la implantación de las 48 horas de trabajo semanales. Lo más importan-te, sin embargo, fue la reforma agraria, la expropiación de los grandes latifundios, la dupli-cación del salario de los jornaleros y la construcción de casi 10.000 escuelas.
    La ira popular y el derribo de la Monarquía golpearon también a un clero estrechamen-te vinculado a la misma. «España ha dejado de ser católica», declaraba el nuevo presidente Azaña, escritor y republicano doctrinario, quien tras la quema en mayo de algunos conven-tos de monjas manifestó: «Todas las iglesias juntas de España no valen lo que vale la vida de un solo republicano». Y como quiera que el país no sólo registraba gustosamente la pér-dida del monarca (éste se apresuró, sin renunciar a sus derechos al trono, a huir a Marsella en barco) sino que desterró asimismo al obispo de Vitoria y al cardenal primado de Toledo, objeto de un odio especial;
    como quiera que se dieron garantías para el derecho al culto y a la libertad de concien-cia, estando asimismo prevista la separación de la Iglesia y del Estado, la suspensión de cualquier tipo de subvenciones a las asociaciones religiosas y la anulación de las partidas del presupusto destinadas al sostenimiento del culto y la de la exención fiscal del clero; 275
    como quiera que a monjes y monjas se les prohibió el ejercicio del el comercio y de la en-señanza y la Compañía de Jesús fue disuelta el 24 de enero de 1932 por una disposición que confiscaba además sus bienes, el episcopado español se esforzó de inmediato por recuperar su anterior posición, altamente privilegiada.
    La Iglesia española protestó contra la libertad de conciencia y la escuela laica. Natu-ralmente el Papa la secundó mediante la no concesión del plácet al delegado del gobierno republicano y conjuró a los nuevos gobernantes a volver sobre sus pasos, a la par que ape-laba a la conciencia del clero y los seglares. Entretanto, los monárquicos, apoyados por los grandes latifundistas y por la mayoría de los oficiales, atizaban la violencia contra la Repú-blica y la clase obrera. En 1932, el general Sanjurjo intentó, sin éxito, dar un golpe de Esta-do en Sevilla y hubo de huir. Tanto los obispos españoles, en su C^rta.Pastoral del 25 de mayo («Declaración sobre la ley de Confesiones religiosas»), como Pío XI, en su Encíclica del 3 de junio Dilectissima nobis, exigieron ya en el año 1933 «una santa cruzada para el pleno restablecimiento de los derechos eclesiásticos».
    La contraofensiva clerical no quedó sin consecuencias. Como quiera que el papa no vaciló en condenar al gobierno, por su ingratitud, y a sus disposiciones hostiles a la Iglesia, declarándolas solemnemente como nulas y contrarias al bien de ésta y al del propio Estado; como quiera que el apiscopado llamaba a tambor batiente a la resistencia, a luchar «contra los anticristos rojos» —como decía el cardenal Segura en un llamamiento en el que exhor-taba a acabar con los enemigos del Reino de Cristo— la opinión pública aún se les hizo más hostil y el catolicismo más agresivo.
    En febrero del mismo año y (algo que la mayoría ignora) a instancias de Eugenio Pace-lli, se creó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Este partido cali-ficaba de secundaria la cuestión de la forma de gobierno, pero propagaba un «catolicismo social» inspirado en las encíclicas de los últimos Papas, asi como la defensa de Dios y de la Patria. Su «Jefe» tal como él mismo se hacía llamar por sus partidarios, en analogía con los títulos de Duce y Führer, fue José María Gil Robles, antiguo alumno de los salesianos, ad-mirador militante de Hitler, cuyo órgano de prensa, Vólkische Beobachter, escribía en homenaje a Gil Robles que «posee ante todo un órgano con tal vozarrón, que le permite acallar los gritos de los más exacerbados mar-xistas». (En 1936 transfirió al general golpis-ta Mola 500.000 pesetas de los fondos de su Partido). Especialmente interesante es esta confesión suya: «El problema religioso se estaba convirtiendo en un estado de guerra con el peligro de un confrontamiento entre las dos Españas».
    El 29 de octubre del mismo año 1933, año que vio nacer a la CEDA, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, y su hermana Pilar fundaron la «Falange Española», promo-cionada por los jesuítas e influida por el fascismo italiano. Éste apoyó económica-mente, a partir de 1934, a este partido fascista español, al cual se incorporó, ya antes del levantamiento, buena parte de las juventudes de la CEDA. Uno de sus líderes fue Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y amigo de Mussolini y de Hitler. Suñer desempeñaría más tarde los cargos de ministro del interior y de asuntos exteriores y en 1942 fue condeco-rado con la gran cruz de la orden «Pío IX». Dos meses más tarde, él mismo hizo público que 15.000 soldados españoles luchaban en el Frente del Este y que este número se elevaría a un millón si Alemania lo deseaba así. La Falange ambicionaba un estado cristiano, nacio-nal y totalitario. El antisemitismo fue una característica de algunos de sus mentores ideoló-gicos. Más notoria aún fue su admiración para con el fascismo y el nazismo.
    La coalición gubernamental republicana-socialista colapso en otoño de 1933. La iz-quierda se presentó por separado a las urnas ya que el partido socialista, confiado en su
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    propia fuerza, fue en solitario a las elecciones y fue batido por la derecha, que obtuvo la mayoría. La contrarrevolución se estableció con el gabinete de Lerroux, antiguo anticleri-cal, oportunista y ambicioso, capaz de aliarse ahora con la derechista CEDA para ser jefe de gobierno. En su cargo de ministro de la Guerra, Gil Robles facilitó —al delegar en el general Franco la reorganización del ejército— el golpe militar de 1936. La policía se com-ponía especialmente de católicos, a los que se instruyó para «aniquilar a los ateos, enemigos de la Iglesia».
    Todos los avances conseguidos por la joven república fueron eliminados durante este «bienio negro». Innumerables personas perdieron su trabajo, su pan y su misma libertad, sin ningún tipo de proceso, sólo por motivos políticos. El 5 de octubre de 1934 se convocó en Madrid y en Barcelona una huelga general. Tuvieron lugar toda una serie de revueltas loca-les, de manifestaciones multitudinarias y de enfrentamientos callejeros. Bajo la influencia determinante de los anarquistas, Cataluña se proclamó República autónoma y el País Vasco y los mineros asturianos tomaron el camino de la rebelión. El Consejo de Ministros declaró el estado de guerra y asesoradas por el general Franco las tropas del ejército regular y la legión española de Marruecos aplastaron violentamente los levantamientos. El jesuíta C. Eguía expresaba venturoso en Civiltá Cattolica que: «gracias a la energía y vigilancia del gobernador... la revuelta ha sido fácilmente dominada y los grupos rebeldes, que huyeron a la zona minera, han sido dispersados o aniquilados por la aviación y las tropas gubernamen-tales... Es pues bien merecido el aplauso con el que Bilbao celebró la tarea del gobernador y de las tropas». El órgano oficioso del Vaticano calificaba a los trabajadores abatidos a tiros de «asesinos», «incendiarios», «salvajes» y «bárbaros». Ese diario silenciaba, sin embargo, que, desde la torre de la catedral de Oviedo se combatió a tiros bajo las órdenes de sacerdo-tes. Tampoco mencionaba las causas del levantamiento, es decir, la injusticia atroz, el ham-bre terrible y la explotación. Para los jesuítas romanos la «única y verdadera causa... no fue otra que esa peste revolucionaria que ha infectado a España a través de conferencias, escri-tos y agitaciones de demagogos e intelectuales de izquierda» y también de «ese gusto por rebelarse contra la ordenación natural de las cosas». ¡Buen modo jesuítico-vaticanista de ir al fondo de las cosas! ¡Análisis clerical de las causas! Estaba claro: la rebelión latente de los oprimidos exigía se procediese «radicalmente» contra ella. «La justicia debe ser inexo-rable, antes que nada contra los principales responsables, y después contra todos los de-más». El diario del «Santo Padre» exigía «penas colectivas» (!).
    Los levantamientos fueron aplastados, ahogados en sangre: más de mil muertos y dos mil heridos en ambos bandos. Solamente durante los meses de octubre y noviembre 30.000 hombres y mujeres perdieron su libertad. A la cárcel vino a sumarse en no pocos casos la tortura. El mismo periodista Luis Sirval, que informó de todo ello, fue encarcelado y asesi-nado por tres oficiales. Incluso un historiador, que no era precisamente simpatizante de los republicanos, confesó:
    «Los nueve gobiernos que se sucedieron entre los años 1934-1935 (tres presididos por Lerroux, uno por Samper, otros tres más por Lerroux y dos veces por Chapaprieta) se limi-taron exclusivamente a destruir buena parte de aquello que los dos años de República logra-ron construir. Todo ello, por otro lado, acrecentó las ansias de revancha de los vencidos en octubre y dio pie a sembrar las primeras dudas entre los propios componentes del bloque de la derecha». Las leyes de estos gobiernos conservadores podían contarse con los dedos de una sola mano, ¡pero no faltaba una concerniente al patrimonio del clero! (43).
    Las izquierdas temían un régimen de terror fascista y las derechas una revolución co-munista. Por ello el 15 de enero de 1936 republicanos, socialistas, comunistas e intelectua-
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    les sensibles a la cuestión social se agruparon para formar el «Frente Popular». Como con-trapartida, la Falange, los monárquicos y los carlistas, junto a los grandes empresarios agra-rios y la CEDA, constituyeron el «Frente Nacional». De las elecciones del 16 de febrero surgió como clara vencedora aquella unión de izquierdas. Ocupaba 277 escaños de las nue-vas Cortes, en las que los socialistas, la fracción más numerosa, contaban con 90 parlamen-tarios. La derecha obtuvo en conjunto 132 escaños, de los que 86 pertenecían a la CEDA. La abrumadora victoria del «Frente Popular» fue la razón de fondo que hizo estallar la gue-rra civil; el asesinato del dirigente de la oposición, José Calvo Sotelo, perpetrado el 13 de junio de 1936 en un coche oficial por policías simpatizantes del «Frente Popular» y fustiga-do como «palmario crimen de estado», sirvió a lo sumo de señal para el estallido, pues el levantamiento estaba ya planeado mucho antes de aquel asesinato. En sustitución del gene-ral Sanjurjo fue el general Mola quien, ya en abril, envió las instrucciones para el pronun-ciamiento y cuyo primer plan de ataque esbozó el 25 de mayo. Según dicho plan tres divi-siones (partiendo de Zaragoza, Burgos y Valladolid) tomarían Madrid mientras una división (desde Valencia) se encargaría de apoyar la acción mediante un ataque de diversión impi-diendo a la flota del gobierno que trajese refuerzos desde África. Un proyecto elaborado conciendudamente. Pues justamente las divisiones encargadas de conquistar la capital podí-an contar con apoyo especial por parte de la población.
    Todo el golpe fue preparado por una camarilla de generales ya a principios de marzo, dos semanas después del triunfo electoral de las izquierdas, en el curso de unas conversa-ciones secretas en casa de un corredor de Bolsa madrileño. Juan March, propietario de la Banca de Palma de Mallorca, se convirtió en financiero del «alzamiento nacionak contra el «gobierno rojo».
    March, hijo de un campesino, se convirtió en uno de los grandes logreros de guerra es-pañoles al transformar —durante la 1 Guerra Mundial— su gran empresa de contrabando en una organización comercial. Tras asegurarse los pedidos de los aliados compró en un solo día todos los cerdos de las Baleares y de las Pitusas para así poder fijar él mismo los precios. Paralelamente efectuaba otros negocios y se estima que su patrimonio ascendía a finales de la Guerra Mundial a unos 300 millones de pesetas. Se dedicó a la especulación en solares, realizando impresionantes compras de terreno en alianza con los dos mayores pro-pietarios rurales de España, el clero y la nobleza. Bajo la dictadura de Primo de Rivera, cuyo ministro secreto de finanzas era el mismo March, estableció contacto con Gil Robles, filofascista y dirigente católico, adquirió la propiedad de varios rotativos importantes y fundó su banco en Palma, en cuyas proximidades fijó su residencia: en una villa de 250 habitaciones. Tras el cambio de régimen, un Tribunal de Justicia republicano expropió todo su patrimonio y le condenó a varios años de prisión. Pero pocas semanas después de su ingreso en prisión, huyó a París en compañía del director de la prisión y de los guardas, a quienes había sobornado, convirtiéndose —apenas pasado un año y mediante la compra de votos— en miembro de las Cortes y otra vez en propietario de su fortuna. En el año 1934 March adoptó el plan, juntamente con el dirigente católico Gil Robles, de pagar el levanta-miento contra el gobierno. Pocos antes de que éste se iniciara desapareció tras la frontera, no sin llevarse previamente consigo todo su capital, los intereses del cual sirvieron para financiar la guerra del «Frente Nacional» contra el «Frente Popular». «El «Frente Nacio-nal», financiado por los capitalistas desde el extranjero, cuidaba de los negocios de los grandes propietarios rurales, para salvar así a la patria—entiéndase, a los grandes latifun-dios— del comunismo». Éste es en cualquier caso el resumen del teólogo moral Johannes Ude.
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    Cuando el 18 de julio de 1936 los militares establecidos en el Marruecos español rom-pieron las hostilidades, con la calurosa simpatía del alto clero, titularon propagandística-mente su rebelión de «Alzamiento Nacional» y de «Movimiento Nacional». Pero lo ocurri-do podía ser todo menos un movimiento de la nación. Pues pese a que la mayor parte del ejército y de la guardia civil se pasó al bando rebelde; pese a que contaban además con una estrategia más hábil y con tropas mejor formadas y apenas tenían en contra un 10% de los oficiales activos, el gobierno, con la ayuda de un pueblo que luchaba enconadamente, logró sofocar un levantamiento tras otro. «Anótalo en tu diario», decía Mussolini a su ministro de exteriores conde Ciano, «yo profetizo la derrota de Franco... Los rojos son luchadores. Franco no lo es». También la embajada alemana en Madrid comunicaba el 25 de julio:
    «Las milicias rojas están poseídas por un espíritu de lucha fanático y combaten con una bravura extraordinaria y las correspondientes bajas... Salvo que suceda algo inesperado, apenas se puede contar con el éxito del levantamiento militar».
    Sin embargo ante el temor de una derrota inminente los rebeldes recibieron rápidamen-te la ayuda de Hitler y Mussolini mientras que la ayuda militar procedente de Rusia sólo llegó bastante después. Los insurrectos habían conspirado con Alemania ya antes del levan-tamiento. El general José Sanjurjo Sacanell, que debía ser el que dirigiera la acción y que ya el 18 de agosto de 1932 había intentado un golpe de estado contra el Gobierno, resultó víctima de un accidente mortal en el vuelo de vuelta desde Berlín, justo antes de iniciarse el alzamiento. Fue Francisco Franco, hijo y nieto de funcionarios de la marina, de extracción pequeño-burguesa, quien, financiado por Juan March, el «rey de los contrabandistas», el «gran criminal capitalista», asumió el 19 de julio, un día después del inicio del levanta-miento, el mando supremo de las tropas rebeldes. El 22 de julio solicitó a Hitler aviones que pudieran transportar a sus soldados, pues la flota republicana tenía cerrado el camino marítimo. El 27 de julio, aviones alemanes del tipo Ju 52 transportaron a los moros musul-manes de Franco (que castraban a menudo a sus víctimas) y a sus legionarios. Su mentali-dad, se vería más tarde, respondía a la consigna de: «¡Viva la muerte;» «¡Muera la inteli-gencia!», para la salvación, a partir de ultramar, del occidente católico. «Franco debería erigir un monumento al Ju52. Gracias a este avión la revolución española ha podido triun-far», decía Hitler algún tiempo después. Y también, aludiendo al apoyo italiano: «Sin la ayuda de ambos países hoy no existiría Franco».
    Hitler se mantenía todavía relativamente reservado. Sus jefes militares estaban metidos de lleno en el proceso de transformación del armamento. Goring, sin embargo, estuvo desde un principio, y plenamente entusiasmado, presente en los eventos de España. El cuerpo expedicionario alemán, unos 16.000 hombres, se componía básicamente de soldados de aviación cuya prometedora capacidad se hizo patente en Guer-nica. Aparte de los aviones de transporte, Alemania envió también aviones de caza, de lucha, de reconocimiento, tan-ques, cañones antiaéreos y antitanque. 500 millones de marcos le costó a Hitler la empresa: a fin de cuentas se trataba de un inestimable campo de experimentación del material de guerra de su Wehrmacht, un ensayo general para épocas más gloriosas. El mensajero de Dios, el Duce, que ya en el año 1934 apoyó con armas y dinero a los conspiradores, consi-guió movilizar poco a poco a unos cien mil soldados. «La comedia de la no intromisión ha llegado a su final», fanfarroneaba el diario Roma fascista. «Para nosotros no empezó nun-ca». El Portugal de Salazar, firmemente sujeto al alto clero y consagrado por los obispos, desde 1931, a «nuestra querida Señora de Fátima» cuyo culto va asociado, como es notorio, con un radical anticomunismo, se convirtió en la vía principal del avituallamiento prove-niente de Hitler y en la central de compra armamentística de Franco. Portugal ayudó como 279
    pudo a los rebeldes enviando casi 20.000 combatientes portugueses a los frentes. Incluso la católica Irlanda movilizó una brigada para la «cruzada cristiana» en cuya primera jornada el general Queipo de Llano mandó arrasar los barrios obreros de Sevilla, eso después de arrin-conar a los hombres —prácticamente desarmados— en ciertas calles y degollar a muchos.
    «Piensa en ello», se decía en las ordenanzas del ejército rebelde, «tu estás llamado a conquistar de nuevo para Cristo la nación de sus elegidos, que otros le han arrebatado. Si te entregas plenamente al servicio de esta santa tarea y por ella sacrificas tu vida, entonces serás glorificado por la misericordia divina que hará resplancecer sobre tu conciencia el majestuoso resplandor del halo de mártir. Tu valor heroico y tu disposición al martirio te conducirán hacia el ideal: ¡Por Dios y por la Patria!». ¡Por ello mismo luchó ya el mundo cristiano en la I Guerra Mundial. Y por esa misma causa combatieron también los soldados de Hitler, sobre cuyo vientre leíase grabado en la hebilla de su correaje: «Con Dios». Las ordenanzas franquistas decían: «Llevas en tu corazón el fuego de un apóstol y tus manos deben ser las herramientas de la omnipotencia divina» (44).
    La República, víctima de un ataque internacional, apeló a la ayuda de las democracias occidentales. Pero los golpistas y sus compinches engañaron a todo el mundo presentando el golpe de Estado como una guerra religiosa contra el comunismo ateo, lo que no era otra cosa sino una crasa falsificación de la historia propalada por la prensa vaticana y por el mi-nistro de Propaganda de Hitler. Todo ello repercutió en el hecho de que casi todos los paí-ses europeos y los Estados Unidos decidieran no apoyar al Gobierno español. Pero en reali-dad el comunismo no desempeñó ni mucho menos un papel dominante en España, al menos antes de la Guerra Civil. El «Frente Popular» no propugnaba para nada un programa marxista. El gabinete republicano incluía un único ministro comunista, mientras que el par-tido comunista contaba con diez mil afiliados, cifra que aumentó, sin embargo, hasta medio millón durante la guerra pero que se ha de poner en relación con una población de 25 mi-llones.
    El general falangista Yagüe habló ya el primer día del golpe en Marruecos de una cru-zada. El mismo Franco, a quien le agradaba dar muestras visibles de su catolicismo y que se hizo fotografiar arrodillado ante el altar de su capilla privada, lanzó pronto la consigna de que la guerra contra la república era una guerra santa, una cruzada de la fe y que él era un «soldado de Cristo» y un «instrumento de la Providencia». Cuando, con ocasión de la Fies-ta de la Asunción de la Virgen, Franco izó y besó con lágrimas en los ojos la bandera mo-nárquica en lugar de la republicana en el balcón del ayuntamiento de Sevilla, fue asistido en ello por el cardenal de la ciudad, Illundáin, que también la besó.
    Pues el episcopado español estaba estrechamente vinculado a los militares golpistas. Y al igual que éstos, también él hizo propaganda de estos tres años sangrientos como de una «cruzada» contra los «ateos», afirmando que es «lamentable tener que aclarar todavía que esto no fue ningún pronunciamiento militar, ninguna guerra civil, ninguna lucha de clases». «Esta guerra no es una guerra civil, sino una cruzada contra la revolución mundial roja», «una cruzada... en cuanto que defiende todo aquello que es esencial para la religión». El cardenal primado Goma y Tomás, quien transfiguró la invasión de Abisinia, con sus imá-genes de la Madonna y sus gases venenosos, en «obra civilizatoria», aleccionaba ahora a la opinión pública mundial diciendo: «Por un lado tenemos a los que luchan por los ideales nacidos de la vieja tradición y de la vieja historia de España; por otro, a una horda hetero-génea» o por decirlo con las palabras de una larga pastoral del arzobispo de Santiago de Compostela: «una banda de forajidos». «Cristo y el anticristo están librando una batalla en nuestro suelo». La Civiltá Cattolica elogiaba (al mismo tiempo que criticaba a un «acadé-
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    mico y literato católico francés del prestigio de un Francois Mauriac) la muy razonable y pacífica voz de los obispos españoles.
    Antonio Ruiz Villaplana, un respetado juez nada sospechoso de comunismo que ejercía su cargo en Burgos, cuartel general de los rebeldes, informa en su libro Esto es Franco, que la Iglesia Católica no sólo participaba en todas las manifestaciones militares, sino que las dirigía, incluso, a la vez que bendecía las armas y organizaba tedeums. Villaplana escribe: ¡El clero no olvidó jamás sus ansias de venganza durante esta guerra desenfrenada... Al igual que un clarín de guerra hacía resonar la voz de aquel que debía ser pastor espiritual y guía del pueblo para lanzar llamamientos bélicos:
    «No podemos vivir en comunidad con los siniestros socialistas... ¡Guerra, sangre y fuego! No debe haber armisticio ni conceder cuartel hasta que la victoria de la religión y del orden esté totalmente asegurada».
    El Episcopado español, que justificó moralmente la matanza entre los españoles —y según asegura una revista jesuíta alemana lo hizo «con gran sabiduría»— recibió el apoyo de los obispos de todo el mundo.
    Poco después del levantamiento, el cardenal Innitzer tomó partido en favor de los gol-pistas. Un príncipe eclesiástico que, dos años más tarde, con motivo de la ocupación de Austria por Hitler, el «Führer enviado por Dios», vería también en aquella el cumplimiento del «anhelo milenario de nuestro pueblo». Un servidor de la Iglesia que celebró la entrada de las tropas alemanas con repique de campanas e izando banderas con cruces gamadas en las iglesias; que por sus merecimientos (que hoy se suelen silenciar por doquier) obtuvo de manos del mismo Hitler la Medalla de la Marca Oriental. El cardenal escribía a la sazón: «El ateísmo levanta cabeza contra todo aquello que sea religión o vinculación a Dios». Y el príncipe obispo Waitz de Saizburgo, que bajo el régimen de Hitler prefería las mismas fra-ses manidas que Innitzer y que catalogaba el congreso eucarístico celebrado en Viena en 1912 como uno de los preparativos más importantes para la I Guerra Mundial, sabía muy bien que: «El infierno está activo. Desde su sede central en Moscú pretende llevar su perdi-ción a todos los pueblos del mundo».
    También el Episcopado alemán publicó el 30 de agosto de 1936 y por orden directa del cardenal secretario de Estado, Pacelli, una Carta Pastoral en la que se escribía respecto a España: «Cuál sea la tarea que se plantea con ello a nuestro pueblo y a nuestra patria es algo obvio. ¡Ojala consiga nuestro Führer, con la ayuda de Dios, desempeñar felizmente esa misión de defensa, tremendamente fatigosa, gracias a su inquebrantable firmeza y a la fidelísima cooperación de todos los compatriotas». El 3 de enero de 1937, los prelados en-carecían a sus siervos, con la vista puesta otra vez en España, lo siguiente: «¡Queridos feli-greses! El Führer y canciller del Reich, Adolf Hitler, avistó ya hace tiempo la expansión del Bolchevismo y centró su afán y sus preocupaciones en la cuestión de cómo salvaguar-dar a nuestro pueblo alemán y al occidente de tan terrible peligro. Los obispos alemanes piensan que es su deber apoyar, con todos los medios que la causa sagrada ponga a su al-cance, al máximo dirigente del Imperio Alemán en esta lucha defensiva. Si evidente es que el bolchevismo representa el enemigo mortal del orden estatal y a la par, y en primera línea, el enterrador de la cultura religiosa, empeñado por ello en dirigir siempre sus primeros ata-ques contra los servidores de las cosas santas de la vida eclesiástica, (algo que los eventos de España ilustran nuevamente) ... es asimismo evidente que la cooperación en la tarea de defensa frente a este poder satánico se ha convertido en un deber religioso y eclesiástico de nuestra época. Esta muy lejos del ánimo de los obispos inmiscuir la religión en el ámbito político no digamos el hacer llamamientos a una nueva guerra. Somos y seguiremos siendo
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    emisarios de la paz, y como tales apelaremos a las personas religiosas a participar en la prevención de este gran peligro con los medios que nosotros llamamos las armas de la Igle-sia... Aunque rechacemos toda intromisión en los derechos de la Iglesia, respetaremos los derechos del Estado en su ámbito estatal y también sabremos ver cuánto hay de positivo y grandioso en la obra del Führer...».
    Aquí tenemos un ejemplo cabal de su gran hipocresía. ¡Justo en el momento en que afirman que está muy lejos de su ánimo el inmiscuir la religión en la política, justo entonces practican lo que niegan practicar! Y siempre que obispos y papas afirman que no entran en política se dedican justamente a intervenir en ella. Eso sí, al mismo tiempo encarecen con la mayor desvergüenza lo contrario al objeto de salvar, cuando menos, su cara ante su grey. ¡Y es que tienen mucha cara que salvar!, ¡No hay más que observarlos! No, ellos no ejercen en política. Pero la defensa ante ese «poder satánico» era ahora «deber religioso de nuestra época» y casualmente también el de Hitler y Mussolini, los grandes gángsters de la época. No, nada de política —¡y menos aún hacer llamamientos a una nueva guerra! ¡Qué va! Has-ta llegar a eso tendrían que pasar aún muchos años, ¿cuatro? ¿tres? ¡Apenas dos! Ello sería en 1939 y continuaría en 1940, 1941... De momento, revestidos de piel de cordero, aguar-daban, en la línea divisoria entre la guerra fría y la caliente, perseverando como «emisarios de la paz«: nadie hablaba tanto de la paz como ellos y los de su laya; nadie salvo el mismo Hitler. Esa coincidencia no puede ser casual. Rechazaron virilmente, sí, la «intromisión en los derechos de la Iglesia» (los derechos de los hombres en general, los derechos humanos, eso era ya otro cantar; eso no era asunto suyo) pero con todo no dejaban de ver (aunque más tarde ellos y sus siervos lo relegaron a un olvido absoluto) lo «positivo y grandioso» de Hitler, su defensa, verbigracia, ante aquel «poder satánico», su intromisión en España y más tarde su II Guerra Mundial, su invasión, sobre todo, de la Unión Soviética. ¡¿Por qué, si no, habrían lanzado «reiteradamente» y «del modo más enérgico» exhortaciones en ese sentido?!
    Es cierto que el «deber de nuestra época» no resultaba fácil para estos oscurantistas. En España, una «república roja» en Francia, un «frente popular» y en Latinoamérica, el comu-nismo a la ofensiva: claro está que de esto último no eran ellos los últimos culpables, a la vista del régimen que allí impusieron secularmente. En esas circunstancias, claro está, los «mensajeros de la paz» fomentaron esta última a su manera. La dirigieron contra Satán, contra el poder diabólico que representaba para ellos la peor de las amenazas. «¡Este fue el motivo principal por el que el Vaticano tuvo que esforzarse en hacer buenas migas con la Italia fascista y la Alemania nazi a pesar de las actitudes anticlericales que ambas abriga-ban. Esa fue la razón de que la Iglesia aguantara las múltiples trabas con que la molestaban el fascismo italiano y el nazismo alemán; lo esencial era que ambos regímenes constituían una garantía para mantener bajo control al comunismo en Italia, Alemania y, muy posible-mente, también en otros países (45).
    El 1 de julio de 1937 cuarenta y tres obispos españoles y cinco vicarios generales —sólo se abstuvieron dos: el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, y el arzobispo de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer— se dirigieron a todos los prelados católicos del mundo. Re-sultado: «Todos los miembros del Episcopado» —entonces alrededor de 900, según infor-mó el futuro cardenal Pía y Daniel), «respondieron con el reconocimiento de la legitimidad de la guerra por parte de la España nacional, y del carácter de aquélla como cruzada por la religión cristiana y la civilización». La jerarquía católica lanzó la más fuerte de las campa-ñas de propaganda en pro de una España fascista-clerical, campaña que logró incluso obte-ner un éxito considerable en países protestantes como Gran Bretaña y los Estados Unidos.
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    ¡Ya puede uno imaginarse cómo estaban las cosas en el país del «Santo Padre»! Mien-tras los agentes fascistas se dedicaban a asesinar a todos aquellos italianos dispuestos a de-fender la República; mientras el ministro de Exteriores italiano, el yerno de Mussolini, con-de Ciano, no sólo era el máximo responsable de una larga serie de asesinatos y de siniestros de barcos y trenes» según escribe el Daily Tele-graph, sino también el organizador de una «conspiración» destinada a propagar bacilos patógenos entre los partidarios del gobierno español», el Papa Pío XI por su parte declaraba francamente que «después de Dios, nuestro homenaje y nuestro reconocimiento han de expresarse antes que a nadie a aquellas altas personalidades. Nos referimos al honorable soberano y a sus incomparables ministros... nada más lejos de nuestro ánimo que la intención de comenzar una disputa».
    Aquel mismo año de 1938, a comienzos de enero, un espléndido contingente de prela-dos y curas se dirigió bajo las ondeantes banderas de la Iglesia a la tumba del soldado des-conocido (sacerdotes y soldados...) y hacia el monumento dedicado «a los héroes caídos en la revolución fascista». Más tarde, nada menos que 72 obispos y 2.340 curas se trasladaron al Palazzo Venezia para aplaudir enfervorizadamente a Mussolini, y el arzobispo Nogara dijo en su discurso:
    «¡Duce!, Usted ha ganado todas las batallas; también la del cereal. Rogamos al Señor que le sea propicio y le conceda ganar todas las batallas que Vd. libra sabia y firmemente por la prosperidad, la grandeza y la gloria de la Italia cristiana». Acto seguido tomó la pala-bra el padre Menossi: «¡Excelencia! Los sacerdotes de Italia imploran la bendición de Dios para su persona y su obra, que le ha convertido en el restaurador de Italia y fundador del Imperio. También para el gobierno fascista. Que un halo de gloria perenne, con el resplan-dor de la sabiduría y la virtud romanas, los envuelva hoy y sempiternamente. ¡Duce\ Los servidores de Cristo, padres de la humilde población campesina, le tributan con afecto to-dos los honores. Ellos le bendicen. Le encarecen su fidelidad. Con devoto entusiamo y con la voz y el corazón del pueblo exclamamos: «¡Salve Duce!». Y todos los obispos y curas allí reunidos se levantaron y prorrumpieron en gritos de «Duce, Duce, Duce».
    Más estrecha aún, si cabe, era la sintonía existente entre el clero y el dirigente fascista español. Franco comunicó a Pío XI el comienzo del levantamiento, antes de que la noticia alcanzara a cualquier otra capital. La primera bandera extranjera que ondeó sobre el cuartel general de los rebeldes en Burgos fue la del Papa. La siguiente frase del cardenal Goma es una muestra de hasta qué punto era firme la colaboración entre la Iglesia y el «Caudillo»: «Estamos en perfecta armonía con el gobierno nacional, que nunca emprende nada sin pres-tar previamente oído a mis consejos». Y sin ningún lugar a dudas, todas las agitaciones promovidas por el cardenal, los obispos españoles y los del resto del mundo fueron instiga-das por Roma, desde donde el rey huido, Alfonso XIII, ofrecía al levantamiento toda la ayuda que estaba en sus manos ofrecer. Incluso el Papa renunció ahora a sus protestas de amor a la neutralidad y la paz, a las que, por lo demás, no había sido muy fiel en el conflic-to de Abisinia. El 14 de septiembre, poco después de que Hitler exigiera de nuevo la lucha contra el peligro bolchevique en el congreso general del partido, en Nürenberg, Pío XI ex-hortó a todo el mundo civilizado a ir en contra del bolchevismo, «que ha demostrado sobra-damente sus ansias de destrucción de cualquier orden establecido, desde Rusia a China, desde México a Sudamérica». El «Santo Padre» habló entonces en su residencia de verano de Castelgandolfo ante la colonia española y los exiliados españoles de Roma. Según in-formes procedentes de su entorno más inmediato, «el Papa está sufriendo como nunca, su corazón muestra serios síntomas de una salud quebrantada. El Papa rezaba y hablaba pro-fundamente turbado, mientras buscaba un medio que pueda conducir a la paz a los herma-
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    nos en lucha... No acusaba a nadie, sino que buscaba derribar los obstáculos, a la vez que dirigía palabras de paz y amor para todos, incluso para los mismos perseguidores». Así de bello fue el espectáculo ofrecido en la villa veraniega del papa, mientras éste —en palabras suyas— veía encenderse en España «el fuego del odio y la persecución» y ordenaba tomar medidas inmediatas para extinguirlo. Ahora bien, los sentimientos que agitaban su corazón no eran únicamente de aflicción, sino también, y especialmente, de alegría, pues él mismo confesó: «Por un lado la más amarga y profunda de las compasiones debe hacernos llorar, pero por otro, debemos exultar jubilosos por el amor y la dulce paz que nos enaltece... Este es un grandioso espectáculo donde resalta la virtud cristiana y sacerdotal, pleno de acciones heroicas y martirios... Qué bien se compagina vuestra expiación con los designios de la providencia...».
    ¡Y qué bien se compaginaba con los intereses del «Santo Padre» el asesinato de miles de sacerdotes católicos! Sus lágrimas iban acompañadas de dulces sentimientos de alegría. Los mártires son muy vivificantes y bien entendida, la muerte (y el miedo ante ella) es lo más vivificante en esta Iglesia.
    En sólo tres años de guerra civil la Iglesia perdió más clérigos que a lo largo de los doscientos años que duraron las antiguas persecuciones contra los cristianos, exageradas hasta límites grotescos. Con todo, tampoco es, ni mucho menos cierto, que murieran en España, como afirmaba L’Osservatore, 16.750, cifra que resultaba penosa incluso para el cardenal primado de España, «pues» afirmaba éste, «cuando estalló la revolución, la cifra total de sacerdotes en los territorios dominados por los rojos era de 15.000». Podrían haber muerto unos 4.184 religiosos, entre ellos 12 obispos, 2.365 frailes y 283 monjas. Algunos de ellos mutilados, quemados o crucificados. De todas formas, también Franco hizo ejecu-tar a sacerdotes católicos, unos 400 al parecer, principalmente clérigos vascos leales al go-bierno y a los cuales no dio la más mínima posibilidad de defensa. Naturalmente la Iglesia callaba acerca de ellos. Sin embargo, hasta la revista católica Entscheidung (Decisión), de Lucerna, lamentaba que una vez más la «causa del cristianismo» quedase en manos de ge-nerales beligerantes y que ¡el amor cristiano al prójimo se mostrase en ejecuciones masivas. Que el «amad a vuestros enemigos» se tergiversase como si significara «degollarlos como a cerdos»! Por lo general, desde luego, la prensa católica llamaba «chusma roja» o «instru-mentos de Moscú» a todos los españoles leales al gobierno legítimo o bien, como escribía la Gemianía de Von Papen, aquéllos pertenecían a ¡a ese puñado de clérigos españoles mentalmente extraviados o envenenados por la francmasonería... que no se avergüenzan en poner su nombre bajo proclamas de agitación marxista para ejercer de «portavoces de los católicos españoles»!
    Está claro que tanto un bando como otro fueron horriblemente crueles y que la orgía de sangre y el sadismo masivo no eran completamente nuevos en España. Tal como apunta el Bund de Berna: «A esta gente la han tratado durante largo tiempo como perros hasta que, finalmente, aprendieron a morder». De ahí que ajuicio de un prominente religioso español «No se persigue el espíritu de la religión sino a aquellos que no cumplen con él». El escritor católico José Bergamín asegura que ningún sacerdote o monje fue asesinado en España antes del levantamiento de julio. Las ejecuciones de clérigos tuvieron lugar después, cuan-do éstos, por orden de sus superiores, tomaron partido por los militares y contra el gobier-no, luchando a veces codo a codo con los rebeldes. Se les ejecutó como a fascistas o com-batientes. «Ninguno de ellos, ni uno solo», afirma el católico español, «murió por Cristo. Murieron por Franco. Se les podría, a lo sumo, convertir en héroes nacionalistas, en vícti-mas de la política, pero nunca en mártires»,
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    SÍn embargo, al Papa le venía «a pedir de boca» aquel tributo de sangre vertida por su clero. Y mientras él hallaba palabras llenas de paz y amor «para todos, incluso para los per-seguidores», las publicaciones dependientes del Vaticano propagaban incesantemente la guerra civil. «... esta lucha», atizaba L'Osservatore Romano, «es una cruzada de la gente decente, que no se levanta contra la autoridad, sino contra el crimen y la barbarie. Cualquier actitud de permanecer al margen es culpable; cualquier pretexto para la no injerencia es injusto; cualquier capitulación es criminal. El crimen no debe triunfar, los virtudes no de-ben ser ignoradas». «En el levantamiento del 17 de julio», escribía la Civilta Cattolica el 2 de enero de 1937, «el ejército mostró un comportamiento cien veces glorioso y bendecido». Y el 20 de noviembre del mismo, el órgano oficioso del Vaticano exigía: «En este momen-to... todos los ciudadanos honrados deberán, dejando aparte todas sus discrepancias de otra índole, aunar sus voluntades en el propósito común de expulsar a estos nuevos bárbaros apatridas y ateos, sea cual sea el desenlace».
    Sea cual sea el desenlace: éste nunca le preocupó a la Iglesia cuando lo que estaba en juego eran sus intereses, su poder (46).
    Continuando un dilatado combate, prolongado a lo largo de todo el siglo XX, contra Moscú, las Lettres de Rome, la «trompeta antisoviética del Vaticano, enumeraron ya a co-mienzos de la guerra civil todas las manifestaciones anticomunistas y antisoviéticas reali-zadas por el Papa. El director de esta beligerante revista vaticana era el jesuíta Ledit, cuya colaboración ventiló la propaganda nazi (V. Vol. II). Su superior, el general de la compa-ñía, conde Tedochowski, seguía de cerca el avance comunista y temía ante todo el desarro-llo del experimento socialista en España, ya que podría repercutir de inmediato en Francia. Los jesuítas se mostraban a la sazón sumamente pesimistas. Toda una serie de congresos católicos apoyados por el Vaticano sirvieron de tribunas para exigir la lucha contra el co-munismo y la Unión Soviética: p. ej., la sesión dedicada a Cristo Rey en Posen, el congreso de la Comisión Internacional «Pro Deo» en Ginebra, el Congreso Eucarístico en Budapest, en el que Pacelli reapareció como cardenal legado. Todos estas celebraciones sirvieron para inculcar las doctrinas anticomunistas de Pío XI, expuestas en su encíclica «Divini Redemp-toris». Ésta, publicada el 19 de marzo de 1937, fustigaba al comunismo como enemigo principal de la civilización cristiana y dedicaba algunos de sus ataques, y no los más sua-ves, contra el socialismo de España y Francia. ¡Dicha encíclica tenía como objetivo apoyar al catolicismo fascista que, con la consigna de «¡Viva Cristo Rey!» se lanzó a la lucha co-ntra el Gobierno español del «Frente Popular».
    El propio Papa se olvidaba raramente en sus alocuciones de recriminar, directa o indi-rectamente, al gobierno legal español, mientras bendecía «de modo muy especial a todos aquellos que asumieron la ardua y arriesgada tarea de defender y restablecer los derechos y el honor de Dios y de la religión». Aquéllos eran, sin la menor duda, Hitler, Mussolini y Franco. El «Santo Padre» hacía frente común con ellos. De ahí que rechazara rotundamente en 1938 la petición del gobierno inglés y francés, en la que se le instaba a unirse a las pro-testas en contra de los bombardeos sobre la población civil republicana. Sí que agradeció, sin embargo, a Franco, en plena guerra, su telegrama de adhesión, «altamente satisfecho», decía el papa, «porque Nos sentimos latir en este mensaje de Vuestra Excelencia el espíritu primigenio de la España católica». Por eso enviaba al general rebelde «de todo corazón y como prenda de la gracia divina nuestra bendición apostólica».
    ¡A fin de cuentas la vida religiosa florecía! Como ya lo había hecho en la I G. M. y también en la guerra de Abisinia. El cardenal primado español decía jubiloso: «En todos los frentes las tropas nacionales celebraron el sacrificio de la misa. Miles de jóvenes soldados
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    recibieron la confesión y la comunión y en los intervalos en que callaban las armas todos rezaron juntos el rosario en los campamentos. También cosieron distintivos religiosos en sus uniformes y...». Todavía hoy, el católico español Quintín Aldea Vaquero escribe exul-tante: «Al estallar el Movimiento se registraba una corriente de sentimientos religiosos en el pueblo español y entre los combatientes. Había un auténtico renacimiento de la vida reli-giosa en todo el país. Las victorias en el frente fueron celebradas con oficios religiosos, tedeums y salve reginas... Los religiosos destacados en el frente escribieron un capítulo glorioso para la historia de la Iglesia española. Entre los caídos en combate debe mencio-narse en especial al jesuíta Fernando Huidobro, alumno predilecto de Martín Heidegger. El proceso de beatificación de Huidobro está ya en marcha».
    El 29 de septiembre de 1936, la Junta de Defensa Nacional, máxima instancia militar rebelde, nombró a Franco Jefe de Gobierno del Estado español» y «Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas». Franco estableció de nuevo en el país la religión católica y constru-yó un Estado «regido por los principios del Catolicismo» «que», según declaró él mismo, «constituyen los auténticos fundamentos de nuestra patria». Y él por su parte libraba aque-lla «guerra santa», aquella «cruzada» de los obispos «bajo el signo de la cruz». La adhesión al catolicismo se convirtió en el criterio legítimo de la conciencia ciudadana, a la vez que se abolía la legislación anticlerical creada por la II República. Ya en septiembre de 1936 las escuelas de las zonas de dominio franquista restablecieron la obligación de la enseñanza religiosa y los rezos al comienzo y al final de las clases; también la asistencia a misa, junto a los profesores, en domingos y días festivos.
    Naturalmente volvieron a colgarse de las paredes los crucifijos y las imágenes de la Virgen, pues el culto mariano floreció como nunca. A los defensores del Alcázar se les consideró, junto a su general Moscardó, conmilitones marianos o, como decía elogiosamen-te el obispo Díaz y Gomara, «caballeros de la santísima Virgen, vencedora del maligno enemigo». Los cruzados cristianos no portaron sólo imágenes de la Virgen a lo largo de la procesión, sino que confirieron a la Virgen del Pilar de Zaragoza, en donde incendiaron una iglesia protestante, el título de generalísimo del ejército español. De ahí a poco cayó una bomba sobre su templo. Se eximió del impuesto sobre terrenos a todas las iglesias, a todas las casas obispales y parroquiales, juntamente con sus dependencias, a los seminarios y a los monasterios. En mayo de 1938 se legalizó de nuevo la Orden de los jesuítas, devolvién-dole todos sus derechos y bienes. El 2 de febrero de 1939 se restableció el estatus jurídico de todas las órdenes religiosas.
    Ocho días después, a las cinco y media de la madrugada del 10 de febrero y tras 17 años de pontificado, moría Pío XI a la edad de 82 años, víctima de una arterioesclerosis progresiva y de un catarro bronquial y pulmonar. Entre las últimas «palabras ininteligibles» que se le oyeron murmurar pudieron discernirse las de «pace» y «Gesú» pero el // Regime Fascista añadió además la palabra «Italia» comunicando al mismo tiempo que el moribun-do no dijo nada más en toda la noche...
    El 1 de abril de 1939, derribada la república con la ayuda de los fascistas alemanes e italianos, Eugenio Pacelli —recién coronado Papa con el nombre de Pío XII— felicitaba así a Franco: «Elevando nuestro corazón a Dios, compartimos con Vuestra Excelencia la ale-gría por la victoria, tan anhelada por la Iglesia. Albergamos la esperanza de que su país, tras el restablecimiento de la paz, adopte con nuevas energías las viejas tradiciones cristianas». Franco contestó expresando la profunda gratitud que sentía el pueblo español y telegrafió al mismo tiempo a Hitler y a Mussolini. El Estado español se construyó ahora siguiendo el sistema corporativo recomendado por Pío XI en su Encíclica Quadragesimo anno. Se abo-
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    lieron nuevamente las libertades de expresión, de prensa y de asociación. La literatura, el cine y la radio fueron sometidos a un estrecho control y todos los partidos políticos, excepto la Falange, fueron prohibidos. Todas las confesiones no católicas fueron reprimidas y se cerraron todas las escuelas e iglesias protestantes.
    La degollina continuó, por lo demás, bajo la férula de Franco, cuyos «muy nobles sen-timientos cristianos» fueron, apenas iniciado el golpe de estado, objeto de admiración por parte del secretario de estado Pacelli. Los tribunales militares y los pelotones de ejecución actuaban sin tregua. Según estimaciones del conde Ciano en Sevilla, Barcelona y Madrid tenían lugar diariamente unas 80, 150 y más de 200 ejecuciones respectivamente. Las esta-dísticas oficiales indican que el Gobierno español de Franco asesinó, en el período de tiem-po que abarca desde el final de la guerra civil hasta la primavera de 1942, a unas 200.000 personas, cumpliendo así el deseo de Pacelli de «adoptar de nuevo las viejas tradiciones cristianas». Esta cifra equivale a casi un tercio de todas las víctimas de la guerra civil. Pero Franco, «el soldado de Cristo» o «el instrumento de la Providencia» como él mismo gusta-ba llamarse; él, mano derecha del Papa y amigo de Hitler, estaba resuelto a todo desde el principio. Cuando poco después de su golpe de estado declaró a un corresponsal del News Chronicle que liberaría a España del marxismo a cualquier precio, el corresponsal le objetó: «Eso significa que tendrá que ejecutar a media España», a lo cual replicó el general: «¡Re-pito, a cualquier precio!».
    Y como se verá en el segundo no había tampoco ningún precio, por elevado que fuese, que pudiera disuadir al Papa Pacelli de acompañar a Hitler en su avance hacia la II guerra mundial (47).

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