"Algunos textos de Federico Engels sobre religión"
recopilación realizada por tovarich Ereshkigal
Por su longitud se publica en el Foro en cuatro mensajes
-- mensaje nº 1 --
Sobre la historia del cristianismo primitivo
F. Engels
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-- mensaje nº 1 --
Sobre la historia del cristianismo primitivo
F. Engels
I
La historia del cristianismo primitivo tiene notables puntos de semejanza con el movimiento moderno de la clase obrera. Como éste, el cristianismo fue en sus orígenes un movimiento de hombres oprimidos: al principio apareció como la religión de los esclavos y de los libertos, de los pobres despojados de todos sus derechos, de pueblos subyugados o dispersados por Roma.
Tanto el cristianismo como el socialismo de los obreros predican la próxima salvación de la esclavitud y la miseria; el cristianismo ubica esta salvación en una vida futura, posterior a la muerte, en el cielo. El socialismo la ubica en este mundo, en una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos y acosados, sus adherentes son despreciados y convertidos en objeto de leyes exclusivas, los primeros como enemigos de la raza humana, los últimos como enemigos del Estado, enemigos de la religión, de la familia, del orden social. Y a pesar de todas las persecuciones; más, incluso alentados por ellas, avanzan victoriosa e irresistiblemente. Trescientos años después de su aparición, el cristianismo fue reconocido como religión del Estado en el imperio mundial romano, y en sesenta años apenas el socialismo ha conquistado una posición que hace absolutamente segura su victoria.
Por lo tanto, si el profesor Antón Menger se pregunta, en su Derecho al producto total del trabajo, por qué con la enorme concentración de la propiedad de la tierra bajo los emperadores romanos y con los ilimitados sufrimientos de la clase obrera de la época, compuesta en forma casi exclusiva por esclavos, “el socialismo no siguió a la caída del Imperio Romano de Occidente”, se lo pregunta porque no ve que ese “socialismo” existió en la realidad, hasta donde ello era posible en esa época, e incluso alcanzó una posición dominante… en el cristianismo. Sólo que este cristianismo, como tenía que suceder dadas las condiciones' históricas, no quiso cumplir las trasformaciones sociales en este mundo, sino más allá de él, en el cielo, en la vida eterna después de la muerte, en el inminente “milenio”.
El paralelo entre los dos fenómenos históricos atrae nuestra atención ya desde la Edad Media, en los primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y particularmente de los plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, como todos los movimientos de masas de la Edad Media, estaban obligados a llevar la máscara de la religión y aparecieron como la restauración del cristianismo primitivo para salvarlo de la difusión de la degeneración(1). Pero detrás de la exaltación religiosa había en todas las ocasiones un interés mundano sumamente tangible. Esto apareció en forma muy visible en la organización de los taboritas bohemios bajo Jan Zizka, de gloriosa memoria. Pero esta característica impregna toda la Edad Media, hasta desaparecer en forma gradual después de la guerra campesina de Alemania, para revivir con los obreros comunistas después de 1830. Los revolucionarios comunistas franceses, y también en particular Weitling y sus partidarios, se refirieron al cristianismo primitivo mucho antes de las palabras de Renán: “Si quisiera darles una idea sobre las comunidades cristianas primitivas, les diría que estudien a una sección local de la Asociación Obrera Internacional.”
Este hombre de letras francés, que compuso la novela sobre la historia de la iglesia intitulada Origines du Christianisme, para lo cual mutiló la crítica alemana de la Biblia, de una manera que ni siquiera cuenta con precedentes en el periodismo moderno, no sabía cuánta verdad había en las palabras que se acaba de citar. Me gustaría conocer al antiguo “Internacional” que pudiese leer por ejemplo, la denominada Segunda Epístola de Pablo a los Corintios sin reabrir antiguas heridas, por lo menos en un sentido. Toda la epístola, del capítulo ocho en adelante, repite la queja eterna y, ¡ay!, tan conocida: les cotisations ne rentrent pas, ¡las contribuciones no llegan! ¡Cuántos de los más celosos propagandistas de la década del 60-70 estrecharían con simpatía la mano del autor de la epístola, fuese quien fuere, y le susurrarían: ¡”De modo que también a ustedes les sucedía lo mismo”! También nosotros —los corintios eran legión en nuestra Asociación— podemos decir algo sobre las contribuciones que no llegan, pero que nos atormentan y flotan, esquivas, ante nuestros ojos. ¡Eran los famosos “millones de la Internacional”!
Una de nuestras mejores fuentes respecto de los primeros cristianos es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica, que se mostró igualmente escéptico hacia todo tipo de supersticiones religiosas y que por lo tanto no tuvo motivos pagano-religiosos ni políticos para tratar a los cristianos de distinta manera que a alguna otra clase de comunidad religiosa. Por el contrario, se burló de todas ellas por su superstición, de las que rezaban a Júpiter no menos que de las que rezaban a Cristo. Desde su punto de vista superficialmente racionalista, una clase de superstición era tan estúpida como la otra. Este testigo, por lo menos imparcial, relata, entre otras cosas, la historia de la vida de cierto aventurero Peregrinus, llamado Proteo, nacido en Pario, en el Helesponto. En su juventud este peregrino hizo su debut en Armenia cometiendo el delito de fornicación. Fue sorprendido durante el acto y estuvo a punto de ser linchado de acuerdo con las costumbres del país. Tuvo la fortuna de escapar, y después de estrangular a su padre en Pario, tuvo que huir.
“Y así fue —cito de la traducción de Schott— que también él llegó a enterarse de la sorprendente doctrina de los cristianos, con cuyos sacerdotes y escribas había cultivado relaciones en Palestina. Hizo tales progresos en tan breve tiempo, que sus maestros eran como niños en comparación con él. Se convirtió en un profeta, en un dignatario, en un maestro de la sinagoga; en una palabra, llegó a serlo todo. Interpretó los escritos de ellos y escribió a su vez una gran cantidad de obras, de modo que la gente vio finalmente en él a un ser superior, le permitió que dictara las leyes y lo convirtió en su inspector (obispo)… Debido a ello (es decir, porque era un cristiano), Proteo fue al cabo arrestado por las autoridades y encarcelado... Mientras se encontraba ahí encadenado, los cristianos, que vieron en su captura una gran desdicha, hicieron todas las tentativas posibles para liberarlo. Pero no lo lograron. Entonces lo cuidaron en todas las formas posibles y con la mayor solicitud. Al alba se podía ver a ancianas madres, viudas y jóvenes huérfanas apiñándose a las puertas de su cárcel. Los más prominentes de los cristianos sobornaron incluso a los carceleros y pasaron noches enteras con él. Llevaban su comida consigo y leían sus libros sagrados en su presencia. En pocas palabras, el amado Peregrinus (todavía usaba ese nombre) era nada menos que un nuevo Sócrates. Enviados de comunidades cristianas llegaban hasta él, aun de pueblos del Asia Menor, para ayudarlo, consolarlo y declarar en su favor ante el tribunal. Es increíble la rapidez con que actúa esta gente cuando se trata de la comunidad. No ahorran esfuerzos ni gastos. Y así comenzó a llegar dinero desde todas partes a las manos de Peregrinus, de modo que su encarcelamiento se convirtió para él en fuente de grandes ingresos. Porque la gente pobre estaba convencida de ser inmortal en cuerpo y alma, y de que viviría para toda la eternidad. Por eso se burlaban de la muerte e incluso muchos de ellos sacrificaban su vida en forma voluntaria. Entonces su más prominente legislador los convenció de que serían hermanos los unos de los otros una vez que se convirtiesen, es decir, una vez que renunciaran a sus dioses griegos, creyesen en el sofista crucificado y viviesen de acuerdo con las prescripciones de éste. Por eso desprecian todos los bienes materiales y los poseen en común, doctrinas que han aceptado de buena fe, sin demostraciones ni pruebas. Y cuando llega hasta ellos un hábil impostor que sabe utilizar con inteligencia las circunstancias, puede enriquecerse en poco tiempo y reírse de estos tontos. Por lo demás, Peregrinus fue puesto en libertad por el que entonces era prefecto de Siria.”
Luego, después de otras aventuras, “nuestro notable inició por segunda vez (desde Pario) sus peregrinaciones; en lugar de dinero utilizó para sus viajes la buena disposición de los cristianos. Estos satisfacían sus necesidades en todas partes, y nunca les faltó nada. Durante un tiempo fue alimentado de esa manera. Pero luego, cuando también violó las leyes del cristianismo —creo que lo pescaron comiendo algún alimento prohibido— lo excomulgaron de su comunidad.”
¡Qué recuerdos de juventud me vienen a la mente mientras leo este pasaje de Luciano! En primer lugar el “profeta. Albrecht”, que desde el 1840, más o menos, saqueó literalmente las comunidades comunistas de Weitling, en Suiza, durante varios años; era un hombre alto y poderoso, de larga barba, que recorría Suiza a pie y reunía al público para predicar su nuevo evangelio misterioso de la emancipación mundial, pero que, en fin de cuentas, parece haber sido un farsante tolerablemente inofensivo, que pronto murió. Entonces su sucesor no tan inofensivo, “el doctor” George Kuhlmann, de Holstein, que aprovechó la época en que Weitling estuvo en la cárcel para convertir a las comunidades de la Suiza francesa a su propio evangelio, y con tanto éxito, que incluso engañó a August Becker, con mucho el más inteligente pero también el más inútil de todos ellos. Este Kuhlmann solía pronunciar ante ellos conferencias que fueron publicadas en Ginebra, en 1845, con el título de El nuevo mundo, o el Reino del Espíritu en la Tierra. Proclamación. En la introducción, escrita por sus partidarios (probablemente por August Becker) leemos:
“Hacía falta un hombre en cuyos labios encontrasen expresión todos nuestros sufrimientos, todos nuestros anhelos y esperanzas; en una palabra, todo lo que afecta más profundamente a nuestra época... Este hombre, esperado por nuestro siglo, ha llegado. Es el doctor George Kuhlmann, de Holstein. Se ha presentado con una doctrina del nuevo mundo o del reino del espíritu en la realidad.”
Apenas necesito agregar que esta doctrina del nuevo mundo no es otra cosa que la paparrucha más vulgar y sentimental, traducida en expresiones semibíblicas o la Lamennais y declamada con arrogancia de profeta. Pero esto no impidió que los buenos weitlinguistas llevasen al estafador en andas, como los cristianos del Asia hicieron con Peregrinus. Los que en todo otro sentido eran arehidemócratas e igualitarios extremos, hasta el punto de estimular sospechas imposibles de desarraigar contra todos los maestros de escuela, periodistas y, en general, contra cualquier hombre que no fuese un obrero manual —sospechas en el sentido de que eran “eruditos” dispuestos a explotarlos—, se dejaron convencer por un Kuhlmann melodramáticamente ataviado de que en el “Nuevo Mundo” sería el más sabio de todos, id est Kuhlmann, quien reglamentaría la distribución de los placeres y que por lo tanto, incluso entonces, en el Viejo Mundo, los discípulos debían proporcionar carradas de placeres a ese mismo hombre, el más sabio de todos, y conformarse ellos con las migajas. De manera que Peregrinus Kuhlmann vivió una espléndida vida de placeres a expensas de la comunidad... mientras ésta duró. No duró mucho, es claro. Las crecientes murmuraciones de los que dudaban y de los que directamente no creían, y la amenaza de persecuciones por el gobierno de Vaudois, pusieron fin al “Reino del Espíritu” en Lausana. Kuhlmann desapareció.
Todos los que han conocido por experiencia el movimiento de la clase obrera europea en sus comienzos, recordarán docenas de ejemplos similares. Hoy esos casos extremos se han tornado imposibles, por lo menos en los grandes centros poblados. Pero en los distritos remotos donde el movimiento ha ganado nuevo terreno, un pequeño Peregrinus de esta clase puede contar todavía con un éxito temporario y limitado. Y así como todos aquéllos que no tienen nada que esperar del mundo oficial y ya no saben qué hacer en relación con él —oponentes de la inoculación, partidarios de la abstemia, vegetarianos, antiviviseccionistas, naturistas, predicadores libres cuyas comunidades han caído hechas pedazos, autores de nuevas teorías sobre el origen del Universo, inventores sin éxito ni fortuna, víctimas de injusticias reales o imaginarias y a quienes los burócratas denominan “picapleitos inútiles”, tontos honrados y estafadores deshonestos—, así como todos éstos se apiñan en todos los países en torno a los partidos de la clase obrera, así sucedió también con los primeros cristianos. Todos los elementos que han sido puestos en libertad, es decir, que han quedado sueltos debido a la disolución del mundo antiguo, entran uno tras otro en la órbita del cristianismo, por ser éste el único elemento que ha resistido ese proceso de disolución —ya que era el producto necesario de ese proceso— y por haber persistido y crecido mientras los otros elementos no eran más que mariposas efímeras. No había fanatismo, tontería o proyecto que no atrajesen a las jóvenes comunidades cristianas y que por lo menos por un tiempo, y en lugares aislados, no encontrasen oídos atentos y creyentes dispuestos. Y como nuestras primeras asociaciones de trabajadores comunistas, los primeros cristianos aceptaron con una credulidad tan sin precedentes cualquier cosa que se adaptara a sus fines, que ni siquiera tenemos la seguridad de que uno que otro fragmento de la “gran cantidad de obras” que escribió Peregrinus para la cristiandad no se insinuara en nuestro Nuevo Testamento.
II
La crítica alemana de la Biblia, hasta hoy la única base científica de nuestro conocimiento de la historia del cristianismo primitivo, siguió una doble tendencia.
La primera fue la de la escuela de Tubinga (2), a la cual, en el sentido más amplio, pertenece también D. F. Strauss. En materia de investigación crítica, esta escuela llega tan lejos como puede hacerlo una institución teológica. Admite que los cuatro evangelios no son relatos de testigos oculares, sino sólo adaptaciones posteriores de escritos que se han perdido; que sólo son auténticas cuatro de las epístolas atribuidas al apóstol Pablo, etc. Elimina como inaceptables, en las narraciones históricas, todos los milagros y contradicciones; pero de lo restante “trata de salvar lo que se pueda”, con lo que se hace evidente su naturaleza de escuela teológica. Ello permitió a Renán, que se basa en gran parte en ella, “salvar” aun más con la aplicación del mismo método y, lo que es más, tratar de imponernos como históricamente verídicos muchos relatos del Nuevo Testamento que son más que dudosos, aparte de una multitud de otras leyendas sobre mártires. En todo caso, todo lo que la escuela de Tubinga rechaza como no histórico o apócrifo puede ser considerado por la ciencia como definitivamente eliminado.
La otra tendencia tiene un solo representante: Bruno Bauer. Su mayor mérito consiste, no sólo en haber efectuado una crítica implacable de los evangelios y de las epístolas de los apóstoles, sino en haber emprendido seriamente y por primera vez el examen de los elementos judíos y greco-alejandrinos y también de los puramente griegos o greco-romanos que por primera vez prepararon para el cristianismo la carrera de religión universal. Después de Bruno Bauer ya no se puede sostener la leyenda de que el cristianismo surgió íntegro y completo del judaísmo y de que, luego de salir de Palestina, conquistó el mundo con su dogma ya definido en sus lineamientos principales y en su moral. Desde entonces, sólo puede continuar vegetando en las facultades teológicas y en el espíritu de las personas que “quieren mantener viva la religión para el pueblo”, aun a expensas de la ciencia. La enorme influencia que la escuela filónica de Alejandría y la filosofía vulgar greco-romana —platónica y principalmente estoica— tuvieron sobre el cristianismo, que bajo Constantino se convirtió en religión del Estado, está lejos de haber sido definida en detalle, pero su existencia se ha demostrado, y ésta es la principal consecución de Bruno Bauer; éste sentó las bases para la demostración de que el cristianismo no fue importado de afuera —de Judea— del mundo romano-griego e impuesto a éste, sino que por lo menos en su forma de religión universal, es producto de ese mismo mundo. Es claro que Bauer, como todos los que luchan contra prejuicios inveterados, superó en ese trabajo sus objetivos. A fin de definir —también mediante la utilización de fuentes literarias— la influencia de Filón y en especial la de Séneca sobre el cristianismo naciente, y para denunciar formalmente a los autores del Nuevo Testamento como plagiarios lisos y llanos, se vio obligado a demorar en medio siglo la aparición de la nueva religión, a rechazar los relatos de los historiadores romanos que lo refutarían y a tomarse amplias libertades con la historiografía en general. Según él el cristianismo como tal sólo aparece bajo los emperadores Flavios, y la literatura del Nuevo Testamento sólo bajo Adriano, Antonio y Marco Aurelio. De esta suerte los relatos del Nuevo Testamento sobre Jesús y sus discípulos son despojados por Bauer de todo antecedente histórico, se diluyen en leyendas en las que las fases de desarrollo interior y las luchas morales de las primeras comunidades son atribuidas a personas más o menos ficticias. Según Bauer, los lugares en que nació la nueva religión no son Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma.
Por lo tanto, si la escuela de Tubinga nos presenta, en lo que ha dejado intacto de las narraciones y la literatura del Nuevo Testamento, el máximo de lo que la ciencia puede aceptar, todavía hoy, como discutible, Bruno Bauer nos entrega el máximo de lo que se puede discutir.
Entre estos dos límites se encuentra la verdad real. Es muy dudoso el que ésta pueda ser definida con los medios de que disponemos en la actualidad. Nuevos descubrimientos, particularmente en Roma, en Oriente y sobre todo en Egipto, contribuirán a ello más que ninguna otra crítica.
Pero en el Nuevo Testamento tenemos un único libro cuya época de redacción puede ser fijada con un margen de error de unos pocos meses, que tiene que haber sido escrito entre junio del año 67 y enero o abril del 68; un libro, entonces, que pertenece al comienzo mismo de la era cristiana y que refleja con la más ingenua fidelidad, y en el lenguaje idiomático correspondiente, las ideas del nacimiento de esa era. En mi opinión, pues, este libro es una fuente mucho más importante, para la definición de lo que fue en realidad el cristianismo primitivo, que todo el resto del Nuevo Testamento, que en su forma actual pertenece a una fecha mucho posterior. Este libro es el denominado Revelación de Juan. Y como a pesar de ser en apariencia el libro más oscuro de toda la Biblia es hoy, además y gracias a la crítica alemana, el más comprensible y claro de todos, trataré de explicarlo a mis lectores.
No hay que examinarlo mucho para convencerse del estado de gran exaltación, no sólo del autor, sino también del “medio circundante” en que éste se movió. Nuestra “Revelación” no es la única en su especie y época. Desde el año 164 antes de nuestra era en que fue escrito el primero que llegó hasta nosotros —el denominado Libro de Daniel—, hasta el 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen (3)de Comodiano, Renán contó no menos de quince “Apocalipsis” clásicos, sin contar las imitaciones subsiguientes. (Cito a Renán porque su libro es también el mejor conocido por los que no son especialistas, y el más accesible). Fue una época en que incluso en Roma y Grecia, y aun más en el Asia Menor, Siria y Egipto, se aceptaba sin discriminaciones una mezcla absolutamente nada analítica de las más toscas supersticiones de los pueblos más variados, que luego se complementaban con piadosos engaños y con charlatanismo liso y llano; una época en que los milagros, los éxtasis, las visiones, las apariciones, las adivinaciones, la fabricación de oro, las cabalas(4) y otras formas de magia secreta desempeñaron un papel de importancia. En ese ambiente y, lo que es más, entre una clase de personas más inclinadas que ninguna otra a escuchar estas fantasías sobrenaturales, surgió el cristianismo. Porque, ¿acaso los gnósticos(5) cristianos de Egipto no se dedicaron ampliamente, en el siglo II de nuestra era, a la práctica de la alquimia, y no introdujeron nociones de alquimia en sus doctrinas, como lo demuestran, entre otros, los papiros de Leyden? Y los mathematici caldeos y judíos que según Tácito fueron expulsados dos veces de Roma por dedicarse a la magia —una vez bajo el reinado de Claudio y otra bajo el de Vitelio—, no practicaron otro tipo de geometría que el que encontramos en la base de la Revelación de Juan.
A esto tenemos que agregar otra cosa. Todos los Apocalipsis se atribuyen el derecho de engañar a .sus lectores. No sólo fueron escritos, por regla general, por personas que no eran sus supuestos autores, y en su mayoría por personas que vivieron mucho más tarde —por ejemplo el Libro de Daniel, el Libro de Enoc, los Apocalipsis de Ezrah, Baruch, Juda, etc., y los libros sibilinos—, sino que además, en lo que respecta a su contenido principal, sólo profetizan cosas que han sucedido mucho antes y que eran bien conocidas para el verdadero autor. Así en el año 164, poco antes de la muerte de Antíoco Epífanes, el autor del Libro de Daniel hace que Daniel, que supuestamente ha vivido en tiempos de Nabucodonosor, profetice el ascenso y caída de los imperios persa y macedonio y el comienzo del Imperio Romano, a fin de preparar al lector —con esta prueba de su talento profético— para que acepte la profecía final de que el pueblo de Israel superará todas las dificultades y resultará finalmente victorioso. Por lo tanto, si la Revelación de Juan fuese en verdad la obra de su supuesto autor, sería la única excepción entre toda la literatura apocalíptica.
El Juan que pretende ser su autor fue, en todo caso, un hombre de gran distinción entre los cristianos del Asia Menor. Esto lo confirma el tono del mensaje a las siete iglesias. Posiblemente fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica, sin embargo, no está completamente verificada, aunque es muy probable. Si este apóstol fue en verdad el autor, tanto mejor para nuestro punto de vista. Ello sería la mejor confirmación de que el cristianismo de este libro es el verdadero y auténtico cristianismo primitivo. Hagamos notar, al pasar, que, en apariencia, la Revelación no fue escrita por el mismo autor del Evangelio o de las tres epístolas que también se atribuyen a Juan.
La Revelación consiste en una serie de visiones. En la primera Cristo aparece con el atavío de un alto sacerdote, se coloca en medio de siete candelabros que representan a las siete iglesias de Asia y dicta a “Juan” mensajes a los siete “ángeles” de esas iglesias. Aquí, desde el comienzo mismo, vemos con claridad la diferencia entre este cristianismo y la religión universal de Constantino, formulada por el Concilio de Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida; incluso es imposible. En lugar del único Espíritu Santo posterior, tenemos aquí los “siete espíritus de Dios'' que los rabinos extraen de Isaías XI, 2. Cristo es el hijo de Dios, lo primero y lo último, el alfa y el omega, en modo alguno el propio Dios o el igual de Dios, sino, por el contrario, “el comienzo de la creación de Dios”, y por lo tanto una emanación de Dios, existente desde toda la eternidad pero subordinada a Dios, como los mencionados siete espíritus. En el capítulo XV, 3, los mártires cantan en el cielo “el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero”, que glorifica a Dios. Por lo tanto, Cristo aparece aquí, no sólo como subordinado a Dios, sino además, en cierto sentido, en un pie de igualdad con Moisés. Cristo es crucificado en Jerusalén (XI, , pero vuelve a levantarse (I, 5, 18) ; es “el Cordero” que ha sido sacrificado por los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todas las lenguas y naciones han sido redimidos en Dios. Aquí encontramos la idea básica que permitió que el cristianismo primitivo se convirtiese en una religión universal. Todas las religiones semíticas y europeas de la época compartieron la opinión de que los dioses ofendidos por las acciones del hombre podían ser propiciados por el sacrificio.
La primera idea revolucionaria fundamental (tomada de la escuela filónica(6) del cristianismo fue la de que por un gran sacrificio voluntario de un mediador se podían expiar de una vez por todas los pecados de todos los hombres y todos los tiempos… en relación con los creyentes. De ahí que quedase eliminada la necesidad de nuevos sacrificios, y con ella la base para una multitud de ritos religiosos. Pero la eliminación de los rituales que dificultaban o impedían las relaciones con pueblos de otras confesiones fue la primera condición para la creación de una religión universal.
A pesar de ello, la costumbre del sacrificio estaba tan profundamente arraigada en los hábitos de los pueblos, que el catolicismo —que había tomado prestadas tantas cosas del paganismo— encontró adecuado adaptarse a este hecho introduciendo por lo menos el sacrificio simbólico de la misa. Por otra parte no hay en nuestro libro rastro alguno del dogma del pecado original.
Pero lo más característico de estos mensajes, como del libro todo, es que al autor jamás se le ocurre nombrarse él mismo y a sus compañeros de religión de otra manera que como judíos.
Fulmina a los miembros de las sectas de Esmirna y Filadelfia, reprochándoles el hecho de que “dicen que son judíos, mas no lo son, sino que pertenecen a la sinagoga de Satán”. A los de Pérgamo les dice que sostienen la doctrina de Balaam, que enseñó a Balac a poner ante los hijos de Israel una causa de error, a comer cosas sacrificadas a los ídolos y a dedicarse a la fornicación. Aquí hay, entonces, no un caso de cristianos concientes, sino de personas que dicen que son judías. Admitamos que su judaísmo es una nueva etapa de desarrollo del anterior, pero precisamente por ese motivo es el único verdadero. Por consiguiente, cuando los santos aparecieron ante el trono de Dios, se presentaron antes que nadie 144.000 judíos, 12.000 por cada tribu, y sólo después las incontables masas de paganos convertidos a ese judaísmo renovado. Tan poca era la conciencia que tenía nuestro autor, en el año 69 de la era cristiana, de estar representando una nueva fase del desarrollo de una religión, que con el tiempo se convertiría en uno de los elementos más revolucionarios de la mente humana.
Vemos entonces que el cristianismo de esa época, que aún no tiene conciencia de sí mismo, era tan distinto, de la posterior religión universal del Concilio de Nicea, dogmáticamente establecida, como lo es el cielo de la tierra; el uno no puede ser reconocido en el otro. No hay en él ni el dogma ni la ética del cristianismo posterior, sino la sensación de que lucha contra todo el mundo y de que la lucha culminará con el triunfo, ansia de combatir y certidumbre de la victoria que faltan por completo en los cristianos actuales, y que en nuestra época, sólo se encuentran en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.
En rigor, la lucha contra un mundo que al comienzo era superior en fuerzas, y al mismo tiempo contra los propios innovadores, es común a los cristianos primitivos y a los socialistas. Ninguno de estos dos grandes movimientos fue realizado por dirigentes o profetas —aunque hay bastantes profetas en ambos—; son movimientos de masas. Y los movimientos de masas tienen tendencia a ser confusos al principio; confusos porque el pensamiento de las masas, en los primeros momentos, se mueve entre contradicciones, falta de claridad y de cohesión, y también debido al papel que los profetas todavía desempeñan en esas primeras etapas de los movimientos. Esta confusión se ve en la formación de numerosas sectas que luchan entre sí, por lo menos con el mismo fervor que emplean contra el enemigo exterior común. Así pasó en el cristianismo primitivo y así en los comienzos del movimiento socialista, por más que ello preocupase a los bien intencionados notables que predicaban la unidad donde la unidad no era posible.
¿Se mantuvo unida la Internacional gracias a un dogma uniforme? Por el contrario. Había comunistas de la tradición francesa anterior a 1848, y existían distintos matices entre ellos: comunistas de la escuela de Weitling y otros de la Liga Comunista regenerada; proudhonistas que predominaban en Francia y Bélgica, blanquistas, el Partido Obrero alemán y finalmente los anarquistas bakuninistas, que durante un tiempo se destacaron en España e Italia, y eso para hablar sólo de los grupos principales. Tenía que transcurrir un cuarto de siglo, desde la fundación de la Internacional, antes de que la separación de los anarquistas fuese final y completa en todas partes, y antes de que se pudiese establecer la unidad en todas partes, por lo menos en relación con los puntos de vista económicos más generales. Y eso con nuestros medios, de comunicación: ferrocarriles, telégrafos, gigantescas ciudades industriales, la prensa, organizadas asambleas populares.
Entre los cristianos primitivos había la misma división en innumerables sectas, precisamente el medio por el cual se logró la discusión y con ella la unidad posterior. Ya la encontramos en este libro, que es sin ninguna duda el documento cristiano más antiguo, y nuestro autor lucha contra ella con el mismo ardor irreconciliable que el gran mundo pecador de afuera. Primero estuvieron los nicolaítas, en Efeso y Pérgamo; los que decían que eran judíos pero pertenecían a la sinagoga de Satán, en Esmirna y Filadelfia; los partidarios de Balaam, que es llamado falso profeta, en Pérgamo; los que decían que eran apóstoles y no lo eran, en Efeso; y finalmente, en Tiatira los partidarios de la falsa profetisa descrita con el nombre de Jezabel. No se nos dan más detalles sobre estas sectas, y sólo se dice que los partidarios de Balaam y Jezabel comían cesas sacrificadas a los ídolos y practicaban la fornicación. Se han hecho tentativas de concebir a estas cinco sectas como cristianos paulinos, y todos los mensajes como dirigidos contra Pablo, el falso apóstol, el presunto Balaam y “Nicolaos”. Argumentos en este sentido, difícilmente sostenibles, se encuentran reunidos en Saint Paul, de Renan (París 1869, págs. 303-305 y 367-70). Todos tienden a explicar los mensajes por los Hechos de los Apóstoles y por las llamadas Epístolas de Pablo, escritos que, por lo menos en su forma actual, son anteriores en no menos de sesenta años a la Revelación y por consiguiente todos sus datos pertinentes son no sólo sumamente dudosos, sino también totalmente contradictorios. Pero lo decisivo es que al autor no podía ocurrírsele dar cinco nombres distintos a la misma secta, y aun dos para Efeso solamente (falsos apóstoles y nicolaitanos) y dos también para Pérgamo (balaamitas y nicolaítas), y referirse siempre a ellas, en cada ocasión y en forma expresa, como si fuesen dos sectas diferentes. Al mismo tiempo no se puede negar la probabilidad de que hubiese entre estas sectas elementos que hoy serían denominados paulinos.
La historia del cristianismo primitivo tiene notables puntos de semejanza con el movimiento moderno de la clase obrera. Como éste, el cristianismo fue en sus orígenes un movimiento de hombres oprimidos: al principio apareció como la religión de los esclavos y de los libertos, de los pobres despojados de todos sus derechos, de pueblos subyugados o dispersados por Roma.
Tanto el cristianismo como el socialismo de los obreros predican la próxima salvación de la esclavitud y la miseria; el cristianismo ubica esta salvación en una vida futura, posterior a la muerte, en el cielo. El socialismo la ubica en este mundo, en una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos y acosados, sus adherentes son despreciados y convertidos en objeto de leyes exclusivas, los primeros como enemigos de la raza humana, los últimos como enemigos del Estado, enemigos de la religión, de la familia, del orden social. Y a pesar de todas las persecuciones; más, incluso alentados por ellas, avanzan victoriosa e irresistiblemente. Trescientos años después de su aparición, el cristianismo fue reconocido como religión del Estado en el imperio mundial romano, y en sesenta años apenas el socialismo ha conquistado una posición que hace absolutamente segura su victoria.
Por lo tanto, si el profesor Antón Menger se pregunta, en su Derecho al producto total del trabajo, por qué con la enorme concentración de la propiedad de la tierra bajo los emperadores romanos y con los ilimitados sufrimientos de la clase obrera de la época, compuesta en forma casi exclusiva por esclavos, “el socialismo no siguió a la caída del Imperio Romano de Occidente”, se lo pregunta porque no ve que ese “socialismo” existió en la realidad, hasta donde ello era posible en esa época, e incluso alcanzó una posición dominante… en el cristianismo. Sólo que este cristianismo, como tenía que suceder dadas las condiciones' históricas, no quiso cumplir las trasformaciones sociales en este mundo, sino más allá de él, en el cielo, en la vida eterna después de la muerte, en el inminente “milenio”.
El paralelo entre los dos fenómenos históricos atrae nuestra atención ya desde la Edad Media, en los primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y particularmente de los plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, como todos los movimientos de masas de la Edad Media, estaban obligados a llevar la máscara de la religión y aparecieron como la restauración del cristianismo primitivo para salvarlo de la difusión de la degeneración(1). Pero detrás de la exaltación religiosa había en todas las ocasiones un interés mundano sumamente tangible. Esto apareció en forma muy visible en la organización de los taboritas bohemios bajo Jan Zizka, de gloriosa memoria. Pero esta característica impregna toda la Edad Media, hasta desaparecer en forma gradual después de la guerra campesina de Alemania, para revivir con los obreros comunistas después de 1830. Los revolucionarios comunistas franceses, y también en particular Weitling y sus partidarios, se refirieron al cristianismo primitivo mucho antes de las palabras de Renán: “Si quisiera darles una idea sobre las comunidades cristianas primitivas, les diría que estudien a una sección local de la Asociación Obrera Internacional.”
Este hombre de letras francés, que compuso la novela sobre la historia de la iglesia intitulada Origines du Christianisme, para lo cual mutiló la crítica alemana de la Biblia, de una manera que ni siquiera cuenta con precedentes en el periodismo moderno, no sabía cuánta verdad había en las palabras que se acaba de citar. Me gustaría conocer al antiguo “Internacional” que pudiese leer por ejemplo, la denominada Segunda Epístola de Pablo a los Corintios sin reabrir antiguas heridas, por lo menos en un sentido. Toda la epístola, del capítulo ocho en adelante, repite la queja eterna y, ¡ay!, tan conocida: les cotisations ne rentrent pas, ¡las contribuciones no llegan! ¡Cuántos de los más celosos propagandistas de la década del 60-70 estrecharían con simpatía la mano del autor de la epístola, fuese quien fuere, y le susurrarían: ¡”De modo que también a ustedes les sucedía lo mismo”! También nosotros —los corintios eran legión en nuestra Asociación— podemos decir algo sobre las contribuciones que no llegan, pero que nos atormentan y flotan, esquivas, ante nuestros ojos. ¡Eran los famosos “millones de la Internacional”!
Una de nuestras mejores fuentes respecto de los primeros cristianos es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica, que se mostró igualmente escéptico hacia todo tipo de supersticiones religiosas y que por lo tanto no tuvo motivos pagano-religiosos ni políticos para tratar a los cristianos de distinta manera que a alguna otra clase de comunidad religiosa. Por el contrario, se burló de todas ellas por su superstición, de las que rezaban a Júpiter no menos que de las que rezaban a Cristo. Desde su punto de vista superficialmente racionalista, una clase de superstición era tan estúpida como la otra. Este testigo, por lo menos imparcial, relata, entre otras cosas, la historia de la vida de cierto aventurero Peregrinus, llamado Proteo, nacido en Pario, en el Helesponto. En su juventud este peregrino hizo su debut en Armenia cometiendo el delito de fornicación. Fue sorprendido durante el acto y estuvo a punto de ser linchado de acuerdo con las costumbres del país. Tuvo la fortuna de escapar, y después de estrangular a su padre en Pario, tuvo que huir.
“Y así fue —cito de la traducción de Schott— que también él llegó a enterarse de la sorprendente doctrina de los cristianos, con cuyos sacerdotes y escribas había cultivado relaciones en Palestina. Hizo tales progresos en tan breve tiempo, que sus maestros eran como niños en comparación con él. Se convirtió en un profeta, en un dignatario, en un maestro de la sinagoga; en una palabra, llegó a serlo todo. Interpretó los escritos de ellos y escribió a su vez una gran cantidad de obras, de modo que la gente vio finalmente en él a un ser superior, le permitió que dictara las leyes y lo convirtió en su inspector (obispo)… Debido a ello (es decir, porque era un cristiano), Proteo fue al cabo arrestado por las autoridades y encarcelado... Mientras se encontraba ahí encadenado, los cristianos, que vieron en su captura una gran desdicha, hicieron todas las tentativas posibles para liberarlo. Pero no lo lograron. Entonces lo cuidaron en todas las formas posibles y con la mayor solicitud. Al alba se podía ver a ancianas madres, viudas y jóvenes huérfanas apiñándose a las puertas de su cárcel. Los más prominentes de los cristianos sobornaron incluso a los carceleros y pasaron noches enteras con él. Llevaban su comida consigo y leían sus libros sagrados en su presencia. En pocas palabras, el amado Peregrinus (todavía usaba ese nombre) era nada menos que un nuevo Sócrates. Enviados de comunidades cristianas llegaban hasta él, aun de pueblos del Asia Menor, para ayudarlo, consolarlo y declarar en su favor ante el tribunal. Es increíble la rapidez con que actúa esta gente cuando se trata de la comunidad. No ahorran esfuerzos ni gastos. Y así comenzó a llegar dinero desde todas partes a las manos de Peregrinus, de modo que su encarcelamiento se convirtió para él en fuente de grandes ingresos. Porque la gente pobre estaba convencida de ser inmortal en cuerpo y alma, y de que viviría para toda la eternidad. Por eso se burlaban de la muerte e incluso muchos de ellos sacrificaban su vida en forma voluntaria. Entonces su más prominente legislador los convenció de que serían hermanos los unos de los otros una vez que se convirtiesen, es decir, una vez que renunciaran a sus dioses griegos, creyesen en el sofista crucificado y viviesen de acuerdo con las prescripciones de éste. Por eso desprecian todos los bienes materiales y los poseen en común, doctrinas que han aceptado de buena fe, sin demostraciones ni pruebas. Y cuando llega hasta ellos un hábil impostor que sabe utilizar con inteligencia las circunstancias, puede enriquecerse en poco tiempo y reírse de estos tontos. Por lo demás, Peregrinus fue puesto en libertad por el que entonces era prefecto de Siria.”
Luego, después de otras aventuras, “nuestro notable inició por segunda vez (desde Pario) sus peregrinaciones; en lugar de dinero utilizó para sus viajes la buena disposición de los cristianos. Estos satisfacían sus necesidades en todas partes, y nunca les faltó nada. Durante un tiempo fue alimentado de esa manera. Pero luego, cuando también violó las leyes del cristianismo —creo que lo pescaron comiendo algún alimento prohibido— lo excomulgaron de su comunidad.”
¡Qué recuerdos de juventud me vienen a la mente mientras leo este pasaje de Luciano! En primer lugar el “profeta. Albrecht”, que desde el 1840, más o menos, saqueó literalmente las comunidades comunistas de Weitling, en Suiza, durante varios años; era un hombre alto y poderoso, de larga barba, que recorría Suiza a pie y reunía al público para predicar su nuevo evangelio misterioso de la emancipación mundial, pero que, en fin de cuentas, parece haber sido un farsante tolerablemente inofensivo, que pronto murió. Entonces su sucesor no tan inofensivo, “el doctor” George Kuhlmann, de Holstein, que aprovechó la época en que Weitling estuvo en la cárcel para convertir a las comunidades de la Suiza francesa a su propio evangelio, y con tanto éxito, que incluso engañó a August Becker, con mucho el más inteligente pero también el más inútil de todos ellos. Este Kuhlmann solía pronunciar ante ellos conferencias que fueron publicadas en Ginebra, en 1845, con el título de El nuevo mundo, o el Reino del Espíritu en la Tierra. Proclamación. En la introducción, escrita por sus partidarios (probablemente por August Becker) leemos:
“Hacía falta un hombre en cuyos labios encontrasen expresión todos nuestros sufrimientos, todos nuestros anhelos y esperanzas; en una palabra, todo lo que afecta más profundamente a nuestra época... Este hombre, esperado por nuestro siglo, ha llegado. Es el doctor George Kuhlmann, de Holstein. Se ha presentado con una doctrina del nuevo mundo o del reino del espíritu en la realidad.”
Apenas necesito agregar que esta doctrina del nuevo mundo no es otra cosa que la paparrucha más vulgar y sentimental, traducida en expresiones semibíblicas o la Lamennais y declamada con arrogancia de profeta. Pero esto no impidió que los buenos weitlinguistas llevasen al estafador en andas, como los cristianos del Asia hicieron con Peregrinus. Los que en todo otro sentido eran arehidemócratas e igualitarios extremos, hasta el punto de estimular sospechas imposibles de desarraigar contra todos los maestros de escuela, periodistas y, en general, contra cualquier hombre que no fuese un obrero manual —sospechas en el sentido de que eran “eruditos” dispuestos a explotarlos—, se dejaron convencer por un Kuhlmann melodramáticamente ataviado de que en el “Nuevo Mundo” sería el más sabio de todos, id est Kuhlmann, quien reglamentaría la distribución de los placeres y que por lo tanto, incluso entonces, en el Viejo Mundo, los discípulos debían proporcionar carradas de placeres a ese mismo hombre, el más sabio de todos, y conformarse ellos con las migajas. De manera que Peregrinus Kuhlmann vivió una espléndida vida de placeres a expensas de la comunidad... mientras ésta duró. No duró mucho, es claro. Las crecientes murmuraciones de los que dudaban y de los que directamente no creían, y la amenaza de persecuciones por el gobierno de Vaudois, pusieron fin al “Reino del Espíritu” en Lausana. Kuhlmann desapareció.
Todos los que han conocido por experiencia el movimiento de la clase obrera europea en sus comienzos, recordarán docenas de ejemplos similares. Hoy esos casos extremos se han tornado imposibles, por lo menos en los grandes centros poblados. Pero en los distritos remotos donde el movimiento ha ganado nuevo terreno, un pequeño Peregrinus de esta clase puede contar todavía con un éxito temporario y limitado. Y así como todos aquéllos que no tienen nada que esperar del mundo oficial y ya no saben qué hacer en relación con él —oponentes de la inoculación, partidarios de la abstemia, vegetarianos, antiviviseccionistas, naturistas, predicadores libres cuyas comunidades han caído hechas pedazos, autores de nuevas teorías sobre el origen del Universo, inventores sin éxito ni fortuna, víctimas de injusticias reales o imaginarias y a quienes los burócratas denominan “picapleitos inútiles”, tontos honrados y estafadores deshonestos—, así como todos éstos se apiñan en todos los países en torno a los partidos de la clase obrera, así sucedió también con los primeros cristianos. Todos los elementos que han sido puestos en libertad, es decir, que han quedado sueltos debido a la disolución del mundo antiguo, entran uno tras otro en la órbita del cristianismo, por ser éste el único elemento que ha resistido ese proceso de disolución —ya que era el producto necesario de ese proceso— y por haber persistido y crecido mientras los otros elementos no eran más que mariposas efímeras. No había fanatismo, tontería o proyecto que no atrajesen a las jóvenes comunidades cristianas y que por lo menos por un tiempo, y en lugares aislados, no encontrasen oídos atentos y creyentes dispuestos. Y como nuestras primeras asociaciones de trabajadores comunistas, los primeros cristianos aceptaron con una credulidad tan sin precedentes cualquier cosa que se adaptara a sus fines, que ni siquiera tenemos la seguridad de que uno que otro fragmento de la “gran cantidad de obras” que escribió Peregrinus para la cristiandad no se insinuara en nuestro Nuevo Testamento.
II
La crítica alemana de la Biblia, hasta hoy la única base científica de nuestro conocimiento de la historia del cristianismo primitivo, siguió una doble tendencia.
La primera fue la de la escuela de Tubinga (2), a la cual, en el sentido más amplio, pertenece también D. F. Strauss. En materia de investigación crítica, esta escuela llega tan lejos como puede hacerlo una institución teológica. Admite que los cuatro evangelios no son relatos de testigos oculares, sino sólo adaptaciones posteriores de escritos que se han perdido; que sólo son auténticas cuatro de las epístolas atribuidas al apóstol Pablo, etc. Elimina como inaceptables, en las narraciones históricas, todos los milagros y contradicciones; pero de lo restante “trata de salvar lo que se pueda”, con lo que se hace evidente su naturaleza de escuela teológica. Ello permitió a Renán, que se basa en gran parte en ella, “salvar” aun más con la aplicación del mismo método y, lo que es más, tratar de imponernos como históricamente verídicos muchos relatos del Nuevo Testamento que son más que dudosos, aparte de una multitud de otras leyendas sobre mártires. En todo caso, todo lo que la escuela de Tubinga rechaza como no histórico o apócrifo puede ser considerado por la ciencia como definitivamente eliminado.
La otra tendencia tiene un solo representante: Bruno Bauer. Su mayor mérito consiste, no sólo en haber efectuado una crítica implacable de los evangelios y de las epístolas de los apóstoles, sino en haber emprendido seriamente y por primera vez el examen de los elementos judíos y greco-alejandrinos y también de los puramente griegos o greco-romanos que por primera vez prepararon para el cristianismo la carrera de religión universal. Después de Bruno Bauer ya no se puede sostener la leyenda de que el cristianismo surgió íntegro y completo del judaísmo y de que, luego de salir de Palestina, conquistó el mundo con su dogma ya definido en sus lineamientos principales y en su moral. Desde entonces, sólo puede continuar vegetando en las facultades teológicas y en el espíritu de las personas que “quieren mantener viva la religión para el pueblo”, aun a expensas de la ciencia. La enorme influencia que la escuela filónica de Alejandría y la filosofía vulgar greco-romana —platónica y principalmente estoica— tuvieron sobre el cristianismo, que bajo Constantino se convirtió en religión del Estado, está lejos de haber sido definida en detalle, pero su existencia se ha demostrado, y ésta es la principal consecución de Bruno Bauer; éste sentó las bases para la demostración de que el cristianismo no fue importado de afuera —de Judea— del mundo romano-griego e impuesto a éste, sino que por lo menos en su forma de religión universal, es producto de ese mismo mundo. Es claro que Bauer, como todos los que luchan contra prejuicios inveterados, superó en ese trabajo sus objetivos. A fin de definir —también mediante la utilización de fuentes literarias— la influencia de Filón y en especial la de Séneca sobre el cristianismo naciente, y para denunciar formalmente a los autores del Nuevo Testamento como plagiarios lisos y llanos, se vio obligado a demorar en medio siglo la aparición de la nueva religión, a rechazar los relatos de los historiadores romanos que lo refutarían y a tomarse amplias libertades con la historiografía en general. Según él el cristianismo como tal sólo aparece bajo los emperadores Flavios, y la literatura del Nuevo Testamento sólo bajo Adriano, Antonio y Marco Aurelio. De esta suerte los relatos del Nuevo Testamento sobre Jesús y sus discípulos son despojados por Bauer de todo antecedente histórico, se diluyen en leyendas en las que las fases de desarrollo interior y las luchas morales de las primeras comunidades son atribuidas a personas más o menos ficticias. Según Bauer, los lugares en que nació la nueva religión no son Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma.
Por lo tanto, si la escuela de Tubinga nos presenta, en lo que ha dejado intacto de las narraciones y la literatura del Nuevo Testamento, el máximo de lo que la ciencia puede aceptar, todavía hoy, como discutible, Bruno Bauer nos entrega el máximo de lo que se puede discutir.
Entre estos dos límites se encuentra la verdad real. Es muy dudoso el que ésta pueda ser definida con los medios de que disponemos en la actualidad. Nuevos descubrimientos, particularmente en Roma, en Oriente y sobre todo en Egipto, contribuirán a ello más que ninguna otra crítica.
Pero en el Nuevo Testamento tenemos un único libro cuya época de redacción puede ser fijada con un margen de error de unos pocos meses, que tiene que haber sido escrito entre junio del año 67 y enero o abril del 68; un libro, entonces, que pertenece al comienzo mismo de la era cristiana y que refleja con la más ingenua fidelidad, y en el lenguaje idiomático correspondiente, las ideas del nacimiento de esa era. En mi opinión, pues, este libro es una fuente mucho más importante, para la definición de lo que fue en realidad el cristianismo primitivo, que todo el resto del Nuevo Testamento, que en su forma actual pertenece a una fecha mucho posterior. Este libro es el denominado Revelación de Juan. Y como a pesar de ser en apariencia el libro más oscuro de toda la Biblia es hoy, además y gracias a la crítica alemana, el más comprensible y claro de todos, trataré de explicarlo a mis lectores.
No hay que examinarlo mucho para convencerse del estado de gran exaltación, no sólo del autor, sino también del “medio circundante” en que éste se movió. Nuestra “Revelación” no es la única en su especie y época. Desde el año 164 antes de nuestra era en que fue escrito el primero que llegó hasta nosotros —el denominado Libro de Daniel—, hasta el 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen (3)de Comodiano, Renán contó no menos de quince “Apocalipsis” clásicos, sin contar las imitaciones subsiguientes. (Cito a Renán porque su libro es también el mejor conocido por los que no son especialistas, y el más accesible). Fue una época en que incluso en Roma y Grecia, y aun más en el Asia Menor, Siria y Egipto, se aceptaba sin discriminaciones una mezcla absolutamente nada analítica de las más toscas supersticiones de los pueblos más variados, que luego se complementaban con piadosos engaños y con charlatanismo liso y llano; una época en que los milagros, los éxtasis, las visiones, las apariciones, las adivinaciones, la fabricación de oro, las cabalas(4) y otras formas de magia secreta desempeñaron un papel de importancia. En ese ambiente y, lo que es más, entre una clase de personas más inclinadas que ninguna otra a escuchar estas fantasías sobrenaturales, surgió el cristianismo. Porque, ¿acaso los gnósticos(5) cristianos de Egipto no se dedicaron ampliamente, en el siglo II de nuestra era, a la práctica de la alquimia, y no introdujeron nociones de alquimia en sus doctrinas, como lo demuestran, entre otros, los papiros de Leyden? Y los mathematici caldeos y judíos que según Tácito fueron expulsados dos veces de Roma por dedicarse a la magia —una vez bajo el reinado de Claudio y otra bajo el de Vitelio—, no practicaron otro tipo de geometría que el que encontramos en la base de la Revelación de Juan.
A esto tenemos que agregar otra cosa. Todos los Apocalipsis se atribuyen el derecho de engañar a .sus lectores. No sólo fueron escritos, por regla general, por personas que no eran sus supuestos autores, y en su mayoría por personas que vivieron mucho más tarde —por ejemplo el Libro de Daniel, el Libro de Enoc, los Apocalipsis de Ezrah, Baruch, Juda, etc., y los libros sibilinos—, sino que además, en lo que respecta a su contenido principal, sólo profetizan cosas que han sucedido mucho antes y que eran bien conocidas para el verdadero autor. Así en el año 164, poco antes de la muerte de Antíoco Epífanes, el autor del Libro de Daniel hace que Daniel, que supuestamente ha vivido en tiempos de Nabucodonosor, profetice el ascenso y caída de los imperios persa y macedonio y el comienzo del Imperio Romano, a fin de preparar al lector —con esta prueba de su talento profético— para que acepte la profecía final de que el pueblo de Israel superará todas las dificultades y resultará finalmente victorioso. Por lo tanto, si la Revelación de Juan fuese en verdad la obra de su supuesto autor, sería la única excepción entre toda la literatura apocalíptica.
El Juan que pretende ser su autor fue, en todo caso, un hombre de gran distinción entre los cristianos del Asia Menor. Esto lo confirma el tono del mensaje a las siete iglesias. Posiblemente fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica, sin embargo, no está completamente verificada, aunque es muy probable. Si este apóstol fue en verdad el autor, tanto mejor para nuestro punto de vista. Ello sería la mejor confirmación de que el cristianismo de este libro es el verdadero y auténtico cristianismo primitivo. Hagamos notar, al pasar, que, en apariencia, la Revelación no fue escrita por el mismo autor del Evangelio o de las tres epístolas que también se atribuyen a Juan.
La Revelación consiste en una serie de visiones. En la primera Cristo aparece con el atavío de un alto sacerdote, se coloca en medio de siete candelabros que representan a las siete iglesias de Asia y dicta a “Juan” mensajes a los siete “ángeles” de esas iglesias. Aquí, desde el comienzo mismo, vemos con claridad la diferencia entre este cristianismo y la religión universal de Constantino, formulada por el Concilio de Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida; incluso es imposible. En lugar del único Espíritu Santo posterior, tenemos aquí los “siete espíritus de Dios'' que los rabinos extraen de Isaías XI, 2. Cristo es el hijo de Dios, lo primero y lo último, el alfa y el omega, en modo alguno el propio Dios o el igual de Dios, sino, por el contrario, “el comienzo de la creación de Dios”, y por lo tanto una emanación de Dios, existente desde toda la eternidad pero subordinada a Dios, como los mencionados siete espíritus. En el capítulo XV, 3, los mártires cantan en el cielo “el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero”, que glorifica a Dios. Por lo tanto, Cristo aparece aquí, no sólo como subordinado a Dios, sino además, en cierto sentido, en un pie de igualdad con Moisés. Cristo es crucificado en Jerusalén (XI, , pero vuelve a levantarse (I, 5, 18) ; es “el Cordero” que ha sido sacrificado por los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todas las lenguas y naciones han sido redimidos en Dios. Aquí encontramos la idea básica que permitió que el cristianismo primitivo se convirtiese en una religión universal. Todas las religiones semíticas y europeas de la época compartieron la opinión de que los dioses ofendidos por las acciones del hombre podían ser propiciados por el sacrificio.
La primera idea revolucionaria fundamental (tomada de la escuela filónica(6) del cristianismo fue la de que por un gran sacrificio voluntario de un mediador se podían expiar de una vez por todas los pecados de todos los hombres y todos los tiempos… en relación con los creyentes. De ahí que quedase eliminada la necesidad de nuevos sacrificios, y con ella la base para una multitud de ritos religiosos. Pero la eliminación de los rituales que dificultaban o impedían las relaciones con pueblos de otras confesiones fue la primera condición para la creación de una religión universal.
A pesar de ello, la costumbre del sacrificio estaba tan profundamente arraigada en los hábitos de los pueblos, que el catolicismo —que había tomado prestadas tantas cosas del paganismo— encontró adecuado adaptarse a este hecho introduciendo por lo menos el sacrificio simbólico de la misa. Por otra parte no hay en nuestro libro rastro alguno del dogma del pecado original.
Pero lo más característico de estos mensajes, como del libro todo, es que al autor jamás se le ocurre nombrarse él mismo y a sus compañeros de religión de otra manera que como judíos.
Fulmina a los miembros de las sectas de Esmirna y Filadelfia, reprochándoles el hecho de que “dicen que son judíos, mas no lo son, sino que pertenecen a la sinagoga de Satán”. A los de Pérgamo les dice que sostienen la doctrina de Balaam, que enseñó a Balac a poner ante los hijos de Israel una causa de error, a comer cosas sacrificadas a los ídolos y a dedicarse a la fornicación. Aquí hay, entonces, no un caso de cristianos concientes, sino de personas que dicen que son judías. Admitamos que su judaísmo es una nueva etapa de desarrollo del anterior, pero precisamente por ese motivo es el único verdadero. Por consiguiente, cuando los santos aparecieron ante el trono de Dios, se presentaron antes que nadie 144.000 judíos, 12.000 por cada tribu, y sólo después las incontables masas de paganos convertidos a ese judaísmo renovado. Tan poca era la conciencia que tenía nuestro autor, en el año 69 de la era cristiana, de estar representando una nueva fase del desarrollo de una religión, que con el tiempo se convertiría en uno de los elementos más revolucionarios de la mente humana.
Vemos entonces que el cristianismo de esa época, que aún no tiene conciencia de sí mismo, era tan distinto, de la posterior religión universal del Concilio de Nicea, dogmáticamente establecida, como lo es el cielo de la tierra; el uno no puede ser reconocido en el otro. No hay en él ni el dogma ni la ética del cristianismo posterior, sino la sensación de que lucha contra todo el mundo y de que la lucha culminará con el triunfo, ansia de combatir y certidumbre de la victoria que faltan por completo en los cristianos actuales, y que en nuestra época, sólo se encuentran en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.
En rigor, la lucha contra un mundo que al comienzo era superior en fuerzas, y al mismo tiempo contra los propios innovadores, es común a los cristianos primitivos y a los socialistas. Ninguno de estos dos grandes movimientos fue realizado por dirigentes o profetas —aunque hay bastantes profetas en ambos—; son movimientos de masas. Y los movimientos de masas tienen tendencia a ser confusos al principio; confusos porque el pensamiento de las masas, en los primeros momentos, se mueve entre contradicciones, falta de claridad y de cohesión, y también debido al papel que los profetas todavía desempeñan en esas primeras etapas de los movimientos. Esta confusión se ve en la formación de numerosas sectas que luchan entre sí, por lo menos con el mismo fervor que emplean contra el enemigo exterior común. Así pasó en el cristianismo primitivo y así en los comienzos del movimiento socialista, por más que ello preocupase a los bien intencionados notables que predicaban la unidad donde la unidad no era posible.
¿Se mantuvo unida la Internacional gracias a un dogma uniforme? Por el contrario. Había comunistas de la tradición francesa anterior a 1848, y existían distintos matices entre ellos: comunistas de la escuela de Weitling y otros de la Liga Comunista regenerada; proudhonistas que predominaban en Francia y Bélgica, blanquistas, el Partido Obrero alemán y finalmente los anarquistas bakuninistas, que durante un tiempo se destacaron en España e Italia, y eso para hablar sólo de los grupos principales. Tenía que transcurrir un cuarto de siglo, desde la fundación de la Internacional, antes de que la separación de los anarquistas fuese final y completa en todas partes, y antes de que se pudiese establecer la unidad en todas partes, por lo menos en relación con los puntos de vista económicos más generales. Y eso con nuestros medios, de comunicación: ferrocarriles, telégrafos, gigantescas ciudades industriales, la prensa, organizadas asambleas populares.
Entre los cristianos primitivos había la misma división en innumerables sectas, precisamente el medio por el cual se logró la discusión y con ella la unidad posterior. Ya la encontramos en este libro, que es sin ninguna duda el documento cristiano más antiguo, y nuestro autor lucha contra ella con el mismo ardor irreconciliable que el gran mundo pecador de afuera. Primero estuvieron los nicolaítas, en Efeso y Pérgamo; los que decían que eran judíos pero pertenecían a la sinagoga de Satán, en Esmirna y Filadelfia; los partidarios de Balaam, que es llamado falso profeta, en Pérgamo; los que decían que eran apóstoles y no lo eran, en Efeso; y finalmente, en Tiatira los partidarios de la falsa profetisa descrita con el nombre de Jezabel. No se nos dan más detalles sobre estas sectas, y sólo se dice que los partidarios de Balaam y Jezabel comían cesas sacrificadas a los ídolos y practicaban la fornicación. Se han hecho tentativas de concebir a estas cinco sectas como cristianos paulinos, y todos los mensajes como dirigidos contra Pablo, el falso apóstol, el presunto Balaam y “Nicolaos”. Argumentos en este sentido, difícilmente sostenibles, se encuentran reunidos en Saint Paul, de Renan (París 1869, págs. 303-305 y 367-70). Todos tienden a explicar los mensajes por los Hechos de los Apóstoles y por las llamadas Epístolas de Pablo, escritos que, por lo menos en su forma actual, son anteriores en no menos de sesenta años a la Revelación y por consiguiente todos sus datos pertinentes son no sólo sumamente dudosos, sino también totalmente contradictorios. Pero lo decisivo es que al autor no podía ocurrírsele dar cinco nombres distintos a la misma secta, y aun dos para Efeso solamente (falsos apóstoles y nicolaitanos) y dos también para Pérgamo (balaamitas y nicolaítas), y referirse siempre a ellas, en cada ocasión y en forma expresa, como si fuesen dos sectas diferentes. Al mismo tiempo no se puede negar la probabilidad de que hubiese entre estas sectas elementos que hoy serían denominados paulinos.
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Última edición por pedrocasca el Jue Feb 02, 2012 8:02 pm, editado 1 vez