Los Ángeles Co., Jail. Febrero 21 de 1909. Sra. Elizabeth Trowbridge Sarabia.
Ricardo Flores Magón, Epistolario y textos, FCE, 1976, P. 194-195.
Muy amable amiga mía: El cónsul mexicano Antonio Lozano ha venido a verme con el fin de que traicione yo a mis hermanos los revolucionarios y defraude las esperanzas de los oprimidos vendiéndome a Porfirio Díaz. Con la baja maña de jesuita, ha venido a tentarme el lacayo. Mi vida de miseria y de sufrimiento de zozobra y de peligro tendrá una transformación radical, horrible locura.
Tan sólo que estrechase yo la mano de Díaz “la mano que ha arrancado la vida de mis hermanos, la mano sangrienta, la infame mano que está estrangulando a mi raza”. Lanzando miradas furtivas en todas direcciones, trémulo el canijo cuerpo, colgante el bufo hediondo, comenzó a hablar el representante del tirano.
Ud. podría estar cerca del Sr. Presidente-dijo-, quien con gusto le tendería la mano, y mientras hablaba, sus ojillos se movían inquietos y a veces se fijaba en mí como para adivinar con un gesto sorprendido en mi rostro o por un movimiento de mi cabeza, la impresión que en mi producían sus insinuaciones.
Mi sangre de indio me dio en esos momentos la calma necesaria para escuchar conteniendo las rebeliones de mi otra sangre, la española, que me invitaba a escupir a mi extraño visitante. Sus palabras chorreaban de sus labios espesas, lentas, amorfas, casi sin ruido como un chorro de melaza.
El Sr. Presidente es muy bueno –continuó balbuceando el lacayo sin dejar de hablar- y lo protegería a Ud. porque reconoce su talento, considera justa la causa que Ud. defiende y sabe que Ud. es digno. Yo escuchaba. Mi sangre hervía; pero mi rostro no dejaba sospechar que la cólera rugía dentro de mi pecho. Y el chorro de melaza caía, caía espeso, odioso, sin forma, sin ruido casi.
Los ojillos veían para todos lados y el canijo cuerpo temblaba.
Al verlo diríase que se trataba de un criminal en el momento de cometer un delito. Era un delito ciertamente el que estaba cometiendo el representante del Gobierno Mexicano; un delito de lesa humanidad, de lesa justicia, de lesa civilización, como que de ser aceptado por las dos partes tendría por efecto el remache de las cadenas de un pueblo infortunado, las lagrimas, el hambre, la tristeza de millones de criaturas humanas. Los caloríferos caldeaban el aire de la oficina de la cárcel.
El vapor, condensado en las vidrieras de las ventanas, formaba hilos de agua que se deslizaban hacia abajo. Veía yo discurrir a los transeúntes como a través de un velo de lágrimas.
Pensé en los peones encorvados en su trabajo, en las mujeres del pueblo prostituidas por los amos; pensé en la desnudez de los que trabajaban, en el desamparo de las familias humildes, en la desesperación de las mujeres violadas por la soldadesca del César.
Mi memoria me trajo los arboles cargados de frutos humanos. Creí oír los sollozos de los huérfanos, el estertor de los fusilados y el ruido del puñal desgarrando las carnes de los hombres altivos. Y al lado de todo eso vi los ricos automóviles de los amos y sus palacios y su lujo y sus orgías como un insulto cobarde a los esclavos que sudan, que se desloman y que revientan como bestias espoleadas. ¡No, no, no –grité- no quiero! Un oficial me tomó de la oficina y me volvió a mi celda. Hace como diez días que ocurrió esto. Como no quiero venderme, se me perseguirá más. No importa.
Tan sólo que estrechase yo la mano de Díaz “la mano que ha arrancado la vida de mis hermanos, la mano sangrienta, la infame mano que está estrangulando a mi raza”. Lanzando miradas furtivas en todas direcciones, trémulo el canijo cuerpo, colgante el bufo hediondo, comenzó a hablar el representante del tirano.
Ud. podría estar cerca del Sr. Presidente-dijo-, quien con gusto le tendería la mano, y mientras hablaba, sus ojillos se movían inquietos y a veces se fijaba en mí como para adivinar con un gesto sorprendido en mi rostro o por un movimiento de mi cabeza, la impresión que en mi producían sus insinuaciones.
Mi sangre de indio me dio en esos momentos la calma necesaria para escuchar conteniendo las rebeliones de mi otra sangre, la española, que me invitaba a escupir a mi extraño visitante. Sus palabras chorreaban de sus labios espesas, lentas, amorfas, casi sin ruido como un chorro de melaza.
El Sr. Presidente es muy bueno –continuó balbuceando el lacayo sin dejar de hablar- y lo protegería a Ud. porque reconoce su talento, considera justa la causa que Ud. defiende y sabe que Ud. es digno. Yo escuchaba. Mi sangre hervía; pero mi rostro no dejaba sospechar que la cólera rugía dentro de mi pecho. Y el chorro de melaza caía, caía espeso, odioso, sin forma, sin ruido casi.
Los ojillos veían para todos lados y el canijo cuerpo temblaba.
Al verlo diríase que se trataba de un criminal en el momento de cometer un delito. Era un delito ciertamente el que estaba cometiendo el representante del Gobierno Mexicano; un delito de lesa humanidad, de lesa justicia, de lesa civilización, como que de ser aceptado por las dos partes tendría por efecto el remache de las cadenas de un pueblo infortunado, las lagrimas, el hambre, la tristeza de millones de criaturas humanas. Los caloríferos caldeaban el aire de la oficina de la cárcel.
El vapor, condensado en las vidrieras de las ventanas, formaba hilos de agua que se deslizaban hacia abajo. Veía yo discurrir a los transeúntes como a través de un velo de lágrimas.
Pensé en los peones encorvados en su trabajo, en las mujeres del pueblo prostituidas por los amos; pensé en la desnudez de los que trabajaban, en el desamparo de las familias humildes, en la desesperación de las mujeres violadas por la soldadesca del César.
Mi memoria me trajo los arboles cargados de frutos humanos. Creí oír los sollozos de los huérfanos, el estertor de los fusilados y el ruido del puñal desgarrando las carnes de los hombres altivos. Y al lado de todo eso vi los ricos automóviles de los amos y sus palacios y su lujo y sus orgías como un insulto cobarde a los esclavos que sudan, que se desloman y que revientan como bestias espoleadas. ¡No, no, no –grité- no quiero! Un oficial me tomó de la oficina y me volvió a mi celda. Hace como diez días que ocurrió esto. Como no quiero venderme, se me perseguirá más. No importa.
Ricardo Flores Magón, Epistolario y textos, FCE, 1976, P. 194-195.