El paro armado paramilitar plantea varias interrogantes. Pero también entrega muchas luces sobre la manera en que funciona el Estado paramilitar, y la manera en que se manejan sus innegables vínculos con la mafia.El paro armado de los Urabeños: ¿Cría cuervos y te sacarán los ojos?
“Todos los senadores, representantes o políticos que han resultado mencionados han dicho que son enemigos nuestros y que nos han combatido. Y a todos se les ha comprobado que sí tenían vínculos con las autodefensas. Nosotros estamos como la novia fea, en la noche nos acariciaban y en el día no nos voltiaban a mirar”
(Declaraciones del jefe paramilitar José Ever Velosa, alias HH)[1]
Aunque el paro armado paramilitar que sacudió a Colombia desde el 5 de Enero (decretado en venganza por la muerte del paramilitar alias “Giovanni” durante un reciente operativo militar), ha dado bastante que hablar en los medios, la falta de análisis y la ausencia de memoria para abordar el tema es sorprendente. Salvo honrosas excepciones, sigue entendiéndose al paramilitarismo colombiano y sus múltiples caras (Urabeños, Rastrojos, Águilas Negras, Autodefensas Gaitanistas, Paisas, ERPAC, etc.) según el modelo de las bandas criminales (Bacrim), como si en el fondo tuvieran poco o nada que ver con el monstruo paramilitar alimentado por el Estado colombiano -y la oligarquía que lo capitanea- durante las últimas décadas. Desde luego se menciona que muchos de ellos hicieron escuela en las Autodefensas Unidas de Colombia, pero no se hace la relación de continuidad entre ambos fenómenos. Como en una columna lo expresa Sergio Otálora M., los paramilitares son
“ahora convertidos en bandas criminales por la alquimia de la impunidad y de la negación cómplice” de las autoridades[2].
Por su parte, el presidente Santos también aprovecha la ocasión para reforzar el discurso de la “mano negra”, salida de ninguna parte… como si el desarrollo del paramilitarismo (el de ayer y el de hoy) no tuviera nada que ver con el Estado. Se refuerza así la visión del Estado como institución supuestamente neutral en el conflicto social y armado –o en palabras de sus maestros uribistas, Colombia como una
“democracia asediada por violentos”- fórmula favorita del bloque dominante para desnaturalizar el contenido de este conflicto. Dice Santos, iracundo, que
“los Urabeños’ están notificados: aquí vamos tras ellos, no solamente en el Magdalena, donde operen, en Córdoba, en Urabá, en Antioquia, donde estén vamos a ir”[3]. Agrega, posando de ecuánime en su supuesta lucha contra los “violentos”, que
"los intentos de las bandas por frenar la acción de las autoridades no detendrán la lucha sin cuartel contra estos grupos"[4]. Nos preguntamos cuáles son esas acciones, pues aparte de la caída del líder del ERPAC, alias “Cuchillo” (por lo demás, en circunstancias curiosas que no se han aclarado del todo[5]), la captura de “Don Mario” y ahora la muerte de alias “Giovanni”, en varios años no ha habido más resultados. Y eso que desde al menos el 2008 las acciones del paramilitarismo son superiores en número a las de la insurgencia. Sin embargo, los operativos militares contra el paramilitarismo se pueden contar, literalmente, con media mano.
La realidad es que al paramilitarismo se le ha permitido crecer con el beneplácito de la fuerza pública y a las autoridades jamás les molestó cuando panfletos, en lugar de ordenar el cese de actividades comerciales o del transporte, amenazaban a sindicalistas, defensores de derechos humanos, líderes comunitarios o reclamantes de tierras. Tampoco molestó a las autoridades, ni movilizó una “lucha sin cuartel” la estrategia de la limpieza social que se cobra varias vidas todos los días en los barrios populares de las principales ciudades colombianas, la cual venimos denunciando de hace años. Es más, el paramilitarismo después de la supuesta desmovilización de las AUC no solamente ha sido tolerado por el Estado, sino que la fuerza pública ha colaborado abiertamente con él y lo ha apoyado. Un informe de mediados del 2011 de la Corporación Nuevo Arco Iris dice que
“la corrupción de miembros de la Fuerza Pública hace que la población desconfié de la institucionalidad. En los Llanos Orientales, por ejemplo, con el Plan Consolidación lo que se observa es que a medida que la Fuerza Pública desplaza a las FARC, los hombres del ERPAC van tomando este tipo de posiciones, en Córdoba algunos miembros de las Fuerzas Militares parecen uno sólo con ‘Los Urabeños’ y ‘Los Rastrojos’”[6].
¿Ha cambiado algo para que ahora las cosas sean diferentes? ¿Acaso el paramilitarismo ha dejado de ser un aliado del Estado para convertirse en su enemigo? El paro armado paramilitar plantea varias interrogantes. Pero también entrega muchas luces sobre la manera en que funciona el Estado paramilitar, y la manera en que se manejan sus innegables vínculos con la mafia.
(Neo)Paramilitarismo y Estado (paramilitar)El paro tuvo éxito en regiones como Córdoba, Sucre, Cesar, Chocó, Urabá Antioqueño, Magdalena, Sur de Bolívar[7], donde el paramilitarismo se ha venido fortaleciendo durante las últimas tres décadas por las fuerzas combinadas de los ganaderos, los capos del narcotráfico, los barones de la minería, los caciques políticos aliados al gobierno y los palmicultores[8]. Estas son las zonas duras de influencia paramilitar y donde se ensayó esa combinación político-paramilitar que luego se denominará uribismo, que nació con las Convivir y que culminó con el Pacto de Ralito.[9]
Los medios se sorprenden que el paro haya tenido tanto éxito así como del poder de intimidación de los paramilitares. Pero la población en la Costa sabe a qué atenerse cuando los paramilitares amenazan; ese poder de intimidación lo han practicado durante tres décadas con la complicidad del Estado que los ha premiado por sus buenos oficios con tolerancia ante sus actividades criminales, con sentencias irrisorias, con beneficios de toda clase y permitiéndoles pelearse las jugosas rutas del narcotráfico y ahora también las ollas de economía mafiosa en los cascos urbanos[10].
Por eso no deja de sorprender el cinismo del presidente Santos, quien conoce muy bien la historia del terror paramilitar, cuando llama a que la comunidad desafíe el paro armado:
“Mi llamado es a que todo el mundo se ponga la camiseta. Necesitamos que la comunidad se enfrente con la misma entereza como lo hace la Fuerza Pública a estas bandas criminales. Sólo unos pocos, nunca han podido triunfar. Por eso no se dejen intimidar”[11]. Estas palabras son cínicas pues Santos sabe que los paramilitares no son pocos (se calcula, oficialmente, al menos 10.000 hombres en armas), que la Fuerza Pública no se enfrenta con ellos (todo lo contrario) y que la comunidad no se va a enfrentar al paramilitarismo porque él lo ordene. Las comunidades de esas regiones de Colombia sienten pánico ante la tenaza paramilitar y desconfían de la “protección” de las autoridades. Y con razón, dada la larga tradición de vínculos Estado-paramilitarismo.
Es más, el mismo patrón de connivencia de la fuerza pública con los paramilitares, en que la fuerza pública se retira de localidades para dejar al paramilitarismo actuar (como en Mapiripán, El Salado, etc.) ha sido denunciado por la Federación Agrominera del Sur de Bolívar en un comunicado que sacaron a raíz del paro armado:
“en el casco urbano del municipio de Rioviejo y en el corregimiento Cobadillo de ese mismo municipio, se ha visto una gran movilización de paramilitares, entre ellos uno de los comandantes conocido como JJ. Los pobladores han informado las identidades de varios de los paramilitares que están haciendo presencia en estos sitios y la ubicación exacta de las casas donde se albergan. Esta información es conocida por los pobladores del municipio, sin embargo ni la policía ni el ejército ha hecho nada para capturar estas personas. Es más, informan que de algunos de los sectores donde se han visto a los paramilitares se está retirando el ejército”[12].
Qué contradicción entre esta cruda realidad y las falaces afirmaciones del Ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón:
"Los colombianos no se deben dejar amedrentar, tienen a su Fuerza Pública que los protege. La Policía y las Fuerzas Militares han fortalecido su presencia en todos los cascos urbanos donde esto se ha presentado"[13].
Dice Sergio Otálora Montenegro en su columna de El Espectador que
“se equivoca el ministro Pinzón al afirmar que esos escuadrones de pistoleros no tienen ‘relación alguna con fuerzas del Estado’, porque es todo lo contrario, como es ya tradición: hay agentes del Estado cómplices de esas bandas; Human Rights Watch, en su informe de 2010 sobre “los herederos” de los paramilitares, publicó testimonios de fiscales especializados en perseguir a esas bandas (en Urabá) en los que señalan que ‘hay relaciones (entre los criminales) y la fuerza pública, fiscales, policía y DAS. Se mueven (los delincuentes) como pez en el agua’.” Todo lo cual es muy cierto. Pero la relación va más allá de “relaciones” puntuales o casuales. Como lo dijo el paramilitar alias HH:
“Yo andaba como Pedro por su casa. Entraba a la brigada, al cuartel de la Policía, y hacía lo que quería. Yo hablaba de muchas personas de la Fuerza Pública porque yo lo he dicho siempre: nosotros éramos ilegales y son más culpables ellos que nosotros, porque ellos representaban al Estado y estaban obligados a proteger esas comunidades y nos utilizaban a nosotros para combatir a la guerrilla (…) En Urabá cuando empezamos, todos los cuerpos se dejaban donde se mataba a la gente. Después de un tiempo la FP [ie., Fuerza Pública] comienza a presionar: que nos dejan seguir trabajando, pero que desaparezcamos las personas. Ahí es donde se empiezan a implementar las fosas comunes (…) Toda la Fuerza Pública tenía relación con nosotros. Yo andaba libremente en una Hilux blanca, que llamaban ‘camino al cielo’, y asesinábamos personas todos los días, en todos los municipios del Urabá. Yo andaba enfusilado, con mis escoltas enfusilados, y no me capturaban. La única que denunciaba era la doctora Gloria Cuartas. ¿Pero por qué no nos capturaban? Porque todos nos apoyaban.”[15]
El paramilitarismo ha sido una estrategia de control social y territorial del Estado, así como un mecanismo de despojo violento del campesinado al servicio de terratenientes y multinacionales. También ha sido un mecanismo para mantener salarios bajos y una masa laboral desorganizada en condiciones de lo más precarias imaginables. Y un mecanismo para deshacerse de la oposición política. Dice el paramilitar HH al respecto del terror como mecanismo de control social que:
“Matar gente se vuelve un vicio, como meter perico o fumar marihuana (…) Cuando llegamos a Urabá decapitamos mucha gente. Se generó como estrategia para promover terror.”[16]
El paramilitarismo, en resumidas cuentas, es una herramienta del Estado, fundamental en el proyecto político ultraderechista y conservador que se ha venido imponiendo en las últimas décadas. Si no fuera por el paramilitarismo, estoy completamente seguro que ni Uribe ni Santos habrían sido presidentes.
La autonomía relativa del paramilitarismo como aparato represivo del EstadoEl vínculo Estado-paramilitarismo es evidente, pero tampoco debe verse de una manera excesivamente simplista, como si el paramilitarismo fuera un mero alfil, sin intereses propios, al servicio del bloque dominante. Si el Estado los ha armado, tolerado y auxiliado, es porque son funcionales a su estrategia política y su dominio. Pero el paramilitarismo, por su propia naturaleza, goza de una relativa autonomía. Por ponerlo en términos muy sencillos: el paramilitarismo asesina, viola, tortura, desaparece a personas que, por diversas razones, son molestas para el establecimiento. Mantienen el control social mediante el terror. Pero a cambio exige ciertas prebendas. Los paramilitares han gozado de un grado de impunidad enorme gracias al cual han amasado inimaginables fortunas por narcotráfico y aportes económicos de la oligarquía, conseguido (a las buenas o a las malas) las mujeres que han querido, y han sido efectivamente la ley en muchas regiones. Donde ciertos observadores han equiparado de manera simplista el control paramilitar con la “ausencia del Estado”, es necesario aclarar que
el paramilitarismo ha sido la expresión más extendida así como perversa del Estado, con poderes plenipotenciarios y dictatoriales.
En este sentido es inexacto decir que los paramilitares son meras bandas criminales, pues juegan un claro rol político. Pero eso no significa que sus testaferros sean “criminales políticos” como los presentaron durante la supuesta “desmovilización”. Son delincuentes comunes, mercenarios, al servicio de las grandes fortunas, cuyas motivaciones nunca han sido ideológicas, de cambiar o servir al país (como alguna vez quiso hacernos creer el ex presidente Uribe, quien los describía como “buenos muchachos” de “profunda” convicción contrainsurgente), sino de enriquecerse.
Son instrumentales a la derechización del país, pero no son un factor políticamente activo. El carácter criminal nato del perfil del paramilitar promedio es fundamental para comprender el grado de barbarie al que llegaron. En realidad, ¿qué clase de personas son capaces de violar a menores de edad, descuartizar personas con motosierra, jugar fútbol con cabezas humanas, asesinar todos los días, todo el día, mutilar y torturar? Estos elementos hacen que, pese a lo necesaria que puedan ser estas fuerzas en un momento dado para el bloque dominante, no sean fuerzas fiables ni disciplinadas, lo que significa que en determinados momentos puedan entrar en contradicciones secundarias (jamás antagónicas) con el régimen. Por esta razón, a diferencia de algunos izquierdistas que han entendido la relación Estado-paramilitarismo de manera bastante mecanicista, no me causó ninguna sorpresa ni el paro armado ni las bravatas de los paramilitares.
Este ejército de choque compuesto por
“hampones, delincuentes comunes, oportunistas aventureros y sectores paupérrimos que en su desesperación por la supervivencia bien conocen el refrán de Víctor Hugo ‘tener hambre y sed es el punto de partida; convertirse en Satanás es el punto de llegada’” no es una originalidad del caso colombiano. También se ha visto e los escuadrones de la muerte centroamericanos, y en las experiencias clásicas del fascismo italiano y del nazismo alemán –proceso de fascistización que tiene importantes paralelos con el caso colombiano[17]. Por eso el régimen trata de depender de ellos lo estrictamente necesario, esperando que sea una medida transitoria mientras se soluciona la crisis de hegemonía del bloque dominante.
El Estado y el bloque dominante son concientes de que han creado y alimentado un monstruo que se les puede salir de las manos… Por ello, el Estado y el bloque dominante intentan también generar mecanismos de “control” de estas fuerzas de choque paramilitar. En el caso del fascismo clásico europeo, se implementó
“una serie de concesiones espurias, demagogia violenta y purgas internas crónicas como manera de controlar a los ‘plebeyos’ que no se mantienen a raya o que acumulan demasiado poder”[18]. Las purgas internas fueron tan cruentas en la Alemania Nazi que incluso Hitler propició la “Noche de los Cuchillos Largos” para depurar a sus propias bandas de líderes y cuadros difíciles de controlar. En Colombia también, al parecer, venimos presenciando desde hace un par de años una situación de purgas crónicas[19] dentro del propio aparato paramilitar que tantos servicios ha dado a una oligarquía que, en último término, le sigue alimentando.
“Desmovilización paramilitar” y surgimiento de las BacrimEl paro armado nos obliga a un replanteamiento del significado real que tuvo la supuesta “desmovilización” paramilitar y la Ley de Justicia y Paz. Con este paro armado todo el mundo se ve forzado a reconocer lo que la izquierda ha dicho desde hace casi siete años: que
la desmovilización no fue tal y que lo que se buscó fue, en gran medida, la impunidad y la “normalización” de la obra del paramilitarismo (expropiación, control, consolidación de cacicazgos políticos). Si eventualmente se lograron ciertas condenas, lo que terminó por salpicar a las redes de poder político-económico detrás del paramilitarismo, no fue por la ley original, sino por la labor de la Corte Suprema que logró la manera de modificar ciertos aspectos de ésta y utilizar resquicios para impulsar un poco de justicia. La labor incansable de organizaciones de víctimas como el MOVICE (entre muchas) también fue crucial para las eventuales condenas. Pero ese no era el espíritu original de la Ley de Justicia y Paz. Cuando a HH le preguntaron si acaso había entregado el fusil porque había muchos congresistas aliados de los paramilitares y sabía que éstos harían una ley para favorecerlos, su respuesta es concisa:
“Lógico”[20].
Hay gran parte de verdad en las afirmaciones de Sergio Otálora Montenegro (uno de los pocos columnistas que se han atrevido a tocar este tema en la prensa colombiana) cuando dice que
“con la intrépida acción de los neoparamilitares en estos primeros días de enero, queda más claro que nunca que la desmovilización de las AUC, durante el gobierno de Uribe, fue una calculada operación de impunidad, cuando no una pantomima, porque, como se ha dicho miles de veces, no se desmantelaron, al mismo tiempo, sus estructuras militares, sus redes criminales y sus fuentes de financiación.”[21]
Pero aún cuando en cierta medida es correcto afirmar que el objetivo primordial de este Ley fue la impunidad[22], se corre el riesgo de ignorar otros intereses que también parecen haber estado en juego por parte de la oligarquía cuando invitaron a las AUC a acogerse a la Ley de Justicia y Paz. El propio HH arroja luces sobre esto en la citada entrevista, cuando se le menciona que
“Hubo muchos reparos al proceso de paz con las AUC. Porque la paz se hace con los enemigos (…) y de alguna manera las autodefensas eran amigas del Estado”. A lo que responde:
“Si esa hubiera sido una negociación de yo con yo, estaríamos todos en la calle. Pero estamos presos, unos extraditados. No fue una negociación de yo con yo. Fue una negociación donde el Gobierno buscó lo que quería y lo logró. Y nosotros perdimos”[23].
Pero, ¿Qué era lo que el gobierno quería? Más allá de la impunidad, parece claro que un sector del establecimiento colombiano estaba inquieto con el nivel de poder, privilegio y riquezas acumulado por los caciques paramilitares en grandes extensiones del territorio colombiano. La oligarquía no estaba dispuesta a que, en el curso de la guerra sucia para poder mantener su hegemonía, surgiera un factor eventualmente desestabilizador o que pudiera entrar a competir con ella.
La supuesta desmovilización logró un objetivo fundamental entonces que fue descentralizar al paramilitarismo, desconcentrar sus fuerzas.Esta fragmentación del mando unificado ha impedido que surjan caciques paramilitares de la envergadura de un Mancuso, Jorge 40 o como un Castaño, aún cuando las estructuras de poder local se mantengan intactas, y como lo demuestra el para armado, tengan una capacidad de coordinación importante en vastas regiones. Bien dice Otálora Montenegro que
“Esta nueva cepa de escuadrones de asesinos, más atomizada, sin un mando central, sin ‘ideólogos’ a la vista, aún más sanguinaria que la anterior y dispuesta a todo, empieza a salirse de madre, ante la impotencia de un Estado que no puede o no quiere cortar de raíz esa espesa red de complicidades tejida a lo largo de tantos años.”[24] Esto último es muy importante de considerar porque esta nueva versión del paramilitarismo ha producido un aumento de la violencia por las peleas de los capos locales por disputarse la hegemonía en una determinada región, o por pelearse el acceso a las ollas de economía mafiosa en las ciudades.
Pero también el proceso de fragmentación del aparato paramilitar, que fue coincidente con un enorme aumento del pie de fuerza del Ejército, buscaba ir superando la dislocación que la estrategia paramilitar produjo en el seno del Estado. Durante el proceso de paramilitarización del país desde fines de los ’80,
“el Estado, pese a las apariencias, no se desintegra, sencillamente se disloca al desplazarse el poder real de la clase dominante a instancias ajenas a los mecanismos de poder formal, es decir, de los mecanismos tradicionales del Estado como institución”[25]. Este proceso de volver a que, en el ejercicio de la fuerza, el poder real vuelva a coincidir con el poder formal, es lo que se ha entendido de manera superficial en el último tiempo como
“recuperar el monopolio de la fuerza por parte del Estado”. Sin embargo, no hay que dejarse confundir por las apariencias: como dice el sociólogo Nicos Poulantzas al analizar este fenómeno de “dislocación” de los mecanismos de poder reales y formales en las experiencias del fascismo clásico europeo
"Es cierto que el aparato represivo del Estado parece perder, durante el proceso de fascistización, su monopolio del ejercicio de la fuerza y de la violencia legítima [ie., sancionada por la ley], en provecho de milicias privadas. Sin embargo, por una parte, esto se hace en provecho únicamente de organizaciones armadas del bloque en el poder; por otra parte, no hay que perder de vista las connivencias y las relaciones entre el aparato de Estado y esas milicias, ya que es el Estado el que las arma."[26] La relevancia de este análisis para comprender la realidad del paramilitarismo en Colombia es auto evidente.
Por otra parte, el paramilitarismo no deja de presentar ciertos inconvenientes para el bloque en el poder, aún cuando les sirvan, precisamente por el propio carácter de las fuerzas que lo componen. En palabras de Alfredo Molano:
“Con el tiempo, los colaboradores [ie., del paramilitarismo] se fueron cansando o quebrando. Coincide este momento con la desmovilización: es más barato, dijeron, pagar los impuestos que las cuotas [ie., cansancio coincidente con la urgencia en superar la dislocación de poderes y recuperar cierta apariencia de “normalidad”]. Pero ya era tarde. Los combos desmovilizados, cada uno por su lado, continuaron cobrando aportes, respaldados por las muchas armas que nunca entregaron y por la fama que cada paraco tenía en la zona. Ya no necesitaban uniformes, ni brazaletes ni armas largas. Más aún, en muchas partes, los colaboradores tenían —y tienen— que pagar a varios combos al tiempo, porque no hay unidad de mando. En cada región mandan al tiempo Urabeños, Paisas, Rastrojos, y todos reciben (…) Con seguridad, en muchas zonas rurales se paga más en extorsión que en impuesto predial.”[27]
En este proceso de control de los elementos díscolos del paramilitarismo por parte de la misma oligarquía que los alimenta, de control al poder que acumulan en ciertas localidades, de conflicto interno por la hegemonía entre los propios paras, y de conflicto de intereses con elementos de la oligarquía (cuotas, control de actividades económicas lícitas o ilícitas, etc.), es que yacen las causas de las tensiones y roces que están surgiendo entre el aparato paramilitar y el Estado, así como los problemas puntuales que pueda haber habido con un “Cuchillo”, con un “Don Mario” o con un “Giovanni”.
Pelea familiar, no contradicciones de fondoEs muy improbable que estos roces terminen en un enfrentamiento abierto entre el Estado y el paramilitarismo. Aunque algún elemento díscolo pueda decidirse a entrar a la confrontación por algún interés particular, como en una clásica pelea de mafias,
el paramilitarismo jamás se enfrentará de lleno al Estado porque esto no cabe ni dentro de su lógica ni de la motivación de quienes se meten a gatillar buscando dinero y prestigio fácil. Acá no va a haber, como dicen de manera sensacionalista y sin ninguna base ciertos medios, un “Plan Pistola” del paramilitarismo contra la Fuerza Pública[28], la cual, dicho sea de paso, no fue tocada durante varios días de paro armado.
Desde el punto de vista del Estado, como la crisis de hegemonía y legitimidad subsiste,
la duplicidad de los mecanismos de represión para-estatales sigue siendo una realidad, aún cuando ahora se busque el predominio del aparato de fuerza pública por sobre el privado. ¿Cómo podría pretender Santos implementar su plan de desarrollo nacional, con todo lo que implica (desplazamientos masivos para apropiarse de territorio para la implementación de la locomotora minero-extractiva y la agroindustria) sin apoyo de la herramienta paramilitar?
Es por ello, que la solución para el problema de la seguridad de las comunidades no pasa por “más presencia del Estado”. El problema pasa por el desmonte del Estado paramilitar, por la desmilitarización de los territorios, por
fortalecer el tejido social, desde abajo, desde la solidaridad de los pueblos. Ese es el único freno efectivo que puede haber al paramilitarismo, no hacerse falsas ilusiones en una institucionalidad política cómplice del mismo paramilitarismo que hoy verbalmente (y con algunos gestos simbólicos[29]) ataca.
José Antonio Gutiérrez D.
8 de Enero, 2012