Toda una verdad en este documento de García Marquez. Explica los acontecimientos del golpe de estado, y como fue, paso a paso, además de el trabajo que hizo Allende en su tiempo de gobierno!...
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Saludos... Camarada Before
CHILE, EL GOLPE Y LOS GRINGOS
A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro
militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El
anfitrión era el entonces coronel Gerardo López<Angulo, agregado aéreo
de la misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados
chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena era en honor del
Director de la escuela de Aviación de Chile, general Toro Mazote, quien
había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los siete
militares comieron ensalada de frutas y asado de ternera con guisantes,
bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del sur donde
había pájaros luminosos en las playas mientras Washington naufragaba
en la nieve, y hablaron en inglés de l único que parecía interesar a los
chilenos en aquellos tiempo: las elecciones presidenciales del próximo
septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó
qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda Salvador
Allende ganaba las elecciones. El general Toro Mazote contestó: "Nos
tomaremos el palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos
que incendiarlo"
Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza actual director de la
Seguridad Nacional de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio
presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo.
Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la
misma jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta
Militar, y el general Javier Palacios, que participó en la refriega final
contra Salvador Allende. También se encontraba en la mesa el general
de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de obras
públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar el general
del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el
palacio presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo
Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga
sangrienta de la oficialidad progresista de la marina de guerra, e inició el
alzamiento militar en la madrugada del once de septiembre.
Aquella cena histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales
de las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los
militares chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados
Unidos se tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara
las elecciones. Lo planearon en frío, como una simple operación de
guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.
El plan estaba elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de
las presiones de la International Telegraph & Telephone (I.T.T), sino por
razones mucho más profundas de política mundial. Su nombre era
"Contingency Plan". El organismo que la puso en marcha fue la Defense
Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución
fue la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los datos de
las otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior del
Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se
encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile
debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas
de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras
se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y
resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda
clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las
ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos:
"No me interesa ni sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia
abajo. El Contingency Plan estaba entonces terminado hasta su último
detalle, y es imposible pensar que Kissinger no estuviera al corriente de
eso, y que no lo estuviera el propio presidente Nixon.
Chile es un país angosto, con 4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho,
y con 10 millones de habitantes efusivos, dos de los cuales viven en
Santiago, la capital. La grandeza del país no se funda en la cantidad de
sus virtudes, sino el tamaño de sus excepciones. Lo único que produce
con absoluta seriedad es mineral de cobre, pero es el mejor del mundo,
y su volumen de producción es apenas inferior al de Estados Unidos y la
Unión Soviética. También produce vinos tan buenos como los europeos,
pero exportan poco porque casi todos se los beben los chilenos. Su
ingreso per cápita, 600 dólares, es de los más elevados de América
Latina, pero casi la mitad del producto nacional bruto se lo reparten solamente 300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera república
socialista del continente, y se intentó la nacionalización del cobre y el
carbón con el apoyo entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia
sólo duró 13 días. Tiene un promedio de un temblor de tierra cada dos
días y un terremoto devastador cada tres años. Los geólogos menos
apocalípticos consideran que Chile no es un país de tierra firme sino una
cornisa de los Andes en una océano de brumas, y que todo el territorio
nacional, con sus praderas de salitre y sus mujeres tiernas, está
condenado a desaparecer en un cataclismo.
Los chilenos, en cierto modo, se parecen mucho al país. Son la gente
más simpática del continente, les gusta estar vivos y saben estarlo lo
mejor posible, y hasta un poco más, pero tienen una peligrosa tendencia
al escepticismo y a la especulación intelectual. "Ningún chileno cree que
mañana es martes", me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo
creía. Sin embargo, aún con esa incredulidad de fondo, o tal vez gracias
a ella, los chilenos han conseguido un grado de civilización natural, una
madurez política y un nivel de cultura que son sus mejores excepciones.
De tres premios Nobel de literatura que ha obtenido América Latina, dos
fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo Neruda, era el poeta más grande
de este siglo.
Todo esto debía saberlo Kissinger cuando contestó que no sabía nada
del sur del mundo, porque el gobierno de los Estados Unidos conocía
entonces hasta los pensamientos más recónditos de los chilenos. Los
había averiguado en 1965, sin permiso de Chile, en una inconcebible
operación de espionaje social y político: el Plan Camelot. Fue una
investigación subrepticia mediante cuestionarios muy precisos,
sometidos a todos los niveles sociales, a todas las profesiones y oficios,
hasta en los últimos rincones del país, para establecer de un modo
científico el grado de desarrollo político y las tendencias sociales de los
chilenos. En el cuestionario que se destinó a los cuarteles, figuraba la
pregunta que cinco años después volvieron a oír los militares chilenos en
la cena de Washington: "¿Cuál será la actitud en caso de que el
comunismo llegue al poder? - La pregunta era capciosa. Después de la
operación Camelot, los Estados Unidos sabían a cierta que Salvador
Allende sería elegido presidente de la república.Chile no fue escogido por casualidad para este escrutinio. La antigüedad
y la fuerza de su movimiento popular, la tenacidad y la inteligencia de
sus dirigentes, y las propias condiciones económicas y sociales del país
permitían vislumbrar su destino. El análisis de la operación Camelot lo
confirmó: Chile iba a ser la segunda república socialista del continente
después de Cuba. De modo que el propósito de los Estados Unidos no
era simplemente impedir el gobierno de Salvador Allende para preservar
las inversiones norteamericanas. El propósito grande era repetir la
experiencia más atroz y fructífera que ha hecho jamás el imperialismo
en América Latina: Brasil.
El 4 de septiembre de 1970, como estaba previsto, el médico socialista y
masón Salvador Allende fue elegido presidente de la república. Sin
embargo, el Contingency Plan no se puso en práctica. La explicación
más corriente es también la más divertida: alguien se equivocó en el
Pentágono, y solicitó 200 visas para un supuesto orfeón naval que en
realidad estaba compuesto por especialistas en derrocar gobiernos, y
entre ellos varios almirantes que ni siquiera sabían cantar. El gobierno
chileno descubrió la maniobra y negó las visas. Este percance, se
supone, determinó el aplazamiento de la aventura. Pero la verdad es
que el proyecto había sido evaluado a fondo: otras agencias
norteamericanas, en especial la CIA y el propio embajador de los
Estados Unidos en Chile, Edward Korry, consideraron que el Contingency
Plan era sólo una operación militar que no tomaba en cuenta las
condiciones actuales de Chile.
En efecto, el triunfo de la Unidad Popular no ocasionó el pánico social
que esperaba el Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo
gobierno en política internacional, y su decisión en materia económica,
crearon de inmediato un ambiente de fiesta social. En el curso del
primer año se habían nacionalizado 47 empresas industriales, y más de
la mitad del sistema de créditos. La reforma agraria expropió e
incorporó a la propiedad social 2.400.000 hectáreas de tierras activas.
El proceso inflacionario se moderó: se consiguió el pleno empleo y los
salarios tuvieron un aumento efectivo de un 40 por ciento.El gobierno anterior, presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei,
había iniciado un proceso de chilenización del cobre. Lo único que hizo
fue comprar el 51 por ciento de las minas, y sólo por la mina de El
Teniente pagó una suma superior al precio total de la empresa. La
Unidad Popular recuperó para la nación con un solo acto legal todos los
yacimientos de cobre explotados por las filiales de compañías
norteamericanas, la Anaconda y la Kennecott. Sin indemnización: el
gobierno calculaba que las dos compañías habían hecho en 15 años una
ganancia excesiva de 80.000 millones de dólares.
La pequeña burguesía y los estratos sociales intermedios, dos grandes
fuerzas que hubieran podido respaldar un golpe militar en aquél
momento, empezaban a disfrutar de ventajas imprevistas, y no a
expensas del proletariado, como había ocurrido siempre, sino a
expensas de la oligarquía financiera y el capital extranjero. Las fuerzas
armadas, como grupo social, tienen la misma edad, el mismo origen y
las mismas ambiciones de la clase media y no tenían motivo, ni siquiera
una coartada, para respaldar a un grupo exiguo de oficiales golpistas.
Consciente de esa realidad, la Democracia Cristiana no solo no patrocinó
entonces la conspiración de cuartel, sino que se opuso resueltamente
porque la sabía impopular dentro de su propia clientela.
Su objetivo era otro: perjudicar por cualquier medio la buena salud del
gobierno para ganarse las dos terceras partes del Congreso en las
elecciones de marzo de 1973. Con esa proporción podía decidir la
destitución constitucional del presidente de la república.
La Democracia Cristiana era una grande formación inter-clasista, con
una base popular auténtica en el proletariado de la industria moderna,
en la pequeña y media industria moderna, en la pequeña y media
propiedad campesina, y en la burguesía y la clase media de las
ciudades. La Unidad Popular expresaba al proletariado obrero menos
favorecido, al proletariado agrícola, a la baja clase media de las
ciudades.
La Democracia Cristiana, aliada con el Partido Nacional de extrema
derecha, controlaba el Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder
ejecutivo. La polarización de esas dos fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización del país. Curiosamente, el católico Eduardo Frei, que no
cree en el marxismo, fue quien aprovechó mejor la lucha de clases,
quien la estimuló y exacerbó; con el propósito de sacar de quicio al
gobierno y precipitar al país por la pendiente de la desmoralización y el
desastre económico.
El bloqueo económico de los Estados Unidos por la expropiaciones sin
indemnización y el sabotaje interno de la burguesía hicieron el resto. En
Chile se produce todo, desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la
industria tiene una identidad falsa: en las 160 empresas más
importantes, el 60 por ciento era capital extranjero, y el 80 por ciento
de sus elementos básicos importados. Además, el país necesitaba 300
millones de dólares anuales para importar artículos de consumo, y otros
450 millones para pagar los servicios de la deuda externa. Los créditos
de los países socialistas no remediaban la carencia fundamental de
repuestos, pues toda industria chilena, la agricultura y el transporte,
estaban sustentados por equipo norteamericano. La Unión Soviética
tuvo que comprar trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella
misma no tenía y a través del Banco de la Europa del Norte, de París, le
hizo varios empréstitos sustanciosos en dólares efectivos. Cuba, en un
gesto que fue más ejemplar que decisivo, mandó un barco cargado de
azúcar regalada. Pero las urgencias de Chile eran descomunales. Las
alegres señoras de la burguesía, con el pretexto del racionamiento y de
las pretensiones excesivas de los pobres, salieron a la plaza pública
haciendo sonar sus cacerolas vacías. No era casual, sino al contrario,
muy significativo, que aquel espectáculo callejero de zorros plateados y
sombreros de flores ocurriera la misma tarde que Fidel Castro terminaba
una visita de treinta días que había sido un terremoto de agitación
social.
LA ÚLTIMA CUECA FELIZ DE SALVADOR ALLENDE
El Presidente Salvador Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el
pueblo tenía el gobierno pero no tenía el poder. La frase más
alarmante, porque Allende llevaba dentro una almendra legalista que
era el germen de su propia destrucción: un hombre que peleó hasta la
muerte en defensa de la legalidad, hubiera sido capaz de salir por la puerta mayor de la Moneda, con la frente en alto, si lo hubiera
destituido el congreso dentro del marco de la constitución.
La periodista y política Rossana Rossanda, que visitó a Allende por
aquella época, lo encontró envejecido, tenso y lleno de premoniciones
lúgubres, en el diván de cretona amarilla donde había de reposar el
cadáver acribillado y con la cara destrozada por un culatazo de fusil.
Hasta los sectores más comprensivos de la Democracia Cristiana
estaban entonces contra él. "¿Inclusive Tomic?" - le preguntó Rossana.
-"Todos", contestó, Allende.
En vísperas de las elecciones de marzo de 1973, en las cuales se jugaba
su destino, se hubiera conformado con que la Unidad Popular obtuviera
el 36 por ciento. Sin embargo, a pesar de la inflación desbocada, del
racionamiento feroz, del concierto de olla de las cacerolinas alborotadas,
obtuvo el 44 por ciento. Era una victoria tan espectacular y decisiva,
que cuando Allende se quedó en el despacho, sin más testigos que su
amigo y confidente, Augusto Olivares, hizo cerrar la puerta y bailó solo
una cueca.
Para la Democracia Cristiana, aquella era la prueba de que el proceso
democrático promovido por la Unidad Popular no podía ser contrariado
con recursos legales, pero careció de visión para medir las
consecuencias de su aventura: es un caso imperdonable de
irresponsabilidad histórica. Para los Estados Unidos era una advertencia
mucho más importante que los intereses de las empresas expropiadas;
era un precedente inadmisible en el progreso pacífico de los pueblos del
mundo, pero en especial para los de Francia e Italia, cuyas condiciones
actuales hacen posible la tentativa de experiencias semejantes a las de
Chile: Todas las fuerzas de la reacción interna y externa se concentraron
en un bloque compacto.
En cambio los Partidos de la Unidad Popular cuyas grietas internas era
mucho más profundas de lo que se admite, no lograron ponerse de
acuerdo con el análisis de la votación de marzo. El gobierno se encontró
sin recursos, reclamado desde un extremo por los partidarios de
aprovechar la evidente radicalización de las masas para dar un salto
decisivo en el cambio social, y los más moderados que temían al espectro de la guerra civil y confiaban en llegar a un acuerdo regresivo
con la Democracia Cristiana. Ahora se ve con mucha claridad que esos
contactos, por parte de la oposición no eran más que un recurso de
distracción para ganar tiempo.
LA CIA Y EL PARO PATRONAL
La huelga de camioneros fue el detonante final. Por su geografía
fragorosa, la economía chilena está a merced de su transporte rodado.
Paralizarlo es paralizar el país. Para la oposición era muy fácil hacerlo,
porque el gremio del transporte era de los más afectados por la escasez
de repuestos, y se encontraba además amenazado por la disposición del
gobierno de nacionalizar el transporte con equipos soviéticos. El paro se
sostuvo hasta el final, sin un solo instante de desaliento, porque estaba
financiado desde el exterior con dinero efectivo. La CIA inundó de
dólares el país para apoyar el Paro Patronal, y esa divisa bajó en la
bolsa negra, escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana
antes del golpe se había acabado el aceite, la leche y el pan.
En los últimos días de la Unidad Popular, con la economía desquiciada y
el país al borde de la guerra civil, las maniobras del gobierno y de la
oposición se centraron en la esperanza de modificar, cada quien a su
favor, el equilibrio de fuerzas dentro del ejército. La jugada final fue
perfecta: cuarenta y ocho horas antes del golpe, la oposición había
logrado descalificar a los mandos superiores que respaldaban a Salvador
Allende, y habían ascendido en su lugar, uno por uno, en una serie de
enroques y gambitos magistrales a todos los oficiales que habían
asistido a la cena de Washington.
Sin embargo, en aquel momento el ajedrez político había escapado a la
voluntad de sus protagonistas. Arrastrados por una dialéctica
irreversible, ellos mismos terminaron convertidos en ficha de un ajedrez
mayor, mucho más complejo y políticamente mucho más importante
que una confabulación consciente entre el imperialismo y la reacción
contra el gobierno del pueblo. Era una terrible confrontación de clases
que la habían provocado, una encarnizada rebatiña de intereses
contrapuestos cuya culminación final tenía que ser un cataclismo social
sin precedentes en la historia de América.EL EJÉRCITO MÁS SANGUINARIO DEL MUNDO
Un golpe militar, dentro de las condiciones chilenas, no podía ser
incruento. Allende lo sabía. No se juega con fuego, le había dicho a la
periodista italiana Rossana Rossanda. Si alguien cree que en Chile un
golpe militar será como en otros países de América, como un simple
cambio de guardia en la Moneda, se equivoca de plano. Aquí, si el
ejército se sale de la legalidad habrá un baño de sangre. Será
Indonesia. Esa certidumbre tenía un fundamento histórico.
Las fuerzas armadas de Chile, el contrario de lo que se nos ha hecho
creer, han intervenido en la política cada vez que se han visto
amenazados sus intereses de clase y lo han hecho con un tremenda
ferocidad represiva. Las dos constituciones que ha tenido el país en un
siglo fueron impuestas por las armas y el reciente golpe militar era la
sexta tentativa de los últimos cincuenta años.
El ímpetu sangriento del ejército chileno le viene de su nacimiento, en la
terrible escuela de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que
duró 300 años. Uno de los precursores se vanagloriaba, en 1620, de
haber matado con su propia mano, en una sola acción, a más de 2.000
personas. Joaquín Edwards Bello cuenta en sus crónicas que durante
una epidemia de tifo exantemático, el ejército sacaba a los enfermos de
sus casas y los mataba con un baño de veneno para acabar con la
peste. Durante una guerra civil de siete meses en 1891, hubo 10.000
muertos en una sola batalla. Los peruanos aseguran que durante la
ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico, los militares chilenos
saquearon la biblioteca de don Ricardo Palma, pero que no usaban los
libros para leerlos, sino para limpiarse el trasero.
Con mayor brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares.
Después del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales
liquidaron la organización de los trabajadores portuarios con una
masacre de 8.000 obreros. En Iquique, a principios del siglo, una
manifestación de huelguistas se refugió en la teatro municipal, huyendo
de la tropa y fue ametrallada: hubo 2.000 muertos. El 2 de abril de
1957 el ejército reprimió una asonada civil en el centro de Santiago causando un número de víctimas que nunca se pudo establecer, porque
el gobierno escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos. Durante
una huelga en la mina de El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo Frei,
una patrulla militar dispersó a bala una manifestación y mató a seis
personas, entre ellas varios niños y una mujer encinta. El comandante
de la plaza era un oscuro general de 52 años, padre de cinco niños,
profesor de geografía y autor de varios libros sobre asuntos militares:
Augusto Pinochet.
El mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero
había sido inventado en interés propio de la burguesía chilena. La
Unidad Popular lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la
composición de clase de los cuadros superiores. Pero Salvador Allende
se sentía más seguro entre los carabineros, un cuerpo armado de origen
popular y campesino que estaba bajo el mando directo del presidente de
la república. En efecto, sólo los oficiales más antiguos de los
Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron
en la escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron durante cuatro
día, hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
Esa fue la batalla más conocida de la contienda secreta que se libró en
el interior de los cuarteles la víspera del golpe. Los golpistas asesinaron
a los oficiales que se negaron a secundarlos y a los que no cumplieron
las órdenes de represión. Hubo sublevaciones de regimientos enteros,
tanto en Santiago como en la provincia que fueron reprimidas sin
clemencia y sus promotores fueron fusilados para escarmiento de la
tropa. El comandante de los coraceros de Viña del Mar, coronel
Cantuarias, fue ametrallado por sus subalternos. El gobierno actual ha
hecho creer que muchos de esos soldados leales fueron víctimas de la
resistencia popular. Pasará tiempo antes de que se conozcan las
proporciones reales de esa carnicería interna, porque los cadáveres eran
sacados de los cuarteles en camiones de basura y sepultados en
secreto. En definitiva, sólo medio centenar de oficiales de confianza, al
frente de tropas depuradas de antemano, se hicieron cargo de la
represión.
Numerosos agentes extranjeros tomaron parte en el drama. El
bombardeo del palacio de la Moneda, cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue hecho por un grupo de acróbatas aéreos
norteamericanos que habían entrado con la pantalla de la operación
Unitas, para ofrecer un espectáculo de circo volador el próximo 18 de
septiembre, día de la independencia nacional. Numerosos policías
secretos de los gobiernos vecinos, infiltrados por la frontera de Bolivia,
permanecieron escondidos hasta el día del golpe y desataron una
persecución encarnizada contra unos 7.000 refugiados políticos de otros
países de América Latina.
Brasil, patria de los gorilas mayores, se había encargado de ese servicio.
Había promovido, dos años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que
quitó a Chile un respaldo sustancial y facilitó la infiltración de toda clase
de recursos para la subversión. Algunos de los empréstitos que han
hecho los Estados Unidos al Brasil han sido transferidos en secreto a
Bolivia para financiar la subversión en Chile. En 1972, el general
William Westmoreland hizo un viaje secreto a La Paz, cuya finalidad no
se ha revelado. No parece casual, sin embargo, que poco después de
aquella visita sigilosa, se iniciaran movimientos de tropa y material de
guerra en la frontera con Chile y esto dio a los militares chilenos una
oportunidad más de afianzar su posición interna y de hacer
desplazamientos de personal y promociones jerárquicas favorables al
golpe inminente.
Por fin, el 11 de septiembre, mientras se adelantaba la operación
Unitas, se llevó a cabo el plan original de la cena de Washington, con
tres años de retraso, pero tal como se había concebido: no como un
golpe de cuartel convencional, sino como una devastadora operación de
guerra.
Tenía que ser así, porque no se trataba de tumbar a un gobierno, sino
de implantar la tenebrosa simiente del Brasil, con sus terribles máquinas
de terror, de tortura y de muerte, hasta que no quedara en Chile ningún
rastro de las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la
Unidad Popular. Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz:
casi 20.000 personas asesinadas; 30.000 prisioneros políticos sometidos
a torturas salvajes, 25.000 estudiantes expulsados y más 200.000
obreros licenciados. La etapa más dura, sin embargo; aún no había
terminado.LA VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
A la hora de la batalla fina, con el país a merced de las fuerzas
desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a
la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al
mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario
apasionado y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las
condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo
dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado
tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde
el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir
hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera
era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó
para fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un
presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta
que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego
que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que
resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió
desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró
llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo
de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de
dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador
Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata,
y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había
dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que
mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos.
Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó:
"Traidor" y lo hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego,
todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto
existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio,
el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado,
que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en
el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz,
decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me
había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los
perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas
perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia,
pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir
defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués,
defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y
había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable
que los había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir
complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad
de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo,
defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que
él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en
Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo
que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que
se quedó en nuestras vidas para siempre.
Por Gabriel García Márquez
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Saludos... Camarada Before