AMOR, EROTISMO Y SEXUALIDAD EN LA ANTIGUA ROMA
texto de Sergio Daniel B. Sec - publicado en 2006
tomado de la web chilena Clase y Género
se publica en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
Contexto histórico y sociocultural
El Foro romano. En este lugar se escenificaba a diario el complejo juego de las apariencias de la sociedad romana. En torno a la gran plaza mayor de la vieja Roma se encontraban los principales edificios públicos civiles y religiosos, y allí tenían lugar todos los acontecimientos sociales de relevancia.
Según la leyenda, un 21 de abril del año 753 a. de C., Rómulo, hijo de Marte, trazó los límites de una nueva ciudad en el Lacio, junto al río Tíber, ayudado con un toro y una vaca blancos que tiraban de su arado. El surco dejado por el mismo señalaba el lugar sobre el que luego se levantarían las murallas.
Rómulo y su hermano gemelo Remo fueron abandonados para que se ahogasen en las orillas del Tíber. Allí los encontró una loba, Luperca, que se los llevó, amamantó y crió. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde habían sido abandonados. De entre las siete colinas que dominaban la zona, Capitolina, Quirinal, Viminal, Esquilina, Celia, Aventina y Palatina, Rómulo escogió ésta última, y allí construyó un muro. Remo saltó sobre él demostrando su ineficacia defensiva, y Rómulo, en un ataque de ira, le asesinó por tal acto de bravucona socarronería. Convertido así en único amo y señor de la nueva ciudad, le dio su nombre, Roma.
«Las tradiciones sobre lo que sucedió con anterioridad a la fundación de la Ciudad o de cómo ésta se construyó, son más apropiadas para adornar las creaciones del poeta que para la búsqueda de verdad del historiador, y yo tengo ninguna intención de establecer su veracidad o su falsedad. Esta gran licencia se la concedemos a los antiguos, que entremezclando las acciones humanas con las divinas pueden conferir una dignidad más augusta a los orígenes de los Estados. Ahora bien, si existe una nación que pueda permitirse exigir un sagrado origen y una fundación de origen divino, ésa nación es Roma. Por eso, es en la guerra donde está su renombre, y al escoger a Marte como su propio padre y fundador, las naciones del mundo aceptan su declaración con la misma ecuanimidad con la que aceptan su dominio. Puesto que pueden formarse opiniones o críticas sobre éstas y otras tradiciones similares, yo las considero de escasa importancia». 1
Baste esta especie de «declaración de intenciones» del gran historiador romano Tito Livo (59 a.C.-17 d.C.) en el prólogo de su principal obra Ab Urbe condita (Desde la fundación de Roma), luego no seguida por él mismo en su trabajo, para que empecemos esta sucinta y algo somera historia del mayor imperio de la Antigüedad ―haciendo las veces de introducción al tema que nos centra― sin relatar las múltiples leyendas que lo hacen descender de los mismos dioses. Para ello, nada mejor que leer la Eneida, de Virgilio, que tuvo mucho mejores dotes a la hora de hacerlo.
Roma nació del crecimiento y el progreso de una antigua aldea situada en la ladera del monte Palatino o de la federación de ésta con otros asentamientos de los alrededores en una fecha no tan lejana a la tradicional que vienen aportando desde la Antigüedad los distintos historiadores. Se han encontrado yacimientos de la Edad del Hierro, de mediados del siglo VIII a.C., que también apoyan la leyenda del rapto de las sabinas y la consiguiente fusión de latinos y sabinos. Se cree que este pueblo, que probablemente hablaba osco, habitaba las colinas del Esquilino y el Quirinal. A estos dos elementos primigenios del posteriormente denodado pueblo romano debemos añadir sin duda la herencia etrusca. Se dice que los semilegendarios primeros reyes de Roma eran etruscos.
¿Por qué es tan importante la historia de la fundación de la ciudad en el conjunto de la historia de Roma? La cultura y la civilización romanas nunca pudieron entenderse disociadas de la predominancia total y absoluta, en todos los aspectos (tanto terrenos como divinos), de la ciudad, la ciudad por excelencia, la Urbs como la designaban los romanos. Sus orígenes históricos y reales, que aún permanecen fundidos y entremezclados de manera confusa con la pura leyenda, darían ―como de hecho así ha sido― para muchos libros, por lo que permítasenos desplazarnos sin más hasta el momento en que Roma no es otra cosa que, ya completamente constituida, la propia Roma.
Dividimos la historia de esta civilización, que ha sido llamada clásica en unión a la griega, (que podemos considerar madre adoptada, que no adoptiva, pues fue la hija quien la acogió a ella en el sentido pleno que nos regala el diccionario: «recibir, haciéndolos propios, pareceres, métodos, doctrinas, ideologías, modas, etc., que han sido creados por otras personas o comunidades»2), en tres grandes períodos que acabaron siempre con violencia y enfrentamiento.
La Monarquía (desde el 753 hasta el 510 a.C., aprox.) presenta a la hora de estudiarla el dilema anteriormente mencionado: la confluencia de numerosas leyendas e historias simbólicas. Los historiadores romanos que escribieron sobre esta edad lo hicieron insistiendo siempre en su decadencia, en contraposición a la exaltación y al idealismo con el que loan a sus circunstancias coetáneas, a las cuales por supuesto servían. Si son siete colinas las que hay en Roma, siete reyes fueron quienes las gobernaron. Sus nombres son perfectamente conocidos y están plenamente determinados, su vida y su historia no tanto: el legendario Rómulo, el pío Numa Pompilio, el belicoso Tulio Hostilio, el conquistador Anco Marcio, el constructor Tarquino Prisco, el promotor Servio Tulio y Lucio Tarquino el Soberbio, séptimo y último rey.
Tarquino fue destronado por una revuelta popular y expulsado de Roma al violar su hijo Sexto a Lucrecia, esposa de un sobrino del rey, e incitarla al suicidio. Bruto, también sobrino de Tarquino y líder del levantamiento (pero no el de César), proclamó la República romana en el 510 a. de C.
La misma palabra «república» proviene del latín, y usualmente servía como equivalente a nuestra noción de Estado: Res publica, cosa pública. Y de esa cosa de todos se encargaban los próceres de la Urbe, que en esos momentos crecía sin parar por la península Itálica.
En Roma había una fuerte división entre clases sociales, fundamentalmente cuatro. Esta especie de sistema de estamentos sociales era tan importante hasta el punto de ser sagrada e inviolable. La clase más baja la constituían los esclavos, no más que objetos o animales sumisos a su dueño y sin consideración de individuo. Por encima se encontraba la plebe, personas libres y sencillas. Por extensión el término ha venido usándose para referirse al pueblo llano. Durante la etapa republicana fueron adquiriendo paulatinamente algunos derechos. La siguiente clase más alta eran los equites (jinetes o caballeros). Para poseer un caballo era precisa una fortuna personal bastante considerable, por lo que estas personas eran algo así como una clase media-alta acomodada. La clase más alta eran los nobles de Roma, llamados patricios y pertenecientes a una gens («familia, linaje, clan…»). Todos los cargos políticos y religiosos se reservaban para los patricios, y el matrimonio mixto con plebeyos estaba prohibido.
La República romana supuso una forma de gobierno muy exitosa. Duró casi 500 años. En comparación, la democracia moderna más vieja, Estados Unidos de América, aún no ha cumplido 250 años. Ello no significa que no la inundaran corruptelas, conjuras, escándalos y vicios. Más bien, estaban a la orden del día, basta con leer a Salustio (La conjuración de Catilina) para hacerse una idea.
No obstante, el más gran desafío al que se enfrentó la República romana tenía nombre propio: Cartago. Potencia emergente y marítima, heredera de los fenicios, se encontró con Roma cuando los «espacios vitales» de una y otra se tocaron frente a frente. La expansión territorial de ambas, en una misma dirección, era incompatible. Durante 150 años, Cartago estuvo casi continuamente en guerra con Grecia y Roma. Las dos Guerras Púnicas (del lat. punĭcus, natural de Cartago), 264-241 a.C. y 218-201 a.C., nos dejaron episodios memorables como las luchas de los Barca en la Península Ibérica (Amílcar, Asdrúbal y luego Aníbal) y la famosa marcha hacia a Roma en elefante pasando por los Alpes. La derrota final de los cartagineses se escenificó con el arrase de la mítica ciudad que fundara Dido de la mano del heroico Publio Cornelio Escipión, llamado desde entonces el Africano.
Volvamos a los enfrentamientos internos, sobre todo entre las distintas «familias» políticas. Sila inauguró la costumbre de entrar en Roma con las legiones en el año 82 a.C., por lo que a partir de ese momento la República estuvo a merced de quien tuviera el apoyo militar más fuerte. Se autoproclamó dictador y ejerció el poder de manera autoritaria hasta que se cansó, en el 79 a.C. Su recuerdo enfrentó a unos y otros, y aquí aparecen por vez primera los nombres de Pompeyo, llamado el Grande, y César, de la familia Julia. Junto con Craso formaron el primer triunvirato (en latín, «tres hombres»), más bien por interés político que por sintonía personal, como se verá más adelante.
César casó a su hija Julia con Pompeyo y se ganó así el título de cónsul y el beneplácito forzado del Senado para conquistar y someter la Galia (actual Francia) a la autoridad de Roma. Al morir Craso, y con César lejos de Roma, Pompeyo aprovechó la situación para hacerse nombrar único cónsul. La enemistad entre los dos fue creciendo poco a poco hasta desencadenar una guerra civil fratricida. Las tropas de Pompeyo estaban dispersas por todas las provincias cuando César cruzó con sus tropas el río Rubicón rumbo a Roma (pronunciando allí la famosa frase alea jacta est, comúnmente traducida como «la suerte está echada»). César entró en Roma con las legiones sin problemas pues su enemigo y medio Senado la habían abandonado rumbo a Grecia. Al final ganó la guerra pero su triunfo fue exiguo: en el año 44 a.C. era asesinado por seguidores de Pompeyo en el mismo edificio del Senado. La agitada vida de César hizo que el gran dramaturgo inglés William Shakespeare le dedicara una tragedia.
La caída de César fue la caída de la República. Octavio Augusto (63 a.C.-14 d.C.), su sobrino-nieto, restauró la unidad y puso en orden el gobierno romano tras casi un siglo de guerras civiles. Reinó durante un periodo de paz, prosperidad y desarrollo cultural conocido como la Pax Augusta. En el 27 a.C. el Senado dio a Octavio el título de Augusto (algo así como «santo»). Durante el Imperio, Roma alcanzó su máxima extensión territorial: casi toda la Europa occidental actual, la totalidad de la cuenca mediterránea (con razón llamaban a esta masa de agua Mare Nostrum, «nuestro mar»), incluido todo el norte de África, Palestina y Siria, prolongando su poder al noreste por Mesopotamia y Asiria hasta el Éufrates, Asia Menor y Armenia.
Durante esta época brillante, la ciudad de Roma alcanzó el millón de habitantes. Muchas otras ciudades de provincias pujaron por reflejar el esplendor de la urbe, que alcanzaba a todos los aspectos de la vida. Los romanos realizaron numerosas obras de arte, introdujeron la bóveda, el arco de medio punto, las columnas, etc. Se construyeron cientos de edificios al estilo de Roma: casa, fincas y villas, templos, acueductos, puentes, basílicas, teatros, circos, anfiteatros… Hubo un gran desarrollo de la pintura, la escultura (sobre todo en bustos y copias griegas en serie), los mosaicos… Los romanos aportaron una lengua, el latín, que se extendió a las clases bajas y se vulgarizó (la clase privilegiada y los intelectuales escribían en griego), siendo el origen de todas las lenguas romances actuales.
Pues bien, será en este momento particular, el punto álgido de la historia de Roma, donde nos situemos temporalmente para tratar un asunto que nos puede dar una idea muy cercana y aproximada de cómo eran y de cómo pensaban los hombres y mujeres de aquel tiempo. Y será en los aspectos más íntimos donde profundizaremos.
La mujer romana y el matrimonio
La mujer aristocrática podía permitirse el lujo de saber leer y escribir en griego, el idioma de la élite intelectual romana, y tener suficiente cultura como para lucirse en banquetes y reuniones delante de hombres sabios.
«En su sabiduría, nuestros antepasados consideraron que todas las mujeres, debido a su innata debilidad, debían estar bajo el mando de un protector». Esta famosa cita de Cicerón describe perfectamente cuál era el status de la mujer romana. Siguiendo el modelo griego, defendido también por Aristóteles, el guardián de una mujer había de ser inevitablemente un hombre. Normalmente primero el padre y después su marido, pero, en caso de pronta muerte de alguno de éstos, la función también podía desempeñarla un pariente masculino fijado en el testamento del hombre.
Las muchachas disfrutaron de una similar ―si no la misma― educación que los muchachos en sus primeros años. Aunque más allá de la educación primaria sólo las hijas de familias aristocráticas eran, generalmente, quienes continuaban su educación. Sin embargo, no se las instruía en retórica o leyes como los patricios jóvenes, si no más bien en literatura griega y latina así como tocar la lira, bailar y cantar.
Lo más usual en Roma eran los matrimonios concertados. Ahí entraban en juego la política, la ambición y los intereses económicos, por lo que el tamaño de la dote y la posición social de un candidato a novio eran factores muy estimados y decisivos. La costumbre romana era preparar el matrimonio para las muchachas cuando éstas aún eran muy jóvenes. No obstante, para que el matrimonio pudiera tener lugar, había que esperar al menos a la primera menstruación. Durante ese tiempo, cosas como coquetear o tener un excesivo acercamiento a muchachos de su edad podían suponer una brecha considerable en el futuro de su matrimonio, o llegar incluso a romper el pacto antes de que se hubiera consumado.
Los primeros romanos promulgaron leyes severas sobre las mujeres, aunque nunca fueron tan estrictos como los griegos, que encarcelaban virtualmente a sus esposas en casa. Sin embargo, la familia era una importante institución social que conllevaba un estatus serio en la vida pública y una seriedad estimable para un hombre libre y más si desempeñaba cargos. Ésta es la razón principal, junto a los motivos meramente pecuniarios, que hacía que un ciudadano romano no contemplara siquiera la posibilidad de no casarse, independientemente de sus gustos sexuales y sus afectos personales.
La esposa era la compañera de su marido y su auxiliadora. Ella estaba a su lado en fiestas y banquetes (algo escandaloso en Grecia) y participaba de su autoridad sobre los niños, los esclavos y la casa.
Puede decirse que el amor no era, a ojos de los romanos, conveniente para el éxito de un matrimonio. Éste servía básicamente para proporcionar a los niños, aparte del status social que otorgaba como se ha mencionado. El amor podía ser bienvenido, pero en ningún caso necesario. El amor era visto en numerosas ocasiones como algo ridículo, pues disminuía la capacidad de pensamiento racional. La demostración pública de afecto para con la esposa era indecente y poco apropiada. Un matrimonio romano jamás se besaría en público, ni siquiera un beso simple en la mejilla. Por ejemplo, la devoción de Pompeyo hacia su joven esposa Julia (la hija de César) se interpretó como una muestra de debilidad propiamente femenina.
Nadie exigía a las esposas romanas que vivieran sus vidas apartadas. Podían recibir libremente visitas, salir de casa, visitar otras casas o ir de compras. Sin embargo, una mujer debía guardar la debida observancia a una serie de códigos morales y/o sociales más o menos determinados. Por ejemplo, en los primeros tiempos de la República, las mujeres no podían beber vino fermentado, aunque sí el mosto. Una mujer romana tampoco se reclinaría nunca en una cena con invitados, cosa que sí haría su esposo.
El amor entre iguales
Como dice Michel Foucault, filósofo francés (1926-1984), la identidad ―que no la conducta― «homosexual» es un invento de finales del siglo XIX. Tanto en Roma, como antes en Grecia, el plano de lo que hoy llamamos «homosexualidad» (y también la «heterosexualidad») tenía una dimensión más sexual que afectiva o amorosa, aunque en ningún caso excluyente.
Ningún principio ético o religioso en Roma hizo del sexo entre varones algo inmoral o ilegal. Es más, existía un código implícito de permisos y constreñimientos que intentó reglamentar las relaciones sexuales entre varones tan estrechamente como reguló las relaciones sexuales entre hombres y mujeres. Lo que más importaba en el sexo para los romanos eran los roles, la edad y el status, no así el género. Las relaciones, amorosas o sexuales, entre personas del mismo sexo en Roma no eran nada fuera de lo ordinario. Suponían una opción más a la hora de elegir, y al igual que hoy en día un hombre heterosexual puede ―si le dejan― escoger entre una mujer rubia o una morena, el hombre romano podía elegir para llevarse a la cama entre su esposa y un esclavo varón, normalmente joven.
El contraste entre Grecia y Roma es muy acusado en este aspecto: cómo las dos sociedades intentaron regular las relaciones sexuales entre ciudadanos adultos y muchachos libres. En Atenas, en teoría, ambas partes eran libres y socialmente iguales, el lazo entre ellos era consensual, y ―en algunos casos― educativo así como sexual. En Roma, las relaciones típicas entre personas del mismo sexo sólo eran aceptables socialmente entre un ciudadano romano (activo) y su joven esclavo (pasivo).
No estaba permitido, ni por tanto bien visto, que un ciudadano romano mantuviera sexo anal (poedicare) con otro ciudadano romano, pero no existía ningún impedimento moral ni legal si lo hacía con un esclavo. Horacio (65 a.C.-8 a.C.), poeta lírico y maestro de la sátira, se hace eco de esta situación tan ubicua:
«…Cuando la entrepierna azuza y tienes a mano un esclavo y una esclava, ¿sobre quién saltas enseguida? ¿No preferirás que se te reviente, no? ―Por supuesto que no. Me gusta el sexo fácil y asequible».3
Él mismo también dice que nunca se casó «cegado por el deseo, a veces hacia tiernos muchachos, a veces hacia las muchachas».
Un motivo mayor de burla en la antigua Roma era la inversión de estos roles. El que ejercía el papel activo, demostraba que él y sólo él era el amo de su casa, fuera quien fuese su amante pasivo (esclavo o esposa), y por tanto sumiso. El filósofo hispano Séneca (c. 4 a.C.-65 d.C.) escribió, a propósito de un esclavo: «era un hombre en la alcoba, un muchacho en el comedor»4. Lo que quiere decir Séneca es que el esclavo sometía a su amo en la intimidad, convirtiéndole en cevere.
Famosa es la habladuría que corría por las calles de Roma en tiempos de César (100-44 a.C.) sobre su persona: «es el hombre de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres» (difundida por Curión). De hecho, su especial relación con Nicomedes, rey de Bitinia, hizo ―según Suetonio― que se le dedicaran otras lindeces como rival de la reina y plancha interior del lecho real, establo de Nicomedes y prostituta bitiniana. El propio escritor censura a César en sus Vidas, donde se hace eco de esas crueles burlas y acusaciones:
«Su íntimo trato con Nicomedes [rey de Bitinia] constituye una mancha en su reputación, que le cubre de eterno oprobio y por lo cual tuvo que sufrir los ataques de muchos satíricos. Omito los conocidísimos versos de Calvo Lucinio:
Todo cuanto Bitinia y el amante [poedicator, es decir, con quien se practica sexo anal] de Cesar poseyeron jamás.
[…] Y, finalmente, el día de su triunfo sobre las Galias, los soldados, entre los versos con que acostumbran celebrar la marcha del triunfador, cantaron los conocidísimos:
Gallias Caesar subegit, Nicomedes Cesarem.
Ecce Caesar nunc triumphat, que subegit Gallias:
Nicomedes non triumphat, que subegit Caesarem
[Las Galias se han sometido a César, y César a Nicomedes. Ved el triunfo de César porque ha sometido a las Galias, en cambio Nicomedes no triunfó aunque ha estado encima de César]»5.
Como bien podemos apreciar, no fue el hecho de mantener una relación con otro hombre el motivo de oprobio y rechazo, sino dejar que fuese el otro, en este caso un no romano, quien sometiera a César. Por tanto, puede decirse que en el sexo entre hombres gobernaba una firme distinción de roles que estigmatizó la pasividad masculina adulta como una muestra de servilismo. Para un varón libre, ser penetrado por otro varón era vergonzoso además por una segunda razón: consentir ser usado como mujer y esposa (muliebris patientia). Las ansiedades masculinas sobre el afeminamiento han estado en la cultura occidental desde los griegos como una fuente perenne de misoginia y fanatismo. En una sociedad tan patriarcal como Roma, se pensaba que cualquier comparación de un hombre con una mujer humillaba grandemente al hombre.
Ya hemos visto cómo estas circunstancias suponían una mina de oro para la calumnia política, pero también para las sátiras, historias, graffiti, pasquines, ensayos de filosofía moral, escrituras legales, científicas y médicas, y en los trabajos apologéticos de judíos y cristianos.
Pero también existieron en Roma androphiles activos que desearon y escogieron de buena gana practicar sexo con otros varones adultos, que no era esclavos, libertos o prostitutos. Los latinos tenían nombres para todo, también esta variedad de deseo sexual: amor adultorum (el amor de los adultos). Distintos eran los libidinis in mares proniores («inclinados hacia el sexo con otros hombres») de los libidinis in pueros proniores («hombres cuyo deseo es para los muchachos»).
Por ejemplo, P. Sulpicio Galo era un homo delicatus: su amante era hombre adulto, rico y libre. Cicerón no asumió el escepticismo necesario hacia su público cuando llamó a Catilina «amator y marido» de Gabinio. El emperador Tito prefería a los hombres que a los muchachos, aunque tampoco les hacía ascos a prostitutas y eunucos. Otro emperador, Galba, gustó también de practicar sexo con varones, pero sólo con los fuertes y musculosos.
Antínoo, en el Museo Nacional de Atenas.
Tras la muerte horrible en las aguas del Nilo del joven bitinio amado por el emperador Adriano, éste le convirtió en un dios y sus efigies se multiplicaron por doquier. No hay museo arqueológico en el mundo que no posea al menos una de las numerosas esculturas de Antínoo.
Unos textos denotan la existencia de varones que disfrutaron ambos papeles, el doble arte de «amar y de ser amado» (amari et amare). Séneca exige saber a un grupo de jóvenes desvergonzados si alternaron los papeles y se penetraron entre sí (qui suam alienamque libidinem exercent mutuo stupri). Según Suetonio, al emperador Calígula le encantaban las relaciones múltiples (commercium mutui stupri): «nunca cuidó de su pudor ni del ajeno; y se cree que amó infamemente a M. Lépido, al payaso [mimo] Mnester y a ciertos rehenes»6.
La historia de amor entre dos hombres más famosa de la Historia de Roma fue la protagonizada por el emperador Adriano y un bello muchacho bitinio llamado Antínoo. El hispano se aburría soberanamente en Roma (donde tampoco se encontraba a gusto dadas sus malísimas relaciones con la clase aristocrática) y en uno de sus interminables viajes, en esta ocasión por Asia Menor, se enamoró prendidamente de un joven que encontró casualmente en su camino. Inmediatamente lo incorporó a su corte y lo convirtió en su amado. La desgraciada y pronta muerte de Antínoo en las aguas del Nilo hizo que Adriano cayera en una honda amargura de la que no saldría nunca. Adriano se rodeó de esculturas de Antínoo, y lo proclamó dios. Se le dedicaron numerosos templos a través del Imperio, así como grandes monumentos, o la misma ciudad de Antinópolis en el Nilo. Para los griegos, la idea de un joven convertido en héroe por causa del amor tenia un insoslayable atractivo. En Grecia, Antínoo fue cálidamente aceptado como una especie de símil del dios Hermes-Mercurio. Otros ncontraron parecido en la belleza del muchacho con aspectos del popular Dionisos-Baco, patrón de las artes, el vino, la cordialidad y la fertilidad. Los egipcios vieron similitudes con Osiris. Pero en Italia fueron muy reacios a adorar al fallecido amante del emperador.
Actualmente, la posición acerca de las relaciones entre personas del mismo sexo ni distingue moralmente si se trata de dos hombres o dos mujeres. Para los romanos, sin embargo, lo que hoy se da por llamar lesbianismo era algo atroz. Escasamente se mencionan en la literatura romana casos de relaciones entre dos mujeres, y si se hace, es con el fin de denunciarlo. Conociendo lo anteriormente mencionado, es lógico entender cómo y por qué los romanos ordenaban, sistematizaban y alineaban sus pensamientos y sentimientos en torno a la figura del hombre, siendo la mujer algo diferenciado y aparte. Si la pasividad masculina estaba estigmatizada, no extrañará por tanto esta consideración del papel de la mujer en cualquier tipo de relación.
texto de Sergio Daniel B. Sec - publicado en 2006
tomado de la web chilena Clase y Género
se publica en el Foro en dos mensajes
---mensaje nº 1---
Contexto histórico y sociocultural
El Foro romano. En este lugar se escenificaba a diario el complejo juego de las apariencias de la sociedad romana. En torno a la gran plaza mayor de la vieja Roma se encontraban los principales edificios públicos civiles y religiosos, y allí tenían lugar todos los acontecimientos sociales de relevancia.
Según la leyenda, un 21 de abril del año 753 a. de C., Rómulo, hijo de Marte, trazó los límites de una nueva ciudad en el Lacio, junto al río Tíber, ayudado con un toro y una vaca blancos que tiraban de su arado. El surco dejado por el mismo señalaba el lugar sobre el que luego se levantarían las murallas.
Rómulo y su hermano gemelo Remo fueron abandonados para que se ahogasen en las orillas del Tíber. Allí los encontró una loba, Luperca, que se los llevó, amamantó y crió. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde habían sido abandonados. De entre las siete colinas que dominaban la zona, Capitolina, Quirinal, Viminal, Esquilina, Celia, Aventina y Palatina, Rómulo escogió ésta última, y allí construyó un muro. Remo saltó sobre él demostrando su ineficacia defensiva, y Rómulo, en un ataque de ira, le asesinó por tal acto de bravucona socarronería. Convertido así en único amo y señor de la nueva ciudad, le dio su nombre, Roma.
«Las tradiciones sobre lo que sucedió con anterioridad a la fundación de la Ciudad o de cómo ésta se construyó, son más apropiadas para adornar las creaciones del poeta que para la búsqueda de verdad del historiador, y yo tengo ninguna intención de establecer su veracidad o su falsedad. Esta gran licencia se la concedemos a los antiguos, que entremezclando las acciones humanas con las divinas pueden conferir una dignidad más augusta a los orígenes de los Estados. Ahora bien, si existe una nación que pueda permitirse exigir un sagrado origen y una fundación de origen divino, ésa nación es Roma. Por eso, es en la guerra donde está su renombre, y al escoger a Marte como su propio padre y fundador, las naciones del mundo aceptan su declaración con la misma ecuanimidad con la que aceptan su dominio. Puesto que pueden formarse opiniones o críticas sobre éstas y otras tradiciones similares, yo las considero de escasa importancia». 1
Baste esta especie de «declaración de intenciones» del gran historiador romano Tito Livo (59 a.C.-17 d.C.) en el prólogo de su principal obra Ab Urbe condita (Desde la fundación de Roma), luego no seguida por él mismo en su trabajo, para que empecemos esta sucinta y algo somera historia del mayor imperio de la Antigüedad ―haciendo las veces de introducción al tema que nos centra― sin relatar las múltiples leyendas que lo hacen descender de los mismos dioses. Para ello, nada mejor que leer la Eneida, de Virgilio, que tuvo mucho mejores dotes a la hora de hacerlo.
Roma nació del crecimiento y el progreso de una antigua aldea situada en la ladera del monte Palatino o de la federación de ésta con otros asentamientos de los alrededores en una fecha no tan lejana a la tradicional que vienen aportando desde la Antigüedad los distintos historiadores. Se han encontrado yacimientos de la Edad del Hierro, de mediados del siglo VIII a.C., que también apoyan la leyenda del rapto de las sabinas y la consiguiente fusión de latinos y sabinos. Se cree que este pueblo, que probablemente hablaba osco, habitaba las colinas del Esquilino y el Quirinal. A estos dos elementos primigenios del posteriormente denodado pueblo romano debemos añadir sin duda la herencia etrusca. Se dice que los semilegendarios primeros reyes de Roma eran etruscos.
¿Por qué es tan importante la historia de la fundación de la ciudad en el conjunto de la historia de Roma? La cultura y la civilización romanas nunca pudieron entenderse disociadas de la predominancia total y absoluta, en todos los aspectos (tanto terrenos como divinos), de la ciudad, la ciudad por excelencia, la Urbs como la designaban los romanos. Sus orígenes históricos y reales, que aún permanecen fundidos y entremezclados de manera confusa con la pura leyenda, darían ―como de hecho así ha sido― para muchos libros, por lo que permítasenos desplazarnos sin más hasta el momento en que Roma no es otra cosa que, ya completamente constituida, la propia Roma.
Dividimos la historia de esta civilización, que ha sido llamada clásica en unión a la griega, (que podemos considerar madre adoptada, que no adoptiva, pues fue la hija quien la acogió a ella en el sentido pleno que nos regala el diccionario: «recibir, haciéndolos propios, pareceres, métodos, doctrinas, ideologías, modas, etc., que han sido creados por otras personas o comunidades»2), en tres grandes períodos que acabaron siempre con violencia y enfrentamiento.
La Monarquía (desde el 753 hasta el 510 a.C., aprox.) presenta a la hora de estudiarla el dilema anteriormente mencionado: la confluencia de numerosas leyendas e historias simbólicas. Los historiadores romanos que escribieron sobre esta edad lo hicieron insistiendo siempre en su decadencia, en contraposición a la exaltación y al idealismo con el que loan a sus circunstancias coetáneas, a las cuales por supuesto servían. Si son siete colinas las que hay en Roma, siete reyes fueron quienes las gobernaron. Sus nombres son perfectamente conocidos y están plenamente determinados, su vida y su historia no tanto: el legendario Rómulo, el pío Numa Pompilio, el belicoso Tulio Hostilio, el conquistador Anco Marcio, el constructor Tarquino Prisco, el promotor Servio Tulio y Lucio Tarquino el Soberbio, séptimo y último rey.
Tarquino fue destronado por una revuelta popular y expulsado de Roma al violar su hijo Sexto a Lucrecia, esposa de un sobrino del rey, e incitarla al suicidio. Bruto, también sobrino de Tarquino y líder del levantamiento (pero no el de César), proclamó la República romana en el 510 a. de C.
La misma palabra «república» proviene del latín, y usualmente servía como equivalente a nuestra noción de Estado: Res publica, cosa pública. Y de esa cosa de todos se encargaban los próceres de la Urbe, que en esos momentos crecía sin parar por la península Itálica.
En Roma había una fuerte división entre clases sociales, fundamentalmente cuatro. Esta especie de sistema de estamentos sociales era tan importante hasta el punto de ser sagrada e inviolable. La clase más baja la constituían los esclavos, no más que objetos o animales sumisos a su dueño y sin consideración de individuo. Por encima se encontraba la plebe, personas libres y sencillas. Por extensión el término ha venido usándose para referirse al pueblo llano. Durante la etapa republicana fueron adquiriendo paulatinamente algunos derechos. La siguiente clase más alta eran los equites (jinetes o caballeros). Para poseer un caballo era precisa una fortuna personal bastante considerable, por lo que estas personas eran algo así como una clase media-alta acomodada. La clase más alta eran los nobles de Roma, llamados patricios y pertenecientes a una gens («familia, linaje, clan…»). Todos los cargos políticos y religiosos se reservaban para los patricios, y el matrimonio mixto con plebeyos estaba prohibido.
La República romana supuso una forma de gobierno muy exitosa. Duró casi 500 años. En comparación, la democracia moderna más vieja, Estados Unidos de América, aún no ha cumplido 250 años. Ello no significa que no la inundaran corruptelas, conjuras, escándalos y vicios. Más bien, estaban a la orden del día, basta con leer a Salustio (La conjuración de Catilina) para hacerse una idea.
No obstante, el más gran desafío al que se enfrentó la República romana tenía nombre propio: Cartago. Potencia emergente y marítima, heredera de los fenicios, se encontró con Roma cuando los «espacios vitales» de una y otra se tocaron frente a frente. La expansión territorial de ambas, en una misma dirección, era incompatible. Durante 150 años, Cartago estuvo casi continuamente en guerra con Grecia y Roma. Las dos Guerras Púnicas (del lat. punĭcus, natural de Cartago), 264-241 a.C. y 218-201 a.C., nos dejaron episodios memorables como las luchas de los Barca en la Península Ibérica (Amílcar, Asdrúbal y luego Aníbal) y la famosa marcha hacia a Roma en elefante pasando por los Alpes. La derrota final de los cartagineses se escenificó con el arrase de la mítica ciudad que fundara Dido de la mano del heroico Publio Cornelio Escipión, llamado desde entonces el Africano.
Volvamos a los enfrentamientos internos, sobre todo entre las distintas «familias» políticas. Sila inauguró la costumbre de entrar en Roma con las legiones en el año 82 a.C., por lo que a partir de ese momento la República estuvo a merced de quien tuviera el apoyo militar más fuerte. Se autoproclamó dictador y ejerció el poder de manera autoritaria hasta que se cansó, en el 79 a.C. Su recuerdo enfrentó a unos y otros, y aquí aparecen por vez primera los nombres de Pompeyo, llamado el Grande, y César, de la familia Julia. Junto con Craso formaron el primer triunvirato (en latín, «tres hombres»), más bien por interés político que por sintonía personal, como se verá más adelante.
César casó a su hija Julia con Pompeyo y se ganó así el título de cónsul y el beneplácito forzado del Senado para conquistar y someter la Galia (actual Francia) a la autoridad de Roma. Al morir Craso, y con César lejos de Roma, Pompeyo aprovechó la situación para hacerse nombrar único cónsul. La enemistad entre los dos fue creciendo poco a poco hasta desencadenar una guerra civil fratricida. Las tropas de Pompeyo estaban dispersas por todas las provincias cuando César cruzó con sus tropas el río Rubicón rumbo a Roma (pronunciando allí la famosa frase alea jacta est, comúnmente traducida como «la suerte está echada»). César entró en Roma con las legiones sin problemas pues su enemigo y medio Senado la habían abandonado rumbo a Grecia. Al final ganó la guerra pero su triunfo fue exiguo: en el año 44 a.C. era asesinado por seguidores de Pompeyo en el mismo edificio del Senado. La agitada vida de César hizo que el gran dramaturgo inglés William Shakespeare le dedicara una tragedia.
La caída de César fue la caída de la República. Octavio Augusto (63 a.C.-14 d.C.), su sobrino-nieto, restauró la unidad y puso en orden el gobierno romano tras casi un siglo de guerras civiles. Reinó durante un periodo de paz, prosperidad y desarrollo cultural conocido como la Pax Augusta. En el 27 a.C. el Senado dio a Octavio el título de Augusto (algo así como «santo»). Durante el Imperio, Roma alcanzó su máxima extensión territorial: casi toda la Europa occidental actual, la totalidad de la cuenca mediterránea (con razón llamaban a esta masa de agua Mare Nostrum, «nuestro mar»), incluido todo el norte de África, Palestina y Siria, prolongando su poder al noreste por Mesopotamia y Asiria hasta el Éufrates, Asia Menor y Armenia.
Durante esta época brillante, la ciudad de Roma alcanzó el millón de habitantes. Muchas otras ciudades de provincias pujaron por reflejar el esplendor de la urbe, que alcanzaba a todos los aspectos de la vida. Los romanos realizaron numerosas obras de arte, introdujeron la bóveda, el arco de medio punto, las columnas, etc. Se construyeron cientos de edificios al estilo de Roma: casa, fincas y villas, templos, acueductos, puentes, basílicas, teatros, circos, anfiteatros… Hubo un gran desarrollo de la pintura, la escultura (sobre todo en bustos y copias griegas en serie), los mosaicos… Los romanos aportaron una lengua, el latín, que se extendió a las clases bajas y se vulgarizó (la clase privilegiada y los intelectuales escribían en griego), siendo el origen de todas las lenguas romances actuales.
Pues bien, será en este momento particular, el punto álgido de la historia de Roma, donde nos situemos temporalmente para tratar un asunto que nos puede dar una idea muy cercana y aproximada de cómo eran y de cómo pensaban los hombres y mujeres de aquel tiempo. Y será en los aspectos más íntimos donde profundizaremos.
La mujer romana y el matrimonio
La mujer aristocrática podía permitirse el lujo de saber leer y escribir en griego, el idioma de la élite intelectual romana, y tener suficiente cultura como para lucirse en banquetes y reuniones delante de hombres sabios.
«En su sabiduría, nuestros antepasados consideraron que todas las mujeres, debido a su innata debilidad, debían estar bajo el mando de un protector». Esta famosa cita de Cicerón describe perfectamente cuál era el status de la mujer romana. Siguiendo el modelo griego, defendido también por Aristóteles, el guardián de una mujer había de ser inevitablemente un hombre. Normalmente primero el padre y después su marido, pero, en caso de pronta muerte de alguno de éstos, la función también podía desempeñarla un pariente masculino fijado en el testamento del hombre.
Las muchachas disfrutaron de una similar ―si no la misma― educación que los muchachos en sus primeros años. Aunque más allá de la educación primaria sólo las hijas de familias aristocráticas eran, generalmente, quienes continuaban su educación. Sin embargo, no se las instruía en retórica o leyes como los patricios jóvenes, si no más bien en literatura griega y latina así como tocar la lira, bailar y cantar.
Lo más usual en Roma eran los matrimonios concertados. Ahí entraban en juego la política, la ambición y los intereses económicos, por lo que el tamaño de la dote y la posición social de un candidato a novio eran factores muy estimados y decisivos. La costumbre romana era preparar el matrimonio para las muchachas cuando éstas aún eran muy jóvenes. No obstante, para que el matrimonio pudiera tener lugar, había que esperar al menos a la primera menstruación. Durante ese tiempo, cosas como coquetear o tener un excesivo acercamiento a muchachos de su edad podían suponer una brecha considerable en el futuro de su matrimonio, o llegar incluso a romper el pacto antes de que se hubiera consumado.
Los primeros romanos promulgaron leyes severas sobre las mujeres, aunque nunca fueron tan estrictos como los griegos, que encarcelaban virtualmente a sus esposas en casa. Sin embargo, la familia era una importante institución social que conllevaba un estatus serio en la vida pública y una seriedad estimable para un hombre libre y más si desempeñaba cargos. Ésta es la razón principal, junto a los motivos meramente pecuniarios, que hacía que un ciudadano romano no contemplara siquiera la posibilidad de no casarse, independientemente de sus gustos sexuales y sus afectos personales.
La esposa era la compañera de su marido y su auxiliadora. Ella estaba a su lado en fiestas y banquetes (algo escandaloso en Grecia) y participaba de su autoridad sobre los niños, los esclavos y la casa.
Puede decirse que el amor no era, a ojos de los romanos, conveniente para el éxito de un matrimonio. Éste servía básicamente para proporcionar a los niños, aparte del status social que otorgaba como se ha mencionado. El amor podía ser bienvenido, pero en ningún caso necesario. El amor era visto en numerosas ocasiones como algo ridículo, pues disminuía la capacidad de pensamiento racional. La demostración pública de afecto para con la esposa era indecente y poco apropiada. Un matrimonio romano jamás se besaría en público, ni siquiera un beso simple en la mejilla. Por ejemplo, la devoción de Pompeyo hacia su joven esposa Julia (la hija de César) se interpretó como una muestra de debilidad propiamente femenina.
Nadie exigía a las esposas romanas que vivieran sus vidas apartadas. Podían recibir libremente visitas, salir de casa, visitar otras casas o ir de compras. Sin embargo, una mujer debía guardar la debida observancia a una serie de códigos morales y/o sociales más o menos determinados. Por ejemplo, en los primeros tiempos de la República, las mujeres no podían beber vino fermentado, aunque sí el mosto. Una mujer romana tampoco se reclinaría nunca en una cena con invitados, cosa que sí haría su esposo.
El amor entre iguales
Como dice Michel Foucault, filósofo francés (1926-1984), la identidad ―que no la conducta― «homosexual» es un invento de finales del siglo XIX. Tanto en Roma, como antes en Grecia, el plano de lo que hoy llamamos «homosexualidad» (y también la «heterosexualidad») tenía una dimensión más sexual que afectiva o amorosa, aunque en ningún caso excluyente.
Ningún principio ético o religioso en Roma hizo del sexo entre varones algo inmoral o ilegal. Es más, existía un código implícito de permisos y constreñimientos que intentó reglamentar las relaciones sexuales entre varones tan estrechamente como reguló las relaciones sexuales entre hombres y mujeres. Lo que más importaba en el sexo para los romanos eran los roles, la edad y el status, no así el género. Las relaciones, amorosas o sexuales, entre personas del mismo sexo en Roma no eran nada fuera de lo ordinario. Suponían una opción más a la hora de elegir, y al igual que hoy en día un hombre heterosexual puede ―si le dejan― escoger entre una mujer rubia o una morena, el hombre romano podía elegir para llevarse a la cama entre su esposa y un esclavo varón, normalmente joven.
El contraste entre Grecia y Roma es muy acusado en este aspecto: cómo las dos sociedades intentaron regular las relaciones sexuales entre ciudadanos adultos y muchachos libres. En Atenas, en teoría, ambas partes eran libres y socialmente iguales, el lazo entre ellos era consensual, y ―en algunos casos― educativo así como sexual. En Roma, las relaciones típicas entre personas del mismo sexo sólo eran aceptables socialmente entre un ciudadano romano (activo) y su joven esclavo (pasivo).
No estaba permitido, ni por tanto bien visto, que un ciudadano romano mantuviera sexo anal (poedicare) con otro ciudadano romano, pero no existía ningún impedimento moral ni legal si lo hacía con un esclavo. Horacio (65 a.C.-8 a.C.), poeta lírico y maestro de la sátira, se hace eco de esta situación tan ubicua:
«…Cuando la entrepierna azuza y tienes a mano un esclavo y una esclava, ¿sobre quién saltas enseguida? ¿No preferirás que se te reviente, no? ―Por supuesto que no. Me gusta el sexo fácil y asequible».3
Él mismo también dice que nunca se casó «cegado por el deseo, a veces hacia tiernos muchachos, a veces hacia las muchachas».
Un motivo mayor de burla en la antigua Roma era la inversión de estos roles. El que ejercía el papel activo, demostraba que él y sólo él era el amo de su casa, fuera quien fuese su amante pasivo (esclavo o esposa), y por tanto sumiso. El filósofo hispano Séneca (c. 4 a.C.-65 d.C.) escribió, a propósito de un esclavo: «era un hombre en la alcoba, un muchacho en el comedor»4. Lo que quiere decir Séneca es que el esclavo sometía a su amo en la intimidad, convirtiéndole en cevere.
Famosa es la habladuría que corría por las calles de Roma en tiempos de César (100-44 a.C.) sobre su persona: «es el hombre de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres» (difundida por Curión). De hecho, su especial relación con Nicomedes, rey de Bitinia, hizo ―según Suetonio― que se le dedicaran otras lindeces como rival de la reina y plancha interior del lecho real, establo de Nicomedes y prostituta bitiniana. El propio escritor censura a César en sus Vidas, donde se hace eco de esas crueles burlas y acusaciones:
«Su íntimo trato con Nicomedes [rey de Bitinia] constituye una mancha en su reputación, que le cubre de eterno oprobio y por lo cual tuvo que sufrir los ataques de muchos satíricos. Omito los conocidísimos versos de Calvo Lucinio:
Todo cuanto Bitinia y el amante [poedicator, es decir, con quien se practica sexo anal] de Cesar poseyeron jamás.
[…] Y, finalmente, el día de su triunfo sobre las Galias, los soldados, entre los versos con que acostumbran celebrar la marcha del triunfador, cantaron los conocidísimos:
Gallias Caesar subegit, Nicomedes Cesarem.
Ecce Caesar nunc triumphat, que subegit Gallias:
Nicomedes non triumphat, que subegit Caesarem
[Las Galias se han sometido a César, y César a Nicomedes. Ved el triunfo de César porque ha sometido a las Galias, en cambio Nicomedes no triunfó aunque ha estado encima de César]»5.
Como bien podemos apreciar, no fue el hecho de mantener una relación con otro hombre el motivo de oprobio y rechazo, sino dejar que fuese el otro, en este caso un no romano, quien sometiera a César. Por tanto, puede decirse que en el sexo entre hombres gobernaba una firme distinción de roles que estigmatizó la pasividad masculina adulta como una muestra de servilismo. Para un varón libre, ser penetrado por otro varón era vergonzoso además por una segunda razón: consentir ser usado como mujer y esposa (muliebris patientia). Las ansiedades masculinas sobre el afeminamiento han estado en la cultura occidental desde los griegos como una fuente perenne de misoginia y fanatismo. En una sociedad tan patriarcal como Roma, se pensaba que cualquier comparación de un hombre con una mujer humillaba grandemente al hombre.
Ya hemos visto cómo estas circunstancias suponían una mina de oro para la calumnia política, pero también para las sátiras, historias, graffiti, pasquines, ensayos de filosofía moral, escrituras legales, científicas y médicas, y en los trabajos apologéticos de judíos y cristianos.
Pero también existieron en Roma androphiles activos que desearon y escogieron de buena gana practicar sexo con otros varones adultos, que no era esclavos, libertos o prostitutos. Los latinos tenían nombres para todo, también esta variedad de deseo sexual: amor adultorum (el amor de los adultos). Distintos eran los libidinis in mares proniores («inclinados hacia el sexo con otros hombres») de los libidinis in pueros proniores («hombres cuyo deseo es para los muchachos»).
Por ejemplo, P. Sulpicio Galo era un homo delicatus: su amante era hombre adulto, rico y libre. Cicerón no asumió el escepticismo necesario hacia su público cuando llamó a Catilina «amator y marido» de Gabinio. El emperador Tito prefería a los hombres que a los muchachos, aunque tampoco les hacía ascos a prostitutas y eunucos. Otro emperador, Galba, gustó también de practicar sexo con varones, pero sólo con los fuertes y musculosos.
Antínoo, en el Museo Nacional de Atenas.
Tras la muerte horrible en las aguas del Nilo del joven bitinio amado por el emperador Adriano, éste le convirtió en un dios y sus efigies se multiplicaron por doquier. No hay museo arqueológico en el mundo que no posea al menos una de las numerosas esculturas de Antínoo.
Unos textos denotan la existencia de varones que disfrutaron ambos papeles, el doble arte de «amar y de ser amado» (amari et amare). Séneca exige saber a un grupo de jóvenes desvergonzados si alternaron los papeles y se penetraron entre sí (qui suam alienamque libidinem exercent mutuo stupri). Según Suetonio, al emperador Calígula le encantaban las relaciones múltiples (commercium mutui stupri): «nunca cuidó de su pudor ni del ajeno; y se cree que amó infamemente a M. Lépido, al payaso [mimo] Mnester y a ciertos rehenes»6.
La historia de amor entre dos hombres más famosa de la Historia de Roma fue la protagonizada por el emperador Adriano y un bello muchacho bitinio llamado Antínoo. El hispano se aburría soberanamente en Roma (donde tampoco se encontraba a gusto dadas sus malísimas relaciones con la clase aristocrática) y en uno de sus interminables viajes, en esta ocasión por Asia Menor, se enamoró prendidamente de un joven que encontró casualmente en su camino. Inmediatamente lo incorporó a su corte y lo convirtió en su amado. La desgraciada y pronta muerte de Antínoo en las aguas del Nilo hizo que Adriano cayera en una honda amargura de la que no saldría nunca. Adriano se rodeó de esculturas de Antínoo, y lo proclamó dios. Se le dedicaron numerosos templos a través del Imperio, así como grandes monumentos, o la misma ciudad de Antinópolis en el Nilo. Para los griegos, la idea de un joven convertido en héroe por causa del amor tenia un insoslayable atractivo. En Grecia, Antínoo fue cálidamente aceptado como una especie de símil del dios Hermes-Mercurio. Otros ncontraron parecido en la belleza del muchacho con aspectos del popular Dionisos-Baco, patrón de las artes, el vino, la cordialidad y la fertilidad. Los egipcios vieron similitudes con Osiris. Pero en Italia fueron muy reacios a adorar al fallecido amante del emperador.
Actualmente, la posición acerca de las relaciones entre personas del mismo sexo ni distingue moralmente si se trata de dos hombres o dos mujeres. Para los romanos, sin embargo, lo que hoy se da por llamar lesbianismo era algo atroz. Escasamente se mencionan en la literatura romana casos de relaciones entre dos mujeres, y si se hace, es con el fin de denunciarlo. Conociendo lo anteriormente mencionado, es lógico entender cómo y por qué los romanos ordenaban, sistematizaban y alineaban sus pensamientos y sentimientos en torno a la figura del hombre, siendo la mujer algo diferenciado y aparte. Si la pasividad masculina estaba estigmatizada, no extrañará por tanto esta consideración del papel de la mujer en cualquier tipo de relación.
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