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En el libro del escritor suizo Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad, en el cual trabajó durante más de veinte años en el que retrata los 14 acontecimientos de la historia mundial más importantes desde su punto de vista.
El penúltimo relato de esos momentos históricos, “El tren libre de circulación”, Zweig lo dedica a la llegada de Lenin en tren a la Estación de Finlandia. Cuenta desde que Lenin “con regularidad constante va cada día a las nueve de la mañana a la biblioteca pública, permaneciendo en ella hasta las doce, hora en que ésta se cierra. A los diez minutos está ya en su casa para tomar su frugal comida, y vuelve a salir a la una menos diez para ser nuevamente el primero en llegar a la biblioteca, donde permanece hasta las seis de la tarde” hasta su llegada a Petrogrado y el comienzo de los “diez dias que cambiaron el mundo”.
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Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
El tren de libre circulación
Lenin, 9 de abril de 1917
Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
El tren de libre circulación
Lenin, 9 de abril de 1917
El huésped del zapatero remendón
SUIZA, oasis de paz, refugio de toda clase de gente durante la primera guerra mundial, se convirtió desde 1915 a 1918 en escenario de una emocionante novela detectivesca. En los hoteles de lujo se cruzaban con fría indiferencia, como si no se conocieran, los embajadores de las potencias beligerantes, que un año atrás jugaban amistosamente al bridge. Salen y entran continuamente de sus habitaciones toda una serie de impenetrables figuras: delegados, secretarios, agregados diplomáticos, hombres de negocios, damas, ocupados en misiones secretas. Ante los hoteles se ven lujosos automóviles con matrículas extranjeras, de los cuales descienden industriales, periodistas y, al parecer, casuales turistas.
Pero casi todos ellos tienen la misma misión: enterarse de algo, descubrir algo. Y también el conserje, el botones que los conduce a sus habitaciones, la mujer de la limpieza, han recibido el encargo de vigilar, de escuchar lo que puedan. Por todas partes luchan, en una guerra sorda e invisible, unos contra otros, ora en los hoteles, en las pensiones, en las oficinas de correos, en los cafés. Lo que llaman propaganda es, en gran parte, espionaje; lo que se disfraza de amor, traición; cualquiera de los negocios declarados de todos aquellos apresurados visitantes resultan un segundo o un tercer negocio completamente distinto.
Todo es motivo de observación, todos los movimientos son vigilados. Si un alemán pisa el suelo de Zürich, lo sabe inmediatamente la embajada enemiga en Berna, y al cabo de una hora se enteran en París. Las grandes y pequeñas agencias envían cada día a los agregados enormes cantidades de papel con informes verídicos o inventados, informes que ellos se encargan de difundir luego. Las paredes parecen transparentes; se escuchan todas las conversaciones telefónicas. De los trozos de papel de las papeleras y las huellas de tinta impresas en los papeles secantes se pretende rehacer la correspondencia que puede interesar. Es tal el maremágnum, que hay muchos que ni ellos mismos saben lo que son, si perseguidores o perseguidos, espías o espiados, traicionados o traidores. Sin embargo, hay un hombre de quien nadie dice nada, quizá porque no llama la atención y no habita en ningún gran hotel, ni frecuenta los cafés, ni asiste a ningún acto de propaganda, sino que vive retirado con su esposa en casa de un zapatero remendón. Contiguo al Limmat, en la Spiegelgasse, viejo y angosto callejón, habita en el segundo piso de una de aquellas casas de la ciudad antigua, de sólida construcción, rematada por un tejado y ennegrecida por el tiempo y por el humo que sale de una fábrica de embutidos que está en el patio de la casa. Tiene por vecinos a una panadera, a un italiano y a un actor teatral austriaco. Como es poco comunicativo, los otros inquilinos apenas saben más de él que su condición de ruso y que tiene un nombre difícil de pronunciar. La patrona puede darse perfecta cuenta de que hace muchos años que su huésped huyó de su patria, que no dispone de mucho dinero y que no se dedica a ningún negocio lucrativo, por lo parco de su alimentación y la modestia, rayana en la miseria, de los vestidos de ambos cónyuges, que no precisan de grandes maletas para su transporte, ya que no alcanzan a colmar el cesto que trajeron consigo cuando llegaron.
Este hombre, pues, pasa inadvertido, lo cual es muy comprensible, dada su reservada manera de vivir. Evita toda compañía. Las gentes de aquella casa tienen pocas ocasiones de ver la acerada y oscura mirada de sus oblicuos ojos. Visitas apenas recibe. Pero con regularidad constante va cada día a las nueve de la mañana a la biblioteca pública, permaneciendo en ella hasta las doce, hora en que ésta se cierra. A los diez minutos está ya en su casa para tomar su frugal comida, y vuelve a salir a la una menos diez para ser nuevamente el primero en llegar a la biblioteca, donde permanece hasta las seis de la tarde.
Los reporteros y agentes de noticias sólo se fijan en los hombres que se mueven mucho, sin darse cuenta de que son siempre los solitarios, los ávidos de sabiduría, los que encierran ideas revolucionarias, y no se interesan por aquel insignificante individuo que vive en casa de un zapatero. En los círculos socialistas se sabe de él que fue redactor en Londres de un pequeño diario de tendencias radicales publicado por los emigrados rusos, y que en San Petersburgo se le cree el jefe de cierto partido aislado del que es preferible no acordarse; pero como habla dura y despectivamente de las personas más destacadas del partido socialista, considerando equivocados sus planes, y como se manifiesta intransigente y por completo opuesto a toda conciliación, no se preocupan mucho de él. Claro está que convoca de vez en cuando, por la noche, alguna reunión en un café proletario, pero sólo acuden a ella unas quince o veinte personas, jóvenes en su mayoría, y por lo tanto se considera a aquellos solitarios individuos como el resto de esos emigrados cuyos cerebros se exaltan a base de abundante té y muchas discusiones. Nadie concede importancia al hombrecillo de frente voluntariosa; no hay persona en Zürich capaz de querer grabar en su memoria el nombre del célebre huésped del zapatero, de ese Vladimiro Ilitch Ulianov. Y si por entonces alguno de los lujosos automóviles que iban apresuradamente de embajada en embajada lo atropellara, causándole la muerte en plena calle, tampoco el mundo le hubiera reconocido ni bajo el nombre de Ulianov ni por el de Lenin.
¿Realización?
Un día, sin embargo, el 15 de marzo de 1917, el bibliotecario de Zürich advierte con extrañeza que, a pesar de que las saetas del reloj marcan las nueve, el puesto que acostumbraba ocupar el misterioso individuo está vacío. Pasan las nueve y media, las diez, pero aquel lector incansable, aquel devorador de libros, no comparece, ni comparecerá jamás. Y es que, camino de la biblioteca, uno de sus amigos rusos le ha dado la noticia de que en Rusia había estallado la revolución. Lenin, al principio, no quería creerlo; está como anonadado ante semejante nueva. Pero luego, con sus característicos pasos, cortos y firmes, se precipita hacia el quiosco de periódicos situado a la orilla del lago, y tanto allí como ante la redacción del periódico espera la confirmación del trascendental acontecimiento durante horas y horas, días y días. Pero sí, la noticia era fidedigna. Cada vez se convence más de ello. Primero fue un simple rumor de que había ocurrido algo en el palacio de los zares. Se habló luego de un total cambio de Ministerio, y más tarde de la abdicación del Zar, de la instauración de una regencia provisional, la Duma, la libertad del pueblo ruso, la amnistía de los presos políticos... Todo, todo aquello que desde hacía años venía él soñando, todo aquello por lo cual había trabajado durante veinte años en organizaciones secretas, en la cárcel, en Siberia, en el destierro, se había cumplido. Y de pronto tiene la impresión de que los millones de hombres muertos en la guerra no habían caído inútilmente. Ya no le parecen víctimas sin sentido. Este hombre, soñador y calculador a la vez, frío y cauteloso, se siente como embriagado. Y, como él, se estremecen de emoción y sienten inmenso júbilo muchos otros desterrados que habitan en humildes viviendas en Ginebra, en Lausana y en Berna.
¡Oh, poder volver a la patria, regresar a Rusia! Y regresar no con nombres y pasaportes falsos, no con peligro de muerte, al Imperio de los Zares, sino como ciudadanos libres a un país libre. Todos preparan ya su mísero equipaje, puesto que los periódicos publican un telegrama de Gorki, redactado en términos lacónicos, que dice así: «Regresad todos a la patria.» Envían cartas y telegramas a múltiples direcciones. ¡Oh felicidad inmensa! Poder regresar, concentrarse todos y volver a ofrendar otra vez la vida, que habían ya dedicado desde las primeras horas lúcidas de su existencia, a la inmensa obra: la revolución rusa.
Decepción
Al cabo de algunos días llega la noticia que es para ellos como una consternadota sentencia: la revolución rusa, que había conmovido sus corazones profundamente, no es la revolución que habían soñado, no es ninguna revolución propiamente rusa. Ha sido simplemente un alzamiento palaciego contra el Zar, urdido por diplomáticos ingleses y franceses, para impedir que el Zar concertara una paz por separado con Alemania. No, no era la revolución del pueblo, que pretende la paz y la consecución de sus derechos. No, no es la revolución por la que vivieron y por la que están dispuestos a morir, sino una intriga de partidos bélicos, de generales y de imperialistas, que no quieren estorbos en sus planes.
Y presto reconocen Lenin y los suyos que la invitación a volver a la patria no afecta a todos aquellos que quieren la verdadera y radical revolución marxista. Incluso Miliukov y otros liberales han dado orden ya para que se retrase su regreso. Y mientras socialistas moderados como Plechanov, necesarios para la continuación de la guerra, son conducidos de Inglaterra a San Petersburgo con todos los honores en un torpedero, retienen a Trotsky en Halifax y a los otros radicales en la frontera. En todos los Estados de la En ente hay listas negras con los nombres de los participantes en el Congreso de la Tercera Internacional en Zimmerwald. Desconcertado, Lenin envía telegrama tras telegrama a San Petersburgo, pero o bien son interceptados o quedan sin despachar. Lo que en Zürich se ignora, y apenas hay quien lo sepa en Europa, lo conocen a fondo en Rusia: el peligro que representa para sus contrarios aquel hombre al parecer insignificante que se llama Vladimiro Ilitch Lenin. La desesperación de los «fichados » por no poder regresar no tiene limites. Desde años y años han estado planeando la estrategia de su revolución rusa en las sesiones memorables de su Estado Mayor en Londres, en París y en Viena. Han sopesado, estudiado y discutido cada uno de los detalles de la organización. En abierto debate han equilibrado por espacio de varios decenios, en sus publicaciones teóricas y prácticas, las dificultades, los peligros, las posibilidades. Ese hombre ha estado toda su vida revisándolas una y otra vez hasta llegar a una conclusión definitiva. Y ahora, hallándose retenido en Suiza, ha de ver cómo esa revolución que era «suya» es desvirtuada por otros, cómo la idea, para él santa, de la liberación del pueblo se supeditaba al servicio de naciones e intereses extranjeros. Existe cierta curiosa analogía entre el destino de Lenin y Hindenburg, pues éste, después de pasarse cuarenta años realizando maniobras estratégicas en supuestos campos de batalla rusos, al estallar la guerra se ve obligado a permanecer en casa vestido de paisano y a seguir con banderitas sobre un mapa los avances y retrocesos del ejército mandado por otros generales. En aquellos días de desconcierto, las ideas más fantásticas y disparatadas pasaron por el cerebro del hombre realista que fue siempre Lenin. ¿No podría alquilarse un avión que salvara la distancia sobre Alemania y Austria? Pero el primero que se le ofreció para tal empresa resultó ser un espía. Cada vez se van haciendo más descabelladas y confusas las ideas de la fuga. Escribe a Suecia para que le procuren un pasaporte sueco, pensando hacerse pasar por mudo para no tener que dar explicaciones. Como es natural, por la mañana, tras aquellas noches de desenfrenada fantasía, el mismo Lenin se da cuenta de lo irrealizable que son semejantes sueños. Pero tiene una obligación que no puede eludir: ha de regresar a Rusia, ha de hacer su propia revolución en lugar de la otra; ha de llevar a cabo la auténtica revolución, la revolución honrada, en lugar de la revolución meramente política. Tiene que regresar a la patria lo antes posible. ¡A toda costa! Caso de obtener una paz inmediata por su mediación, asumirá una tremenda responsabilidad que implacablemente le tendrá en cuenta la Historia por haber impedido la paz justa y victoriosa de Rusia. No sólo los revolucionarios tibios, sino los que comparten incondicionalmente sus ideas, quedan horrorizados cuando les da cuenta de lo que se propone hacer, o sea escoger el medio, el camino más difícil y más comprometido. Consternados, le indican que existen ya negociaciones a través de los socialdemócratas suizos para conseguir el regreso de los revolucionarios rusos por el camino legal y neutral del intercambio de prisioneros. Pero Lenin ve inmediatamente el tiempo que se perderá utilizando aquel camino, máxime estando seguro de que el Gobierno ruso procurará retardar el regreso cuanto sea posible. Además, cree que cada día y cada hora que pasan son decisivos. Él sólo ve el fin que persigue, mientras los demás, menos cínicos y menos audaces, no se atreven a decidirse a llevar a cabo lo que desde todos los puntos de vista, leyes y ética humanos no deja de ser una traición. Pero Lenin, resuelto, inicia bajo su responsabilidad personal las negociaciones con el Gobierno alemán.
El Celebre Pacto
Justamente porque Lenin sabía muy bien lo escandaloso y trascendental que era el paso que iba a dar, quiso obrar con la máxima claridad. A instancias suyas, el secretario del Sindicato Obrero Suizo, Fritz Platten, visita al embajador alemán, que antes ya había tratado en términos generales con los emigrados rusos, y le expone las condiciones de Lenin. Porque aquel insignificante y desconocido desterrado, como si previese su futura autoridad, no se dirige al Gobierno alemán en tono suplicante, sino que le presenta sus condiciones bajo las cuales los viajeros estarían dispuestos a aceptar la conformidad del Gobierno alemán y que son éstas: Que se le conceda al vagón en que viajan el derecho de extraterritorialidad; que ni la entrada ni a la salida de Alemania se ejerza inspección de pasaportes y personas; que puedan pagar por sí mismos el importe del billete del ferrocarril según la tarifa corriente establecida, y, por último, que ni por orden superior ni por propia iniciativa saldrán del vagón. El ministro Romberg dio curso a estas noticias. Llegaron a conocimiento incluso de Ludendorff, y merecieron su apoyo, aunque en sus memorias no se lee ni una palabra sobre esta decisión de tanta trascendencia histórica, quizá la más importante de su vida. En algunos detalles pretende el embajador obtener alguna modificación, pues el protocolo está redactado astutamente por Lenin en forma tan ambigua que se presta a que en el famoso tren puedan viajar sin fiscalización de ninguna clase no solamente rusos, sino incluso un austríaco, como Radek. Pero, igual que Lenin, el Gobierno alemán también tiene prisa. Por aquellos días, precisamente el 5 de abril, los Estados Unidos de América declaran la guerra a Alemania. Y Fritz Platten, secretario del Sindicato Obrero Suizo, recibe por fin, el 6 de abril al mediodía, la memorable comunicación: «Asunto resuelto favorablemente.» El 9 de abril de 1917, a las dos y media de la tarde, un reducido grupo de gente mal vestida, cargada con sus maletas, sale del restaurante Zähringer Hof hacia la estación de Zürich. Suman en total treinta y dos personas, incluyendo mujeres y niños. De los hombres sólo ha perdurado el nombre de tres de ellos: Lenin, Zinoviev y Radek. Todos juntos comieron modestamente y firmaron un documento en el que manifestaban que conocen la publicación de la noticia por parte del Petit Parisien, según la cual el Gobierno provisional de Rusia piensa considerar a los viajeros que atraviesen Alemania como reos de alta traición. Firmaron con desmañada letra que aceptaban la plena responsabilidad que puede derivarse de aquel viaje y que se avenían a todas las condiciones. Y silenciosa y resueltamente, aquellos hombres emprenden el viaje que ha de repercutir en la historia del mundo. Su llegada a la estación no suscitó curiosidad alguna por parte de nadie. No comparecieron ni reporteros ni fotógrafos. Y es que ¿quién conoce en Suiza a aquel tal señor Ulianov que, tocado con un deformado sombrero, vistiendo una raída chaqueta y calzado con unas pesadas botas de montaña, busca en silencio un sitio en el vagón, entre el apiñado montón de hombres y mujeres cargados con fardos y cestos? Por su aspecto, en nada se diferencian estas gentes de los numerosísimos emigrantes que, procedentes de Yugoslavia, Rutenia y Rumania, suelen verse en la estación de Zürich sentados en sus equipajes, gozando de unas horas de descanso mientras esperan poder continuar el viaje hasta el litoral francés y de allí a ultramar. El Partido Obrero Suizo, que no está conforme con semejante aventura, no ha enviado a ningún representante suyo. Sólo han acudido a despedirlos unos cuantos rusos que aprovechan la ocasión para enviar algunas provisiones y saludos a los familiares que tienen en la patria, y también ciertos compañeros que en el último momento intentan aún disuadir a Lenin de la insensata y peligrosa empresa. Pero la decisión estaba tomada. A las tres y diez de la tarde dan la señal de salida. Y el tren parte en dirección a Gottmadingen, la frontera alemana. Desde aquella memorable hora, el mundo seguirá un rumbo distinto.
El Vagón Precintado.
Millones de aniquiladores proyectiles se dispararon durante la guerra mundial, ideados por ingenieros para que tuvieran el máximo alcance y la máxima potencia. Pero ninguno de ellos tuvo mayor alcance, más decisiva intervención en el destino de la Historia, que ese tren que, transportando a los revolucionarios más peligrosos y más resueltos del siglo, corre velozmente ahora desde la frontera suiza a través de toda Alemania, facilitándoles su vuelta a Rusia, a San Petersburgo, donde harán saltar hecho añicos el orden establecido hasta entonces. En Gottmadingen espera la llegada de ese extraordinario proyectil un vagón con departamentos de segunda y tercera clase; las mujeres y los niños ocupan los de segunda; los de tercera, los hombres. En el suelo, una raya trazada con yeso limita y separa la parte ocupada por los rusos del departamento donde van los dos oficiales alemanes que custodian aquel transporte de explosivos humanos. Transcurre la noche sin incidentes. Sólo al llegar a Francfort irrumpen de pronto en la estación algunos soldados alemanes que se habían enterado del paso de los revolucionarios rusos, y es rechazado totalmente un intento de los socialdemócratas germanos para entenderse con los rusos. Lenin sabe muy bien las sospechas que se atraería si cambiara una sola palabra con algún alemán en su propio suelo.
En Suecia son recibidos con entusiasmo. Hambrientos devoran los viajeros el desayuno preparado al estilo del país para ellos. Los smorgas les saben a gloria. Lenin se provee de otro calzado y algunas prendas de vestir. Al fin se encuentra en la frontera rusa.
Efecto del Proyectil
Lo primero que hace Lenin al llegar al territorio ruso es muy propio de él: no va a ver a las gentes aisladamente, sino que se apresura ante todo a visitar las redacciones de algunos periódicos. Hace catorce años que falta de su patria, que no ha visto la tierra rusa, ni la bandera de la nación, ni los uniformes de los soldados. Pero, distinto a los demás compañeros del viaje, aquel férreo idealista no lloró, ni abrazó a los sorprendidos soldados, como hicieron las mujeres. No, lo primero para él era correr a las redacciones de los periódicos, sobre todo a la de Pravda, para comprobar si «su periódico» sabe mantener firmemente su punto de vista internacional. Indignado, rompe el ejemplar después de leerlo.
No, no es bastante, todavía no se subraya debidamente la auténtica revolución, todavía destila patriotismo, patriotería. Ha llegado a tiempo, a su modo de ver, para tomar la dirección del asunto y luchar por sus ideas hasta triunfar o ser derrotado. Pero ¿lo conseguirá? Por última vez siente todavía cierta angustiosa inquietud. ¿No procurará
Miliukov hacerle encarcelar allí mismo, en Petrogrado? (Aunque por poco tiempo, la ciudad se llama aún así.) Los amigos que acuden a su encuentro están ya en el tren.
Kamenev y Stalin sonríen de un modo inescrutable en el oscuro departamento de tercera clase, vagamente iluminado por la mortecina luz de un farol. No le contestan o no quieren contestar. Pero la respuesta, que la realidad se encarga de dar, es insospechada. Cuando el tren entra en agujas en una estación finlandesa, la inmensa plaza está llena de gente. Pueden contarse por millares los obreros; representaciones de todos los cuerpos armados esperan para rendir honores a los desterrados que vuelven a la patria. Resuena la « Internacional».
Y cuando Vladimiro Ilitch Ulianov desciende del tren, aquel hombre insignificante que hasta hace poco vivía en Suiza en casa de un zapatero remendón, es aplaudido por una ingente multitud y llevado en hombros hasta un automóvil blindado. Los reflectores instalados en las fachadas de las casas y en el castillo se concentran sobre él, y desde aquel coche blindado dirige su primer discurso al pueblo. Bulle animadamente el gentío por las calles. Ha comenzado el «ciclo de diez días que lo trastorna todo». El proyectil ha dado en el blanco, ha destruido un imperio y cambiado la faz del mundo.