Apuntes chinos (del natural)
artículo de Higinio Polo
publicado en El Viejo Topo en 2006
1. En Pekín, o Beijing, llama la atención la modernidad de la ciudad. También en Shanghai. Visitar hoy esas ciudades, tras una ausencia de una década, las hace casi irreconocibles. Son, además, gigantescas. Pero todo el país lo es: para un europeo, las dimensiones de China confunden. No hay que olvidar que la población de China es hoy, aproximadamente, lo que era la de todo el mundo a inicios del siglo XX. China cuenta con una brillante civilización: la gran muralla, el gran canal, la ciudad prohibida, su refinada cultura, el vigor y la experiencia de sus campesinos que inventaron e interpretaron la vida, los inventos que cambiaron el planeta, son muestras de una realidad que Occidente sigue entendiendo mal y mira, desde lejos, con miedo y con codicia. Porque ese Occidente capitalista sigue creyéndose el centro de la humanidad, aunque su tiempo ya haya pasado. Así, es revelador que, en Europa o Estados Unidos, se siga denominando como Everest a la montaña más alta del mundo, cuando, en realidad, se llama Qomolangma, como la nombran chinos y nepalíes. Los chinos, mucho antes de que a Occidente se le ocurriese bautizar ese pico como Everest, ya lo habían situado sobre sus mapas: hace casi trescientos años.
Pekín bulle de animación. En la reformada calle Wangfujing, muchedumbres de pekineses pasean o compran, comen en pequeños y agradables restaurantes callejeros. En el Templo del Cielo, miles de turistas chinos van a ver el prodigio de las creaciones de su cultura milenaria. La transformación del país es un fenómeno de alcance histórico universal: se trata de convertir a 1.300 millones de campesinos en ciudadanos. Jamás se ha producido en la historia de la humanidad un proceso de envergadura semejante, y su resultado marcará el siglo XXI. Se calcula que, en los próximos quince años, unos doscientos o trescientos millones de campesinos se trasladarán a las ciudades: la población urbana de China aumentará de los actuales quinientos veinticinco millones a unos ochocientos millones de personas. Lo que esas cifras suponen escapa a nuestras convenciones, a los análisis que acostumbramos a realizar: es como si la Unión Europea tuviese que crear, en el breve lapso de quince años, puestos de trabajo, viviendas, barrios, ciudades, infraestructuras, centros sanitarios y educativos, para la la suma de la población de sus tres principales países miembros, Alemania, Gran Bretaña y Francia.
Ese es el desafío que enfrenta China. La última reunión, el pasado mes de octubre, del Comité Central del Partido Comunista Chino ultimaba el XI plan quinquenal (2006-2010). El plan persigue duplicar el Producto Interior Bruto (PIB) de China en 2010, tomando como referencia el del año 2000. Junto a ello, el PCCh aborda como objetivos del plan el perfeccionamiento del “sistema económico socialista de mercado”, la reducción del consumo energético, el fortalecimiento de las empresas chinas en el exterior, la educación obligatoria de nueve años de duración para todos, la creación de millones de nuevos puestos de trabajo, la reducción de la pobreza, el aumento del nivel de vida (con especial atención al campesinado), la estabilidad de los precios, y la mejora del parque de viviendas y del medio ambiente, así como de la educación y la cultura. Casi nada. El PCCh pretende también impulsar los mecanismos democráticos de participación popular y el imperio de la ley en todo el país, por encima de cualquier otra consideración, y avanzar en el reconocimiento de los derechos civiles. Quedan lejos los años de los disparates de la revolución cultural.
Esa reunión del Comité Central del PCCh insistió en la perspectiva de una sociedad socialista armoniosa (con ese sorprendente, para los europeos, lenguaje oriental): en realidad, se propone acabar con las desigualdades que ha creado la reforma, así como controlar el crecimiento económico por su impacto sobre el medio ambiente, cuya situación en algunas zonas del país es preocupante. Las desigualdades que la reforma ha creado entre las regiones del país, y las diferencias de ingresos entre los habitantes de la ciudad y del campo, fueron objeto de debate entre los dirigentes comunistas, con el objetivo de reducirlas, poniendo énfasis en el necesario acceso de toda la población china a los beneficios de la reforma e insistiendo en el fortalecimiento del objetivo del socialismo: si hasta ahora predominaba el interés por el crecimiento de la economía del país, a veces a cualquier precio, ahora, sin abandonar ese camino, el Partido Comunista cree llegado el momento de centrarse en la vida de los ciudadanos. Es imprescindible.
Mientras tanto, Pekín prepara los próximos Juegos Olímpicos, y eso se nota en la plaza de Tiananmen, el corazón del país, con sus parterres de flores inmaculadas, pero también en la transformación de la ciudad, en la modernización de calles, autopistas, barrios y edificios, en los transportes, en la vida de sus habitantes. En el barrio musulmán de Pekín veo trabajar las excavadoras y las grúas: se derriban las viejas casas, apiñadas en los estrechos hutongs, y se construye la nueva ciudad, que a veces sigue albergando a la vida rural en los balcones de altos edificios, donde, a veces, se ven los jilgueros campesinos, o se escuchan los grillos encerrados en una pequeña jaula de bambú. En ese barrio, muchos carteles están en alfabeto árabe, como se ven también en el centro de la antigua capital imperial, la Xian de los guerreros de terracota a la que llegan turistas de todo el mundo para ver los miles de estatuas que guardan el sueño del emperador Qin Shi Huang.
2. Los hutongs son los viejos callejones de vida comunitaria china. En ellos, todo sucedía en la calle: allí se cocinaba, se charlaba, se discutía de asuntos vecinales y de política, se lavaba la ropa y los cacharros de cocina. Todavía se hace, aunque muchos están dejando de existir. La vida en ellos no es fácil: el hacinamiento, la convivencia en estrechos callejones, la falta de infraestructuras adecuadas, la decrepitud de las viviendas, pesa más que las pintorescas estampas de la vida china de antaño que todavía pueden sorprenderse. Porque, además, esa emoción que producen es algo que sólo pueden sentir los turistas, los curiosos. La desaparición de los hutongs pekineses ha suscitado críticas, sí: sobre todo, de turistas y de residentes extranjeros, que creen que, con ello, se pierde el alma de la vieja cultura china. Sin embargo, a los ciudadanos chinos que vivían en esos precarios y superpoblados hutongs les parece estupendo pasar a vivir en un piso nuevo y moderno. Otras muchas cosas cambian: las tiendas, los mercados, los centros de reunión. Algunos visitantes se sorprenden de que estén presentes esos infames establecimientos de comida grasienta e insalubre llamados Mcdonalds. Pero China se ha abierto al exterior, aunque, con ello, entren también algunas heces de la cultura occidental. El cambio se ve en las calles, desde Cantón hasta Pekín; el bullicioso pueblo chino saborea una prosperidad que es una conquista y una novedad, y llena restaurantes, lugares de recreo, tiendas y centros comerciales, y viaja por su inmenso país, fotografiando las impresionantes muestras de su cultura, la más antigua de las que hoy existen en el planeta. Millones de chinos se desplazan a Xian o a Shanghai, visitan la ciudad prohibida de los emperadores o la gran muralla que los defendía de los pueblos del norte. Nunca hasta ahora lo habían hecho, al menos en cifras tan grandes como las de hoy.
Deng Xiao Ping, el inspirador de la reforma, muchas de cuyas actuaciones son discutibles, insistió: “El socialismo no es pobreza”, y a ello se han aplicado los dirigentes chinos. El viejo socialismo igualitario y pobre que construyó Mao está dejando paso a otro tipo de socialismo. Pero los problemas son muchos todavía. Al sur de la gran plaza de Tiananmen (cuyas dimensiones son equivalentes a cuarenta manzanas de casas del Eixample barcelonés), se ven algunos mendigos, que a todas luces viven en la calle: es cierto que no pueden compararse a las legiones de homeless que se ven en Nueva York, pero son un rasgo preocupante, pese a su escaso número.
Sin embargo, la reforma ya ha transformado el país en buena parte. Los recursos con que ahora cuenta eran impensables hace veinticinco años. China tiene ya capacidad para enviar cosmonautas al espacio. Antes que China, sólo la Unión Soviética y los Estados Unidos han podido hacerlo, y, hoy, son las tres únicas potencias con capacidad para seguir haciéndolo. Eso, enorgullece al país, y es comprensible que así sea. El 15 de octubre de 2003, Yang Liwei, el primer cosmonauta chino, fue enviado al espacio en la astronave Shenzhou V. Fue un éxito. Tras ello, en octubre de este año, fue lanzada la nave espacial Shenzhou VI: China es ya una de las tres potencias espaciales del mundo. El diario Xinwen Chenbao revelaba que el ingenio lanzado al cosmos portaría la enseña de la Exposición Universal de Shanghai, que se celebrará en 2010 y que pretende ser el escaparate del pujante desarrollo chino. Los taikonautas, como denominan los chinos a sus hombres del espacio, volvieron exitosos y satisfechos. China se ha empeñado en participar en la conquista del espacio y cada vez dedica más recursos a ello. La reciente inauguración del Centro de Investigaciones Científicas y de Entrenamiento para Astronautas, en Pekín, se añade a los dos que existían en nuestro planeta, hasta hoy: el pionero Centro de Entrenamiento de Astronautas Yuri Gagarin, de la URSS (Rusia), y el Centro de Vuelos Espaciales de Houston, en Estados Unidos. El centro de control de vuelos (CCVEB), está en la Ciudad de Vuelos Espaciales de Pekín, un enorme complejo situado cerca de la autopista Pekín-Changping: desde allí se controlan los vuelos tripulados chinos. Presidiendo la enorme sala de control, una gran pantalla de doce metros de largo y cuatro metros de ancho. China empuja, en solitario: Estados Unidos tiene serios problemas con sus naves y la Estación Espacial Internacional se sostiene por las Soyuz rusas. China no participa en ella: Estados Unidos vetó la participación de Pekín en la Estación Espacial Internacional.
3. El tren que lleva al aeropuerto internacional de Shanghai es único en el mundo: electromagnético, alcanza una velocidad de 430 kilómetros por hora. Es una proeza, realizada en cooperación con firmas alemanas: los trenes se desplazan a velocidad de vértigo sin tocar el suelo. China ha sido el primer país del mundo en contar con trenes de esas características. También Shanghai bulle de actividad. En el pasado, las potencias coloniales habían forzado a establecer “concesiones”: británicos, norteamericanos, japoneses, señoreaban la zona cerrada entre el río Huangpu y la calle Huashan, y los franceses estaban en la zona de Luwan y Xuhui. Alrededor, se extendía la lacra de la prostitución, de la esclavitud, de la miseria, la droga, y el lujo de los hampones. Delante del río todavía se conserva el hotel donde, en los años treinta del siglo pasado, cuando Shanghai era la puta de Asia, reinaba uno de los refinados gánsters y traficantes de droga, Víctor Sassoon, enriquecido con el tráfico de opio que mataba a decenas de miles de chinos. Hoy, en ese hotel, en la planta baja, cada noche toca una agrupación de músicos de jazz. En el Bund, el paseo ante el río que articula la vida de Shanghai colocaron los colonizadores europeos aquel cartel de infamia que prohibía entrar “a perros o chinos”. Aquí, en esta ciudad caótica y hermosa, se fundó también el Partido Comunista Chino, en una vieja casa de la calle Wantze, en la concesión francesa. Eran sólo quince personas las que asistieron a la reunión; entre ellas, dos delegados de la Internacional Comunista. La policía francesa husmeaba, para detener a los asistentes, y el congreso fundacional tuvo que ser suspendido. En esa casa del 106 de Wantze se guarda todavía la mesa ante la que se sentaron aquellos quince revolucionarios. Pero, desde la fundación del Partido Comunista en Shanghai, la ciudad de ha transformado y el partido también: hoy son casi setenta millones de miembros.
Al otro lado del río, está la Perla de Asia, como llaman a la futurista torre de la televisión de Shanghai, que domina el horizonte sobre el Huangpu. Subir hasta el mirador situado a 350 metros de altura, ayuda a comprender las dimensiones de Shanghai y del crecimiento económico chino. Otros, van a mirar la ciudad desde la torre Jin Mao, y, en la planta 87, no puede dejar de sentirse la sensación de estar asistiendo al nacimiento de otro mundo. Las dos torres están en Pudong, una zona al otro lado del río que, cuando la visité en 1991, apenas eran arrozales. Hoy, es la imagen de la ciudad moderna, futurista, que justifica la frase de un periodista norteamericano que exclamó hace poco: “Ante el nuevo Shanghai, Manhattan me parece viejo y decadente.” Es cierto. También Shanghai, donde se han construido centros de investigación del cosmos, ocupa un lugar importante en el programa espacial, junto a Xichang, Taiyuan, Pekín y la base de lanzamientos de Jiuquan, en el desierto de Gobi.
El especulador George Soros, en su libro La crisis del capitalismo global, mantenía que, en los días de la crisis asiática de 1997, la mitad de todas las grúas de construcción del mundo estaban trabajando en Shanghai. Los centenares de rascacielos que se ven hoy en la ciudad muestran la pujanza de la economía china. Algunos observadores (es curioso: tanto de derecha como de izquierda) mantienen que esa realidad se explica porque China ha adoptado el capitalismo. Sectores de la izquierda occidental llegan a hablar de la “clase capitalista-burocrática” que, según ellos, se ha adueñado del país. Es cierto que el igualitarismo de los tiempos de Mao ha desaparecido, a veces, a consecuencia de las exigencias de grandes compañías internacionales, y, otras, a consecuencia de las necesidades de la reforma económica: la flexibilidad del trabajo ha sido considerada como una garantía para el crecimiento económico, aunque su eficacia es dudosa. Sin embargo, ambos sectores de analistas yerran, al igual que lo hizo Mao Tse Tung cuando, tras su ruptura con Moscú, denunció que en la Unión Soviética se había establecido de nuevo el capitalismo: el robo y las privatizaciones que establecieron el capitalismo de bandidos de Yeltsin y Putin desmintieron de manera rotunda, cuarenta años después, aquella peregrina afirmación de Mao.
Esa conjunción de análisis liberales e izquierdistas se explica por un conocimiento parcial de la realidad china y por la persistencia de tópicos y dogmas preestablecidos. Para los liberales, el éxito económico chino sólo puede explicarse por la adopción de estructuras capitalistas: según su visión, el socialismo es fracaso y el capitalismo prosperidad y crecimiento económico. Para algunos izquierdistas (que han llegado a escribir que se ha pasado del libro rojo al más feroz capitalismo), es difícil también aceptar muchas de las decisiones de China: la inversión extranjera, la apertura de bolsas de valores, el beneficio privado, el enriquecimiento de un pequeño sector de la población. Otros, más sensatos, recuerdan el precedente de la NEP soviética. De hecho, si atendemos a las explicaciones del Partido Comunista Chino, esas iniciativas traídas por la reforma pueden gustar o no, pero son una consecuencia de un programa de desarrollo nacional que no podía dejar de impulsarse en el país más poblado del mundo. Los dirigentes chinos insisten en que la inversión exterior y la existencia de un espacio económico en manos privadas, extranjeras, son imprescindibles para la transferencia de tecnología y sistemas de trabajo, y para terminar con la pobreza y la escasez, al tiempo que recuerdan que el sector público sigue controlando la estructura económica del país. No se han privatizado ni empresas públicas de sectores estratégicos, ni las que continúan siendo rentables, y el sector público continúa siendo mayoritario en la economía china.
Pese a todo, las contradicciones existen, y, a menudo, son graves. Los nuevos ricos destacan por sus excentricidades y, a veces, por su ostentación. Los desequilibrios se muestran en la diferencia de renta entre las ciudades (sobre todo del Este y Sur del país) y el campo, y entre un segmento de la población que ya ha alcanzado niveles de consumo equiparables a Europa y la evidente austeridad y bajo nivel de vida de centenares de millones de personas. El Diario del Pueblo, daba cuenta hace unas semanas de que, según un estudio de Hu Angang, profesor de la Universidad de Tsinghua, la diferencia de ingresos entre los habitantes de las ciudades y del campo había pasado de ser superior en 2,5 veces en 1995, a serlo de 3,2 veces en 2003. El informe concluía que, gracias a los subsidios que se disfrutan en las ciudades, es probable que la diferencia sea de casi cinco veces. Esa es una de las causas del gigantesco traslado de población que está teniendo lugar de las zonas rurales a las urbanas, de unas dimensiones desconocidas en la historia de la humanidad, y explica la atracción que ejercen las ciudades chinas y, también, la insatisfacción de los campesinos, acostumbrados a una gran igualdad en toda China, desde los tiempos de Mao, y que han visto que el país avanzaba pero que la prosperidad llegaba antes a las ciudades que al campo. Sus quejas son muy razonables, y así empieza a reconocerlo el propio gobierno chino.
Mientras el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social proclamaba que en el X plan quinquenal la seguridad social había aumentado y que se había conseguido asegurar el pago puntual de las prestaciones y superar el atraso de las pensiones de jubilación, el ministro de sanidad, Gao Qiang, reconocía poco después que la reforma sanitaria ha sido un fracaso sin paliativos, y que la delicada situación a que se enfrenta la población sin cobertura médica es un gravísimo problema que no puede dejarse de lado. Millones de campesinos no tienen acceso a una medicina fiable, y eso es una lacra que el país no se puede permitir. Pero también en las ciudades hay problemas, a menudo graves. El Centro de Control y Prevención de Enfermedades llamaba la atención sobre las más de mil seiscientas empresas que lanzan emisiones peligrosas para los trabajadores, y aceptaba que la salud de unos doscientos millones de trabajadores estaba amenazada.
Durante la vigencia del X plan quinquenal, el PIB chino creció casi un 10 por ciento anual, pero la creación de puestos de trabajo en la industria no ha sido de la magnitud que necesita el país para integrar a los millones de campesinos que emigran a las ciudades. El PCCh considera preocupantes los desequilibrios que han aparecido en los últimos años: numerosos grupos de población pobre, con escasos recursos, en las ciudades y en el campo. El aumento de la delincuencia es una consecuencia directa de esa situación. Liu Jian, responsable en el Consejo de Estado chino de la ayuda a las regiones pobres, mantiene que, desde que se inició la reforma económica, los doscientos cincuenta millones de personas que vivían en la escasez y la pobreza, se han reducido a sólo veintiséis millones. Dicho de otra forma: es notable el contraste entre el aumento de la pobreza en el mundo (de mil millones de pobres en el año 2000, se ha pasado a mil trescientos en el 2004) y la constante reducción en China. Hay que anotar que, en el mundo, setecientos cincuenta millones de personas pasan hambre cada día: ninguno es chino.
La vida del viejo Shanghai es un recuerdo, aunque subsistan las callejuelas del centro histórico, ahora reformado. En el jardín Yuyuan (visitado por el conde Maurice d’Hérisson en 1859, que se maravillaba ante los cercanos pozos donde las familias pobres lanzaban a sus hijos muertos, apenas envueltos en un sudario), está la casa del té Huxingting, rodeada por un pequeño lago surcado por puentes caprichosos. Allí, al atardecer, se encienden los farolillos que iluminan la ceremonia del té, en un ambiente que recuerda la vieja China imperial, orgullosa y decadente, marioneta del imperialismo occidental, que ahora es ya un mal sueño del pasado.
4. Andamios de bambú escalan los nuevos rascacielos en construcción, ilustrando la frenética aparición de edificios, nuevos barrios, fábricas, ciudades. Los riesgos para el medio ambiente son muchos. Por ello, el gobierno se apresta a luchar contra la destrucción del medio ambiente, menospreciado por muchos dirigentes locales y regionales en aras del crecimiento a cualquier precio. Una de las últimas iniciativas ha sido crear en las afueras de Pekín cinturones verdes para evitar que llegue hasta la capital el polvo del desierto de Gobi. Igual se hace en otras zonas: se acaba de construir una franja verde de 435 kilómetros, con una anchura de unos ochenta metros, que atraviesa el terrible desierto de Taklimagan, en la región de Xinjiang. Es el desierto de arena, en constante movimiento, más grande del mundo. Las carreteras acababan siendo consumidas por el desierto. Su objetivo es el desarrollo de la región iugur de Xinjiang y la conservación de las infraestructuras, para lo que se ha recurrido al riego por goteo de los miles de árboles plantados. Pero el país se ha desforestado en muchas zonas y es urgente volver a crear los gigantescos bosques que permitan respirar a China.
El primer priministro chino, Wen Jiabao, ha insistido recientemente en la necesidad de un desarrollo igualitario que alcance a toda la población. Por su parte, Niu Wenyuan, un científico de la Academia de Ciencias china, mantiene que, en los próximos veinticinco años, China tiene que estabilizar su población, y, para mediados de siglo, debe haber conseguido el desarrollo sostenible y un consumo energético constante, sin crecimiento. Se habrá conseguido asegurar, para toda la población, la alimentación, la conservación del medio natural, la salud y la justicia social. Para él, el desarrollo sostenible, meta del Partido Comunista Chino, será posible sobre la base, en primer lugar, del “crecimiento cero” de la población; después, de la estabilización del consumo energético y, en último término, de la conservación del medio ambiente. Nada podrá edificarse sobre una naturaleza devastada.
Un desarrollo sostenible, como el que pretende conseguir el gobierno chino es posible con una gestión prudente de los recursos y de la energía. China importa cada vez más petróleo, pero cuenta con yacimientos importantes de fuentes energéticas. Zhang Guobao, ministro de la Comisión Estatal de Desarrollo y Reforma, revelaba hace unas semanas que el porcentaje de autoabastecimiento energético del país llegaba al 94 por ciento, y que solamente el 6 por ciento restante dependía de la importación. Pese a sus crecientes necesidades energéticas, China continúa exportando carbón: 80 millones de toneladas el pasado año. Zhang hacía esas manifestaciones por las constantes acusaciones, de fuentes occidentales, de que una de las principales causas del aumento del precio del petróleo era por la creciente demanda china. Las presiones son constantes: el anterior presidente norteamericano, Bill Clinton, pedía recientemente a China que reconociese la amenaza que supone su crecimiento económico para la naturaleza, así como el peligro del aumento en el consumo de energía. Clinton mantuvo que “tal vez no haya petróleo suficiente” para todos. No dejaban de sorprender sus palabras viniendo del anterior presidente de un país que es el mayor consumidor de petróleo del planeta y el agente contaminador más agresivo. Clinton veía la paja en el ojo chino, pero simulaba ignorar la viga en el ojo norteamericano.
La creación de nuevos polígonos industriales, ciudades manufactureras, puertos que articulan un comercio cada vez más internacional, jalonan el avance chino convirtiendo al país en la fábrica del mundo: es difícil hoy que los habitantes de cualquier lugar del mundo no tengan en su casa productos chinos. Junto a todo eso, crece el desarrollo de Internet (China ya es el segundo país en el mundo en usuarios de la red y, en breve, será el primero), aumenta la difusión de la telefonía, porque China es ya el país con más teléfonos móviles del planeta, y la utilización de tarjetas bancarias, que ha alcanzado la cifra de 875 millones, ilustran el cambio social y el desarrollo chino. El gigante chino se ha despertado.
5. En Shanghai se desata un tifón. Me dicen que hacía más de un año que no azotaba la ciudad una tormenta semejante, que impresiona a los no habituados: el viento te arrastra, te derriba por el suelo, dar dos pasos por la calle significa acabar calado hasta los huesos, espesas cortinas de agua azotan los edificios, y todo parece a punto de hundirse. Pero Shanghai está preparado para resistir los tifones. Aunque, desde el Bund, no se vean los rascacielos de Pudong debido a las cortinas de agua del tifón, sus estructuras resisten, sin problemas. La vieja ciudad china, alrededor del hermoso jardín de Yuyuan se ha tranformado completamente: quien la hubiese visitado diez, quince años atrás, habría visto un frenesí de barrios populares, de mercados caóticos, de casas decrépitas donde se hacinaban sus habitantes, donde se lavaba y se cocinaba en la calle. Por aquí paseó Jean Cocteau, en 1936. El escritor francés nos habla de sus barrios de putas, de los niños alimentados a la fuerza a los que no se dejaba crecer y que se convertían en pequeños monstruos obesos de los que sólo la cabeza envejecía, transformados en budas vivientes; de los marineros americanos borrachos que buscaban amores mercenarios y vomitaban las entrañas de la podrida y codiciosa águila de su país; de los rusos blancos que arrastraban su miseria y su desesperación por los antros de la Shanghai arrodillada. En Shanghai, Cocteau coincidió con Charlie Chaplin y con Paulette Godard, y con ellos vio las danzas de pobres muchachas que bailaban por un dólar. Hay problemas de prostitución en la Shanghai de nuestros días, y se distribuye droga, pese a la severidad de la policía con todo ello, pero la ciudad no tiene nada que ver con la que contempló Cocteau. Tampoco con la Shanghai austera de los años maoístas.
La presa de las tres gargantas está lejos de Shanghai, pero aquí se discute sobre ella, sobre los beneficios que traerá al país. No en vano, la ciudad está en el gran estuario del Yangtze, uno de los grandes ríos chinos, que atraviesa el país a lo largo de miles de kilómetros. La gran presa, que será la mayor del mundo, servirá, entre otras cosas, para impedir las desastrosas inundaciones periódicas que causaban miles de muertos casi cada año, como una condena milenaria que China ha soportado desde la prehistoria. Los ecologistas occidentales no ven con agrado la presa, pero sus beneficios parecen evidentes. Un millón de personas han sido trasladadas a otras localidades para facilitar su construcción, y, al parecer, están satisfechas con sus nuevas viviendas. En el año 2009, la presa estará terminada, tras haber consumido un presupuesto de 25.000 millones de dólares, y generará buena parte de la electricidad que necesita el país.
6. La estrategia china sigue los patrones de la paciencia y la contumacia orientales. No es algo nuevo, traído por la reforma: siempre ha sido así. Si en Europa contamos los años, en China parecen pensar por décadas y siglos. Chu En Lai, el compañero de armas de Mao, interrogado sobre el significado histórico de la revolución francesa, contestó que aún era demasiado pronto para saberlo. El ascenso chino a la condición de gran potencia nos trae una novedad: todas las anteriores potencias consiguieron su poder tras guerras destructivas o tras sanguinarias campañas de conquista. En cambio, el ascenso chino es pacífico. De hecho, esa es la tradición de su diplomacia y de su cultura: China nunca ha invadido a sus vecinos. Una cuestión central para entender la política exterior china y su irremediable fortalecimiento: a diferencia de Estados Unidos, China no tiene enemigos. Sus diferencias con Japón se reducen a la interpretación de la historia reciente. Mantiene una estrecha colaboración con Vietnam. También con Rusia. Frente a esa realidad, Washington está prisionero: entre la tentación de una política agresiva y la prudencia que le reclaman algunos señalados miembros de su élite dirigente. Samuel Berger, ex asesor de Seguridad Nacional de Clinton, reclamaba, casi con metáforas orientales ("demasiados norteamericanos miran al dragón chino y solamente ven escamas y dientes afilados, y muchos chinos ven al águila estadounidense y apenas observan fieros ojos y fuertes garras"), que el dragón y el águila se dejasen espacio libre en el mundo, para compartir el futuro. No es una concesión: es la más sensata política que puede seguir Estados Unidos, porque el poder chino no va a venir: ya está aquí. Según Berger, las cuestiones de la energía, de la protección de la naturaleza y de la sanidad, deben estar en el centro de las preocupaciones de los dos países.
Esa tranquila estrategia china se manifiesta en su nueva seguridad en los foros internacionales, aunque mantenga muchas veces un perfil bajo en sus iniciativas diplomáticas; se manifiesta en el interés de América Latina por la potencia asiática, por la mirada del África abandonada, que ve en China un ejemplo a seguir; y, también, por la envergadura de su comercio. La Unión Europea sigue siendo el primer socio comercial de China, con un comercio bilateral que ha alcanza la cifra de 157.000 millones de dólares en los primeros nueve meses del año. Le sigue Estados Unidos, con un intercambio comercial por valor de 153.000 millones para el mismo periodo. Japón continúa la lista, y el comercio entre Tokio y Pekín llegó a ser de 134.000 millones, también para los nueve primeros meses del año en curso. La seguridad de los suministros petrolíferos, la estabilidad de los precios, las tecnologías renovables, y cuestiones como el sida y la gripe aviar, figuran entres las cuestiones estratégicas que, según Berger, imponen una cooperación entre Pekín y Washington.
Al mismo tiempo, China, aunque tiene unas enormes reservas de divisas en dólares, está empezando a vislumbrar el fin de la hegemonía de la moneda norteamericana. Algunos economistas de la Reserva Federal estadounidense han manifestado su inquietud por la posibilidad de que China abandone el dólar, debido a las catastróficas consecuencias que ello tendría para la economía norteamericana. Los cautelosos movimientos para cambiar una parte de las reservas chinas al euro y a una cesta de monedas asiáticas, justifican los temores de Washington. Pero también los dos países tienen intereses comunes: una rápida depreciación del dólar comportaría enormes pérdidas del valor de las divisas en poder de Pekín. Y, desde Europa, que sigue soportando el yugo atlántico de la OTAN, también empieza a definirse un mundo distinto, con timidez, con cautelas, porque el amigo americano está presente. La geoestrategia de Moscú, Pekín, y Berlín y París se asienta, en parte, en ese mundo cambiante de la economía. De hecho, Washington necesita enormes transferencias de capital y la compra de sus emisiones de bonos por parte de las economías japonesa, china y rusa para mantener su tambaleante predominio político, y China lo sabe.
7. Los bajos salarios son uno de los atractivos para la inversión exterior en China. Atsuko Nakamoto es una japonesa que trabaja en Shanghai: su compañía ha instalado una fábrica en la ciudad y mientras que los obreros son chinos, los cuadros dirigentes y medios son japoneses. Atsuko me informa sobre las duras condiciones de trabajo que tienen los obreros chinos y los escuetos salarios que paga su compañía. Pese a ello, muchos trabajadores, sobre todo si son de extracción campesina, están contentos. Otros muchos deben soportar la hipocresía occidental, que se aprovecha de las diferencias salariales entre su país y Occidente (que el gobierno chino no puede cambiar porque su economía recibiría un durísimo golpe) y, al mismo tiempo, denuncia en sus países los bajos salarios chinos, a los que acusa de sus dificultades: explican la conquista de mercados por parte de los productos chinos como consecuencia de sus bajos costes salariales. En algunos casos es cierto, pero no en muchos otros: el porcentaje atribuido a los salarios en muy limitado en la fabricación de muchos productos.
Mientras las empresas del Estado aseguran los derechos obreros, aun sacrificando los resultados económicos, las empresas extranjeras intentan exprimir a los trabajadores, creando una situación para la que los sindicatos chinos están mal preparados, como ellos mismos reconocen. Es razonable que haya descontento. Muchos obreros, o campesinos emigrados, ven que han pasado de su condición de “copropietarios” de las empresas a simples trabajadores en las empresas con participación occidental o japonesa. El propio Diario del Pueblo, órgano central del Partido Comunista Chino, reconocía que en algunas empresas habían empeorado las condiciones de trabajo y que las disputas por los salarios son cada vez más importantes. Los sindicatos chinos deben jugar otro papel, y el Estado debe asegurar los derechos de la clase obrera.
Sin embargo, las voces que, en Europa o Estados Unidos, a menudo de forma hipócrita, denuncian que los obreros chinos padecen unas condiciones cercanas a la esclavitud, y sin derecho de huelga, pretenden, no mejorar la condición obrera sino crear dificultades a los productos chinos en el exterior. No deja de ser revelador que conspicuos periódicos ligados a la burguesía se descubran un alma sensible ante las dificultades obreras (en China). De hecho, las huelgas que se convocan en China ponen de manifiesto la voluntad de lucha de obreros y sindicatos, aun en una situación cambiante.
La reforma surgió de la evidencia del atraso económico del país. No hay que olvidar que, antes de la revolución de 1949, el setenta y cinco por ciento de la población del país era analfabeta, que la esperanza de vida era similar a los inicios de la revolución industrial de principios del siglo XIX en Europa y que la vida de los chinos era un infierno gobernado por políticos corruptos y potencias extranjeras: las conquistas revolucionarias fueron muy importantes, y China pasó en pocas décadas de hambrunas apocalípticas con millones de muertos a la seguridad alimentaria, aunque fuera modesta, pasó a ver la propiedad de la tierra para el campesinado, conoció a los médicos rurales, aunque tuvieran una escasa preparación, llegó a la instrucción popular. Pero, treinta años después de la fundación de la República Popular, el país exigía iniciar un nuevo ímpetu, pasar del socialismo de la escasez al socialismo del desarrollo. Helmut Schmidt, antiguo canciller alemán, escribía recientemente cómo le impresionó, hace treinta años, la pobreza de China, y cómo le ha impresionado su rápido desarrollo posterior, que ha hecho que, según sus palabras, “entre 400 y 500 millones de personas hayan salido de la pobreza”. Pero existen problemas, que la prensa china recoge cada vez más abiertamente.
China tiene hoy unas reservas de 750.000 millones de dólares, las mayores del mundo, y es el segundo poseedor de bonos del Tesoro norteamericano, lo que ha llevado a algunos analistas chinos a interrogarse por la conveniencia de seguir dando facilidades para la inversión extranjera, a la vista de la insatisfacción en muchos centros fabriles. Cuando el país se abrió a las empresas internacionales pretendía captar capitales para impulsar el desarrollo, conseguir tecnología no existente en el país y crear nuevos puestos de trabajo. De todo ello se esperaba, como en efecto sucedió, que permitiría el acceso a nuevos mercados para los productos chinos, cuya culminación fue el ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio en 2001, sujeto a unas condiciones contractuales ventajosas por un lado pero que, por otro, forzarían a realizar reformas no previstas y abrir el país a los productos extranjeros. Ese proceso está en marcha. Desde la incorporación del país a la OMC, las importaciones y exportaciones chinas han pasado de unos 500.000 millones a 1.150.000 millones de dólares en 2004, cifra que sitúa a China en el tercer lugar del mundo por el volumen comercial.
Las inversiones extranjeras han llegado a la industria, pero también a los servicios y a la agricultura, así como a la construcción de infraestructuras. Cuatrocientas cincuenta de las quinientas multinacionales más importantes del mundo han invertido en China. Así, unos veinticuatro millones de trabajadores fabriles (el diez por ciento del total de obreros industriales) laboran en empresas de capital extranjero. El gobierno chino calcula que, desde el comienzo de la reforma, las inversiones extranjeras acumuladas suman un total de 600.000 millones de dólares, aunque, contabilizando las desinversiones y la depreciación de algunos activos, las inversiones extranjeras directas alcanzan un monto menor: 213.000 millones de dólares. Representa menos de la décima parte del volumen de inversión extranjera per cápita que reciben los países capitalistas desarrollados. China no se ha hipotecado. La búsqueda de esas inversiones ha sido consecuencia de la necesidad de que se transfiera tecnología y formas de gestión para desarrollar la industria china, aunque algunas de esas inversiones han causado serios problemas ecológicos y un despilfarro de energía. China tampoco se ha endeudado.
8. Hay riesgos, sin duda: el relevante papel de los nuevos ricos, que chocan con la tradición igualitaria del maoísmo, los sectores políticos que desde el propio Partido Comunista optarían por una opción liberal y cuya evolución es imprevisible, y la dinámica impuesta por algunas multinacionales son algunas de ellas. Un embajador español en Oriente apuntaba hace unas semanas la hipótesis (conveniente, según él) de que el propio PCCh cambiase de piel en un congreso, abandonando el socialismo y la perspectiva de una sociedad comunista. No es descabellado: recuérdese el ejemplo del Partido Comunista Italiano, o la transformación de los partidos obreros gobernantes en Hungría o Polonia en instrumentos neoliberales tras el vendaval causado por el hundimiento del socialismo europeo. Es cierto que China se encuentra en otro estadio y que la situación no es comparable, pero bueno será para los partidarios del socialismo que se tienten la ropa antes de aceptar algunas propuestas. Pese a todo, el sector socialista de la economía china continúa siendo mayoritario, y los sectores estratégicos (la tierra, la gran industria pesada, las comunicaciones, la industria militar, la investigación, la energía y otros) están en manos del Estado.
Además, el Partido Comunista Chino ha avanzado desde la época maoísta en que las leyes se subordinaban a las decisiones tomadas por un reducido grupo de dirigentes, y el propio presidente y secretario general, Hu Jintao, insiste en la necesidad de construir un entramado de leyes que se ajusten a las necesidades del país y al objetivo socialista. Hu Jintao ha insistido en la importancia de reforzar la condición marxista del partido. Ese empeño se ha traducido ya en una mayor transparencia en el país, que publica y discute en todo tipo de medios de comunicación y tribunas políticas cuestiones que hasta hace unos años se ocultaban: los problemas económicos causados por la reforma; los accidentes, a veces muy graves, que siguen ocurriendo en la industria y en la minería; la delincuencia, las diferencias entre ciudad y campo, la corrupción, e incluso la pena de muerte, que sigue vigente en el país. En Pekín, veo a un numeroso grupo de gente con carpetas donde se aprecian los caracteres ideográficos chinos y el símbolo de la hoz y el martillo: son miembros del partido, que salen de una reunión. Los sigo con la vista hasta que desaparecen en el bullicio de Xuanwu. El Partido Comunista está presente en todas las empresas del país.
La agricultura ha conseguido un gran desarrollo, hasta el punto de que la abundancia de productos alimenticios ha hecho olvidar las épocas de escasez y penuria. Las nuevas generaciones no entienden ya lo que significa la escasez de alimentos. No pueden imaginarlo. La tierra continúa siendo de propiedad pública, aunque la producción está en manos de los campesinos, que pueden vender libremente sus productos, de forma privada. China es autosuficiente en alimentos, algo que no es una conquista sin importancia, si tenemos en cuenta que, por sí sola, la población china representa casi la cuarta parte de la humanidad.
Hay que hacer notar el contraste entre el caos de las reformas de Gorbachov en la URSS, y su epílogo de la construcción de un capitalismo de bandidos bajo Yeltsin y Putin, y el éxito de la reforma china. Los ojos del mundo desarrollado están puestos en China. Y los países dependientes, ese Tercer Mundo que no consigue salir de la pobreza, el hambre y la desigualdad extrema, miran también a China. Cuando el presidente Hu Jintao visitó Cuba, el año 2004, fue condecorado por Fidel Castro. El presidente cubano, satisfecho de la contribución china a la superación de la crisis económica en la isla, y de la solidaridad mostrada en diferentes aspectos, declaraba: “China se ha convertido objetivamente en la más prometedora esperanza y el mejor ejemplo para todos los países del Tercer Mundo.”
9. Hong Kong, tras la marcha de Chris Patten y de la potencia colonial británica y el retorno del territorio a China, ha seguido siendo un foco financiero de importancia mundial, que canaliza algunos de los flujos económicos chinos, y continúa siendo una de las bases de la actividad económica de las compañías occidentales, alertas a las posibilidades de negocio en China. La ciudad prospera, muestra su brillante fachada de rascacielos ante la bahía y guarda el estuario del río de la Perla, convertido en torno a Cantón en una de las zonas fabriles más importantes del mundo. Los empresarios occidentales frecuentan el hotel Península y el Intercontinental procurando conseguir desde Hong Kong, que cuenta con un estatus de región especial y una moneda propia, un trampolín para su acceso al inmenso mercado chino. También se quejan: la hipocresía occidental ante la llegada de productos chinos, como los textiles, ordenadores, teléfonos, televisores, fotocopiadoras, muebles y otros, se muestra en su renovado empeño de reclamar proteccionismo en sus países cuando han estado predicando las bondades de la apertura de los mercados y las fronteras, que, por otra parte, esconde, además, la importancia que para la economía occidental tienen los pedidos chinos: el pasado mes de septiembre, la Southern Airlines y China Aviation encargaban a la compañía europea Airbus aviones por un total de 1.800 millones de dólares. Y es apenas un ejemplo.
Pero la moda de acusar a China de todos los males viene de lejos. Igual ha ocurrido con el aumento del precio del trigo. Muchos analistas acusaban a China de crear inseguridad alimentaria en el mundo debido a su creciente necesidad de cereales. Es mentira. La delegación de la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) en Pekín declaraba este último verano que el desarrollo agrícola chino no sólo ha conseguido la autosuficiencia alimentaria sino que le permite, además, exportar.
Cada jornada, con el crepúsculo, los rascacielos de Hong Kong se encienden y apagan al son de viejas melodías y nuevas canciones, en un hermoso espectáculo, seguido por miles de personas, que realza la soberbia fachada de gigantescos rascacielos de la bahía, que nada tiene que envidiar al perfil de Manhattan: pretenden con ello mantener el atractivo turístico de una ciudad que es, al mismo tiempo, uno de los espejos en los que China se mira.
10. El país mantiene una política exterior pacífica y no va a crear crisis artificiales, ni en Asia, ni en otras partes del mundo. Sabe perfectamente lo que es la guerra. China sufrió durante la Segunda Guerra Mundial la embestida del fascismo japonés, y se calcula que la guerra causó unos treinta y cinco millones de heridos y muertos e incalculables pérdidas económicas y destrucciones. Baste citar la feroz matanza de Nankín, protagonizada por el ocupante japonés, para entender la dimensión del sufrimiento chino. Hay zonas de fricción con Estados Unidos, sí. Pero el reciente independentismo de algunas fuerzas políticas de Taiwan es una política urdida y fomentada desde Washington, que pretende crear dificultades a China. Lo mismo ocurre con Corea del norte: son crisis diseñadas en Estados Unidos. O con el Tíbet, donde (al margen del oportunismo del Dalai Lama, que predica paz y felicidad mientras procura recuperar un poder teocrático que mantenía la esclavitud, y que es jaleado de vez en cuando por actores de Hollywood y por el Departamento de Estado norteamericano) Washington sigue presionando para jugar sus cartas ante Pekín. China prosigue su acercamiento a la India, con grandes repercusiones estratégicas, mantiene buenas relaciones con Moscú (que llegan hasta a la realización de maniobras militares con Rusia) y procura contribuir a la estabilidad de Asia central, mientras adquiere protagonismo en Europa y en América, en África, y, poco a poco, en el mundo islámico.
China ha cambiado. Ofrece una imagen, a veces, contradictoria; en ocasiones, rutilante; a veces, confusa; en otras anclada todavía en el mundo campesino del pasado. Li Ao, un hombre de 70 años, que es uno de los escritores más célebres de Taiwan, ha visto el cambio chino. En una reciente visita a la China continental, evocaba sus recuerdos de infancia en Pekín. Habló, ante la televisión, de una vívida imagen que vio de niño: un pobre campesino que cargaba el tradicional palo en los hombros. En un extremo llevaba una canasta con verduras; en el otro, llevaba a su hijo. Por la noche, había vendido las verduras y, también, al niño, y lloraba. Li Ao recordó esa escena que le traía a la memoria, de nuevo, la extrema pobreza de la China anterior a la revolución. Muchas familias campesinas, para alimentar al resto de sus hijos, vendían a alguno de ellos a los habitantes de la ciudad. En un rasgo insólito en un ciudadano de Taiwan, que no estaba obligado a hacer una manifestación semejante, Li Ao agradecía al Partido Comunista la gran transformación que había experimentado el país.
Socialismo, con mercado. Una vida modestamente acomodada. Esas son las palabras que pronuncian los dirigentes comunistas chinos. Porque China sabe que las formas de vida occidentales no pueden extenderse a todo el mundo: se basan en la pobreza y la desigualdad de buena parte del planeta. Estados Unidos tiene petróleo barato, a costa de la pobreza árabe, por ejemplo. Pero no pueden cerrarse los ojos ante la realidad: los problemas son muchos, y acuciantes. El próximo Congreso del Partido Comunista, previsto inicialmente para el otoño de 2007, deberá enfrentarse a esa situación. El presidente del país y secretario general del PCCh, Hu Jintao, parece orientarse por el camino de restaurar los equilibrios sociales y resolver la insatisfacción del campesinado, pero otros dirigentes apuestan por el crecimiento económico, dejando de lado esas cuestiones.
Vuelvo, de nuevo, a Pekín. Escucho el Oriente es rojo, himno que cantaban los trabajadores en los años turbulentos y confusos de la revolución cultural. Paseo otra vez por la plaza de Tiananmen. Saludo a Mao, en la puerta de la ciudad prohibida. Cuando abandono la plaza Tiananmen, hago un leve gesto, sólo para mí, aunque ahora lo cuente aquí, en un pequeño y privado homenaje, no tanto a Mao como a la trayectoria de tantos honestos comunistas chinos: levanto fugazmente el puño cerrado mirando el gran retrato del dirigente comunista sobre la Ciudad Prohibida, procurando que nadie se dé cuenta, y, en efecto, así ocurre. Pero, en ese instante, veo a una joven que me observa. Sólo ella me ha visto. Ha sorprendido mi gesto, y me sonríe. El socialismo, el comunismo, no sólo no han muerto, no sólo no han agotado todas las palabras que tenían que pronunciar, sino que aún lo tienen todo, casi todo, por decir.
artículo de Higinio Polo
publicado en El Viejo Topo en 2006
1. En Pekín, o Beijing, llama la atención la modernidad de la ciudad. También en Shanghai. Visitar hoy esas ciudades, tras una ausencia de una década, las hace casi irreconocibles. Son, además, gigantescas. Pero todo el país lo es: para un europeo, las dimensiones de China confunden. No hay que olvidar que la población de China es hoy, aproximadamente, lo que era la de todo el mundo a inicios del siglo XX. China cuenta con una brillante civilización: la gran muralla, el gran canal, la ciudad prohibida, su refinada cultura, el vigor y la experiencia de sus campesinos que inventaron e interpretaron la vida, los inventos que cambiaron el planeta, son muestras de una realidad que Occidente sigue entendiendo mal y mira, desde lejos, con miedo y con codicia. Porque ese Occidente capitalista sigue creyéndose el centro de la humanidad, aunque su tiempo ya haya pasado. Así, es revelador que, en Europa o Estados Unidos, se siga denominando como Everest a la montaña más alta del mundo, cuando, en realidad, se llama Qomolangma, como la nombran chinos y nepalíes. Los chinos, mucho antes de que a Occidente se le ocurriese bautizar ese pico como Everest, ya lo habían situado sobre sus mapas: hace casi trescientos años.
Pekín bulle de animación. En la reformada calle Wangfujing, muchedumbres de pekineses pasean o compran, comen en pequeños y agradables restaurantes callejeros. En el Templo del Cielo, miles de turistas chinos van a ver el prodigio de las creaciones de su cultura milenaria. La transformación del país es un fenómeno de alcance histórico universal: se trata de convertir a 1.300 millones de campesinos en ciudadanos. Jamás se ha producido en la historia de la humanidad un proceso de envergadura semejante, y su resultado marcará el siglo XXI. Se calcula que, en los próximos quince años, unos doscientos o trescientos millones de campesinos se trasladarán a las ciudades: la población urbana de China aumentará de los actuales quinientos veinticinco millones a unos ochocientos millones de personas. Lo que esas cifras suponen escapa a nuestras convenciones, a los análisis que acostumbramos a realizar: es como si la Unión Europea tuviese que crear, en el breve lapso de quince años, puestos de trabajo, viviendas, barrios, ciudades, infraestructuras, centros sanitarios y educativos, para la la suma de la población de sus tres principales países miembros, Alemania, Gran Bretaña y Francia.
Ese es el desafío que enfrenta China. La última reunión, el pasado mes de octubre, del Comité Central del Partido Comunista Chino ultimaba el XI plan quinquenal (2006-2010). El plan persigue duplicar el Producto Interior Bruto (PIB) de China en 2010, tomando como referencia el del año 2000. Junto a ello, el PCCh aborda como objetivos del plan el perfeccionamiento del “sistema económico socialista de mercado”, la reducción del consumo energético, el fortalecimiento de las empresas chinas en el exterior, la educación obligatoria de nueve años de duración para todos, la creación de millones de nuevos puestos de trabajo, la reducción de la pobreza, el aumento del nivel de vida (con especial atención al campesinado), la estabilidad de los precios, y la mejora del parque de viviendas y del medio ambiente, así como de la educación y la cultura. Casi nada. El PCCh pretende también impulsar los mecanismos democráticos de participación popular y el imperio de la ley en todo el país, por encima de cualquier otra consideración, y avanzar en el reconocimiento de los derechos civiles. Quedan lejos los años de los disparates de la revolución cultural.
Esa reunión del Comité Central del PCCh insistió en la perspectiva de una sociedad socialista armoniosa (con ese sorprendente, para los europeos, lenguaje oriental): en realidad, se propone acabar con las desigualdades que ha creado la reforma, así como controlar el crecimiento económico por su impacto sobre el medio ambiente, cuya situación en algunas zonas del país es preocupante. Las desigualdades que la reforma ha creado entre las regiones del país, y las diferencias de ingresos entre los habitantes de la ciudad y del campo, fueron objeto de debate entre los dirigentes comunistas, con el objetivo de reducirlas, poniendo énfasis en el necesario acceso de toda la población china a los beneficios de la reforma e insistiendo en el fortalecimiento del objetivo del socialismo: si hasta ahora predominaba el interés por el crecimiento de la economía del país, a veces a cualquier precio, ahora, sin abandonar ese camino, el Partido Comunista cree llegado el momento de centrarse en la vida de los ciudadanos. Es imprescindible.
Mientras tanto, Pekín prepara los próximos Juegos Olímpicos, y eso se nota en la plaza de Tiananmen, el corazón del país, con sus parterres de flores inmaculadas, pero también en la transformación de la ciudad, en la modernización de calles, autopistas, barrios y edificios, en los transportes, en la vida de sus habitantes. En el barrio musulmán de Pekín veo trabajar las excavadoras y las grúas: se derriban las viejas casas, apiñadas en los estrechos hutongs, y se construye la nueva ciudad, que a veces sigue albergando a la vida rural en los balcones de altos edificios, donde, a veces, se ven los jilgueros campesinos, o se escuchan los grillos encerrados en una pequeña jaula de bambú. En ese barrio, muchos carteles están en alfabeto árabe, como se ven también en el centro de la antigua capital imperial, la Xian de los guerreros de terracota a la que llegan turistas de todo el mundo para ver los miles de estatuas que guardan el sueño del emperador Qin Shi Huang.
2. Los hutongs son los viejos callejones de vida comunitaria china. En ellos, todo sucedía en la calle: allí se cocinaba, se charlaba, se discutía de asuntos vecinales y de política, se lavaba la ropa y los cacharros de cocina. Todavía se hace, aunque muchos están dejando de existir. La vida en ellos no es fácil: el hacinamiento, la convivencia en estrechos callejones, la falta de infraestructuras adecuadas, la decrepitud de las viviendas, pesa más que las pintorescas estampas de la vida china de antaño que todavía pueden sorprenderse. Porque, además, esa emoción que producen es algo que sólo pueden sentir los turistas, los curiosos. La desaparición de los hutongs pekineses ha suscitado críticas, sí: sobre todo, de turistas y de residentes extranjeros, que creen que, con ello, se pierde el alma de la vieja cultura china. Sin embargo, a los ciudadanos chinos que vivían en esos precarios y superpoblados hutongs les parece estupendo pasar a vivir en un piso nuevo y moderno. Otras muchas cosas cambian: las tiendas, los mercados, los centros de reunión. Algunos visitantes se sorprenden de que estén presentes esos infames establecimientos de comida grasienta e insalubre llamados Mcdonalds. Pero China se ha abierto al exterior, aunque, con ello, entren también algunas heces de la cultura occidental. El cambio se ve en las calles, desde Cantón hasta Pekín; el bullicioso pueblo chino saborea una prosperidad que es una conquista y una novedad, y llena restaurantes, lugares de recreo, tiendas y centros comerciales, y viaja por su inmenso país, fotografiando las impresionantes muestras de su cultura, la más antigua de las que hoy existen en el planeta. Millones de chinos se desplazan a Xian o a Shanghai, visitan la ciudad prohibida de los emperadores o la gran muralla que los defendía de los pueblos del norte. Nunca hasta ahora lo habían hecho, al menos en cifras tan grandes como las de hoy.
Deng Xiao Ping, el inspirador de la reforma, muchas de cuyas actuaciones son discutibles, insistió: “El socialismo no es pobreza”, y a ello se han aplicado los dirigentes chinos. El viejo socialismo igualitario y pobre que construyó Mao está dejando paso a otro tipo de socialismo. Pero los problemas son muchos todavía. Al sur de la gran plaza de Tiananmen (cuyas dimensiones son equivalentes a cuarenta manzanas de casas del Eixample barcelonés), se ven algunos mendigos, que a todas luces viven en la calle: es cierto que no pueden compararse a las legiones de homeless que se ven en Nueva York, pero son un rasgo preocupante, pese a su escaso número.
Sin embargo, la reforma ya ha transformado el país en buena parte. Los recursos con que ahora cuenta eran impensables hace veinticinco años. China tiene ya capacidad para enviar cosmonautas al espacio. Antes que China, sólo la Unión Soviética y los Estados Unidos han podido hacerlo, y, hoy, son las tres únicas potencias con capacidad para seguir haciéndolo. Eso, enorgullece al país, y es comprensible que así sea. El 15 de octubre de 2003, Yang Liwei, el primer cosmonauta chino, fue enviado al espacio en la astronave Shenzhou V. Fue un éxito. Tras ello, en octubre de este año, fue lanzada la nave espacial Shenzhou VI: China es ya una de las tres potencias espaciales del mundo. El diario Xinwen Chenbao revelaba que el ingenio lanzado al cosmos portaría la enseña de la Exposición Universal de Shanghai, que se celebrará en 2010 y que pretende ser el escaparate del pujante desarrollo chino. Los taikonautas, como denominan los chinos a sus hombres del espacio, volvieron exitosos y satisfechos. China se ha empeñado en participar en la conquista del espacio y cada vez dedica más recursos a ello. La reciente inauguración del Centro de Investigaciones Científicas y de Entrenamiento para Astronautas, en Pekín, se añade a los dos que existían en nuestro planeta, hasta hoy: el pionero Centro de Entrenamiento de Astronautas Yuri Gagarin, de la URSS (Rusia), y el Centro de Vuelos Espaciales de Houston, en Estados Unidos. El centro de control de vuelos (CCVEB), está en la Ciudad de Vuelos Espaciales de Pekín, un enorme complejo situado cerca de la autopista Pekín-Changping: desde allí se controlan los vuelos tripulados chinos. Presidiendo la enorme sala de control, una gran pantalla de doce metros de largo y cuatro metros de ancho. China empuja, en solitario: Estados Unidos tiene serios problemas con sus naves y la Estación Espacial Internacional se sostiene por las Soyuz rusas. China no participa en ella: Estados Unidos vetó la participación de Pekín en la Estación Espacial Internacional.
3. El tren que lleva al aeropuerto internacional de Shanghai es único en el mundo: electromagnético, alcanza una velocidad de 430 kilómetros por hora. Es una proeza, realizada en cooperación con firmas alemanas: los trenes se desplazan a velocidad de vértigo sin tocar el suelo. China ha sido el primer país del mundo en contar con trenes de esas características. También Shanghai bulle de actividad. En el pasado, las potencias coloniales habían forzado a establecer “concesiones”: británicos, norteamericanos, japoneses, señoreaban la zona cerrada entre el río Huangpu y la calle Huashan, y los franceses estaban en la zona de Luwan y Xuhui. Alrededor, se extendía la lacra de la prostitución, de la esclavitud, de la miseria, la droga, y el lujo de los hampones. Delante del río todavía se conserva el hotel donde, en los años treinta del siglo pasado, cuando Shanghai era la puta de Asia, reinaba uno de los refinados gánsters y traficantes de droga, Víctor Sassoon, enriquecido con el tráfico de opio que mataba a decenas de miles de chinos. Hoy, en ese hotel, en la planta baja, cada noche toca una agrupación de músicos de jazz. En el Bund, el paseo ante el río que articula la vida de Shanghai colocaron los colonizadores europeos aquel cartel de infamia que prohibía entrar “a perros o chinos”. Aquí, en esta ciudad caótica y hermosa, se fundó también el Partido Comunista Chino, en una vieja casa de la calle Wantze, en la concesión francesa. Eran sólo quince personas las que asistieron a la reunión; entre ellas, dos delegados de la Internacional Comunista. La policía francesa husmeaba, para detener a los asistentes, y el congreso fundacional tuvo que ser suspendido. En esa casa del 106 de Wantze se guarda todavía la mesa ante la que se sentaron aquellos quince revolucionarios. Pero, desde la fundación del Partido Comunista en Shanghai, la ciudad de ha transformado y el partido también: hoy son casi setenta millones de miembros.
Al otro lado del río, está la Perla de Asia, como llaman a la futurista torre de la televisión de Shanghai, que domina el horizonte sobre el Huangpu. Subir hasta el mirador situado a 350 metros de altura, ayuda a comprender las dimensiones de Shanghai y del crecimiento económico chino. Otros, van a mirar la ciudad desde la torre Jin Mao, y, en la planta 87, no puede dejar de sentirse la sensación de estar asistiendo al nacimiento de otro mundo. Las dos torres están en Pudong, una zona al otro lado del río que, cuando la visité en 1991, apenas eran arrozales. Hoy, es la imagen de la ciudad moderna, futurista, que justifica la frase de un periodista norteamericano que exclamó hace poco: “Ante el nuevo Shanghai, Manhattan me parece viejo y decadente.” Es cierto. También Shanghai, donde se han construido centros de investigación del cosmos, ocupa un lugar importante en el programa espacial, junto a Xichang, Taiyuan, Pekín y la base de lanzamientos de Jiuquan, en el desierto de Gobi.
El especulador George Soros, en su libro La crisis del capitalismo global, mantenía que, en los días de la crisis asiática de 1997, la mitad de todas las grúas de construcción del mundo estaban trabajando en Shanghai. Los centenares de rascacielos que se ven hoy en la ciudad muestran la pujanza de la economía china. Algunos observadores (es curioso: tanto de derecha como de izquierda) mantienen que esa realidad se explica porque China ha adoptado el capitalismo. Sectores de la izquierda occidental llegan a hablar de la “clase capitalista-burocrática” que, según ellos, se ha adueñado del país. Es cierto que el igualitarismo de los tiempos de Mao ha desaparecido, a veces, a consecuencia de las exigencias de grandes compañías internacionales, y, otras, a consecuencia de las necesidades de la reforma económica: la flexibilidad del trabajo ha sido considerada como una garantía para el crecimiento económico, aunque su eficacia es dudosa. Sin embargo, ambos sectores de analistas yerran, al igual que lo hizo Mao Tse Tung cuando, tras su ruptura con Moscú, denunció que en la Unión Soviética se había establecido de nuevo el capitalismo: el robo y las privatizaciones que establecieron el capitalismo de bandidos de Yeltsin y Putin desmintieron de manera rotunda, cuarenta años después, aquella peregrina afirmación de Mao.
Esa conjunción de análisis liberales e izquierdistas se explica por un conocimiento parcial de la realidad china y por la persistencia de tópicos y dogmas preestablecidos. Para los liberales, el éxito económico chino sólo puede explicarse por la adopción de estructuras capitalistas: según su visión, el socialismo es fracaso y el capitalismo prosperidad y crecimiento económico. Para algunos izquierdistas (que han llegado a escribir que se ha pasado del libro rojo al más feroz capitalismo), es difícil también aceptar muchas de las decisiones de China: la inversión extranjera, la apertura de bolsas de valores, el beneficio privado, el enriquecimiento de un pequeño sector de la población. Otros, más sensatos, recuerdan el precedente de la NEP soviética. De hecho, si atendemos a las explicaciones del Partido Comunista Chino, esas iniciativas traídas por la reforma pueden gustar o no, pero son una consecuencia de un programa de desarrollo nacional que no podía dejar de impulsarse en el país más poblado del mundo. Los dirigentes chinos insisten en que la inversión exterior y la existencia de un espacio económico en manos privadas, extranjeras, son imprescindibles para la transferencia de tecnología y sistemas de trabajo, y para terminar con la pobreza y la escasez, al tiempo que recuerdan que el sector público sigue controlando la estructura económica del país. No se han privatizado ni empresas públicas de sectores estratégicos, ni las que continúan siendo rentables, y el sector público continúa siendo mayoritario en la economía china.
Pese a todo, las contradicciones existen, y, a menudo, son graves. Los nuevos ricos destacan por sus excentricidades y, a veces, por su ostentación. Los desequilibrios se muestran en la diferencia de renta entre las ciudades (sobre todo del Este y Sur del país) y el campo, y entre un segmento de la población que ya ha alcanzado niveles de consumo equiparables a Europa y la evidente austeridad y bajo nivel de vida de centenares de millones de personas. El Diario del Pueblo, daba cuenta hace unas semanas de que, según un estudio de Hu Angang, profesor de la Universidad de Tsinghua, la diferencia de ingresos entre los habitantes de las ciudades y del campo había pasado de ser superior en 2,5 veces en 1995, a serlo de 3,2 veces en 2003. El informe concluía que, gracias a los subsidios que se disfrutan en las ciudades, es probable que la diferencia sea de casi cinco veces. Esa es una de las causas del gigantesco traslado de población que está teniendo lugar de las zonas rurales a las urbanas, de unas dimensiones desconocidas en la historia de la humanidad, y explica la atracción que ejercen las ciudades chinas y, también, la insatisfacción de los campesinos, acostumbrados a una gran igualdad en toda China, desde los tiempos de Mao, y que han visto que el país avanzaba pero que la prosperidad llegaba antes a las ciudades que al campo. Sus quejas son muy razonables, y así empieza a reconocerlo el propio gobierno chino.
Mientras el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social proclamaba que en el X plan quinquenal la seguridad social había aumentado y que se había conseguido asegurar el pago puntual de las prestaciones y superar el atraso de las pensiones de jubilación, el ministro de sanidad, Gao Qiang, reconocía poco después que la reforma sanitaria ha sido un fracaso sin paliativos, y que la delicada situación a que se enfrenta la población sin cobertura médica es un gravísimo problema que no puede dejarse de lado. Millones de campesinos no tienen acceso a una medicina fiable, y eso es una lacra que el país no se puede permitir. Pero también en las ciudades hay problemas, a menudo graves. El Centro de Control y Prevención de Enfermedades llamaba la atención sobre las más de mil seiscientas empresas que lanzan emisiones peligrosas para los trabajadores, y aceptaba que la salud de unos doscientos millones de trabajadores estaba amenazada.
Durante la vigencia del X plan quinquenal, el PIB chino creció casi un 10 por ciento anual, pero la creación de puestos de trabajo en la industria no ha sido de la magnitud que necesita el país para integrar a los millones de campesinos que emigran a las ciudades. El PCCh considera preocupantes los desequilibrios que han aparecido en los últimos años: numerosos grupos de población pobre, con escasos recursos, en las ciudades y en el campo. El aumento de la delincuencia es una consecuencia directa de esa situación. Liu Jian, responsable en el Consejo de Estado chino de la ayuda a las regiones pobres, mantiene que, desde que se inició la reforma económica, los doscientos cincuenta millones de personas que vivían en la escasez y la pobreza, se han reducido a sólo veintiséis millones. Dicho de otra forma: es notable el contraste entre el aumento de la pobreza en el mundo (de mil millones de pobres en el año 2000, se ha pasado a mil trescientos en el 2004) y la constante reducción en China. Hay que anotar que, en el mundo, setecientos cincuenta millones de personas pasan hambre cada día: ninguno es chino.
La vida del viejo Shanghai es un recuerdo, aunque subsistan las callejuelas del centro histórico, ahora reformado. En el jardín Yuyuan (visitado por el conde Maurice d’Hérisson en 1859, que se maravillaba ante los cercanos pozos donde las familias pobres lanzaban a sus hijos muertos, apenas envueltos en un sudario), está la casa del té Huxingting, rodeada por un pequeño lago surcado por puentes caprichosos. Allí, al atardecer, se encienden los farolillos que iluminan la ceremonia del té, en un ambiente que recuerda la vieja China imperial, orgullosa y decadente, marioneta del imperialismo occidental, que ahora es ya un mal sueño del pasado.
4. Andamios de bambú escalan los nuevos rascacielos en construcción, ilustrando la frenética aparición de edificios, nuevos barrios, fábricas, ciudades. Los riesgos para el medio ambiente son muchos. Por ello, el gobierno se apresta a luchar contra la destrucción del medio ambiente, menospreciado por muchos dirigentes locales y regionales en aras del crecimiento a cualquier precio. Una de las últimas iniciativas ha sido crear en las afueras de Pekín cinturones verdes para evitar que llegue hasta la capital el polvo del desierto de Gobi. Igual se hace en otras zonas: se acaba de construir una franja verde de 435 kilómetros, con una anchura de unos ochenta metros, que atraviesa el terrible desierto de Taklimagan, en la región de Xinjiang. Es el desierto de arena, en constante movimiento, más grande del mundo. Las carreteras acababan siendo consumidas por el desierto. Su objetivo es el desarrollo de la región iugur de Xinjiang y la conservación de las infraestructuras, para lo que se ha recurrido al riego por goteo de los miles de árboles plantados. Pero el país se ha desforestado en muchas zonas y es urgente volver a crear los gigantescos bosques que permitan respirar a China.
El primer priministro chino, Wen Jiabao, ha insistido recientemente en la necesidad de un desarrollo igualitario que alcance a toda la población. Por su parte, Niu Wenyuan, un científico de la Academia de Ciencias china, mantiene que, en los próximos veinticinco años, China tiene que estabilizar su población, y, para mediados de siglo, debe haber conseguido el desarrollo sostenible y un consumo energético constante, sin crecimiento. Se habrá conseguido asegurar, para toda la población, la alimentación, la conservación del medio natural, la salud y la justicia social. Para él, el desarrollo sostenible, meta del Partido Comunista Chino, será posible sobre la base, en primer lugar, del “crecimiento cero” de la población; después, de la estabilización del consumo energético y, en último término, de la conservación del medio ambiente. Nada podrá edificarse sobre una naturaleza devastada.
Un desarrollo sostenible, como el que pretende conseguir el gobierno chino es posible con una gestión prudente de los recursos y de la energía. China importa cada vez más petróleo, pero cuenta con yacimientos importantes de fuentes energéticas. Zhang Guobao, ministro de la Comisión Estatal de Desarrollo y Reforma, revelaba hace unas semanas que el porcentaje de autoabastecimiento energético del país llegaba al 94 por ciento, y que solamente el 6 por ciento restante dependía de la importación. Pese a sus crecientes necesidades energéticas, China continúa exportando carbón: 80 millones de toneladas el pasado año. Zhang hacía esas manifestaciones por las constantes acusaciones, de fuentes occidentales, de que una de las principales causas del aumento del precio del petróleo era por la creciente demanda china. Las presiones son constantes: el anterior presidente norteamericano, Bill Clinton, pedía recientemente a China que reconociese la amenaza que supone su crecimiento económico para la naturaleza, así como el peligro del aumento en el consumo de energía. Clinton mantuvo que “tal vez no haya petróleo suficiente” para todos. No dejaban de sorprender sus palabras viniendo del anterior presidente de un país que es el mayor consumidor de petróleo del planeta y el agente contaminador más agresivo. Clinton veía la paja en el ojo chino, pero simulaba ignorar la viga en el ojo norteamericano.
La creación de nuevos polígonos industriales, ciudades manufactureras, puertos que articulan un comercio cada vez más internacional, jalonan el avance chino convirtiendo al país en la fábrica del mundo: es difícil hoy que los habitantes de cualquier lugar del mundo no tengan en su casa productos chinos. Junto a todo eso, crece el desarrollo de Internet (China ya es el segundo país en el mundo en usuarios de la red y, en breve, será el primero), aumenta la difusión de la telefonía, porque China es ya el país con más teléfonos móviles del planeta, y la utilización de tarjetas bancarias, que ha alcanzado la cifra de 875 millones, ilustran el cambio social y el desarrollo chino. El gigante chino se ha despertado.
5. En Shanghai se desata un tifón. Me dicen que hacía más de un año que no azotaba la ciudad una tormenta semejante, que impresiona a los no habituados: el viento te arrastra, te derriba por el suelo, dar dos pasos por la calle significa acabar calado hasta los huesos, espesas cortinas de agua azotan los edificios, y todo parece a punto de hundirse. Pero Shanghai está preparado para resistir los tifones. Aunque, desde el Bund, no se vean los rascacielos de Pudong debido a las cortinas de agua del tifón, sus estructuras resisten, sin problemas. La vieja ciudad china, alrededor del hermoso jardín de Yuyuan se ha tranformado completamente: quien la hubiese visitado diez, quince años atrás, habría visto un frenesí de barrios populares, de mercados caóticos, de casas decrépitas donde se hacinaban sus habitantes, donde se lavaba y se cocinaba en la calle. Por aquí paseó Jean Cocteau, en 1936. El escritor francés nos habla de sus barrios de putas, de los niños alimentados a la fuerza a los que no se dejaba crecer y que se convertían en pequeños monstruos obesos de los que sólo la cabeza envejecía, transformados en budas vivientes; de los marineros americanos borrachos que buscaban amores mercenarios y vomitaban las entrañas de la podrida y codiciosa águila de su país; de los rusos blancos que arrastraban su miseria y su desesperación por los antros de la Shanghai arrodillada. En Shanghai, Cocteau coincidió con Charlie Chaplin y con Paulette Godard, y con ellos vio las danzas de pobres muchachas que bailaban por un dólar. Hay problemas de prostitución en la Shanghai de nuestros días, y se distribuye droga, pese a la severidad de la policía con todo ello, pero la ciudad no tiene nada que ver con la que contempló Cocteau. Tampoco con la Shanghai austera de los años maoístas.
La presa de las tres gargantas está lejos de Shanghai, pero aquí se discute sobre ella, sobre los beneficios que traerá al país. No en vano, la ciudad está en el gran estuario del Yangtze, uno de los grandes ríos chinos, que atraviesa el país a lo largo de miles de kilómetros. La gran presa, que será la mayor del mundo, servirá, entre otras cosas, para impedir las desastrosas inundaciones periódicas que causaban miles de muertos casi cada año, como una condena milenaria que China ha soportado desde la prehistoria. Los ecologistas occidentales no ven con agrado la presa, pero sus beneficios parecen evidentes. Un millón de personas han sido trasladadas a otras localidades para facilitar su construcción, y, al parecer, están satisfechas con sus nuevas viviendas. En el año 2009, la presa estará terminada, tras haber consumido un presupuesto de 25.000 millones de dólares, y generará buena parte de la electricidad que necesita el país.
6. La estrategia china sigue los patrones de la paciencia y la contumacia orientales. No es algo nuevo, traído por la reforma: siempre ha sido así. Si en Europa contamos los años, en China parecen pensar por décadas y siglos. Chu En Lai, el compañero de armas de Mao, interrogado sobre el significado histórico de la revolución francesa, contestó que aún era demasiado pronto para saberlo. El ascenso chino a la condición de gran potencia nos trae una novedad: todas las anteriores potencias consiguieron su poder tras guerras destructivas o tras sanguinarias campañas de conquista. En cambio, el ascenso chino es pacífico. De hecho, esa es la tradición de su diplomacia y de su cultura: China nunca ha invadido a sus vecinos. Una cuestión central para entender la política exterior china y su irremediable fortalecimiento: a diferencia de Estados Unidos, China no tiene enemigos. Sus diferencias con Japón se reducen a la interpretación de la historia reciente. Mantiene una estrecha colaboración con Vietnam. También con Rusia. Frente a esa realidad, Washington está prisionero: entre la tentación de una política agresiva y la prudencia que le reclaman algunos señalados miembros de su élite dirigente. Samuel Berger, ex asesor de Seguridad Nacional de Clinton, reclamaba, casi con metáforas orientales ("demasiados norteamericanos miran al dragón chino y solamente ven escamas y dientes afilados, y muchos chinos ven al águila estadounidense y apenas observan fieros ojos y fuertes garras"), que el dragón y el águila se dejasen espacio libre en el mundo, para compartir el futuro. No es una concesión: es la más sensata política que puede seguir Estados Unidos, porque el poder chino no va a venir: ya está aquí. Según Berger, las cuestiones de la energía, de la protección de la naturaleza y de la sanidad, deben estar en el centro de las preocupaciones de los dos países.
Esa tranquila estrategia china se manifiesta en su nueva seguridad en los foros internacionales, aunque mantenga muchas veces un perfil bajo en sus iniciativas diplomáticas; se manifiesta en el interés de América Latina por la potencia asiática, por la mirada del África abandonada, que ve en China un ejemplo a seguir; y, también, por la envergadura de su comercio. La Unión Europea sigue siendo el primer socio comercial de China, con un comercio bilateral que ha alcanza la cifra de 157.000 millones de dólares en los primeros nueve meses del año. Le sigue Estados Unidos, con un intercambio comercial por valor de 153.000 millones para el mismo periodo. Japón continúa la lista, y el comercio entre Tokio y Pekín llegó a ser de 134.000 millones, también para los nueve primeros meses del año en curso. La seguridad de los suministros petrolíferos, la estabilidad de los precios, las tecnologías renovables, y cuestiones como el sida y la gripe aviar, figuran entres las cuestiones estratégicas que, según Berger, imponen una cooperación entre Pekín y Washington.
Al mismo tiempo, China, aunque tiene unas enormes reservas de divisas en dólares, está empezando a vislumbrar el fin de la hegemonía de la moneda norteamericana. Algunos economistas de la Reserva Federal estadounidense han manifestado su inquietud por la posibilidad de que China abandone el dólar, debido a las catastróficas consecuencias que ello tendría para la economía norteamericana. Los cautelosos movimientos para cambiar una parte de las reservas chinas al euro y a una cesta de monedas asiáticas, justifican los temores de Washington. Pero también los dos países tienen intereses comunes: una rápida depreciación del dólar comportaría enormes pérdidas del valor de las divisas en poder de Pekín. Y, desde Europa, que sigue soportando el yugo atlántico de la OTAN, también empieza a definirse un mundo distinto, con timidez, con cautelas, porque el amigo americano está presente. La geoestrategia de Moscú, Pekín, y Berlín y París se asienta, en parte, en ese mundo cambiante de la economía. De hecho, Washington necesita enormes transferencias de capital y la compra de sus emisiones de bonos por parte de las economías japonesa, china y rusa para mantener su tambaleante predominio político, y China lo sabe.
7. Los bajos salarios son uno de los atractivos para la inversión exterior en China. Atsuko Nakamoto es una japonesa que trabaja en Shanghai: su compañía ha instalado una fábrica en la ciudad y mientras que los obreros son chinos, los cuadros dirigentes y medios son japoneses. Atsuko me informa sobre las duras condiciones de trabajo que tienen los obreros chinos y los escuetos salarios que paga su compañía. Pese a ello, muchos trabajadores, sobre todo si son de extracción campesina, están contentos. Otros muchos deben soportar la hipocresía occidental, que se aprovecha de las diferencias salariales entre su país y Occidente (que el gobierno chino no puede cambiar porque su economía recibiría un durísimo golpe) y, al mismo tiempo, denuncia en sus países los bajos salarios chinos, a los que acusa de sus dificultades: explican la conquista de mercados por parte de los productos chinos como consecuencia de sus bajos costes salariales. En algunos casos es cierto, pero no en muchos otros: el porcentaje atribuido a los salarios en muy limitado en la fabricación de muchos productos.
Mientras las empresas del Estado aseguran los derechos obreros, aun sacrificando los resultados económicos, las empresas extranjeras intentan exprimir a los trabajadores, creando una situación para la que los sindicatos chinos están mal preparados, como ellos mismos reconocen. Es razonable que haya descontento. Muchos obreros, o campesinos emigrados, ven que han pasado de su condición de “copropietarios” de las empresas a simples trabajadores en las empresas con participación occidental o japonesa. El propio Diario del Pueblo, órgano central del Partido Comunista Chino, reconocía que en algunas empresas habían empeorado las condiciones de trabajo y que las disputas por los salarios son cada vez más importantes. Los sindicatos chinos deben jugar otro papel, y el Estado debe asegurar los derechos de la clase obrera.
Sin embargo, las voces que, en Europa o Estados Unidos, a menudo de forma hipócrita, denuncian que los obreros chinos padecen unas condiciones cercanas a la esclavitud, y sin derecho de huelga, pretenden, no mejorar la condición obrera sino crear dificultades a los productos chinos en el exterior. No deja de ser revelador que conspicuos periódicos ligados a la burguesía se descubran un alma sensible ante las dificultades obreras (en China). De hecho, las huelgas que se convocan en China ponen de manifiesto la voluntad de lucha de obreros y sindicatos, aun en una situación cambiante.
La reforma surgió de la evidencia del atraso económico del país. No hay que olvidar que, antes de la revolución de 1949, el setenta y cinco por ciento de la población del país era analfabeta, que la esperanza de vida era similar a los inicios de la revolución industrial de principios del siglo XIX en Europa y que la vida de los chinos era un infierno gobernado por políticos corruptos y potencias extranjeras: las conquistas revolucionarias fueron muy importantes, y China pasó en pocas décadas de hambrunas apocalípticas con millones de muertos a la seguridad alimentaria, aunque fuera modesta, pasó a ver la propiedad de la tierra para el campesinado, conoció a los médicos rurales, aunque tuvieran una escasa preparación, llegó a la instrucción popular. Pero, treinta años después de la fundación de la República Popular, el país exigía iniciar un nuevo ímpetu, pasar del socialismo de la escasez al socialismo del desarrollo. Helmut Schmidt, antiguo canciller alemán, escribía recientemente cómo le impresionó, hace treinta años, la pobreza de China, y cómo le ha impresionado su rápido desarrollo posterior, que ha hecho que, según sus palabras, “entre 400 y 500 millones de personas hayan salido de la pobreza”. Pero existen problemas, que la prensa china recoge cada vez más abiertamente.
China tiene hoy unas reservas de 750.000 millones de dólares, las mayores del mundo, y es el segundo poseedor de bonos del Tesoro norteamericano, lo que ha llevado a algunos analistas chinos a interrogarse por la conveniencia de seguir dando facilidades para la inversión extranjera, a la vista de la insatisfacción en muchos centros fabriles. Cuando el país se abrió a las empresas internacionales pretendía captar capitales para impulsar el desarrollo, conseguir tecnología no existente en el país y crear nuevos puestos de trabajo. De todo ello se esperaba, como en efecto sucedió, que permitiría el acceso a nuevos mercados para los productos chinos, cuya culminación fue el ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio en 2001, sujeto a unas condiciones contractuales ventajosas por un lado pero que, por otro, forzarían a realizar reformas no previstas y abrir el país a los productos extranjeros. Ese proceso está en marcha. Desde la incorporación del país a la OMC, las importaciones y exportaciones chinas han pasado de unos 500.000 millones a 1.150.000 millones de dólares en 2004, cifra que sitúa a China en el tercer lugar del mundo por el volumen comercial.
Las inversiones extranjeras han llegado a la industria, pero también a los servicios y a la agricultura, así como a la construcción de infraestructuras. Cuatrocientas cincuenta de las quinientas multinacionales más importantes del mundo han invertido en China. Así, unos veinticuatro millones de trabajadores fabriles (el diez por ciento del total de obreros industriales) laboran en empresas de capital extranjero. El gobierno chino calcula que, desde el comienzo de la reforma, las inversiones extranjeras acumuladas suman un total de 600.000 millones de dólares, aunque, contabilizando las desinversiones y la depreciación de algunos activos, las inversiones extranjeras directas alcanzan un monto menor: 213.000 millones de dólares. Representa menos de la décima parte del volumen de inversión extranjera per cápita que reciben los países capitalistas desarrollados. China no se ha hipotecado. La búsqueda de esas inversiones ha sido consecuencia de la necesidad de que se transfiera tecnología y formas de gestión para desarrollar la industria china, aunque algunas de esas inversiones han causado serios problemas ecológicos y un despilfarro de energía. China tampoco se ha endeudado.
8. Hay riesgos, sin duda: el relevante papel de los nuevos ricos, que chocan con la tradición igualitaria del maoísmo, los sectores políticos que desde el propio Partido Comunista optarían por una opción liberal y cuya evolución es imprevisible, y la dinámica impuesta por algunas multinacionales son algunas de ellas. Un embajador español en Oriente apuntaba hace unas semanas la hipótesis (conveniente, según él) de que el propio PCCh cambiase de piel en un congreso, abandonando el socialismo y la perspectiva de una sociedad comunista. No es descabellado: recuérdese el ejemplo del Partido Comunista Italiano, o la transformación de los partidos obreros gobernantes en Hungría o Polonia en instrumentos neoliberales tras el vendaval causado por el hundimiento del socialismo europeo. Es cierto que China se encuentra en otro estadio y que la situación no es comparable, pero bueno será para los partidarios del socialismo que se tienten la ropa antes de aceptar algunas propuestas. Pese a todo, el sector socialista de la economía china continúa siendo mayoritario, y los sectores estratégicos (la tierra, la gran industria pesada, las comunicaciones, la industria militar, la investigación, la energía y otros) están en manos del Estado.
Además, el Partido Comunista Chino ha avanzado desde la época maoísta en que las leyes se subordinaban a las decisiones tomadas por un reducido grupo de dirigentes, y el propio presidente y secretario general, Hu Jintao, insiste en la necesidad de construir un entramado de leyes que se ajusten a las necesidades del país y al objetivo socialista. Hu Jintao ha insistido en la importancia de reforzar la condición marxista del partido. Ese empeño se ha traducido ya en una mayor transparencia en el país, que publica y discute en todo tipo de medios de comunicación y tribunas políticas cuestiones que hasta hace unos años se ocultaban: los problemas económicos causados por la reforma; los accidentes, a veces muy graves, que siguen ocurriendo en la industria y en la minería; la delincuencia, las diferencias entre ciudad y campo, la corrupción, e incluso la pena de muerte, que sigue vigente en el país. En Pekín, veo a un numeroso grupo de gente con carpetas donde se aprecian los caracteres ideográficos chinos y el símbolo de la hoz y el martillo: son miembros del partido, que salen de una reunión. Los sigo con la vista hasta que desaparecen en el bullicio de Xuanwu. El Partido Comunista está presente en todas las empresas del país.
La agricultura ha conseguido un gran desarrollo, hasta el punto de que la abundancia de productos alimenticios ha hecho olvidar las épocas de escasez y penuria. Las nuevas generaciones no entienden ya lo que significa la escasez de alimentos. No pueden imaginarlo. La tierra continúa siendo de propiedad pública, aunque la producción está en manos de los campesinos, que pueden vender libremente sus productos, de forma privada. China es autosuficiente en alimentos, algo que no es una conquista sin importancia, si tenemos en cuenta que, por sí sola, la población china representa casi la cuarta parte de la humanidad.
Hay que hacer notar el contraste entre el caos de las reformas de Gorbachov en la URSS, y su epílogo de la construcción de un capitalismo de bandidos bajo Yeltsin y Putin, y el éxito de la reforma china. Los ojos del mundo desarrollado están puestos en China. Y los países dependientes, ese Tercer Mundo que no consigue salir de la pobreza, el hambre y la desigualdad extrema, miran también a China. Cuando el presidente Hu Jintao visitó Cuba, el año 2004, fue condecorado por Fidel Castro. El presidente cubano, satisfecho de la contribución china a la superación de la crisis económica en la isla, y de la solidaridad mostrada en diferentes aspectos, declaraba: “China se ha convertido objetivamente en la más prometedora esperanza y el mejor ejemplo para todos los países del Tercer Mundo.”
9. Hong Kong, tras la marcha de Chris Patten y de la potencia colonial británica y el retorno del territorio a China, ha seguido siendo un foco financiero de importancia mundial, que canaliza algunos de los flujos económicos chinos, y continúa siendo una de las bases de la actividad económica de las compañías occidentales, alertas a las posibilidades de negocio en China. La ciudad prospera, muestra su brillante fachada de rascacielos ante la bahía y guarda el estuario del río de la Perla, convertido en torno a Cantón en una de las zonas fabriles más importantes del mundo. Los empresarios occidentales frecuentan el hotel Península y el Intercontinental procurando conseguir desde Hong Kong, que cuenta con un estatus de región especial y una moneda propia, un trampolín para su acceso al inmenso mercado chino. También se quejan: la hipocresía occidental ante la llegada de productos chinos, como los textiles, ordenadores, teléfonos, televisores, fotocopiadoras, muebles y otros, se muestra en su renovado empeño de reclamar proteccionismo en sus países cuando han estado predicando las bondades de la apertura de los mercados y las fronteras, que, por otra parte, esconde, además, la importancia que para la economía occidental tienen los pedidos chinos: el pasado mes de septiembre, la Southern Airlines y China Aviation encargaban a la compañía europea Airbus aviones por un total de 1.800 millones de dólares. Y es apenas un ejemplo.
Pero la moda de acusar a China de todos los males viene de lejos. Igual ha ocurrido con el aumento del precio del trigo. Muchos analistas acusaban a China de crear inseguridad alimentaria en el mundo debido a su creciente necesidad de cereales. Es mentira. La delegación de la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) en Pekín declaraba este último verano que el desarrollo agrícola chino no sólo ha conseguido la autosuficiencia alimentaria sino que le permite, además, exportar.
Cada jornada, con el crepúsculo, los rascacielos de Hong Kong se encienden y apagan al son de viejas melodías y nuevas canciones, en un hermoso espectáculo, seguido por miles de personas, que realza la soberbia fachada de gigantescos rascacielos de la bahía, que nada tiene que envidiar al perfil de Manhattan: pretenden con ello mantener el atractivo turístico de una ciudad que es, al mismo tiempo, uno de los espejos en los que China se mira.
10. El país mantiene una política exterior pacífica y no va a crear crisis artificiales, ni en Asia, ni en otras partes del mundo. Sabe perfectamente lo que es la guerra. China sufrió durante la Segunda Guerra Mundial la embestida del fascismo japonés, y se calcula que la guerra causó unos treinta y cinco millones de heridos y muertos e incalculables pérdidas económicas y destrucciones. Baste citar la feroz matanza de Nankín, protagonizada por el ocupante japonés, para entender la dimensión del sufrimiento chino. Hay zonas de fricción con Estados Unidos, sí. Pero el reciente independentismo de algunas fuerzas políticas de Taiwan es una política urdida y fomentada desde Washington, que pretende crear dificultades a China. Lo mismo ocurre con Corea del norte: son crisis diseñadas en Estados Unidos. O con el Tíbet, donde (al margen del oportunismo del Dalai Lama, que predica paz y felicidad mientras procura recuperar un poder teocrático que mantenía la esclavitud, y que es jaleado de vez en cuando por actores de Hollywood y por el Departamento de Estado norteamericano) Washington sigue presionando para jugar sus cartas ante Pekín. China prosigue su acercamiento a la India, con grandes repercusiones estratégicas, mantiene buenas relaciones con Moscú (que llegan hasta a la realización de maniobras militares con Rusia) y procura contribuir a la estabilidad de Asia central, mientras adquiere protagonismo en Europa y en América, en África, y, poco a poco, en el mundo islámico.
China ha cambiado. Ofrece una imagen, a veces, contradictoria; en ocasiones, rutilante; a veces, confusa; en otras anclada todavía en el mundo campesino del pasado. Li Ao, un hombre de 70 años, que es uno de los escritores más célebres de Taiwan, ha visto el cambio chino. En una reciente visita a la China continental, evocaba sus recuerdos de infancia en Pekín. Habló, ante la televisión, de una vívida imagen que vio de niño: un pobre campesino que cargaba el tradicional palo en los hombros. En un extremo llevaba una canasta con verduras; en el otro, llevaba a su hijo. Por la noche, había vendido las verduras y, también, al niño, y lloraba. Li Ao recordó esa escena que le traía a la memoria, de nuevo, la extrema pobreza de la China anterior a la revolución. Muchas familias campesinas, para alimentar al resto de sus hijos, vendían a alguno de ellos a los habitantes de la ciudad. En un rasgo insólito en un ciudadano de Taiwan, que no estaba obligado a hacer una manifestación semejante, Li Ao agradecía al Partido Comunista la gran transformación que había experimentado el país.
Socialismo, con mercado. Una vida modestamente acomodada. Esas son las palabras que pronuncian los dirigentes comunistas chinos. Porque China sabe que las formas de vida occidentales no pueden extenderse a todo el mundo: se basan en la pobreza y la desigualdad de buena parte del planeta. Estados Unidos tiene petróleo barato, a costa de la pobreza árabe, por ejemplo. Pero no pueden cerrarse los ojos ante la realidad: los problemas son muchos, y acuciantes. El próximo Congreso del Partido Comunista, previsto inicialmente para el otoño de 2007, deberá enfrentarse a esa situación. El presidente del país y secretario general del PCCh, Hu Jintao, parece orientarse por el camino de restaurar los equilibrios sociales y resolver la insatisfacción del campesinado, pero otros dirigentes apuestan por el crecimiento económico, dejando de lado esas cuestiones.
Vuelvo, de nuevo, a Pekín. Escucho el Oriente es rojo, himno que cantaban los trabajadores en los años turbulentos y confusos de la revolución cultural. Paseo otra vez por la plaza de Tiananmen. Saludo a Mao, en la puerta de la ciudad prohibida. Cuando abandono la plaza Tiananmen, hago un leve gesto, sólo para mí, aunque ahora lo cuente aquí, en un pequeño y privado homenaje, no tanto a Mao como a la trayectoria de tantos honestos comunistas chinos: levanto fugazmente el puño cerrado mirando el gran retrato del dirigente comunista sobre la Ciudad Prohibida, procurando que nadie se dé cuenta, y, en efecto, así ocurre. Pero, en ese instante, veo a una joven que me observa. Sólo ella me ha visto. Ha sorprendido mi gesto, y me sonríe. El socialismo, el comunismo, no sólo no han muerto, no sólo no han agotado todas las palabras que tenían que pronunciar, sino que aún lo tienen todo, casi todo, por decir.