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    John Reed,Una vida al rojo vivo.Biografia

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    Mensaje por ajuan Dom Mar 06, 2011 10:34 pm

    Les dejo la figura de un gran hombre revolucionario.
    "Nacio en un lugar equivocado"

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    Llevaba el brazo en cabestrillo a causa de un balazo que había recibido durante la batalla. Con los ojos clavados en su herida, prosiguió:

    “(..) nos desprecian porque hemos soportado durante tanto tiempo una monarquía medieval. Pero ahora se ha visto claramente que el zar no era el único tirano en el mundo, que el capitalismo era peor y que en todos los países del globo reinaba el capitalismo. . . La táctica de la Revolución rusa ha abierto el verdadero camino...”.
    John Reed, "Diez días que conmovieron al mundo"

    Con motivo de la reciente publicación por Editorial Antídoto de la excelente crónica “Diez días que conmovieron al mundo” de John Reed, publico este articulo de su corta y apasionada vida. Al final un relato de Reed acerca del juicio a la I.W.W norteamericana, publicado originalmente en "The Masses".

    John Reed nació en 1887 en la ciudad de Portland, ubicada sobre la costa del Pacífico en Estados Unidos. Criado dentro de una familia burguesa, hijo de un padre pionero y progresista y de una madre más bien conservadora, pasa por un colegio de elite y luego hace su ingreso en la Universidad de Harvard. Allí pasa cuatro años, rodeado de hijos de ricos y magnates, donde organiza un club socialista y comienza a escribir para un diario llamado El Burlón; hechos que encrisparían más de una vez a las autoridades.
    Luego de retornar a EEUU de su primer viaje por el viejo continente, donde visita varios países, se traslada al bohemio barrio de Greenwich Village. Para ese momento Reed, debido a su talento como escritor, recibe ofertas desde todas las revistas ofreciéndole grandes sumas. Pero no se obnubilaría y se dedica a escribir en la revista “The Masses” conformado por un grupo de artistas y socialistas, la cual se proponía atacar los viejos sistemas y creencias, y “embestir a los espectros”.
    En 1913 los obreros de la I.W.W. conocidos como“wobblies” desarrollan un espectacular proceso de lucha obrera en los principales centros industriales de EEUU, produciéndose la huelga textil de Paterson en Nueva Jersey. 25.000 obreros de la seda, con duros métodos como los piquetes de huelga, se enfrentan a la patronal, el gobierno y los medios de comunicación al exigir sus reivindicaciones. Este sería uno de los primeros acercamientos de Reed al movimiento obrero.
    Más tarde Reed, inspirado en este hecho, presenta una obra de teatro, para darle propaganda y juntar fondos, nada menos que en el Madison Square Garden. Allí se presentaron estas heroicas jornadas de la clase obrera norteamericana donde los actores representaban la huelga, y después la salvaje represión que se cobró la vida de un obrero.

    De revolución en revolución

    Reed, siendo ya un periodista de renombre, va como corresponsal de varios medios gráficos a México (entre ellos “The Masses”), donde se estaba desarrollando nada menos que la revolución mexicana, con Pancho Villa y Emiliano Zapata a la cabeza. Pero ya no iría como un simple cronista, un espectador ajeno a los hechos, si no que se sumergía en los conflictos, descubriendo las miserias y la explotación que sufrían los trabajadores, actitud que lo llevaría con los años a convertirse en un actor de su mismo relato.
    Luego de cruzar Río Grande y de llegar a Durango se encuentra con las tropas de Pancho Villa, a quien lo acompaña gran parte del camino. Con los apuntes de estas crónicas produce México Insurgente. A diferencia del conjunto de la prensa norteamericana que acusaba a Villa de terribles crímenes, y defenestraba a la revolución en general, Reed a su vuelta, se declara un defensor de ella:"Sí, México se halla sumido en la revuelta y el caos. Pero la responsabilidad de ello no recae sobre los peones sin tierra, sino sobre los que siembran la inquietud mediante envíos de oro y de armas, es decir, sobre las compañías petroleras inglesas y norteamericanas en pugna..." 1
    En 1914, cuando se inicia la primer guerra mundial, Reed va como corresponsal de la Revista “Metropolitan” al frente de guerra, pasando por Europa del este, Francia, Alemania e Italia donde se declara en contra de la carnicería imperialista.
    Pero al volver a su país, con EEUU ya metido de pleno en la guerra, por sus posiciones se gana el odio del gobierno, la prensa y hasta el de su propia madre. Reed explica a los obreros que los enemigos no eran Japón y Alemania sino ese 2% de los EEUU que se llevaba más de la mitad de la riqueza producida. Así que la burguesía responde y debido a sus artículos anti-militaristas comparece ante la justicia por “alta traición”.
    Semejantes declaraciones caían como bombas incendiarias en medio del ambiente conservador y patrioteril que se respiraba. La restricción a la libertad de prensa y la represión a las organizaciones obreras y socialistas, eran moneda corriente, tanto como el calificativo de “traidor” para el que no se declaraba un guerrerista.
    Max Eastman2, amigo suyo y director de “The Masses”, en un discurso pronunciado en una ceremonia en su honor dijo: “Entonces la guerra llegó a Estados Unidos y la lucha activa principio en Rusia. Y John Reed- como aconteció a todos los hombres de aguda y libre inteligencia- se enfrentó con el dilema de la hipocresía en el seno del periodismo capitalista y la desprestigiada y desolada verdad de la prensa revolucionaria. Y escogió la verdad.” 3
    En 1917 cuando Rusia estaba ardiendo por los cuatro costados, y el gobierno provisional de Kerensky se encontraba en la cuerda floja, Reed decide viajar hasta allí y llega en septiembre de 1917 para vivir desde dentro la primera formación de un estado obrero.
    Anotando en su cuaderno los sucesos más trascendentales y descripciones de las principales figuras Reed va a producir una de sus mayores obras: “Diez días que conmovieron al mundo”. Un sagaz relato de la preparación de la insurrección y de los primeros días de la revolución rusa donde se identifica, desde el primer momento, con el pueblo trabajador, los soviets y su mayor expresión: los bolcheviques.
    El gobierno norteamericano, a través de sus agentes trato en seis ocasiones de robarle los manuscritos, pero este no sería el único enemigo de aquel magnifico relato. El estalinismo también lo atacaría, entre otras cosas, por resaltar el papel y la figura de León Trotsky en la revolución. 4 Desde el órgano estalinista de la Editorial “Progreso Moscú” se intentaría contradecir y falsificar la obra.
    Sin embargo sobre esta obra maestra, que fue por un tiempo manual escolar en Rusia, Lenin dijo de ella en el prologo para la edición norteamericana:
    “Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed diez días que estremecieron al mundo, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países”.


    Construyendo el socialismo revolucionario

    Reed, como cronista, con el objeto de lograr la máxima veracidad y vivacidad para sus relatos se va a sumergir cada vez más y más en los submundos sociales. Pero esa sumersión en la realidad social en un momento será tal, que ya no solo va a sentir la exigencia de relatar aquello, si no de transformarlo.
    Al regresar a América, Reed se había vuelto un verdadero revolucionario. Aquel cronista humanista y curioso por los submundos de las sociedades y con una intuitiva simpatía por ellos, se transformó con las experiencias vividas y su propia formación en un militante conciente y consecuente con el socialismo revolucionario.
    Es a partir de este regreso a EEUU, el cual lo hace de forma clandestina en un buque, que comienza a organizar desde dentro del Partido Socialista fundado por Eugene Debs, su ala izquierda, en lo que no tiene éxito. Luego de ser expulsado del partido funda el Partido Obrero Comunista que mas tarde junto con el Partido Socialista y bajo la política de la Internacional Comunista se unirían.
    A finales de 1919, al ser perseguido por el gobierno norteamiercano escapa a la Rusia soviética, que se halla inmensamente dañada debido a la guerra civil y el ataque imperialista; allí es nombrado miembro del comité ejecutivo de la III internacional y en su segundo congreso participaría como delegado norteamericano.
    Finalmente, John Silas Reed muere de Tifus con solo 32 años y es enterrado con grandes honores en la plaza roja. Así se iría la vida de un revolucionario que había entendido cabalmente la necesidad y urgencia de cambiar este mundo en beneficio de la clase obrera y las inmensas mayorías.
    Manuel
    Spoiler:


    1 Albert Rhys Williams, “Biografía de John Reed” en [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
    2 Discurso de Max Eastman en honor a John Reed, citado por Floyd Dell, en Introducción a Hija de la revolución, Fondo de cultura económica, Buenos Aires, 1989, p. 11
    3 Sería el mismo Max Eatsman quien luego de simpatizar con la oposición de izquierda se pasaría al anti-comunismo.
    4 Mientras que figuras como la de Trostky aparecen 71 veces, la de Stalin solamente una vez.
    Fuente:http://historiaymarxismo.blogspot.com/2008/03/john-reed-una-vida-al-rojo-vivo.html

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    Última edición por ajuan el Mar Mar 08, 2011 9:48 pm, editado 4 veces
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    Mensaje por ajuan Dom Mar 06, 2011 10:42 pm


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    Libro mas famoso de John[/quote]
    Diez días que estremecieron al mundo

    PREFACIO DE LENIN



    Después de haber leído, con inmenso interés e inalterable atención hasta el fin, el libro de John Recd, DIEZ DÍAS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO, desde el fondo de mi corazón lo recomiendo a los obreros de todos los países. Quisiera que ate libro fuese distribuido por millones de ejemplares y traducido a todas las lenguas, ya que ofrece ^ln cuadro exacto y extraordinariamente til u de acontecimientos que tan grande importancia tienen para comprender lo que.es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado. Estas cuestiones son hoy objeto de discusión general; pero, antes de aceptar o rechazar las ideas que encarnan, es indispensable comprender toda la significación del partido que con relación a ellas se tome. El libro de John Reed, sin duda alguna, ayudará a esclarecer este fundamental problema del movimiento obrero universal.

    V. I. LENIN

    Finales de 1919
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    Mensaje por pedrocasca Miér Sep 12, 2012 3:17 pm

    Otra biografía sobre John Reed es la escrita por su amigo (y en ocasiones compañero de viaje) Albert Rhys Williams***, probablemente escrita en 1921.

    tomado del libro Díez días que estremecieron el mundo, edición de 1967 del Instituto cubano del libro

    La primera ciudad norteamericana en que los obreros se negaron a cargar armas y municiones para el ejército de Koltchak fue la ciudad de Portland, en la costa del Pacífico. En esta ciudad nació John Reed el 22 de octubre de 1887.

    Su padre era uno de aquellos recios pioneros, de espíritu recto, que Jack London pinta en sus relatos sobre el Oeste norteamericano. Hombre de aguda inteligencia que odiaba la falacia y la hipocresía, en vez de ponerse, como tantos otros, al lado de las gentes ricas e influyentes, se enfrentó a ellas y, cuando los monopolios, como pulpos gigantescos, se apoderaron de los bosques y otras riquezas naturales del Estado, emprendió una lucha encarnizada en contra de ellos. Fue perseguido, combatido a muerte, despedido de su empleo. Pero jamás capituló ante sus enemigos.

    John Reed recibió de su padre una buena herencia: una inteligencia despierta y aguda, un temperamento de luchador, un espíritu intrépido y valeroso. Sus brillantes dotes se manifestaron desde edad temprana, y al terminar sus estudios secundarios fue enviado a Harvard, la más famosa Universidad de los Estados Unidos. Allí envíaban a sus hijos los reyes del petróleo, los barones de la hulla y los magnates del acero, sabiendo perfectamente que al cabo de cuatro años de deportes, de lujo y de "aburrido estudio de una serie de ciencias tediosas" volverían a casa con el espíritu depurado de la más leve sospecha de radicalismo. De este modo se moldean en los colegios y universidades decenas de millares de jóvenes norteamericanos, que salen de las aulas convertidos en aguerridos defensores del orden establecido, en guardias blancos de la reacción.

    John Reed pasó cuatro años detrás de los muros de Harvard, donde sus atractivos personales y sus dotes lo hicieron querido de todos. Convive diariamente con los jóvenes vastagos de las clases ricas y privilegiadas. Sigue las lecciones grandilocuentes de los reflexivos y ortodoxos profesores de sociología; escucha los sermones de los sumos sacerdotes del capitalismo, los profesores de Economía Política. Y acaba organizando un club socialista en el corazón de esta fortaleza de la plutocracia. Fue un verdadero bofetón asestado en la cara de estos sabios ígnaros. Sus profesores se consolaron pensando que sólo se trataba, sin duda, de una travesura de muchacho. "El radicalismo -se dijeron- se le pasará apenas cruce las puertas del colegio y se encare con la realidad de la vida."

    Terminados sus estudios y habiendo obtenido su grado universitario, John Reed se lanzó al amplio mundo, y en un período de tiempo increíblemente breve lo conquistó, gracias a su amor a la vida, a su entusiasmo y su pluma. Siendo todavía estudiante había colaborado en un periódico satírico titulado Latroon (El Burlón), haciendo gala de un estilo ingenioso y brillante. De su pluma brotó ahora un torrente de poemas, de relatos, de dramas. Los editores lo asaltaban con proposiciones, las revistas ilustradas le ofrecían sumas casi fabulosas, los grandes diarios le pedían crónicas sobre los acontecimientos más importantes de la vida en el extranjero.

    Se convirtió así en peregrino de los grandes caminos del mundo. Quien quisiera estar al corriente de la vida contemporánea no tenía más que seguir a John Reed; como el albatros, el ave de las tempestades, estaba presente dondequiera que sucedía algo importante.

    En Paterson, una huelga de los obreros textiles fue creciendo hasta convertirse en una tempestad revolucionaria: allí estaba John Reed, en el corazón de la tormenta.

    En Colorado, los esclavos de Rockefeller salieron de sus fosas y se negaron a volver a ellas, desafiando las macanas y los fusiles de los guardias: allí estaba John Reed, al lado de los rebeldes.

    En México, los peones oprimidos levantaron el estandarte de la revuelta y, con Pancho Villa a la cabeza, marcharon sobre el Palacio Nacional; John Reed cabalgaba mezclado con ellos.

    El relato de esta lucha vio la luz en la revista Metropolitan y más tarde en el libro México en armas[1]. Con patetismo auténticamente poético, John Reed pintó en estas páginas las montañas de color púrpura y los inmensos desiertos "defendidos, todo en torno, por las espinas de los cactus gigantes". Le gustaban las llanuras infinitas, pero amaba sobre todo a los hombres que moraban en ellas, explotados sin compasión por los terratenientes y la Iglesia católica. Reed los describe bajando con sus rebaños de los pastizales de las montañas para unirse a los ejércitos libertadores, cantando al atardecer junto a las hogueras del campamento y combatiendo aguerridamente por la tierra y la libertad, a despecho del frío y el hambre, descalzos y cubiertos de harapos.

    Estalla la guerra imperialista. Dondequiera que truena el cañón, allí está John Reed: en Francia, en Alemania, en Italia, en Turquía, en los Balcanes, en Rusia. Por haber denunciado la traición de los funcionarios zaristas y recogido documentos que demostraban su participación en la organización de las matanzas antisemitas fue detenido por los esbirros en unión del célebre pintor Bordman Robinson. Pero, como de costumbre, valiéndose de una hábil intriga, de un azar afortunado o de un astuto subterfugio, logró escapar de sus garras y lanzarse riendo a la nueva aventura.

    El peligro jamás lo detuvo. Era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas prohibidas, a las líneas avanzadas de las trincheras.

    ¡Cuan vivo permanece en mi recuerdo el viaje que hice con John Reed y Boris Reinstein por el frente de Riga, en septiembre de 1917! Nuestro automóvil se dirigía al Sur, hacia Venden, cuando la artillería alemana comenzó a bombardear un pueblo situado al Este. De pronto, este pueblo se convirtió para John Reed en el lugar más interesante del mundo. Se empeñó en que fuésemos allí. Marchábamos prudentemente a rastras. De pronto estalló detrás de nosotros un enorme proyectil, y en el sitio por el que acabábamos de pasar brotó una columna negra de humo y polvo.

    Llenos de miedo, nos agarramos unos de los otros, pero minutos después John Reed estaba radiante. Parecía como si hubiese satisfecho una necesidad imperiosa de su naturaleza.

    Así recorría el mundo, de un país a otro, de un frente a otro, de una a otra aventura extraordinaria. Pero John Reed no era simplemente un aventurero, un periodista, un espectador indiferente, un observador impasible de los sufrimientos humanos. Lejos de ello, estos sufrimientos eran los suyos propios. El caos, el lodo, los sufrimientos y la sangre vertida ofendían su sentimiento de la justicia y del decoro. Trataba obstinadamente de descubrir la raíz del mal, para extirparla.

    Cuando regresaba a Nueva York de sus andanzas por el mundo no era para descansar, sino para seguir trabajando en defensa de sus ideas.

    A su vuelta de México declaró: "Sí, México se halla sumido en la revuelta y el caos. Pero la responsabilidad de ello no recae sobre los peones sin tierra, sino sobre los que siembran la inquietud mediante envíos de oro y de armas, es decir, sobre las compañías petroleras inglesas y norteamericanas en pugna..."

    Regresó de Paterson para montar en la sala más capaz de Nueva York, en Madison Square Garden, una grandiosa representación dramática titulada "La batairífclel proletariado de Paterson contra el capital".

    Trajo de Colorado el relato de los asesinatos de Ludlow, cuyo horror casi superaba al denlos fusilamientos del Lena, en la Siberia. Contó cómo los mineros eran arrojados de sus casas, cómo vivían en tiendas de campaña, cómo estas tiendas eran rociadas de gasolina e incendiadas, cómo los soldados disparaban contra los obreros que corrían, y cómo perecieron entre las llamas una veintena de mujeres y niños. Dirigiéndose a Rockefeller, rey de los millonarios, declaró: "Esas son tus minas, esos son tus bandidos mercenarios y tus soldados. ¡Sois unos asesinos!"

    Regresaba de los campos de batalla no con triviales charlas acerca de las ferocidades de tal o cual beligerante, sino maldiciendo la guerra en sí, como una carnicería, un baño de sangre organizado por los imperialismos rivales. En el Liberator, revista progresiva de carácter revolucionario, a la que entregaba gratuitamente sus mejores escritos, publicó un virulento artículo antimilitarista bajo los titulares: "Prepara una camisa de foerza para tu hijo soldado". Fue llevado con otros autores ante un Tribunal de Nueva York, acusado de alta traición. El fiscal hizo lo indecible por arrancar de los jurados patriotas un veredicto que sirviera de escarmiento; llegó incluso a situar cerca de los edificios del tribunal una banda que estuvo tocando himnos nacionales todo el tiempo que duraron las deliberaciones. Pero Reed y sus compañeros defendieron valientemente sus convicciones. Después de que Reed hubo declarado gallardamente que consideraba como su deber luchar por la transformación social bajo la bandera revolucionaria, el fiscal le dirigió esta pregunta:

    -Pero, en la actual guerra, ¿combatiría usted bajo la bandera norteamericana ?

    -¡No! -contestó Reed en forma categórica.

    -¿Y por qué?

    Y, a manera de respuesta, John Reed pronunció un discurso apasionado en el que pintíba los horrores de que había sido testigo en los campos de batalla. Su narración fue tan elocuente, tan impresionante, que incluso algunos de los jurados miembros de la pequeña burguesía y ya prevenidos contra los acusados no pudieron contener las lágrimas. Todos los redactores fueron absueltos.

    En el momento en que los Estados Unidos entraban en la guerra, John Reed hubo de sufrir una operación quirúrgica. Le extirparon un riñon. Los médicos lo declararon inútil para el servicio militar.

    -La pérdida de un riñon -decía irónicamente- me puede librar de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de hacer la guerra entre las clases.

    En el verano de 1917, John Reed salió apresuradamente para Rusia, donde había percibido, en los primeros combates revolucionarios, la proximidad de una gran guerra de clases.

    Un rápido análisis de la situación le llevó a la conclusión de que la conquista del poder por el proletariado ruso era lógica e inevitable. Todas las mañanas, al despertarse, comprobaba, con una pena rayana en la irritación, que la revolución no había comenzado todavía. Por último, el Smolny dio la señal y las masas se lanzaron a la lucha revolucionaria. De la manera más natural del mundo, John Reed se lanzó con ellas. En todas partes, como dotado del don de ubicuidad, se halló presente: en la disolución del preparlamento, en el levantamiento de las Barricadas, en el delirante recibimiento tributado a Lenin y a Zinoviev al salir de la clandestinidad, en la caída del Palacio de Invierno...

    Pero todo esto lo ha referido él en su libro.

    Por dondequiera que pasaba iba recogiendo documentos. Reunió colecciones completas de la Pravda y la Izvestia, proclamas, bandos, folletos y carteles. Sentía una especial pasión por los carteles. Cada vez que aparecía uno nuevo no dudaba en despegarlo de las paredes si no podía obtenerlo de otro modo.

    Por aquellos días, los carteles aparecían en tal profusión y con tal rapidez, que los fijadores tropezaban con dificultades para encontrar sitio donde pegarlos en las paredes. Los carteles de los kadetes, de los socialrevolucionarios, los mencheviques, los socialrevolucionariós de izquierda y los bolcheviques, eran pegados unos encima de otros, en capas tan espesas, que un día Reed desprendió dieciséis sobrepuestos. Me parece verle en mi cuarto mientras tremolaba la enorme plasta de papel, gritando: "¡Mira! ¡He agarrado de un golpe toda la revolución y la contrarrevolución!"

    Fue formaardo así, por los procedimientos más diversos, una colección formíaable de documentos. Tan formidable que, al desembarcar en el puerto de Nueva York, después de 1918, los agentes de la Procuraduría de los Estados Unidos le despojaron de ella. Logró, sin embargo, rescatarla y ponerla a buen recaudo en el cuartucho neoyorquino donde, entre el estruendo de los trenes aéreos y los subterráneos corriendo sobre su cabeza y debajo de sus pies, escribió su libro DIEZ DÍAS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO.[2]

    Como es natural, los fascistas norteamericanos no tenían el menor deseo de que este libro llegase a conocimiento del público. En seis ocasiones se introdujeron en las oficinas de la casa editora, tratando de robar el manuscrito. Una fotografía de John Reed lleva esta dedicatoria: "A mi editor, Horace Liveright, que ha estado a punto de arruinarse por lanzar este libro".

    No fue este libro el único fruto de su actividad literaria relacionado con la propaganda de la verdad sobre Rusia. La burguesía no quería, naturalmente, oír hablar de esa verdad. Odiaba y temía a la Revolución rusa, a la que trató de ahogar en un torrente de mentiras. Las tribunas políticas, las pantallas de los cines, las columnas de los periódicos y de las revistas desparramaban oleadas interminablesde repungnantes calumnias. Las revistas que antes se desvivían por obtener artículos de Reed se negaban ahora a publicar ni una sola línea escrita por él. Pero no podían impedirle que hablara. Y John Reed tomaba la palabra en mítines donde las multitudes se apretujaban.

    Fundó una revista. Se incorporó a la redacción de la revista socialista The Revolutionary Age ("La Edad Revolucionaria") y después a la del Communist. Escribió artículo tras artículo para el Liberator, recorrió el país, participó en conferencias, atiborrando de datos a cuantos le escuchaban, contagiándoles su pasión combativa, su ardor revolucionario. Por último, organizó con su grupo, en el mismo corazón del capitalismo norteamericano, el Partido Obrero Comunista, lo mismo que diez años antes había organizado un club socialista en el propio corazón de la Universidad de Harvard.

    Como de costumbre, los "sabios" se habían equivocado. El radicalismo de John Reed había sido cualquier cosa menos un "capricho pasajero", una "travesura de muchacho". Contra sus pronósticos, el contacto con el mundo exterior no había curado a John Reed de sus "locuras". Por el contrario, sólo había servido para reafirmar y reforzar su radicalismo,. Cuan firmes y profundas eran las convicciones de John Reed pudo comprobarlo la burguesía norteamericana leyendo The Voice of Labour, el nuevo órgano comunista que se publicaba bajo la dirección de nuestro autor. La burguesía de los Estados Unidos comprendió que, por fin, su patria contaba con un auténtico revolucionario. La sola palabra "revolucionario" la hace temblar. Es cierto que Norteamérica ha conocido revolucionarios en el remoto pasado y todavía hoy existen en el país sociedades como las que se adornan con los nombres de Hijos de la Revolución Norteamericana, que recuerdan aquellos tiempos. Es la forma que tiene la burguesía reaccionaria de rendir homenaje a la revolución de 1776. Pero aquellos revolucionarios hace ya mucho tiempo que dejaron este mundo. En cambio, John Reed era un revolucionario viviente, increíblemente vivo y dinámico, ¡un verdadero desafío para la burguesía! Había que encerrarlo a toda costa detrás de las rejas de la prisión. John Reed fue, pues, detenido y encarcelado. Y no una vez, ni dos, sino veinte veces. En Filadelfia, la policía clausuró el local donde John Reed iba a tomar la palabra en un mitin. John Reed se subió a una caja de jabón y, desde esta tribuna improvisada, en plena calle, habló a un nutrido auditorio. El mitin tuvo tanto éxito, despertó tal simpatía que, detenido el orador por "alteración del orden público", no fue posible convencer al jurado de que pronunciase un veredicto condenatorio. Parecía como si las autoridades de todas las ciudades de los Estados Unidos no se sintieran contentas hasta haber detenido a John Reed una vez por lo menos.

    Pero siempre lograba salir en libertad bajo fianza o un aplazamiento del juicio que aprovechaba para ir a librar otra batalla en un nuevo terreno.

    La burguesía occidental ha hecho ya un hábito el achacar todas sus desgracias y fodos sus reveses a la Revolución rusa. Uno de sus crímenes más nefario es haber sacado de quicio a este joven norteamericano, de dotes tan brillantes, convirtiéndolo en fanático de la revolución. Así piensa la burguesía. La realidad es un poco diferente.

    La verdad es que no fue Rusia quien hizo de John Reed un revolucionario. Desde el día en que nació corría por sus venas sangre revolucionaria norteamericana. Por mucho que constantemente y en todas parte se considera a los norteamericanos como gentes orondas y bien nutridas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias, todavía circula por sus venas el espíritu de inconformidad y de rebeldía. Basta recordar a los grandes rebeldes de otros días: Thomas Paine, Walt Whitman, John Brown, Parsons. Y ahí están también, en fecha más cercana, los camaradas de armas de John Reed: Bill Haywood, Robert Minor, Rootenberg y Foster. Basta recordar los sangrientos conflictos de los distritos industriales de Homestead, Pullman y Lawrence y las luchas de la I.W.W. Todos ellos -los dirigentes y las masas- eran hombres de pura estirpe norteamericana. Y aunque en la hora actual los hechos parecen desmentirlo, la sangre de los norteamericanos está fuertemente impregnada de espíritu de rebelión.

    No vale decir, por tanto, que fue Rusia la que hizo de John Reed un revolucionario. Sí hizo de él, es verdad, un revolucionario consecuente y de mentalidad científica. Este es su mérito. Rusia llevó a su mesa de trabajo los libros de Marx, Engels y Lenin. Le ayudó a comprender el proceso histórico y la marcha de los acontecimientos. Le ayudó a cambiar sus puntos de vista humanistas un poco vagos por los hechos escuetos y rudos de la economía política. Le ayudó a convertirse en un educador del movimiento obrero americano y a esforzarse por situarlo sobre aquellos cimientos científicos en los que él mismo había asentado sus convicciones.

    -La política no es tu fuerte, John -le decían algunas veces sus amigos-. Tú no has nacido para propagandista, sino para artista. Debes consagrar tu talento exclusivamente al trabajo literario creador. Reed sentía con frecuencia la verdad de estas palabras, pues en su mente brotaban sin cesar nuevos poemas, nuevos dramas, que buscaban a cada paso su expresión, que aspiraban a revestir forma poética. Y cuando sus amigos insistían en que abandonara la propaganda revolucionaria y se entregara a su pluma, les contestaba sonriendo:

    -Está bien, en seguida os daré gusto.

    Pero ni por un memento interrumpía sus actividades revolucionarias. Aquello era superior a sus fuerzas. La Revolución rusa se había adueñado de él en cuerpo y alma, lo cautivaba, lo obligaba, quisiera o no, a someter su temperamento anárquico, vacilante, a la rigurosa disciplina mental del comunismo. Lo había enviado, como una especie de profeta, con la antorcha encendida a las ciudades de Norteamérica. Hasta que, un buen día, la Revolución lo llamó a Moscú para trabajar en la Internacional Comunista por la unificación de los dos partidos comunistas existentes en los Estados Unidos.

    Pertrechado con nuevos conocimientos de la teoría revolucionaria, John Reed emprendió un viaje clandestino rumbo a Nueva York. Denunciado por un marinero, lo obligaron a desembarcar y fue recluido en la celda de una cárcel de Finlandia. Desde allí logró llegar de nuevo a Rusia, escribió en las páginas de la Internacional Comunista, reunió documentos para un nuevo libro, fue enviado como delegado al Congreso de los pueblos de Oriente, celebrado en Bakú. Pero habiendo contraído el tifus (probablemente en el Cáucaso) y agotado por el exceso de trabajo, la enfermedad lo abatió, y murió el domingo 17 de octubre de 1920.

    Muchos combatientes del temple de John Reed han luchado contra el frente contrarrevolucionario, en los Estados Unidos y en Europa con la misma determinación con que el Ejército rojo peleó frente a la contrarrevolución en la U.R.S.S. Unos han caído víctimas de la furia homicida; otros han enmudecido para siempre en las cárceles; uno perdió la vida en una tempestad desatada en el Mar Blanco, de regreso a Francia; otro se estrelló en San Francisco con el avión desde el que lanzaba proclamas protestando contra la intervención. El asalto del imperialismo contra la revolución ha sido furioso, pero más todavía habría podido serlo de no haber existido estos combatientes. No cabe duda de que hombres como éstos han contribuido en algo a contener los embates de la contrarrevolución. La Revolución rusa no ha contado solamente con la ayuda de los rusos, los ucranianos, los tártaros y los caucasianos; también han aportado a ella sus esfuerzos, siquiera sea en menor medida, los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y otros pueblos. Entre estos hombres "no rusos" descuella en primer plano la figura de John Reed, hombre de dotes excepcionales, arrebatado por la muerte cuando se hallaba en la plenitud de sus fuerzas...

    Cuando de Helsingfors y de Reval llegó la noticia de su muerte estábamos convencidos, en los primeros momentos, de que era una mentira más de las muchas que salen a diario de las fábricas de falsedades contrarrevolucionarias. Pero cuando Louise Bryant nos confirmó la desconcertante noticia tuvimos que abandonar, pese a nuestro dolor, la esperanza de verla desmentida.

    A pesar de que la muerte sorprendió a John Reed en el exilio, desterrado de su patria y condenado a una pena de cinco años de cárcel, la misma prensa burguesa se vio obligada a rendir tributo al artista y al hombre. Un suspiro de alivio se escapó del pecho de los burgueses: ¡John Reed, el gran desenmascarador de sus mentiras y de su hipocresía, el hombre cuya pluma era para ellos un azote, ya no existía!

    Los revolucionarios de los Estados Unidos han sufrido una pérdida irreparable. Es muy difícil para los camaradas que viven fuera de Norteamérica calibrar el profundo duelo provocado por su muerte. Los rusos consideran como algo perfectamente natural y lógico el que un hombre muera por sus convicciones. No hay por qué derramar lágrimas sobre una muerte así. Miles y decenas de miles de hombres han dado su vida por el socialismo en la Rusia soviética. En los Estados Unidos, las vidas así inmoladas no abundan. Si se quiere, John Reed fue el primer mártir de la revolución, el que marcó el camino seguido luego por miles. El brusco final de su vida, verdaderamente meteórica, en la lejana Rusia cercada por el bloqueo, fue un golpe terrible para los comunistas norteamericanos.

    Un consuelo les queda a sus viejos amigos y camaradas; los restos de John Reed reposan en el único lugar en el mundo donde él quería encontrar su último descanso: en la Plaza Roja de Moscú, al pie de las murallas del Kremlin.

    Sobre su nicho se ha colocado una piedra sepulcral a tono con su carácter, una piedra de granito sin pulir en la que aparecen grabadas estas palabras: JOHN REED DELEGADO A LA TERCERA INTERNACIONAL 1920

    NOTAS:

    [1] John Reed, Insurgent Mexico, 1914. Publicado por el autor.

    [2] John Reed. Ten Days That Shook The World. 1919, Boni & Liveright, Nueva York.

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    John Reed

    ***Albert Rhys Williams (1883-1962): sindicalista, periodista y predicador norteamericano, fue testigo y participante en la Revolución Rusa de octubre de 1917 y amigo de John Reed y de V. I. Lenin. Se le atribuye la siguiente frase escrita poco antes de fallecer: "Si he permanecido fiel a la Revolución y aún espero el triunfo definitivo del socialismo en el mundo es porque, al igual que Lenin, creo en la bondad esencial del hombre."

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