La vida precaria: los malestares en el capitalismo contemporáneo
texto escrito por Luis Salas - año 2009
en el Foro se publica en 2 mensajes
---mensaje nº 1---
Me duele la cabeza: el stress en la cultura
Días atrás leía un artículo de un psicoanalista argentino[1] donde se comentaba cómo, en los últimos tres o cuatro años, las demandas de atención venían mostrando similitud en cuanto a la descripción de algunos síntomas no tradicionales en este tipo de clínica. En los comienzos de las actividades anuales, se decía, recién terminadas las vacaciones y casi sin distinción de edades ni de sexo a partir de la adultez, los pacientes manifiestan quejas por cansancio y contracturas de diversas partes del cuerpo, en particular la cintura escapular. A esto se le suman lumbalgias y bruxismo, acompañados por dolores de cabeza como efecto de pinzamientos cervicales y a la vez algo que solía aparecer a partir de los 60 años pero que ahora lo hace a edad más temprana: dificultades con la memoria de nombres propios y de compromisos o acciones recientes.
Aunque no se les nombra en el artículo, a esta serie de síntomas pudiéramos sin dificultad sumársele otros: dolores no específicos pero recurrentes, mareos y desordenes alimenticios, agotamiento crónico, dificultades para conciliar el sueño cuando no insomnio total, ansiedad, pérdida del apetito, de motivación y falta de deseo sexual. En algunos casos más severos, dichos síntomas pueden venir acompañados de erupciones o manchas en la piel. En otros, es posible que se manifieste cierta dislexia entendida como la dificultad de coordinar ideas con normalidad, de pronunciar bien o simplemente de encontrar la palabra adecuada para aquello que se quiere expresar. En todos los casos, un malestar general pero a menudo imposible de identificar, como una mezcla de hastío y tristeza con desgano sin causa ni motivo preciso, suele acompañar los cuadros descritos.
Como señala el autor, y como cualquiera que haya asistido alguna vez al médico puede perfectamente testimoniar, rápidamente se tiende a atribuir todo esto al stress. De aquí lo habitual sea que los diagnósticos concluyan en una de esas típicas charlas de internistas que varían entre psicopatología de época y consejos de naturalistas. Es decir, aquellas que asocian el stress a las demandas compulsivas de la vida moderna, al exceso de trabajo y de preocupaciones, agobiados como estamos por las responsabilidades y el ritmo frenético del mundo de hoy, por lo cual invariablemente terminan recomendando además de alguna medicación dormir al menos ocho horas, dedicarle tiempo a actividades placenteras, hacer ejercicios, varias las dietas, tomar vacaciones, hacer terapias de relajación, en fin, disfrutar un poco más de la vida.
Lo interesante del artículo, sin embargo, es que en él se cuestiona justamente este diagnóstico. Y no porque no sea de algún modo cierto lo que dicen y recomiendan los médicos, sino porque, como plantea el autor, con ello sólo se registran efectos sin rastrear en causas y razones:
“Aunque el stress haya sido descrito a mitad del siglo XX, acompaña a los seres parlantes desde siempre. Desde siempre, con mayor o menor frecuencia, se presentan alarmas de reacción, necesidades de adaptación y, si se extienden dichas condiciones, estados de agotamiento. Los cansancios crónicos que describí al comienzo, asociados a efectos sobre la memoria, no tienen como base esa alarma; en todo caso no los determina lo nuevo, lo epocal. Tampoco obedecen necesariamente a depresiones: pueden observarse en todo tipo de psicopatologías, incluso en gente muy activa que está lejos de la depresión”.
Entonces, ¿de qué se trata? Para el autor, el desarrollo combinado de las nuevas tecnologías de informática y comunicaciones son las que han generado las condiciones de posibilidad para multiplicar a niveles inesperados el trabajo cerebral. En tal sentido, sostiene que “la letra y el significante”, pilares del trabajo científico y de sus derivaciones tecnológicas, no sólo permiten producir mercancías que multiplican la eficacia del trabajo, sino que al hacerlo dejan restos sin significar del registro de lo real que se expresan consecuentemente en el cuerpo y la mente en forma de malestares:
“Parto de la siguiente observación. En estos últimos años se ha extendido y diversificado la utilización de las computadoras, Internet, correos electrónicos y chats, más el uso intensivo de los teléfonos celulares, no sólo con sus diversas funciones de voz, mensajitos de texto, recepción y contestación de correo electrónico, fotografía, videos y otras. A esto se suma que la política neoliberal logró extender la jornada de trabajo a diez horas y más; en forma complementaria, instaló la desocupación estructural, diferente del clásico “ejército industrial de reserva” descripto por Marx. Esta desocupación es insalvable en tanto las nuevas máquinas suplen cada vez mayor cantidad de mano y seso de obra y, además, cuando los asalariados se defienden, las empresas se “deslocalizan”, trasladándose a países pobres donde mano y seso de obra resultan mucho más baratos. Entonces: más horas de trabajo y más concentración de actividad por hora, no sólo en el horario laboral, sino también en los descansos”.
(…) ¿Qué podemos decir de esto a partir del concepto psicoanalítico de represión? Esta función sostiene olvidos y da a leer “entrelíneas” significaciones ocultas… Como consecuencia, mientras mayor es el bombardeo de palabras sobre nuestro sistema perceptivo, menor es la posibilidad de entender a fondo lo que se nos dice y mayor la de olvidar. Por eso, la multiplicación de la información desinformante en los medios masivos, más la presencia de los celulares y computadoras como factores que mantienen ocupadas las manos y la mirada, amplían tempranamente el campo de los olvidos referidos al pasado reciente.
(…) El adelantamiento de la edad para los trastornos de memoria, como el cansancio crónico, son indicios de una época que ha multiplicado la actividad cerebral y el desgaste corporal de los seres hablantes. No encontramos cómo contraponernos a los efectos arrasadores que, sobre cuerpos y mentes, tienen las nuevas tecnologías, gozadas por la voracidad de las grandes corporaciones y gozadas, también, por la voracidad de las mayorías.”
Riesgo por todas partes.
Efectivamente, hay términos que cada cierto tiempo se ponen de moda. Hace unos años, durante “los felices noventa”, Globalización era con toda seguridad la palabra de uso más corriente en las ciencias sociales, pero también en lo que solemos llamar “la opinión pública”. Y es que no había sociólogo ni economista, pero tampoco político ni periodista y en realidad casi cualquier persona que no se refiriera a ésta como un fenómeno evidente, independientemente que se tuviera una actitud optimista o escéptica ante sus implicaciones. De la misma manera, hoy día otro término ocupa espacios importantes en la jerga de las ciencias sociales pero también, a partir de la ocurrencia de no pocos fenómenos más o menos traumáticos, en el espíritu mismo de nuestro tiempo: el Riesgo.
Efectivamente, por lo general no basta un sólo fenómeno por más traumático que sea para consolidar un término. De alguna manera, hace falta que se establezca una suerte de patrón o norma social de acontecimientos que se suceden con cierta regularidad. Al desastre de Chernobil, primer evento contabilizado por Beck bajo los parámetros de la Sociedad de Riesgo, lo siguieron un número importante de casos que pudiéramos reunir bajo el título genérico de “cuestión ecológica”, es decir, la manifestación cada vez más radical del límite en su relación con la naturaleza a la que se aproxima el mundo actual. Toda la problemática asociada a la capa de ozono, por ejemplo, y al calentamiento global entrarían en esta categoría. Empero, si algo fue determinante para la consolidación definitiva del Riesgo en el imaginario público eso ha sido sin duda los sucesos del 11 de septiembre de 2001, tanto en lo que concierne al problema “primermundista” de la irrupción en su espacio de eventos sangrientos tradicionalmente asociados a la periferia, como al sometimiento desde entonces de todo el planeta a ese estado de sitio global implicado en la doctrina de la guerra preventiva contra el terrorismo, incluida acá desde luego, entre muchas otras cosas, toda la paranoia que desde entonces implica el control de las actividades aéreas.
La actual “crisis financiera global” también debería considerarse, según este esquema, dentro de las coordenadas de la Sociedad de Riesgo Global. Y es que si alguna gracia tiene lo ocurrido es que tal vez como ningún otro caso (excepto claro está del problema ecológico), impuso la sensación de que todos, en mayor o menor medida, más allá de nuestra condición social o ubicación geográfica estamos expuestos a la ocurrencia de desastres comunes. No sólo fueron los perjudicados de siempre: el sur de Asia, Argentina o México, sino la propia city londinense y Wall Street. No únicamente quebraron pequeños y medianos ahorristas, sino también grandes inversionistas, empresas y hasta países. No en balde, la explicación oficial y la alternativa han recurrido al término Riesgo para explicar lo ocurrido: se dice que la crisis devino porque los riesgos incalculables del crédito inmobiliario y de otros préstamos se ocultaron intencionadamente con la esperanza de que su diversificación y ocultación acabarían reduciéndolos. Aseveración que desde luego deviene de la (ahora) evidente relación ambigua que el sistema financiero mantiene con los riesgos, motivo por el cual no necesariamente estos se evitan sino más bien se promueven a través de complicados instrumentos de inversión que pretenden mayores rentabilidades. Así las cosas, de repente el virus del riesgo se encuentra en todas partes: “como en un baño ácido el miedo disuelve la confianza, lo cual potencia los riesgos y provoca, en una reacción en cadena, un autobloqueo del sistema financiero.”[2]
El más reciente capítulo de toda esta historia lo representa, como no, la epidemia de gripe porcina. Ciertamente, hay acá más de alarma mediática que de catástrofe sanitaria real, pero incluso en ese caso no deja de ser en ejemplo bastante ilustrativo de cómo parecieran funcionar las cosas en el mundo de la Sociedad de Riesgo Mundial. Aquí, lo que comenzó como un focalizado brote viral en poblaciones pobres, asociado a condiciones de insalubridad y manipulación farmacológica de la sobreexplotada industria porcina mexicana, pronto se expandió a casi todo el país y, gracias al turismo internacional, a varios continentes, desatando una paranoia global que incluyó un estado de excepción epidemiológico para la capital mexicana, brotes de xenofobia en no pocos lugares, la circulación de teorías conspirativas en torno a los experimentos de guerra bacteriológica sobre las poblaciones y, por supuesto, un significativo repunte de la industria farmacológica agobiadas como otras tantas por la recesión. En Santiago de Chile, por ejemplo, una ciudad de por sí hipocondríaca, los antigripales y las mascarillas se acabaron incluso antes de descubrirse el primer caso.
II
“Estar en riesgo es la manera de estar y de gobernar en el mundo de la modernidad; estar en riesgo global es la condición humana del comienzo del siglo XXI.”
Ulrich Beck. La sociedad del riesgo mundial.[3]
Crisis financiera - desplome de bolsas
La hipótesis del Riesgo, tanto la científica como la del sentido común, comparten el mismo supuesto: que aquellas cosas que en principio estaban llamadas a traer mayor bienestar al hombre pareciera que ahora, por el contrario, representan una amenaza para el mismo. En este sentido, a lo que asistimos hoy no sería a los problemas generados por los fracasos del proyecto moderno, sino más bien a los efectos del éxito de dicho proyecto, efectos “no deseados” ciertamente, colaterales como se dice, pero nunca ajenos al desarrollo propio de la Modernidad. Así las cosas, el riesgo nuclear se asocia a los avances del desarrollo energético, la problemática ecológica en general al industrial, la gripe porcina a la sobre producción alimentaria (y al desplazamiento globalizado), el virus de las vacas locas a la manipulación genética, la crisis financiera a la evolución de los mercados apuntalados por las nuevas tecnologías de la información , etc.
No es nueva, sin embargo, esta tensión entre la Modernidad y sus consecuencias “perversas”. De hecho, una larga y noble tradición de pensadores ha convertido esto en parte importante sino centro de sus reflexiones. Al menos desde el Fausto de Goethe, el Marx del Manifiesto, pasando un poco por Freud, Nietzsche, Benjamin y Baudelaire pero especialmente por Weber y un poco más tarde por Adorno y Horkheimer, es una preocupación a la que reiterativamente se vuelve. Autores como Lash, Giddens, Bauman, Castells, Sassen, Sennett, Lipovetsky, Ianni, entre muchos otros, también refieren permanentemente a estos temas. Pero la que tal vez sea la línea más consistente de esta corriente de pensamiento, no obstante, es la que pasa por Weber y atraviesa toda la Escuela de Frankfurt hasta Beck. En el caso de este último pudiéramos decir, citando a los primeros, que en la actualidad asistimos un poco a la consumación de la “dialéctica negativa de la ilustración”, a la efectuación de los síntomas de esa “enfermedad de la razón” derivada del afán del hombre por dominar la naturaleza, de constituirse “en señor” del “mundo desencantado por la racionalidad técnica instrumental”. En tal virtud, para Beck la modernización debe concebirse como un proceso de renovación permanente que a la vez “envejece”, siendo entonces la Sociedad de Riesgo la cara envejecida de la Modernidad Industrial. Así las cosas, el concepto de Sociedad de Riesgo haría referencia a una fase de desarrollo de la Sociedad Moderna en la que los riesgos generados por la misma dinámica de renovación se sustraen de las instituciones de aseguramiento y control de la sociedad, forzosamente en el curso de la dinámica independizada de la modernización según el modelo de los “efectos concomitantes paralelos”. La Sociedad del Riesgo no sería por tanto una opción que pudiera aceptarse o rechazarse como modelo: surgiría del desarrollo mismo de un proceso de modernización independizado, ciego en cuanto a sus consecuencias y peligros:
(…) La teoría de la sociedad del riesgo mundial aborda la comprensión de la ubicuidad irreprimible de la incertidumbre radical en el mundo moderno. Las instituciones básicas, los actores de la primera modernidad –la ciencia y los sistemas especializados, el Estado, el comercio y el sistema internacional, incluyendo el militar– responsables del cálculo y del control de las incertidumbres fabricadas están socavados por una conciencia creciente acerca de su ineficiencia, e incluso de las consecuencias contraproducentes de sus acciones. Esto no ocurre de cualquier manera sino sistemáticamente.
La radicalización de la modernidad genera esta ironía fundamental del riesgo: la ciencia, el Estado y el ejército se están convirtiendo en parte de un problema que supuestamente deberían resolver. Esto es lo que significa la “modernidad reflexiva”: no vivimos en un mundo post-moderno, sino en un mundo más moderno. No es la crisis, sino la victoria de la modernidad, a través de la cual la lógica de los efectos secundarios desconocidos e involuntarios socava las instituciones básicas de la primera modernidad.”[4]
En lo fundamental, la teoría de la Sociedad del Riesgo da en efecto cuenta de un cambio de época evidente. Digamos, pese a que no se puede asegurar tajantemente que los estilos de vida de sociedades tradicionales o no capitalistas hayan sido más seguros que los actuales, los riesgos de la vida hoy no son comparables a los de épocas anteriores, pero no tan solo desde el punto de vista tipológico o de magnitud, sino en su origen cualitativo mismo. Como diría Giddens, la diferencia fundamental radica entre la externalidad de los riesgos de antaño y la internalidad de los actuales. Y es que hasta no hace muchos años, y por mucho tiempo, la mayores preocupaciones humanas derivaban de amenazas provenientes de un exterior indeterminado. Las catástrofes naturales y en general todo lo asociado a los efectos de la naturaleza sobre nuestras vidas fueron las principales fuentes de peligro. El origen de esa figura tan común para nosotros en la actualidad de los seguros, por ejemplo, surgió de hecho ante el encuentro con el azar climático – ambiental de las expediciones marítimas y el transporte de mercancía en largas distancias. Sin embargo, en una escala mucho más cotidiana, el hecho mismo de las enfermedades o si a alguien le iba simplemente mal o bien en la vida era considerado parte de un designio divino o bien fruto del azar. Hoy, por el contrario, la sensación es otra: las cosas que más nos amenazan, las que constituyen el centro de nuestras preocupaciones ya no provienen necesariamente de un afuera imponderable, sino del núcleo mismo civilizatorio. Ya no es la naturaleza o lo sobre natural lo que nos obsesiona, es la cultura, la sociedad. Lo paradójico del asunto es que todo lo que ahora amenaza con destruirnos fue construido con el firme propósito de, justamente, reducir lo azaroso de la existencia, de domesticar el caos y la contingencia de la vida humana en su relación con el mundo. De tal modo que si alguna vez la expresión los sueños de la razón producen monstruos ha tenido sentido sería entonces hoy, cuando las promesas del Progreso y la Modernidad llegaron pero de un modo retorcido, como catástrofe y no como liberación.
texto escrito por Luis Salas - año 2009
en el Foro se publica en 2 mensajes
---mensaje nº 1---
Me duele la cabeza: el stress en la cultura
Días atrás leía un artículo de un psicoanalista argentino[1] donde se comentaba cómo, en los últimos tres o cuatro años, las demandas de atención venían mostrando similitud en cuanto a la descripción de algunos síntomas no tradicionales en este tipo de clínica. En los comienzos de las actividades anuales, se decía, recién terminadas las vacaciones y casi sin distinción de edades ni de sexo a partir de la adultez, los pacientes manifiestan quejas por cansancio y contracturas de diversas partes del cuerpo, en particular la cintura escapular. A esto se le suman lumbalgias y bruxismo, acompañados por dolores de cabeza como efecto de pinzamientos cervicales y a la vez algo que solía aparecer a partir de los 60 años pero que ahora lo hace a edad más temprana: dificultades con la memoria de nombres propios y de compromisos o acciones recientes.
Aunque no se les nombra en el artículo, a esta serie de síntomas pudiéramos sin dificultad sumársele otros: dolores no específicos pero recurrentes, mareos y desordenes alimenticios, agotamiento crónico, dificultades para conciliar el sueño cuando no insomnio total, ansiedad, pérdida del apetito, de motivación y falta de deseo sexual. En algunos casos más severos, dichos síntomas pueden venir acompañados de erupciones o manchas en la piel. En otros, es posible que se manifieste cierta dislexia entendida como la dificultad de coordinar ideas con normalidad, de pronunciar bien o simplemente de encontrar la palabra adecuada para aquello que se quiere expresar. En todos los casos, un malestar general pero a menudo imposible de identificar, como una mezcla de hastío y tristeza con desgano sin causa ni motivo preciso, suele acompañar los cuadros descritos.
Como señala el autor, y como cualquiera que haya asistido alguna vez al médico puede perfectamente testimoniar, rápidamente se tiende a atribuir todo esto al stress. De aquí lo habitual sea que los diagnósticos concluyan en una de esas típicas charlas de internistas que varían entre psicopatología de época y consejos de naturalistas. Es decir, aquellas que asocian el stress a las demandas compulsivas de la vida moderna, al exceso de trabajo y de preocupaciones, agobiados como estamos por las responsabilidades y el ritmo frenético del mundo de hoy, por lo cual invariablemente terminan recomendando además de alguna medicación dormir al menos ocho horas, dedicarle tiempo a actividades placenteras, hacer ejercicios, varias las dietas, tomar vacaciones, hacer terapias de relajación, en fin, disfrutar un poco más de la vida.
Lo interesante del artículo, sin embargo, es que en él se cuestiona justamente este diagnóstico. Y no porque no sea de algún modo cierto lo que dicen y recomiendan los médicos, sino porque, como plantea el autor, con ello sólo se registran efectos sin rastrear en causas y razones:
“Aunque el stress haya sido descrito a mitad del siglo XX, acompaña a los seres parlantes desde siempre. Desde siempre, con mayor o menor frecuencia, se presentan alarmas de reacción, necesidades de adaptación y, si se extienden dichas condiciones, estados de agotamiento. Los cansancios crónicos que describí al comienzo, asociados a efectos sobre la memoria, no tienen como base esa alarma; en todo caso no los determina lo nuevo, lo epocal. Tampoco obedecen necesariamente a depresiones: pueden observarse en todo tipo de psicopatologías, incluso en gente muy activa que está lejos de la depresión”.
Entonces, ¿de qué se trata? Para el autor, el desarrollo combinado de las nuevas tecnologías de informática y comunicaciones son las que han generado las condiciones de posibilidad para multiplicar a niveles inesperados el trabajo cerebral. En tal sentido, sostiene que “la letra y el significante”, pilares del trabajo científico y de sus derivaciones tecnológicas, no sólo permiten producir mercancías que multiplican la eficacia del trabajo, sino que al hacerlo dejan restos sin significar del registro de lo real que se expresan consecuentemente en el cuerpo y la mente en forma de malestares:
“Parto de la siguiente observación. En estos últimos años se ha extendido y diversificado la utilización de las computadoras, Internet, correos electrónicos y chats, más el uso intensivo de los teléfonos celulares, no sólo con sus diversas funciones de voz, mensajitos de texto, recepción y contestación de correo electrónico, fotografía, videos y otras. A esto se suma que la política neoliberal logró extender la jornada de trabajo a diez horas y más; en forma complementaria, instaló la desocupación estructural, diferente del clásico “ejército industrial de reserva” descripto por Marx. Esta desocupación es insalvable en tanto las nuevas máquinas suplen cada vez mayor cantidad de mano y seso de obra y, además, cuando los asalariados se defienden, las empresas se “deslocalizan”, trasladándose a países pobres donde mano y seso de obra resultan mucho más baratos. Entonces: más horas de trabajo y más concentración de actividad por hora, no sólo en el horario laboral, sino también en los descansos”.
(…) ¿Qué podemos decir de esto a partir del concepto psicoanalítico de represión? Esta función sostiene olvidos y da a leer “entrelíneas” significaciones ocultas… Como consecuencia, mientras mayor es el bombardeo de palabras sobre nuestro sistema perceptivo, menor es la posibilidad de entender a fondo lo que se nos dice y mayor la de olvidar. Por eso, la multiplicación de la información desinformante en los medios masivos, más la presencia de los celulares y computadoras como factores que mantienen ocupadas las manos y la mirada, amplían tempranamente el campo de los olvidos referidos al pasado reciente.
(…) El adelantamiento de la edad para los trastornos de memoria, como el cansancio crónico, son indicios de una época que ha multiplicado la actividad cerebral y el desgaste corporal de los seres hablantes. No encontramos cómo contraponernos a los efectos arrasadores que, sobre cuerpos y mentes, tienen las nuevas tecnologías, gozadas por la voracidad de las grandes corporaciones y gozadas, también, por la voracidad de las mayorías.”
Riesgo por todas partes.
Efectivamente, hay términos que cada cierto tiempo se ponen de moda. Hace unos años, durante “los felices noventa”, Globalización era con toda seguridad la palabra de uso más corriente en las ciencias sociales, pero también en lo que solemos llamar “la opinión pública”. Y es que no había sociólogo ni economista, pero tampoco político ni periodista y en realidad casi cualquier persona que no se refiriera a ésta como un fenómeno evidente, independientemente que se tuviera una actitud optimista o escéptica ante sus implicaciones. De la misma manera, hoy día otro término ocupa espacios importantes en la jerga de las ciencias sociales pero también, a partir de la ocurrencia de no pocos fenómenos más o menos traumáticos, en el espíritu mismo de nuestro tiempo: el Riesgo.
Efectivamente, por lo general no basta un sólo fenómeno por más traumático que sea para consolidar un término. De alguna manera, hace falta que se establezca una suerte de patrón o norma social de acontecimientos que se suceden con cierta regularidad. Al desastre de Chernobil, primer evento contabilizado por Beck bajo los parámetros de la Sociedad de Riesgo, lo siguieron un número importante de casos que pudiéramos reunir bajo el título genérico de “cuestión ecológica”, es decir, la manifestación cada vez más radical del límite en su relación con la naturaleza a la que se aproxima el mundo actual. Toda la problemática asociada a la capa de ozono, por ejemplo, y al calentamiento global entrarían en esta categoría. Empero, si algo fue determinante para la consolidación definitiva del Riesgo en el imaginario público eso ha sido sin duda los sucesos del 11 de septiembre de 2001, tanto en lo que concierne al problema “primermundista” de la irrupción en su espacio de eventos sangrientos tradicionalmente asociados a la periferia, como al sometimiento desde entonces de todo el planeta a ese estado de sitio global implicado en la doctrina de la guerra preventiva contra el terrorismo, incluida acá desde luego, entre muchas otras cosas, toda la paranoia que desde entonces implica el control de las actividades aéreas.
La actual “crisis financiera global” también debería considerarse, según este esquema, dentro de las coordenadas de la Sociedad de Riesgo Global. Y es que si alguna gracia tiene lo ocurrido es que tal vez como ningún otro caso (excepto claro está del problema ecológico), impuso la sensación de que todos, en mayor o menor medida, más allá de nuestra condición social o ubicación geográfica estamos expuestos a la ocurrencia de desastres comunes. No sólo fueron los perjudicados de siempre: el sur de Asia, Argentina o México, sino la propia city londinense y Wall Street. No únicamente quebraron pequeños y medianos ahorristas, sino también grandes inversionistas, empresas y hasta países. No en balde, la explicación oficial y la alternativa han recurrido al término Riesgo para explicar lo ocurrido: se dice que la crisis devino porque los riesgos incalculables del crédito inmobiliario y de otros préstamos se ocultaron intencionadamente con la esperanza de que su diversificación y ocultación acabarían reduciéndolos. Aseveración que desde luego deviene de la (ahora) evidente relación ambigua que el sistema financiero mantiene con los riesgos, motivo por el cual no necesariamente estos se evitan sino más bien se promueven a través de complicados instrumentos de inversión que pretenden mayores rentabilidades. Así las cosas, de repente el virus del riesgo se encuentra en todas partes: “como en un baño ácido el miedo disuelve la confianza, lo cual potencia los riesgos y provoca, en una reacción en cadena, un autobloqueo del sistema financiero.”[2]
El más reciente capítulo de toda esta historia lo representa, como no, la epidemia de gripe porcina. Ciertamente, hay acá más de alarma mediática que de catástrofe sanitaria real, pero incluso en ese caso no deja de ser en ejemplo bastante ilustrativo de cómo parecieran funcionar las cosas en el mundo de la Sociedad de Riesgo Mundial. Aquí, lo que comenzó como un focalizado brote viral en poblaciones pobres, asociado a condiciones de insalubridad y manipulación farmacológica de la sobreexplotada industria porcina mexicana, pronto se expandió a casi todo el país y, gracias al turismo internacional, a varios continentes, desatando una paranoia global que incluyó un estado de excepción epidemiológico para la capital mexicana, brotes de xenofobia en no pocos lugares, la circulación de teorías conspirativas en torno a los experimentos de guerra bacteriológica sobre las poblaciones y, por supuesto, un significativo repunte de la industria farmacológica agobiadas como otras tantas por la recesión. En Santiago de Chile, por ejemplo, una ciudad de por sí hipocondríaca, los antigripales y las mascarillas se acabaron incluso antes de descubrirse el primer caso.
II
“Estar en riesgo es la manera de estar y de gobernar en el mundo de la modernidad; estar en riesgo global es la condición humana del comienzo del siglo XXI.”
Ulrich Beck. La sociedad del riesgo mundial.[3]
Crisis financiera - desplome de bolsas
La hipótesis del Riesgo, tanto la científica como la del sentido común, comparten el mismo supuesto: que aquellas cosas que en principio estaban llamadas a traer mayor bienestar al hombre pareciera que ahora, por el contrario, representan una amenaza para el mismo. En este sentido, a lo que asistimos hoy no sería a los problemas generados por los fracasos del proyecto moderno, sino más bien a los efectos del éxito de dicho proyecto, efectos “no deseados” ciertamente, colaterales como se dice, pero nunca ajenos al desarrollo propio de la Modernidad. Así las cosas, el riesgo nuclear se asocia a los avances del desarrollo energético, la problemática ecológica en general al industrial, la gripe porcina a la sobre producción alimentaria (y al desplazamiento globalizado), el virus de las vacas locas a la manipulación genética, la crisis financiera a la evolución de los mercados apuntalados por las nuevas tecnologías de la información , etc.
No es nueva, sin embargo, esta tensión entre la Modernidad y sus consecuencias “perversas”. De hecho, una larga y noble tradición de pensadores ha convertido esto en parte importante sino centro de sus reflexiones. Al menos desde el Fausto de Goethe, el Marx del Manifiesto, pasando un poco por Freud, Nietzsche, Benjamin y Baudelaire pero especialmente por Weber y un poco más tarde por Adorno y Horkheimer, es una preocupación a la que reiterativamente se vuelve. Autores como Lash, Giddens, Bauman, Castells, Sassen, Sennett, Lipovetsky, Ianni, entre muchos otros, también refieren permanentemente a estos temas. Pero la que tal vez sea la línea más consistente de esta corriente de pensamiento, no obstante, es la que pasa por Weber y atraviesa toda la Escuela de Frankfurt hasta Beck. En el caso de este último pudiéramos decir, citando a los primeros, que en la actualidad asistimos un poco a la consumación de la “dialéctica negativa de la ilustración”, a la efectuación de los síntomas de esa “enfermedad de la razón” derivada del afán del hombre por dominar la naturaleza, de constituirse “en señor” del “mundo desencantado por la racionalidad técnica instrumental”. En tal virtud, para Beck la modernización debe concebirse como un proceso de renovación permanente que a la vez “envejece”, siendo entonces la Sociedad de Riesgo la cara envejecida de la Modernidad Industrial. Así las cosas, el concepto de Sociedad de Riesgo haría referencia a una fase de desarrollo de la Sociedad Moderna en la que los riesgos generados por la misma dinámica de renovación se sustraen de las instituciones de aseguramiento y control de la sociedad, forzosamente en el curso de la dinámica independizada de la modernización según el modelo de los “efectos concomitantes paralelos”. La Sociedad del Riesgo no sería por tanto una opción que pudiera aceptarse o rechazarse como modelo: surgiría del desarrollo mismo de un proceso de modernización independizado, ciego en cuanto a sus consecuencias y peligros:
(…) La teoría de la sociedad del riesgo mundial aborda la comprensión de la ubicuidad irreprimible de la incertidumbre radical en el mundo moderno. Las instituciones básicas, los actores de la primera modernidad –la ciencia y los sistemas especializados, el Estado, el comercio y el sistema internacional, incluyendo el militar– responsables del cálculo y del control de las incertidumbres fabricadas están socavados por una conciencia creciente acerca de su ineficiencia, e incluso de las consecuencias contraproducentes de sus acciones. Esto no ocurre de cualquier manera sino sistemáticamente.
La radicalización de la modernidad genera esta ironía fundamental del riesgo: la ciencia, el Estado y el ejército se están convirtiendo en parte de un problema que supuestamente deberían resolver. Esto es lo que significa la “modernidad reflexiva”: no vivimos en un mundo post-moderno, sino en un mundo más moderno. No es la crisis, sino la victoria de la modernidad, a través de la cual la lógica de los efectos secundarios desconocidos e involuntarios socava las instituciones básicas de la primera modernidad.”[4]
En lo fundamental, la teoría de la Sociedad del Riesgo da en efecto cuenta de un cambio de época evidente. Digamos, pese a que no se puede asegurar tajantemente que los estilos de vida de sociedades tradicionales o no capitalistas hayan sido más seguros que los actuales, los riesgos de la vida hoy no son comparables a los de épocas anteriores, pero no tan solo desde el punto de vista tipológico o de magnitud, sino en su origen cualitativo mismo. Como diría Giddens, la diferencia fundamental radica entre la externalidad de los riesgos de antaño y la internalidad de los actuales. Y es que hasta no hace muchos años, y por mucho tiempo, la mayores preocupaciones humanas derivaban de amenazas provenientes de un exterior indeterminado. Las catástrofes naturales y en general todo lo asociado a los efectos de la naturaleza sobre nuestras vidas fueron las principales fuentes de peligro. El origen de esa figura tan común para nosotros en la actualidad de los seguros, por ejemplo, surgió de hecho ante el encuentro con el azar climático – ambiental de las expediciones marítimas y el transporte de mercancía en largas distancias. Sin embargo, en una escala mucho más cotidiana, el hecho mismo de las enfermedades o si a alguien le iba simplemente mal o bien en la vida era considerado parte de un designio divino o bien fruto del azar. Hoy, por el contrario, la sensación es otra: las cosas que más nos amenazan, las que constituyen el centro de nuestras preocupaciones ya no provienen necesariamente de un afuera imponderable, sino del núcleo mismo civilizatorio. Ya no es la naturaleza o lo sobre natural lo que nos obsesiona, es la cultura, la sociedad. Lo paradójico del asunto es que todo lo que ahora amenaza con destruirnos fue construido con el firme propósito de, justamente, reducir lo azaroso de la existencia, de domesticar el caos y la contingencia de la vida humana en su relación con el mundo. De tal modo que si alguna vez la expresión los sueños de la razón producen monstruos ha tenido sentido sería entonces hoy, cuando las promesas del Progreso y la Modernidad llegaron pero de un modo retorcido, como catástrofe y no como liberación.
---fin del mensaje nº 1---