"Marx, mitad comunista francés, mitad socialdemócrata alemán"
texto de Eugenio del Río
Buena parte de los ideales de la izquierda moderna -la que se constituye con la II Internacional (1888-1914)- son producidos por el socialismo francés que la antecede, y llegan a la izquierda finisecular, especialmente a la social-democracia alemana, que viene a ser su foco fundador, no directamente sino sobre todo a través del peculiar eslabón intermedio que representa Karl Marx. Éste, tal como se presenta en el Manifiesto comunista, es un singular mediador entre ambos universos ideológicos.
Marx es moderno, muy moderno, pero al modo de mediados del XIX, en una modernidad emergente, incompleta, cuajada de tradición. Su personalidad se forja en una encrucijada, en la que se muestra vigorosamente la tensión entre dos épocas. La potencia de Marx reside en buena medida en su empatía con ese momento, y con lo que late en él de premoderno y de moderno.
Es deudor, por de pronto, del horizonte premoderno. Sus huellas son claramente perceptibles.
Se puede hablar de los signos que denotan la presencia de una inclinación romántica en Marx, entendiendo por tal la influencia de experiencias propias de las sociedades primitivas o medievales en la configuración de sus valores y hasta de sus perspectivas, inclinación que coexiste en él con una tendencia ilustrada-progresista con la que choca inevitablemente.
Algo de esto encontramos en los reproches que dirige a los inventos y progresos, que reducen la vida humana al nivel de la fuerza bruta; o cuando lamenta el avance experimentado por el sentido del tener, al que opone la riqueza interior.
Su socialismo toma como punto de partida las críticas románticas de Fourier, de Moses Hess, de Pierre Leroux, de Thomas Carlyle. Referencia al pasado la hay en el Marx humanista feuerbachiano; particularmente en su noción de alienación. En ella confluye un entendimiento del ser humano como dotado de cualidades inmanentes que la sociedad anula o desvía (a él se dirige el lema de Ibsen: conviértete en lo que eres) con las resonancias de un tiempo anterior en el que se supone que la vida era más conforme a la esencia humana. La separación de los seres humanos respecto a sus medios de trabajo, una de las facetas de la ajenación en la que más hincapié hace Marx, parece adquirir sentido bajo una óptica romántica, tomando como referencia el tiempo pretérito en el que tal disociación no se daba.
Pero la alienación es también separación de los trabajadores en relación con su obra, que huye de su control, que le es extraña. Los seres humanos crean el mundo, pero, en la medida en que la actividad creadora está condicionada por la propiedad privada y por la división del trabajo, ese mundo que forma ya no es suyo, ya no corresponde a sus fines. “…El objeto producido por el trabajo, su producto, se le opone como algo extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo fijado en un objeto, convertido en una cosa, es la objetivación del trabajo” (Manuscritos económico-filosóficos, 1844, Obras de Marx y Engels, Barcelona: Crítica, t. 5, 1978, p. 349).
Y ya no es sólo que quien produce no domina el producto; es que es dominado por él, dado que los obreros han de producir en para incrementar el valor del capital y no para satisfacer sus propias necesidades. Es difícil no sentir en esta percepción de Marx el eco de la actividad anterior agraria o artesanal que parece servir de referencia a la crítica anticapitalista.
Percibimos una inspiración romántica en la crítica a la opacidad que descubre al comparar las relaciones sociales tradicionales con las de la sociedad moderna. Marx veía aquellas como transparentes: aparecían claramente como lo que realmente eran, esto es, relaciones entre personas. Una vez establecido el predominio de la economía burguesa, en cambio, las relaciones sociales se vuelven opacas. No se presentan como relaciones entre personas sino como relaciones entre cosas, es decir, relaciones mercantiles, monetarias y de capital.
Todavía en la última década de su existencia se reactiva un enfoque romántico en Marx, cuando cree ver en la organización agraria primitiva de Rusia, la comuna, una base útil para levantar una nueva organización social socialista. No se trata ya de volver al pasado sino de apoyarse directamente en un pasado para alcanzar el socialismo sin transitar por un estadio capitalista intermedio, lo que choca, por cierto, con la concepción de la revolución socialista que sostuvo durante varias décadas. Su socialismo, hasta entonces, era estrictamente posmoderno: presuponía la modernización y una clase obrera desarrollada. Era la superación de la modernidad a partir de la modernidad misma. El socialismo a partir de la comuna rural, por el contrario, antecede a la modernización y a la clase obrera.
La vinculación de Marx con el mundo premoderno se manifiesta asimismo en su temprana asimilación de ideales y propósitos de ese socialismo francés que finalmente quedará descalificado en el marxismo bajo el epíteto de utópico. Recoge mucho, en efecto, de las corrientes francesas con las que toma contacto en 1844.
Su acceso al socialismo y al comunismo lo realizó a la francesa. Sabemos que, a la altura de 1844 y 45, conoce y aprecia a Babeuf, Buonarotti, Fourier, Saint-Simon, Leroux, Considerant, Cabet, Dezamy, Proudhon… Desde este punto de vista, Marx fue un socialista francés. Hizo suyos conceptos e ideales característicos del socialismo del segundo cuarto del XIX.
Así, la visión bipolar de la sociedad (Godwin, Considérant, Buchez y otros); la lucha de clases (Bazard, Blanqui, Weitling…); una forma de entender la clase obrera como esencialmente orientada hacia una organización social diferente; un entendimiento crítico del dinero, procedente de Cabet y de Hess; la crítica de Fourier de la industria, del comercio y de la agricultura; de Hall, Hodgskin, Thompson, Gray y Bray: diversas ideas sobre el conflicto entre capital y trabajo, la plusvalía, la apropiación colectiva. El propósito igualitario; la percepción de la propiedad privada como factor de desigualdad y como foco principal de los males sociales, tal como aparecía en Mably y en Morelly en el siglo XVIII; el ideal comunista de la comunidad de bienes; la perspectiva de una sociedad sin clases; la igualdad entre hombres y mujeres (Thompson, Fourier…); la idea de poner fin a la división del trabajo (Fourier); el propósito de alcanzar una forma social superior en la que la administración de las cosas suceda al gobierno de las personas; la aspiración a la extinción del Estado (Saint-Simon); el anhelo fourierista de superar la oposición entre la ciudad y el campo;el proyecto de transformar la sociedad, las personas y sus relaciones mediante el cambio de sus condiciones de existencia: cambiar las relaciones económicas para que puedan cambiar los seres humanos (Pecqueur); la dictadura de la clase obrera durante un período transitorio (Blanqui); la idea de una economía coordinada (Saint-Simon) y de una gestión económica al modo cooperativo (inspirada por Owen); la socialización de los medios de producción (Pecqueur); algunas de las concepciones de Fourier sobre la educación.
Pero Marx, al tiempo que conserva la impronta francesa, desborda el marco socialista inicial; muestra una mayor capacidad que sus primeros inspiradores para tomar el pulso a la sociedad moderna y sumergirse en ella. Conviven en él varias épocas y varios estilos. Eso le permite ser entendido en distintos ambientes y actuar como un puente eficaz entre el socialismo francés y la socialdemocracia alemana posterior. A lo largo de su vida procedió a corregir su arsenal ideológico primero y a conjugarlo con piezas más modernas, lo que le permitió dibujar un horizonte inteligible en las sociedades de finales de siglo y de comienzos del siglo XX.
Hay en Marx una consideración dialéctica hegeliana de la economía burguesa: en ella reside a un tiempo el mal (aunque éste no es, ciertamente, el lenguaje de Marx) presente y las condiciones del bien, condiciones que crea inevitablemente. El capitalismo conlleva la dinámica de su superación. Este punto de vista otorga a Marx un grado de empatía con el dinamismo capitalista que no se percibe en sus antecesores ni en sus competidores, y que le hace conectar mejor que ellos con las mentalidades, incluidas las obreras, del final de siglo.
Enlaza con la tradición de la crítica de la economía política, pero, a la vez, se sitúa en la perspectiva del desarrollo económico, que considera un bien del que han de partir las futuras tentativas de transformación social. Crítica y propuesta se funden en una misma unidad expresiva. Su socialismo se presenta emparejado a la expansión y desarrollo de la economía moderna. La una permitirá el advenimiento del otro. El socialismo representa una ruptura, pero una ruptura auspiciada por la modernización misma: surge como resultado de la maduración de la economía capitalista. “La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción…” (Manifiesto del partido comunista, 1848, Obras de Marx y Engels, Barcelona: Crítica, t. 9, 1978, p. 139). Atribuye a la época burguesa “el continuo trastocamiento de la producción, una incesante conmoción de todas las situaciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes…” (Ídem).
“En su dominación de clase apenas secular, la burguesía ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones pasadas juntas. El sojuzgamiento de las fuerzas de la naturaleza, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la urbanización de continentes enteros, la navegación fluvial, poblaciones íntegras como surgidas de la tierra, ¿qué siglo anterior sospechaba que dormitasen semejantes fuerzas productivas en el seno del trabajo social?” (Manifiesto…, p. 141).
“El gran papel histórico del capital es crear este trabajo excedente, este trabajo superfluo desde el punto de vista del mero valor de uso, de la mera subsistencia. (…) El capital, por lo tanto, es productivo, es decir, es una relación esencial para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales. Sólo deja de ser esa relación allí donde el desarrollo de esas mismas fuerzas productivas encuentra un obstáculo en el capital mismo” (Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, Grundrisse, 1857-8, I , Obras de Marx y Engels, Barcelona; Crítica, vol. 21, 1977, pp. 265-6).
Es sobre este dinamismo y las transformaciones que lleva consigo, no prescindiendo de ellas, como cabe pensar en una reorganización social radical. Marx comparte el espíritu activista de la burguesía, al tiempo que le reprocha su incapacidad para encauzar adecuadamente la potencia que ella misma ha generado: “…Se asemeja al hechicero que ya no logra dominar las fuerzas subterráneas que ha conjurado” (Manifiesto…, p. 141); “las relaciones burguesas se han tornado demasiado estrechas como para abarcar la riqueza por ellas engendrada” (Ídem, p. 142). De ahí la necesidad de otra fuerza social, el proletariado, apta para romper los límites del activismo burgués. Probablemente bajo la inspiración de Saint-Simon, Marx descubre a la clase obrera como la verdadera clase industrial, portadora de movimiento y capaz de liberar las trabas que la economía burguesa impone al desarrollo económico.
Este es un mensaje ciertamente más popular para las clases trabajadoras del final de siglo que el del primer socialismo en el que pesa demasiado la inspiración de la sociedad tradicional.
Por un lado, contiene un poderoso elemento crítico y deslindador de campos sociales, cosa que responde a una necesidad del naciente movimiento obrero. Y, por otro lado, resulta consolador y esperanzador al anunciar, haciéndolo con un tono científico, que en el proceso de industrialización, al que tantas energías consagra la clase obrera, late una fuerza que conduce hacia una sociedad más satisfactoria. Este mensaje, además, en tanto que combina oposición y reconocimiento de méritos, puede ser mejor entendido que otros más extremos por una clase obrera que, en la última parte del siglo XIX, empieza a beneficiarse de los resultados de la industrialización y que comienza a ser admitida como titular de derechos políticos y, consiguientemente, como parte de la nación. El proletariado del final de siglo no puede pensar ya seriamente en una marcha atrás; las propuestas políticas basadas en una perspectiva económica progresista tiene más posibilidades que cualquier otra de sintonizar con una clase obrera que aspira cada vez más a participar de los beneficios del desarrollo económico.
Al propio tiempo, Marx enlaza con más tino que sus adversarios de otras escuelas socialistas con varias de las concepciones y tendencias intelectuales más destacadas de la segunda mitad del XIX, tales como la idea de la ciencia como una pieza nuclear de la cultura, la fe en su capacidad y la ambición de asentar los movimientos de cambio social sobre perspectivas científicas; la visión secularizada de la historia que entiende ésta como un ascenso continuado de la condición humana, visión que, defendida en el XVIII por Turgot y Condorcet, entre otros, alcanza su apogeo en el último cuarto del XIX; el materialismo, que cuenta con versiones cultas y sutiles y con vulgatas que tienen más que ver con un realismo ramplón; el evolucionismo, que extiende su campo de acción desde las ciencias naturales hasta la filosofía.
El marchamo científico, la respetabilidad de su obra, su dedicación a prever el curso futuro, permitieron a Marx desbordar el horizonte ideal, demasiado ingénuo y frágil, del socialismo de la primera mitad del siglo. Su capacidad para mostrar científicamente que el socialismo estaba sólidamente fundado en hechos y que el movimiento de la sociedad caminaba en el sentido deseado otorgó a Marx una neta superioridad sobre sus contendientes, y le permitió insertarse eficazmente en los gustos intelectuales del final del XIX.
El movimiento socialista finisecular no requería tanto de caudillos militares, santos, héroes revolucionarios o poetas imaginativos cuanto de sabios en cuya guía poder descansar. Eso fue Marx, y gracias a elló superó el marco de ideas del primer socialismo, al tiempo que lo adaptaba a las nuevas condiciones sociales, culturales y políticas de finales del XIX.
Pero hay otro aspecto en el que Marx resulta más apto que los primeros socialistas para dar respuesta a las nuevas necesidades. Me refiero a su manera de concebir la política. Sobre este particular hay que destacar los puntos siguientes:
1. En su concepción de la revolución, la relación entre sociedad y Estado es considerada a la luz de dos experiencias históricas distintas y de los criterios que de ellas se derivan. La una es la industrialización británica, de la que se desprende una visión sociológica, que hace valer la importancia de la moderna sociedad civil; la otra es la Revolución francesa, de la que resulta un enfoque radicalmente político. El Marx británico está inmerso en la sociedad moderna; el Marx revolucionario francés aborda el problema del cambio social en un mundo agrario.
2. Marx no entiende la política como una potencia que se alza libremente sobre la sociedad. En esto es británico. Su crítica del terror en la Revolución francesa implica un rechazo de la política de viejo estilo que pretende elevarse libremente sobre lo social. Por el contrario, depende de los movimientos profundos y de las disposiciones de la sociedad. Marx se sitúa en el plano de la idea moderna de sociedad civil, suma de intereses particulares independientes de la política y capaz de condicionar fuertemente a ésta. En esto, Marx queda lejos de Blanqui, y muy cerca de quienes sustentan un punto de vista sociológico, entre los que descuella Proudhon.
3. De aquí resultan dos corolarios. El primero tiene un carácter crítico: el Estado moderno alimenta la ilusión de una comunidad política neutral, independiente de los intereses particulares, cuando en realidad es la expresión de los intereses de las clases más poderosas.
El segundo hace referencia a los límites de los cambios que pueden promoverse a partir de las palancas específicamente políticas. Esos cambios sólo tienen sentido cuando responden a una maduración de la sociedad (económica, técnica, social, etc.). La mejor de las revoluciones no es plausible si no cuenta con una sociedad adecuada para las transformaciones propuestas.
4. Con todo, y a diferencia de lo que postulan las doctrinas anarquistas, el Estado en Marx está llamado a desempeñar un papel de primer orden en la realización de los cambios sociales. En lo que hace al conflicto entre estatismo-antiestatismo se puede percibir la función de Marx como puente entre el primer socialismo y el del final de siglo. Aspira, con el segundo, a una sociedad sin Estado; pero, antes de ello, y como vía para conseguirlo, sostiene que es necesaria una etapa transitoria en la que habrá que realizar funciones de naturaleza estatal si bien por un poder político de nuevo tipo.
5. Marx se aleja también del anarquismo en lo tocante al sufragio. No ve en él un instrumento destinado a asegurar la servidumbre de las clases trabajadoras sino un medio con el que poder hacer oir su voz, acrecentar su fuerza y aumentar su influencia en la sociedad.
En estos puntos, con sus diversas vertientes, Marx conecta con una forma de ver la política y la acción política que va abriéndose paso dentro del movimiento obrero a lo largo del siglo, más deseoso de influir en el marco político existente que de derrocarlo.
texto de Eugenio del Río
Buena parte de los ideales de la izquierda moderna -la que se constituye con la II Internacional (1888-1914)- son producidos por el socialismo francés que la antecede, y llegan a la izquierda finisecular, especialmente a la social-democracia alemana, que viene a ser su foco fundador, no directamente sino sobre todo a través del peculiar eslabón intermedio que representa Karl Marx. Éste, tal como se presenta en el Manifiesto comunista, es un singular mediador entre ambos universos ideológicos.
Marx es moderno, muy moderno, pero al modo de mediados del XIX, en una modernidad emergente, incompleta, cuajada de tradición. Su personalidad se forja en una encrucijada, en la que se muestra vigorosamente la tensión entre dos épocas. La potencia de Marx reside en buena medida en su empatía con ese momento, y con lo que late en él de premoderno y de moderno.
Es deudor, por de pronto, del horizonte premoderno. Sus huellas son claramente perceptibles.
Se puede hablar de los signos que denotan la presencia de una inclinación romántica en Marx, entendiendo por tal la influencia de experiencias propias de las sociedades primitivas o medievales en la configuración de sus valores y hasta de sus perspectivas, inclinación que coexiste en él con una tendencia ilustrada-progresista con la que choca inevitablemente.
Algo de esto encontramos en los reproches que dirige a los inventos y progresos, que reducen la vida humana al nivel de la fuerza bruta; o cuando lamenta el avance experimentado por el sentido del tener, al que opone la riqueza interior.
Su socialismo toma como punto de partida las críticas románticas de Fourier, de Moses Hess, de Pierre Leroux, de Thomas Carlyle. Referencia al pasado la hay en el Marx humanista feuerbachiano; particularmente en su noción de alienación. En ella confluye un entendimiento del ser humano como dotado de cualidades inmanentes que la sociedad anula o desvía (a él se dirige el lema de Ibsen: conviértete en lo que eres) con las resonancias de un tiempo anterior en el que se supone que la vida era más conforme a la esencia humana. La separación de los seres humanos respecto a sus medios de trabajo, una de las facetas de la ajenación en la que más hincapié hace Marx, parece adquirir sentido bajo una óptica romántica, tomando como referencia el tiempo pretérito en el que tal disociación no se daba.
Pero la alienación es también separación de los trabajadores en relación con su obra, que huye de su control, que le es extraña. Los seres humanos crean el mundo, pero, en la medida en que la actividad creadora está condicionada por la propiedad privada y por la división del trabajo, ese mundo que forma ya no es suyo, ya no corresponde a sus fines. “…El objeto producido por el trabajo, su producto, se le opone como algo extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo fijado en un objeto, convertido en una cosa, es la objetivación del trabajo” (Manuscritos económico-filosóficos, 1844, Obras de Marx y Engels, Barcelona: Crítica, t. 5, 1978, p. 349).
Y ya no es sólo que quien produce no domina el producto; es que es dominado por él, dado que los obreros han de producir en para incrementar el valor del capital y no para satisfacer sus propias necesidades. Es difícil no sentir en esta percepción de Marx el eco de la actividad anterior agraria o artesanal que parece servir de referencia a la crítica anticapitalista.
Percibimos una inspiración romántica en la crítica a la opacidad que descubre al comparar las relaciones sociales tradicionales con las de la sociedad moderna. Marx veía aquellas como transparentes: aparecían claramente como lo que realmente eran, esto es, relaciones entre personas. Una vez establecido el predominio de la economía burguesa, en cambio, las relaciones sociales se vuelven opacas. No se presentan como relaciones entre personas sino como relaciones entre cosas, es decir, relaciones mercantiles, monetarias y de capital.
Todavía en la última década de su existencia se reactiva un enfoque romántico en Marx, cuando cree ver en la organización agraria primitiva de Rusia, la comuna, una base útil para levantar una nueva organización social socialista. No se trata ya de volver al pasado sino de apoyarse directamente en un pasado para alcanzar el socialismo sin transitar por un estadio capitalista intermedio, lo que choca, por cierto, con la concepción de la revolución socialista que sostuvo durante varias décadas. Su socialismo, hasta entonces, era estrictamente posmoderno: presuponía la modernización y una clase obrera desarrollada. Era la superación de la modernidad a partir de la modernidad misma. El socialismo a partir de la comuna rural, por el contrario, antecede a la modernización y a la clase obrera.
La vinculación de Marx con el mundo premoderno se manifiesta asimismo en su temprana asimilación de ideales y propósitos de ese socialismo francés que finalmente quedará descalificado en el marxismo bajo el epíteto de utópico. Recoge mucho, en efecto, de las corrientes francesas con las que toma contacto en 1844.
Su acceso al socialismo y al comunismo lo realizó a la francesa. Sabemos que, a la altura de 1844 y 45, conoce y aprecia a Babeuf, Buonarotti, Fourier, Saint-Simon, Leroux, Considerant, Cabet, Dezamy, Proudhon… Desde este punto de vista, Marx fue un socialista francés. Hizo suyos conceptos e ideales característicos del socialismo del segundo cuarto del XIX.
Así, la visión bipolar de la sociedad (Godwin, Considérant, Buchez y otros); la lucha de clases (Bazard, Blanqui, Weitling…); una forma de entender la clase obrera como esencialmente orientada hacia una organización social diferente; un entendimiento crítico del dinero, procedente de Cabet y de Hess; la crítica de Fourier de la industria, del comercio y de la agricultura; de Hall, Hodgskin, Thompson, Gray y Bray: diversas ideas sobre el conflicto entre capital y trabajo, la plusvalía, la apropiación colectiva. El propósito igualitario; la percepción de la propiedad privada como factor de desigualdad y como foco principal de los males sociales, tal como aparecía en Mably y en Morelly en el siglo XVIII; el ideal comunista de la comunidad de bienes; la perspectiva de una sociedad sin clases; la igualdad entre hombres y mujeres (Thompson, Fourier…); la idea de poner fin a la división del trabajo (Fourier); el propósito de alcanzar una forma social superior en la que la administración de las cosas suceda al gobierno de las personas; la aspiración a la extinción del Estado (Saint-Simon); el anhelo fourierista de superar la oposición entre la ciudad y el campo;el proyecto de transformar la sociedad, las personas y sus relaciones mediante el cambio de sus condiciones de existencia: cambiar las relaciones económicas para que puedan cambiar los seres humanos (Pecqueur); la dictadura de la clase obrera durante un período transitorio (Blanqui); la idea de una economía coordinada (Saint-Simon) y de una gestión económica al modo cooperativo (inspirada por Owen); la socialización de los medios de producción (Pecqueur); algunas de las concepciones de Fourier sobre la educación.
Pero Marx, al tiempo que conserva la impronta francesa, desborda el marco socialista inicial; muestra una mayor capacidad que sus primeros inspiradores para tomar el pulso a la sociedad moderna y sumergirse en ella. Conviven en él varias épocas y varios estilos. Eso le permite ser entendido en distintos ambientes y actuar como un puente eficaz entre el socialismo francés y la socialdemocracia alemana posterior. A lo largo de su vida procedió a corregir su arsenal ideológico primero y a conjugarlo con piezas más modernas, lo que le permitió dibujar un horizonte inteligible en las sociedades de finales de siglo y de comienzos del siglo XX.
Hay en Marx una consideración dialéctica hegeliana de la economía burguesa: en ella reside a un tiempo el mal (aunque éste no es, ciertamente, el lenguaje de Marx) presente y las condiciones del bien, condiciones que crea inevitablemente. El capitalismo conlleva la dinámica de su superación. Este punto de vista otorga a Marx un grado de empatía con el dinamismo capitalista que no se percibe en sus antecesores ni en sus competidores, y que le hace conectar mejor que ellos con las mentalidades, incluidas las obreras, del final de siglo.
Enlaza con la tradición de la crítica de la economía política, pero, a la vez, se sitúa en la perspectiva del desarrollo económico, que considera un bien del que han de partir las futuras tentativas de transformación social. Crítica y propuesta se funden en una misma unidad expresiva. Su socialismo se presenta emparejado a la expansión y desarrollo de la economía moderna. La una permitirá el advenimiento del otro. El socialismo representa una ruptura, pero una ruptura auspiciada por la modernización misma: surge como resultado de la maduración de la economía capitalista. “La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción…” (Manifiesto del partido comunista, 1848, Obras de Marx y Engels, Barcelona: Crítica, t. 9, 1978, p. 139). Atribuye a la época burguesa “el continuo trastocamiento de la producción, una incesante conmoción de todas las situaciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes…” (Ídem).
“En su dominación de clase apenas secular, la burguesía ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones pasadas juntas. El sojuzgamiento de las fuerzas de la naturaleza, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la urbanización de continentes enteros, la navegación fluvial, poblaciones íntegras como surgidas de la tierra, ¿qué siglo anterior sospechaba que dormitasen semejantes fuerzas productivas en el seno del trabajo social?” (Manifiesto…, p. 141).
“El gran papel histórico del capital es crear este trabajo excedente, este trabajo superfluo desde el punto de vista del mero valor de uso, de la mera subsistencia. (…) El capital, por lo tanto, es productivo, es decir, es una relación esencial para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales. Sólo deja de ser esa relación allí donde el desarrollo de esas mismas fuerzas productivas encuentra un obstáculo en el capital mismo” (Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, Grundrisse, 1857-8, I , Obras de Marx y Engels, Barcelona; Crítica, vol. 21, 1977, pp. 265-6).
Es sobre este dinamismo y las transformaciones que lleva consigo, no prescindiendo de ellas, como cabe pensar en una reorganización social radical. Marx comparte el espíritu activista de la burguesía, al tiempo que le reprocha su incapacidad para encauzar adecuadamente la potencia que ella misma ha generado: “…Se asemeja al hechicero que ya no logra dominar las fuerzas subterráneas que ha conjurado” (Manifiesto…, p. 141); “las relaciones burguesas se han tornado demasiado estrechas como para abarcar la riqueza por ellas engendrada” (Ídem, p. 142). De ahí la necesidad de otra fuerza social, el proletariado, apta para romper los límites del activismo burgués. Probablemente bajo la inspiración de Saint-Simon, Marx descubre a la clase obrera como la verdadera clase industrial, portadora de movimiento y capaz de liberar las trabas que la economía burguesa impone al desarrollo económico.
Este es un mensaje ciertamente más popular para las clases trabajadoras del final de siglo que el del primer socialismo en el que pesa demasiado la inspiración de la sociedad tradicional.
Por un lado, contiene un poderoso elemento crítico y deslindador de campos sociales, cosa que responde a una necesidad del naciente movimiento obrero. Y, por otro lado, resulta consolador y esperanzador al anunciar, haciéndolo con un tono científico, que en el proceso de industrialización, al que tantas energías consagra la clase obrera, late una fuerza que conduce hacia una sociedad más satisfactoria. Este mensaje, además, en tanto que combina oposición y reconocimiento de méritos, puede ser mejor entendido que otros más extremos por una clase obrera que, en la última parte del siglo XIX, empieza a beneficiarse de los resultados de la industrialización y que comienza a ser admitida como titular de derechos políticos y, consiguientemente, como parte de la nación. El proletariado del final de siglo no puede pensar ya seriamente en una marcha atrás; las propuestas políticas basadas en una perspectiva económica progresista tiene más posibilidades que cualquier otra de sintonizar con una clase obrera que aspira cada vez más a participar de los beneficios del desarrollo económico.
Al propio tiempo, Marx enlaza con más tino que sus adversarios de otras escuelas socialistas con varias de las concepciones y tendencias intelectuales más destacadas de la segunda mitad del XIX, tales como la idea de la ciencia como una pieza nuclear de la cultura, la fe en su capacidad y la ambición de asentar los movimientos de cambio social sobre perspectivas científicas; la visión secularizada de la historia que entiende ésta como un ascenso continuado de la condición humana, visión que, defendida en el XVIII por Turgot y Condorcet, entre otros, alcanza su apogeo en el último cuarto del XIX; el materialismo, que cuenta con versiones cultas y sutiles y con vulgatas que tienen más que ver con un realismo ramplón; el evolucionismo, que extiende su campo de acción desde las ciencias naturales hasta la filosofía.
El marchamo científico, la respetabilidad de su obra, su dedicación a prever el curso futuro, permitieron a Marx desbordar el horizonte ideal, demasiado ingénuo y frágil, del socialismo de la primera mitad del siglo. Su capacidad para mostrar científicamente que el socialismo estaba sólidamente fundado en hechos y que el movimiento de la sociedad caminaba en el sentido deseado otorgó a Marx una neta superioridad sobre sus contendientes, y le permitió insertarse eficazmente en los gustos intelectuales del final del XIX.
El movimiento socialista finisecular no requería tanto de caudillos militares, santos, héroes revolucionarios o poetas imaginativos cuanto de sabios en cuya guía poder descansar. Eso fue Marx, y gracias a elló superó el marco de ideas del primer socialismo, al tiempo que lo adaptaba a las nuevas condiciones sociales, culturales y políticas de finales del XIX.
Pero hay otro aspecto en el que Marx resulta más apto que los primeros socialistas para dar respuesta a las nuevas necesidades. Me refiero a su manera de concebir la política. Sobre este particular hay que destacar los puntos siguientes:
1. En su concepción de la revolución, la relación entre sociedad y Estado es considerada a la luz de dos experiencias históricas distintas y de los criterios que de ellas se derivan. La una es la industrialización británica, de la que se desprende una visión sociológica, que hace valer la importancia de la moderna sociedad civil; la otra es la Revolución francesa, de la que resulta un enfoque radicalmente político. El Marx británico está inmerso en la sociedad moderna; el Marx revolucionario francés aborda el problema del cambio social en un mundo agrario.
2. Marx no entiende la política como una potencia que se alza libremente sobre la sociedad. En esto es británico. Su crítica del terror en la Revolución francesa implica un rechazo de la política de viejo estilo que pretende elevarse libremente sobre lo social. Por el contrario, depende de los movimientos profundos y de las disposiciones de la sociedad. Marx se sitúa en el plano de la idea moderna de sociedad civil, suma de intereses particulares independientes de la política y capaz de condicionar fuertemente a ésta. En esto, Marx queda lejos de Blanqui, y muy cerca de quienes sustentan un punto de vista sociológico, entre los que descuella Proudhon.
3. De aquí resultan dos corolarios. El primero tiene un carácter crítico: el Estado moderno alimenta la ilusión de una comunidad política neutral, independiente de los intereses particulares, cuando en realidad es la expresión de los intereses de las clases más poderosas.
El segundo hace referencia a los límites de los cambios que pueden promoverse a partir de las palancas específicamente políticas. Esos cambios sólo tienen sentido cuando responden a una maduración de la sociedad (económica, técnica, social, etc.). La mejor de las revoluciones no es plausible si no cuenta con una sociedad adecuada para las transformaciones propuestas.
4. Con todo, y a diferencia de lo que postulan las doctrinas anarquistas, el Estado en Marx está llamado a desempeñar un papel de primer orden en la realización de los cambios sociales. En lo que hace al conflicto entre estatismo-antiestatismo se puede percibir la función de Marx como puente entre el primer socialismo y el del final de siglo. Aspira, con el segundo, a una sociedad sin Estado; pero, antes de ello, y como vía para conseguirlo, sostiene que es necesaria una etapa transitoria en la que habrá que realizar funciones de naturaleza estatal si bien por un poder político de nuevo tipo.
5. Marx se aleja también del anarquismo en lo tocante al sufragio. No ve en él un instrumento destinado a asegurar la servidumbre de las clases trabajadoras sino un medio con el que poder hacer oir su voz, acrecentar su fuerza y aumentar su influencia en la sociedad.
En estos puntos, con sus diversas vertientes, Marx conecta con una forma de ver la política y la acción política que va abriéndose paso dentro del movimiento obrero a lo largo del siglo, más deseoso de influir en el marco político existente que de derrocarlo.