"El Manifiesto Comunista: una lectura política"
texto de Ferrán Gallego, escritor, profesor de Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona
publicado en 1998 en la revista Nuestra Bandera
tomado en 2012 del blog Marx desde cero
El tema de estos artículos es la realización de una lectura del Manifiesto del Partido Comunista ciento cincuenta años después de su publicación. Y se publica en el marco de una revista comunista, que se considera vinculada por tradición cultural a ese texto. No se trata, por tanto, de una mera operación académica, filológica, de un intercambio de ideas indiferente a su aplicación práctica. Tampoco es una simple guía textual a realizar como si el tiempo hubiera quitado ni añadido nada a lo que los comunistas debemos conocer del transcurso de este siglo y medio. Voy a hacer en este artículo, por tanto, una lectura desde lo que Marx y Engels sabían en 1847 o 1848, pero también en función de lo que desarrollaron práctica y teóricamente más adelante, lo cual elimina determinadas ambigüedades del texto. Voy a hacerlo, también, considerando cual es la posición de los comunistas a finales del siglo XX y qué actualidad real tiene lo que se dice en el Manifiesto.
Todas las reflexiones sobre la política en los fundadores del marxismo se inician indicando que Marx y Engels dedicaron escaso espacio, de carácter secundario, accidental o coyuntural a los temas propios de la política. Es cierto que el andamiaje fundamental de la obra marxiana es de carácter filosófico y económico, pero no podemos continuar diciendo que existe una carencia de líneas de pensamiento político. Podemos aducir el carácter ingente de las reflexiones que aparecen en su correspondencia, en libros tan centrales en el desarrollo de sus ideas como El 18 Brumario, La guerra civil en Francia o La crítica al programa de Gotha.
Podríamos indicar su propia actividad vital, en la Liga de los Comunistas, en la Asociación Internacional de Trabajadores o en las primeras organizaciones socialistas nacionales, a la que corresponde esa tarea de redactores de documentos de organizaciones de clase o de acotaciones a los mismos o de reflexión sobre acontecimientos políticos inmediatos, que ayudaban al definir mejor su propia visión de la evolución del Estado capitalista. Esto no era óbice para que se negaran a trazar un diseño milimetrado de la sociedad futura, posición intelectual de principio que aparece ya en el Manifiesto, cuando se indica: «Los postulados teóricos del comunismo no se fundan en modo alguno en ideas o principios que hayan sido inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Sólo son expresiones generales de los hechos reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que transcurre ante nuestra vista».
Pero el argumento fundamental para señalar la preocupación de Marx y Engels acerca de la política es en el propio Manifiesto. Porque se trata de un texto de alta densidad, que resume lo que entonces había avanzado la reflexión de Marx y Engels sobre la interpretación de la historia, las relaciones entre infraestructura y superestructura, su concepto de clase, de Estado y de ideología, sus nociones sobre la organización del capitalismo y sus apreciaciones sobre la conciencia del proletariado y su organización autónoma. Pero es, fundamentalmente, texto político. Porque todo lo que en él se dice está subordinado a fundamentar un llamamiento a la organización consciente de la lucha del proletariado y a la conquista del poder estatal para llevar adelante un programa comunista.
El aspecto fundamental del Manifiesto no es tanto sociológico como político: es haber planteado rigurosamente la conversión del proletariado en una clase propiamente dicha -eso que se ha llamado el paso de una clase en si a una clase para sí-, indicando el carácter político de toda lucha de clase. Ello puede observarse ya en el primer capítulo del testo, cuando los autores superan el carácter meramente descriptivo de la aparición del proletariado para situar en su confrontación con la burguesía y en la progresiva adquisición de una conciencia, la aparición de una clase propiamente dicha: «El verdadero resultado de estas luchas no es el éxito inmediato, sino la cada vez más amplia unificación de los obreros […] Toda lucha de clases es una lucha política. Esta organización de los proletarios es una clase, y con ello un partido político. »
Algún autor -Mario Rossi, en su Génesis del materialismo histórico- ha señalado que el Manifiesto es, en este sentido, el punto de realización de la inversión práctica: el paso del análisis teórico sobre la explotación a una propuesta de acción política que parte de la propia experiencia organizativa de los autores. La primera parte del Manifiesto, que podría resultarla más descriptiva, contiene aspectos esenciales embrionarios de la teoría del Estado, de la ideología, de la revolución y del partido. Se indica, por ejemplo, que el Estado es «solamente una comisión administrativa de los negocios comunes de toda la clase burguesa», una reflexión que procede de las primeras críticas a la filosofía del derecho de Hegel realizadas en 1843, pero que no se desarrolla en el Manifiesto, y que puede indicar una visión simplista del Estado, pero que sitúa, embrionariamente, algunas cuestiones sobre la democracia que se desprenden de la lectura de textos previos y posteriores -desde los Manuscritos de Kreuznach, los de 1844, y, después del Manifiesto, los que se refieren a la Comuna de París y al programa del Partido Socialdemócrata Alemán.
Por otro lado, se sitúa la irrupción del carácter de clase de las relaciones de producción en todos los aspectos de la vida cultural. Se suma a ello que la revolución es el resultado de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Y se señala que el único sujeto posible de ese cambio debe ser la clase explotada por el modo de producción vigente: el proletariado, que ha ido convirtiéndose en una clase para sí.
Son las partes siguientes del Manifiesto, sin embargo, las que suelen considerarse explícitamente políticas. Se trata de definir la organización del partido de la clase obrera, huyendo tanto de las construcciones metafísicas de gabinete de intelectuales como del simple agregado de una clase para sí. Implica hacer derivar la existencia de los comunistas de la existencia de un proletariado que se hace consciente de su universalidad a través de la apropiación de una teoría propia. Y que, en función de ella, es capaz de distinguirse del resto de las fuerzas obreras por su carácter internacionalista -es decir, de la totalidad de la clase- y por su disposición de un análisis de la sociedad. Para decirlo en otros términos, el partido comunista sería la fusión de la ciencia social con el movimiento obrero.
En las condiciones en que hablaban Marx y Engels, dirigentes de una minúscula organización, es evidente que no querrían confundir ésta con una vanguardia organizada del conjunto de la clase obrera, sino que se planteaban la necesidad de su existencia real. Además, lo que se le exige a esa clase obrera universalizada a través de una organización y un análisis de las relaciones sociales es la realización de la revolución, que sólo podrá realizarse en la medida en que se produzca ese tipo concreta de organización superadora de los tipos de socialismo a los que los autores dedican el capítulo III del Manifiesto. El nombre de partido comunista deriva, pues, de la naturaleza de los fines revolucionarios del proletariado organizado como clase, que sólo pueden ser la destrucción de cualquier forma de dominio.
El análisis de los socialismos existentes tiene algún aspecto revelador para lo que ha sido la historia de nuestro siglo. Por ejemplo, la crítica a lo que los autores llaman el socialismo feudal adquiere una especial corpulencia teórica cuando consideramos la experiencia del fascismo, que se basó precisamente en una mezcla de entusiasmo por la modernidad por parte de las clases dirigentes y del temor a sus consecuencias sociales y- culturales por parte de los grupos subalternos. El fascismo fue, para sectores amplios de capas medias proletarizadas, una forma de socialismo no de clase, algo que parecía protegerles frente a la amenaza del capitalismo y del socialismo proletario. En nuestros tiempos, cuando la crisis de la izquierda ha permitido la ocupación de espacios sociales castigados por el capitalismo pos parte de populismos de la extrema derecha, tal reflexión debería considerarse con mayor cuidado. La denuncia del otro socialismo, del llamado socialismo utópico, que será desarrollada por Engels de una forma mucho más detallada, no se basa en el rechazo a las formulaciones contrarias a la sociedad capitalista, sino en el carácter idealista de las mismas, en la incapacidad por superar los elementos mesiánicos que no se fundamentan en un análisis de las relaciones sociales concretas y que dejan de ofrecer carácter de clase a la opción alternativa.
Hecha esta lectura guiada del Manifiesto, haré unas consideraciones sobre la actualidad del mismo en la tradición marxista, es decir, en el período en que Marx y Engels viven- y consideraré después algunos aspectos que nos sugiere su lectura en el presente.
El Manifiesto es, sobre todo, un texto de carácter político. Pero es, también, una defensa de la visión dinámica de la historia cuyo fundamento es la lucha de clases y el carácter revolucionario del paso de un modo de producción a otro. No es solamente la defensa de la revolución proletaria, sino la defensa del carácter progresivo de la historia, a través de sucesivas revoluciones basadas en el dominio de una u otra clase social. En este final de siglo, una consideración de este tipo resulta turbador. Porque, hace ya unos años, Francis Fukuyama proclamó el final de la historia y numerosos intelectuales orgánicos del sistema se apresuraron a señalar el carácter sustancialmente inmutable del proceso histórico: se sucedían acontecimientos, pero existía realmente la historia. Y, en todo caso, lo que en ella ocurría no dependía de lo que hicieran los seres humanos, toda vez que se había instalado una normalidad que identificaba lo real con lo racional y, además, con lo posible. Curiosamente, después de tantos años de acusaciones al marxismo de ser la partera del determinismo, el capitalismo de fin de milenio se dota a sí mismo de esa atribución: las cosas no pueden cambiarse, la Historia, entendida en su sentido fuerte, ha terminado.
Pero hay algo que, en este tramo de la historia, de serias dificultades para el discurso de la izquierda, el Manifiesto Comunista traslada para considerar su vigencia: el problema de la revolución. Ya cuando se celebró el bicentenario de la revolución francesa, en 1989, coincidiendo con la crisis del socialismo real, la escuela revisionista encabezada por el recientemente fallecido Francois Furet sentenció que la revolución fue un error, especialmente en sus tramos más radicales, una necesidad histórica, un proceso sin el que se habrían desarrollado cambios similares. En nuestro país, el partido gobernante, presunto cauce hegemónico de las izquierdas, se apresuró a sumarse a tal concepción, elogiando el cambio «a la inglesa», de 1688- y olvidando la revolución de 1640- y desdeñando los que había producido la tradición jacobina. No en vano el PSOE celebró el bicentenario de Carlos III, indicando que más valía un déspota ilustrado, una buena reforma desde arriba, que la revolución de los de abajo.
Naturalmente, esa negación del hecho revolucionario se ha radicalizado cuando se trataba de la revolución de octubre. La crisis del sistema soviético ha servido para atestar la prensa y las librerías de textos que señalan el error de la revolución misma, ni siquiera de sus desviaciones posteriores. Algunos autores británicos han llegado a señalar la existencia de un régimen liberal en Rusia bajo Nicolás II, cuya evolución se vio truncada por el bolchevismo. Ya en su momento los socialdemócratas acusaron a los comunistas de acelerar peligrosamente la marcha de la historia, de provocar partos prematuros. Por lo menos, no se les pudo acusar de matar a la criatura recién nacida, como lo hicieron los entusiastas funcionarios del SPD en el Berlín de 1919. En nuestros días hemos podido ver la existencia de un libro que adjudica a esa revolución innecesaria la mayor matanza de la historia. Y que, puestos a decir cualquier cosa, establece equiparaciones entre el comunismo y el nazismo que radicalizan las que en su momento trenzaron los analistas de los regímenes totalitarios.
En este sentido, el Manifiesto tiene, por lo menos, la actualidad de la polémica que puede desatar: si la historia ha sido y es lo que se marca en sus primeros pasajes y si el hecho revolucionario tiene vigencia. Ambas consideraciones están estrechamente vinculadas en la tradición marxiana y marxista. También correspondía a una tradición democrática la consideración del progreso de la historia, la racionalidad del proceso histórico, como una línea del desarrollo de la libertad. Lo que hizo Marx, como sabemos muy bien, fue invertir la lógica de ese proceso, poner la historia sobre los pies y situar un sujeto revolucionario: el proletariado, que lo sería en la medida en que fuera capaz de comprender su propio carácter.
Marx elabora en diversos lugares esa concepción del desarrollo de la Historia, especialmente en esa brillante síntesis que fue la Contribución a la crítica de la economía política. Pero podría derivarse de ello una lectura que el mismo Manifiesto llega a matizar. Una lectura que situara la revolución como el resultado de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, no de la lectura de tal contradicción por el proletariado y de su acción revolucionaria consecuente. Marx nunca llegó a definir cuál era exactamente el grado de madurez preciso para que se produjera una acción revolucionaria del proletariado. Es cierto que Gramsci se refirió a la «revolución contra El Capital» al hablar de la inmadurez de la formación social rusa, pero también conocemos las vacilaciones del Marx maduro, en su correspondencia con Vera Zasulich, sobre las posibilidades de que la revolución estallara precisamente donde menos el modo de producción capitalista se combinaba con el atraso de una formación social concreta. Lo que podemos decir del texto es la existencia no de una ambigüedad, sino de un equilibrio entre condiciones materiales y organización de la clase obrera. Y hay algo de lo que no cabe duda: el texto y la tradición marxiana se refieren a la ruptura revolucionaria, a la abolición de las relaciones de producción existentes y no a otra forma de estrategia. No hay, ni siquiera en el último Engels, un rechazo a la revolución, sino, en todo caso, una consideración sobre los métodos revolucionarios. En todo caso, debería considerarse si, a la luz de la propia experiencia del siglo XX, podemos seguir refiriéndonos con el optimismo de hombres de mediados del siglo XIX al poder progresivo de las fuerzas productivas, a su infinita capacidad de creación de bienestar, sin tener en cuenta el grado de lo que sea soportable para el planeta.
El Manifiesto se refiere sólo de pasada al Estado. En plena lucha por la democratización, cuando se sugiere que los trabajadores han de apoyar a los sectores radicales de la burguesía no es el objeto del texto situar un análisis .pormenorizado del Estado. Sin embargo, hay una afirmación que los autores consideran de una obviedad suficiente como para no extenderse en ella: el carácter de simple administración de los asuntos de la burguesía que tiene el Estado moderno, la completa ocupación del mismo por la nueva clase dirigente. Y no sólo de él. El Manifiesto señala también la impregnación por esta clase emergente de la cultura, de las creencias, de las formas familiares, del sentido común vigente en una época. Las tareas previas de Marx y Engels, desde los Manuscritos de Kreuznach hasta la Ideología alemana habían consistido precisamente en señalar la determinación de las formas de pensamiento y organización jurídica por las condiciones materiales. Por ello, el Manifiesto insiste en este punto, porque su objetivo es otro.
Y la reflexión marxiana posterior se refiere a la necesidad de la conquista del poder del Estado, de la alteración de su carácter de clase, como primera medida que permita la realización completa del comunismo. En un célebre pasaje de El Estado y la Revolución, Lenin recuerda la carta que Marx escribió a Weydemeyer en marzo de 1552, en la que Marx señalaba, como aportación propia, el carácter irreconciliable de la lucha de clases y la necesidad de la dictadura del proletariado. Sin embargo, Marx quería expresar con este término, como lo reconoce el propio Lenin, solamente el carácter de clase del Estado existente antes y después de la toma del poder por la clase obrera. Lenin polemizaba con los mismos con los que Marx había polemizado en 1875, cuando redactó la Crítica al programa de Gotha. La socialdemocracia de comienzos de siglo no pretendía tan sólo considerar la superioridad de la democracia parlamentaria frente a otro tipo de régimen. Lo que deseaba era mantener el análisis de clase fuera de la política, reduciéndolo a una descripción de las relaciones sociales. Ésa y no otra es la fractura que se produce en los años veinte de nuestro siglo: ésa y no otra es la línea ideológica que sigue separando a la izquierda comunista y al actual social-liberalismo.
Lo importante, para mí, es que la reflexión de Marx sobre el Estado es, sobre todo, una reflexión orientada al fundamento de su pensamiento: la obtención de la emancipación del ser humano a través de la revolución proletaria. Desde sus primeros escritos, desde su misma formación y reacción contra el idealismo filosófico, Marx pretende fundamentar científicamente la conquista de la libertad real de los individuos. En este tramo final de siglo, el mensaje de Marx y de la tradición marxiana se refiere al concepto mismo de democracia. ¿Qué nos puede indicar el Manifiesto ciento cincuenta años después? Nos permite partir de una tradición de denuncia de la falsa democracia para afrontar la progresiva deslegitimación de la política en nuestro tiempo. A lo que asistimos en este presunto final de la historia es a un desprestigio de la política como forma de participación de las gentes en las tareas colectivas. Ese desprestigio de la política es el fruto de una serie compleja de elementos que resultaría imposible detallar aquí. La hegemonía de la ideología burguesa se ha expresado en este tiempo en la crisis misma de la política entendida como posibilidad real de cambio y participación, como confrontación de proyectos de naturaleza distinta. Quienes están más explotados socialmente, quienes están excluidos del sistema, no ven en la política el cauce oportuno y posible para cambiar las cosas. En otro lugar he llamado a ese proceso de despolitización del conflicto social una forma de sufragio censitario informal, en el que se abstienen de votar -y el voto es la forma de legitimación máxima del poder en nuestro sistema- quienes no tienen intereses sociales que defender.
Claro que ese desprestigio de la política puede expresarse no sólo a través de la abstención de sectores que objetivamente serían votantes de la izquierda, sino mediante la canalización populista del conflicto, de la inseguridad, de la fragmentación social que el misino sistema proyecta, en populismos de la extrema derecha que aprovechan La crisis de la política para sellar el final de la democracia. El desafecto social, la exclusión, puede expresarse, así -si se carece de un discurso alternativo, politizador, de la izquierda-, en puro y mero postfascismo.
Pero la fuerza del discurso de la izquierda puede arrancar de la firmeza de su propia tradición. Puesto que la denuncia de las gentes tiene veracidad: las decisiones reales de la política se toman fuera del ámbito de la política. La reivindicación de la izquierda marxista es la de una democracia como la que proclamaba Marx en su análisis de la Comuna y como la que recogió Lenin en El Estado y la revolución. No tanto porque ignoremos hoy los aspectos algo ingenuos de sus aproximaciones, sino porque detectamos la verdad profunda de su planteamiento. Hoy sabemos que no bastan los mecanismos de represión: la explotación y la exclusión funcional porque la mayoría de las personas piensan que ésta es la única forma posible de organizar las cosas. No obstante, el Estado es, también, represión: y el desánimo de muchas gentes de la izquierda reside en la capacidad infinita de represión del sistema, claramente expresada en ese primer gran conflicto del siglo XXI que fue la guerra del Golfo.
La construcción de la hegemonía burguesa se hace, en buena medida, al margen de las instituciones estrictas del-Estado. Pero esta hegemonía ideológica se expresa también defendiendo la neutralidad de clase del Estado, su naturaleza de pieza adaptable a todas las formas de voluntad popular posibles. Se defiende, además, a través de la confusión entre lo político y lo institucional, es decir, a través de una práctica de la izquierda comunista que no sepa conservar su equilibrio entre la participación en las instituciones y su extrañeza a las mismas, que debería expresarse superado el carácter de coordinación de cargos públicos que suelen tener las organizaciones de la izquierda y, sobre todo, cancelando la impresión de, que todo aquello que no es institucional no es ámbito de actuación política. Por ello, la fundamentación de clase del Estado y de los diversos instrumentos del poder continúa siendo un marco de análisis para que la izquierda alternativa, y sólo ella, plantee estrategias de superación del sistema. ¿Deberemos recordar aquí que, en lenguaje marxista, de lo que se trata es de superar la democracia?
La concepción dinámica de la historia, entendida como conflictos irreconciliables sin clases; la libertad como objetivo último de la Historia; la revolución como mecanismo posible y necesario de cambio; el análisis del Estado y la falsedad de la democracia. Tales son algunos de los puntos que tienen una lectura pendiente para la izquierda comunista de final de siglo. Pero hay otros aspectos que son centrales en el debate intelectual, que llegan a ser debate en el seno mismo de la izquierda alternativa. El Manifiesto y la obra posterior de Marx y Engels y de la tradición marxista es, fundamentalmente, un llamamiento a la organización del proletariado como clase. Y esa organización se llama el Partido Comunista. La independencia político-ideológica de la clase obrera es presentada como una necesidad imperiosa, que incluso un Engels, a veces contemplado como rectificador de este aspecto, defenderá al final de su vida. Como lo señaló Monthy Johnstone en un artículo publicado en el Socialist Register hace ahora treinta años, Marx nunca llegó a pensar en el partido comunista como el conjunto de la clase obrera o como un movimiento amplio equiparable a los sindicatos. La intransigencia de Marx y Engels en temas ideológicos al hacer la crítica de la socialdemocracia alemana y, de hecho, una lectura atenta del mismo Manifiesto nos señala que los comunistas impulsan a la clase obrera a través de un conocimiento teórico superior.
La tradición marxista se distingue de otras tradiciones emancipatorias de nuestro tiempo por el papel de sujeto histórico asignado a la clase obrera, por la consideración de las relaciones de producción como el antagonismo fundamental de nuestra sociedad y por la exigencia de la construcción de un partido que actúe como constructor de teoría. La centralidad de las relaciones capital/trabajo en el análisis del sistema continúa formando el núcleo de la identidad marxista. Las relaciones de explotación se fundamentan en dicha relación y los esfuerzos realizados por el capitalismo de final de siglo para provocar la fragmentación de la clase obrera, para introducir elementos de dispersión en su seno, para establecer antagonismos entre empleados y parados, entre gentes con empleo fijo y otras con empleo precario, son factores que muestran la centralidad de ese antagonismo.
La aparición de la exclusión como fenómeno social de amplias dimensiones no lo rectifica radicalmente, sino que refuerza la precariedad de quienes sufren una explotación digamos que más «tradicional». Un aspecto de actualidad del Manifiesto es la descripción de los enfrentamientos en el seno de los sectores proletarizados, que hoy se presentan como desigualdad de condiciones entre los explotados y los excluidos, llegando a crear una falsa conciencia de privilegio social en los asalariados. Los comunistas no pueden instalarse en un discurso de la marginalidad, pero deben considerar que la marginación o la exclusión es una característica necesaria al tipo de capitalismo de comienzos del siglo XXI. Su posición de fuerza que lucha dentro del sistema y que quiere superarlo es lo que pone al comunismo en la disposición objetiva para la realización de un discurso y una práctica radical, que en estos tiempos puede empezar siendo la acumulación de un tejido de resistencia, pero que ha de aspirar a la formación de un proyecto alternativo que gane a los explotados y a los excluidos, a la vieja clase obrera y a los sectores que son apartados del mundo del trabajo.
De igual manera, los comunistas han de recuperar un conocimiento social planetario que derive del carácter universal de la clase que desean dirigir. Una de las paradojas de nuestro tiempo, tan cargado de ellas, es que la burguesía ha incorporado como elemento de legitimación ideológica un discurso de la globalidad, mientras las formas de resistencia que aparecen se basan en la defensa de identidades particularistas, en fundamentalismos religiosos, nacionalismos étnicos o en la misma incapacidad de la izquierda para recuperar un discurso internacionalista. El discurso fuerte de la izquierda radical es siempre el que se expresa en términos planetarios, porque el carácter insoportable del actual orden de cosas se define mejor de acuerdo con un análisis internacional: no sólo porque funciona con una lógica global, sino porque se visualiza la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción al considerado en términos de un sistema mundial. La izquierda comunista debe revisar las tentaciones de un discurso replegado sobre los espacios más reducidos: por ejemplo, la defensa de una Europa que presente un modelo alternativo a Estados Unidos, como indicaba Bertinotti en una intervención en Barcelona el 11 diciembre de 1997, es una política radical y posible de la izquierda comunista.
Pero el discurso de la globalidad de nada sirve si no es capaz de partir de las realidades concretas de la gente: las propuestas a la solución de problemas inmediatos deben darse en una visión global, pero deben obedecer a la percepción, a la experiencia concreta de tales problemas. La lucha forzosamente internacional por la jornada de 35 horas y por la distribución del trabajo disponible es un ejemplo de cómo se ejerce una práctica que afecta al núcleo de las actuales formas de explotación partiendo de una experiencia directa como el desempleo y dando soluciones en términos que exigen una movilización internacional. En este sentido, no se hace sino recuperar una vieja tradición de la izquierda decimonónica, que los avatares de la segunda mitad del siglo XX ha envilecido, en unos casos, o marginado en otros.
A esta consideración debemos sumar la que se expresa ya en el Manifiesto cuando señala la relación de los comunistas con otros grupos de la clase obrera o, para decirlo en términos actuales, con otras fuerzas emancipatorias. La tradición marxista no puede identificarse, a mi modo de ver, con las experiencias de Estado de la clase obrera de un solo partido, especialmente si ello supone violentar la existencia de una pluralidad de partidos socialistas. Para poner un ejemplo, yo suscribiría la crítica de Rosa Luxemburgo a la conducta inicial de los bolcheviques, incluso aceptando las condiciones concretas en que se lleva a cabo la marcha hacia el carácter monopólico del Partido Comunista. Porque creo que en esta cuestión, y no en la inmadurez de la toma del poder por la clase obrera y el campesinado, reside el fracaso posterior de la experiencia. Como consecuencia de ello -y de otros hechos, como la pervivencia.de otras culturas anticapitalistas-, la tradición marxista debe desvincularse de considerar incluso como deseable -y, por tanto, algo a conseguir- la unificación de todas las fuerzas de emancipación en un solo partido de ideología marxista. La izquierda comunista tiene que normalizar su relación con otras tradiciones que convocan sujetos sociales distintos o que consideran otra jerarquización de los antagonismos sociales.
Por el contrario, el propio Manifiesto señala la necesidad de trabajar con sectores no comunistas y la tradición marxiana, en su análisis de experiencias como las de la Comuna, expresa la oportunidad de hallar espacios de encuentro y trabajo común con otras culturas. Debería hacerse especial hincapié en ese respeto a las diferencias de las izquierdas alternativas, reunidas en torno un programa y distanciadas por una ideología que es, en el fondo, una tradición permanentemente actualizada. Experiencias como las de Izquierda Unida parten precisamente de esa visión inteligente de la labor de la izquierda para comienzos del nuevo milenio y es uno de los aspectos nucleares de su actualización.
Sin embargo, ¿cabe alguna duda de que el Manifiesto y la obra posterior de Marx y Engels es la defensa de una organización de los comunistas? Lo que hemos de considerar es si ésa es una afirmación que se corresponde con lo que se necesita en nuestra época y, en todo caso, qué tipo de partido sería el necesario.
Mi experiencia personal es haber asistido a la disolución práctica del PSUC, aprovechando el desconcierto provocado por la crisis del «socialismo real». Se quiso presentar la caducidad del comunismo como una exigencia de la población, incluyendo a quienes habían sido militantes de esa. Pero se hurtó a la militancia, precisamente en esos años de perplejidad y de desconcierto que siguieron a la caída del muro, el instrumento que les habría permitido hacer una reflexión colectiva y desde la propia cultura de tales acontecimientos.
Creo que lo que ha ocurrido a continuación con la izquierda en Cataluña tiene una estrecha relación con la desaparición de un instrumento que garantizaba el debate, la elaboración teórica, la supervivencia de una cultura. Por lo que podríamos deducir que la liquidación de un partido comunista ha sido la primera y fundamental pieza para desarbolar el espacio de la izquierda alternativa en Cataluña. Porque, evidentemente, cuando cuestionamos el Partido Comunista no nos estamos refiriendo a la crisis de la forma partido solamente, sino a la vigencia de una corriente organizada con su propia identidad, que ya ha aceptado la caducidad de consideraciones ajenas a una cultura plural de la izquierda, que se ha implicado rotundamente en la construcción de un espacio común para la izquierda emancipatoria, pero que quiere preservar su cultura particular, que es la del marxismo. Estamos cuestionando una tradición cuya razón de ser ha sido mantener el antagonismo con el sistema. Y, en este caso, es muy sana la distinción entre nostalgia y tradición, por lo menos de tanta salud como la distinción entre renovación y comenzar desde cero.
Es cierto que el drama más profundo vivido por los partidos incapaces de metabolizar la crisis del «socialismo real»,- fue la separación de la teoría y la práctica. O, más bien, de quienes dirigían la estrategia de los partidos y quienes estaban en condiciones de actualizar la cultura marxista. Esta aberración suponía quebrar el llamamiento más claro del Manifiesto Comunista, y tuvo costes singular dureza para la conducta de los partidos en los que la separación de funciones se hizo más rotunda. Yo continúo creyendo en la actualidad de esas premisas del Manifiesto, de la misma que considero que apartarse de ellas ha sido, en buena medida, la causa de averías profundas en nuestro movimiento. El Partido tiene una labor fundamental en los tramos finales de final de siglo: la de permitir que la experiencia directa de exclusión o explotación escape a su privacidad y devenga conocimiento social, global, trascendiendo la situación de cada individuo. El Partido Comunista tiene que «consumir teóricamente la realidad», pero sólo puede hacerlo si su conocimiento brota de la suma de experiencias sociales. El Partido tiene que someter a una tensión constante su propia tradición, a través de su confrontación con los nuevos movimientos sociales y, también, a través de su encuentro con otras izquierdas. Pero sólo podrá hacerlo mediante el uso de su identidad. Cuando se plantea su liquidación y puede plantearse de modos muy distintos- se corre el riesgo de padecer una pérdida irreparable, que no afectaría estrictamente a la cultura comunista, sino a la vertebración del conjunto de la izquierda revolucionaria. Relegar el Partido a una digna institución para confortables aniversarios, una especie de balneario para solaz de los veteranos de una guerra perdida, sería tan grave como convertirlo en un espacio cerrado a la realidad, un museo de verdades estupefacientes, tranquilizadoras de la inmensa sensación de derrota que hemos sufrido los comunistas en estos últimos años. Se nos pide, desde las mismas páginas del Manifiesto, que seamos capaces de vincular el conocimiento científico de la realidad y la práctica de los explotados. Y que lo hagamos en un partido comunista capaz de relacionarse con otras fuerzas de la izquierda radical.
Si lo hacemos de otro modo, un día u otro, a lo mejor dentro de otros ciento cincuenta años, tendremos que comenzar a mover de nuevo un fantasma que recorra Europa.
texto de Ferrán Gallego, escritor, profesor de Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona
publicado en 1998 en la revista Nuestra Bandera
tomado en 2012 del blog Marx desde cero
El tema de estos artículos es la realización de una lectura del Manifiesto del Partido Comunista ciento cincuenta años después de su publicación. Y se publica en el marco de una revista comunista, que se considera vinculada por tradición cultural a ese texto. No se trata, por tanto, de una mera operación académica, filológica, de un intercambio de ideas indiferente a su aplicación práctica. Tampoco es una simple guía textual a realizar como si el tiempo hubiera quitado ni añadido nada a lo que los comunistas debemos conocer del transcurso de este siglo y medio. Voy a hacer en este artículo, por tanto, una lectura desde lo que Marx y Engels sabían en 1847 o 1848, pero también en función de lo que desarrollaron práctica y teóricamente más adelante, lo cual elimina determinadas ambigüedades del texto. Voy a hacerlo, también, considerando cual es la posición de los comunistas a finales del siglo XX y qué actualidad real tiene lo que se dice en el Manifiesto.
Todas las reflexiones sobre la política en los fundadores del marxismo se inician indicando que Marx y Engels dedicaron escaso espacio, de carácter secundario, accidental o coyuntural a los temas propios de la política. Es cierto que el andamiaje fundamental de la obra marxiana es de carácter filosófico y económico, pero no podemos continuar diciendo que existe una carencia de líneas de pensamiento político. Podemos aducir el carácter ingente de las reflexiones que aparecen en su correspondencia, en libros tan centrales en el desarrollo de sus ideas como El 18 Brumario, La guerra civil en Francia o La crítica al programa de Gotha.
Podríamos indicar su propia actividad vital, en la Liga de los Comunistas, en la Asociación Internacional de Trabajadores o en las primeras organizaciones socialistas nacionales, a la que corresponde esa tarea de redactores de documentos de organizaciones de clase o de acotaciones a los mismos o de reflexión sobre acontecimientos políticos inmediatos, que ayudaban al definir mejor su propia visión de la evolución del Estado capitalista. Esto no era óbice para que se negaran a trazar un diseño milimetrado de la sociedad futura, posición intelectual de principio que aparece ya en el Manifiesto, cuando se indica: «Los postulados teóricos del comunismo no se fundan en modo alguno en ideas o principios que hayan sido inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Sólo son expresiones generales de los hechos reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que transcurre ante nuestra vista».
Pero el argumento fundamental para señalar la preocupación de Marx y Engels acerca de la política es en el propio Manifiesto. Porque se trata de un texto de alta densidad, que resume lo que entonces había avanzado la reflexión de Marx y Engels sobre la interpretación de la historia, las relaciones entre infraestructura y superestructura, su concepto de clase, de Estado y de ideología, sus nociones sobre la organización del capitalismo y sus apreciaciones sobre la conciencia del proletariado y su organización autónoma. Pero es, fundamentalmente, texto político. Porque todo lo que en él se dice está subordinado a fundamentar un llamamiento a la organización consciente de la lucha del proletariado y a la conquista del poder estatal para llevar adelante un programa comunista.
El aspecto fundamental del Manifiesto no es tanto sociológico como político: es haber planteado rigurosamente la conversión del proletariado en una clase propiamente dicha -eso que se ha llamado el paso de una clase en si a una clase para sí-, indicando el carácter político de toda lucha de clase. Ello puede observarse ya en el primer capítulo del testo, cuando los autores superan el carácter meramente descriptivo de la aparición del proletariado para situar en su confrontación con la burguesía y en la progresiva adquisición de una conciencia, la aparición de una clase propiamente dicha: «El verdadero resultado de estas luchas no es el éxito inmediato, sino la cada vez más amplia unificación de los obreros […] Toda lucha de clases es una lucha política. Esta organización de los proletarios es una clase, y con ello un partido político. »
Algún autor -Mario Rossi, en su Génesis del materialismo histórico- ha señalado que el Manifiesto es, en este sentido, el punto de realización de la inversión práctica: el paso del análisis teórico sobre la explotación a una propuesta de acción política que parte de la propia experiencia organizativa de los autores. La primera parte del Manifiesto, que podría resultarla más descriptiva, contiene aspectos esenciales embrionarios de la teoría del Estado, de la ideología, de la revolución y del partido. Se indica, por ejemplo, que el Estado es «solamente una comisión administrativa de los negocios comunes de toda la clase burguesa», una reflexión que procede de las primeras críticas a la filosofía del derecho de Hegel realizadas en 1843, pero que no se desarrolla en el Manifiesto, y que puede indicar una visión simplista del Estado, pero que sitúa, embrionariamente, algunas cuestiones sobre la democracia que se desprenden de la lectura de textos previos y posteriores -desde los Manuscritos de Kreuznach, los de 1844, y, después del Manifiesto, los que se refieren a la Comuna de París y al programa del Partido Socialdemócrata Alemán.
Por otro lado, se sitúa la irrupción del carácter de clase de las relaciones de producción en todos los aspectos de la vida cultural. Se suma a ello que la revolución es el resultado de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Y se señala que el único sujeto posible de ese cambio debe ser la clase explotada por el modo de producción vigente: el proletariado, que ha ido convirtiéndose en una clase para sí.
Son las partes siguientes del Manifiesto, sin embargo, las que suelen considerarse explícitamente políticas. Se trata de definir la organización del partido de la clase obrera, huyendo tanto de las construcciones metafísicas de gabinete de intelectuales como del simple agregado de una clase para sí. Implica hacer derivar la existencia de los comunistas de la existencia de un proletariado que se hace consciente de su universalidad a través de la apropiación de una teoría propia. Y que, en función de ella, es capaz de distinguirse del resto de las fuerzas obreras por su carácter internacionalista -es decir, de la totalidad de la clase- y por su disposición de un análisis de la sociedad. Para decirlo en otros términos, el partido comunista sería la fusión de la ciencia social con el movimiento obrero.
En las condiciones en que hablaban Marx y Engels, dirigentes de una minúscula organización, es evidente que no querrían confundir ésta con una vanguardia organizada del conjunto de la clase obrera, sino que se planteaban la necesidad de su existencia real. Además, lo que se le exige a esa clase obrera universalizada a través de una organización y un análisis de las relaciones sociales es la realización de la revolución, que sólo podrá realizarse en la medida en que se produzca ese tipo concreta de organización superadora de los tipos de socialismo a los que los autores dedican el capítulo III del Manifiesto. El nombre de partido comunista deriva, pues, de la naturaleza de los fines revolucionarios del proletariado organizado como clase, que sólo pueden ser la destrucción de cualquier forma de dominio.
El análisis de los socialismos existentes tiene algún aspecto revelador para lo que ha sido la historia de nuestro siglo. Por ejemplo, la crítica a lo que los autores llaman el socialismo feudal adquiere una especial corpulencia teórica cuando consideramos la experiencia del fascismo, que se basó precisamente en una mezcla de entusiasmo por la modernidad por parte de las clases dirigentes y del temor a sus consecuencias sociales y- culturales por parte de los grupos subalternos. El fascismo fue, para sectores amplios de capas medias proletarizadas, una forma de socialismo no de clase, algo que parecía protegerles frente a la amenaza del capitalismo y del socialismo proletario. En nuestros tiempos, cuando la crisis de la izquierda ha permitido la ocupación de espacios sociales castigados por el capitalismo pos parte de populismos de la extrema derecha, tal reflexión debería considerarse con mayor cuidado. La denuncia del otro socialismo, del llamado socialismo utópico, que será desarrollada por Engels de una forma mucho más detallada, no se basa en el rechazo a las formulaciones contrarias a la sociedad capitalista, sino en el carácter idealista de las mismas, en la incapacidad por superar los elementos mesiánicos que no se fundamentan en un análisis de las relaciones sociales concretas y que dejan de ofrecer carácter de clase a la opción alternativa.
Hecha esta lectura guiada del Manifiesto, haré unas consideraciones sobre la actualidad del mismo en la tradición marxista, es decir, en el período en que Marx y Engels viven- y consideraré después algunos aspectos que nos sugiere su lectura en el presente.
El Manifiesto es, sobre todo, un texto de carácter político. Pero es, también, una defensa de la visión dinámica de la historia cuyo fundamento es la lucha de clases y el carácter revolucionario del paso de un modo de producción a otro. No es solamente la defensa de la revolución proletaria, sino la defensa del carácter progresivo de la historia, a través de sucesivas revoluciones basadas en el dominio de una u otra clase social. En este final de siglo, una consideración de este tipo resulta turbador. Porque, hace ya unos años, Francis Fukuyama proclamó el final de la historia y numerosos intelectuales orgánicos del sistema se apresuraron a señalar el carácter sustancialmente inmutable del proceso histórico: se sucedían acontecimientos, pero existía realmente la historia. Y, en todo caso, lo que en ella ocurría no dependía de lo que hicieran los seres humanos, toda vez que se había instalado una normalidad que identificaba lo real con lo racional y, además, con lo posible. Curiosamente, después de tantos años de acusaciones al marxismo de ser la partera del determinismo, el capitalismo de fin de milenio se dota a sí mismo de esa atribución: las cosas no pueden cambiarse, la Historia, entendida en su sentido fuerte, ha terminado.
Pero hay algo que, en este tramo de la historia, de serias dificultades para el discurso de la izquierda, el Manifiesto Comunista traslada para considerar su vigencia: el problema de la revolución. Ya cuando se celebró el bicentenario de la revolución francesa, en 1989, coincidiendo con la crisis del socialismo real, la escuela revisionista encabezada por el recientemente fallecido Francois Furet sentenció que la revolución fue un error, especialmente en sus tramos más radicales, una necesidad histórica, un proceso sin el que se habrían desarrollado cambios similares. En nuestro país, el partido gobernante, presunto cauce hegemónico de las izquierdas, se apresuró a sumarse a tal concepción, elogiando el cambio «a la inglesa», de 1688- y olvidando la revolución de 1640- y desdeñando los que había producido la tradición jacobina. No en vano el PSOE celebró el bicentenario de Carlos III, indicando que más valía un déspota ilustrado, una buena reforma desde arriba, que la revolución de los de abajo.
Naturalmente, esa negación del hecho revolucionario se ha radicalizado cuando se trataba de la revolución de octubre. La crisis del sistema soviético ha servido para atestar la prensa y las librerías de textos que señalan el error de la revolución misma, ni siquiera de sus desviaciones posteriores. Algunos autores británicos han llegado a señalar la existencia de un régimen liberal en Rusia bajo Nicolás II, cuya evolución se vio truncada por el bolchevismo. Ya en su momento los socialdemócratas acusaron a los comunistas de acelerar peligrosamente la marcha de la historia, de provocar partos prematuros. Por lo menos, no se les pudo acusar de matar a la criatura recién nacida, como lo hicieron los entusiastas funcionarios del SPD en el Berlín de 1919. En nuestros días hemos podido ver la existencia de un libro que adjudica a esa revolución innecesaria la mayor matanza de la historia. Y que, puestos a decir cualquier cosa, establece equiparaciones entre el comunismo y el nazismo que radicalizan las que en su momento trenzaron los analistas de los regímenes totalitarios.
En este sentido, el Manifiesto tiene, por lo menos, la actualidad de la polémica que puede desatar: si la historia ha sido y es lo que se marca en sus primeros pasajes y si el hecho revolucionario tiene vigencia. Ambas consideraciones están estrechamente vinculadas en la tradición marxiana y marxista. También correspondía a una tradición democrática la consideración del progreso de la historia, la racionalidad del proceso histórico, como una línea del desarrollo de la libertad. Lo que hizo Marx, como sabemos muy bien, fue invertir la lógica de ese proceso, poner la historia sobre los pies y situar un sujeto revolucionario: el proletariado, que lo sería en la medida en que fuera capaz de comprender su propio carácter.
Marx elabora en diversos lugares esa concepción del desarrollo de la Historia, especialmente en esa brillante síntesis que fue la Contribución a la crítica de la economía política. Pero podría derivarse de ello una lectura que el mismo Manifiesto llega a matizar. Una lectura que situara la revolución como el resultado de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, no de la lectura de tal contradicción por el proletariado y de su acción revolucionaria consecuente. Marx nunca llegó a definir cuál era exactamente el grado de madurez preciso para que se produjera una acción revolucionaria del proletariado. Es cierto que Gramsci se refirió a la «revolución contra El Capital» al hablar de la inmadurez de la formación social rusa, pero también conocemos las vacilaciones del Marx maduro, en su correspondencia con Vera Zasulich, sobre las posibilidades de que la revolución estallara precisamente donde menos el modo de producción capitalista se combinaba con el atraso de una formación social concreta. Lo que podemos decir del texto es la existencia no de una ambigüedad, sino de un equilibrio entre condiciones materiales y organización de la clase obrera. Y hay algo de lo que no cabe duda: el texto y la tradición marxiana se refieren a la ruptura revolucionaria, a la abolición de las relaciones de producción existentes y no a otra forma de estrategia. No hay, ni siquiera en el último Engels, un rechazo a la revolución, sino, en todo caso, una consideración sobre los métodos revolucionarios. En todo caso, debería considerarse si, a la luz de la propia experiencia del siglo XX, podemos seguir refiriéndonos con el optimismo de hombres de mediados del siglo XIX al poder progresivo de las fuerzas productivas, a su infinita capacidad de creación de bienestar, sin tener en cuenta el grado de lo que sea soportable para el planeta.
El Manifiesto se refiere sólo de pasada al Estado. En plena lucha por la democratización, cuando se sugiere que los trabajadores han de apoyar a los sectores radicales de la burguesía no es el objeto del texto situar un análisis .pormenorizado del Estado. Sin embargo, hay una afirmación que los autores consideran de una obviedad suficiente como para no extenderse en ella: el carácter de simple administración de los asuntos de la burguesía que tiene el Estado moderno, la completa ocupación del mismo por la nueva clase dirigente. Y no sólo de él. El Manifiesto señala también la impregnación por esta clase emergente de la cultura, de las creencias, de las formas familiares, del sentido común vigente en una época. Las tareas previas de Marx y Engels, desde los Manuscritos de Kreuznach hasta la Ideología alemana habían consistido precisamente en señalar la determinación de las formas de pensamiento y organización jurídica por las condiciones materiales. Por ello, el Manifiesto insiste en este punto, porque su objetivo es otro.
Y la reflexión marxiana posterior se refiere a la necesidad de la conquista del poder del Estado, de la alteración de su carácter de clase, como primera medida que permita la realización completa del comunismo. En un célebre pasaje de El Estado y la Revolución, Lenin recuerda la carta que Marx escribió a Weydemeyer en marzo de 1552, en la que Marx señalaba, como aportación propia, el carácter irreconciliable de la lucha de clases y la necesidad de la dictadura del proletariado. Sin embargo, Marx quería expresar con este término, como lo reconoce el propio Lenin, solamente el carácter de clase del Estado existente antes y después de la toma del poder por la clase obrera. Lenin polemizaba con los mismos con los que Marx había polemizado en 1875, cuando redactó la Crítica al programa de Gotha. La socialdemocracia de comienzos de siglo no pretendía tan sólo considerar la superioridad de la democracia parlamentaria frente a otro tipo de régimen. Lo que deseaba era mantener el análisis de clase fuera de la política, reduciéndolo a una descripción de las relaciones sociales. Ésa y no otra es la fractura que se produce en los años veinte de nuestro siglo: ésa y no otra es la línea ideológica que sigue separando a la izquierda comunista y al actual social-liberalismo.
Lo importante, para mí, es que la reflexión de Marx sobre el Estado es, sobre todo, una reflexión orientada al fundamento de su pensamiento: la obtención de la emancipación del ser humano a través de la revolución proletaria. Desde sus primeros escritos, desde su misma formación y reacción contra el idealismo filosófico, Marx pretende fundamentar científicamente la conquista de la libertad real de los individuos. En este tramo final de siglo, el mensaje de Marx y de la tradición marxiana se refiere al concepto mismo de democracia. ¿Qué nos puede indicar el Manifiesto ciento cincuenta años después? Nos permite partir de una tradición de denuncia de la falsa democracia para afrontar la progresiva deslegitimación de la política en nuestro tiempo. A lo que asistimos en este presunto final de la historia es a un desprestigio de la política como forma de participación de las gentes en las tareas colectivas. Ese desprestigio de la política es el fruto de una serie compleja de elementos que resultaría imposible detallar aquí. La hegemonía de la ideología burguesa se ha expresado en este tiempo en la crisis misma de la política entendida como posibilidad real de cambio y participación, como confrontación de proyectos de naturaleza distinta. Quienes están más explotados socialmente, quienes están excluidos del sistema, no ven en la política el cauce oportuno y posible para cambiar las cosas. En otro lugar he llamado a ese proceso de despolitización del conflicto social una forma de sufragio censitario informal, en el que se abstienen de votar -y el voto es la forma de legitimación máxima del poder en nuestro sistema- quienes no tienen intereses sociales que defender.
Claro que ese desprestigio de la política puede expresarse no sólo a través de la abstención de sectores que objetivamente serían votantes de la izquierda, sino mediante la canalización populista del conflicto, de la inseguridad, de la fragmentación social que el misino sistema proyecta, en populismos de la extrema derecha que aprovechan La crisis de la política para sellar el final de la democracia. El desafecto social, la exclusión, puede expresarse, así -si se carece de un discurso alternativo, politizador, de la izquierda-, en puro y mero postfascismo.
Pero la fuerza del discurso de la izquierda puede arrancar de la firmeza de su propia tradición. Puesto que la denuncia de las gentes tiene veracidad: las decisiones reales de la política se toman fuera del ámbito de la política. La reivindicación de la izquierda marxista es la de una democracia como la que proclamaba Marx en su análisis de la Comuna y como la que recogió Lenin en El Estado y la revolución. No tanto porque ignoremos hoy los aspectos algo ingenuos de sus aproximaciones, sino porque detectamos la verdad profunda de su planteamiento. Hoy sabemos que no bastan los mecanismos de represión: la explotación y la exclusión funcional porque la mayoría de las personas piensan que ésta es la única forma posible de organizar las cosas. No obstante, el Estado es, también, represión: y el desánimo de muchas gentes de la izquierda reside en la capacidad infinita de represión del sistema, claramente expresada en ese primer gran conflicto del siglo XXI que fue la guerra del Golfo.
La construcción de la hegemonía burguesa se hace, en buena medida, al margen de las instituciones estrictas del-Estado. Pero esta hegemonía ideológica se expresa también defendiendo la neutralidad de clase del Estado, su naturaleza de pieza adaptable a todas las formas de voluntad popular posibles. Se defiende, además, a través de la confusión entre lo político y lo institucional, es decir, a través de una práctica de la izquierda comunista que no sepa conservar su equilibrio entre la participación en las instituciones y su extrañeza a las mismas, que debería expresarse superado el carácter de coordinación de cargos públicos que suelen tener las organizaciones de la izquierda y, sobre todo, cancelando la impresión de, que todo aquello que no es institucional no es ámbito de actuación política. Por ello, la fundamentación de clase del Estado y de los diversos instrumentos del poder continúa siendo un marco de análisis para que la izquierda alternativa, y sólo ella, plantee estrategias de superación del sistema. ¿Deberemos recordar aquí que, en lenguaje marxista, de lo que se trata es de superar la democracia?
La concepción dinámica de la historia, entendida como conflictos irreconciliables sin clases; la libertad como objetivo último de la Historia; la revolución como mecanismo posible y necesario de cambio; el análisis del Estado y la falsedad de la democracia. Tales son algunos de los puntos que tienen una lectura pendiente para la izquierda comunista de final de siglo. Pero hay otros aspectos que son centrales en el debate intelectual, que llegan a ser debate en el seno mismo de la izquierda alternativa. El Manifiesto y la obra posterior de Marx y Engels y de la tradición marxista es, fundamentalmente, un llamamiento a la organización del proletariado como clase. Y esa organización se llama el Partido Comunista. La independencia político-ideológica de la clase obrera es presentada como una necesidad imperiosa, que incluso un Engels, a veces contemplado como rectificador de este aspecto, defenderá al final de su vida. Como lo señaló Monthy Johnstone en un artículo publicado en el Socialist Register hace ahora treinta años, Marx nunca llegó a pensar en el partido comunista como el conjunto de la clase obrera o como un movimiento amplio equiparable a los sindicatos. La intransigencia de Marx y Engels en temas ideológicos al hacer la crítica de la socialdemocracia alemana y, de hecho, una lectura atenta del mismo Manifiesto nos señala que los comunistas impulsan a la clase obrera a través de un conocimiento teórico superior.
La tradición marxista se distingue de otras tradiciones emancipatorias de nuestro tiempo por el papel de sujeto histórico asignado a la clase obrera, por la consideración de las relaciones de producción como el antagonismo fundamental de nuestra sociedad y por la exigencia de la construcción de un partido que actúe como constructor de teoría. La centralidad de las relaciones capital/trabajo en el análisis del sistema continúa formando el núcleo de la identidad marxista. Las relaciones de explotación se fundamentan en dicha relación y los esfuerzos realizados por el capitalismo de final de siglo para provocar la fragmentación de la clase obrera, para introducir elementos de dispersión en su seno, para establecer antagonismos entre empleados y parados, entre gentes con empleo fijo y otras con empleo precario, son factores que muestran la centralidad de ese antagonismo.
La aparición de la exclusión como fenómeno social de amplias dimensiones no lo rectifica radicalmente, sino que refuerza la precariedad de quienes sufren una explotación digamos que más «tradicional». Un aspecto de actualidad del Manifiesto es la descripción de los enfrentamientos en el seno de los sectores proletarizados, que hoy se presentan como desigualdad de condiciones entre los explotados y los excluidos, llegando a crear una falsa conciencia de privilegio social en los asalariados. Los comunistas no pueden instalarse en un discurso de la marginalidad, pero deben considerar que la marginación o la exclusión es una característica necesaria al tipo de capitalismo de comienzos del siglo XXI. Su posición de fuerza que lucha dentro del sistema y que quiere superarlo es lo que pone al comunismo en la disposición objetiva para la realización de un discurso y una práctica radical, que en estos tiempos puede empezar siendo la acumulación de un tejido de resistencia, pero que ha de aspirar a la formación de un proyecto alternativo que gane a los explotados y a los excluidos, a la vieja clase obrera y a los sectores que son apartados del mundo del trabajo.
De igual manera, los comunistas han de recuperar un conocimiento social planetario que derive del carácter universal de la clase que desean dirigir. Una de las paradojas de nuestro tiempo, tan cargado de ellas, es que la burguesía ha incorporado como elemento de legitimación ideológica un discurso de la globalidad, mientras las formas de resistencia que aparecen se basan en la defensa de identidades particularistas, en fundamentalismos religiosos, nacionalismos étnicos o en la misma incapacidad de la izquierda para recuperar un discurso internacionalista. El discurso fuerte de la izquierda radical es siempre el que se expresa en términos planetarios, porque el carácter insoportable del actual orden de cosas se define mejor de acuerdo con un análisis internacional: no sólo porque funciona con una lógica global, sino porque se visualiza la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción al considerado en términos de un sistema mundial. La izquierda comunista debe revisar las tentaciones de un discurso replegado sobre los espacios más reducidos: por ejemplo, la defensa de una Europa que presente un modelo alternativo a Estados Unidos, como indicaba Bertinotti en una intervención en Barcelona el 11 diciembre de 1997, es una política radical y posible de la izquierda comunista.
Pero el discurso de la globalidad de nada sirve si no es capaz de partir de las realidades concretas de la gente: las propuestas a la solución de problemas inmediatos deben darse en una visión global, pero deben obedecer a la percepción, a la experiencia concreta de tales problemas. La lucha forzosamente internacional por la jornada de 35 horas y por la distribución del trabajo disponible es un ejemplo de cómo se ejerce una práctica que afecta al núcleo de las actuales formas de explotación partiendo de una experiencia directa como el desempleo y dando soluciones en términos que exigen una movilización internacional. En este sentido, no se hace sino recuperar una vieja tradición de la izquierda decimonónica, que los avatares de la segunda mitad del siglo XX ha envilecido, en unos casos, o marginado en otros.
A esta consideración debemos sumar la que se expresa ya en el Manifiesto cuando señala la relación de los comunistas con otros grupos de la clase obrera o, para decirlo en términos actuales, con otras fuerzas emancipatorias. La tradición marxista no puede identificarse, a mi modo de ver, con las experiencias de Estado de la clase obrera de un solo partido, especialmente si ello supone violentar la existencia de una pluralidad de partidos socialistas. Para poner un ejemplo, yo suscribiría la crítica de Rosa Luxemburgo a la conducta inicial de los bolcheviques, incluso aceptando las condiciones concretas en que se lleva a cabo la marcha hacia el carácter monopólico del Partido Comunista. Porque creo que en esta cuestión, y no en la inmadurez de la toma del poder por la clase obrera y el campesinado, reside el fracaso posterior de la experiencia. Como consecuencia de ello -y de otros hechos, como la pervivencia.de otras culturas anticapitalistas-, la tradición marxista debe desvincularse de considerar incluso como deseable -y, por tanto, algo a conseguir- la unificación de todas las fuerzas de emancipación en un solo partido de ideología marxista. La izquierda comunista tiene que normalizar su relación con otras tradiciones que convocan sujetos sociales distintos o que consideran otra jerarquización de los antagonismos sociales.
Por el contrario, el propio Manifiesto señala la necesidad de trabajar con sectores no comunistas y la tradición marxiana, en su análisis de experiencias como las de la Comuna, expresa la oportunidad de hallar espacios de encuentro y trabajo común con otras culturas. Debería hacerse especial hincapié en ese respeto a las diferencias de las izquierdas alternativas, reunidas en torno un programa y distanciadas por una ideología que es, en el fondo, una tradición permanentemente actualizada. Experiencias como las de Izquierda Unida parten precisamente de esa visión inteligente de la labor de la izquierda para comienzos del nuevo milenio y es uno de los aspectos nucleares de su actualización.
Sin embargo, ¿cabe alguna duda de que el Manifiesto y la obra posterior de Marx y Engels es la defensa de una organización de los comunistas? Lo que hemos de considerar es si ésa es una afirmación que se corresponde con lo que se necesita en nuestra época y, en todo caso, qué tipo de partido sería el necesario.
Mi experiencia personal es haber asistido a la disolución práctica del PSUC, aprovechando el desconcierto provocado por la crisis del «socialismo real». Se quiso presentar la caducidad del comunismo como una exigencia de la población, incluyendo a quienes habían sido militantes de esa. Pero se hurtó a la militancia, precisamente en esos años de perplejidad y de desconcierto que siguieron a la caída del muro, el instrumento que les habría permitido hacer una reflexión colectiva y desde la propia cultura de tales acontecimientos.
Creo que lo que ha ocurrido a continuación con la izquierda en Cataluña tiene una estrecha relación con la desaparición de un instrumento que garantizaba el debate, la elaboración teórica, la supervivencia de una cultura. Por lo que podríamos deducir que la liquidación de un partido comunista ha sido la primera y fundamental pieza para desarbolar el espacio de la izquierda alternativa en Cataluña. Porque, evidentemente, cuando cuestionamos el Partido Comunista no nos estamos refiriendo a la crisis de la forma partido solamente, sino a la vigencia de una corriente organizada con su propia identidad, que ya ha aceptado la caducidad de consideraciones ajenas a una cultura plural de la izquierda, que se ha implicado rotundamente en la construcción de un espacio común para la izquierda emancipatoria, pero que quiere preservar su cultura particular, que es la del marxismo. Estamos cuestionando una tradición cuya razón de ser ha sido mantener el antagonismo con el sistema. Y, en este caso, es muy sana la distinción entre nostalgia y tradición, por lo menos de tanta salud como la distinción entre renovación y comenzar desde cero.
Es cierto que el drama más profundo vivido por los partidos incapaces de metabolizar la crisis del «socialismo real»,- fue la separación de la teoría y la práctica. O, más bien, de quienes dirigían la estrategia de los partidos y quienes estaban en condiciones de actualizar la cultura marxista. Esta aberración suponía quebrar el llamamiento más claro del Manifiesto Comunista, y tuvo costes singular dureza para la conducta de los partidos en los que la separación de funciones se hizo más rotunda. Yo continúo creyendo en la actualidad de esas premisas del Manifiesto, de la misma que considero que apartarse de ellas ha sido, en buena medida, la causa de averías profundas en nuestro movimiento. El Partido tiene una labor fundamental en los tramos finales de final de siglo: la de permitir que la experiencia directa de exclusión o explotación escape a su privacidad y devenga conocimiento social, global, trascendiendo la situación de cada individuo. El Partido Comunista tiene que «consumir teóricamente la realidad», pero sólo puede hacerlo si su conocimiento brota de la suma de experiencias sociales. El Partido tiene que someter a una tensión constante su propia tradición, a través de su confrontación con los nuevos movimientos sociales y, también, a través de su encuentro con otras izquierdas. Pero sólo podrá hacerlo mediante el uso de su identidad. Cuando se plantea su liquidación y puede plantearse de modos muy distintos- se corre el riesgo de padecer una pérdida irreparable, que no afectaría estrictamente a la cultura comunista, sino a la vertebración del conjunto de la izquierda revolucionaria. Relegar el Partido a una digna institución para confortables aniversarios, una especie de balneario para solaz de los veteranos de una guerra perdida, sería tan grave como convertirlo en un espacio cerrado a la realidad, un museo de verdades estupefacientes, tranquilizadoras de la inmensa sensación de derrota que hemos sufrido los comunistas en estos últimos años. Se nos pide, desde las mismas páginas del Manifiesto, que seamos capaces de vincular el conocimiento científico de la realidad y la práctica de los explotados. Y que lo hagamos en un partido comunista capaz de relacionarse con otras fuerzas de la izquierda radical.
Si lo hacemos de otro modo, un día u otro, a lo mejor dentro de otros ciento cincuenta años, tendremos que comenzar a mover de nuevo un fantasma que recorra Europa.