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    "Des-revisando a Marx" - texto de Borís Kagarlitski que trata del discurso revisionista y su papel en la historia del socialismo - presentado al Congreso internacional del 150 aniversario del Manifiesto Comunista - Interesante

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    pedrocasca
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    Mensaje por pedrocasca Sáb Oct 20, 2012 10:34 pm

    Des-revisando a Marx

    texto de Borís Kagarlitski, teórico marxista y sociólogo ruso

    presentado al Congreso internacional del 150 aniversario del Manifiesto Comunista

    Tras los sucesos de 1989-1991 el socialismo marxista, que quince o veinte antes parecía ser una fuerza considerable, se ha convertido de nuevo en un fantasma. Involucrando todos los esfuerzos de varios exorcistas profesionales, se han producido constantes intentos de dar a Marx su reposo definitivo. Pero el fantasma sigue aquí.

    Jacques Derrida, en su controvertido libro Espectros de Marx, aconsejaba a sus lectores que recordaran el Manifiesto Comunista, escrito en 1848.

    ” Hoy, casi un siglo y medio más tarde, son numerosos los que, en todo el mundo, parecen también angustiados por el espectro del comunismo, igualmente convencidos de que no se trata sino de un espectro sin carne, sin realidad presente, sin efectividad, sin actualidad, pero esta vez de un espectro presuntamente pasado. Sólo fue un espectro, una ilusión, una fantasía o un fantasma. (Horatio saies, ’tis but our Fantasie’, And will not let beleefe take hold of him). Suspiro de alivio todavía inquieto: ¡actuemos de manera que, en el porvenir, no regrese! En el fondo, el espectro es el porvenir, está siempre por venir, sólo se presenta como lo que podría venir o (re)aparecer: en el porvenir, decían las potencias de la vieja Europa en el siglo pasado, es preciso que no encarne. Ni en público ni en secreto. En el porvenir, se oye hoy en día, es preciso que no re-encarne: no se le debe permitir que (re)aparezca, puesto que ha pasado. Es pasado.”(1).

    Cuanta más vida hay en las opiniones de Marx, más natural parece el deseo de enterrarlas. Nadie se esfuerza en “enterrar a Hegel” o en refutar a Voltaire, ya que está claro que sus “ismos” pertenecen al pasado. Las ideas de los filósofos del pasado se han disuelto dentro de las teorías modernas. Con Marx no ha sucedido eso, ni puede suceder, dado que la sociedad que él analizó, criticó y quiso cambiar todavía está viva. En este sentido, el final del Marxismo sólo puede llegar con el final del capitalismo.

    Las conclusiones categóricas y rotundas del gran economista crean malestar. Se lo ponen difícil a la gente que busca compromisos con el orden capitalista para llevar a cabo políticas moderadas y flexibles, y, en último análisis, constituyen un veredicto moral sobre tales individuos. Por ese motivo, el deseo de revisar el marxismo surgió casi simultáneamente a la aparición de los partidos obreros parlamentarios.

    Para moderarse, el socialismo tuvo que pasar a través del revisionismo. Si el marxismo pertenece al pasado, entonces sus conclusiones más duras perdido su importancia moral para la sociedad contemporánea. Todo lo que queda del socialismo histórico es un conjunto de “valores” generales que cada cual es libre de interpretar como desee. Es bastante obvio que el capitalismo cambia, y que resulta inútil librar sobre él con la ayuda de citas de libros escritos durante el pasado siglo. Ni la moderación ni el compromiso son pecados en sí mismos. En condiciones políticas particulares, cualquier partido serio está condenado a buscar compromisos. En política no debe ignorarse la relación de fuerzas.

    Pero la gente ideologiza su práctica a su manera, en su moda peculiar propia, y convierte las justificaciones de las acciones actuales en ideología del futuro. Esto significa que una coyuntura política que es desventajosa para nosotros se transforma en un estado de cosas ideal, una desviación forzosa en una sabia estrategia, y la debilidad en valentía. Allá donde esto ha ocurrido, las derrotas se han hecho irreversibles y la debilidad táctica se ha transformado en impotencia estratégica, mientras que el objetivo del movimiento ya no es la transformación de la sociedad sino la más exitosa adaptación a ella.

    Hay cierto sabor de contabilidad comercial en el mismo término de revisionismo. No nos referimos a un repensamiento del marxismo, a una crítica de él, sino a un cálculo mecánico de la liquidez teórica disponible, o del “debe” y el “haber” de la doctrina. Tras esta contabilidad, pueden seguir siendo usados algunos “valores” remanentes, mientras que los productos ideológicos caducados son anotados como chatarra. En esta rigidez y en esta “pasión por lo concreto”, los revisionistas son muy semejantes al más conservador de los ortodoxos. La única diferencia reside en que este último se agarra a cada artículo de la ideología, tratando de probar, como anciano inquilino, que debe guardarse dentro de casa “por si acaso…”, mientras que los ideólogos revisionistas intentan vaciar el edificio desechando lo antes posible todo lo “superfluo”.

    El método analítico del revisionismo podría denominarse como descriptivo. Comparando la descripción de uno u otro fenómeno social en el marxismo clásico con la realidad moderna, las revisionistas concluyen, muy razonablemente, que hay diferencias. Cuando este estudio concluye, las diferencias constatadas son vistas como razones en sí mismas para rechazar las conclusiones de Marx. No hay análisis en el sentido preciso de la palabra; se trata, simplemente, de un pensamiento superfluo. El problema es que esa realidad sigue cambiando. Los sucesos y procesos descritos por los revisionistas también se desvanecen en el pasado, sometiendo también a duda sus propias conclusiones.

    Históricamente, el discurso revisionista fue muy importante para el desarrollo del pensamiento socialista. El revisionismo de Bernstein fue el punto de partida para Lenin, Trotsky, Gramsci… Los debates sobre la pertinencia del marxismo, periódicamente recurrentes, y las más recientes revisiones marcan la aproximación a un punto de inflexión en la historia del movimiento socialista y del pensamiento socialista. Estas discusiones dan indiscutible testimonio de la crisis del marxismo o de sus interpretaciones dominantes, incluyendo las versiones revisionistas.

    Desde que, a mediados de los 80, el oficialista mundo académico soviético rechazó sus enfoques ortodoxos anteriores, diversos escritores han tratado de resumir las conclusiones generales del revisionismo y dotarlas de un trasfondo teórico. Vladislav Inozemtsev escribe que, durante el siglo XX, en Occidente “se han regenerado de un modo fundamental las bases internas del sistema social, a veces en un grado mayor que donde los torbellinos de la revolución y la guerra civil han penetrado”. Según Inozemtsev, “después de la Gran Depresión y la Segunda guerra mundial, la sociedad occidental experimentó cambios que, aunque no eran especialmente perceptibles para el observador superficial, la habían colocado, ya a mediados de los 60, fuera de los límites propios del sistema de capitalista”. La sociedad occidental habría entrado en una fase transicional, y todos los cambios subsiguientes tendrían lugar “de forma evolutiva”(2). En el curso de esta evolución todas las metas del viejo socialismo marxista habrían sido logradas, pero sin sublevaciones, sin guerra de clases, sin expropiaciones u otras cosas desagradables, aunque no, evidentemente, sin conflictos sociales y políticos, cosa que ni siquiera el escritor más moderado podría negar.

    Esta referencia a los años 60 es muy significativa un libro que apareció en los 90. El trabajo no contiene ningún análisis del neoliberalismo o de las reformas en Europa Oriental, aunque parece que el autor, viviendo en Rusia, difícilmente podría no haber notado estos fenómenos. Pero el problema no es de olvido, sino de metodología. Ese tipo de argumentación es también característica de otros escritores. Reconociendo los servicios prestados por Marx en la historia de pensamiento social, el editor-jefe de la muy conocida revista académica Polis, I.K. Pantin, escribe: “El curso subsiguiente de historia ha mostrado, sin embargo, que muchos de los problemas de la sociedad burguesa señalados por Marx han comenzado a ser resueltos cuando la producción capitalista se ha desarrollado (aumentos de salario, crecimiento del consumo masivo, legislación de bienestar social, unificación de capital y de las fuerzas de gobierno a nivel nacional e internacional, intervención del Estado en la economía, etc.. Cada vez más frecuentemente, debe reconocerse que los cánones de la crítica marxista de capitalismo corresponden más al pasado que al presente, y menos aún al futuro”(3).

    Los genuinos cambios que tuvieron lugar en el capitalismo occidental durante los años 60 fueron percibidos por las escuelas revisionistas como el fin de capitalismo tradicional. Eduard interpretó de forma similar los cambios ocurridos en la sociedad occidental durante su propio tiempo, aunque hay que reconocer en su honor que él se prohibió extraer las simples conclusiones abrazadas después por las posteriores escuelas revisionistas. Pero, mientras describían la “nueva realidad”, ninguno de los revisionistas notó como ésta envejecía. Por doquier, el Estado de Bienestar comenzó a entregar sus conquistas. Los mecanismos de mercado comenzaron cada vez más a liberarse de cualquier forma de regulación, estatal o internacional. Mientras que la propiedad privada se afirmó como un principio sagrado y universal.

    Los cambios tecnológicos no dieron a luz “la economía de creatividad libre”, sino “la economía de fuerza laboral barata”. La intensidad de la explotación aumentó. La dependencia de trabajadores ante las direcciones de las empresas comenzó a crecer, y los salarios disminuyeron, no solamente en los países en desarrollo y los estados ex-comunistas, sino también, desde mediados de los 90, en varios países occidentales.

    Los teóricos revisionistas han preferido ignorar el neoliberalismo o presentarlo como un fenómeno temporal que, simplemente, hace más complejo el desarrollo, en general armonioso, de la sociedad. Pero el neo-liberalismo no es un “zig-zag de desarrollo”, ni un error de los políticos, sino la ruta principal de la evolución del capitalismo. Su esencia yace en el hecho que la sociedad burguesa no puede permitirse mantener por más tiempo los logros sociales de décadas previas. Aunque los socialdemócratas hayan señalado correctamente que el volumen de recursos que la sociedad asigna para resolver sus problemas sociales ha aumentado significativamente comparado a los años 60, esto es irrelevante frente a lo esencial: que, en la medida que el capitalismo se convierte en sistema mundial, es inevitable que se haga más duro y más despilfarrador.

    La reacción que se desarrolla tras 1989 difirió de todas las reacciones anteriores en que logró presentarse a sí misma como si de “progreso” y “modernización” se tratase.

    “En la jerga socialista los términos izquierda y progresista han sido virtualmente sinónimos”, escribe el historiador británico Willie Thompson. La idea de progreso ha dominado el conocimiento moderno, y la ideología y la práctica de la izquierda se ha percibido como la expresión más consistente de esta idea. Como resultado, “la izquierda, ampliamente definida, tendió, a excepción de los años de predominio fascista entre 1933 y 1942, a nadar a favor de la marea cultural y llevar la iniciativa política; la derecha, pese a los muchos éxitos que alcanzó, parecía estar permanentemente a la defensiva, o, desde 1945, forzada a a adoptar la postura si no puedes ganarles, únete a ellos. La creencia de que la historia está de nuestro lado puede ser un mito consolador, pero es significativo que ese tipo de consuelo sólo estaba disponible para la izquierda, mientras que la derecha debía conformarse con la nostalgia”(4).

    Todo ha cambiado radicalmente desde mediados de los 80. Por primera vez desde el siglo XIX, la burguesía adquirió una ideología ofensiva. El neoliberalismo triunfante se presenta a sí mismo como una fuerza que ayuda a la modernización y al dinamismo, acusando al movimiento obrero, a la izquierda y a los sindicatos de conservadurismo, de ser hostiles al progreso técnico y de querer sacrificar el futuro en aras de la prosperidad inmediata y de los “privilegios”. A la vez, se ha agrietado la confianza hacia el progreso en sí mismo. La crítica ecologista, feminista y postmodernista de la ideología dominante no se ha basado sobre un concepto más radical de progreso, sino sobre una duda profunda hacia el progreso como tal. Esto representó un natural y comprensible replanteamiento de la experiencia histórica de los siglos XIX y XX(5). Pero para la izquierda este cambio de humor en la sociedad fue catastrófico. “Con este cambio de perspectiva, la principal ciudadela cultural de la izquierda ha caído en manos de sus enemigos, con consecuencias mucho más lesivas que cualquiera de las derrotas específicas que la izquierda ha sufrido en el campo político”(6) .

    Como han señalado los teóricos del PDS alemán, durante el decenio de 1990 la propaganda neoliberal se las ha apañado para mostrar como obstáculos a la modernización y el progreso precisamente a las mismas estructuras y relaciones que antes se usaban como prueba de la naturaleza “civilizada” del capitalismo(7), lo que está relacionado con el hecho de que el período de reacción social a escala mundial ha también sido un tiempo de renovación tecnológica. Esto, en sí, no es nada nuevo; algo similar ocurrió en la primera mitad del siglo XIX durante las etapas iniciales de la revolución industrial. Solamente más tarde, y de forma retrospectiva, quedó claro que las nuevas tecnologías no fortalecen las posiciones de las elites reaccionarias triunfantes, sino que las socavan. A principios del siglo, la introducción de nuevas máquinas fue acompañada directamente por la derrota del republicanismo burgués, por un debilitamiento dramático de la posición social de los trabajadores asalariados y por la instalación de un “nuevo orden mundial” dentro de la estructura de la Santa Alianza, primer precursor de las Naciones Unidas.

    Por paradójico que pueda parecer visto en retrospectiva, la primera consecuencia social de la revolución industrial fue un debilitamiento marcado de la posición de la clase obrera. El economista estadounidense Fred Block indicó: “En las industrias con bases artesanas, como la seda de Lyon o la cuchillería de Sheffield, los trabajadores eran peculiarmente capaces de ejercer una buena capacidad de presión en su lugar de trabajo gracias a su conocimiento artesano y a sus fuertes vínculos de solidaridad colectiva. Además, el hecho de que tuvieron un saber artesano hizo su posición bastante diferente a la de otros trabajadores. Aunque a veces tuvieran que sufrir un desempleo provocado por el ciclo comercial, era menos probable que tuvieran que aceptar cualquier trabajo que se les ofreciese. Su habilidad en el oficio les dio protección frente a la coacción del patrón y del mercado”(Cool. Sobre esta base, Block deduce igualmente que no era inevitable que la transición a una economía moderna se basase en la fabricación en serie y el trabajo descualificado típicos de la segunda mitad del siglo XIX, ya que existía un “camino alternativo, basado en una producción especializada y en habilidades artesanas”(9).

    Marx también señaló los logros sociales excepcionales de los trabajadores británicos en vísperas de la revolución industrial, pero en su opinión el deseo de los empresarios de liberarse de los dictados de los trabajadores y de someter a éstos a nuevas relaciones laborales más ventajosas para el capital, actuó como uno de los estímulos para la introducción masiva de nuevas máquinas durante la revolución industrial. Como resultado de la revolución industrial, la clase obrera europea sufrió una derrota histórica.

    Solamente más tarde, una vez que el movimiento obrero ganó fuerza gracias al ascenso del sindicalismo moderno y la aparición de los primeros partidos socialistas primeros, esa reacción cedió el camino a un nuevo auge revolucionario. La experiencia del siglo que siguió ha quedado fijada en una peculiar pieza de la mitología del movimiento obrero. Tengo en mente dos errores sumamente peligrosos. En primer lugar, los trabajadores y sus ideólogos llegaron a convencerse de que cualquier desarrollo tecnológico e industrial fortalecía su posición. En segundo lugar, socialistas o comunistas, reformistas o revolucionarios, veían la historia como un proceso rectilíneo de aproximación constante hacia formas de organización social más “avanzadas”. Las fuerzas de la reacción podrían, sin ninguna duda, atrasar o incluso frenar este proceso, pero no arrebatar las “irrevocable” conquistas de los trabajadores.

    Lo infundado de ambas tesis se ha demostrado durante los años 90. En este sentido, las derrotas sufridas por las fuerzas de la izquierda durante este período han sido mucho más serias y desmoralizadoras que todos los golpes anteriores recibidos durante el siglo XX. Se ha revelado que la historia no se mueve en línea recta. El desplome de las ilusiones históricas del movimiento obrero y de la izquierda ha ido acompañado por una crisis inaudita de valores y de pérdida de confianza en sí mismo, aunque las únicas estrategias realmente derrotadas han sido las rectilíneas, basadas en una visión mecanicista del progreso social.

    Es importante constatar que los revisionistas de los años 80 y 90 han subestimado el significado y la escala de la reacción neoliberal, de forma similar a como, en los 60, los marxistas ortodoxos estuvieron poco dispuestos a reconocer los cambios que estaban produjéndose. Los acontecimientos de la década de 1990 han mostrado que si la naturaleza subyacente del capitalismo ha cambiado, estos cambios han sido considerablemente menores a lo que habrían deseado las teóricos de la izquierda moderada. Además, los “nuevos fenómenos” a los que estos teóricos hacían referencia eran resultado, en considerable, de la lucha de clases y del conflicto entre los dos sistemas; en otras palabras, fueron impuestos al capitalismo desde fuera.

    Tras el “fin de la historia”, la historia comienza nuevamente. La pregunta inevitable es: ¿quién está anticuado ahora? Tras la defunción del Estado de bienestar el mundo no se ha hecho más estable, más justo o más libre., pues la transformación de la violencia en una norma de vida social está devaluando las libertades cívicas. Pero, aunque se denuncian los vicios del nuevo orden mundial, la izquierda no le ha enfrentado su propia ideología. “La izquierda tiene que aceptar el hecho de que el proyecto marxista de revolución lanzado por el Manifiesto Comunista ha muerto. Habrá posiblemente revoluciones, pero no serán explícitamente socialistas ni seguirán la tradición marxista iniciada con la Primera Internacional”(10). El estadounidense Roger Burbach y el nicaragüense Orlando Núñez ven la única alternativa al neoliberalismo en movimientos espontáneos que expresen necesidades básicas. Una nueva y más justa sociedad “tendrá que proceder de una amalgama de los diferentes movimientos nacionales, étnicos y culturales del mundo.”(11).

    A pesar de que muchos de tales movimientos son abiertamente reaccionarios, la izquierda no encuentra en sí misma la fortaleza necesaria para los condenarlos, ya que ella ha perdido su equilibrio psicológico y moral. Sin los principios tradicionales del socialismo, la izquierda no tiene ya criterios claros para juzgar qué es progresivo y qué es reaccionario, y ni siquiera tiene ninguna idea seria sobre el papel que los movimientos “nacionales, étnicos y culturales” juegan dentro del sistema del orden/desorden mundial. Incluso, el hecho de que la mayoría de tales movimientos en Europa Oriental hayan abrazado programas neoliberales no parece turbar a la izquierda occidental, ante cuyos ojos las manifestaciones de una nueva barbarie se están haciendo indistinguibles de la lucha por los derechos de trabajadores. “Hoy, la gente está dispuesta a pelear y morir por sus identidades étnicas y nacionales. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría al inicio y hacia la mitad del siglo XX, pocos pelearán para el socialismo. Solamente tendremos un estandarte poderoso capaz de movilizar a las personas para cambiar radicalmente el mundo en el que viven cuando nuevos movimientos por la justicia social y socialismos postmodernos hayan echado raíces profundas en todo el mundo y hayan logrado ligarse a los intereses y necesidades más básicas de la gente”(12).

    Pero hasta que, del algún modo, tales ideas echen raíces, ¿no podemos hacer otra cosa más que aguantar las agresiones del neoliberalismo o apoyar a cualquiera de estos movimientos étnicos, incluyendo a aquellos cuyos líderes aprovechan la primera oportunidad para establecer contactos con el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Rey de Arabia Saudita?.

    Las masas que hicieron las revoluciones rusas de 1905 y 1917 no estaban inspiradas por ideas marxistas. La gente siguió a los bolcheviques, no porque Lenin y Trotsky tenían una teoría más desarrollada del socialismo, sino porque los bolcheviques levantaron las consignas de paz, tierra y justicia social. Lo que actúa no es la ideología sino un programa concreto. Podría haber ocurrido todo de una manera diferente si los bolcheviques no hubiesen aprovechado el momento oportuno para formular las consignas que expresaban los intereses de las masas, si no hubiesen sido marxistas y si no hubiesen tenido una excepcional comprensión de la dinámica del proceso revolucionario y de la lucha de clases.

    Si la lucha contra la opresión no es también lucha por una nueva sociedad, está condenada a la derrota. Desde luego, la realidad es aún peor; el descrédito del utopismo progresista en la conciencia de las masas sólo puede tener un único e inevitable resultado: su sustitución por una utopía reaccionaria.

    A menos que se tenga una idea clara del objetivo, será imposible tener una estrategia o una táctica. Lenin consideró que el servicio principal rendido por la socialdemocracia a finales del siglo XIX y comienzos del XX fue la unión del marxismo con el movimiento obrero. Realmente, esta mezcla explosiva conmovió el mundo. Lenin, como educador genuino que era. Estaba convencido de que la conciencia proletaria penetraría en las masas desde la intelligentsia. En la realidad, el proceso era mutuo. Las masas no podrían elaborar teoría, pero sin nexos con el movimiento de masas la teoría se osificaría. Cuando las ideas de Marx llegaron a ser la ideología de movimiento de los trabajadores, experimentaron una transformación, convirtiéndose en marxismo.

    Es totalmente natural que un teórico esté obligado a ser más radical que un activista. Marx hizo una distinción entre compromisos en la política y compromisos en el pensamiento. Si el compromiso es permisible para un político, un pensador tiene que mantener un “singular tacto moral”.(13). Lo que es posible no es siempre obligatorio. La política es el arte del compromiso, y de ahí surge la posibilidad de un “divorcio” entre la teoría y la práctica. Las acciones concretas de Lenin, Trotsky o Gramsci no derivan necesariamente de su obra teórica (lo que queda ilustrado claramente por el contraste entre sus escritos en “períodos de acción” y los textos de los períodos en prisión o emigración). No obstante, la actividad práctica de los representantes del marxismo clásico permaneció estrechamente vinculada a sus investigaciones teóricas. En el período de la postguerra se rompió este nexo.

    Desde luego, el marxismo ha sufrido una derrota histórica. Sin embargo, esto no ocurrió a finales de los 80, cuando cayó el muro de Berlín, sino muchos antes, cuando la teoría quedó separada y aislada del movimiento. Esto no sucedió únicamente en el Este, con la instauración del “marxismo-leninismo” estalinista. En Occidente, ya durante los años 30 el marxismo académico se convirtió en patrimonio de círculos universitarios, mientras que para la socialdemocracia y los partidos comunistas las fórmulas “clásicas” no eran más que un muerto ritual.

    En los años 90 se desecharon los rituales. Hacer esto era fácil, ya que desde hacía mucho tiempo nadie había pensado en su significado. Volvimos al punto de partida, cuando la teoría y el movimiento de masas estaban muy desconectados. Pero no están separados por un muro infranqueable El hecho de que una parte importante de los trabajadores tenga solamente una borrosa noción de las ideas socialistas no significa que éstas no deban propagarse.

    Los intelectuales que han perdido su referencia política no necesitan mucho para satisfacerse: “Cualquier política puede llamarse socialista si apunta a limitar el carácter elemental del mercado y a redistribuir las rentas”(14). Sin embargo, la redistribución no sirve siempre a los fines de justicia social, y las necesidades básicas de la mayoría de la gente no serán satisfechas sin reformas estructurales. La paradoja reside en que las más “simples” exigencias -escuelas, hospitales, carreteras- caminos – se han hecho las más difíciles de conseguir. Mientras el neoliberalismo impere, nunca habrá suficiente dinero para ellas.

    El proyecto socialista tiene que traducirse a un lenguaje comprensible para la gente. No es el lenguaje cultivado por los intelectuales occidentales, del radicalismo y el multiculturalismo postmodernos. Es el lenguaje simple y directo del marxismo clásico.

    Marx comenzó intentando limpiar de utopismo el proyecto socialista. No lo logró completamente, por la simple razón de que hay invariablemente una dimensión utópica en cualquier idea social y en cualquier proyecto. Sin embargo, la contribución decisiva de Marx a la teoría política reside en el hecho de que él mostró la necesidad y posibilidad de abandonar el sueño utópico y sustituirlo por la búsqueda de la transformación práctica. Rechazando el pragmatismo, la tradición marxista proclamó la necesidad unir el idealismo (entendido como fidelidad a aspiraciones y principios) con el realismo político de las acciones concretas. Es la experiencia de transformación práctica lo que transforma el pensamiento socialista en ciencia. Por tanto, esa teoría sólo tiene sentido dentro de un contexto de práctica política.

    El marxismo occidental académico -con frecuencia no totalmente por su culpa- está separado del movimiento de masas y de la acción política, y, a pesar de sus enormes éxitos intelectuales, ha perdido gradualmente la capacidad para distinguir entre teoría y utopía. A la vez, la contraofensiva neoliberal contra el socialismo ha ido adelante bajo el estandarte del “antiutopismo”. Es significativo, sin embargo, que la izquierda de los años 90 se reconciliado, por sí misma, con la acusación de “utopismo”. Algunos, proclamándose “realistas”, se han autopurgado de este utopismo (y, de paso, de toda honestidad). Otros, sosteniendo sus ideales, comenzando a cultivar la tradición utópica dentro del socialismo, como puede comprobarse en los mismos nombres de las revistas de izquierda: “Utope-kreativ” en Alemania, “Utopías” en España, “Utopie critique” en Francia, etc. Los defensores de la izquierda anticapitalista tratan de demostrar la necesidad de una “utopía concreta”(15).

    En efecto, la izquierda encara la misma necesidad que hace cien años: pasar de la utopía a la teoría, de los sueños a la realidad. Esto no significa que las tradiciones utópicas deberían condenarse o desterradas, pero tienen que ser superadas en el sentido marxista dialéctico. Sin renunciar a utopías, tenemos que ir resueltamente más allá de sus límites. En este sentido, tenemos que regenerar el nuevamente imprescindible celo antiutópico del socialismo marxista.

    La debilidad de la izquierda es un hecho cierto de la vida política del decenio de 1990. La política anticapitalista debe tener, por tanto, un carácter defensivo. La resistencia a la ofensiva del capital es el mensaje del momento. Pero esta resistencia tiene que ser fuerte y efectiva. Tiene que basarse en una comprensión clara y sobria de la situación, de las capacidades propias y de las metas del adversario. Las concesiones ideológicas debilitan la resistencia. En política, tener objetivos claros y confianza en la justicia de nuestra causa son condiciones imprescindibles para la victoria. Las concesiones no abren nuevas posibilidades de avanzar. La paradoja de finales del siglo XX reside en el hecho de que la propia debilidad de la izquierda obliga a ser intransigente. Con la actual relación de fuerzas, no haber un “nuevo consenso” o “condiciones favorables a los trabajadores para un nuevo compromiso social”. Quienes sueñen con reformas deben luchar primero para cambiar la relación de fuerzas, y esto significa convertirse en un revolucionario y en un radical en el sentido tradicional de estos términos.

    Todo saber es limitado. No puede hacer un conocimiento completo. El retorno desde la indefinición y la ambigüedad de la teorización postmarxista hacia las verdades duras y simples del marxismo clásico es una condición esencial de una práctica política efectiva, incluso aunque tengamos ahora una exquisita comprensión de la naturaleza restringida (pero no falsa) de muchas de las premisas originales de Marx.

    Desrevisar el marxismo no significa ser un dogmático. El socialismo revolucionario de los primeros años posteriores a 1917 era innovador pero antirevisionista. Un llamado a abrazar valores tradicionales nada tiene en común con rechazar el diálogo o llevar una existencia hermética. La afirmación activa de la tradición requiere interacción con el mundo exterior.

    Desde tiempos de la reforma, el neotradicionalismo ha sido la ideología de los revolucionarios. Martín Lutero, reclamando un regreso a la biblia, era un neotradicionalista típico. Bajo el lema de restaurar la piedad tradicional, los puritanos ingleses efectuaron un inmenso vuelco social, que abrió una nueva era en la historia de su país y de Europa. Este tradicionalismo nada tiene en común con el conservadurismo. En el nombre de principios y valores tradicionales, fue rechazado el mundo que había pervertido y rechazado estos principios. El resultado fue cambio e innovación.

    Un regreso a las tradiciones está entre los más efectivos métodos de movilización. La tradición es familiar, comprensible y accesible a las masas. A la vez, se opone al pragmatismo desalmado y al egoísmo de las elites. Las nuevas ideas no son asimiladas por el conocimiento popular, salvo si están relacionadas con tradiciones. La sublevación contra la injusticia siempre se apoya en ideas tradicionales de justicia. El hecho de que en el proceso de lucha la propia tradición pueda experimentar cambios radicales es algo muy diferente. El fundamentalismo islámico es una reacción moderna muy eficiente frente a la occidentalización capitalista. Una forma profundamente reaccionaria de protesta, el fundamentalismo, ha disfrutado de éxito inaudito porque, incorporando la experiencia del siglo XX, ha devuelto a las masas confianza en su propia cultura.

    Los sociólogos occidentales, reconociendo al fundamentalismo como un nuevo fenómeno (Anthony Giddens señala que hasta 1950 la palabra ni siquiera existía en el idioma inglés), experimentan un obvio malestar cuando se encuentran con él. Giddens repite constantemente que el fundamentalismo “no es otra cosa más que la tradición definida en la manera tradicional, pero en respuesta a circunstancias novedosas en las comunicaciones mundiales”(16). Sin embargo, en eso reside todo: bajo nuevas condiciones, la tradición no puede ser defendida con métodos tradicionales. En tiempos de Mahoma no había bombas plásticas ni terroristas suicidas. No existía Internet con sus páginas islámicas, ni tampoco existían las formas de movilización características de los nuevos movimientos de masas.

    El fundamentalismo tiene poco en común con el Islam tradicional, que fue derrotado en su colisión con Occidente. Ese Islam continúa existiendo, de forma paralela, con el fundamentalismo, y, gradualmente, le va cediendo espacio. En las sociedades que no se han modernizado radicalmente, no hay fundamentalismo. Solamente allá donde la tradición fue socavada o destruida ha sido capaz el fundamentalismo de construirla nuevamente, en una forma apropiada a las realidades y oportunidades de finales del siglo XX y comienzos del XXI.

    El fundamentalismo islámico, a pesar de las ideas de Giddens y de periodistas liberales, es bastante diferente a un sistema cerrado que rechaza todo lo “ajeno”. Por el contrario, continuamente asimila nuevos métodos y nuevas experiencias. Está abierto al mundo, pero abierto de forma agresiva y ofensiva, en lo que reside su verdadero peligro, al igual que el peligro del nuevo nacionalismo europeo, que no puede explicarse usando referencias simples a tradiciones de populismo y fascismo que sobreviven en este o ese país desde los años 30. La acción ofensiva cambia fuertemente el significado de la tradición, que ya no es “preservada” sino afirmada. Se renueva y enriquece con una nueva experiencia.

    No sólo apelan a la tradición los pobres insurgentes, sino también elites que se afanan en para recobrar posiciones perdidas. El neoliberalismo es uno de los ejemplos más importantes de ideología neotradicionalista. Necesitando contrarrestar el socialismo oponiendo su propio proyecto ofensivo, los ideólogos de la burguesía financiera no comenzaron inventando nuevas ideas. Por el contrario, volvieron a su programa clásico tradicional, encontrando inspiración en los trabajos de los teóricos de la “edad áurea” del capitalismo liberal. En economía, el neoliberalismo y la escuela neoclásica escuela no son otra cosa que productos del reciclaje mecánico del viejo liberalismo. Aunque la “mano invisible” de Adam Smith, a la que se han hecho continuas referencias, no era, ni mucho menos, la idea central del economista británico.

    Mientras que las fuerzas reaccionarias hacen uso activo de la tradición, la izquierda ha sido incapaz de hacerlo, ya que ha perdido su principal tradición: la lucha activa contra el capitalismo. Si los socialistas quieren llegar a ser nuevamente una verdadera fuerza, deben volver también a sus presupuestos básicos. Esto comienza a ser reconocido gradualmente por algunos teóricos, aunque los políticos todavía lo rechacen. Oskar Negt, que es, probablemente, el último teórico de la escuela de Frankfurt, escribe que, en el umbral del nuevo siglo, la izquierda necesita “volver a su tradición”.(17). La misma opinión tiene Andre Brie, uno de los ideólogos del PDS alemán. Apelar a una renovación radical de los puntos de vista y perspectivas de la izquierda, acentúa: “El pensamiento socialista moderno es para mí también un regreso -crítico- a Marx (y a la vez un giro hacia nuevas preguntas sobre la sociedad capitalista contemporánea y hacia la adopción de nuevos desafíos globales)” (18).

    Es precisamente la tradición lo que permite la creación de nuevas organizaciones. En Turquía, en 1996, grupos socialistas, después de superar un largo período de sectarismo, se unieron en un único partido. Ufik Uras, de 36 años de edad y elegido como su dirigente, declaró: “Yo me defino como un marxista, con un concepto de marxismo basado en un retorno a los primeros principios”(19).

    No se trata de una refinada nostalgia por alguna “edad de oro” del movimiento obrero, aunque usar la nostalgia en la propaganda política es perfectamente aceptable y muy efectivo. De lo que se trata es que cuando la izquierda decide volver a ser ella misma, entonces recobra la iniciativa política. La sociedad experimenta en el mismo grado la necesidad de nuevas ideas y la de tradiciones fuertes. El neoliberalismo no puede proporcionar ya ni unas ni otras. La izquierda puede aportarlas, pero carece de la voluntad de hacerlo.

    Un retorno al marxismo significa ante todo restaurar la centralidad de clase en el pensamiento político de la izquierda. El marxismo clásico nunca argumentó que la contradicción entre trabajo y capital era la única presente en la sociedad, o necesariamente la más aguda. Ni Marx ni Engels afirmaron que la sociedad está totalmente, y sin excepción, dividida en clases (basta con recordar su razonamiento según el cual no había clases en la Alemania de comienzos del XIX). Marx y Engels solamente afirmaron (y bastante apropiadamente) que la contradicción entre trabajo y capital era crucial, y que sin tomarla en cuenta no podrían resolverse otros problemas y contradicciones. El reduccionismo de clase ha sido, de hecho, una verdadera característica de la tradición marxista. Habiendo entendido la contradicción “central” de la época, muchos marxistas se han liberado de la necesidad de pensar sobre las “secundarias”. Pero una contradicción “secundaria” no es menos verdadera que la “principal”, y es imposible entender una sin la otra. Por esta razón, el análisis marxista ha sido asediado por una pobreza creciente, por la insipidez, por el esquematismo y el primitivismo, lo que, en último término, ha contribuido a desacreditar toda la tradición marxista.

    Aun siendo conscientes de la riqueza y variedad de vida social, no debemos olvidar que se estructura de una particular manera. Muchos sociólogos occidentales señalan que la clase no juega ya el enorme papel que jugaba antes en la sociedad y en la vida de la gente, sobre todo porque ahora las personas definen su status social más a través del consumo que de la producción. En Europa Oriental y América Latina vemos unos una generalizada desclasación de los trabajadores y una atomización de las masas(20). No obstante, el consumo es imposible sin la producción, y la desclasación es imposible sin estructuras de clase. La contradicción entre trabajo y capital sigue siendo central y fundamental, pese a la aparición de muchos nuevos problemas y la exacerbación de otros antiguos.

    El conflicto entre trabajo y capital no es solamente un choque de intereses, sino que también involucra una contraposición de valores, principios y morales. Solamente un socialismo ético que descanse sobre una base firme puede tener un significado positivo. Necesitamos saber nítidamente de qué lado estamos.

    En 1996, el gran éxito de la temporada musical Rusa era un disco titulado “Antiguas canciones sobre la cosa más Importante”. Era una recopilación de viejas canciones soviéticas interpretadas por las estrellas de la canción post-soviéticas. Esta grabación no la compraban nostálgicos veteranos de la época de Stalin, que prefieren las versiones originales. El enorme éxito del disco se debía a su popularidad entre la gente joven, que apenas recuerda la vida en la Unión Soviética. La nueva grabación les permitía conocer canciones sobre la cosa más importante, sobre aquello de lo que no se habla en las canciones postmodernistas. Sobre lo que, realmente, era la cosa más importante.
    La exigencia pública de algún tipo de remake del marxismo histórico se hace presente a cada paso que damos. Es la principal necesidad básica de la humanidad actual; es también, la principal, y esencialmente la única, tarea del moderno movimiento de izquierda. Si no cumplimos esa tarea, nuestra existencia carecerá de sentido y de justificación.

    NOTAS

    1. J. Derrida. Espectros de Marx. Trotta, Madrid, 1995, p. 52.
    2. V.L. Inozemtsev. K teorii postekonomicheskoy obshchestvennoy formatsii, Moscú, 1995, pp.13-14, 192. Una presentación de las conquistas del estado de bienestar occidental de los años 60 como si fueran irreversibles está también presente en escritores más radicales, como el más notable de los diputados independientes de izquierda en el Parlamento ruso, Oleg Smolin. Ver O. Smolin, Kuda neset nas rok sobitiy, Moscú, 1995. Para una polémica con Smolin ver B. Kagarlitsky, Printsip Kassandry. Al’ternativy, 1996-97, nº4.
    3. Polis, 1996, nº 4, p.113
    4. W. Thompson. The Left in History. London and Chicago, 1997, pp. 1, 9.
    5. Resumiendo los resultados de la autocrítica de la izquierda alemana en los años 90, Andre Brie habla de su acrítica adhesión a la “idea burguesa de progreso” (A. Brie. Befreiung der Visionen. Hamburg, 1992, p. 25).
    6. W. Thompson, op. cit., p. 9. Vea también A. Giddens. Beyond Left and Right. The Future of Radical Politics. Cambridge, Polity Press, 1994, pp. 1-4, 69, etc.
    7. Ver PDS Pressedienst, 13 Dic. 1996, ningún. 50-51, p. 3.
    8. F. Block, quee. Postindustrial Possibilities. Berkeley, Los Angeles y Oxford, 1989, pp. 82-83.
    9. ibid., p. 82.
    10. R. Burbach, O. Nuñez y B. Kagarlitsky. Globalization and its Discontents. The Rise of Postmodern Socialism. London and Chicago, 1997, p. 142.
    11. ibid, p. 145.
    12. ibid., p. 150. Como uno de los autores del libro, en mi capítulo sobre Europa Oriental traté de presentar una visión diferente de la alternativa. Sin embargo, estas obvias contradicciones presentes en el texto (citadas en cierto grado en el prólogo de Roger Burbach) dieron al libro un aire aún más postmodernista. Un reseñador australiano del libro, Paul Clarke, escribió, con cierta sorna, ” Parece extraño ayudar a escribir un libro con el que se disiente totalmente, pero así es” (Green Left Weekly, 19 Mayo 1997, p.25). El problema reside en que la agudeza e irreconcibialidad entre el marxismo y las interpretaciones postmodernistas del socialismo se hicieron obvias para mí mientras trabajaba con Burbach y Nuñez.
    13. K. Marx y F. Engels. Sochineniya, vol.16 p.31 (Marx sobre Proudhon en el periódico Sozial-Demokrat, 1865).
    14. Svobodnaya mysl’, 1995, nº.3, p. 75.
    15. Vea J. Ditfurth. Lebe wild und gefahrlich. Koeln, 1991, pp. 52-53.
    16. A. Giddens. Beyond Left and Right, p. 48.
    17. O. Negt en P. Ingrao, R. Rossandra et al. Verabredungen zum Jahrhundertende. Eine Debatte uber die Entwicklung des Kapitalismus und die Aufgaben der Linken. Hamburg, H. Heine, 1996, p. 259.
    18. A. Brie, op. cit., p. 124.
    19. Inprecor, Marzo 1996, nº 400, p.9.
    20. Vea A. Giddens. Beyond Left and Right; B. Kagarlitsky. The Restoration in Russia. London, 1995, etc.

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