El porvenir del trabajo: tendencias contradictorias
texto de Gabriel Fernández Castaño
Se publicó originariamente en El libro de las 35, que fue editado por El Viejo Topo.
El paro: muchos son aún los que creen posible un tratamiento clásico del problema central de nuestra sociedad. Piensan que una mezcla de estatalismo y de liberalismo, junto con algo de austeridad, deben permitir esperar tasas de crecimiento que hagan retroceder la exclusión social sin tener que cuestionar ni nuestro modelo social ni nuestro tipo de desarrollo. Es posible, desde luego, que mejore un poco la situación. Pero lo que parece cierto es que se agotó un ciclo durante el cual el crecimiento de la economía generaba empleo. De ahí que vuelva a cobrar importancia el debate sobre los marcos posibles para las políticas macroeconómicas. Todo lo que constituye la sustancia de lo económico está en transformación constante: las técnicas de producción o los modos de consumo, los intercambios monetarios o las relaciones sociales, la ecología o las formas del trabajo. Importa, pues, identificar las fuerzas que soportan esas transformaciones para entender lo que arriesga la sociedad e impulsar el movimiento hacia una dirección conforme con los intereses más generales de la sociedad y, por qué no decirlo, de la humanidad.
El desempleo es el problema central de las sociedades industrialmente desarrolladas y además es abono para todas las demás desregulaciones sociales y aventuras políticas. Esto no significa que arreglado el problema del paro se arreglaran por sí mismos los demás problemas sociales pendientes, pero sí que no se arreglarán éstos mientras no se invierta la tendencia al desempleo. Para decirlo de otra manera, reducir durable y fuertemente la tasa de desempleo es una condición necesaria, aunque no suficiente, para hallar soluciones a los demás problemas sociales y económicos. Los gobiernos del PSOE tienen una responsabilidad histórica por no haber ni siquiera intentado salir del marco de lo que en Francia se viene llamando «el pensamiento único», contentándose con las estadísticas de creación neta de puestos de trabajo, cuya característica principal es ser empleos precarios, de corta duración, favorables a la desregulación del mercado del trabajo y de bajo nivel de valor añadido, lo cual, desde el propio criterio del liberalismo, nos sitúa en peor situación de competitividad.
La tarea inmediata de cualquier fuerza política que desee transformar la sociedad es proponer un programa totalmente orientado a invertir la tendencia al desempleo. Un programa que, siendo una colección tradicional de soluciones, no podría, por mucho que anhelen sus autores, sino aparecer como un recurso táctico contra el gobierno. Entonces estaríamos, si se tratase de IU, incapacitados para romper el techo electoral que parece ser el suyo. En mi opinión, este límite de la influencia electoral no se debe a una inflación de comunismo, sino a un déficit de comunismo, en un sentido renovado del concepto.
Una izquierda transformadora debe saber y decir lo que entiende por transformar y cuál ha de ser el horizonte de esa transformación. Las tendencias económicas actuales hacen pensar que la transformación prioritaria es la de las relaciones sociales de trabajo, caracterizadas por un fuerte antagonismo de clase, fuente de las crisis económica y política que azotan las sociedades industrialmente desarrolladas. El horizonte hacia dónde dirigirnos ha de ser la renovación del contenido de la democracia, de tal manera que la democracia política, incluso en aquella dimensión que consiste en tomar decisiones después de debatir los problemas, empiece en el nivel de los centros de trabajo y tenga la primacía sobre los demás niveles, incluso y sobre todo sobre los institucionales, que al ser inferiores no serían más que la garantía de la eficacia del sistema político en su conjunto. Para dar una imagen, si la estructura actual del sistema político es piramidal, con la base abajo y la cúpula arriba, siendo el jefe del Estado y el presidente del gobierno los niveles superiores, mientras los ciudadanos de a pie somos la base de la pirámide, se trata de darle la vuelta a la estructura para que la base esté arriba y la cúpula abajo. No sólo son razones de justicia y equidad sociales las que hacen aconsejable esta revolución, lo que ya sería bastante, sino que también razones de eficacia social y económica. Marx escribe en los Grundrisse: «[...] Si en la sociedad tal y como es no halláramos disfrazadas las condiciones materiales de producción de una sociedad sin clases y las relaciones de cambio que le corresponden, todos los intentos de transformarla serían mero quijotismo.» Aplicando este método recomendable, este texto está dedicado a exponer los elementos de la situación actual, que abogan en favor de tamaña transformación.
EL TAYLORISMO Y LA PRODUCTIVIDAD
El método histórico, consistente en restituir el movimiento global de un objeto, es el más adecuado para identificar las tendencias económicas y sociales actuales. De ahí que repasemos la historia del taylorismo, puesto que es el sistema cuyas contradicciones han generado las nuevas formas de trabajo. Taylor, en tanto que ingeniero de la industria mecanizada de Estados Unidos a finales del siglo pasado, estuvo confrontado al problema de la productividad del trabajo humano en los talleres altamente mecanizados. Fuertes inversiones en capital fijo habían permitido la mecanización de muchos talleres de fabricación. Se planteaba, pues, la necesidad de aumentar la productividad del trabajo. Los instrumentos de que disponía Taylor para medir la productividad no servían en el caso totalmente nuevo del acoplamiento de los modos de trabajar de los obreros con la nueva herramienta mecánica industrial. Por eso intentó y consiguió renovar la cuestión de la productividad. Demostró inteligencia al entender que, además de una renovación técnica, era menester renovar unas relaciones sociales heredadas del período histórico anterior.
El principio básico de su teoría, de donde se deriva todo lo demás, es el siguiente: la productividad de un sistema mecanizado es una magnitud aditiva o, dicho de otra manera, la productividad global de esta clase de sistema es la suma de las productividades locales conseguidas en cada puesto de trabajo. Basta, pues, definir las condiciones de productividad máxima de cada obrero para aumentar la productividad total del sistema. La condición sine qua non es que cada obrero acepte realizar su trabajo en función de una norma definida por los ingenieros de métodos y, posteriormente, acepte su vigilancia y su control por jefes de equipo o de taller, ellos mismos antiguos obreros, ahora miembros de la nueva capa de la «aristocracia obrera», y que junto con los técnicos, los ingenieros y los directivos componen la dirección de la empresa. Según Taylor, el consentimiento obrero sólo es posible si se da un consenso social sobre el crecimiento económico. De ahí que el segundo principio del taylorismo sea un intento de superar los antagonismos de clase, al afirmar que los intereses económicos de los obreros y de los patrones no son contradictorios si el sistema es capaz de asegurar un continuo crecimiento de los salarios y una disminución de los precios de fabricación, lo que se da consiguiendo una triple expansión: de la productividad, del volumen de producción y del mercado. La piedra de toque del sistema es conseguir un compromiso social entre patrones y asalariados, cuya significación es clara: la paz social es posible si lo que el individuo consiente abandonar en tanto que obrero lo recupera en su condición de consumidor merced al aumento de salario y el abaratamiento de las mercancías.
Por eso el taylorismo es ante todo un cambio en las relaciones sociales de la empresa, cambio que Taylor no duda en calificar de verdadera revolución del estado de espíritu, tanto de los empresarios como de los obreros. Lo demás es cuestión técnica, cosa de ingeniería. Lo realmente difícil es conseguir el compromiso social, que es cosa de psicología social.
Desde el punto de vista técnico, el taylorismo estudia y define la secuencia de los gestos más apropiados en cada puesto de trabajo, de manera que el tiempo empleado para realizarlos sea el menor posible y, de esta forma, mejora la productividad en cada puesto de trabajo. Poderlo hacer supone reunir dos condiciones:
■disponer del conocimiento respecto de las operaciones laborales necesarias a la transformación mecanizada de la materia, que a la sazón era monopolio de los obreros;
■una vez conocidas y reelaboradas por la dirección de la empresa, las nuevas operaciones han de ser adoptadas y rigurosamente aplicadas por los obreros. La reunión de estas dos condiciones se hace mediante una división del trabajo de nuevo tipo, que separa los miembros de la dirección, en el sentido amplio que Taylor le da a esta noción, de los obreros. Los primeros, supuestamente expertos en métodos de trabajo, conciben las tareas laborales que los segundos han de ejecutar. De ahí la división concepción/ejecución tan característica del taylorismo, que se ha convertido con el tiempo en un modelo universal de la división social del trabajo.
Desde el punto de vista psicológico, el taylorismo ha conseguido crear una nueva identidad obrera basada en la mercantilización de la fuerza de trabajo, que a su vez es la base para el compromiso social que hemos calificado como piedra de toque de todo el sistema. A partir de esta identidad, los empresarios consiguieron polarizar las reivindicaciones obreras sobre la progresión de los salarios, de tal forma que abandonasen toda reivindicación respecto de la organización del trabajo o de la gestión de la empresa, siendo estos dos ámbitos incumbencia exclusiva de la dirección. De manera que el salario, además de ser un estímulo para el trabajo, se convirtió en el gran factor de estructuración del comportamiento social de la clase obrera, quien, a cambio de una obediencia escrupulosa de las, reglas prescritas de trabajo, tenía asegurada una progresión de su salario. Este comportamiento consagró una nueva división del trabajo, característica del taylorismo, entre quienes conciben y quienes ejecutan, y generó formas de individualidad reducidas a la única dimensión de fuerza de trabajo. Sin embargo, semejante reducción lleva en sí dos tendencias que la contradicen:
■es potencialmente un límite objetivo al desarrollo de la productividad del trabajo;
■es una forma de alienación, en la medida en que supone la interiorización de la voluntad ajena en negar toda posibilidad de desarrollo de las capacidades individuales que la propia actividad laboral suscita. En las condiciones de la introducción de las máquinas mecanizadas en la industria de principios de siglo, la primera tendencia no pasó de ser potencial. Sin embargo, el posterior desarrollo de la productividad permitió la introducción de máquinas automáticas y de la informática en tareas de gestión y de producción, de tal manera que el límite potencial se ha vuelto real. La segunda tendencia tuvo, y tiene, consecuencias psicológicas muchas veces patológicas. Ahora bien, la prescripción de una tarea según el modelo taylorista, que no es sino una norma de trabajo socialmente aceptada, aunque impuesta por la dirección, permite a cada trabajador medir la eficacia de su propio trabajo, comparándolo en todo momento con la norma. La comprobación de la eficacia de su propio trabajo es un sistema de defensa contra la agresión psíquica que supone la imposibilidad de hallar, en su actividad laboral, un sentido coherente con los sentidos de sus actividades extraprofesionales. Esta relación respecto de la eficacia explica en parte el éxito del taylorismo, a pesar del déficit de sentido consecutivo a la inhibición de la iniciativa obrera.
Desde el punto de vista de la importancia de la individualidad adecuada al taylorismo y del comportamiento social correspondiente, es instructivo detenerse en el ejemplo ruso. Las primeras formas de la división social del trabajo características del taylorismo aparecen en los centros industriales allá por los años 1912-1913, por decisión del capital extranjero entonces dominante en Rusia. Esta introducción conlleva ipso facto la creación de una burocracia y de una aristocracia obrera dedicada a enmarcar y controlar la autonomía y la iniciativa obreras, lo que permite aumentar la productividad y la intensidad del trabajo. En marzo de 1913 y marzo de 1914 Lenin firma dos artículos en Pravda sobre el sistema Taylor y su introducción en Rusia. En el primero la apreciación del taylorismo es totalmente negativa, ya que Lenin lo considera un sistema puramente burgués, orientado en exclusiva hacia la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo mediante la intensificación de éste, lo que lleva al agotamiento físico y mental del trabajador. En el segundo, publicado un año más tarde, repite la misma opinión, pero esta vez la completa con dos consideraciones. La primera, para recalcar que este modo de organización dentro de la fábrica se opone a la anarquía- de la economía burguesa en la sociedad, lo que corresponde con el carácter de clase del taylorismo. La segunda, para insistir sobre la contradicción que habita el taylorismo, que no es sino la que opone el capital y el trabajo, puesto que el aumento de la productividad de la que es responsable no hace más que acercar el día en que el proletariado, tornando en sus manos las riendas de la producción, tendrá mil posibilidades de reducir a una cuarta parte el tiempo de trabajo de los obreros, a la vez que aumentará, multiplicándolo por cuatro, el bienestar actual. En definitiva, la opinión de Lenin es contrastada: el contenido progresista del sistema de Taylor está inseparablemente vinculado, en el marco de la economía burguesa, a la sobreexplotación de la fuerza del trabajo. Sin embargo, y a pesar de la advertencia al problema de la creación de una nueva capa obrera denominada «aristocracia obrera», no se aprecia crítica alguna a la pasividad obrera consustancial del taylorismo.
Lenin vuelve a escribir acerca del taylorismo en abril de 1918, esto es, en un contexto radicalmente distinto, puesto que los bolcheviques se habían hecho con el poder político. Lenin opinaba que la tarea principal de la Revolución había de ser la reorganización de la producción. Expone sus preocupaciones y propuestas en su famoso artículo «Tareas inmediatas del poder soviético»: «[...] Se plantea inevitablemente en primer plano una tarea esencial: la de crear un sistema social superior al del capitalismo, es decir, la de aumentar la productividad del trabajo y, para esto, darle al trabajo una organización superior.» Lenin intuye que la suerte de la Revolución se juega en el campo de la producción, de ahí que esté obsesionado por el problema de la productividad. Por eso es un defensor de la generalización del sistema Taylor en toda Rusia. En el mismo artículo escribe: «Aprender a trabajar, he aquí la tarea que el poder soviético debe plantear en toda su envergadura. La última palabra del capitalismo en este terreno -el sistema Taylor- reúne en sí toda la refinada ferocidad de la explotación burguesa y muchas valiosísimas conquistas científicas respecto[...] del trabajo [...]. La república soviética debe adoptar, a toda costa, las conquistas más valiosas de la ciencia y de la técnica en este dominio». Lenin, que hace gala como pocos de un pensamiento dialéctico, sin cambiar fundamentalmente su opinión sobre el taylorismo respecto del artículo de 1914, insiste sin embargo en este nuevo contexto, sobre su aspecto progresista vinculado al aumento de la productividad. Pero desaprovecha la oportunidad para analizar las consecuencias sobre el comportamiento social que conlleva el tipo de individualidad adecuado al taylorismo. Ahora bien, parece ser consciente de ello al dedicar el final del artículo a exponer que el esfuerzo que han de consentir los obreros será compensado por su participación masiva en los asuntos de gobierno, asegurando de esta manera la perspectiva de la extinción del Estado. En un análisis psicológico del representante medio de la masa trabajadora y explotada, fija como tarea para el Partido Comunista ser el intérprete consciente del afán de emancipación de los explotados, «[...] enseñarles a compaginar las discusiones públicas acerca de las condiciones de trabajo con la subordinación incondicional a la voluntad del dirigente soviético, del dictador durante el trabajo».
Es de sobra conocida la suerte que le ha tocado a esta gran hazaña revolucionaria. Obviamente muchas son las causas del fracaso. Pero respecto de las relaciones sociales, y a la vista de lo expuesto sobre la opinión de Lenin, a buen seguro compartida por la mayoría de los dirigentes bolcheviques -quienes, formados políticamente en contra del sindicalismo tradeunionista, pensaban que para la clase obrera lo esencial no se jugaba dentro de las empresas, sino fuera de ellas, en el ámbito político-, cabe preguntarse si no hubo una subestimación de la incompatibilidad, en una misma individualidad, entre la subordinación incondicional durante el trabajo y la participación masiva en los asuntos del Estado. La lectura retrospectiva del artículo sobre «las tareas inmediatas del poder soviético» deja la impresión de que Lenin entiende perfectamente que el sistema de Taylor, mucho más que una división técnica, es una nueva división social del trabajo que extrema la alienación de los individuos. A pesar de ello, apuesta sobre la posible inversión del sistema, que pasaría de ser una apropiación burguesa de los saberes sobre el trabajo en Occidente a ser una apropiación colectiva para la liberación en Rusia soviética, merced al auge de la productividad. Pero acaso basta la voluntad para superar la contradicción entre pasividad durante el trabajo e iniciativa política fuera de él. Resulta patético ver cómo Lenin, defendiendo lo que podríamos llamar el «taylorismo proletario», instala la burocracia en el proceso industrial, a la vez que insta al partido a combatirla en el Estado, porque ve en ella un gran peligro para la Revolución.
La fuerza de estructuración de este comportamiento social no sólo se impuso en el ámbito industrial, sino que el propio movimiento obrero creó sus organizaciones, sindicatos y partidos según este modelo y siguen en la actualidad funcionando con este tipo de división del trabajo, lo cual contribuye, además de otros factores, a la crisis de militancia. Los partidos burgueses y socialdemócratas constituidos a finales del siglo pasado no tenían motivos para cuestionar este tipo de división social del trabajo, ya que estaba en sintonía con la estructura de la sociedad burguesa. Otra cosa tendría que haber ocurrido con los partidos obreros, sobre todo si se tiene en cuenta que en 1912 y 1913, es decir, antes de su constitución, hubo importantes huelgas en EE.UU., Inglaterra y Francia en protesta explícita contra el taylorismo, lo que demuestra que la clase obrera de los países industrialmente desarrollados era consciente del peligro que encerraba este sistema. Pero los partidos comunistas nacieron en 1920-192 1, después de la Primera Guerra Mundial, en un contexto económico y político que confortaba el principio de la división tayloriana del trabajo en los propios partidos, rompiendo en esto con la historia proletaria de la Revolución francesa y sobre todo de la Comuna de París. En lo económico, la reconstrucción industrial en Europa, la nueva repartición de las potencias imperialistas, la ampliación del mercado mundial, crearon las condiciones para la absorción del aumento del volumen de la producción que el auge de la productividad hizo posible. De ahí un fuerte vínculo entre el taylorismo y la eficacia en la esfera de la producción, y de ahí también la universalización del sistema de Taylor a todos los aspectos de la vida social, incluso el político. Las condiciones de la Internacional Comunista determinaron el contexto político del nacimiento de los partidos. En sustancia impusieron el reconocimiento del partido bolchevique en tanto que centro del comunismo mundial y la generalización del modelo ruso de la Revolución. Como lo hemos señalado, este modelo mantenía una exterioridad fundamental respecto de la actividad laboral y postulaba la posibilidad de la subversión del proceso de trabajo desde fuera, es decir, desde la esfera política. La eficacia indiscutible del taylorismo en la producción justificaba su aplicación al trabajo del partido y, por ende, la división taylorista del trabajo en el partido, entre los dirigentes, que conciben y deciden y los militantes, que ejecutan. Por si fuera poco, el valor universal de este modelo se vio confirmado por el éxito del golpe de Estado de octubre de 1917 y la teoría de la vanguardia, la cual concibe la revolución como la toma del poder por una minoría organizada y luego la colaboración de las masas, cuyo grado de consciencia se expresa a través de su subordinación total durante el trabajo.
Obviamente, este contexto ha cambiado radicalmente y se agotó la eficacia de la división social tayloriana. Los capitalistas lo han notado rápidamente, ya que su traducción inmediata ha sido el estancamiento de la productividad del trabajo e intentan adaptarse al nuevo contexto, como veremos en el apartado siguiente. Los partidos no notan estas evoluciones con la misma celeridad, lo que explica en gran medida la perennidad de la división tayloriana en su seno y la crisis de militancia actual. Pero porque su proyecto es transformar radicalmente las relaciones sociales alienadoras, el PC debería estar en condiciones favorables para superar la crisis, aplicándose un modo de división del trabajo acorde con otros criterios de eficacia social y con las potencialidades de una nueva individualidad, a la que lleva el propio desarrollo de la productividad del trabajo. Está claro que la exigencia de hallar nuevas formas de hacer política está estrechamente vinculada a la evolución de la individualidad. La aplicación a sí mismo de un nuevo modo de división del trabajo y de hacer política podría emplazar al PC en condiciones idóneas a ganarse una autoridad moral en el tablero político, y de ahí influir de manera hegemónica -en el sentido gramsciano de la palabra- en IU y, a través de IU, en la sociedad.
LA REESTRUCTURACION CAPITALISTA Y LAS NUEVAS FORMAS DE INDIVIDUALIDAD
El enlace de dos procesos, uno científico y otro técnico, ambos interdependientes, ha llevado a la transformación de las condiciones de valorización del capital en el momento preciso en el que el taylorismo demostraba su inadaptación respecto de la evolución del aparato productivo que él mismo había fomentado. Esta transformación ha dado lugar a una reestructuración capitalista en busca de un nuevo crecimiento de la productividad. Con la reestructuración capitalista, las formas de individualidad y socialización propias del taylorismo quedaron anticuadas. Sin embargo, y parece que por primera vez en la historia del capitalismo, el crecimiento de la producción no se acopla a la creación de empleo, sino todo lo contrario: el crecimiento actual es destructor neto de empleo. De ahí el aumento inexorable del paro, que a su vez impide la afirmación clara de un modo unívoco de socialización y por eso se opone a la estructuración de formas de individualidad en torno a valores socialmente compartidos. Aunque en germen existen las premisas subjetivas para un cambio de civilización, también van acumulándose las condiciones de un desastre antropológico.
El proceso científico es el de la teoría de la información, que junto con la teoría de los sistemas han hecho posible la constitución de una nueva ciencia, la informática. Los lazos con la lógica formal, la cibernética y las matemáticas en general, eran muy estrechos. De hecho, la informática no nació ex nihilo. Hoy es una ciencia en pleno desarrollo y su avanzadilla más mediática es la inteligencia artificial, cuyos lazos con la psicología cognitiva son también muy estrechos, pero bastante ambiguos, y sobre la que cuentan muchos responsables de producción, probablemente por esa mítica esperanza de que la máquina sustituya algún día al hombre, pero no en función del sueño de Prometeo, sino cegados por esa aparente propiedad del dinero de crear más dinero por sí solo. Por su parte, el desarrollo de la teoría de los sistemas, expuesta al gran público en los años sesenta por Von Bertalanffy, ha llevado a la teoría de lo complejo, cuyo mejor propagandista es Llya Prigogine. Los desarrollos son tales que se perfilan nuevos procesadores con un alto grado de integración y de flexibilidad donde la diferencia entre la materia y la inteligencia -el hardware y el software, dirían los informáticos- se hace muy tenue. La alianza de las telecomunicaciones y de la informática, que sólo empieza a determinar la producción de bienes, anuncia que esto no es más que el comienzo de una gran transformación.
La introducción de automatismos en las máquinas industriales inauguró el proceso técnico. Además de automáticas, las máquinas se volvieron universales, porque la herramienta, en vez de estar dedicada a un solo tipo de corte, como en un torno o en un taladro, servía para cualquier tipo de corte, pudiéndola conducir un obrero con menos calificación profesional. El capital aprovechó esta circunstancia para extender la relación asalariada a nuevas capas recientemente proletarizadas. Luego llegó la electrificación de los automatismos, dando paso a las máquinas electromecánicas. La calificación obrera se desplazó de la conducción de las máquinas hacia el mantenimiento de los automatismos electromecánicos. Por otro lado, los avances de la electromecánica permitieron la construcción de las primeras máquinas automáticas de tratamiento de la información según el principio de funcionamiento establecido por la teoría informática. La rápida acumulación de conocimientos respecto de los electromecanismos hizo posible su miniaturización y, luego de progresos en la ciencia de los materiales, su alto grado de integración en microprocesadores, inaugurando así la era de la microelectrónica. Este movimiento de vaivén entre la industria y los laboratorios se materializó en la construcción de ordenadores utilizados por los científicos, por un lado, y por la industria, por otro. Las primeras aplicaciones industriales estaban orientadas hacia la gestión administrativa de las empresas. Los progresos continuos de la integración microelectrónica desembocaron en aplicaciones informáticas de control de procesos permanentes como los que se dan en la química, la producción de electricidad o en la siderurgia. El paso siguiente fue la introducción de microprocesadores y de microelectrónica en las máquinas industriales, añadiéndoles funciones de autocontrol, diagnóstico de avería y mantenimiento, o sea, capacidades de reacción no triviales. Esto, a principios de los años ochenta. Hoy, el avance científico y técnico es tal que los ordenadores han colonizado los talleres de fabricación y están programados para comunicar con los robots que transforman directamente la materia o con otros ordenadores repartidos en los demás centros de producción de la misma unidad de fabricación o ubicados en unidades situadas a miles de kilómetros de distancia. Los ordenadores de los centros de concepción y estudio de los, productos están conectados en tiempo real con los ordenadores de los centros de producción, de manera que el trabajo de concepción también es tiempo de producción, mientras las tareas de fabricación integran cada vez más tareas de concepción. Llegamos hoy en las empresas punta a un tal grado de integración del aparato productivo que una empresa ha de considerarse como un sistema que reúne varios subsistemas: un sistema técnico compuesto por las máquinas, un sistema de trabajo compuesto por los hombres y sus relaciones sociales, y entre los dos un sistema de información.
La historia de estos dos procesos se entrelaza con la historia de la valorización del capital, y todas estas historias se determinan unas a otras de tal manera que, cuando la calidad de los productos tendió a devenir el eje, la competitividad económica, la microelectrónica y la informática estaban listas para, primero, asegurar la flexibilidad de los equipamientos, ya que éstos deben acoplarse casi instantáneamente a la diferenciación de la oferta; y segundo, para la integración de los sistemas de producción, que es una necesidad de la gestión económica y financiera orientada por la demanda. Por otro lado, los avances científicos y técnicos aseguraron su carácter operatorio a las innovaciones teóricas en el ámbito de la ordenación del trabajo, condenando definitivamente el principio tayloriano de la productividad. La productividad total de una unidad de fabricación ya no podía considerarse como la suma de las productividades locales en cada puesto de trabajo. Al contrario, en el contexto actual la productividad total es una función global de la unidad de fabricación. Esto significa que puede ser necesario perder tiempo localmente para mejorar la productividad global. Al revés del taylorismo, la eficacia del trabajo ya no se experimenta en cada puesto de trabajo, sino que depende fundamentalmente de la calidad de la cooperación, ya que el trabajo es cada vez más directamente cooperativo. En cierto modo, la productividad depende del trabajo de la organización y no de la organización del trabajo. La división tayloriana descomponía el trabajo humano en busca del trabajo abstracto, fuente de la valorización del capital. Por eso mismo reducía la importancia de las diferencias personales, haciendo de cada trabajador un ser impersonal e intercambiable, cuya cooperación con los demás era puramente formal y definida por los ingenieros de fabricación. Pero con los sistemas actuales, la productividad depende de las capacidades de anticipación de las averías y, por ende, de la capacidad de formarse representaciones adecuadas, tanto de los segmentos de producción en el que opera el trabajador como del sistema en su conjunto. De ahí la importancia decisiva de la diversidad de personalidades en contra de la homogeneización tayloriana.
Los talleres de hoy, por lo menos en las unidades productivas más modernas, están colonizados por robots programables unidos por potentes ordenadores. A su vez éstos están entrelazados en redes de concepción/producción/comercialización, muchas veces transnacionales. La limpieza, la iluminación, la decoración, el nivel de ruido, contrastan con lo existente en talleres taylorizados. Equipos compuestos por obreros, técnicos e ingenieros de producción pilotan las instalaciones y su dedicación principal es la cooperación en el trabajo. El trabajo directo sobre la materia se limita a algunas operaciones de posicionamiento o de mínima transformación final. Lo esencial del trabajo humano es un trabajo de control de calidad, diagnóstico y anticipación de averías, programación de robots o de redes. Esta evolución ha servido para que algunos hablen de desaparición del trabajo humano en las sociedades industrialmente desarrolladas. Pero a quien sabe observar, le basta con dar unos pasos en semejantes talleres para darse cuenta de hasta qué punto es falsa esta apreciación.
Sin embargo, esta ilusión del trabajo sin el hombre tiene su origen en la evolución de las formas del trabajo humano. Las unidades de producción de hoy no sólo reúnen una serie de máquinas y los hombres que las conducen como en los talleres taylorizados, sino que son la reunión de sistemas -técnico, de trabajo e informacional- en un sistema global en el que los robots programables aseguran cada vez más el transporte y la transformación de la materia. El trabajo humano consiste entonces en establecer relaciones entre trabajadores para dominar el sistema en su conjunto. El resultado global es el desplazamiento del punto de aplicación del trabajo y la ampliación del campo de la actividad laboral, puesto que necesita de manera imprescindible la experiencia del trabajo cooperativo. Las consecuencias de este desplazamiento son incalculables, porque paulatinamente el sistema técnico deja de ser medio del trabajo para volverse objeto del trabajo. Pero los trabajadores son parte integrante del sistema técnico y por eso son para ellos mismos objeto de su propio trabajo, de tal forma que su actividad incorpora una parte cada vez mayor de trabajo sobre sí mismo, o sea, de trabajo de la subjetividad. Este tipo de trabajo surge desde el interior de la actividad, a consecuencia de la evolución del progreso técnico, ampliando el campo de la actividad laboral hasta tal punto que lo que resiste a la acción de los trabajadores no sólo está fuera de ellos, sino que de forma cada vez más decisiva, en ellos y entre ellos. Estas tres características de la evolución del modo de producción brevemente evocadas -globalización del sistema productivo, desplazamiento del punto de aplicación del trabajo, transformación del medio de trabajo en objeto del trabajo- son las fuerzas que transforman las formas de individualidad en formas nuevas.
Cabe insistir, por su importancia, sobre al menos cuatro elementos que componen esas nuevas formas de individualidad -la cooperación, el espíritu de iniciativa, la unidad de los momentos profesional y extraprofesional de la vida y el intercambio de móviles y sentidos de las actividades-, todos vinculados a las relaciones sociales de producción. En realidad estos elementos no son nuevos, porque se daban también en épocas anteriores. La novedad procede de su importancia respecto de la eficacia del trabajo concreto y también respecto de las condiciones de la formación de la productividad.
El capital inauguró la era del trabajo en cooperación. El taylorismo formalizó las reglas de la cooperación acordes con el estado de desarrollo del sistema productivo. En las condiciones de hoy, la cooperación entra en una fase cualitativamente nueva de su desarrollo. Los empresarios gustan pensar que la eficacia del trabajo humano está totalmente contenida en la formalización de la organización del trabajo, o sea, en las relaciones funcionales y jerárquicas descritas por un organigrama. No imaginan ni siquiera un instante que la ingeniosidad de los asalariados para compensar la diferencia entre lo formal y lo real está dirigida a conseguir la eficacia del trabajo pese a todo. Desde luego, lo formal estructura el trabajo real, pero lo real desborda constantemente el trabajo formalizado. De manera que la organización del trabajo resulta más bien de una red de relaciones que tejen los individuos en la empresa y fuera de ella, más allá de los lazos oficiales tal y como resultan del organigrama. Este tipo de cooperación hace posible la especialización que requieren los nuevos sistemas productivos sin padecer una división compartimentada, y por eso establece prácticamente una forma de solidaridad en la que los esfuerzos de cada cual concurren a la realización de objetivos comunes. Semejantes vínculos informales transforman el trabajo individual en un trabajo directamente cooperativo, cuya eficacia y, por ende, cuyo sentido no existen fuera de la cooperación. La construcción de tales relaciones supone que se establezcan previamente entre los trabajadores relaciones de confianza, lo que sólo puede suceder si existen espacios públicos de discusión en el seno de la empresa, donde cada cual puede opinar sobre las reglas del trabajo, o sea, donde existen formas especializadas de democracia.
Las acciones de recuperación de los fallos técnicos ocupan el centro de la actividad laboral en los sistemas técnicos contemporáneos, en detrimento de las acciones de fabricación. La eficacia del trabajo de recuperación depende, por una parte, de factores subjetivos del trabajador, como pueden ser su concepción del trabajo, su estilo de trabajo, su aptitud para construir sentido a su actividad. Por otra parte depende del grado de calificación profesional adquirida durante la fase de formación teórica y, sobre todo, en el transcurso de su actividad laboral. La realidad concreta y diaria de esa actividad de recuperación está hecha de una sucesión de decisiones locales que afectan la programación de los robots, las relaciones sociales de cooperación o el intercambio de información. La característica principal de esa actividad es que, siendo tantas las decisiones que ha de tomar cada trabajador en su segmento de producción, la composición de todas ellas genera efectos no sólo localmente, sino que repercuten de manera imprevisible en el sistema global. De ahí la importancia de la experiencia profesional para anticipar la avería, pero también del espíritu de iniciativa para recuperar oportunamente los fallos, cuyo desarrollo implica el ejercicio de responsabilidades del que depende la gestión concreta de las instalaciones y la suerte del conjunto de los trabajadores.
En los sistemas productivos contemporáneos, la prescripción subjetiva ha sustituido la prescripción taylorizada de la tarea. La prescripción es una actividad que supone, desde el punto de vista de los que la ejercen, establecer un orden de prioridades para ordenar el trabajo concreto. Pero desde el punto de vista de los que la ejecutan, la actividad laboral es arbitrar entre las prioridades prescritas en aras de la eficacia del trabajo, ya que el trabajo concreto desborda constantemente su formalización. De esta manera el aspecto cognitivo de la actividad es inseparable de su aspecto subjetivo. La sucesión de arbitrajes que componen el trabajo realizan un diálogo psicológico de los que ejecutan la prescripción con los que la elaboran, pero también del trabajador consigo mismo. Este diálogo interior tiene al menos dos consecuencias:
■reactiva los conflictos y los recursos psicológicos de la historia personal y colectiva del sujeto;
■el trabajador busca emplear en otras esferas de actividad las disponibilidades psicológicas aparecidas en el transcurso de su actividad laboral. En estas circunstancias esas fuerzas atraen al sujeto y a su historia hacia la esfera del trabajo, y por eso desaparece la diferencia entre la vida profesional y la vida extraprofesional respecto de la eficacia del trabajo, volviendo a unificarse los tiempos de trabajo y de no trabajo que el capital había separado.
En sí mismos los medios físicos del trabajo, o sea, la herramienta, no prefiguran los objetivos de las acciones en las que median. Su potencia virtual se vuelve efectiva en función de los fines de las acciones de los operadores en las que intervienen. Igualmente, su eficacia no les es inmanente, sino que procede tanto o más del trabajador que los utiliza. En realidad la eficacia depende de la unidad del trabajador con los medios de su acción, y es el modo de regulación de esa acción y no una propiedad del medio del trabajo, porque le permite al trabajador alcanzar los fines de sus acciones al menor coste. De ahí que la eficacia esté estrechamente vinculada con los sentidos nacidos en el transcurso de la actividad. El sentido de la actividad es mucho más que la representación consciente de los fines de las acciones. Es lo que relaciona entre ellas todas aquellas actividades en las que participa simultáneamente el individuo, tanto en la esfera laboral como fuera de ella. Por otra parte, toda actividad se enfrenta en su curso a constricciones sociales, aunque sólo sea porque los medios de la actividad son productos sociales, que a veces llegan a ser escollos para la propia actividad, pero que en muchas ocasiones son oportunidades imprevistas para el sujeto de la acción y se vuelven incitaciones para nuevas actividades, transformando de esta manera la acción presente y el sentido de la actividad. Estos intercambios de móviles y sentidos de las actividades refuerzan aún más la unidad de los tiempos de trabajo y de no trabajo.
Estos elementos de una nueva individualidad que resultan del movimiento mismo de la productividad no son visibles inmediatamente, porque se realizan a través de la metamorfosis de la función técnica y de sus órganos. A su vez, esta realización se desenvuelve en el marco de las normas contemporáneas del intercambio social entre los hombres y por eso queda presa de los antagonismos que obran a la conversión del trabajo, impidiendo la medida de su eficacia social con otro parangón que el del tiempo de trabajo asalariado. Los ordenadores introducen a los trabajadores en un mundo simbólico en el que crece el peso de sus responsabilidades y los instrumentos técnicos transforman el objeto del trabajo y los propios trabajadores. Pero, al mismo tiempo, empujadas por la necesidad de captar el trabajo abstracto a través del trabajo concreto en condiciones muy distintas a las del taylorismo, las direcciones imponen que sus criterios financieros participen en los arbitrajes que componen la actividad concreta de los talleres y de las oficinas. De manera que la inteligencia de los trabajadores se ve atraída hacia la «zona reservada» de los móviles económicos, donde, aunque halle algunas llaves para sostener la actividad de trabajo, también descubre cómo la lógica financiera se opone a menudo a la propia eficacia del trabajo concreto. Por no coincidir esos criterios con los de la eficacia y por ser ésta una función reguladora de la subjetividad, los criterios financieros participan conflictivamente en los arbitrajes. El clivage entre la subjetivación del trabajo y la uniformidad de los arbitrajes diarios en favor de la valorización del capital invade la subjetividad de los trabajadores, a la vez solicitada y reprimida, lo que genera resentimientos cuyo destino es variable: fuente de anhelos de una sociedad liberada de la alienación o entrada en procesos psicopatológicos fuente de resignación, o con mucha frecuencia una conciencia que fluctúa entre estos dos polos. Este contraste subjetivo se dobla de un contraste social: la condición moderna del asalariado se ordena en torno a dos polos que son el sobretrabajo y el subempleo. Así puede parecer que la prescripción de la subjetividad y la gestión instrumental de la mano de obra concurren a una intensificación de la subordinación total del asalariado al mundo de la empresa, subordinación en busca de una fuente que el taylorismo en crisis final se muestra incapaz de asegurar. Pero mirándolo bien, más que de un intento de subordinación, que también lo es, se trata, a través de las mutaciones actuales, de una modernización contrapuesta a sí misma, a la vez ofrecida a los individuos de la sociedad y negada a los trabajadores individuos. Resulta imposible predecir las repercusiones de este obsequio negado.
UNA EXIGENCIA PROGRAMATICA DECISIVA: LA REDUCCION MASIVA DEL TIEMPO DE TRABAJO
Los elementos de una nueva individualidad que revela el análisis psicológico del trabajo y las condiciones en las que surgen permiten volver a escribir que coexisten premisas subjetivas en germen para un cambio de civilización con la acumulación de condiciones para un desastre antropológico. Frente al peligro no vale achicarse. El papel de una fuerza transformadora es identificar esos gérmenes para favorecer su desarrollo, lo que sólo es posible si la perspectiva es audaz. Cuando le resulta difícil el camino a un caballo de nada sirven las espuelas: hay que levantarle la cara para que vea lejos el camino y mida el esfuerzo que le queda por hacer. En semejantes circunstancias, invocar el realismo para rechazar o aplazar reformas del tamaño de lo que está en juego sólo sirve para justificar su propia renuncia al cambio. Ahora bien, lo mismo que la falta de voluntad política de los partidos socialistas de Europa los ha llevado a renunciar a la transformación que el propio desarrollo del capitalismo hace necesaria, la historia reciente de los países socialistas muestra que para transformar una sociedad de nada vale el voluntarismo político que hace caso omiso de lo nuevo que está naciendo o de lo viejo que resiste.
El trabajo, quiérase o no, ocupa en la actualidad un lugar central respecto de la socialización y la hominización de los individuos. Puede que no haya de ser siempre así. Sin embargo, además de que la noción misma de trabajo siga cambiando y su contenido transformándose hasta dejar de ocupar ese lugar central, hoy por hoy, un programa de transformación social tiene que poner en el centro de su acción política la, transformación del trabajo. De manera que una propuesta programática transformadora debe empezar por la puesta en marcha de una política general de reforma del trabajo en sus aspectos económico, social, técnico y organizativo, dirigida a crear las condiciones sociales para que cada cual, mediante la aplicación de nuevos derechos ciudadanos en su trabajo que consagren los elementos de una nueva individualidad, consiga hacer de su vida el desarrollo total de sus inclinaciones y capacidades históricamente construidas en beneficio propio, de sus familiares y, a fin de cuentas, de todos los miembros de la sociedad.
Una política general de reforma del trabajo ha de afirmar rotundamente su perspectiva: la de terminar con la alienación, o sea, con la forma asalariada del trabajo, desvinculando, cuanto más mejor, la remuneración del trabajo y el tiempo de trabajo socialmente necesario. Para conseguir este objetivo es menester orientar los esfuerzos de la sociedad hacia un nuevo tipo de expansión de la producción para cubrir las necesidades de la humanidad y permitir la reducción masiva del tiempo de trabajo.
Una política expansiva es necesaria para cubrir las necesidades de todas las capas sociales actuales y de manera solidaria de toda la humanidad. Las necesidades humanas, si bien tienen bases de índole biológica, en la realidad concreta son de índole social. Pues lo único que se puede prever con seguridad es que son en gran medida imprevisibles, pero que seguirán creciendo en calidad y muy probablemente en cantidad, crecimiento él mismo estimulado por la propia producción, lo que absorberá cantidades de tiempo de trabajo también en crecimiento. Por tanto, si el propósito es cubrir esas necesidades reduciendo simultáneamente el tiempo de trabajo, no hay otro método que el de aumentar la productividad del trabajo de manera aún más eficaz que lo hace el capitalismo. Pero la productividad, antes de ser una variable económica, es una práctica social, cuyo contenido capitalista conviene cuestionar radicalmente, porque como hemos visto, los antagonismos que generan esa productividad amenazan a la humanidad. Por eso la perspectiva ha de ser la de un crecimiento que respete al hombre y la naturaleza, o sea, un crecimiento humana y ecológicamente sostenible.
Una reducción masiva del tiempo de trabajo no equivale a un reparto del trabajo, porque este concepto no obliga ni a la desvinculación de los ingresos con el tiempo de trabajo ni al movimiento de disminución del tiempo de trabajo. Y, lo que es peor, al no plantear la cuestión de los ingresos, semejante programa peligraría transformarse en su contrario: el reparto de la miseria, lo que desgraciadamente tienden a demostrar algunas experiencias en Europa, aunque muy limitadas. Cualquier fuerza política que plantee esta cuestión en términos de reparto de trabajo, aunque fuera con la intención más que justificada de reducir el paro, o no es consciente de lo que se juega la sociedad, o trata de engañar la conciencia social, y de las dos maneras se expone a una sanción electoral merecida, parecida a la que sufrieron otras fuerzas electorales europeas en comicios pasados.
La reducción masiva del tiempo de trabajo plantea la cuestión del modelo de sociedad, razón por la que no debiéramos hacer de esta reforma un mero instrumento de lucha contra el paro, aunque de hecho sea la única manera eficaz de terminar con el desempleo generalizado. Al contrario, debiéramos considerar que se trata de una reforma de estructura, buscando las condiciones de su éxito, que podrían ser las siguientes:
Una reforma de estructura es, por necesidad, de aplicación progresiva y su valoración ha de ser permanente. Correlativamente, para transmitir el sentido de esta medida al conjunto de la sociedad y conseguir el apoyo social y político a la altura de las resistencias que suscitará, es obligatoria una reducción inmediata de al menos del 20 al 25 por 100 del tiempo real de trabajo.
La compensación salarial ha de ser total por dos razones:
■de índole social: para que el tiempo liberado sirva al desarrollo de las capacidades personales es menester disponer de al menos los mismos recursos económicos e incluso aumentar los más bajos, porque si no la reforma se convertiría en una pesadilla para la mayor parte de los asalariados que ya viven, en las condiciones de hoy, situaciones socialmente difíciles;
■de índole económica: para que la expansión se convierta en creación de puestos de trabajo son necesarios recursos en el mercado interior que puedan absorber gran parte del crecimiento del volumen de producción.
Sin embargo, es de notar que la compensación no tiene por qué soportarla cada empresa por separado, porque las diferencias de productividad entre las empresas serían desfavorables a las menos preparadas, que también son las que mayor tasa de explotación de la fuerza de trabajo imponen, pero menor volumen y tasa de beneficios tienen. La solidaridad que imponen las nuevas formas de producción entre los asalariados de los sectores punta debiera ampliarse hacia los de los sectores más desfavorables, porque si no, a fin de cuentas, las diferencias de productividad podrían significar la destrucción de puestos de trabajo. En consecuencia, la compensación tiene que ser una aplicación del principio de solidaridad social, y por eso ser administrada por los propios asalariados según mecanismos que tienen que ser discutidos por la sociedad en su conjunto y adoptados por referéndum.
Es necesario transformar la organización técnica del trabajo y las relaciones sociales de trabajo, con el afán de conseguir tres objetivos:
■incrementar el tiempo de utilización de las máquinas, ya que no se utiliza la totalidad de los medios de producción ni tampoco funcionan a tiempo completo aquellos medios que se utilizan. Ésta es una fuente de productividad que no necesita de nueva inmovilización de capital, lo que es una ventaja en un contexto como el actual, donde hay escasez de ahorros disponibles;
■flexibilizar el uso de las máquinas para adaptar la producción a las necesidades sociales y poner el aparato productivo al servicio del hombre, al contrario de lo que ocurre con el sistema capitalista;
■romper la sucesión actual de los ciclos de vida. Cada miembro de la sociedad se ve obligado a concentrar su tiempo de formación al principio de su vida y posponer sus proyectos personales para el final, después de un período totalmente dedicado a la producción de riquezas de las que no habrá podido disfrutar. Pero ésta no es una necesidad biológica, sino social, propia del modo capitalista de producir.
Es preferible, sin embargo, alternar constantemente estos períodos durante toda la vida. La formación inicial es cualitativamente mejor cuanto más vínculos tenga con la práctica laboral; el trabajo es más productivo y requiere, pues, menos esfuerzos cuanto más se relaciona con actividades diversas no directamente productivas; la jubilación no tiene por qué ser una separación con el mundo de la empresa, ya que la experiencia acumulada es cuando más y mejor se puede transmitir, haciendo del trabajador de esa edad un pedagogo incomparable. Esta ruptura de los ciclos de vida sería una concretización posible de la tendencia hacia la unidad de los tiempos de trabajo y de no trabajo, de la que ya hemos señalado el carácter favorable respecto de la productividad. Los ciclos diarios, semanales o mensuales tampoco han de ser la norma social única, ya que el hombre funciona de forma variable y nadie mejor que cada individuo puede determinar cuáles son los mejores para él y para la sociedad. Multiplicando los ciclos temporales es posible satisfacer una reivindicación nueva de disponer de su tiempo y hacer de su vida lo que uno entiende, en vez de que la vida haga de nosotros lo que entienden quienes poseen las riquezas. Además, también es una solución posible al incremento del tiempo de utilización de las máquinas, ya que siempre habrá alguien cuyo tiempo de trabajo coincida con el tiempo de la máquina. Trabajadores más autónomos serán trabajadores más responsables y mejor preparados, lo que trae dos consecuencias: un aumento de productividad y la capacidad para participar en la gestión democratizada de la empresa y de la sociedad.
Esta participación democrática de los trabajadores en la gestión de su empresa es condición de éxito, porque la realidad concreta del trabajo asalariado obliga a cada trabajador a controlar las dimensiones más directamente económicas de su actividad productiva. Los criterios económicos de la valorización del capital son criterios concretamente presentes en los talleres u oficinas, y compiten con los criterios técnicos a la hora de tomar las decisiones que componen la actividad laboral. Para que el crecimiento de la productividad sea un medio al servicio de la humanidad y no el objetivo principal de la producción, han de dominar los segundos. De ahí la necesidad de que los trabajadores participen directamente en la gestión de la producción. «Directamente» significa sin mediación de representantes y significa también que este derecho de nuevo tipo ha de ejercerse en la empresa. La última condición concierne al papel del Estado. En tanto que representante del interés general tiene que, una vez fijadas las reglas de la reducción masiva del tiempo de trabajo, imponerlas a todos -que es cumplir con su función coercitiva- y ejercer su papel regulador anticipando los efectos negativos del paro y de las diferencias de productividad en el mercado, para reintegrarlos en los cálculos de los agentes, de manera que las decisiones económicas no se vean sesgadas. Los principios de su acción debieran ser: asegurar la neutralidad de los costes para no gravar la financiación pública, garantizar la coherencia de los mecanismos de intervención del Estado, destinar los fondos de compensación incitativos directamente a los trabajadores y no a las empresas, penalizar los agentes que hagan recaer el peso económico del desempleo sobre la comunidad, jugar un papel activo dinamizador con el sector público.
En definitiva, es necesaria una propuesta de reducción masiva del tiempo de trabajo con compensación total del salario, acompañada de una reorganización del trabajo dirigida a ampliar los derechos de los trabajadores y a hacer trabajar más a las máquinas, que son condiciones de éxito de esta reforma de estructura, la cual ha de terminar con el desempleo y dar cabida a una sociedad solidaria donde el desarrollo más amplio posible de cada individuo sea el valor prioritario.
texto de Gabriel Fernández Castaño
Se publicó originariamente en El libro de las 35, que fue editado por El Viejo Topo.
El paro: muchos son aún los que creen posible un tratamiento clásico del problema central de nuestra sociedad. Piensan que una mezcla de estatalismo y de liberalismo, junto con algo de austeridad, deben permitir esperar tasas de crecimiento que hagan retroceder la exclusión social sin tener que cuestionar ni nuestro modelo social ni nuestro tipo de desarrollo. Es posible, desde luego, que mejore un poco la situación. Pero lo que parece cierto es que se agotó un ciclo durante el cual el crecimiento de la economía generaba empleo. De ahí que vuelva a cobrar importancia el debate sobre los marcos posibles para las políticas macroeconómicas. Todo lo que constituye la sustancia de lo económico está en transformación constante: las técnicas de producción o los modos de consumo, los intercambios monetarios o las relaciones sociales, la ecología o las formas del trabajo. Importa, pues, identificar las fuerzas que soportan esas transformaciones para entender lo que arriesga la sociedad e impulsar el movimiento hacia una dirección conforme con los intereses más generales de la sociedad y, por qué no decirlo, de la humanidad.
El desempleo es el problema central de las sociedades industrialmente desarrolladas y además es abono para todas las demás desregulaciones sociales y aventuras políticas. Esto no significa que arreglado el problema del paro se arreglaran por sí mismos los demás problemas sociales pendientes, pero sí que no se arreglarán éstos mientras no se invierta la tendencia al desempleo. Para decirlo de otra manera, reducir durable y fuertemente la tasa de desempleo es una condición necesaria, aunque no suficiente, para hallar soluciones a los demás problemas sociales y económicos. Los gobiernos del PSOE tienen una responsabilidad histórica por no haber ni siquiera intentado salir del marco de lo que en Francia se viene llamando «el pensamiento único», contentándose con las estadísticas de creación neta de puestos de trabajo, cuya característica principal es ser empleos precarios, de corta duración, favorables a la desregulación del mercado del trabajo y de bajo nivel de valor añadido, lo cual, desde el propio criterio del liberalismo, nos sitúa en peor situación de competitividad.
La tarea inmediata de cualquier fuerza política que desee transformar la sociedad es proponer un programa totalmente orientado a invertir la tendencia al desempleo. Un programa que, siendo una colección tradicional de soluciones, no podría, por mucho que anhelen sus autores, sino aparecer como un recurso táctico contra el gobierno. Entonces estaríamos, si se tratase de IU, incapacitados para romper el techo electoral que parece ser el suyo. En mi opinión, este límite de la influencia electoral no se debe a una inflación de comunismo, sino a un déficit de comunismo, en un sentido renovado del concepto.
Una izquierda transformadora debe saber y decir lo que entiende por transformar y cuál ha de ser el horizonte de esa transformación. Las tendencias económicas actuales hacen pensar que la transformación prioritaria es la de las relaciones sociales de trabajo, caracterizadas por un fuerte antagonismo de clase, fuente de las crisis económica y política que azotan las sociedades industrialmente desarrolladas. El horizonte hacia dónde dirigirnos ha de ser la renovación del contenido de la democracia, de tal manera que la democracia política, incluso en aquella dimensión que consiste en tomar decisiones después de debatir los problemas, empiece en el nivel de los centros de trabajo y tenga la primacía sobre los demás niveles, incluso y sobre todo sobre los institucionales, que al ser inferiores no serían más que la garantía de la eficacia del sistema político en su conjunto. Para dar una imagen, si la estructura actual del sistema político es piramidal, con la base abajo y la cúpula arriba, siendo el jefe del Estado y el presidente del gobierno los niveles superiores, mientras los ciudadanos de a pie somos la base de la pirámide, se trata de darle la vuelta a la estructura para que la base esté arriba y la cúpula abajo. No sólo son razones de justicia y equidad sociales las que hacen aconsejable esta revolución, lo que ya sería bastante, sino que también razones de eficacia social y económica. Marx escribe en los Grundrisse: «[...] Si en la sociedad tal y como es no halláramos disfrazadas las condiciones materiales de producción de una sociedad sin clases y las relaciones de cambio que le corresponden, todos los intentos de transformarla serían mero quijotismo.» Aplicando este método recomendable, este texto está dedicado a exponer los elementos de la situación actual, que abogan en favor de tamaña transformación.
EL TAYLORISMO Y LA PRODUCTIVIDAD
El método histórico, consistente en restituir el movimiento global de un objeto, es el más adecuado para identificar las tendencias económicas y sociales actuales. De ahí que repasemos la historia del taylorismo, puesto que es el sistema cuyas contradicciones han generado las nuevas formas de trabajo. Taylor, en tanto que ingeniero de la industria mecanizada de Estados Unidos a finales del siglo pasado, estuvo confrontado al problema de la productividad del trabajo humano en los talleres altamente mecanizados. Fuertes inversiones en capital fijo habían permitido la mecanización de muchos talleres de fabricación. Se planteaba, pues, la necesidad de aumentar la productividad del trabajo. Los instrumentos de que disponía Taylor para medir la productividad no servían en el caso totalmente nuevo del acoplamiento de los modos de trabajar de los obreros con la nueva herramienta mecánica industrial. Por eso intentó y consiguió renovar la cuestión de la productividad. Demostró inteligencia al entender que, además de una renovación técnica, era menester renovar unas relaciones sociales heredadas del período histórico anterior.
El principio básico de su teoría, de donde se deriva todo lo demás, es el siguiente: la productividad de un sistema mecanizado es una magnitud aditiva o, dicho de otra manera, la productividad global de esta clase de sistema es la suma de las productividades locales conseguidas en cada puesto de trabajo. Basta, pues, definir las condiciones de productividad máxima de cada obrero para aumentar la productividad total del sistema. La condición sine qua non es que cada obrero acepte realizar su trabajo en función de una norma definida por los ingenieros de métodos y, posteriormente, acepte su vigilancia y su control por jefes de equipo o de taller, ellos mismos antiguos obreros, ahora miembros de la nueva capa de la «aristocracia obrera», y que junto con los técnicos, los ingenieros y los directivos componen la dirección de la empresa. Según Taylor, el consentimiento obrero sólo es posible si se da un consenso social sobre el crecimiento económico. De ahí que el segundo principio del taylorismo sea un intento de superar los antagonismos de clase, al afirmar que los intereses económicos de los obreros y de los patrones no son contradictorios si el sistema es capaz de asegurar un continuo crecimiento de los salarios y una disminución de los precios de fabricación, lo que se da consiguiendo una triple expansión: de la productividad, del volumen de producción y del mercado. La piedra de toque del sistema es conseguir un compromiso social entre patrones y asalariados, cuya significación es clara: la paz social es posible si lo que el individuo consiente abandonar en tanto que obrero lo recupera en su condición de consumidor merced al aumento de salario y el abaratamiento de las mercancías.
Por eso el taylorismo es ante todo un cambio en las relaciones sociales de la empresa, cambio que Taylor no duda en calificar de verdadera revolución del estado de espíritu, tanto de los empresarios como de los obreros. Lo demás es cuestión técnica, cosa de ingeniería. Lo realmente difícil es conseguir el compromiso social, que es cosa de psicología social.
Desde el punto de vista técnico, el taylorismo estudia y define la secuencia de los gestos más apropiados en cada puesto de trabajo, de manera que el tiempo empleado para realizarlos sea el menor posible y, de esta forma, mejora la productividad en cada puesto de trabajo. Poderlo hacer supone reunir dos condiciones:
■disponer del conocimiento respecto de las operaciones laborales necesarias a la transformación mecanizada de la materia, que a la sazón era monopolio de los obreros;
■una vez conocidas y reelaboradas por la dirección de la empresa, las nuevas operaciones han de ser adoptadas y rigurosamente aplicadas por los obreros. La reunión de estas dos condiciones se hace mediante una división del trabajo de nuevo tipo, que separa los miembros de la dirección, en el sentido amplio que Taylor le da a esta noción, de los obreros. Los primeros, supuestamente expertos en métodos de trabajo, conciben las tareas laborales que los segundos han de ejecutar. De ahí la división concepción/ejecución tan característica del taylorismo, que se ha convertido con el tiempo en un modelo universal de la división social del trabajo.
Desde el punto de vista psicológico, el taylorismo ha conseguido crear una nueva identidad obrera basada en la mercantilización de la fuerza de trabajo, que a su vez es la base para el compromiso social que hemos calificado como piedra de toque de todo el sistema. A partir de esta identidad, los empresarios consiguieron polarizar las reivindicaciones obreras sobre la progresión de los salarios, de tal forma que abandonasen toda reivindicación respecto de la organización del trabajo o de la gestión de la empresa, siendo estos dos ámbitos incumbencia exclusiva de la dirección. De manera que el salario, además de ser un estímulo para el trabajo, se convirtió en el gran factor de estructuración del comportamiento social de la clase obrera, quien, a cambio de una obediencia escrupulosa de las, reglas prescritas de trabajo, tenía asegurada una progresión de su salario. Este comportamiento consagró una nueva división del trabajo, característica del taylorismo, entre quienes conciben y quienes ejecutan, y generó formas de individualidad reducidas a la única dimensión de fuerza de trabajo. Sin embargo, semejante reducción lleva en sí dos tendencias que la contradicen:
■es potencialmente un límite objetivo al desarrollo de la productividad del trabajo;
■es una forma de alienación, en la medida en que supone la interiorización de la voluntad ajena en negar toda posibilidad de desarrollo de las capacidades individuales que la propia actividad laboral suscita. En las condiciones de la introducción de las máquinas mecanizadas en la industria de principios de siglo, la primera tendencia no pasó de ser potencial. Sin embargo, el posterior desarrollo de la productividad permitió la introducción de máquinas automáticas y de la informática en tareas de gestión y de producción, de tal manera que el límite potencial se ha vuelto real. La segunda tendencia tuvo, y tiene, consecuencias psicológicas muchas veces patológicas. Ahora bien, la prescripción de una tarea según el modelo taylorista, que no es sino una norma de trabajo socialmente aceptada, aunque impuesta por la dirección, permite a cada trabajador medir la eficacia de su propio trabajo, comparándolo en todo momento con la norma. La comprobación de la eficacia de su propio trabajo es un sistema de defensa contra la agresión psíquica que supone la imposibilidad de hallar, en su actividad laboral, un sentido coherente con los sentidos de sus actividades extraprofesionales. Esta relación respecto de la eficacia explica en parte el éxito del taylorismo, a pesar del déficit de sentido consecutivo a la inhibición de la iniciativa obrera.
Desde el punto de vista de la importancia de la individualidad adecuada al taylorismo y del comportamiento social correspondiente, es instructivo detenerse en el ejemplo ruso. Las primeras formas de la división social del trabajo características del taylorismo aparecen en los centros industriales allá por los años 1912-1913, por decisión del capital extranjero entonces dominante en Rusia. Esta introducción conlleva ipso facto la creación de una burocracia y de una aristocracia obrera dedicada a enmarcar y controlar la autonomía y la iniciativa obreras, lo que permite aumentar la productividad y la intensidad del trabajo. En marzo de 1913 y marzo de 1914 Lenin firma dos artículos en Pravda sobre el sistema Taylor y su introducción en Rusia. En el primero la apreciación del taylorismo es totalmente negativa, ya que Lenin lo considera un sistema puramente burgués, orientado en exclusiva hacia la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo mediante la intensificación de éste, lo que lleva al agotamiento físico y mental del trabajador. En el segundo, publicado un año más tarde, repite la misma opinión, pero esta vez la completa con dos consideraciones. La primera, para recalcar que este modo de organización dentro de la fábrica se opone a la anarquía- de la economía burguesa en la sociedad, lo que corresponde con el carácter de clase del taylorismo. La segunda, para insistir sobre la contradicción que habita el taylorismo, que no es sino la que opone el capital y el trabajo, puesto que el aumento de la productividad de la que es responsable no hace más que acercar el día en que el proletariado, tornando en sus manos las riendas de la producción, tendrá mil posibilidades de reducir a una cuarta parte el tiempo de trabajo de los obreros, a la vez que aumentará, multiplicándolo por cuatro, el bienestar actual. En definitiva, la opinión de Lenin es contrastada: el contenido progresista del sistema de Taylor está inseparablemente vinculado, en el marco de la economía burguesa, a la sobreexplotación de la fuerza del trabajo. Sin embargo, y a pesar de la advertencia al problema de la creación de una nueva capa obrera denominada «aristocracia obrera», no se aprecia crítica alguna a la pasividad obrera consustancial del taylorismo.
Lenin vuelve a escribir acerca del taylorismo en abril de 1918, esto es, en un contexto radicalmente distinto, puesto que los bolcheviques se habían hecho con el poder político. Lenin opinaba que la tarea principal de la Revolución había de ser la reorganización de la producción. Expone sus preocupaciones y propuestas en su famoso artículo «Tareas inmediatas del poder soviético»: «[...] Se plantea inevitablemente en primer plano una tarea esencial: la de crear un sistema social superior al del capitalismo, es decir, la de aumentar la productividad del trabajo y, para esto, darle al trabajo una organización superior.» Lenin intuye que la suerte de la Revolución se juega en el campo de la producción, de ahí que esté obsesionado por el problema de la productividad. Por eso es un defensor de la generalización del sistema Taylor en toda Rusia. En el mismo artículo escribe: «Aprender a trabajar, he aquí la tarea que el poder soviético debe plantear en toda su envergadura. La última palabra del capitalismo en este terreno -el sistema Taylor- reúne en sí toda la refinada ferocidad de la explotación burguesa y muchas valiosísimas conquistas científicas respecto[...] del trabajo [...]. La república soviética debe adoptar, a toda costa, las conquistas más valiosas de la ciencia y de la técnica en este dominio». Lenin, que hace gala como pocos de un pensamiento dialéctico, sin cambiar fundamentalmente su opinión sobre el taylorismo respecto del artículo de 1914, insiste sin embargo en este nuevo contexto, sobre su aspecto progresista vinculado al aumento de la productividad. Pero desaprovecha la oportunidad para analizar las consecuencias sobre el comportamiento social que conlleva el tipo de individualidad adecuado al taylorismo. Ahora bien, parece ser consciente de ello al dedicar el final del artículo a exponer que el esfuerzo que han de consentir los obreros será compensado por su participación masiva en los asuntos de gobierno, asegurando de esta manera la perspectiva de la extinción del Estado. En un análisis psicológico del representante medio de la masa trabajadora y explotada, fija como tarea para el Partido Comunista ser el intérprete consciente del afán de emancipación de los explotados, «[...] enseñarles a compaginar las discusiones públicas acerca de las condiciones de trabajo con la subordinación incondicional a la voluntad del dirigente soviético, del dictador durante el trabajo».
Es de sobra conocida la suerte que le ha tocado a esta gran hazaña revolucionaria. Obviamente muchas son las causas del fracaso. Pero respecto de las relaciones sociales, y a la vista de lo expuesto sobre la opinión de Lenin, a buen seguro compartida por la mayoría de los dirigentes bolcheviques -quienes, formados políticamente en contra del sindicalismo tradeunionista, pensaban que para la clase obrera lo esencial no se jugaba dentro de las empresas, sino fuera de ellas, en el ámbito político-, cabe preguntarse si no hubo una subestimación de la incompatibilidad, en una misma individualidad, entre la subordinación incondicional durante el trabajo y la participación masiva en los asuntos del Estado. La lectura retrospectiva del artículo sobre «las tareas inmediatas del poder soviético» deja la impresión de que Lenin entiende perfectamente que el sistema de Taylor, mucho más que una división técnica, es una nueva división social del trabajo que extrema la alienación de los individuos. A pesar de ello, apuesta sobre la posible inversión del sistema, que pasaría de ser una apropiación burguesa de los saberes sobre el trabajo en Occidente a ser una apropiación colectiva para la liberación en Rusia soviética, merced al auge de la productividad. Pero acaso basta la voluntad para superar la contradicción entre pasividad durante el trabajo e iniciativa política fuera de él. Resulta patético ver cómo Lenin, defendiendo lo que podríamos llamar el «taylorismo proletario», instala la burocracia en el proceso industrial, a la vez que insta al partido a combatirla en el Estado, porque ve en ella un gran peligro para la Revolución.
La fuerza de estructuración de este comportamiento social no sólo se impuso en el ámbito industrial, sino que el propio movimiento obrero creó sus organizaciones, sindicatos y partidos según este modelo y siguen en la actualidad funcionando con este tipo de división del trabajo, lo cual contribuye, además de otros factores, a la crisis de militancia. Los partidos burgueses y socialdemócratas constituidos a finales del siglo pasado no tenían motivos para cuestionar este tipo de división social del trabajo, ya que estaba en sintonía con la estructura de la sociedad burguesa. Otra cosa tendría que haber ocurrido con los partidos obreros, sobre todo si se tiene en cuenta que en 1912 y 1913, es decir, antes de su constitución, hubo importantes huelgas en EE.UU., Inglaterra y Francia en protesta explícita contra el taylorismo, lo que demuestra que la clase obrera de los países industrialmente desarrollados era consciente del peligro que encerraba este sistema. Pero los partidos comunistas nacieron en 1920-192 1, después de la Primera Guerra Mundial, en un contexto económico y político que confortaba el principio de la división tayloriana del trabajo en los propios partidos, rompiendo en esto con la historia proletaria de la Revolución francesa y sobre todo de la Comuna de París. En lo económico, la reconstrucción industrial en Europa, la nueva repartición de las potencias imperialistas, la ampliación del mercado mundial, crearon las condiciones para la absorción del aumento del volumen de la producción que el auge de la productividad hizo posible. De ahí un fuerte vínculo entre el taylorismo y la eficacia en la esfera de la producción, y de ahí también la universalización del sistema de Taylor a todos los aspectos de la vida social, incluso el político. Las condiciones de la Internacional Comunista determinaron el contexto político del nacimiento de los partidos. En sustancia impusieron el reconocimiento del partido bolchevique en tanto que centro del comunismo mundial y la generalización del modelo ruso de la Revolución. Como lo hemos señalado, este modelo mantenía una exterioridad fundamental respecto de la actividad laboral y postulaba la posibilidad de la subversión del proceso de trabajo desde fuera, es decir, desde la esfera política. La eficacia indiscutible del taylorismo en la producción justificaba su aplicación al trabajo del partido y, por ende, la división taylorista del trabajo en el partido, entre los dirigentes, que conciben y deciden y los militantes, que ejecutan. Por si fuera poco, el valor universal de este modelo se vio confirmado por el éxito del golpe de Estado de octubre de 1917 y la teoría de la vanguardia, la cual concibe la revolución como la toma del poder por una minoría organizada y luego la colaboración de las masas, cuyo grado de consciencia se expresa a través de su subordinación total durante el trabajo.
Obviamente, este contexto ha cambiado radicalmente y se agotó la eficacia de la división social tayloriana. Los capitalistas lo han notado rápidamente, ya que su traducción inmediata ha sido el estancamiento de la productividad del trabajo e intentan adaptarse al nuevo contexto, como veremos en el apartado siguiente. Los partidos no notan estas evoluciones con la misma celeridad, lo que explica en gran medida la perennidad de la división tayloriana en su seno y la crisis de militancia actual. Pero porque su proyecto es transformar radicalmente las relaciones sociales alienadoras, el PC debería estar en condiciones favorables para superar la crisis, aplicándose un modo de división del trabajo acorde con otros criterios de eficacia social y con las potencialidades de una nueva individualidad, a la que lleva el propio desarrollo de la productividad del trabajo. Está claro que la exigencia de hallar nuevas formas de hacer política está estrechamente vinculada a la evolución de la individualidad. La aplicación a sí mismo de un nuevo modo de división del trabajo y de hacer política podría emplazar al PC en condiciones idóneas a ganarse una autoridad moral en el tablero político, y de ahí influir de manera hegemónica -en el sentido gramsciano de la palabra- en IU y, a través de IU, en la sociedad.
LA REESTRUCTURACION CAPITALISTA Y LAS NUEVAS FORMAS DE INDIVIDUALIDAD
El enlace de dos procesos, uno científico y otro técnico, ambos interdependientes, ha llevado a la transformación de las condiciones de valorización del capital en el momento preciso en el que el taylorismo demostraba su inadaptación respecto de la evolución del aparato productivo que él mismo había fomentado. Esta transformación ha dado lugar a una reestructuración capitalista en busca de un nuevo crecimiento de la productividad. Con la reestructuración capitalista, las formas de individualidad y socialización propias del taylorismo quedaron anticuadas. Sin embargo, y parece que por primera vez en la historia del capitalismo, el crecimiento de la producción no se acopla a la creación de empleo, sino todo lo contrario: el crecimiento actual es destructor neto de empleo. De ahí el aumento inexorable del paro, que a su vez impide la afirmación clara de un modo unívoco de socialización y por eso se opone a la estructuración de formas de individualidad en torno a valores socialmente compartidos. Aunque en germen existen las premisas subjetivas para un cambio de civilización, también van acumulándose las condiciones de un desastre antropológico.
El proceso científico es el de la teoría de la información, que junto con la teoría de los sistemas han hecho posible la constitución de una nueva ciencia, la informática. Los lazos con la lógica formal, la cibernética y las matemáticas en general, eran muy estrechos. De hecho, la informática no nació ex nihilo. Hoy es una ciencia en pleno desarrollo y su avanzadilla más mediática es la inteligencia artificial, cuyos lazos con la psicología cognitiva son también muy estrechos, pero bastante ambiguos, y sobre la que cuentan muchos responsables de producción, probablemente por esa mítica esperanza de que la máquina sustituya algún día al hombre, pero no en función del sueño de Prometeo, sino cegados por esa aparente propiedad del dinero de crear más dinero por sí solo. Por su parte, el desarrollo de la teoría de los sistemas, expuesta al gran público en los años sesenta por Von Bertalanffy, ha llevado a la teoría de lo complejo, cuyo mejor propagandista es Llya Prigogine. Los desarrollos son tales que se perfilan nuevos procesadores con un alto grado de integración y de flexibilidad donde la diferencia entre la materia y la inteligencia -el hardware y el software, dirían los informáticos- se hace muy tenue. La alianza de las telecomunicaciones y de la informática, que sólo empieza a determinar la producción de bienes, anuncia que esto no es más que el comienzo de una gran transformación.
La introducción de automatismos en las máquinas industriales inauguró el proceso técnico. Además de automáticas, las máquinas se volvieron universales, porque la herramienta, en vez de estar dedicada a un solo tipo de corte, como en un torno o en un taladro, servía para cualquier tipo de corte, pudiéndola conducir un obrero con menos calificación profesional. El capital aprovechó esta circunstancia para extender la relación asalariada a nuevas capas recientemente proletarizadas. Luego llegó la electrificación de los automatismos, dando paso a las máquinas electromecánicas. La calificación obrera se desplazó de la conducción de las máquinas hacia el mantenimiento de los automatismos electromecánicos. Por otro lado, los avances de la electromecánica permitieron la construcción de las primeras máquinas automáticas de tratamiento de la información según el principio de funcionamiento establecido por la teoría informática. La rápida acumulación de conocimientos respecto de los electromecanismos hizo posible su miniaturización y, luego de progresos en la ciencia de los materiales, su alto grado de integración en microprocesadores, inaugurando así la era de la microelectrónica. Este movimiento de vaivén entre la industria y los laboratorios se materializó en la construcción de ordenadores utilizados por los científicos, por un lado, y por la industria, por otro. Las primeras aplicaciones industriales estaban orientadas hacia la gestión administrativa de las empresas. Los progresos continuos de la integración microelectrónica desembocaron en aplicaciones informáticas de control de procesos permanentes como los que se dan en la química, la producción de electricidad o en la siderurgia. El paso siguiente fue la introducción de microprocesadores y de microelectrónica en las máquinas industriales, añadiéndoles funciones de autocontrol, diagnóstico de avería y mantenimiento, o sea, capacidades de reacción no triviales. Esto, a principios de los años ochenta. Hoy, el avance científico y técnico es tal que los ordenadores han colonizado los talleres de fabricación y están programados para comunicar con los robots que transforman directamente la materia o con otros ordenadores repartidos en los demás centros de producción de la misma unidad de fabricación o ubicados en unidades situadas a miles de kilómetros de distancia. Los ordenadores de los centros de concepción y estudio de los, productos están conectados en tiempo real con los ordenadores de los centros de producción, de manera que el trabajo de concepción también es tiempo de producción, mientras las tareas de fabricación integran cada vez más tareas de concepción. Llegamos hoy en las empresas punta a un tal grado de integración del aparato productivo que una empresa ha de considerarse como un sistema que reúne varios subsistemas: un sistema técnico compuesto por las máquinas, un sistema de trabajo compuesto por los hombres y sus relaciones sociales, y entre los dos un sistema de información.
La historia de estos dos procesos se entrelaza con la historia de la valorización del capital, y todas estas historias se determinan unas a otras de tal manera que, cuando la calidad de los productos tendió a devenir el eje, la competitividad económica, la microelectrónica y la informática estaban listas para, primero, asegurar la flexibilidad de los equipamientos, ya que éstos deben acoplarse casi instantáneamente a la diferenciación de la oferta; y segundo, para la integración de los sistemas de producción, que es una necesidad de la gestión económica y financiera orientada por la demanda. Por otro lado, los avances científicos y técnicos aseguraron su carácter operatorio a las innovaciones teóricas en el ámbito de la ordenación del trabajo, condenando definitivamente el principio tayloriano de la productividad. La productividad total de una unidad de fabricación ya no podía considerarse como la suma de las productividades locales en cada puesto de trabajo. Al contrario, en el contexto actual la productividad total es una función global de la unidad de fabricación. Esto significa que puede ser necesario perder tiempo localmente para mejorar la productividad global. Al revés del taylorismo, la eficacia del trabajo ya no se experimenta en cada puesto de trabajo, sino que depende fundamentalmente de la calidad de la cooperación, ya que el trabajo es cada vez más directamente cooperativo. En cierto modo, la productividad depende del trabajo de la organización y no de la organización del trabajo. La división tayloriana descomponía el trabajo humano en busca del trabajo abstracto, fuente de la valorización del capital. Por eso mismo reducía la importancia de las diferencias personales, haciendo de cada trabajador un ser impersonal e intercambiable, cuya cooperación con los demás era puramente formal y definida por los ingenieros de fabricación. Pero con los sistemas actuales, la productividad depende de las capacidades de anticipación de las averías y, por ende, de la capacidad de formarse representaciones adecuadas, tanto de los segmentos de producción en el que opera el trabajador como del sistema en su conjunto. De ahí la importancia decisiva de la diversidad de personalidades en contra de la homogeneización tayloriana.
Los talleres de hoy, por lo menos en las unidades productivas más modernas, están colonizados por robots programables unidos por potentes ordenadores. A su vez éstos están entrelazados en redes de concepción/producción/comercialización, muchas veces transnacionales. La limpieza, la iluminación, la decoración, el nivel de ruido, contrastan con lo existente en talleres taylorizados. Equipos compuestos por obreros, técnicos e ingenieros de producción pilotan las instalaciones y su dedicación principal es la cooperación en el trabajo. El trabajo directo sobre la materia se limita a algunas operaciones de posicionamiento o de mínima transformación final. Lo esencial del trabajo humano es un trabajo de control de calidad, diagnóstico y anticipación de averías, programación de robots o de redes. Esta evolución ha servido para que algunos hablen de desaparición del trabajo humano en las sociedades industrialmente desarrolladas. Pero a quien sabe observar, le basta con dar unos pasos en semejantes talleres para darse cuenta de hasta qué punto es falsa esta apreciación.
Sin embargo, esta ilusión del trabajo sin el hombre tiene su origen en la evolución de las formas del trabajo humano. Las unidades de producción de hoy no sólo reúnen una serie de máquinas y los hombres que las conducen como en los talleres taylorizados, sino que son la reunión de sistemas -técnico, de trabajo e informacional- en un sistema global en el que los robots programables aseguran cada vez más el transporte y la transformación de la materia. El trabajo humano consiste entonces en establecer relaciones entre trabajadores para dominar el sistema en su conjunto. El resultado global es el desplazamiento del punto de aplicación del trabajo y la ampliación del campo de la actividad laboral, puesto que necesita de manera imprescindible la experiencia del trabajo cooperativo. Las consecuencias de este desplazamiento son incalculables, porque paulatinamente el sistema técnico deja de ser medio del trabajo para volverse objeto del trabajo. Pero los trabajadores son parte integrante del sistema técnico y por eso son para ellos mismos objeto de su propio trabajo, de tal forma que su actividad incorpora una parte cada vez mayor de trabajo sobre sí mismo, o sea, de trabajo de la subjetividad. Este tipo de trabajo surge desde el interior de la actividad, a consecuencia de la evolución del progreso técnico, ampliando el campo de la actividad laboral hasta tal punto que lo que resiste a la acción de los trabajadores no sólo está fuera de ellos, sino que de forma cada vez más decisiva, en ellos y entre ellos. Estas tres características de la evolución del modo de producción brevemente evocadas -globalización del sistema productivo, desplazamiento del punto de aplicación del trabajo, transformación del medio de trabajo en objeto del trabajo- son las fuerzas que transforman las formas de individualidad en formas nuevas.
Cabe insistir, por su importancia, sobre al menos cuatro elementos que componen esas nuevas formas de individualidad -la cooperación, el espíritu de iniciativa, la unidad de los momentos profesional y extraprofesional de la vida y el intercambio de móviles y sentidos de las actividades-, todos vinculados a las relaciones sociales de producción. En realidad estos elementos no son nuevos, porque se daban también en épocas anteriores. La novedad procede de su importancia respecto de la eficacia del trabajo concreto y también respecto de las condiciones de la formación de la productividad.
El capital inauguró la era del trabajo en cooperación. El taylorismo formalizó las reglas de la cooperación acordes con el estado de desarrollo del sistema productivo. En las condiciones de hoy, la cooperación entra en una fase cualitativamente nueva de su desarrollo. Los empresarios gustan pensar que la eficacia del trabajo humano está totalmente contenida en la formalización de la organización del trabajo, o sea, en las relaciones funcionales y jerárquicas descritas por un organigrama. No imaginan ni siquiera un instante que la ingeniosidad de los asalariados para compensar la diferencia entre lo formal y lo real está dirigida a conseguir la eficacia del trabajo pese a todo. Desde luego, lo formal estructura el trabajo real, pero lo real desborda constantemente el trabajo formalizado. De manera que la organización del trabajo resulta más bien de una red de relaciones que tejen los individuos en la empresa y fuera de ella, más allá de los lazos oficiales tal y como resultan del organigrama. Este tipo de cooperación hace posible la especialización que requieren los nuevos sistemas productivos sin padecer una división compartimentada, y por eso establece prácticamente una forma de solidaridad en la que los esfuerzos de cada cual concurren a la realización de objetivos comunes. Semejantes vínculos informales transforman el trabajo individual en un trabajo directamente cooperativo, cuya eficacia y, por ende, cuyo sentido no existen fuera de la cooperación. La construcción de tales relaciones supone que se establezcan previamente entre los trabajadores relaciones de confianza, lo que sólo puede suceder si existen espacios públicos de discusión en el seno de la empresa, donde cada cual puede opinar sobre las reglas del trabajo, o sea, donde existen formas especializadas de democracia.
Las acciones de recuperación de los fallos técnicos ocupan el centro de la actividad laboral en los sistemas técnicos contemporáneos, en detrimento de las acciones de fabricación. La eficacia del trabajo de recuperación depende, por una parte, de factores subjetivos del trabajador, como pueden ser su concepción del trabajo, su estilo de trabajo, su aptitud para construir sentido a su actividad. Por otra parte depende del grado de calificación profesional adquirida durante la fase de formación teórica y, sobre todo, en el transcurso de su actividad laboral. La realidad concreta y diaria de esa actividad de recuperación está hecha de una sucesión de decisiones locales que afectan la programación de los robots, las relaciones sociales de cooperación o el intercambio de información. La característica principal de esa actividad es que, siendo tantas las decisiones que ha de tomar cada trabajador en su segmento de producción, la composición de todas ellas genera efectos no sólo localmente, sino que repercuten de manera imprevisible en el sistema global. De ahí la importancia de la experiencia profesional para anticipar la avería, pero también del espíritu de iniciativa para recuperar oportunamente los fallos, cuyo desarrollo implica el ejercicio de responsabilidades del que depende la gestión concreta de las instalaciones y la suerte del conjunto de los trabajadores.
En los sistemas productivos contemporáneos, la prescripción subjetiva ha sustituido la prescripción taylorizada de la tarea. La prescripción es una actividad que supone, desde el punto de vista de los que la ejercen, establecer un orden de prioridades para ordenar el trabajo concreto. Pero desde el punto de vista de los que la ejecutan, la actividad laboral es arbitrar entre las prioridades prescritas en aras de la eficacia del trabajo, ya que el trabajo concreto desborda constantemente su formalización. De esta manera el aspecto cognitivo de la actividad es inseparable de su aspecto subjetivo. La sucesión de arbitrajes que componen el trabajo realizan un diálogo psicológico de los que ejecutan la prescripción con los que la elaboran, pero también del trabajador consigo mismo. Este diálogo interior tiene al menos dos consecuencias:
■reactiva los conflictos y los recursos psicológicos de la historia personal y colectiva del sujeto;
■el trabajador busca emplear en otras esferas de actividad las disponibilidades psicológicas aparecidas en el transcurso de su actividad laboral. En estas circunstancias esas fuerzas atraen al sujeto y a su historia hacia la esfera del trabajo, y por eso desaparece la diferencia entre la vida profesional y la vida extraprofesional respecto de la eficacia del trabajo, volviendo a unificarse los tiempos de trabajo y de no trabajo que el capital había separado.
En sí mismos los medios físicos del trabajo, o sea, la herramienta, no prefiguran los objetivos de las acciones en las que median. Su potencia virtual se vuelve efectiva en función de los fines de las acciones de los operadores en las que intervienen. Igualmente, su eficacia no les es inmanente, sino que procede tanto o más del trabajador que los utiliza. En realidad la eficacia depende de la unidad del trabajador con los medios de su acción, y es el modo de regulación de esa acción y no una propiedad del medio del trabajo, porque le permite al trabajador alcanzar los fines de sus acciones al menor coste. De ahí que la eficacia esté estrechamente vinculada con los sentidos nacidos en el transcurso de la actividad. El sentido de la actividad es mucho más que la representación consciente de los fines de las acciones. Es lo que relaciona entre ellas todas aquellas actividades en las que participa simultáneamente el individuo, tanto en la esfera laboral como fuera de ella. Por otra parte, toda actividad se enfrenta en su curso a constricciones sociales, aunque sólo sea porque los medios de la actividad son productos sociales, que a veces llegan a ser escollos para la propia actividad, pero que en muchas ocasiones son oportunidades imprevistas para el sujeto de la acción y se vuelven incitaciones para nuevas actividades, transformando de esta manera la acción presente y el sentido de la actividad. Estos intercambios de móviles y sentidos de las actividades refuerzan aún más la unidad de los tiempos de trabajo y de no trabajo.
Estos elementos de una nueva individualidad que resultan del movimiento mismo de la productividad no son visibles inmediatamente, porque se realizan a través de la metamorfosis de la función técnica y de sus órganos. A su vez, esta realización se desenvuelve en el marco de las normas contemporáneas del intercambio social entre los hombres y por eso queda presa de los antagonismos que obran a la conversión del trabajo, impidiendo la medida de su eficacia social con otro parangón que el del tiempo de trabajo asalariado. Los ordenadores introducen a los trabajadores en un mundo simbólico en el que crece el peso de sus responsabilidades y los instrumentos técnicos transforman el objeto del trabajo y los propios trabajadores. Pero, al mismo tiempo, empujadas por la necesidad de captar el trabajo abstracto a través del trabajo concreto en condiciones muy distintas a las del taylorismo, las direcciones imponen que sus criterios financieros participen en los arbitrajes que componen la actividad concreta de los talleres y de las oficinas. De manera que la inteligencia de los trabajadores se ve atraída hacia la «zona reservada» de los móviles económicos, donde, aunque halle algunas llaves para sostener la actividad de trabajo, también descubre cómo la lógica financiera se opone a menudo a la propia eficacia del trabajo concreto. Por no coincidir esos criterios con los de la eficacia y por ser ésta una función reguladora de la subjetividad, los criterios financieros participan conflictivamente en los arbitrajes. El clivage entre la subjetivación del trabajo y la uniformidad de los arbitrajes diarios en favor de la valorización del capital invade la subjetividad de los trabajadores, a la vez solicitada y reprimida, lo que genera resentimientos cuyo destino es variable: fuente de anhelos de una sociedad liberada de la alienación o entrada en procesos psicopatológicos fuente de resignación, o con mucha frecuencia una conciencia que fluctúa entre estos dos polos. Este contraste subjetivo se dobla de un contraste social: la condición moderna del asalariado se ordena en torno a dos polos que son el sobretrabajo y el subempleo. Así puede parecer que la prescripción de la subjetividad y la gestión instrumental de la mano de obra concurren a una intensificación de la subordinación total del asalariado al mundo de la empresa, subordinación en busca de una fuente que el taylorismo en crisis final se muestra incapaz de asegurar. Pero mirándolo bien, más que de un intento de subordinación, que también lo es, se trata, a través de las mutaciones actuales, de una modernización contrapuesta a sí misma, a la vez ofrecida a los individuos de la sociedad y negada a los trabajadores individuos. Resulta imposible predecir las repercusiones de este obsequio negado.
UNA EXIGENCIA PROGRAMATICA DECISIVA: LA REDUCCION MASIVA DEL TIEMPO DE TRABAJO
Los elementos de una nueva individualidad que revela el análisis psicológico del trabajo y las condiciones en las que surgen permiten volver a escribir que coexisten premisas subjetivas en germen para un cambio de civilización con la acumulación de condiciones para un desastre antropológico. Frente al peligro no vale achicarse. El papel de una fuerza transformadora es identificar esos gérmenes para favorecer su desarrollo, lo que sólo es posible si la perspectiva es audaz. Cuando le resulta difícil el camino a un caballo de nada sirven las espuelas: hay que levantarle la cara para que vea lejos el camino y mida el esfuerzo que le queda por hacer. En semejantes circunstancias, invocar el realismo para rechazar o aplazar reformas del tamaño de lo que está en juego sólo sirve para justificar su propia renuncia al cambio. Ahora bien, lo mismo que la falta de voluntad política de los partidos socialistas de Europa los ha llevado a renunciar a la transformación que el propio desarrollo del capitalismo hace necesaria, la historia reciente de los países socialistas muestra que para transformar una sociedad de nada vale el voluntarismo político que hace caso omiso de lo nuevo que está naciendo o de lo viejo que resiste.
El trabajo, quiérase o no, ocupa en la actualidad un lugar central respecto de la socialización y la hominización de los individuos. Puede que no haya de ser siempre así. Sin embargo, además de que la noción misma de trabajo siga cambiando y su contenido transformándose hasta dejar de ocupar ese lugar central, hoy por hoy, un programa de transformación social tiene que poner en el centro de su acción política la, transformación del trabajo. De manera que una propuesta programática transformadora debe empezar por la puesta en marcha de una política general de reforma del trabajo en sus aspectos económico, social, técnico y organizativo, dirigida a crear las condiciones sociales para que cada cual, mediante la aplicación de nuevos derechos ciudadanos en su trabajo que consagren los elementos de una nueva individualidad, consiga hacer de su vida el desarrollo total de sus inclinaciones y capacidades históricamente construidas en beneficio propio, de sus familiares y, a fin de cuentas, de todos los miembros de la sociedad.
Una política general de reforma del trabajo ha de afirmar rotundamente su perspectiva: la de terminar con la alienación, o sea, con la forma asalariada del trabajo, desvinculando, cuanto más mejor, la remuneración del trabajo y el tiempo de trabajo socialmente necesario. Para conseguir este objetivo es menester orientar los esfuerzos de la sociedad hacia un nuevo tipo de expansión de la producción para cubrir las necesidades de la humanidad y permitir la reducción masiva del tiempo de trabajo.
Una política expansiva es necesaria para cubrir las necesidades de todas las capas sociales actuales y de manera solidaria de toda la humanidad. Las necesidades humanas, si bien tienen bases de índole biológica, en la realidad concreta son de índole social. Pues lo único que se puede prever con seguridad es que son en gran medida imprevisibles, pero que seguirán creciendo en calidad y muy probablemente en cantidad, crecimiento él mismo estimulado por la propia producción, lo que absorberá cantidades de tiempo de trabajo también en crecimiento. Por tanto, si el propósito es cubrir esas necesidades reduciendo simultáneamente el tiempo de trabajo, no hay otro método que el de aumentar la productividad del trabajo de manera aún más eficaz que lo hace el capitalismo. Pero la productividad, antes de ser una variable económica, es una práctica social, cuyo contenido capitalista conviene cuestionar radicalmente, porque como hemos visto, los antagonismos que generan esa productividad amenazan a la humanidad. Por eso la perspectiva ha de ser la de un crecimiento que respete al hombre y la naturaleza, o sea, un crecimiento humana y ecológicamente sostenible.
Una reducción masiva del tiempo de trabajo no equivale a un reparto del trabajo, porque este concepto no obliga ni a la desvinculación de los ingresos con el tiempo de trabajo ni al movimiento de disminución del tiempo de trabajo. Y, lo que es peor, al no plantear la cuestión de los ingresos, semejante programa peligraría transformarse en su contrario: el reparto de la miseria, lo que desgraciadamente tienden a demostrar algunas experiencias en Europa, aunque muy limitadas. Cualquier fuerza política que plantee esta cuestión en términos de reparto de trabajo, aunque fuera con la intención más que justificada de reducir el paro, o no es consciente de lo que se juega la sociedad, o trata de engañar la conciencia social, y de las dos maneras se expone a una sanción electoral merecida, parecida a la que sufrieron otras fuerzas electorales europeas en comicios pasados.
La reducción masiva del tiempo de trabajo plantea la cuestión del modelo de sociedad, razón por la que no debiéramos hacer de esta reforma un mero instrumento de lucha contra el paro, aunque de hecho sea la única manera eficaz de terminar con el desempleo generalizado. Al contrario, debiéramos considerar que se trata de una reforma de estructura, buscando las condiciones de su éxito, que podrían ser las siguientes:
Una reforma de estructura es, por necesidad, de aplicación progresiva y su valoración ha de ser permanente. Correlativamente, para transmitir el sentido de esta medida al conjunto de la sociedad y conseguir el apoyo social y político a la altura de las resistencias que suscitará, es obligatoria una reducción inmediata de al menos del 20 al 25 por 100 del tiempo real de trabajo.
La compensación salarial ha de ser total por dos razones:
■de índole social: para que el tiempo liberado sirva al desarrollo de las capacidades personales es menester disponer de al menos los mismos recursos económicos e incluso aumentar los más bajos, porque si no la reforma se convertiría en una pesadilla para la mayor parte de los asalariados que ya viven, en las condiciones de hoy, situaciones socialmente difíciles;
■de índole económica: para que la expansión se convierta en creación de puestos de trabajo son necesarios recursos en el mercado interior que puedan absorber gran parte del crecimiento del volumen de producción.
Sin embargo, es de notar que la compensación no tiene por qué soportarla cada empresa por separado, porque las diferencias de productividad entre las empresas serían desfavorables a las menos preparadas, que también son las que mayor tasa de explotación de la fuerza de trabajo imponen, pero menor volumen y tasa de beneficios tienen. La solidaridad que imponen las nuevas formas de producción entre los asalariados de los sectores punta debiera ampliarse hacia los de los sectores más desfavorables, porque si no, a fin de cuentas, las diferencias de productividad podrían significar la destrucción de puestos de trabajo. En consecuencia, la compensación tiene que ser una aplicación del principio de solidaridad social, y por eso ser administrada por los propios asalariados según mecanismos que tienen que ser discutidos por la sociedad en su conjunto y adoptados por referéndum.
Es necesario transformar la organización técnica del trabajo y las relaciones sociales de trabajo, con el afán de conseguir tres objetivos:
■incrementar el tiempo de utilización de las máquinas, ya que no se utiliza la totalidad de los medios de producción ni tampoco funcionan a tiempo completo aquellos medios que se utilizan. Ésta es una fuente de productividad que no necesita de nueva inmovilización de capital, lo que es una ventaja en un contexto como el actual, donde hay escasez de ahorros disponibles;
■flexibilizar el uso de las máquinas para adaptar la producción a las necesidades sociales y poner el aparato productivo al servicio del hombre, al contrario de lo que ocurre con el sistema capitalista;
■romper la sucesión actual de los ciclos de vida. Cada miembro de la sociedad se ve obligado a concentrar su tiempo de formación al principio de su vida y posponer sus proyectos personales para el final, después de un período totalmente dedicado a la producción de riquezas de las que no habrá podido disfrutar. Pero ésta no es una necesidad biológica, sino social, propia del modo capitalista de producir.
Es preferible, sin embargo, alternar constantemente estos períodos durante toda la vida. La formación inicial es cualitativamente mejor cuanto más vínculos tenga con la práctica laboral; el trabajo es más productivo y requiere, pues, menos esfuerzos cuanto más se relaciona con actividades diversas no directamente productivas; la jubilación no tiene por qué ser una separación con el mundo de la empresa, ya que la experiencia acumulada es cuando más y mejor se puede transmitir, haciendo del trabajador de esa edad un pedagogo incomparable. Esta ruptura de los ciclos de vida sería una concretización posible de la tendencia hacia la unidad de los tiempos de trabajo y de no trabajo, de la que ya hemos señalado el carácter favorable respecto de la productividad. Los ciclos diarios, semanales o mensuales tampoco han de ser la norma social única, ya que el hombre funciona de forma variable y nadie mejor que cada individuo puede determinar cuáles son los mejores para él y para la sociedad. Multiplicando los ciclos temporales es posible satisfacer una reivindicación nueva de disponer de su tiempo y hacer de su vida lo que uno entiende, en vez de que la vida haga de nosotros lo que entienden quienes poseen las riquezas. Además, también es una solución posible al incremento del tiempo de utilización de las máquinas, ya que siempre habrá alguien cuyo tiempo de trabajo coincida con el tiempo de la máquina. Trabajadores más autónomos serán trabajadores más responsables y mejor preparados, lo que trae dos consecuencias: un aumento de productividad y la capacidad para participar en la gestión democratizada de la empresa y de la sociedad.
Esta participación democrática de los trabajadores en la gestión de su empresa es condición de éxito, porque la realidad concreta del trabajo asalariado obliga a cada trabajador a controlar las dimensiones más directamente económicas de su actividad productiva. Los criterios económicos de la valorización del capital son criterios concretamente presentes en los talleres u oficinas, y compiten con los criterios técnicos a la hora de tomar las decisiones que componen la actividad laboral. Para que el crecimiento de la productividad sea un medio al servicio de la humanidad y no el objetivo principal de la producción, han de dominar los segundos. De ahí la necesidad de que los trabajadores participen directamente en la gestión de la producción. «Directamente» significa sin mediación de representantes y significa también que este derecho de nuevo tipo ha de ejercerse en la empresa. La última condición concierne al papel del Estado. En tanto que representante del interés general tiene que, una vez fijadas las reglas de la reducción masiva del tiempo de trabajo, imponerlas a todos -que es cumplir con su función coercitiva- y ejercer su papel regulador anticipando los efectos negativos del paro y de las diferencias de productividad en el mercado, para reintegrarlos en los cálculos de los agentes, de manera que las decisiones económicas no se vean sesgadas. Los principios de su acción debieran ser: asegurar la neutralidad de los costes para no gravar la financiación pública, garantizar la coherencia de los mecanismos de intervención del Estado, destinar los fondos de compensación incitativos directamente a los trabajadores y no a las empresas, penalizar los agentes que hagan recaer el peso económico del desempleo sobre la comunidad, jugar un papel activo dinamizador con el sector público.
En definitiva, es necesaria una propuesta de reducción masiva del tiempo de trabajo con compensación total del salario, acompañada de una reorganización del trabajo dirigida a ampliar los derechos de los trabajadores y a hacer trabajar más a las máquinas, que son condiciones de éxito de esta reforma de estructura, la cual ha de terminar con el desempleo y dar cabida a una sociedad solidaria donde el desarrollo más amplio posible de cada individuo sea el valor prioritario.