Comparto dos artículos que saque de Razón y Revolución (una fuente que consulto bastante respecto a los temas historiográficos, si bien concuerdo sólo la mitad de las veces).
Con respecto al primer artículo, Revolución de Mayo, considero que la Revolución de Mayo, si bien fue una revolución burguesa (con cuadros jacobinos revolucionarios, como Mariano Moreno, Hipólito Vieytes, Manuel Belgrano, los cuales reivindico), no creo que eso haya implicado que no hayamos sido hasta la década del 40 y el advenimiento del peronismo una semicolonia británica, dado a que el poder como en toda revolución burguesa, quedó en manos de la naciente burguesía conservadora (en este caso pro británica), además se mantuvieron relaciones precapitalistas en muchos sectores del país.
Datos sobre Argentina como semicolonia se pueden encontrar en el libro Política Británica en el Río de la Plata, de Scalabrini Ortiz.
Luego desde el 30 en adelante, con los sucesivos intentos de industrialización, y con la ruptura con el imperio británico, fuimos perdiendo el carácter de semicolonia de Gran Bretaña para pasar a ser una de EEUU, y un capitalismo dependiente.
Sobre las características de la Revolución de Mayo, es interesante también un debate mantenido entre el historiador de r&r Fabián Harari, y Gabriel Di Meglio.
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¿Qué es una Colonia? Origen, naturaleza y muerte del sistema colonial español en América
¿Somos una colonia? “Hay que luchar por la liberación nacional”, afirman los kirchneristas y alguna izquierda. Lea esta nota y entienda por qué pelean contra un fantasma inexistente.
Mariano Schlez
GIRM-CEICS
“Inglaterra sigue siendo una burda potencia colonial”, dijo Cristina Fernández de Kirchner hace algunos meses, en alusión al dominio que ejerce el país del norte sobre “nuestras” Islas Malvinas. No se trata de una voz en el desierto: expresa el pensamiento (programa político, en términos técnicos) de buena parte de la población que piensa que la Argentina es un país “oprimido” por las grandes potencias mundiales. Asimismo, y a pesar de ubicarse en las antípodas del gobierno, la izquierda revolucionaria argentina coincide en esta caracterización, asegurando que nuestro país es una “semi-colonia”. En sentido estricto, ambas fuerzas visualizan un enemigo común: el imperialismo, es decir, aquellas naciones (o burguesías extranjeras) que con su accionar impiden el desarrollo nacional.
Para comprender los problemas que tiene esta forma de entender la historia (y la actualidad) nacional, les propongo una viaje al pasado, hasta los tiempos en que el actual territorio argentino era parte del enorme Imperio Español.
El Imperio colonial español en América
El concepto colonia es utilizado por historiadores y políticos para múltiples casos: se ha definido de esta manera a la América del 1500, a la India del siglo XIX y, como ya dijimos, a la Argentina contemporánea. Sin embargo, no son muchos los que aclaran cuál es su significado concreto. Vayamos, primero, por esa definición.
El primer elemento que implica todo sistema colonial es la transferencia de recursos, de una sociedad a otra, por una vía política, lo que supone una cierta dosis de violencia. Básicamente, es lo que hicieron los españoles en América desde 1492. Gracias a eso, impulsaron el desarrollo europeo a través del traspaso de grandes masas de oro y plata. Es decir, el colonialismo se basaba en la explotación de un espacio sobre otro (u otros), y suponía, por lo tanto, la existencia de dos (o más) naciones enfrentadas.
La conquista y la creación del sistema colonial en los siglos XV y XVI ofrecieron a las burguesías europeas nuevas rutas mercantiles y mercados, lo que aceleró el proceso de descomposición del feudalismo y el surgimiento de relaciones sociales capitalistas. De esta manera, en diferentes momentos y grados, España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra aportaron al denominado proceso de acumulación originaria, es decir, a la centralización de las riquezas y los medios de producción y de vida en manos de una sola clase social: la burguesía.
Sin embargo, no se trató de un proceso unilateral. La relación que se estableció entre el corazón del Imperio y sus colonias transformó a ambas sociedades: mientras en Europa se acumularon las riquezas que posibilitaron el desarrollo capitalista, las colonias fueron preñadas por las mismas contradicciones que ya habitaban el viejo mundo, y que iban a estallar tres siglos más tarde. ¿Entonces benefició a América una conquista que saqueó sus riquezas y aniquiló a una enorme porción de su población? Mal que nos pese a quienes nos gustaría que las cosas fuesen de otra manera, la lucha de clases es así: violenta y contradictoria. Lo cierto es que a través de este proceso histórico maduraron el comercio y la navegación, se transformaron radicalmente las formas de producir y se construyeron ciudades que le ofrecieron a las manufacturas europeas un mercado donde ser vendidas. Al mismo tiempo que potenció la producción de plusvalor, fomentó el surgimiento de los sistemas modernos de crédito y deuda pública, fundamentales para la futura transformación de las riquezas americanas en capital.
España e Inglaterra: dos colonialismos antagónicos
El imperialismo español pasó del saqueo a la explotación productiva y comercial de sus “Indias”, transformando a los pueblos de sus colonias en consumidores de “efectos” europeos. Este movimiento profundizó los enfrentamientos entre las naciones del viejo mundo por imponer su hegemonía sobre América. Y si, como decíamos, los europeos se llevaban riquezas en forma coactiva (impuestos, saqueos) para llevarse la plata, entre ellos dejó de predominar el que llegó primero (España) y comenzó a cobrar protagonismo el que ofrecía mejores transportes, la mayor capacidad de protegerlos y una variedad de mercancías a menor precio (Inglaterra). Es decir que la supremacía militar tenía un peso importante a la hora del predominio comercial, a pesar de lo que sentenciaban las leyes y monopolios que los Estados dictaminaban para legalizar su dominación.[1] El destino del mundo no se decidió en la letra muerta de la legislación, sino en el combate real entre las naciones y clases sociales: las guerras que asolaron Europa a fines del siglo XVIII expresaban tanto la competencia entre las diferentes fracciones nacionales de esta clase en ascenso llamada burguesía (Inglaterra contra Francia), como en el combate que ellas mismas libraban contra los restos de la vieja nobleza (Francia o Inglaterra contra España). Este combate encubría el enfrentamiento entre dos modos de producción antagónicos, el feudalismo y el capitalismo. De un lado y del otro de la trinchera, las clases en lucha se apoyaron en los sistemas coloniales que habían construido, lo que nos lleva a diferenciar la evolución antagónica de dos tipos de “colonialismo”: el español y el inglés.
A diferencia del caso español, el colonialismo inglés se expandió al calor del desarrollo capitalista. Gracias a su dominio de los mares a nivel mundial (fruto de su desarrollo tecnológico) logró imponer sus intereses a través de los métodos “piqueteros”, es decir, bloqueando los puertos para impedir que sus enemigos lleguen a América. Éste colonialismo impulsado por relaciones capitalistas se diferenció del español, una nación feudal que basaba su existencia en su papel de mediador comercial. Es decir, subsistía, fundamental aunque no únicamente, por ganancias provenientes de un comercio de mercancías que no producía, fruto del monopolio que había impuesto sobre sus colonias americanas, y obligaba a todo aquel que quisiese comerciar con América a pasar por España y pagar los impuestos correspondientes. Sin embargo, dijimos que las leyes sin un poder económico, político y militar que las sustente no tenían ningún valor, por lo que el monopolio fue desapareciendo a medida que se hicieron más fuertes los dos polos que unía: los burgueses europeos (ingleses, franceses y holandeses) y los americanos (porteños, caraqueños y norteamericanos). Esta clase burguesa, otrora oprimida, sustentada por un mayor desarrollo material y consciente de la opresión que ejercía sobre ellas el Estado feudal español, se organizó política y militarmente para aniquilarlo.
Argentina: Nación (burguesa) libre y soberana
Recapitulando, hemos visto que podemos llamar colonia a un espacio que transfiere riqueza a otro por medio de mecanismos coercitivos. Es una caracterización amplia, aunque no ahistórica, debido a que implica la existencia de la explotación y el desarrollo estatal para habilitar su utilización. Sin embargo, no se aplica para casos en que la extracción de riquezas se realiza a través de procesos puramente económicos: aquí, se trata de la lógica normal del sistema capitalista, que transfiere plusvalía de los capitalismos menos eficientes (pequeños, débiles y jóvenes) a los más eficientes (grandes, poderosos y con mayor tiempo de vida).
Podemos afirmar entonces que, en nuestro país, la Revolución de Mayo destruyó completamente al viejo sistema colonial español. Luego de 1810, no sólo finalizan las remesas de oro, plata y mercancías a España, sino que comienzan a ser expropiados, en América, los bienes de los españoles realistas.[2] Asimismo, la revolución llevó al poder a la burguesía agraria rioplatense (en alianza con fracciones burguesas del interior), que construyeron un Estado “libre y soberano”, por lo menos de las intromisiones de burguesías extranjeras. Ningún “viejo amo”, como decía Belgrano, volvió a incidir en la política nacional. Aún así, hay quienes dicen que hacíamos todo lo que nos decían los ingleses. Bien, esa es otra historia, que dejaremos para más adelante. Lo cierto es que la “Argentina” (que por entonces no existía) dejó de ser Colonia (o semi-colonia, o neo-colonia) hace más de 200 años. En todo caso, habría que empezar por preguntarse si lo que ocurrió después, no tuvo más que ver con los intereses, límites y necesidades de la burguesía nacional, antes que con una imposición arbitraria y violenta de malvados imperialistas.
Notas
[1] Para un análisis del monopolio comercial español, véase nuestro artículo: “¿Qué fue realmente el monopolio?”, en El Aromo, n° 62, 2011.
[2]Para una descripción más detallada de este proceso, véase Harari, Fabián: Hacendados en armas, Ediciones ryr, Bs. As., 2009 y Schlez, Mariano: Dios, Rey y monopolio, Ediciones ryr, Bs. As., 2010.
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Contra la Revolución. Los historiadores académicos y el Bicentenario
Mariano Schlez
Grupo de Investigación de la Revolución de Mayo - CEICS
Una vez más, los académicos están ofendidos. Otra vez, les han quitado protagonismo. El bicentenario del 25 de Mayo de 1810 volvió a instalar, en el ámbito universitario, un hecho que brillaba por su ausencia: la revolución. Reapareció luego de casi tres décadas en las que predominó, en las facultades argentinas y latinoamericanas, una furiosa contrarrevolución cultural que, como resultado de la derrota de las luchas de la década de 1970, intentó borrar a la revolución de la historia. Sin embargo, una simple efeméride les mostró a los historiadores académicos que, a pesar de sus notables esfuerzos, entre la “clase media” y los trabajadores argentinos la idea de la revolución aún permanece viva. No lo notaron gracias a las luchas obreras que recorren el país desde hace más de una década. Lo hicieron, más bien, gracias a un dato que expresa cierta mezquindad: a pesar de contar con un apoyo de las grandes editoriales y de los grandes medios, sus trabajos no han tenido una repercusión acorde a tamaño esfuerzo. Han editado, a lo largo de estos años, dos colecciones de divulgación sobre los más variados temas. La primera, dirigida por Jorge Gelman, editada por Sudamericana. La segunda, por Siglo XXI. A todo ello, debe sumarse la colección de historia de Siglo XXI, dirigida por Luis Alberto Romero, las publicaciones en Sudamericana y una editorial dedicada a difundir sus trabajos, casi exclusivamente (Prometeo). Sin embargo, como ellos mismos reconocen, la población prefiere una versión “revisionista” y hasta “mitrista” de la historia que, naturalmente, saluda los orígenes revolucionarios de la Argentina.
Aparentemente ofendidos porque simples divulgadores les han robado la conciencia de las masas, organizaron un blog, con el objetivo de redactar un documento que resuma la posición de los profesionales de la historia.(1) Sin embargo, los documentos previos a su redacción han dejado en claro que, lejos de un debate circunscripto a los hechos de Mayo de 1810, los historiadores académicos preparan una intervención política contra la fracción del Partido del orden que intenta alargar la experiencia bonapartista y, fundamentalmente, contra la clase obrera y los sectores que impulsan una salida revolucionaria.
¿Quiénes son los “académicos”?
Quienes dominan los claustros académicos llegaron a la Universidad a partir de la derrota de la oleada revolucionaria, en la década de 1980. De revolucionarios se convirtieron en socialdemócratas y de allí, muy rápidamente, al liberalismo más ramplón. De Hobsbawm pasaron, sin escalas, a François Furet. El eje de los análisis pasó, entonces, de los problemas de la democracia a los del lenguaje y los conceptos. Incapacitados para explicar la realidad, prefirieron “interpretarla”, argumentando que todo es relativo y depende del discurso con el que se lo encare. En última instancia, “la verdad no está totalmente en ningún lado”, como afirmó, consultado sobre 1810, el mismo Romero.(2)
Actualmente, los académicos intentan dilucidar las ideas y concepciones que tenían los protagonistas de 1810, es decir, qué significaba para ellos decir “independencia” o “revolución”. Concluyen, entonces, que lo que caracterizó a la Revolución de Mayo fue una transformación en la legitimidad de sus representantes, reduciendo un violento y traumático proceso de enfrentamientos sociales a un “problema de legitimidad: ¿cómo y cuándo fundar una nueva autoridad legítima supletoria de la soberanía del monarca cautivo?”, como afirma Noemí Goldman. El hecho central en el estallido revolucionario habría sido la caída del Rey español, en 1808, producto de la invasión francesa a la Península. En su interpretación, ella habría producido una crisis de poder en el conjunto de las colonias, que motorizó la formación de Juntas que se arrogaron la representación de los pueblos americanos, gracias al concepto de “reversión de la soberanía en el pueblo”. Los estudios modernos concluyen que las ideas que acompañaron el proceso fueron una combinación de “concepciones que derivaban […] de la tradición hispánica, de las teorías del derecho natural y de gentes y de la ‘Ilustración’, donde predominaron las ideas pactistas”. Por ello, la Revolución no fue más que un acto en el que la autoridad del Rey volvió al sujeto que se la había otorgado en un principio, en el pacto inicial, es decir, al pueblo. El cambio fundamental habría sido que el poder ya no se asentaba en el soberano, sino en el concepto republicano de “soberanía popular”, que ejerce su voluntad en un incipiente “espacio público”. Por lo tanto, la Revolución se subsumiría a un golpe de mano, a la ocupación de un “vacío de poder”, lo que implica, colateralmente, que los revolucionarios no sabían lo que hacían o, en otras palabras, reaccionaban a circunstancias imprevistas, adaptándose como podían a los cambios que se sucedían por fuera de su voluntad.
El gran “descubrimiento” con el que la nueva historia política intenta destruir al marxismo es afirmar que las cosas podrían haber sucedido de otra manera, destacando las diferentes “opciones” posibles que tuvieron los actores, en detrimento de los conceptos de necesidad y determinación. Concepción que impulsó el crecimiento de los estudios regionales, aunque sin desconocer que la “microhistoria” y los análisis de casos los están llevando a un callejón sin salida. El empirismo más vulgar les impide construir una visión de más largo plazo. Lo que no quiere decir que no esconda un programa político concreto: la contrarrevolución. Para ellos, sólo es válido cambiar fórmulas institucionales (dentro del marco burgués) por consenso del personal gobernante (los políticos burgueses) y producir nuevas formas de legitimidad al interior de la “elite” (burguesía más concentrada y sus partidos). Ese es el único cambio posible y deseable. Otra cosa, es la barbarie. No es otro que el programa de Lilita Carrió o el Pro, frente a los primeros años del kirchnerismo, que intentaba trazar alianzas con la clase obrera por la vía de presentarse como el representante de una insurrección.
Llantos
La primera ofendida fue Marcela Ternavasio, quien intentó doblar la apuesta señalando que “muchos historiadores estamos empeñados en no dejar pasar la ocasión y salir del más reducido espacio de los eventos académicos para hacer escuchar nuestras voces en el espacio público”. Con una honestidad brutal, en su balance afirmó que “si bien […] hemos criticado y denunciado en intervenciones públicas –e incluso en los medios- el predominio de esta suerte de presentismo permanente, es cierto también que no hemos logrado siquiera erosionar ese sentido común que a la gente le encanta escuchar (aún cuando, paradójicamente, nunca fuimos tan convocados por parte de los medios de comunicación como lo somos actualmente)”.
Toda una confesión de partes. Confesión ingenua: Ternavasio no comprende (o no quiere comprender) que la población no entiende la Historia como papelitos que ayudan a conseguir mejores lugares en disputas facciosas por becas y cargos. Para la gran mayoría, la Historia sólo vale como conocimiento. Si no permite a la población comprender el mundo en el que vive, entonces la historia no sirve para nada.
Para Alejandro Eujanian se trata de una visión de la historia divulgada por referentes del campo cultural, que “no necesariamente se mantienen actualizados con respecto a los avances que ha tenido la disciplina histórica en los últimos años”. Denuncian que el revisionismo peronista ve en 1810 el viejo planteo mitrista: un camino predeterminado de antemano hacia la constitución de la Argentina moderna. Es decir, una nación preexistente y no, como ellos afirman, el resultado aleatorio de una serie de hechos más o menos casuales. Según Alejandro Eujanian, “aquel relato que sostenía que en mayo nacía la nación argentina conserva no ya su antiguo vigor pero sí, al menos, su influjo en la esfera pública”. “La memoria pública”, entonces, continúa haciendo caso omiso de los esfuerzos de los historiadores por mostrar que “aquel relato es una construcción retrospectiva, anacrónica y mitológica del pasado”.
Alejandro Eujanián y Nora Pagano han aportado algo que los pinta de cuerpo entero. Para ambos, el problema no son ellos, sino las masas. El primero advierte, resignado que “la crítica ejercida por la historia académica a estas versiones […] es esperable que encuentre acotado su espacio de intervención en un bicentenario atravesado por disputas políticas y sociales, que no van a hallar en la renovada historia política y social sobre la revolución recursos de los que puedan apropiarse”. Similar es la posición de Nora Pagano, que parece descargar “culpas” en el pueblo, asegurando que “la capacidad de la historiografía de influir en el ámbito social, no descansa en sus virtudes intrínsecas sino en la disponibilidad de la sociedad hacia la recepción del conocimiento histórico”.
Esta buena dosis de miserabilismo no hace sino echar sobre los trabajadores argentinos las propias dificultades. Nadie tomó nota de que, para gente que no tiene ninguna obligación académica ni debe rendir ninguna pleitesía, ideas como que la realidad no existe, que todo es lenguaje y que la historia es el devenir de los conceptos, son francamente ridículas.
Peor aún es lo que proponen. Su queja es que, como estamos en un ambiente politizado, “su” historia no tiene nada que hacer. Preferirían un escenario más calmo, unos tiempos más “tranquilos”, en los cuales la población estuviera menos movilizada y más desinteresada de los destinos de su sociedad. Estarán esperando una vuelta a sus adorados años menemistas, que le auguran Macri o Duhalde o la misma Cristina. El caso es que se pide un retroceso de la conciencia. Sólo una buena dosis de represión estatal y avance sobre sus conquistas podría volver a llevar a las masas al estado ideal para la prédica de Eujalián y Pagano.
Fabio Wasserman, por su parte, intenta poner algo de paños fríos ante semejante crudeza. Advierte a sus compañeros que no deberían despreciar las “creencias, valores e identidades arraigadas en vastos sectores de la sociedad”. Más bien, deberían trabajar sobre ellas para cambiarlas. Lo que Wasserman tampoco advierte es que esto es lo que se ha tratado de hacer en los últimos diez años, con el resultado ya conocido.
El revisionismo K
Lo que atrae, fundamentalmente, de la historia revisionista actual es su reivindicación de la Revolución. Sus divulgadores no tienen pruritos en mostrar que los hechos que conmovieron estas latitudes a principios del siglo XIX constituyeron, no sólo una transformación sustantiva y violenta de la sociedad, sino el origen de la Argentina contemporánea. Frente al liberalismo, y atentos al avance de la izquierda revolucionaria, algunos intelectuales entendieron que era el momento para reflotar el viejo proyecto antiimperialista, nacional y popular, que une su genealogía política con los revolucionarios de Mayo de 1810.
Claro que, al igual que el personal político con el que se referencian, poseen un límite que los aleja de los Moreno, los Castelli y los San Martín, y los asemeja a sus enemigos “conservadores”: ambos defienden el actual orden social y no pretenden transformarlo. El revisionismo, aunque saluda la revolución burguesa, plantea que ella ha sido traicionada, por lo que sólo nos resta luchar por completar su tarea, es decir, construir un verdadero capitalismo. Tampoco se diferencian del kirchnerismo en que su “radicalización”, es decir, su consolidación como personal bonapartista, no obedeció tanto a una decisión política autónoma, como a la radicalización de la lucha de clases en la Argentina de principios del siglo XXI.
Felipe Pigna representa una versión devaluada de esta corriente. De los problemas de la opresión nacional, pasó a la disputa puramente individual en términos morales: los “corruptos” contra los “patriotas” y “abnegados”. En la década de 1990, su colección de videos de Historia Argentina, realizado en el Carlos Pellegrini, repetía, a pie juntillas, el discurso de los historiadores académicos. Aunque no negó la palabra a revisionistas como Norberto Galasso, lo hizo en igualdad de condiciones con la plana mayor de la Academia (como Luis Alberto Romero e Hilda Sábato), ofreciendo sus testimonios a manera de citas de autoridad. De hecho, la versión de la Revolución de Mayo que aparece en el manual escolar que Pigna coordinó antes del Argentinazo, tampoco difiere demasiado de la “nueva historia política”.(3) Su divergencia y la de los revisionistas como Galasso con los académicos universitarios actuales radica en que, luego de la conmoción del 2001-2002, entendieron que el sistema capitalista, para sobrevivir como tal, requería de algunas concesiones a las masas. En todo caso, comprendieron que era mejor reivindicar una revolución pasada, antes que padecer una nueva.
Dos barricadas conservadoras
Los académicos tuvieron su cuarto de hora entre 1983 y 2001, cuando su programa era la expresión intelectual de un proyecto político que intentó mostrar a la democracia burguesa como la solución a todos los problemas de la Argentina. Con su versión de la historia buscaron convencer a los trabajadores argentinos de que delegaran sus problemas en sus “representantes” y que la única solución posible frente a la crisis debía limitarse a mejorar esta “democracia” imperfecta, es decir, persuadirlos de que no intentaran tomar en sus manos sus problemas y, mucho menos, llevar adelante revolución alguna. El proceso iniciado el 19 y 20 de diciembre de 2001 inició una disputa por la conciencia de las masas. Los historiadores revisionistas dedicaron sus esfuerzos a construir un dique de contención para la lucha: luchar está bien, pero por la “nación”, no contra ella, por la unión nacional y no por la independencia de la clase obrera.
En un sentido profundo, academia y revisionismo no son otra cosa que dos caras de una misma moneda: dos barricadas del conservadurismo burgués que, acompañando al personal político, intentan sostener el orden vigente. Así como los defensores de la “nueva historia política” luego de la dictadura, el revisionismo K se puso en marcha cuando las brasas del Argentinazo aún quemaban, con el objetivo de canalizar el movimiento en el interior del sistema político republicano. Ambos pretenden, con su versión de la historia, desterrar a la Revolución al pasado. En este bicentenario, les corresponde a los obreros reconocer a los intelectuales que defienden sus mismos intereses de clase, reivindicando para sí, los métodos de los héroes de 1810.
NOTAS
1 Salvo especificación, todas las citas han sido tomadas de www.historiadoresyelbicentenario.org/.
2 Programa Foro 21, Canal 7, lunes 24 de mayo de 2004.
3 Pigna, Felipe (Coord.): Historia. La Argentina contemporánea, A-Z, Bs. As., 2000.