El pataleo del ahorcado
Apuntes sobre el 11-M
Javier Rodriguez Hidalgo
En su paz, fuerza de trabajo. En sus guerras, carne de cañón.
Pintada en una pared de Bilbao a mediados de septiembre de 2001
Poco antes de las ocho de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, una decena de bombas explotó en cuatro trenes de cercanías madrileños, matando a 192 personas e hiriendo a más de mil. En su mayoría, las víctimas eran asalariados, incluidos numerosos inmigrantes, que se dirigían a sus lugares de trabajo. Los atentados ocurrieron tres días antes de las elecciones legislativas para las que se auguraba la tercera victoria consecutiva del PP, en el gobierno desde 1996. La primera declaración gubernamental respecto a los atentados, a la una del mediodía, corrió a cargo del presidente del gobierno del Partido Popular, José María Aznar, que, aunque no citó las siglas ETA, dio a entender que esta organización era la responsable de la carnicería e insistió en que las víctimas lo habían sido por su españolidad, si bien varias decenas de los muertos eran extranjeros. Media hora más tarde, el ministro de Interior, Ángel Acebes, acusó explícitamente a ETA como culpable y tachó de «miserables» a quienes apuntaran otras opciones. Se refería sobre todo a Arnaldo Otegi, portavoz de Batasuna (cuya lista había sido ilegalizada una vez más para esas elecciones), que en una rueda de prensa a las diez y media de la mañana había descartado incluso «como hipótesis» la posibilidad de que la matanza fuera obra de ETA y había sugerido que la «resistencia árabe» podía ser la verdadera responsable.
Las primeras declaraciones de condena, no obstante, llegaron por parte del nacionalismo vasco. A las 9:30, el lehendakari Ibarretxe consideró a ETA culpable de las muertes y se desmarcó de forma racial: «no son vascos, son alimañas». Aralar, partido escindido de la izquierda abertzale, hizo algo parecido pocos minutos después. A lo largo del día irían sucediéndose más condenas similares de casi todo el espectro político, no sólo parlamentario. CGT, Ecologistas en Acción de Cádiz o el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe se sumaron a un coro uniforme en el que se atribuía indiscutiblemente toda la responsabilidad a ETA. Gaspar Llamazares, secretario general de Izquierda Unida, condenó la «barbarie nazi» de la organización armada. Lo único en que disentirán las proclamaciones públicas de repulsa es en su interpretación de lo que debería suceder a continuación. La derecha más audaz desempolvó su petición de instaurar legalmente la pena de muerte, pero casi todas las diferencias se diluyeron en un llamamiento a la solidaridad con las víctimas y a la denigración de ETA. El día transcurrió con un tono monocorde de insistencia en la autoría vasca, con declaraciones de apoyo de instituciones internacionales: la delegación española en la ONU presentó una resolución de condena del «grupo terrorista ETA» que fue aprobada por el Consejo de Seguridad, y todas las embajadas españolas transmitieron comunicados en ese sentido a los medios de sus respectivas países. Aunque la prensa internacional, vistas las características de la matanza y conociendo los antecedentes políticos (especialmente la participación de España en la invasión de Iraq), apostaba ya por Al Qaeda como responsable, las primeras fisuras del mensaje oficial no aparecieron hasta las ocho de la tarde de aquel 11 de marzo, cuando se dio a conocer la noticia de que una furgoneta con cintas de propaganda islamista y versos del Corán había aparecido en Alcalá de Henares. Dicha furgoneta había sido descubierta por la policía ya a las once de la mañana, después de que un portero declarase haber observado movimientos sospechosos en los alrededores de la estación de tren.
La prensa española se mostró desde el primer momento sumisa a las órdenes del Gobierno. El propio presidente habló a la una y media del mediodía por teléfono con los directores de los periódicos de mayor tirada para convencerlos de la autoría de ETA. Curiosamente, sólo El País incluyó las siglas «ETA» en su titular de la edición especial de la tarde. No sólo los periodistas corrientes sino también casi todos los invitados extraordinarios a los que se ofreció la posibilidad de opinar sobre la tragedia se sometieron a la consigna oficial: había sido ETA. Desde José Saramago a Ismael Serrano, pasando por los previsibles Fernando Savater y Carlos Martínez Gorriarán, se insistió hasta la saciedad en que sólo esta organización podía haber puesto las bombas. La realidad es que, después de la bomba del café Rolando (11 muertos en 1974), en su historia las peores matanzas de civiles causadas por ETA habían sido objetivos no deseados: 7 en Atocha, Chamartín y Barajas (1978), 21 en Hipercor (1987), 9 en la casa-cuartel de Zaragoza (1987) y 7 en la casa-cuartel de Vic (1991). Ahora bien, en el caso de Madrid era obvio que la meta era precisamente matar a la mayor cantidad posible de población civil inerme.
Mientras los medios audiovisuales se regodeaban bárbaramente en las imágenes de los atentados, mostrando incluso a víctimas reconocibles para sus allegados, y toda la prensa se volcaba en cubrir la masacre (casi todos los periódicos publicaron una edición vespertina), los expertos habituales se dedicaron a encontrar todo tipo de argumentos para señalar a ETA: desde el intento de atentado en Chamartín por un comando de la organización desarticulado en diciembre de 2003 hasta su fanatismo nacionalista, todo parecían ser razones para considerar la carnicería como algo perfectamente coherente con la línea de la lucha armada independentista. Ni siquiera la reivindicación del atentado por parte de una «Brigada de Abu Hals al Masri» en un diario árabe de Londres a media tarde sirvió para alterar gran cosa el debate en torno a la autoría, si bien el rey español intervino públicamente hacia las 20:30 para condenar los atentados del modo en que lo había hecho Aznar: sin aludir expresamente a ETA.
El 12 de marzo continuó el bombardeo mediático señalando a ETA, con leves alusiones a la posibilidad de una autoría islamista. La policía aseguraba seguir trabajando prioritariamente en la primera hipótesis, aunque más tarde (después de las elecciones) se sabría que entre bastidores sucedía exactamente lo contrario. El mismo día (a las 18:30) se anunció que una mochila sin detonar había sido recogida de uno de los trenes, y ésta se convertiría en la pista (por la tarjeta del teléfono móvil que debía accionar el dispositivo) que conduciría a las primeras detenciones, el sábado 13 de marzo. Ese viernes iban a tener lugar por la tarde las manifestaciones de condena del atentado; la más importante, la de Madrid, recorrería las calles con el lema «Con las víctimas, con la Constitución, por la derrota del terrorismo», eslogan que sólo tenía sentido en caso de que ETA fuera realmente responsable de los atentados, mientras que todos los periódicos internacionales titulaban ya con Al Qaeda como culpable. (Cuando aludamos a «Al Qaeda» nos referiremos en lo sucesivo al conjunto de siglas, a menudo efímeras, que utilizan las organización islamistas para reivindicar sus atentados. No existe una unidad orgánica de todas ellas, obviamente.)
El PP siguió insistiendo en la autoría de ETA, pues en el caso de que el atentado fuera obra de islamistas -a modo de respuesta por la implicación de España en la guerra de Iraq- el resultado electoral iba a serle adverso. Más llamativa resulta la forma en que los partidos de la presunta oposición se esforzaron en no romper el monólogo oficial en un momento en que claramente tenían algo que ganar. Así las cosas, una llamada telefónica al diario Gara y a ETB en nombre de ETA poco antes de que comenzara la manifestación de Madrid rechazaba toda responsabilidad de la organización en la colocación de las bombas. Acebes negó la credibilidad de dicha llamada. La marcha de Madrid fue multitudinaria, como las del resto de capitales de provincia. En Barcelona, los dirigentes del PP Josep Piqué y Rodrigo Rato tuvieron que salir de la marcha al verse increpados por manifestantes, que los acusaron de asesinos y mentirosos. En Madrid, más tímidamente, se oyeron algunos gritos de «¿Quién ha sido?».
Al día siguiente, jornada de reflexión según la ley electoral española, pero que se vivió en pleno bombardeo mediático antiabertzale, el diario Gara publicó un comunicado de ETA negando más detenidamente la responsabilidad de la matanza, que se achacaba a la política exterior del gobierno del PP, especialmente por su alineación junto al bloque de las Azores (EE.UU. y Gran Bretaña). El día anterior la televisión pública vasca había dado cuenta del mismo texto, remitido igualmente por la organización armada. Sin embargo, eso no pudo impedir otro asesinato, esta vez en Pamplona: una mujer quiso colgar un cartel de «ETA no» en la panadería de un militante de la izquierda abertzale, a lo que éste se negó. La mujer, furiosa, fue a contar lo sucedido a su marido, policía nacional, y éste acudió a la panadería junto a su hijo. Ángel Berrueta, vecino del barrio de San Juan, murió por la combinación de balazos del policía y de las puñaladas asestadas por el hijo de éste. A lo largo del día se producirían enfrentamientos con la policía en la capital navarra para protestar por el homicidio. La prensa española, que apenas abordó el suceso, lo presentó como algaradas propias del independentismo vasco.
Por la tarde la policía realizó las primeras detenciones relativas a los atentados: tres marroquíes y dos indios, en el barrio de Lavapiés. Ángel Acebes seguía insistiendo mientras tanto en la prioridad de ETA como línea de investigación, aunque sugirió que podía haberse dado una colaboración vascoislamista. A partir de las seis de la tarde, mediante convocatorias realizadas por SMS y correos electrónicos, comenzaron a producirse concentraciones de personas ante las principales sedes del PP en capitales españolas. La más importante tuvo lugar ante su sede central, en la calle Genova de Madrid. En dichas concentraciones se corearon eslóganes exigiendo la verdad antes de las elecciones, aunque muchos otros dejan claro que la verdad era cosa sabida: «Vuestras guerras, nuestros muertos». El candidato del PP a la presidencia, Mariano Rajoy, denunció la ilegalidad de esas convocatorias en plena jornada de reflexión, aunque la policía se limitará a formar un cordón ante las sedes rodeadas, desobedeciendo, al parecer, la orden de cargar contra los manifestantes. El día concluirá con manifestaciones improvisadas, caceroladas y protestas diversas; en el caso de Madrid, hasta bien entrada la madrugada. Todos estos actos fueron pacíficos por parte de los manifestantes, lo cual no fue un problema para que la Ertzaintza detuviera a uno de ellos en la concentración de Bilbao. En algunos lugares del País Vasco hubo sabotajes para protestar por la maniobra del gobierno.
Las protestas del sábado forzaron que la prensa reconociera finalmente el engaño en el que había participado voluntariamente. Salvo algún caso grotesco, como el del diario El Mundo, que sugería una responsabilidad híbrida ETA-Al Qaeda, y la prensa dirigida por el Gobierno, con Televisión Española reviviendo los tiempos del No-Do franquista, la posibilidad de que ETA hubiera podido matar a casi dos centenares de personas en Madrid fue desechada. Por el contrario, una nueva muerte no pudo hacerse oír por encima del cerco informativo. La izquierda abertzale había convocado en todo el País Vasco manifestaciones de protesta, ilegalizadas de inmediato, para protestar por el asesinato de Berrueta. Aunque en algunos lugares la policía no se dejó ver, en otros reprimió los actos con virulencia. Tras una carga policial, una vecina de Hernani sufrió un paro cardíaco. Después de que la Ertzaintza hiciera lo posible para entorpecer los cuidados médicos, Conchi Sanchis murió en el hospital.
Con una participación mayor que en las anteriores elecciones legislativas, y respecto a las cuales el PP perdió muy pocos votos, el PSOE se benefició de una inyección de papeletas por la indignación popular, que se manifestó ese día en forma de una mayor afluencia a las urnas. El PSOE, que había hecho lo posible para recuperar la desgana por la presencia del ejército español en Iraq y, en general, por el malestar generado durante la segunda legislatura del PP, ocuparía el gobierno semanas más tarde y ordenaría la deseada retirada de tropas.
El comando integrista que había cometido los atentados fue supuestamente desarticulado en las semanas posteriores. Después de tratar de atentar infructuosamente contra el AVE Madrid-Sevilla, al parecer siete de sus integrantes se suicidaron con una bomba en un piso de Leganés (lo que también llevó a la tumba a un GEO); varias decenas de sus presuntos colaboradores fueron detenidos, incluyendo una «trama asturiana» de ex mineros y pequeños delincuentes que presuntamente habían obtenido la dinamita utilizada en los trenes; y la policía dio por fugados a unos pocos activistas.
Desde entonces, el PP ha achacado su derrota electoral a una conspiración en que, según sus insinuaciones, pueden haber participado desde los servicios secretos marroquíes a ETA o el propio PSOE. Lejos de reportarle una merma en votos, el PP ha vuelto a ser en las elecciones del 27 de mayo el partido más votado de España. El juicio de los terroristas que atentaron el 11-M ha sido muy largo, y su sentencia se espera para este otoño. Diversas asociaciones de víctimas se disputan la representación de los afectados por las bombas, incluyendo algunas vinculadas estrechamente al PP. Grupos de extrema derecha con el nombre de «Peones negros» insisten en la teoría de la conspiración, auspiciada sobre todo por tres medios en los que el ex trotskista Federico Jiménez Losantos tiene un gran peso: El Mundo, Libertad digital y la cadena COPE. Los asesinos materiales de Ángel Berruela están en prisión; no así la inductora del crimen. En cuanto a Conchi Sanchis, ni siquiera ha habido una investigación para esclarecer las condiciones de su muerte.
II
Un detalle significativo, una anécdota de trascendencia categórica: el mitin más numeroso que hubo en Euskadi durante la campaña electoral que desembocó en las urnas del 15 de junio de 1977 se dio en Bilbao, en la Feria de Muestras. Asistieron de tenores nada menos que Santiago Carrillo, el comunista histórico Ramón Ormazábal y la presencia estelar de una vasca universal, Dolores Ibárruri Pasionaria. Quienes estuvieron no lo olvidarán. Fervor y pasión en sobredosis. Todo transcurrió entre vítores y ovaciones, pero cuando Ramón Ormazábal mencionó con dureza su rechazo a las actividades terroristas de ETA, los pitidos de la multitud apagaron sus palabras.
Gregorio Moran, prólogo a la reedición de 2003 de Los españoles que dejaron de serlo
No puede explicarse lo que sucedió aquel 11 de marzo y los días siguientes sin tratar de entender en qué se ha convertido la «cuestión vasca» dentro del imaginario español. Si casi toda la población española creyó desde el primer momento que ETA estaba detrás de los atentados no se debió a que un improvisado rodillo mediático comenzara a funcionar perfectamente en ese mismo momento. Ese rodillo ha funcionado, por supuesto, pero desde hace décadas. Y sin embargo, tampoco es él solo el responsable del engaño colectivo que ensayó el gobierno del PP durante aquellos cuatro días de marzo. Una mentira no se pronuncia en el vacío, sino ante un receptor al que se quiere engañar; y, si éste dispone de una inteligencia crítica, el embuste, así se repita mil veces, no sirve de nada.
El Estado español se ha servido durante medio siglo de una auténtica estrategia de guerra en su empeño por aniquilar al independentismo vasco. Dicha estrategia se ha mantenido sin altibajos ni grandes diferencias desde el franquismo hasta nuestros días, y debería bastar por sí sola para demostrar a las claras sobre qué se construyó esta democracia. Por eso conviene hacer un repaso de sus rasgos fundamentales, especialmente en lo que tiene que ver con lo que nos interesa, la crítica social.
En primer lugar, es necesario recordar que la población española no ha contemplado siempre del mismo modo la lucha armada en el País Vasco. Ante el velocísimo declive de las esperanzas transformadoras que había despertado un pujante movimiento asambleario en los últimos años del franquismo y sobre todo en los primeros momentos de la Transición, la violencia política vasca se convirtió en un referente que atraía simpatías de todos los rincones de la península Ibérica, y no sólo por parte de quienes compartían sus objetivos. Tuvieron que pasar décadas para que las convocatorias de condena por los atentados de ETA empezaran a ser realmente masivas. A ello contribuyó, claro está, el uso del coche-bomba como arma por parte de la organización a comienzos de los años ochenta, especialmente con el atentado de Hipercor en Barcelona (19 de junio de 1987), que mató a veintiún civiles y marcó el declive del apoyo popular del que había gozado la lucha armada en los otros lugares bajo administración española. Sin embargo, es imprescindible señalar que la mera violencia de ETA no explica por sí sola, ni mucho menos, la impunidad de que ha gozado el Estado español en su política de guerra. El simple hecho de que abordar el tema se haya convertido en una cuestión tan delicada (que, desde luego, despierta más pasiones que amenazas tan desmesuradas como el cambio climático o la guerra económica global) es ya un síntoma de que la percepción que habitualmente se tiene de lo que sucede en el País Vasco está empapada de irracionalidad. Lo fundamental es la actitud pusilánime de que han hecho gala quienes sinceramente detestaban la propaganda de Estado en torno a la cuestión, pero que, salvo muy pocas excepciones, nunca se han atrevido a mostrar en la práctica su repulsa por la manipulación del poder en cualquiera de sus formas. Este temor a romper el consenso le ha permitido al Estado moldear a toda una generación nacida en el posfranquismo y anular el ejercicio de la crítica. De ahí que ETA haya llegado a convertirse en una verdadera psicosis social en el Reino de España, una especie de enemigo ideal que suscita el más atroz de los consensos: el que establecen entre sí los dominados por orden del poder de Estado. El temor a decir incluso las verdades más evidentes al respecto es pasmosa. En un artículo sobre la «Actualidad de George Orwell» [1], Amador Fernández-Savater reivindicaba la vigencia escandalosa de la obra del escritor inglés apuntando que el «enemigo Goldstein» (de 1984) hoy es... Bin Laden, cuando en realidad, como sabe cualquiera que haya pisado más de un día la dichosa piel de toro, quien protagoniza los dos (o veinte) minutos de odio diarios en España es ETA, y lo hace recabando una aversión mayor que la que se dedica a Al Qaeda. Escamoteos como éste ante la realidad más aplastante ayudan a entender que el Estado español haya podido aislar en una campana la parte del País Vasco bajo su administración para crear su propio laboratorio de la dominación. Uno de los objetivos de Resquicios, como habrán podido comprobar nuestros lectores, es mostrar en la medida de nuestras posibilidades las características del nuevo totalitarismo pero no hay que olvidar que en algunos lugares, incluso del primer mundo, las viejas formas del totalitarismo tradicional no han llegado a desaparecer nunca: escuadrones de la muerte, redadas masivas al amanecer, tortura, ejecuciones extralegales, intoxicación informativa, cierres de periódicos, un código penal paralelo con su propio tribunal de excepción (la Audiencia Nacional), impunidad garantizada para los señores de la guerra del Norte... en definitiva, un campo de pruebas en el que España ha buscado el remedio a sus males. Ahora bien, nada de esto se ha hecho a escondidas. El mero sentido común, o el olfato, ha bastado en las últimas tres décadas para comprobar que el Estado, como decía el presidente socialista Felipe González, «también se defiende en las alcantarillas». O, como proclamó ya en 1985 Alfonso Guerra: «Montesquieu ha muerto».
Por eso resulta indignante el silencio que han guardado con tanta frecuencia algunos de quienes dicen ser críticos con el asfixiante estado de las cosas ante las atrocidades más graves perpetradas por el Estado en la «guerra del Norte». Desgraciadamente, lo que se ha dado en la práctica es un abandono del terreno por parte de los que han querido ejercer una cierta oposición, de tal forma que de este laboratorio sólo el Estado ha aprendido algo. Mostrar una solidaridad efectiva contra los crímenes del poder en el País Vasco habría sido incluso una forma de prevenirse de probables males futuros; en efecto, las medidas de excepción aprobadas para actuar contra la disidencia abertzale no sólo han crecido en proporción inversa a la subversión que querían contener, sino que en un futuro podrán aplicarse contra cualquiera. A menudo la ausencia de esta solidaridad se ha debido a la soberbia política que garantizan las diversas ideologías de extrema izquierda, y que ha permitido a sus adherentes despreciar al independentismo vasco; pero de eso hablaremos más adelante. Ahora nos interesa insistir lo principal: ningún movimiento político que pretenda cuestionar esta sociedad puede obviar que el Estado, en el momento en que decida tomarlo en serio, recurrirá a cualquier método para acabar con él o reconducirlo a una oposición inofensiva. Poco importa que dicho movimiento, cuando aparezca, sea pacifista, agroecológico, antiindustrial o primitivista.
Volviendo al caso del 11-M, para entender por qué casi toda la población española pensó espontáneamente en ETA cuando empezaron a llegar las primeras noticias sobre las bombas de Madrid, hay que recordar lo que supusieron los ocho años anteriores del gobierno del PP; pero también es imprescindible repasar la claudicación de los que pretendían hacer oídos sordos al discurso oficial. Quizá así entendamos los razonamientos que se dieron aquel día, como los que describe un panfleto publicado en formato electrónico el 12 de marzo: «hubo quienes dijimos que no, que eta no había sido la responsable del atentado, o que al menos lo dudábamos. Vecinos y familiares repitieron robóticamente las mismas sandeces que oían por la radio y el televisor: "menuda falta de escrúpulos", "antipatriota", "ni puta idea tienes de lo que son capaces de hacer esos asesinos", "antidemócrata", etc» [2].
El gobierno de José María Aznar no tardó en trastocar la línea mantenida por el PSOE desde 1982: represión selectiva contra el independentismo armado y buen trato con el nacionalismo colaboracionista. Sólo un año después de su llegada al poder, el PP aprovechó la coyuntura brindada por la muerte del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, rehén a manos de ETA, para romper la baraja. Pero, si bien el gobierno aznarista pasó a buscar el enfrentamiento contra cualquier forma de nacionalismo no españolista, su política represiva no era nueva. PNV y PSOE, con la aquiescencia de la población, ya habían puesto en los noventa las bases para el ensañamiento jurídico-policial que no haría más que recrudecerse en los años siguientes. Cierto que la ofensiva contra cargos electos del PP sin relevancia, que ETA retomaría estúpidamente tras la ruptura de la tregua de Lizarra-Garazi en diciembre de 1999 (ampliándola también a los del PSOE), facilitó la labor de la propaganda de Estado; sin embargo, hay que insistir una vez más que eso no lo explica todo. Por aquellos años, especialmente a raíz de la firma del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo entre PP y PSOE (otoño de 2000), un nuevo cambio en el código penal convertía definitivamente en delitos de máxima gravedad los simples sabotajes. Llegarán a aplicarse penas de quince y hasta dieciocho años por la quema de un solo cajero automático (Oiarzun, Barakaldo) o diecisiete a cada uno de los seis acusados de incendiar un autobús (Basauri). Ante semejante aberración no pudo oírse apenas ninguna protesta relevante. De hecho, se hizo patente entonces que en España la dureza represiva contra la disidencia era una fuente de votos para quien quisiera gobernar el país.
Paralelamente, y esto es lo fundamental, el gobierno del PP emprendió una intensísima campaña ideológica para consolidar su cruzada. Para ello se sirvió de un apoyo mediático rotundo y, sobre todo, de la colaboración o la apatía de muchos. Proliferaron los premios literarios otorgados a obras antivasquistas o anticatalanistas -a veces vergonzosamente malas-, se convirtieron al españolismo algunos antiguos revoltosillos -ex miembros de ETA como Jon Juaristi o anarco-hedonistas como Fernando Savater- y se alcanzaron unas cotas de satanización del enemigo sencillamente delirantes. Todo podía decirse y, de hecho, todo se dijo. Por ejemplo, el inmundo manifiesto Aunque, suscrito entre otros por Günter Grass, Juan Goytisolo, Nadine Gordimer, Paul Preston, Carlos Fuentes o Gianni Vattimo, denunciaba que «Aunque la memoria del Holocausto sea honrada en Europa por el deseo de rehabilitar a las víctimas de la barbarie e impedir que el horror vuelva a cometerse, pocos europeos saben que hoy mismo en el País Vasco ciudadanos libres son injuriados y asesinados [...] por los mercenarios de ETA [...] en una penosa atmósfera de impunidad [sic] moral» (7 de marzo de 2003). Salvo en Cataluña, y no sólo por motivos identitarios, la casi nula oposición con que contó semejante apisonadora permitió que hasta las consignas más reaccionarias calaran en no pocos ambientes de extrema izquierda. Incluso el estilo de hablar acerca de la violencia en el País Vasco empezaba a imitar el chapucero lenguaje periodístico-policial (con la horrísona aliteración «terrorismo etarra» en un lugar destacado).
Haciendo alarde una vez más del olfato que la caracteriza, la izquierda fetén saludó con entusiasmo la ofensiva nacionalista dirigida desde los aparatos de Estado. Un año después de la aparición de El bucle melancólico de Juaristi y de Contra Catalunya de Arcadi Espada, Archipiélago aplaudía así el contexto social que rodeó a ambas obras:
tanto en Cataluña como en el País Vasco, son muchos los intelectuales que, como firmantes del Foro Babel o miembros del Foro Ermua, han decidido unirse en una tarea común: la crítica de los nacionalismos realmente existentes en España. [3]
El nacionalismo español -ni que decir tiene- se contaba para esa revista «de crítica de la cultura» entre los realmente inexistentes. Tan sólo dos años y medio después de que se publicaran las líneas anteriores, el Foro Ermua sacó sus trapos rojigualdas junto a Falange Española en una manifestación por las calles de Donostia. Lo más trágico de estas sandeces es que ayudaron a la difusión de la curiosa idea de que, electivamente, el nacionalismo español era cosa del pasado; en un momento, recordémoslo, en que la campaña patriótica se disparaba hacia alturas dramáticas. Unas palabras de Javier Várela resumen bien lo que muchos españoles, de izquierdas o de derechas, creían falsamente de sí mismos:
Desde la transición política, el problema español sólo existirá entre los nacionalistas periféricos, incapaces de existir sin la mitología romántica sobre la totalidad nacional, que es precisamente la que alimenta la división entre amigo y enemigo, potencialmente destructora de la convivencia. En el resto de España, la metafísica nacionalista sobre la unidad, el destino, la psicología peculiar y los orígenes absolutos se había traducido en problemas de crecimiento económico, democracia y salvaguardia de los derechos individuales. [4]
Sólo la segunda legislatura del PP (guerra del Perejil, anticatalanismo rampante, «agua para todos», etc.) y su regreso a la oposición, con las manifestaciones multitudinarias en pro de la unidad de la patria, pondrían los puntos sobre las íes.
En lo que atañe a la lucha armada, y ciñéndonos una vez más a lo que nos interesa respecto al 11-M, bajo el régimen aznarista también se extendió sólidamente en ciertos ambientes radicales la idea de la equidistancia entre ETA y el Estado. A ello contribuyó decisivamente la labor de la plataforma Elkarri, tan bien considerada por los progres, aunque naciera de la puñalada por la espalda a la lucha contra la autovía de Leizarán asestada por hombres de aparato de la izquierda abertzale. Visto desde un curioso punto de vista alejado de lo humano y lo divino, ya no era necesario inclinarse ante dicho conflicto: ambos bandos pasaban a ser igualmente execrables. Incluso el que probablemente sea el mejor escrito dedicado a las movilizaciones contra la guerra de Iraq en España aborda la cuestión de la violencia legítima desde esta misma perspectiva:
puede que haya tenido más importancia la crisis que ha sacudido al discurso oficial, y que ha permitido, como en el caso del Prestige, la emergencia de algunas dudas y preguntas muy inquietantes para el poder y para los que lo sirven. No sólo la puesta en cuestión del funcionamiento del sistema, sino, sobre todo, el llamado problema de la violencia, demasiado tiempo secuestrado por el duelo entre la ETA y el Estado. De alguna manera, en estos meses mucha más gente de lo habitual se ha planteado a qué llamamos violencia, violentos, terrorismo, asesinato, legitimidad de los políticos demócratas que dan lecciones de pacifismo, razón de Estado, de tal manera que el hechizo del espectáculo ha dado síntoma de quedar en suspenso, y sus mentiras rotas ante la realidad. [5]
Hablar de un «duelo entre la ETA y el Estado» denota la idea de una cierta simetría en la relación de fuerzas, o incluso en las intenciones, de ambos bandos. Por desgracia, ni siquiera esa bocanada de aire fresco que menciona José Manuel Rojo en su artículo ha sido capaz de oxigenar el debate en torno a la violencia, como demostró la reacción automática de la gran mayoría de los ciudadanos el día de los atentados en Madrid.
Peor aún que con el concepto de la simetría, no han faltado izquierdistas de toda laya dispuestos a llegar al extremo del acatamiento absoluto de la propaganda anti-ETA. Para creer que es ETA quien podía estar detrás de las bombas que mataron a casi dos centenares de personas en aquellos trenes de Madrid hay que estar previamente convencido de que los militantes de esa organización son capaces, literalmente, de todo. Eso ya venían diciéndolo los periodistas al servicio de Interior desde hacía años, pero hasta ciertos ex radicales se sumaron al griterío, como un experto en psicología crítica que aportó su propia descripción del funcionamiento de un Einsatzkommando de las SS:
El asesinato ordenado desde la cúspide de una organización militar exige de los soldados, de los valientes gudaris, la obediencia ciega, sitúa al frío pistolero adoctrinado y fanatizado codo con codo con los que pueden matar y morir por la patria, convierte al derramamiento de sangre en fuente de nuevos lazos sociales hasta formar una unión férrea, indisoluble, totalitaria. [6]
Estos ejemplos están tomados casi al azar. No es difícil encontrar cientos de diatribas semejantes en publicaciones políticas de crítica o simplemente de izquierda {CNT, Polémica, Libre pensamiento, un sinnúmero de panfletos marxistas o anarquistas...); por no hablar de que nunca falta un imbécil para descubrir que ETA es una pura emanación de los servicios secretos españoles (véase la correspondencia de este número). Ahora bien, a la hora de la verdad la famosa equidistancia entre ETA y el Estado se desvanece, y las almas bellas prefieren arrimarse a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Así, el Colectivo Editorial Indymedia Madrid hizo público un comunicado a las 16:29 horas del 11 de marzo de 2004 en que podía leerse lo siguiente:
Nosotros no sabemos quién es el responsable de este acto de barbarie, pero sí sabemos que ETA desprecia absolutamente la vida de la sociedad civil y querría enfrentarse sin sus fastidiosas mediaciones al Estado directamente, alimentando la lógica del estado de excepción. [7]
Por lo tanto, estos estrategas se situaron más cerca de la «hipótesis ETA» en un momento en que las ediciones digitales de los principales periódicos conservadores de Europa (The Times, La Repubblica) ya juzgaban a Al Qaeda como primera posibilidad. (Recordemos de paso que a esas horas ya habían sido agredidos los primeros presos políticos vascos. Huelga decir que los carceleros que azuzaron esas palizas prestan más atención a Federico Jiménez Losantes que a Indymedia, pero el CEIM habría tenido por lo menos el orgullo de haber desafiado la corriente.)
Sólo este absurdo nivel de aceptación militante de la propaganda de guerra española permite entender la forma en que murieron en el País Vasco, los días sucesivos a la tragedia de Madrid, Ángel Berrueta y Conchi Sanchis. En un clima de linchamiento mediático apabullante, el cerco informativo en torno al homicidio de Pamplona fue grande. Peor aún, en el caso de Hernani, en plena jornada electoral («la fiesta de la democracia», para los políticos y periodistas más cursis), la policía vascongada al servicio de la Corona española pudo matar a Conchi Sanchis en medio de un silencio glacial. Todavía hoy relatos de lo acontecido en aquellos cuatro días de marzo pasan por alto esta muerte.
El independentismo vasco, ante el cual la izquierda española ha cambiado tantas veces de postura en los últimos años (como siempre ante un conflicto que no se da en las coordenadas que le interesan), no es desde luego un movimiento revolucionario que permita soñar con la abolición del Estado y de la mercancía (tampoco el anarquismo español, dicho sea de paso). En realidad se trata de un movimiento secesionista más bien clásico, que ha recibido la influencia de otros movimientos armados de su época: el guevarismo, los tupamaros, el FLN argelino y, sobre todo, el IRA. Nada sublime, como puede verse. ETA puede considerarse más bien el último avatar de las largas resistencias al centralismo que han protagonizado los oprimidos de esta cárcel de pueblos que es España, lo cual no quiere decir que todas esas resistencias hayan sido iguales, pero en cualquier caso no estaban circunscritas al País Vasco. En más de una ocasión, la lucha contra la modernización era al mismo tiempo una lucha contra el Estado central. Chateaubriand, que había recorrido la península Ibérica, ya lo había observado hace casi dos siglos :
También es posible que esta misma España subsista durante algún tiempo en el estado popular, si se constituye en repúblicas federadas, agregación a la que es más propicia que cualquier otro país por la diversidad de sus reinos, de sus costumbres, de sus leyes e incluso de su lengua. [8]
Es innegable que hoy día incluso el sueño de una escisión en forma de Estado-nación soberano es una ilusión escuálida. El País Vasco, especialmente en sus últimas décadas, ha sufrido un devastador proceso de modernización que ha hecho de todo proyecto de autonomía material, incluso en términos estatistas, una quimera. Sin embargo, es de justicia reconocer que dicho proceso habría tenido lugar también sin ETA: por el contrario, la persistencia de su actividad armada ha causado el efecto innegable de mantener una conflictividad social en el País Vasco un poco por encima de lo que lo rodea. Dicho de otro modo: sólo ETA ha disputado seriamente al Estado el monopolio de la violencia legítima. Es más bien la insondable apatía social que la Transición instauró en la sociedad española, antes que la violencia de ETA, lo que explica la creciente aprobación popular con la que ha contado en los últimos años el Estado en su política de «mano dura» contrainsurgente. (Por cierto que la guerrilla que contribuyó a la expulsión de las tropas francesas de la península Ibérica hace dos siglos, y a la que incluso Marx consideró revolucionaria, no fue precisamente un modelo para la Convención de Ginebra. Eso no impide que el nacionalismo español haya podido canonizarla como origen de las esencias patrias.) Por mucho que se quiera cargar el maloliente cadáver de la izquierda española sobre la espalda de ETA, como ha tratado de hacer por ejemplo Ramón Fernández Duran en dos textos recientes [9], lo honrado sería admitir que el Reich de los quinientos años se sostiene solo: tiene su Ejército, sus cuerpos de policía, sus intelectuales progres que condenan la violencia, su familia real y su selección de fútbol. Antes bien, lo que la percepción generalizada en torno al «conflicto vasco» pone de manifiesto es el profundo estado de alienación y la adhesión espontánea al régimen, en esto como en todo lo demás; pero aquí de forma más explícita. Por eso, cuando una decena de bombas explotó en Madrid el 11 de marzo de 2004, el Estado apenas tuvo necesidad de señalar a ETA; y es lícito preguntarse si la reacción popular de repulsa no habría sido más tibia en el caso de que se hubiera conocido desde un primer momento la autoría de Al Qaeda.
III
Viva la resistencia iraquí, pero no aquí.
Octavo punto del «Decálogo de lo que dicen algunos progres sobre la lucha armada», LSD Herald Tribune
El otro gran asunto que hay que desentrañar para comprender aquellas jornadas de marzo lo conforman las movilizaciones contra la guerra de Iraq, que habían tenido lugar en España un año antes. Dichas movilizaciones, que por la participación del gobierno de Aznar en el bloque de las Azores en España fueron mayores (y, por ende, más importantes) que en otros lugares, canalizaron el rechazo creciente de una parte de la población hacia el gobierno de forma más intensa que lo habían hecho antes la crisis del Prestige, la huelga general del 20 de junio de 2002 o el autoritarismo y la chulería cada vez más manifiestos de la derecha en todas sus expresiones. La agitación surgida en torno a la decisión del gobierno del Partido Popular de apoyar unilateralmente el proyecto de invasión angloestadounidense en Iraq es el germen de las convocatorias anónimas que tendrían lugar el día 13 de marzo ante las principales sedes del PP, sobre todo en Madrid. Antes de analizar lo que pudieron ser aquellas concentraciones improvisadas (lo que quedará para el cuatro punto), repasaremos en sustancia la movilización contra la guerra de Iraq.
El proyecto de una invasión del territorio iraquí había sido concebible desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, y se hizo real finalmente en la primavera de 2003. La justificación teórica, risible, era que Iraq conservaba armas de destrucción masiva, que, como se confirmaría más adelante, sólo existieron en los informes mentirosos que Estados Unidos quiso dar a conocer a la opinión pública. La indignación que suscitó la prepotencia militar de EE.UU. fue el detonante de grandes movilizaciones cuantitativas en todo el planeta, si bien fueron predominantemente primermundistas. El culmen movilizatorio, que tuvo lugar en la manifestación «global» del 15 de febrero de 2003 (convocada en su origen por el movimiento antiglobalización), mostró que entre las poblaciones de los países más industrializados existía un rechazo moral a la guerra, pero no se dio ni mucho menos un cuestionamiento de las causas reales del conflicto: la vertiginosa dependencia que dichas sociedades han contraído con respecto al petróleo. Evidentemente, el despliegue militar en Iraq tenía como fin asegurar el suministro de crudo que ha alcanzado ya su techo (y que, por cierto, puede ser el motivo de una eventual invasión de Irán, segunda potencia petrolífera mundial). En el caso español, el sentimiento popular de repulsa a la invasión acumulaba el hartazgo del resto de desmanes protagonizados por el gobierno del PP. Al mismo tiempo supuso una especie de contrapeso a la campaña de propaganda ideológica de la derecha española, que estaba revisando incluso su tabú favorito: la guerra civil y el franquismo. La derecha que apoyaba a Bush y Blair en la cumbre de las Azores (marzo de 2003) era la misma que salía por fin del armario y devolvía a su lugar en la historia a sus caídos (como ese Melitón Manzanas, torturador franquista en Gipuzkoa muerto por ETA en 1968 y convertido en «víctima del terrorismo» en 2001 con el consentimiento del PSOE).
Que las movilizaciones contra la guerra carecieran de un contenido antimilitarista, precisamente cuando la insumisión al Ejército fue uno de los grandes acontecimiento de la política española en los años noventa, se explica en parte por lo espontáneo de dichas movilizaciones, en las que participaron muchísimas personas que no procedían de ambientes politizados. Un veterano grupo antimilitarista vasco, Gasteizkoak, publicó estas reflexiones después del acontecimiento:
las campañas de oposición a las dos últimas intervenciones/agresiones/guerras oficiales [10] (Afganistán e Irak) no solo no han servido para apelar y poner medios e instrumentos al desarrollo de ese antimilitarismo latente sino que han sucumbido en un antibelicismo parcial, puntual, ñoño y en gran parte cómplice del imperialismo (capital-militarista) occidental.
[...] Lo que visto desde fuera podría llegar a interpretarse como exitosas movilizaciones (atendiendo simplemente al número de personas movilizadas), a nuestro entender no han sido sino grandes campañas de lavado de imagen de la pseudo izquierda más rancia y de su grupo de corifeos intelectuales.
Bajo rimbombantes lemas hueros como Paremos la Guerra (como si éstas pudieran detenerse simplemente con las movilizaciones puntuales que se diseñaban) y con la mentirosa excusa de dotarse de consensos mínimos que hicieran posible Plataformas plurales la derechona travestida de socialdemócrata [...] ha conseguido vaciar de contenidos cualquier intervención pública de las Plataformas. Lo ha hecho impidiendo el mínimo análisis, por simple que fuera, de las raíces o causas que generan las guerras, oponiéndose a cualquier referencia que trascendiera el obscenamente vacío No a la Guerra [...] e incluso, en ocasiones, haciendo el juego a los intereses más espúreos [sic] al dar prioridad en los comunicados públicos a la denuncia de los atentados terroristas por encima del colaboracionismo local en el intervencionismo imperialista. [11]
Es indudable que el éxito de las movilizaciones contra la guerra procede de su negativa a afrontar las verdaderas causas de la invasión. Obviamente no está en manos de ninguna población del primer mundo abandonar de inmediato su dependencia del petróleo pero en cualquier caso era obligado reconocer que, para nuestras sociedades, el combustible fósil a buen precio es una necesidad vital. Por el contrario, la oposición a la guerra atrajo la acumulación de agravios de la LOU, el Prestige, la huelga general de 2002, etc. Además, al margen de la pobreza teórica de la crítica, las prácticas apenas si superaron el nivel de la pataleta tolerada por el Estado. Las apaciguadas movilizaciones del 15 de febrero fueron sucedidas por otras algo más radicales cuando comenzó la invasión (tercera semana de marzo), pero que en ningún caso supusieron una verdadera revuelta, ni siquiera «ciudadana». Por lo demás, dicha radicalización la desencadenó el propio Estado con su represión. José Manuel Rojo lo explica así:
habría que resituar esta experiencia de libertad colectiva en sus justos límites, que son los de la pérdida progresiva de los derechos más elementales de reunión, manifestación y expresión que se ha dado en los últimos quince años. Si un hipotético asiduo a las manifestaciones de los años 80, no digamos ya de las luchas obreras de la transición, hubiera estado en coma durante los años 90 y hubiera despertado de repente para acudir a una de tantas manifestaciones de los últimos años, se hubiera horrorizado ante este modelo de no-manifestación: cinturones de antidisturbios a ambos lados de la marcha, recorridos ridiculamente cortos, ordenadas filas indias en las aceras o en los márgenes laterales de las calles para no interrumpir el sacrosanto tráfico, miedo a moverse y a dejarse ver, pantomimas teatrales para ocultar carencias más serias. [12]
Quienes, contrariamente a estas opiniones, encontraron en las movilizaciones antiguerra una confirmación de sus desopilantes esperanzas transformadoras son, claro está, los negristas de todo pelaje. Después de invocar un concepto-chicle, la multitud, que vale para rotos y descosidos (hablaremos luego de él), semejante salida de la normalidad, aunque fuera como una simple actividad extraescolar, les pareció una especie de regreso de la revolución por la puerta grande. Vale la pena que nos detengamos en un escrito aparecido en una publicación referencial del multitudismo, pues es el único que ha tenido la osadía de abordar la cuestión decisiva de la organización y el «qué hacer» dentro de una movilización mucho más amplia: se trata de «La brecha. Sobre las movilizaciones contra la guerra en Madrid», publicado en el n° 8 de Contrapoder (junio de 2004), con la firma de varios miembros del equipo de redacción de la revista, además de otras personas. De su apéndice, añadido un mes después de los atentados del 11 de marzo, hablaremos en el siguiente apartado.
Primeramente, hay que reconocer la honradez de sus autores, que se atreven a adelantar opiniones sobre cuestiones controvertidas, como es la de la organización en el seno de un movimiento más amplio. Nada que ver, desde luego, con la postura aparentemente más radical pero en la práctica mucho más cómoda de UHP, que en su panfleto «Otra guerra es posible» no supo proponer ante la amenaza de la conflagración más que los tópicos habituales del ultraizquierdismo: la necesidad de radicalizar el enírentamiento total con las burguesías locales, el conflicto entre explotadores y explotados, la abolición del trabajo asalariado y de la mercancía como solución final a la crisis, etc.; en definitiva, deseos piadosos que cualquiera con ganas de cambiar las cosas comparte, pero del todo ajenos a la realidad del Madrid de la primavera de 2004.
En segundo lugar, la sofocante debilidad de las tesis defendidas en «La brecha» nos permitirá entender la obcecación de algunos críticos en no entender verdaderamente en qué condiciones vivimos y, derivada de ella, la incapacidad de incidir de ninguna forma subversiva en la realidad. Ante todo, sus autores aplauden las movilizaciones contra la guerra reivindicando que, pese a su carácter efímero y a no haber dejado apenas huella, existe una especie de rastro invisible que reaparecerá en el futuro, al modo del «viejo topo» de Marx, que sigue cavando en la Historia incluso en los periodos contrarrevolucionarios. Ahora bien, este argumento, si se mira con atención, es una prevención inatacable contra toda crítica dirigida al espejismo antibélico:
¿Por qué ensañarse con la nada, pues? Desde luego no hubo un «movimiento contra la guerra», entendido como un sujeto articulado con opiniones y estructuras organizativas propias, sino más bien unas «movilizaciones contra la guerra», el lapso breve y la existencia difusa (pero amenazadoramente concreta) de un «lugar común» (como fue el «no a la guerra»). Pero eso no indica que «no pasara nada», sino que la mirada tradicional -en el peor sentido de la palabra, es decir, la mirada que coloca en el centro un Modelo desde el que se juzga el eterno retraso de las prácticas políticas reales- no aferra ya la capilaridad de las transformaciones en curso y sus formas inéditas de emergencia, sedimentación, acumulación.
Lo cual viene a significar que, aunque el sentir popular contra la guerra pudo parecer una ilusión, en el fondo ha dejado una huella que, desgraciadamente, sólo los que posean una mirada moderna serán capaces de captar. ¿Qué la diferencia en realidad de las «miradas tradicionales»? Sólo su optimismo, nos tememos. La prueba de que las movilizaciones no dejaron ningún poso serio llegó un año después, con la reacción a los atentados de Madrid, y estuvo a la misma altura canija. El lloro del «No a la guerra» dio paso al impotente «¿Quién ha sido?».
Pero no nos adelantemos. Volviendo a la agitación contra la guerra en Iraq, los autores de «La brecha» se esfuerzan en denostar la disyuntiva «reformista/radical», sobre todo cuando algunos críticos han aplicado la etiqueta de ciudadanista a esa efímera moda antibélica. En realidad, el término ciudadanismo no es otra forma de designar al reformismo, como explica bien Rene Riesel:
el ciudadanismo evidentemente no es un reformismo, pues el reformismo sólo prosperó en tanto que subsistió el temor a un trastorno de los cimientos del orden social, es decir, durante tanto tiempo como existieron las fuerzas prácticas que parecían expresar el deseo de tal trastorno o ser capaces de acometerlo. Esta situación ya no existe. Allí donde el reformismo prometía el progreso y la justicia social en el marco de la sociedad existente, el ciudadanismo no promete nada. Sólo pide. [13]
Y, en efecto, pedir -y nada más que pedir- es lo que hicieron las movilizaciones contra la guerra en Iraq, que se dirigían a un «gobierno inamovible» (expresión de «La brecha») pero del que se esperaba una reacción. Esas movilizaciones, en su afán de no causarle ningún disgusto a nadie, ni siquiera trataron de impedir en la práctica el transporte de los soldados españoles a Iraq, que no obstante prestaron su colaboración bélica a cambio de un sueldo miserable (en todos los sentidos del término). Asimismo, por mucho que los redactores de Contrapoder pretendan ser más realistas que sus críticos a la hora de enfocar las movilizaciones tradicionales, salta a la vista que sueñan (como buenos ciudadanistas) con las formas petrificadas de las gestas de los movimientos revolucionarios de antaño; en primerísimo lugar, con la manifestación de masas, cuyo sentido no se cuestiona. Al mismo tiempo, aunque critiquen las manipulaciones de quienes querían erigirse como representantes de las masas (actores de cine o incluso el infame juez Garzón), no ven nada raro en esa Plataforma Cultura contra la Guerra, que suponía la enésima apuesta de los precarios de la cultura por valorizar su propia mercancía artística; o en esos camiones con sound system en la cabeza de las manifestaciones que tanto contribuyen a neutralizar la comunicación y a convertir cualquier forma de protesta en una alegre y simpática chanza. Hay que considerar «críticas» o «comprometidas» películas como La pelota vasca o Noviembre para deleitarse con las escenas ««espectaculares que se dieron aquellas fechas: «técnicos que hablaban con artistas, comerciantes senegaleses saliendo de locutorios en masa para responder a las consignas emitidas desde un coche okupa, mujeres de la limpieza participando activamente en las asambleas de los universitarios, etc.». Digno de grabar en formato digital.
Apuntes sobre el 11-M
Javier Rodriguez Hidalgo
En su paz, fuerza de trabajo. En sus guerras, carne de cañón.
Pintada en una pared de Bilbao a mediados de septiembre de 2001
Poco antes de las ocho de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, una decena de bombas explotó en cuatro trenes de cercanías madrileños, matando a 192 personas e hiriendo a más de mil. En su mayoría, las víctimas eran asalariados, incluidos numerosos inmigrantes, que se dirigían a sus lugares de trabajo. Los atentados ocurrieron tres días antes de las elecciones legislativas para las que se auguraba la tercera victoria consecutiva del PP, en el gobierno desde 1996. La primera declaración gubernamental respecto a los atentados, a la una del mediodía, corrió a cargo del presidente del gobierno del Partido Popular, José María Aznar, que, aunque no citó las siglas ETA, dio a entender que esta organización era la responsable de la carnicería e insistió en que las víctimas lo habían sido por su españolidad, si bien varias decenas de los muertos eran extranjeros. Media hora más tarde, el ministro de Interior, Ángel Acebes, acusó explícitamente a ETA como culpable y tachó de «miserables» a quienes apuntaran otras opciones. Se refería sobre todo a Arnaldo Otegi, portavoz de Batasuna (cuya lista había sido ilegalizada una vez más para esas elecciones), que en una rueda de prensa a las diez y media de la mañana había descartado incluso «como hipótesis» la posibilidad de que la matanza fuera obra de ETA y había sugerido que la «resistencia árabe» podía ser la verdadera responsable.
Las primeras declaraciones de condena, no obstante, llegaron por parte del nacionalismo vasco. A las 9:30, el lehendakari Ibarretxe consideró a ETA culpable de las muertes y se desmarcó de forma racial: «no son vascos, son alimañas». Aralar, partido escindido de la izquierda abertzale, hizo algo parecido pocos minutos después. A lo largo del día irían sucediéndose más condenas similares de casi todo el espectro político, no sólo parlamentario. CGT, Ecologistas en Acción de Cádiz o el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe se sumaron a un coro uniforme en el que se atribuía indiscutiblemente toda la responsabilidad a ETA. Gaspar Llamazares, secretario general de Izquierda Unida, condenó la «barbarie nazi» de la organización armada. Lo único en que disentirán las proclamaciones públicas de repulsa es en su interpretación de lo que debería suceder a continuación. La derecha más audaz desempolvó su petición de instaurar legalmente la pena de muerte, pero casi todas las diferencias se diluyeron en un llamamiento a la solidaridad con las víctimas y a la denigración de ETA. El día transcurrió con un tono monocorde de insistencia en la autoría vasca, con declaraciones de apoyo de instituciones internacionales: la delegación española en la ONU presentó una resolución de condena del «grupo terrorista ETA» que fue aprobada por el Consejo de Seguridad, y todas las embajadas españolas transmitieron comunicados en ese sentido a los medios de sus respectivas países. Aunque la prensa internacional, vistas las características de la matanza y conociendo los antecedentes políticos (especialmente la participación de España en la invasión de Iraq), apostaba ya por Al Qaeda como responsable, las primeras fisuras del mensaje oficial no aparecieron hasta las ocho de la tarde de aquel 11 de marzo, cuando se dio a conocer la noticia de que una furgoneta con cintas de propaganda islamista y versos del Corán había aparecido en Alcalá de Henares. Dicha furgoneta había sido descubierta por la policía ya a las once de la mañana, después de que un portero declarase haber observado movimientos sospechosos en los alrededores de la estación de tren.
La prensa española se mostró desde el primer momento sumisa a las órdenes del Gobierno. El propio presidente habló a la una y media del mediodía por teléfono con los directores de los periódicos de mayor tirada para convencerlos de la autoría de ETA. Curiosamente, sólo El País incluyó las siglas «ETA» en su titular de la edición especial de la tarde. No sólo los periodistas corrientes sino también casi todos los invitados extraordinarios a los que se ofreció la posibilidad de opinar sobre la tragedia se sometieron a la consigna oficial: había sido ETA. Desde José Saramago a Ismael Serrano, pasando por los previsibles Fernando Savater y Carlos Martínez Gorriarán, se insistió hasta la saciedad en que sólo esta organización podía haber puesto las bombas. La realidad es que, después de la bomba del café Rolando (11 muertos en 1974), en su historia las peores matanzas de civiles causadas por ETA habían sido objetivos no deseados: 7 en Atocha, Chamartín y Barajas (1978), 21 en Hipercor (1987), 9 en la casa-cuartel de Zaragoza (1987) y 7 en la casa-cuartel de Vic (1991). Ahora bien, en el caso de Madrid era obvio que la meta era precisamente matar a la mayor cantidad posible de población civil inerme.
Mientras los medios audiovisuales se regodeaban bárbaramente en las imágenes de los atentados, mostrando incluso a víctimas reconocibles para sus allegados, y toda la prensa se volcaba en cubrir la masacre (casi todos los periódicos publicaron una edición vespertina), los expertos habituales se dedicaron a encontrar todo tipo de argumentos para señalar a ETA: desde el intento de atentado en Chamartín por un comando de la organización desarticulado en diciembre de 2003 hasta su fanatismo nacionalista, todo parecían ser razones para considerar la carnicería como algo perfectamente coherente con la línea de la lucha armada independentista. Ni siquiera la reivindicación del atentado por parte de una «Brigada de Abu Hals al Masri» en un diario árabe de Londres a media tarde sirvió para alterar gran cosa el debate en torno a la autoría, si bien el rey español intervino públicamente hacia las 20:30 para condenar los atentados del modo en que lo había hecho Aznar: sin aludir expresamente a ETA.
El 12 de marzo continuó el bombardeo mediático señalando a ETA, con leves alusiones a la posibilidad de una autoría islamista. La policía aseguraba seguir trabajando prioritariamente en la primera hipótesis, aunque más tarde (después de las elecciones) se sabría que entre bastidores sucedía exactamente lo contrario. El mismo día (a las 18:30) se anunció que una mochila sin detonar había sido recogida de uno de los trenes, y ésta se convertiría en la pista (por la tarjeta del teléfono móvil que debía accionar el dispositivo) que conduciría a las primeras detenciones, el sábado 13 de marzo. Ese viernes iban a tener lugar por la tarde las manifestaciones de condena del atentado; la más importante, la de Madrid, recorrería las calles con el lema «Con las víctimas, con la Constitución, por la derrota del terrorismo», eslogan que sólo tenía sentido en caso de que ETA fuera realmente responsable de los atentados, mientras que todos los periódicos internacionales titulaban ya con Al Qaeda como culpable. (Cuando aludamos a «Al Qaeda» nos referiremos en lo sucesivo al conjunto de siglas, a menudo efímeras, que utilizan las organización islamistas para reivindicar sus atentados. No existe una unidad orgánica de todas ellas, obviamente.)
El PP siguió insistiendo en la autoría de ETA, pues en el caso de que el atentado fuera obra de islamistas -a modo de respuesta por la implicación de España en la guerra de Iraq- el resultado electoral iba a serle adverso. Más llamativa resulta la forma en que los partidos de la presunta oposición se esforzaron en no romper el monólogo oficial en un momento en que claramente tenían algo que ganar. Así las cosas, una llamada telefónica al diario Gara y a ETB en nombre de ETA poco antes de que comenzara la manifestación de Madrid rechazaba toda responsabilidad de la organización en la colocación de las bombas. Acebes negó la credibilidad de dicha llamada. La marcha de Madrid fue multitudinaria, como las del resto de capitales de provincia. En Barcelona, los dirigentes del PP Josep Piqué y Rodrigo Rato tuvieron que salir de la marcha al verse increpados por manifestantes, que los acusaron de asesinos y mentirosos. En Madrid, más tímidamente, se oyeron algunos gritos de «¿Quién ha sido?».
Al día siguiente, jornada de reflexión según la ley electoral española, pero que se vivió en pleno bombardeo mediático antiabertzale, el diario Gara publicó un comunicado de ETA negando más detenidamente la responsabilidad de la matanza, que se achacaba a la política exterior del gobierno del PP, especialmente por su alineación junto al bloque de las Azores (EE.UU. y Gran Bretaña). El día anterior la televisión pública vasca había dado cuenta del mismo texto, remitido igualmente por la organización armada. Sin embargo, eso no pudo impedir otro asesinato, esta vez en Pamplona: una mujer quiso colgar un cartel de «ETA no» en la panadería de un militante de la izquierda abertzale, a lo que éste se negó. La mujer, furiosa, fue a contar lo sucedido a su marido, policía nacional, y éste acudió a la panadería junto a su hijo. Ángel Berrueta, vecino del barrio de San Juan, murió por la combinación de balazos del policía y de las puñaladas asestadas por el hijo de éste. A lo largo del día se producirían enfrentamientos con la policía en la capital navarra para protestar por el homicidio. La prensa española, que apenas abordó el suceso, lo presentó como algaradas propias del independentismo vasco.
Por la tarde la policía realizó las primeras detenciones relativas a los atentados: tres marroquíes y dos indios, en el barrio de Lavapiés. Ángel Acebes seguía insistiendo mientras tanto en la prioridad de ETA como línea de investigación, aunque sugirió que podía haberse dado una colaboración vascoislamista. A partir de las seis de la tarde, mediante convocatorias realizadas por SMS y correos electrónicos, comenzaron a producirse concentraciones de personas ante las principales sedes del PP en capitales españolas. La más importante tuvo lugar ante su sede central, en la calle Genova de Madrid. En dichas concentraciones se corearon eslóganes exigiendo la verdad antes de las elecciones, aunque muchos otros dejan claro que la verdad era cosa sabida: «Vuestras guerras, nuestros muertos». El candidato del PP a la presidencia, Mariano Rajoy, denunció la ilegalidad de esas convocatorias en plena jornada de reflexión, aunque la policía se limitará a formar un cordón ante las sedes rodeadas, desobedeciendo, al parecer, la orden de cargar contra los manifestantes. El día concluirá con manifestaciones improvisadas, caceroladas y protestas diversas; en el caso de Madrid, hasta bien entrada la madrugada. Todos estos actos fueron pacíficos por parte de los manifestantes, lo cual no fue un problema para que la Ertzaintza detuviera a uno de ellos en la concentración de Bilbao. En algunos lugares del País Vasco hubo sabotajes para protestar por la maniobra del gobierno.
Las protestas del sábado forzaron que la prensa reconociera finalmente el engaño en el que había participado voluntariamente. Salvo algún caso grotesco, como el del diario El Mundo, que sugería una responsabilidad híbrida ETA-Al Qaeda, y la prensa dirigida por el Gobierno, con Televisión Española reviviendo los tiempos del No-Do franquista, la posibilidad de que ETA hubiera podido matar a casi dos centenares de personas en Madrid fue desechada. Por el contrario, una nueva muerte no pudo hacerse oír por encima del cerco informativo. La izquierda abertzale había convocado en todo el País Vasco manifestaciones de protesta, ilegalizadas de inmediato, para protestar por el asesinato de Berrueta. Aunque en algunos lugares la policía no se dejó ver, en otros reprimió los actos con virulencia. Tras una carga policial, una vecina de Hernani sufrió un paro cardíaco. Después de que la Ertzaintza hiciera lo posible para entorpecer los cuidados médicos, Conchi Sanchis murió en el hospital.
Con una participación mayor que en las anteriores elecciones legislativas, y respecto a las cuales el PP perdió muy pocos votos, el PSOE se benefició de una inyección de papeletas por la indignación popular, que se manifestó ese día en forma de una mayor afluencia a las urnas. El PSOE, que había hecho lo posible para recuperar la desgana por la presencia del ejército español en Iraq y, en general, por el malestar generado durante la segunda legislatura del PP, ocuparía el gobierno semanas más tarde y ordenaría la deseada retirada de tropas.
El comando integrista que había cometido los atentados fue supuestamente desarticulado en las semanas posteriores. Después de tratar de atentar infructuosamente contra el AVE Madrid-Sevilla, al parecer siete de sus integrantes se suicidaron con una bomba en un piso de Leganés (lo que también llevó a la tumba a un GEO); varias decenas de sus presuntos colaboradores fueron detenidos, incluyendo una «trama asturiana» de ex mineros y pequeños delincuentes que presuntamente habían obtenido la dinamita utilizada en los trenes; y la policía dio por fugados a unos pocos activistas.
Desde entonces, el PP ha achacado su derrota electoral a una conspiración en que, según sus insinuaciones, pueden haber participado desde los servicios secretos marroquíes a ETA o el propio PSOE. Lejos de reportarle una merma en votos, el PP ha vuelto a ser en las elecciones del 27 de mayo el partido más votado de España. El juicio de los terroristas que atentaron el 11-M ha sido muy largo, y su sentencia se espera para este otoño. Diversas asociaciones de víctimas se disputan la representación de los afectados por las bombas, incluyendo algunas vinculadas estrechamente al PP. Grupos de extrema derecha con el nombre de «Peones negros» insisten en la teoría de la conspiración, auspiciada sobre todo por tres medios en los que el ex trotskista Federico Jiménez Losantos tiene un gran peso: El Mundo, Libertad digital y la cadena COPE. Los asesinos materiales de Ángel Berruela están en prisión; no así la inductora del crimen. En cuanto a Conchi Sanchis, ni siquiera ha habido una investigación para esclarecer las condiciones de su muerte.
II
Un detalle significativo, una anécdota de trascendencia categórica: el mitin más numeroso que hubo en Euskadi durante la campaña electoral que desembocó en las urnas del 15 de junio de 1977 se dio en Bilbao, en la Feria de Muestras. Asistieron de tenores nada menos que Santiago Carrillo, el comunista histórico Ramón Ormazábal y la presencia estelar de una vasca universal, Dolores Ibárruri Pasionaria. Quienes estuvieron no lo olvidarán. Fervor y pasión en sobredosis. Todo transcurrió entre vítores y ovaciones, pero cuando Ramón Ormazábal mencionó con dureza su rechazo a las actividades terroristas de ETA, los pitidos de la multitud apagaron sus palabras.
Gregorio Moran, prólogo a la reedición de 2003 de Los españoles que dejaron de serlo
No puede explicarse lo que sucedió aquel 11 de marzo y los días siguientes sin tratar de entender en qué se ha convertido la «cuestión vasca» dentro del imaginario español. Si casi toda la población española creyó desde el primer momento que ETA estaba detrás de los atentados no se debió a que un improvisado rodillo mediático comenzara a funcionar perfectamente en ese mismo momento. Ese rodillo ha funcionado, por supuesto, pero desde hace décadas. Y sin embargo, tampoco es él solo el responsable del engaño colectivo que ensayó el gobierno del PP durante aquellos cuatro días de marzo. Una mentira no se pronuncia en el vacío, sino ante un receptor al que se quiere engañar; y, si éste dispone de una inteligencia crítica, el embuste, así se repita mil veces, no sirve de nada.
El Estado español se ha servido durante medio siglo de una auténtica estrategia de guerra en su empeño por aniquilar al independentismo vasco. Dicha estrategia se ha mantenido sin altibajos ni grandes diferencias desde el franquismo hasta nuestros días, y debería bastar por sí sola para demostrar a las claras sobre qué se construyó esta democracia. Por eso conviene hacer un repaso de sus rasgos fundamentales, especialmente en lo que tiene que ver con lo que nos interesa, la crítica social.
En primer lugar, es necesario recordar que la población española no ha contemplado siempre del mismo modo la lucha armada en el País Vasco. Ante el velocísimo declive de las esperanzas transformadoras que había despertado un pujante movimiento asambleario en los últimos años del franquismo y sobre todo en los primeros momentos de la Transición, la violencia política vasca se convirtió en un referente que atraía simpatías de todos los rincones de la península Ibérica, y no sólo por parte de quienes compartían sus objetivos. Tuvieron que pasar décadas para que las convocatorias de condena por los atentados de ETA empezaran a ser realmente masivas. A ello contribuyó, claro está, el uso del coche-bomba como arma por parte de la organización a comienzos de los años ochenta, especialmente con el atentado de Hipercor en Barcelona (19 de junio de 1987), que mató a veintiún civiles y marcó el declive del apoyo popular del que había gozado la lucha armada en los otros lugares bajo administración española. Sin embargo, es imprescindible señalar que la mera violencia de ETA no explica por sí sola, ni mucho menos, la impunidad de que ha gozado el Estado español en su política de guerra. El simple hecho de que abordar el tema se haya convertido en una cuestión tan delicada (que, desde luego, despierta más pasiones que amenazas tan desmesuradas como el cambio climático o la guerra económica global) es ya un síntoma de que la percepción que habitualmente se tiene de lo que sucede en el País Vasco está empapada de irracionalidad. Lo fundamental es la actitud pusilánime de que han hecho gala quienes sinceramente detestaban la propaganda de Estado en torno a la cuestión, pero que, salvo muy pocas excepciones, nunca se han atrevido a mostrar en la práctica su repulsa por la manipulación del poder en cualquiera de sus formas. Este temor a romper el consenso le ha permitido al Estado moldear a toda una generación nacida en el posfranquismo y anular el ejercicio de la crítica. De ahí que ETA haya llegado a convertirse en una verdadera psicosis social en el Reino de España, una especie de enemigo ideal que suscita el más atroz de los consensos: el que establecen entre sí los dominados por orden del poder de Estado. El temor a decir incluso las verdades más evidentes al respecto es pasmosa. En un artículo sobre la «Actualidad de George Orwell» [1], Amador Fernández-Savater reivindicaba la vigencia escandalosa de la obra del escritor inglés apuntando que el «enemigo Goldstein» (de 1984) hoy es... Bin Laden, cuando en realidad, como sabe cualquiera que haya pisado más de un día la dichosa piel de toro, quien protagoniza los dos (o veinte) minutos de odio diarios en España es ETA, y lo hace recabando una aversión mayor que la que se dedica a Al Qaeda. Escamoteos como éste ante la realidad más aplastante ayudan a entender que el Estado español haya podido aislar en una campana la parte del País Vasco bajo su administración para crear su propio laboratorio de la dominación. Uno de los objetivos de Resquicios, como habrán podido comprobar nuestros lectores, es mostrar en la medida de nuestras posibilidades las características del nuevo totalitarismo pero no hay que olvidar que en algunos lugares, incluso del primer mundo, las viejas formas del totalitarismo tradicional no han llegado a desaparecer nunca: escuadrones de la muerte, redadas masivas al amanecer, tortura, ejecuciones extralegales, intoxicación informativa, cierres de periódicos, un código penal paralelo con su propio tribunal de excepción (la Audiencia Nacional), impunidad garantizada para los señores de la guerra del Norte... en definitiva, un campo de pruebas en el que España ha buscado el remedio a sus males. Ahora bien, nada de esto se ha hecho a escondidas. El mero sentido común, o el olfato, ha bastado en las últimas tres décadas para comprobar que el Estado, como decía el presidente socialista Felipe González, «también se defiende en las alcantarillas». O, como proclamó ya en 1985 Alfonso Guerra: «Montesquieu ha muerto».
Por eso resulta indignante el silencio que han guardado con tanta frecuencia algunos de quienes dicen ser críticos con el asfixiante estado de las cosas ante las atrocidades más graves perpetradas por el Estado en la «guerra del Norte». Desgraciadamente, lo que se ha dado en la práctica es un abandono del terreno por parte de los que han querido ejercer una cierta oposición, de tal forma que de este laboratorio sólo el Estado ha aprendido algo. Mostrar una solidaridad efectiva contra los crímenes del poder en el País Vasco habría sido incluso una forma de prevenirse de probables males futuros; en efecto, las medidas de excepción aprobadas para actuar contra la disidencia abertzale no sólo han crecido en proporción inversa a la subversión que querían contener, sino que en un futuro podrán aplicarse contra cualquiera. A menudo la ausencia de esta solidaridad se ha debido a la soberbia política que garantizan las diversas ideologías de extrema izquierda, y que ha permitido a sus adherentes despreciar al independentismo vasco; pero de eso hablaremos más adelante. Ahora nos interesa insistir lo principal: ningún movimiento político que pretenda cuestionar esta sociedad puede obviar que el Estado, en el momento en que decida tomarlo en serio, recurrirá a cualquier método para acabar con él o reconducirlo a una oposición inofensiva. Poco importa que dicho movimiento, cuando aparezca, sea pacifista, agroecológico, antiindustrial o primitivista.
Volviendo al caso del 11-M, para entender por qué casi toda la población española pensó espontáneamente en ETA cuando empezaron a llegar las primeras noticias sobre las bombas de Madrid, hay que recordar lo que supusieron los ocho años anteriores del gobierno del PP; pero también es imprescindible repasar la claudicación de los que pretendían hacer oídos sordos al discurso oficial. Quizá así entendamos los razonamientos que se dieron aquel día, como los que describe un panfleto publicado en formato electrónico el 12 de marzo: «hubo quienes dijimos que no, que eta no había sido la responsable del atentado, o que al menos lo dudábamos. Vecinos y familiares repitieron robóticamente las mismas sandeces que oían por la radio y el televisor: "menuda falta de escrúpulos", "antipatriota", "ni puta idea tienes de lo que son capaces de hacer esos asesinos", "antidemócrata", etc» [2].
El gobierno de José María Aznar no tardó en trastocar la línea mantenida por el PSOE desde 1982: represión selectiva contra el independentismo armado y buen trato con el nacionalismo colaboracionista. Sólo un año después de su llegada al poder, el PP aprovechó la coyuntura brindada por la muerte del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, rehén a manos de ETA, para romper la baraja. Pero, si bien el gobierno aznarista pasó a buscar el enfrentamiento contra cualquier forma de nacionalismo no españolista, su política represiva no era nueva. PNV y PSOE, con la aquiescencia de la población, ya habían puesto en los noventa las bases para el ensañamiento jurídico-policial que no haría más que recrudecerse en los años siguientes. Cierto que la ofensiva contra cargos electos del PP sin relevancia, que ETA retomaría estúpidamente tras la ruptura de la tregua de Lizarra-Garazi en diciembre de 1999 (ampliándola también a los del PSOE), facilitó la labor de la propaganda de Estado; sin embargo, hay que insistir una vez más que eso no lo explica todo. Por aquellos años, especialmente a raíz de la firma del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo entre PP y PSOE (otoño de 2000), un nuevo cambio en el código penal convertía definitivamente en delitos de máxima gravedad los simples sabotajes. Llegarán a aplicarse penas de quince y hasta dieciocho años por la quema de un solo cajero automático (Oiarzun, Barakaldo) o diecisiete a cada uno de los seis acusados de incendiar un autobús (Basauri). Ante semejante aberración no pudo oírse apenas ninguna protesta relevante. De hecho, se hizo patente entonces que en España la dureza represiva contra la disidencia era una fuente de votos para quien quisiera gobernar el país.
Paralelamente, y esto es lo fundamental, el gobierno del PP emprendió una intensísima campaña ideológica para consolidar su cruzada. Para ello se sirvió de un apoyo mediático rotundo y, sobre todo, de la colaboración o la apatía de muchos. Proliferaron los premios literarios otorgados a obras antivasquistas o anticatalanistas -a veces vergonzosamente malas-, se convirtieron al españolismo algunos antiguos revoltosillos -ex miembros de ETA como Jon Juaristi o anarco-hedonistas como Fernando Savater- y se alcanzaron unas cotas de satanización del enemigo sencillamente delirantes. Todo podía decirse y, de hecho, todo se dijo. Por ejemplo, el inmundo manifiesto Aunque, suscrito entre otros por Günter Grass, Juan Goytisolo, Nadine Gordimer, Paul Preston, Carlos Fuentes o Gianni Vattimo, denunciaba que «Aunque la memoria del Holocausto sea honrada en Europa por el deseo de rehabilitar a las víctimas de la barbarie e impedir que el horror vuelva a cometerse, pocos europeos saben que hoy mismo en el País Vasco ciudadanos libres son injuriados y asesinados [...] por los mercenarios de ETA [...] en una penosa atmósfera de impunidad [sic] moral» (7 de marzo de 2003). Salvo en Cataluña, y no sólo por motivos identitarios, la casi nula oposición con que contó semejante apisonadora permitió que hasta las consignas más reaccionarias calaran en no pocos ambientes de extrema izquierda. Incluso el estilo de hablar acerca de la violencia en el País Vasco empezaba a imitar el chapucero lenguaje periodístico-policial (con la horrísona aliteración «terrorismo etarra» en un lugar destacado).
Haciendo alarde una vez más del olfato que la caracteriza, la izquierda fetén saludó con entusiasmo la ofensiva nacionalista dirigida desde los aparatos de Estado. Un año después de la aparición de El bucle melancólico de Juaristi y de Contra Catalunya de Arcadi Espada, Archipiélago aplaudía así el contexto social que rodeó a ambas obras:
tanto en Cataluña como en el País Vasco, son muchos los intelectuales que, como firmantes del Foro Babel o miembros del Foro Ermua, han decidido unirse en una tarea común: la crítica de los nacionalismos realmente existentes en España. [3]
El nacionalismo español -ni que decir tiene- se contaba para esa revista «de crítica de la cultura» entre los realmente inexistentes. Tan sólo dos años y medio después de que se publicaran las líneas anteriores, el Foro Ermua sacó sus trapos rojigualdas junto a Falange Española en una manifestación por las calles de Donostia. Lo más trágico de estas sandeces es que ayudaron a la difusión de la curiosa idea de que, electivamente, el nacionalismo español era cosa del pasado; en un momento, recordémoslo, en que la campaña patriótica se disparaba hacia alturas dramáticas. Unas palabras de Javier Várela resumen bien lo que muchos españoles, de izquierdas o de derechas, creían falsamente de sí mismos:
Desde la transición política, el problema español sólo existirá entre los nacionalistas periféricos, incapaces de existir sin la mitología romántica sobre la totalidad nacional, que es precisamente la que alimenta la división entre amigo y enemigo, potencialmente destructora de la convivencia. En el resto de España, la metafísica nacionalista sobre la unidad, el destino, la psicología peculiar y los orígenes absolutos se había traducido en problemas de crecimiento económico, democracia y salvaguardia de los derechos individuales. [4]
Sólo la segunda legislatura del PP (guerra del Perejil, anticatalanismo rampante, «agua para todos», etc.) y su regreso a la oposición, con las manifestaciones multitudinarias en pro de la unidad de la patria, pondrían los puntos sobre las íes.
En lo que atañe a la lucha armada, y ciñéndonos una vez más a lo que nos interesa respecto al 11-M, bajo el régimen aznarista también se extendió sólidamente en ciertos ambientes radicales la idea de la equidistancia entre ETA y el Estado. A ello contribuyó decisivamente la labor de la plataforma Elkarri, tan bien considerada por los progres, aunque naciera de la puñalada por la espalda a la lucha contra la autovía de Leizarán asestada por hombres de aparato de la izquierda abertzale. Visto desde un curioso punto de vista alejado de lo humano y lo divino, ya no era necesario inclinarse ante dicho conflicto: ambos bandos pasaban a ser igualmente execrables. Incluso el que probablemente sea el mejor escrito dedicado a las movilizaciones contra la guerra de Iraq en España aborda la cuestión de la violencia legítima desde esta misma perspectiva:
puede que haya tenido más importancia la crisis que ha sacudido al discurso oficial, y que ha permitido, como en el caso del Prestige, la emergencia de algunas dudas y preguntas muy inquietantes para el poder y para los que lo sirven. No sólo la puesta en cuestión del funcionamiento del sistema, sino, sobre todo, el llamado problema de la violencia, demasiado tiempo secuestrado por el duelo entre la ETA y el Estado. De alguna manera, en estos meses mucha más gente de lo habitual se ha planteado a qué llamamos violencia, violentos, terrorismo, asesinato, legitimidad de los políticos demócratas que dan lecciones de pacifismo, razón de Estado, de tal manera que el hechizo del espectáculo ha dado síntoma de quedar en suspenso, y sus mentiras rotas ante la realidad. [5]
Hablar de un «duelo entre la ETA y el Estado» denota la idea de una cierta simetría en la relación de fuerzas, o incluso en las intenciones, de ambos bandos. Por desgracia, ni siquiera esa bocanada de aire fresco que menciona José Manuel Rojo en su artículo ha sido capaz de oxigenar el debate en torno a la violencia, como demostró la reacción automática de la gran mayoría de los ciudadanos el día de los atentados en Madrid.
Peor aún que con el concepto de la simetría, no han faltado izquierdistas de toda laya dispuestos a llegar al extremo del acatamiento absoluto de la propaganda anti-ETA. Para creer que es ETA quien podía estar detrás de las bombas que mataron a casi dos centenares de personas en aquellos trenes de Madrid hay que estar previamente convencido de que los militantes de esa organización son capaces, literalmente, de todo. Eso ya venían diciéndolo los periodistas al servicio de Interior desde hacía años, pero hasta ciertos ex radicales se sumaron al griterío, como un experto en psicología crítica que aportó su propia descripción del funcionamiento de un Einsatzkommando de las SS:
El asesinato ordenado desde la cúspide de una organización militar exige de los soldados, de los valientes gudaris, la obediencia ciega, sitúa al frío pistolero adoctrinado y fanatizado codo con codo con los que pueden matar y morir por la patria, convierte al derramamiento de sangre en fuente de nuevos lazos sociales hasta formar una unión férrea, indisoluble, totalitaria. [6]
Estos ejemplos están tomados casi al azar. No es difícil encontrar cientos de diatribas semejantes en publicaciones políticas de crítica o simplemente de izquierda {CNT, Polémica, Libre pensamiento, un sinnúmero de panfletos marxistas o anarquistas...); por no hablar de que nunca falta un imbécil para descubrir que ETA es una pura emanación de los servicios secretos españoles (véase la correspondencia de este número). Ahora bien, a la hora de la verdad la famosa equidistancia entre ETA y el Estado se desvanece, y las almas bellas prefieren arrimarse a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Así, el Colectivo Editorial Indymedia Madrid hizo público un comunicado a las 16:29 horas del 11 de marzo de 2004 en que podía leerse lo siguiente:
Nosotros no sabemos quién es el responsable de este acto de barbarie, pero sí sabemos que ETA desprecia absolutamente la vida de la sociedad civil y querría enfrentarse sin sus fastidiosas mediaciones al Estado directamente, alimentando la lógica del estado de excepción. [7]
Por lo tanto, estos estrategas se situaron más cerca de la «hipótesis ETA» en un momento en que las ediciones digitales de los principales periódicos conservadores de Europa (The Times, La Repubblica) ya juzgaban a Al Qaeda como primera posibilidad. (Recordemos de paso que a esas horas ya habían sido agredidos los primeros presos políticos vascos. Huelga decir que los carceleros que azuzaron esas palizas prestan más atención a Federico Jiménez Losantes que a Indymedia, pero el CEIM habría tenido por lo menos el orgullo de haber desafiado la corriente.)
Sólo este absurdo nivel de aceptación militante de la propaganda de guerra española permite entender la forma en que murieron en el País Vasco, los días sucesivos a la tragedia de Madrid, Ángel Berrueta y Conchi Sanchis. En un clima de linchamiento mediático apabullante, el cerco informativo en torno al homicidio de Pamplona fue grande. Peor aún, en el caso de Hernani, en plena jornada electoral («la fiesta de la democracia», para los políticos y periodistas más cursis), la policía vascongada al servicio de la Corona española pudo matar a Conchi Sanchis en medio de un silencio glacial. Todavía hoy relatos de lo acontecido en aquellos cuatro días de marzo pasan por alto esta muerte.
El independentismo vasco, ante el cual la izquierda española ha cambiado tantas veces de postura en los últimos años (como siempre ante un conflicto que no se da en las coordenadas que le interesan), no es desde luego un movimiento revolucionario que permita soñar con la abolición del Estado y de la mercancía (tampoco el anarquismo español, dicho sea de paso). En realidad se trata de un movimiento secesionista más bien clásico, que ha recibido la influencia de otros movimientos armados de su época: el guevarismo, los tupamaros, el FLN argelino y, sobre todo, el IRA. Nada sublime, como puede verse. ETA puede considerarse más bien el último avatar de las largas resistencias al centralismo que han protagonizado los oprimidos de esta cárcel de pueblos que es España, lo cual no quiere decir que todas esas resistencias hayan sido iguales, pero en cualquier caso no estaban circunscritas al País Vasco. En más de una ocasión, la lucha contra la modernización era al mismo tiempo una lucha contra el Estado central. Chateaubriand, que había recorrido la península Ibérica, ya lo había observado hace casi dos siglos :
También es posible que esta misma España subsista durante algún tiempo en el estado popular, si se constituye en repúblicas federadas, agregación a la que es más propicia que cualquier otro país por la diversidad de sus reinos, de sus costumbres, de sus leyes e incluso de su lengua. [8]
Es innegable que hoy día incluso el sueño de una escisión en forma de Estado-nación soberano es una ilusión escuálida. El País Vasco, especialmente en sus últimas décadas, ha sufrido un devastador proceso de modernización que ha hecho de todo proyecto de autonomía material, incluso en términos estatistas, una quimera. Sin embargo, es de justicia reconocer que dicho proceso habría tenido lugar también sin ETA: por el contrario, la persistencia de su actividad armada ha causado el efecto innegable de mantener una conflictividad social en el País Vasco un poco por encima de lo que lo rodea. Dicho de otro modo: sólo ETA ha disputado seriamente al Estado el monopolio de la violencia legítima. Es más bien la insondable apatía social que la Transición instauró en la sociedad española, antes que la violencia de ETA, lo que explica la creciente aprobación popular con la que ha contado en los últimos años el Estado en su política de «mano dura» contrainsurgente. (Por cierto que la guerrilla que contribuyó a la expulsión de las tropas francesas de la península Ibérica hace dos siglos, y a la que incluso Marx consideró revolucionaria, no fue precisamente un modelo para la Convención de Ginebra. Eso no impide que el nacionalismo español haya podido canonizarla como origen de las esencias patrias.) Por mucho que se quiera cargar el maloliente cadáver de la izquierda española sobre la espalda de ETA, como ha tratado de hacer por ejemplo Ramón Fernández Duran en dos textos recientes [9], lo honrado sería admitir que el Reich de los quinientos años se sostiene solo: tiene su Ejército, sus cuerpos de policía, sus intelectuales progres que condenan la violencia, su familia real y su selección de fútbol. Antes bien, lo que la percepción generalizada en torno al «conflicto vasco» pone de manifiesto es el profundo estado de alienación y la adhesión espontánea al régimen, en esto como en todo lo demás; pero aquí de forma más explícita. Por eso, cuando una decena de bombas explotó en Madrid el 11 de marzo de 2004, el Estado apenas tuvo necesidad de señalar a ETA; y es lícito preguntarse si la reacción popular de repulsa no habría sido más tibia en el caso de que se hubiera conocido desde un primer momento la autoría de Al Qaeda.
III
Viva la resistencia iraquí, pero no aquí.
Octavo punto del «Decálogo de lo que dicen algunos progres sobre la lucha armada», LSD Herald Tribune
El otro gran asunto que hay que desentrañar para comprender aquellas jornadas de marzo lo conforman las movilizaciones contra la guerra de Iraq, que habían tenido lugar en España un año antes. Dichas movilizaciones, que por la participación del gobierno de Aznar en el bloque de las Azores en España fueron mayores (y, por ende, más importantes) que en otros lugares, canalizaron el rechazo creciente de una parte de la población hacia el gobierno de forma más intensa que lo habían hecho antes la crisis del Prestige, la huelga general del 20 de junio de 2002 o el autoritarismo y la chulería cada vez más manifiestos de la derecha en todas sus expresiones. La agitación surgida en torno a la decisión del gobierno del Partido Popular de apoyar unilateralmente el proyecto de invasión angloestadounidense en Iraq es el germen de las convocatorias anónimas que tendrían lugar el día 13 de marzo ante las principales sedes del PP, sobre todo en Madrid. Antes de analizar lo que pudieron ser aquellas concentraciones improvisadas (lo que quedará para el cuatro punto), repasaremos en sustancia la movilización contra la guerra de Iraq.
El proyecto de una invasión del territorio iraquí había sido concebible desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, y se hizo real finalmente en la primavera de 2003. La justificación teórica, risible, era que Iraq conservaba armas de destrucción masiva, que, como se confirmaría más adelante, sólo existieron en los informes mentirosos que Estados Unidos quiso dar a conocer a la opinión pública. La indignación que suscitó la prepotencia militar de EE.UU. fue el detonante de grandes movilizaciones cuantitativas en todo el planeta, si bien fueron predominantemente primermundistas. El culmen movilizatorio, que tuvo lugar en la manifestación «global» del 15 de febrero de 2003 (convocada en su origen por el movimiento antiglobalización), mostró que entre las poblaciones de los países más industrializados existía un rechazo moral a la guerra, pero no se dio ni mucho menos un cuestionamiento de las causas reales del conflicto: la vertiginosa dependencia que dichas sociedades han contraído con respecto al petróleo. Evidentemente, el despliegue militar en Iraq tenía como fin asegurar el suministro de crudo que ha alcanzado ya su techo (y que, por cierto, puede ser el motivo de una eventual invasión de Irán, segunda potencia petrolífera mundial). En el caso español, el sentimiento popular de repulsa a la invasión acumulaba el hartazgo del resto de desmanes protagonizados por el gobierno del PP. Al mismo tiempo supuso una especie de contrapeso a la campaña de propaganda ideológica de la derecha española, que estaba revisando incluso su tabú favorito: la guerra civil y el franquismo. La derecha que apoyaba a Bush y Blair en la cumbre de las Azores (marzo de 2003) era la misma que salía por fin del armario y devolvía a su lugar en la historia a sus caídos (como ese Melitón Manzanas, torturador franquista en Gipuzkoa muerto por ETA en 1968 y convertido en «víctima del terrorismo» en 2001 con el consentimiento del PSOE).
Que las movilizaciones contra la guerra carecieran de un contenido antimilitarista, precisamente cuando la insumisión al Ejército fue uno de los grandes acontecimiento de la política española en los años noventa, se explica en parte por lo espontáneo de dichas movilizaciones, en las que participaron muchísimas personas que no procedían de ambientes politizados. Un veterano grupo antimilitarista vasco, Gasteizkoak, publicó estas reflexiones después del acontecimiento:
las campañas de oposición a las dos últimas intervenciones/agresiones/guerras oficiales [10] (Afganistán e Irak) no solo no han servido para apelar y poner medios e instrumentos al desarrollo de ese antimilitarismo latente sino que han sucumbido en un antibelicismo parcial, puntual, ñoño y en gran parte cómplice del imperialismo (capital-militarista) occidental.
[...] Lo que visto desde fuera podría llegar a interpretarse como exitosas movilizaciones (atendiendo simplemente al número de personas movilizadas), a nuestro entender no han sido sino grandes campañas de lavado de imagen de la pseudo izquierda más rancia y de su grupo de corifeos intelectuales.
Bajo rimbombantes lemas hueros como Paremos la Guerra (como si éstas pudieran detenerse simplemente con las movilizaciones puntuales que se diseñaban) y con la mentirosa excusa de dotarse de consensos mínimos que hicieran posible Plataformas plurales la derechona travestida de socialdemócrata [...] ha conseguido vaciar de contenidos cualquier intervención pública de las Plataformas. Lo ha hecho impidiendo el mínimo análisis, por simple que fuera, de las raíces o causas que generan las guerras, oponiéndose a cualquier referencia que trascendiera el obscenamente vacío No a la Guerra [...] e incluso, en ocasiones, haciendo el juego a los intereses más espúreos [sic] al dar prioridad en los comunicados públicos a la denuncia de los atentados terroristas por encima del colaboracionismo local en el intervencionismo imperialista. [11]
Es indudable que el éxito de las movilizaciones contra la guerra procede de su negativa a afrontar las verdaderas causas de la invasión. Obviamente no está en manos de ninguna población del primer mundo abandonar de inmediato su dependencia del petróleo pero en cualquier caso era obligado reconocer que, para nuestras sociedades, el combustible fósil a buen precio es una necesidad vital. Por el contrario, la oposición a la guerra atrajo la acumulación de agravios de la LOU, el Prestige, la huelga general de 2002, etc. Además, al margen de la pobreza teórica de la crítica, las prácticas apenas si superaron el nivel de la pataleta tolerada por el Estado. Las apaciguadas movilizaciones del 15 de febrero fueron sucedidas por otras algo más radicales cuando comenzó la invasión (tercera semana de marzo), pero que en ningún caso supusieron una verdadera revuelta, ni siquiera «ciudadana». Por lo demás, dicha radicalización la desencadenó el propio Estado con su represión. José Manuel Rojo lo explica así:
habría que resituar esta experiencia de libertad colectiva en sus justos límites, que son los de la pérdida progresiva de los derechos más elementales de reunión, manifestación y expresión que se ha dado en los últimos quince años. Si un hipotético asiduo a las manifestaciones de los años 80, no digamos ya de las luchas obreras de la transición, hubiera estado en coma durante los años 90 y hubiera despertado de repente para acudir a una de tantas manifestaciones de los últimos años, se hubiera horrorizado ante este modelo de no-manifestación: cinturones de antidisturbios a ambos lados de la marcha, recorridos ridiculamente cortos, ordenadas filas indias en las aceras o en los márgenes laterales de las calles para no interrumpir el sacrosanto tráfico, miedo a moverse y a dejarse ver, pantomimas teatrales para ocultar carencias más serias. [12]
Quienes, contrariamente a estas opiniones, encontraron en las movilizaciones antiguerra una confirmación de sus desopilantes esperanzas transformadoras son, claro está, los negristas de todo pelaje. Después de invocar un concepto-chicle, la multitud, que vale para rotos y descosidos (hablaremos luego de él), semejante salida de la normalidad, aunque fuera como una simple actividad extraescolar, les pareció una especie de regreso de la revolución por la puerta grande. Vale la pena que nos detengamos en un escrito aparecido en una publicación referencial del multitudismo, pues es el único que ha tenido la osadía de abordar la cuestión decisiva de la organización y el «qué hacer» dentro de una movilización mucho más amplia: se trata de «La brecha. Sobre las movilizaciones contra la guerra en Madrid», publicado en el n° 8 de Contrapoder (junio de 2004), con la firma de varios miembros del equipo de redacción de la revista, además de otras personas. De su apéndice, añadido un mes después de los atentados del 11 de marzo, hablaremos en el siguiente apartado.
Primeramente, hay que reconocer la honradez de sus autores, que se atreven a adelantar opiniones sobre cuestiones controvertidas, como es la de la organización en el seno de un movimiento más amplio. Nada que ver, desde luego, con la postura aparentemente más radical pero en la práctica mucho más cómoda de UHP, que en su panfleto «Otra guerra es posible» no supo proponer ante la amenaza de la conflagración más que los tópicos habituales del ultraizquierdismo: la necesidad de radicalizar el enírentamiento total con las burguesías locales, el conflicto entre explotadores y explotados, la abolición del trabajo asalariado y de la mercancía como solución final a la crisis, etc.; en definitiva, deseos piadosos que cualquiera con ganas de cambiar las cosas comparte, pero del todo ajenos a la realidad del Madrid de la primavera de 2004.
En segundo lugar, la sofocante debilidad de las tesis defendidas en «La brecha» nos permitirá entender la obcecación de algunos críticos en no entender verdaderamente en qué condiciones vivimos y, derivada de ella, la incapacidad de incidir de ninguna forma subversiva en la realidad. Ante todo, sus autores aplauden las movilizaciones contra la guerra reivindicando que, pese a su carácter efímero y a no haber dejado apenas huella, existe una especie de rastro invisible que reaparecerá en el futuro, al modo del «viejo topo» de Marx, que sigue cavando en la Historia incluso en los periodos contrarrevolucionarios. Ahora bien, este argumento, si se mira con atención, es una prevención inatacable contra toda crítica dirigida al espejismo antibélico:
¿Por qué ensañarse con la nada, pues? Desde luego no hubo un «movimiento contra la guerra», entendido como un sujeto articulado con opiniones y estructuras organizativas propias, sino más bien unas «movilizaciones contra la guerra», el lapso breve y la existencia difusa (pero amenazadoramente concreta) de un «lugar común» (como fue el «no a la guerra»). Pero eso no indica que «no pasara nada», sino que la mirada tradicional -en el peor sentido de la palabra, es decir, la mirada que coloca en el centro un Modelo desde el que se juzga el eterno retraso de las prácticas políticas reales- no aferra ya la capilaridad de las transformaciones en curso y sus formas inéditas de emergencia, sedimentación, acumulación.
Lo cual viene a significar que, aunque el sentir popular contra la guerra pudo parecer una ilusión, en el fondo ha dejado una huella que, desgraciadamente, sólo los que posean una mirada moderna serán capaces de captar. ¿Qué la diferencia en realidad de las «miradas tradicionales»? Sólo su optimismo, nos tememos. La prueba de que las movilizaciones no dejaron ningún poso serio llegó un año después, con la reacción a los atentados de Madrid, y estuvo a la misma altura canija. El lloro del «No a la guerra» dio paso al impotente «¿Quién ha sido?».
Pero no nos adelantemos. Volviendo a la agitación contra la guerra en Iraq, los autores de «La brecha» se esfuerzan en denostar la disyuntiva «reformista/radical», sobre todo cuando algunos críticos han aplicado la etiqueta de ciudadanista a esa efímera moda antibélica. En realidad, el término ciudadanismo no es otra forma de designar al reformismo, como explica bien Rene Riesel:
el ciudadanismo evidentemente no es un reformismo, pues el reformismo sólo prosperó en tanto que subsistió el temor a un trastorno de los cimientos del orden social, es decir, durante tanto tiempo como existieron las fuerzas prácticas que parecían expresar el deseo de tal trastorno o ser capaces de acometerlo. Esta situación ya no existe. Allí donde el reformismo prometía el progreso y la justicia social en el marco de la sociedad existente, el ciudadanismo no promete nada. Sólo pide. [13]
Y, en efecto, pedir -y nada más que pedir- es lo que hicieron las movilizaciones contra la guerra en Iraq, que se dirigían a un «gobierno inamovible» (expresión de «La brecha») pero del que se esperaba una reacción. Esas movilizaciones, en su afán de no causarle ningún disgusto a nadie, ni siquiera trataron de impedir en la práctica el transporte de los soldados españoles a Iraq, que no obstante prestaron su colaboración bélica a cambio de un sueldo miserable (en todos los sentidos del término). Asimismo, por mucho que los redactores de Contrapoder pretendan ser más realistas que sus críticos a la hora de enfocar las movilizaciones tradicionales, salta a la vista que sueñan (como buenos ciudadanistas) con las formas petrificadas de las gestas de los movimientos revolucionarios de antaño; en primerísimo lugar, con la manifestación de masas, cuyo sentido no se cuestiona. Al mismo tiempo, aunque critiquen las manipulaciones de quienes querían erigirse como representantes de las masas (actores de cine o incluso el infame juez Garzón), no ven nada raro en esa Plataforma Cultura contra la Guerra, que suponía la enésima apuesta de los precarios de la cultura por valorizar su propia mercancía artística; o en esos camiones con sound system en la cabeza de las manifestaciones que tanto contribuyen a neutralizar la comunicación y a convertir cualquier forma de protesta en una alegre y simpática chanza. Hay que considerar «críticas» o «comprometidas» películas como La pelota vasca o Noviembre para deleitarse con las escenas ««espectaculares que se dieron aquellas fechas: «técnicos que hablaban con artistas, comerciantes senegaleses saliendo de locutorios en masa para responder a las consignas emitidas desde un coche okupa, mujeres de la limpieza participando activamente en las asambleas de los universitarios, etc.». Digno de grabar en formato digital.