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¿Qué significa revolucionar? Significa conspirar contra un estado de cosas que no convienen; significa tratar de desorganizarlo para poner en su lugar algo más valioso. Por ejemplo, supongamos que España pierda súbitamente a los hombres esencialmente productores, los que dan los productos más importantes, los que dirigen los trabajos más útiles a la nación, y los que la hacen productiva en las ciencias, en la agricultura, en las bellas artes y en las artes y oficios, ellos son realmente la flor y nata de la sociedad española; son ellos, entre todos los españoles, los más útiles a su país, los que le proporcionan mayor gloria, los que más aceleran su civilización así como su prosperidad; la nación se convertiría en un cuerpo sin alma en el momento que los perdiera; caería inmediatamente en una situación de inferioridad con relación a las naciones de las que hoy es rival, y continuaría siendo subalterna respecto a ellas mientras no reparase esta pérdida, en tanto que no le volviera a brotar una cabeza. España necesitaría, por lo menos, toda una generación para reparar esta desgracia; porque los hombres que se distinguen en los trabajos de utilidad positiva son verdaderas anomalías, y la naturaleza no es pródiga en anomalías, sobre todo en las de esta especie.
Pasemos a otra suposición. Admitamos que España conserve todos los hombres de genio que posee en las ciencias, en la agricultura, en las bellas artes y en las artes y oficios, pero que tenga la desgracia de perder, el mismo día, a toda la familia Real, a todos los dignatarios de la Corona, a todos los Ministros de Estado, a todos los consejeros de Estado, a todos los cardenales, arzobispos, obispos, vicarios y canónigos, a todos los jueces, a todos los empleados de los ministerios e instituciones públicas, a todos los amos de los latifundios andaluces y a todos los banqueros, constructores e industriales más ricos. Este accidente afligiría ciertamente a los españoles, porque no podrían ver con indiferencia la desaparición súbita de tan gran número de compatriotas. Pero esta pérdida de individuos considerados como los más importantes de España no causaría pena más que en el aspecto puramente sentimental, porque no resultaría de ella ningún mal político para el Estado.
En primer lugar, debido a que sería muy fácil cubrir las plazas vacantes, pues, existe un gran número de españoles en situación de ejercer dichas funciones. Por consiguiente, en tanto que no se haya derrocado todo aquello que no vale nada y no se haya consolidado lo que sería bueno para el pueblo, no se puede admitir que se haya revolucionado lo suficiente.
Se comprende que aquellos hombres que miden todo por su provecho digan que basta ya de revolucionar; más aún cuando la revolución del ‘36 los ha conducido a un puesto en el que se sienten a maravilla, a un punto en el cual, individualmente, no pueden desear nada más. En ese caso, la revolución ha sido realizada sin duda, pero para ellos. La revolución estaba completamente realizada para los Borbones y para todos los hombres privilegiados de la situación; tanto para los rojos como para los blancos; también lo ha sido para los dignatarios de la Corona, para los Ministros de Estado, para los consejeros de Estado, para los cardenales, arzobispos, obispos, vicarios y canónigos, para los jueces, para los empleados de los ministerios e instituciones públicas, para los amos de los latifundios andaluces y para los banqueros, constructores e industriales más ricos. Pero la revolución no se realizó para el pueblo.
La Segunda República Española fue el estado democrático y republicano que existió en España en el período que abarca desde el 14 de abril de 1931, fecha de su proclamación y de la salida de España del rey Borbón, al 1 de abril de 1939, fecha de la victoria definitiva del bando fascista en la Guerra Civil Española que siguió al golpe de estado del 17 de julio de 1936.
Durante 36 años la revolución no fue llevada a cabo totalmente puesto que nada se hizo por restablecer la República abolida por el fascismo. Hace 35 años de la muerte del dictador fascista ―y de la entrada en España de un nuevo rey Borbón― y la revolución continua sin ser consumada puesto que nada se ha hecho por restablecer la República; nada se hace para asegurar la felicidad del pueblo sino, al contrario, todo se hace para agotarle, para hacer correr eternamente el sudor y la sangre de este pueblo hacia los vasos de oro de un puñado de políticos hipócritas y de ricos odiosos. Así pues, yo os pregunto: ¿Es necesario combatir esta contrarrevolución, realizada por los grandes y poderosos de hoy, hasta que llegue a ser la revolución del pueblo?
¡Camaradas! No nos ocultemos la verdad exacta.
¡Salud y República!
Pasemos a otra suposición. Admitamos que España conserve todos los hombres de genio que posee en las ciencias, en la agricultura, en las bellas artes y en las artes y oficios, pero que tenga la desgracia de perder, el mismo día, a toda la familia Real, a todos los dignatarios de la Corona, a todos los Ministros de Estado, a todos los consejeros de Estado, a todos los cardenales, arzobispos, obispos, vicarios y canónigos, a todos los jueces, a todos los empleados de los ministerios e instituciones públicas, a todos los amos de los latifundios andaluces y a todos los banqueros, constructores e industriales más ricos. Este accidente afligiría ciertamente a los españoles, porque no podrían ver con indiferencia la desaparición súbita de tan gran número de compatriotas. Pero esta pérdida de individuos considerados como los más importantes de España no causaría pena más que en el aspecto puramente sentimental, porque no resultaría de ella ningún mal político para el Estado.
En primer lugar, debido a que sería muy fácil cubrir las plazas vacantes, pues, existe un gran número de españoles en situación de ejercer dichas funciones. Por consiguiente, en tanto que no se haya derrocado todo aquello que no vale nada y no se haya consolidado lo que sería bueno para el pueblo, no se puede admitir que se haya revolucionado lo suficiente.
Se comprende que aquellos hombres que miden todo por su provecho digan que basta ya de revolucionar; más aún cuando la revolución del ‘36 los ha conducido a un puesto en el que se sienten a maravilla, a un punto en el cual, individualmente, no pueden desear nada más. En ese caso, la revolución ha sido realizada sin duda, pero para ellos. La revolución estaba completamente realizada para los Borbones y para todos los hombres privilegiados de la situación; tanto para los rojos como para los blancos; también lo ha sido para los dignatarios de la Corona, para los Ministros de Estado, para los consejeros de Estado, para los cardenales, arzobispos, obispos, vicarios y canónigos, para los jueces, para los empleados de los ministerios e instituciones públicas, para los amos de los latifundios andaluces y para los banqueros, constructores e industriales más ricos. Pero la revolución no se realizó para el pueblo.
La Segunda República Española fue el estado democrático y republicano que existió en España en el período que abarca desde el 14 de abril de 1931, fecha de su proclamación y de la salida de España del rey Borbón, al 1 de abril de 1939, fecha de la victoria definitiva del bando fascista en la Guerra Civil Española que siguió al golpe de estado del 17 de julio de 1936.
Durante 36 años la revolución no fue llevada a cabo totalmente puesto que nada se hizo por restablecer la República abolida por el fascismo. Hace 35 años de la muerte del dictador fascista ―y de la entrada en España de un nuevo rey Borbón― y la revolución continua sin ser consumada puesto que nada se ha hecho por restablecer la República; nada se hace para asegurar la felicidad del pueblo sino, al contrario, todo se hace para agotarle, para hacer correr eternamente el sudor y la sangre de este pueblo hacia los vasos de oro de un puñado de políticos hipócritas y de ricos odiosos. Así pues, yo os pregunto: ¿Es necesario combatir esta contrarrevolución, realizada por los grandes y poderosos de hoy, hasta que llegue a ser la revolución del pueblo?
¡Camaradas! No nos ocultemos la verdad exacta.
¡Salud y República!
