Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
Robert Fisk ha dejado en sus crónicas egipcias algo más que la descripción cruda del comienzo de una guerra civil en la que se anudan las motivaciones políticas con las religiosas: son la constancia de que allí donde la intolerancia se apodera de la conciencia y la voluntad de la gente sólo cabe esperar una tormenta de odio y violencia, el triunfo de Tánatos. Y que tras los muertos anónimos hay siempre intereses, hombres con nombre y apellido. La plaza Tahrir en El Cairo fue el símbolo de que el cambio era posible en ese país tan viejo como la civilización misma, según lo pregonaba el discurso modernizador de la juventud, expuesto a tiempo y hora con los deseos de las masas, de suyo desencantadas por el desempleo y la amenaza nada hipotética del hambre, es decir, por el fracaso de un Estado autoritario incapaz de afrontar la crisis contemporánea. Ganaron. Las grandes movilizaciones populares lograron la caída del odioso "hombre fuerte", el fin del corrupto Mubarak. Y al vencer, los hechos ayudaron a crear la fantasía de que ya no eran necesarios los partidos ni las elecciones; tampoco un aparato armado paralelo, insurreccional, pues tenían de su lado al mando militar envejecido en sus laureles. La revuelta cívica, la acción individual, la resistencia de la mayoría bastaban para anular la respiración del adversario, obligándolo a ceder. Gracias a eso, la democracia directa fue reivindicada de nuevo como la alternativa para sacudirse del peso muerto de los políticos parasitarios y como solución al divorcio entre las instituciones del Estado y la gente corriente. Frente al poder paralizante de los medios la instantaneidad de las redes sociales; la cultura de la modernidad contra la solemne rigidez de las fabulaciones del poder decadente. Y detrás, la crisis de un orden incapaz de reciclarse sin ahondar los sufrimientos del pueblo.
Pero la revolución soñada tuvo que esperar a que el ejército decidiera el rumbo del país. Los militares quitaron a Mubarak, aceptaron celebrar elecciones, vigilaron el proceso constituyente y se aseguraron de tener la última palabra como garantes del Estado. La sociedad civil aplaudió como héroes a los jefes del Ejército, reviviendo el recuerdo de otras épocas gloriosas. Los observadores se congratularon con la victoria electoral del islamismo moderado, en el entendido de que la naciente democracia egipcia sería la llave para mantener la unidad del país, cosa que por desgracia no ocurrió, como trágicamente los demuestran los hechos posteriores. Al menos, se dijo, la estabilidad se mantendría sin cambios peligrosos. Se acataba así el mandato de Tahrir, pero la revolución anunciada pasaba al baúl de las utopías canceladas.
Si la crisis del viejo laicismo nasseriano había dado alas al islamismo, el abandono del proyecto de liberación árabe terminó por subordinar los intereses del Estado egipcio a la geopolítica imperial en el Medio Oriente. En esas condiciones, la revolución democrática, pacífica, concertada, se imponía como una necesidad para superar el empantanamiento del Estado egipcio. El reconocimiento de la victoria en las urnas de la hermandad se asumió como señal de madurez de la sociedad, lista para dar un salto en aras del progreso. Sin embargo, una vez en el gobierno los musulmanes de Mursi y Badie impusieron la sharia, como si la mayoría ganada legítimamente les autorizara para cambiar las reglas del juego que todas las fuerzas habían contribuido a crear, dándole así inesperados argumentos a los partidarios del ex dictador para rebelarse. La madurez democrática era un espejismo. El principio de mayoría exige un principio racional aceptado sin excusas por las fuerzas en pugna, pero no ocurrió así. Sin embargo, los islamistas no eran los únicos en ignorar las lecciones de Tahrir, ya que por lo visto ninguna de las partes –ni el ejército, ni los Hermanos Musulmanes, ni los liberales, por no hablar de los revolucionarios que se sintieron traicionados, tomaron en cuenta al otro, no calcularon su fuerza y juntos caminaron al precipicio. Los hermanos quizá se creyeron intocables al creer que la cúpula militar no se atrevería a romper la solución vigilada por Estados Unidos, el gran patrocinador del orden. La oposición al gobierno de Mursi supuso que el ejército les sacaría las castañas del fuego para instaurar un poder consecuente con las demandas de la primavera árabe. Y, en efecto, el ejército dio el golpe, aunque el gobierno estadunidense prefiera calificarlo con eufemismos para no alterar el papel de sus aliados egipcios en Medio Oriente. Lanzó a los islamistas a la protesta reclamando respeto al voto popular, ahora envuelta en el ropaje religioso más agresivo e intolerante. La ley del talión, en un mar de sinrazones. La escritora egipcia Ahdaf Soueif, en 2011, reflexiona sobre lo ocurrido. "Una de las cosas más deprimentes que vimos fue cómo una rama progresista o liberal de lo que fue la revolución retrocedió por completo, apoyó e incitó a los militares y a la policía y demonizó completa e implacablemente a los Hermanos Musulmanes y a las corrientes islamistas", como si se tratara del guión de una mala película y no de la realidad. Fisk ha narrado con claridad (no exenta de dolor) lo que siguió, la exaltación de la violencia sectaria y la represión, la caída en el terror como recurso primario, la indifrencia ante la vida humana. Igual que en los Balcanes, de la noche a la mañana la sociedad se polariza y escinde a favor o en contra de las partes. El odio brota por todas partes. Los discursos se incendian antes de que las balas de los francotiradores caigan contra la multitud, mientras la ciudadanía se refugia en sus casas. No actúa pero en cierta forma convalida la deshumanización de los procedimientos, la utilización de la fuerza como argumento exclusivo. El resultado es que "se producen nuevos horrores a diario, escenas espeluznantes que los egipcios nunca podrían haber imaginado", informa el corresponsal de Democracy Now! en El Cairo, Sharif Abdel Kouddous. No se necesita ser un experto para ver como se instala la lógica del conflicto amigo/enemigo donde las víctimas, los "otros", no son reconocidos como "humanos", con derechos inalienables.
Desde fuera resulta difícil comprender cómo se ha llegado a estos niveles de intolerancia justo después de Tahrir. La principal responsabilidad le toca al Estado, que decidió arrasar a sangre y fuego la protesta islamista, pero hay algo más, a juzgar por la manera inquietante como muchos testigos juzgan la situación partir de las alteraciones a su cotidianeidad, revestidas por el odio genérico al adversario. En uno de sus reportes, la corresponsal de El País comenta alucinada el estado de ánimo que observó tras un día de matanzas, le sorprende "la alegría que exhibían los vecinos y la ausencia de cualquier rastro de solidaridad, pese a la brutalidad del desalojo policial realizado bajo sus ventanas". La justificación, lejos de ceñirse a las grandes causas, apelaba al malestar difuso de quien ha tenido que soportar las molestias del cambio de rutina. "Así no podíamos seguir. Nos resultaba imposible aparcar en ningún sitio y para movernos a cualquier lugar teníamos que emplear gran cantidad de horas. Varios de mis vecinos han perdido sus trabajos porque la mitad de los días llegaban tarde y sus jefes se cansaron de aceptar excusas", afirmaba el abogado y vecino Ahmed Gamad. Parece increíble: el gobierno y los islamistas podrían haber puesto un cartel que dijera: "Perdonen ustedes las molestias que les causa esta matanza".