Nuestro compañero Red_Saymoc nos decía ayer:
"Sí creo que es un debate interesante que requiere un profundo estudio histórico."
He releído un texto de la revista Antorcha (¡locos! ¡blanquistas! ¡terroristas! ¡izquierdistas!), sobre el tema del fascismo. Y lo que es analizar como han cambiado las formas de dominación, es decir a las formas de dominación fascistas. Cómo domina el capital monopolista en los diferentes aspecto.
El artículo está más o menos centrado en España, aunque hace referencias a otras realidades.
He subrayado las ideas que considero importantes para este debate:
La institucionalización del fascismo
Desde siempre, uno de los rasgos definitorios de la línea de nuestro Partido ha sido la caracterización del régimen actual como fascismo. Incluso antes de la transición, en los viejos tiempos de la OMLE, y siempre a contracorriente, ya nos anticipamos anunciando que no sería posible regresar del franquismo a la democracia burguesa, que la historia no daba marcha atrás.
La nueva constitución, los partidos políticos, el parlamento, las elecciones, etc., parece que nos han desmentido y son muchos los que nos señalan con el dedo por insistir en calificar a este régimen de fascista. Esta obcecación que nos adorna se ha convertido en otra de nuestras señas de identidad: nos hemos quedado solos. Pero ¿tenemos razón?
Dos formas de dictadura: fascismo y democracia burguesa
Vaya por delante que no existe una barrera infranqueable entre el fascismo y la democracia burguesa, porque ambos son sistemas de dominación política de una misma clase, la burguesía, y de una misma etapa histórica, el capitalismo. Por tanto, la democracia burguesa y el fascismo se parecen mucho, son muy similares, tienen los mismos rasgos fundamentales, e incluso podríamos llegar a reconocer que en esencia son iguales. Porque con el fascismo la burguesía sólo cambia la forma de dominación, pero no el contenido de la misma.
Sin embargo, también hay que reconocer que las formas son importantes y, en ocasiones, muy importantes. Por eso, todas las semejanzas que podamos encontrar entre uno y otro régimen no pueden llevarnos a concluir que son idénticos, lo que nos obliga a tener muy claro en qué se diferencian, qué es lo que los separa.
También hay que empezar aclarando, porque son también muy pocos los que lo tienen claro, que la diferencia entre la democracia burguesa y el fascismo no está en que la primera es una democracia y el segundo una dictadura. La democracia burguesa es una dictadura y el fascismo es otra dictadura. Esto es justamente lo que hace que ambos régímenes políticos se parezcan y no es por aquí por donde encontraremos lo que los diferencia. Hay una sencilla razón que lo explica: democracia no es lo contrario de dictadura, y decir que la democracia burguesa es una forma de dictadura no es una contradicción.
Esto es lo más elemental del marxismo, y son muy numerosos los textos de los clásicos en los que se habla de dictadura democrática. La dictadura del proletariado, por ejemplo, es una forma de democracia, como saben todos los que han leído El Estado y la revolución de Lenin. En consecuencia, no es tampoco contradictorio afirmar que la democracia burguesa es una forma de dictadura.
Puestos a aclarar, hay que añadir que no es sólo un problema cuantitativo el que diferencia a un régimen político del otro. No se trata de que uno, la democracia burguesa, sea menos represivo que el otro, el fascismo. Estamos hablando de un problema cualitativo: de la diferente forma política en que la burguesía ejerce su dominación bajo uno u otro sistema. Como dijo Dimitrov, la subida del fascismo al poder no es un simple cambio de un gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma estatal de la dominación de clase de la burguesía -la democracia burguesa- por otra, por la dictadura terrorista abierta (1).
El fascismo concierne al Estado principalmente
El fascismo, por tanto, no es sólo una ideología, como se le tiende a ver hoy día dentro de los movimientos juveniles. No se puede separar al fascismo del Estado y sostener que el fascismo está representado sólo por determinados grupos o partidos de extrema derecha o racistas. Esto hace que otros partidos queden en el centro, como los demócratas, opuestos a los anteriores, lo que contribuye a distorsionar su verdadera naturaleza política.
Hoy uno de los mecanismos más importantes del fascismo son los partidos parlamentarios: demócrata-cristianos, liberales, conservadores, etc., y Stalin dijo hace ya unas décadas que la socialdemocracia era el brazo izquierdo del fascismo. Tiene que quedar claro que es el Estado el principal soporte del fascismo y que los partidos que están dentro de él, y no sólo los extraparlamentarios de extrema derecha, son partidos fascistas.
Eso es importante tenerlo en cuenta porque hay quienes pretenden ampararse en el hecho de que hoy hay pluripartidismo para demostrar que no hay fascismo. Nos tratan de convencer de que el fascismo sólo es imaginable como un gobierno de partido único, del partido fascista, y tampoco es eso. Hay fascismo con uno, con dos, con tres o con cien partidos distintos.
El fascismo, como expuso Dimitrov ante la Internacional Comunista, es el poder del propio capital financiero y lo definió como la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero (2). Dimitrov explicó que el fascismo no acaba necesariamente con el parlamentarismo y que, incluso, cuando se encuentra en dificultades, trata de ampliar su base social levantando toda una burda falsificación del parlamentarismo, con sus partidos, sus elecciones y demás parafernalia.
No se trata, pues, de una forma de dominación transitoria u ocasional, algo que sucedió en el siglo pasado en algunos países durante una cierta etapa histórica. La burguesía ha calificado de excepcional al fascismo, como si se tratara de una época ya superada. Por el contrario, decía Dimitrov, el fascismo es una forma de dominación que corresponde a la época del imperialismo y no afecta solamente a unos pocos países, sino a todos: Considerar el fascismo como un fenómeno temporal y transitorio que dentro de los marcos del capitalismo podría ser reemplazado por el restablecimiento del viejo régimen democrático-burgués [...] es hacerse ilusiones vanas (3). Lo mismo que el imperialismo, el fascismo es la última fase de la dominación de la burguesía y adopta formas muy diversas según la estructura social, la historia, la cultura y las peculiaridades de cada país.
¿Por qué surgió el fascismo?
Las razones del surgimiento del fascismo radican en la crisis general que alcanza el capitalismo en su última fase, en la fase monopolista e imperialista, en la agudización de todas las contradicciones que impide resolverlas por los métodos de la democracia burguesa.
Debemos tener muy presente que, a pesar de todas las apariencias, el fascismo no es un síntoma de fortaleza, sino de las condiciones de extraordinaria debilidad en que se ve obligada a gobernar la burguesía monopolista en los tiempos actuales. Una de las características más sobresalientes del fascismo es la constante ostentación de sus medios, de su poderío policial y militar, el permanente despliegue de fuerza que muestra a todas horas. Pero esa es precisamente su debilidad: no podría sustentarse ni un minuto en su dominación sin esos medios; los necesita para perpetuarse en el poder y sobre todo necesita restregárnoslos delante de nuestras narices para infundirnos miedo. El fascismo es una dominación terrorista que se apoya en el temor generalizado que inculca a las masas de manera cotidiana y sistemática.
El fascismo surgió históricamente para contener la lucha revolucionaria de la clase obrera, el auge del movimiento de masas. Para sostenerse en el poder, la burguesía monopolista necesitó recurrir a sujetos del calibre de Hitler o Franco, a la guerra y al terror. El imperialismo es un sistema en descomposición, en crisis permanente y, a fin de impedir su hundimiento definitivo, está obligado a adoptar las más drásticas medidas de fuerza.
Pero desde aquella época hasta la actual, el fascismo se ha ido institucionalizando, ha cambiado sus bruscos ademanes de antaño, como decía Dimitrov, para adoptar ciertas maneras de la democracia burguesa, embaucar a las masas y ampliar así su base social. Por una parte esto demuestra que entre uno y otro régimen político burgués no hay ninguna barrera infranqueable. Pero, por otro lado, nada de todo esto tiene que ver realmente con la democracia burguesa, sino que, más bien al contrario, la pervierte.
Lo podemos comprobar examinando una por una todas las instituciones del fascismo actual.
Los partidos políticos
Los partidos políticos son esenciales en el fascismo actual, a diferencia del fascismo originario, que era propenso a liquidar todos los partidos, menos uno, naturalmente el suyo.
Pero los partidos hoy no tienen nada que ver con los del siglo XIX, con los de la época de la democracia burguesa. Antes los partidos expresaban básicamente las contradicciones internas existentes dentro de la propia clase burguesa. La burguesía en el siglo XIX estaba muy dividida, con intereses económicos dispares, y enfrentada, a veces hasta geográficamente. Existía una burguesía industrial, otra comercial, otra terrateniente, etc. Una parte de la burguesía era librecambista y la otra proteccionista. Existían poderosos sectores sociales que todavía seguían ligados a formas económicas feudales en contradicción con la burguesía. Existía una gran burguesía y otra pequeña burguesía, con un reducido círculo de influencia económica, pero muy numerosa y, por tanto, socialmente de gran peso político.
Todas estas contradicciones en el seno de la burguesía se manifestaban en partidos diferentes e incluso opuestos: Los partidos políticos -decía Engels- son la expresión política más o menos adecuada de las clases y fracciones de clase (4). La democracia burguesa no era más que la forma en que democráticamente la burguesía dirimía sus diferencias de clase.
El fascismo surgió, entre otras cosas, también para eliminar todas esas contradicciones e imponer la dominación omnímoda del capital financiero, de la facción más poderosa de la burguesía, de la que iba a crecer con la entrada del capitalismo en su fase monopolista. Todos los demás sectores burgueses pierden fuerza e incluso desaparecen progresivamente. El fascismo contribuye a ese proceso.
Pero por muy monopolista que sea una burguesía, jamás puede ser homogénea, jamás desaparecen sus contradicciones internas. La burguesía siempre padece disensiones internas como consecuencia de la propia competencia capitalista, que no puede dejar de manifestarse en el ámbito político. Por eso propicia la creación de partidos diversos que expresan esas disensiones internas.
Ahora bien, esos partidos están sostenidos y financiados por el Estado, no son independientes de él, como sucedía antaño. Este es el modo a través del cual los monopolistas controlan las actividades de todos los partidos. Con ellos sucede lo mismo que con los sindicatos: ya no tienen nada que ver con los viejos sindicatos obreros, no se financian con las cuotas de sus afiliados, sino con los presupuestos del Estado monopolista.
El Estado monopolista y los partidos parlamentarios forman parte de un único sistema político fascista, ya no están separados como en la época de la democracia burguesa. Por eso se habla del Estado actual como un Estado de partidos.
Esta es una diferencia, pero hay otras muchas. Por ejemplo, antes los partidos burgueses eran apenas un reducido círculo de parlamentarios que gestionaban políticamente los intereses de su clase. Hoy día, imitando a los partidos obreros, los partidos burgueses son (o pretenden ser) de masas, encuadran a un número importante de afiliados. Actualmente la burguesía tiene que contar con las masas para casi todo: tiene que embaucarlas, engañarlas y manipularlas y uno de esos sistemas son los partidos parlamentarios. Pero habrá que recordar que los primeros partidos de masas burgueses que se crearon en la historia fueron precisamente los partidos fascistas, con sus juventudes, sus sindicatos, sus organizaciones de mujeres, etc.
Queda así claro que el prototipo actual de partido burgués parlamentario no es el de la democracia burguesa, sino el fascista y que su vinculación con el Estado no es la misma que en la etapa de la democracia burguesa, sino típicamente fascista, es decir, que forman un único sistema estrechamente enlazado.
El parlamentarismo fascista
La existencia de elecciones y de parlamentos donde se discute de todo lo divino y lo humano (sobre todo lo divino) es sin duda lo que más viste a un régimen fascista.
Pero esto es sólo una burda falsificación del parlamentarismo burgués, como decía Dimitrov, porque hoy los parlamentos, los senados y demás no tienen tampoco nada que ver con los de la democracia burguesa. En el siglo XIX el parlamento era la institución clave y decisiva del Estado, mientras que actualmente se ha convertido en un coro de charlatanes sin ningún relieve.
Por ejemplo, los parlamentos apenas redactan ya leyes, que debería ser su cometido básico. Aprueban las leyes que se redactan fuera de su ámbito y se limitan a darles el visto bueno. Recordemos que la Constitución española la redactaron Abril Martorell, vicepresidente del gobierno en la primera época de Suárez, y Alfonso Guerra mientras cenaban lentejas en un conocido restaurante madrileño. Las lentejas de aquel restaurante se hicieron famosas, pero de las flamantes Cortes de la transición nadie volvió a acordarse.
Nada decisivo se cuece en ningún parlamento, precisamente porque cabe una remota posibilidad de que a veces salga elegido un diputado que diga algunas cosas claras, como sucedió aquí con Letamendía o Sagaseta en algunos tiempos pasados. Cuando el parlamento tiene que abordar un tema algo escabroso, como los servicios secretos en España, se cuece en comisiones restringidas a muy pocos diputados de plena confianza.
Ellos mismos tienen tan claro que no sirve para nada, que el hemiciclo siempre está vacío, y como es tan escandaloso que salga desangelado en las fotos de la prensa, ahora ponen multas a los diputados que no van a las sesiones, para que hagan de relleno. Como se comprueba, en las sesiones hablan siempre los mismos, es decir, que un diputado o un puñado de ellos no sirve prácticamente para nada (excepto para cobrar un formidable sueldo y viajar gratis en primera clase).
Además, si alguien ha tenido la paciencia de escuchar un pleno o una sesión completa de discusiones, no encontrará apenas diferencias entre unos y otros, sencillamente porque no las hay. Así que todo resulta un tedio insoportable.
Es bastante curioso porque hoy se elaboran leyes todos los días y las leyes vigentes se cambian rápidamente, mientras que antes se hacía una sola ley cada varios años y podía durar un siglo. Puede decirse que hoy, cuando más leyes se elaboran, menos trascendencia tienen los parlamentos, que son los que debían promulgarlas.
En el siglo XIX las discusiones parlamentarias eran vivas hasta el punto que en 1835 el presidente del gobierno, Mendizábal, y el jefe de la oposición, Istúriz, se retaron a duelo con pistola a la salida del Congreso. Y no era infrecuente que un enorme público acudiera a las sesiones parlamentarias o esperara fuera el curso de los debates.
Cualquier parecido con el parlamento actual es mera coincidencia. Hoy la importancia política no radica en las cámaras, sino en el gobierno y éste tampoco tiene nada que ver con los gobiernos de las democracias burguesas pretéritas.
El sistema de gobierno
En la democracia burguesa el gobierno se sustentaba fundamentalmente sobre el ejército y entonces el ejército era una milicia reclutada del seno del pueblo. El fascismo impone la profesionalización de las fuerzas armadas y tiende a apoyarse siempre en tropas mercenarias, tanto para la guerra imperialista como para la represión interna. Antaño algunas revoluciones triunfaron porque las tropas no se atrevieron a disparar contra sus conciudadanos y ése es un riesgo que hoy ningún gobierno asume. Para ello, desarrollan una extensa burocracia antes inimaginable. En España, por ejemplo, no existieron funcionarios hasta 1911. El gobierno se apoyaba en un reducido número de empleados públicos de su confianza que hoy calificaríamos de trabajadores precarios: cuando cambiaba el gobierno, cesaban en sus puestos y eran reemplazados por otros.
Por el contrario, España es hoy un Estado con dos millones de funcionarios, y éste es el único empleo en el que no hay despidos ni reconversiones. Un funcionario tiene empleo para toda la vida y su tarea es siempre la misma. La burocracia está profesionalizada y especializada para controlar minuciosamente todas y cada una de las parcelas en las que se desenvuelve con el fin de prevenir las crisis y, en su caso, impedir su propagación o paliar sus efectos.
El capitalismo monopolista es también capitalismo monopolista de Estado y la burocracia asume buena parte de las transcendentales funciones que antes estaban reservadas al ámbito privado: desde el control de grandes empresas como la RENFE, hasta el cuidado de niños desamparados. Sobra decir que el Estado asume tantas y tan variadas funciones para impedir que nada se le vaya de las manos, con un objetivo de control total y absoluto.
Es imposible rastrear todas y cada una de las diferencias que hay de una forma de gobierno democrático-burguesa hasta otra fascista, pero podemos poner otro ejemplo esclarecedor: el uso de armas. En la democracia burguesa, aquí como en otros países, era muy frecuente que el pueblo portara armas de fuego, y en las viviendas las armas colgaban de la pared ostensiblemente visibles junto a la puerta. En algunos países incluso era un derecho que los ciudadanos pudieran llevar armas. Hoy en casi todo el mundo es un delito tener siquiera un arma de fuego. Es el Estado el que autoriza o deniega el permiso de armas, de manera que lo concede o lo rechaza según los intereses de los monopolistas. Pero lo más significativo es que el Estado, a través de una burocracia ramificada, no sólo lleva minuciosamente un control de todos los que tienen permiso de armas, sino que además registra al detalle todas y cada una las armas que hay en su interior. Y no solamente las armas de fuego: hoy la ley Corcuera ha prohibido hasta las navajas y cuchillos.
Lo que decimos de las armas se puede hacer extensivo a cualquier otro ámbito, como sanidad o educación, y sirve para ilustrar lo que va de una forma de gobierno a otra, desarrollando formas de control absoluto sobre cada ciudadano y sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. De esa manera trata de evitarse sorpresas, prevenir la revolución, tomar medidas de anticipación que le permitan reaccionar mejor y más rápidamente ante cualquier eventualidad.
Los derechos y las libertades
Otra extendida idea es la de que, mientras la democracia burguesa reconoce los derechos básicos de sus ciudadanos, el fascismo los anula completamente.
Para probar lo infundado de esta opinión podríamos recordar que la primera ley fundamental que promulgó Franco resultó ser el Fuero de los Españoles donde se reconocieron solemnemente todos los derechos básicos de las personas. Y no hay por qué otorgar más valor a aquel Fuero de los años cuarenta que a la actual Constitución. Naturalmente aquel Fuero era compatible con el paseo y los fusilamientos al amanecer en las tapias de los cementerios; lo mismo que la Constitución actual lo es con las torturas y la guerra sucia.
Pero no se trata sólo de eso. Es suficiente comparar el significado que hoy tiene cualquier derecho que pueda tomarse al albur como ejemplo, y compararlo con su origen histórico. En la democracia burguesa los derechos no se podían regular; ni siquiera se los podía mencionar, porque cualquier intento de meter mano sobre ellos, significaba limitarlos, amputarlos o recortarlos, lo que resultaba impensable en aquella época.
Naturalmente que cuando la burguesía piensa en derechos es con una perspectiva bastante distinta de la que tiene el lector en su mente: el derecho número uno es el derecho de propiedad, y la burguesía sólo podía concebir su propiedad como ilimitada. Cada uno -o sea, cada burgués- podía disponer de sus cosas a su antojo. Incluso podía quemarlas o deshacerse de ellas.
Pues bien, esa noción de la propiedad, la extendió la burguesía a todos los demás derechos. La razón de ese principio era bien simple: los derechos sirven para impedir la injerencia del Estado en la vida privada de los ciudadanos y, además, sirven para criticar al Estado que no los respeta.
La situación hoy ha dado un giro completo. Actualmente no hay un sólo derecho que no se halle minuciosamente regulado y, por tanto, limitado, condicionado y manipulado hasta la saciedad. Ya no hay derechos absolutos. Las excusas son varias. Por un lado, que los derechos hay que garantizarlos judicialmente: dicen que no basta reconocer un derecho, sino que hay que colocar a un juez vigilando su cumplimiento. Entonces los derechos se convierten en algo mucho mejor, más sólido: en garantías. Las garantías son algo as' como los derechos blindados por los jueces. Naturalmente lo que no nos dicen es que si se deben asegurar los derechos es porque están en peligro, porque corren un riesgo. Tampoco nos dicen cuáles son esos riesgos, en qué consisten, quiénes son los que tan continuamente los violan, que deben ponerlos a buen recaudo. Es decir, que la transformación de los derechos en garantías no es en realidad más que una prueba de su sistemática vulneración. Podríamos añadir también que esa vulneración deriva casi siempre del propio Estado que los proclama tan solemnemente y, además, que no deja de ser curioso que para impedirlo se coloque a un juez como garante, porque el juez no es más que otro funcionario del Estado, por lo que su papel, lejos de garantizar el derecho violado, no puede ser otro que el de justificarlo y legitimarlo.
Otra vía de liquidación de los derechos ha consistido en su multiplicación. Antes los derechos humanos eran un puñado de principios generales que, además, estaban muy por encima de otros derechos. Hoy hay tantos derechos fundamentales que es imposible enumerarlos todos. Es más: todo derecho tiene su réplica. Frente al derecho de huelga está el derecho de los trabajadores a trabajar, o sea, al esquirolaje; frente al derecho de manifestación está el derecho de los demás ciudadanos a pasear por la calle; y así sucesivamente. Todos esos derechos están al mismo nivel y se anulan unos a otros, entran en conflicto y eso obliga a un juez neutral a decidir entre los derechos de unos y de otros, conforme a una legislación compleja y prolija que nadie es capaz de entender.
Por supuesto, no tenemos la más mínima intención de mencionar aquí el derecho a la revolución, el único derecho realmente ‘histórico’, el único derecho en el que descansan todos los Estados modernos, como decía Engels (5). Esto hace tiempo que desapareció, y ya no es que no exista como derecho, sino que es un crimen. O sea, todo lo contrario, y es que la ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba, insistía Engels: A la postre no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos (6). Eso es justamente lo que ha sucedido. Una vez más, el viejo Engels no se equivocó en sus pronósticos ni un milímetro.
Como resultado de este proceso, los derechos se han convertido en su contrario: ya no defienden al ciudadano de los abusos del Estado, sino al Estado de los abusos del ciudadano que trata de aprovecharse de ellos. Así, es curioso leer en la prensa que las instituciones públicas convocan una manifestación en defensa de determinados derechos, contra los movimientos revolucionarios, por ejemplo, o que el Departamento de Estado norteamericano, en su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en España, hable de las violaciones que cometen las organizaciones guerrilleras.
Pero nada hay en esta materia más ilustrativo que la moderna teoría del abuso de los derechos fundamentales, consagrada en la Constitución alemana de la segunda posguerra. Según este principio, no se puede utilizar un derecho fundamental para luchar contra el sistema porque eso supondría un fraude contra el Estado. Se ha cumplido aquel vaticinio de Engels, directamente dirigido contra toda la demagogia reformista: el Estado impide la utilización de las vías legales, pacíficas y democráticas en su contra. Ya no se pueden utilizar las instituciones contra las mismas instituciones, como decía Engels (7). Y esa era la esencia de la democracia burguesa.
La legalización al máximo nivel del abuso de los derechos fundamentales, por sí misma, significa la contrarrevolución en materia de libertades. Ya nada puede volver a ser lo mismo. Por eso los gobiernos no tienen ningún inconveniente en reconocer e incluso garantizar los derechos básicos de los ciudadanos: simplemente no sirven para nada.
Un estado de excepción permanente
Por lo demás, en materia de derechos humanos no se puede olvidar que el imperialismo impone el estado de excepción permanente, o lo que es lo mismo, que permite violar permanentemente los derechos y libertades fundamentales.
Un estado de excepción permanente es una contradicción en sí mismo. El estado de excepción es un régimen que aparece en la época de la democracia burguesa como un paréntesis en el que se anula temporalmente la vigencia de las libertades; se promulgaba para un periodo de vigencia establecido: un mes, tres meses y hasta seis como máximo. Es el plazo del que disponían las fuerzas represivas para solventar las insurrecciones populares sin atarse las manos. Podían despacharse a gusto, sembrar el terror entre las masas y posteriormente volver de nuevo a los cuarteles.
Bajo el imperialismo, la recurrente promulgación de los estados de excepción se manifiesta contraproducente, porque el paréntesis debe promulgarse con toda solemnidad en los boletines oficiales y eso conduce a exacerbar aún más el malestar. El estado de excepción deja de ser una solución y se convierte en un problema añadido a los que ya existen, porque las masas añaden a sus reivindicaciones otra más: el levantamiento del estado de excepción.
La solución es constituir de forma permanente un estado de excepción. De esa forma se difunde un clima de normalidad: las masas se habitúan a vivir bajo un estado de excepción permanente como si formara parte del paisaje cotidiano.
Este paso lo dio el franquismo en España en su última etapa y lo consagró solemnemente el artículo 55 de la nueva Constitución bajo el taimado nombre de suspensión individual de garantías. Es la técnica de las leyes especiales, cuyo máximo ejemplo son las leyes antiterroristas. Ya no tienen un plazo máximo de vigencia, y no solamente se han hecho permanentes, sino que además se han metido dentro de las leyes ordinarias, como máximo ejemplo de normalidad. Muchas veces dicen nuestros politicastros -con razón- que ya no hay ley antiterrorista; sólo les falta añadir que la ley antiterrorista está dentro del Código Penal, y no sólo para camuflarla, sino para conseguir que el estado de excepción sea permanente.
Pero siempre hay algún ingenuo que piensa que ese estado de excepción es sólo para los revolucionarios, olvidando que no es otra que la policía quien pone las etiquetas y, por tanto, quien decide sobre la suspensión de las garantías constitucionales. Cuando esto puede hacerse sin ninguna clase de responsabilidades, facilita el funcionamiento policiaco y le permite torturar a un detenido hasta cinco días, no es de extrañar que la etiqueta de terrorista esté tan extendida en nuestro país. Ya lo dijo Pujol durante la transición: en estos temas más vale pecar por exceso que quedarse cortos. Por eso es tan frecuente que muchos detenidos comunes pasen como integrantes de organizaciones armadas, mientras que a otros como Barrionuevo, Vera, Galindo y demás canalla ni siquiera se les ha detenido jamás.
El sistema judicial
Todos hemos leído alguna vez aquello que escribió Montesquieu, el padrino por antonomasia de la democracia burguesa, de que el poder de los jueces era prácticamente nulo. Y lo era porque la democracia es impensable con cualquier forma de burocracia, incluida la burocracia judicial.
Hoy, paralelamente al crecimiento del funcionariado, se expande el sistema judicial hasta ocupar un lugar decisivo en los aparatos del Estado. Basta ojear cualquier periódico para comprobar que las noticias de tribunales tienen un relieve muy importante y que las decisiones que adoptan los jueces son cada vez más trascendentales. Por eso se habla de politización de la justicia y de la existencia de jueces-estrella.
Este es un fenómeno característico del imperialismo y de la crisis de los parlamentos. La creciente competencia monopolista obliga a que la burguesía tenga que resolver sus problemas de forma judicial y, por tanto, que los jueces asuman funciones que no son las suyas propias. En España, por ejemplo, existe un tribunal de defensa de la competencia o un tribunal de cuentas, pero ni se trata de tribunales ni hacen juicios ni dictan sentencias.
Pero el ejemplo máximo de este proceso bajo el imperialismo es el invento de los tribunales constitucionales, una institución aparecida en Austria, tras la derrota del Imperio Austro-húngaro en la Primera Guerra Mundial, y que se ha expandido tras la Segunda. Así como los tribunales supremos son el máximo exponente judicial de la democracia burguesa, los tribunales constitucionales lo son del imperialismo decadente.
Responden a ese fenómeno característico de resolver en forma de juicio las contradicciones y peleas internas de la burguesía actual y, además, son uno de los mejores exponentes de la bancarrota del parlamentarismo fascista actual.
Los tribunales constitucionales están situados por encima de los parlamentos, porque los parlamentos sólo hacen leyes, mientras que esos tribunales son los guardianes de la constitución, que está por encima de la ley. Por eso tienen facultades para anular una ley elaborada por el parlamento. En consecuencia, 12 expertos acumulan más poder que 500 diputados y senadores, teóricamente elegidos por el pueblo. Como se puede observar, esto es algo muy poco democrático y deja malparada la sacrosanta soberanía popular.
Esos tribunales suponen un intento de reducir los conflictos políticos a cuestiones técnicas. El manoseado Estado de Derecho conduce ahí: el monopolismo no tolera huecos; todo tiene que estar previsto y, por tanto, regulado. Es su manera de estar prevenido ante cualquier contingencia. De ese modo se ocasiona una plétora de legislación, una verdadera borrachera de Boletín Oficial del Estado: reglamentos, decretos, órdenes, estatutos, etc., que son el maná de toda la caterva de picapleitos, jueces, fiscales, secretarios, abogados del Estado y demás.
Toda esa legislación pretende solucionar los problemas de todo tipo antes de que se produzcan. Naturalmente que eso es imposible y no logra más que trasladar el problema a los jueces, que son quienes tienen que decidir finalmente, lo que acarrea toda esa parafernalia característica de juicios esperpénticos.
¿Qué es el Estado de Derecho?
No cabe duda que la palabra favorita en todo politicastro de postín (de los que tanto abundan en nuestros días) no es otra que Estado de Derecho. Por nuestra parte sólo podemos decir que tal palabra jamás existió en la época de la democracia burguesa, por lo que habrá que explicar su éxito actual para comprender por qué democracia y Estado de Derecho son dos conceptos incompatibles; o lo que es lo mismo: el Estado de Derecho es la expresión institucionalizada de la dictadura fascista de nuestros días.
El término Estado de Derecho fue acuñado a finales del siglo XIX y comienzos del XX por teóricos alemanes y, por tanto, está indisolublemente ligado a los problemas de la revolución burguesa en Alemania, es decir, al modelo prusiano.
Mientras en Francia la burguesía se impuso a la nobleza feudal por la vía revolucionaria, de golpe podríamos decir, en Alemania siguió un camino tortuoso que debió comenzar por lograr la unidad nacional. La burguesía no tenía la misma fuerza que en Francia, no logró arrastrar a los sectores populares bajo su dirección y se vio obligada a llegar a componendas con la aristocracia terrateniente, a un reparto del poder que se fue gestando a lo largo de varias décadas del siglo XIX.
Esto significa que, así como en Francia se impuso un nuevo y esencial concepto jurídico con la revolución, la soberanía nacional, en Alemania no se logró introducir ese principio en su legislación y todo su edificio legal siguió estando fundado sobre el principio monárquico, es decir, sobre la idea de que la soberanía radica en el rey y no en la nación.
El imparable desarrollo del capitalismo en Alemania creó una nueva casta aristocrática ejerciendo el papel que correspondía a la burguesía: los junkers. Esta nueva burguesía no desdeñaba enriquecerse rápidamente con la explotación capitalista, pero todavía tenía la cabeza en el Antiguo Régimen y conservaba sus ademanes. Para esos junkers prusianos propietarios de imponentes fábricas, elaboraron Laband, Jellinek y demás la famosa teoría del Estado de Derecho.
No cabe ninguna duda, en consecuencia, que la teoría del Estado de Derecho está concebida para negar el principio básico de la democracia burguesa, que es la soberanía popular. No es casualidad que las ideas de Laband y Jellinek coincidan temporalmente con las nuevas corrientes de pensamiento burgués que fuera de Alemania comienzan a liquidar el principio de soberanía, por tratarse de algo abstracto e incomprensible. Es el caso del jurista francés Duguit, su exponente más característico.
La crisis de las instituciones típicas de la democracia burguesa, como el parlamento, va acompasada con todas esas nuevas teorías que pretenden liquidar el principio de soberanía e imponer el Estado de Derecho como el concepto más adecuado a los nuevos tiempos, esto es, al capital monopolista.
La idea capital del Estado de Derecho es que el principio de soberanía no existe: no solamente no es el pueblo quien tiene la facultad de crear las normas legales, sino que, muy al contrario, el pueblo debe estar sometido a esas normas. O lo que es lo mismo: el verdadero soberano es el Derecho, no el pueblo.
Esa es la idea central del Estado de Derecho. Sobra insistir que estamos en las antípodas de la democracia burguesa.
Notas:
(1) J. Dimitrov: «La ofensiva del fascismo y las tareas de la Internacional en la lucha por la unidad de la clase obrera contra el fascismo. Informe al VII Congreso de la Internacional Comunista. 2 de agosto de 1935», Obras Escogidas, tomo I, pg. 581.
(2) ídem, pg. 579.
(3) J. Dimitrov: «Acerca de las medidas de lucha contra el fascismo y los sindicatos amarillos. Intervención en el IV Congreso de la Internacional Sindical. 1928», en Escritos sobre el fascismo, pgs. 35 y 36.
(4) F. Engels: «Introducción a ‘Las luchas de clases en Francia’ de Carlos Marx», Obras Escogidas, tomo I, pg. 105.
(5) ídem, pg. 121.
(6) ídem, pg. 122.
(7) ídem, pg. 116.[/b]