La cruzada de los fascistas europeos contra la URSS
texto de Xosé Manoel Núñez Seixas (profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela)
publicado en Cuadernos de Historia Contemporánea, año 2012
1. Introducción
El 19 de julio de 1942 el soldado Franz Stücken volvía a su unidad en el frente del Este después de una estancia de permiso. En una estación de Rusia central tuvo ocasión de compartir mesa en el Hogar del Soldado con un soldado húngaro y un español. Stücken se quedó fascinado ante el espectáculo de tres combatientes por una misma causa incapaces de entenderse entre sí. Esa convivencia era más divertida para el artillero Ramón Gortázar, quien poco antes de caer pasó varias semanas en una batería compartiendo alojamiento con “tres alemanes, que no hablaban más que su propia lengua”. Solía visitarles “un belga flamenco que dominaba el francés y algunos más. Cuando tenían una botella disponible se animaba la conversación”. Pero los problemas aumentaban cuando compartían posiciones en el campo de batalla, lo que podía dar lugar a malentendidos que costaban bajas mutuas. Así se puso de manifiesto cuando en junio de 1942 un total de 33 oficiales y 797 soldados españoles participaron en una acción conjunta con tropas alemanas, flamencas y holandesas de las Waffen SS. Los equívocos entre oficiales incapaces de entenderse entre sí, pero también sus diferentes estilos de hacer la guerra, motivaron la queja de varios oficiales alemanes, que preferían tener sólo tropas germanas bajo su mando.
Las tres historias revelaban que el frente del Este fue, en cierto modo, un crisol de nacionalidades combatientes. En él, la División Española de Voluntarios, conocida como División Azul (DA), fue una gota de agua. Tuvo una importancia estratégica casi irrelevante dentro del teatro de operaciones del Ostheer o Ejército del Este alemán y de sus aliados húngaros, rumanos, finlandeses y de otras nacionalidades. Con la salvedad de las operaciones en el frente del Wolchow (octubre-diciembre 1941), y de acciones en las que participaron algunos batallones o compañías, la División española estuvo la gran mayoría del tiempo dedicada a labores defensivas en un frente estático. No era muy distinta del resto de unidades del Grupo de Ejércitos Norte, cuyo cometido principal entre el otoño de 1941 y principios de 1944 fue mantener el sitio de Leningrado. De hecho, en los informes periódicos que los Cuerpos de Ejército del Ostheer acostumbraban a elaborar acerca del estado de las divisiones, el perfil de la DA en 1943, juzgada como apta para tareas defensivas, no estaba por debajo de la media de las divisiones germanas y de otras nacionalidades.
La DA fue exótica, pero no fue la unidad extranjera más importante del Ostheer, ni la que más se distinguió en combate. Su importancia numérica y su protagonismo operativo no resisten la comparación con las varias divisiones rumanas, húngaras, finlandesas e italianas que tomaron parte en el frente del Este. La DA sólo fue equiparable numéricamente a las tropas eslovacas (unos cincuenta mil soldados). Tampoco fue la unidad más castigada por las bajas, y por tanto acreedora a un epos trágico. La tasa de supervivencia de los soldados españoles —de unos 47.000 soldados fallecieron algo menos de 5.000— está bastante por encima de lo que fue la media del frente oriental para el Ostheer. Eso también se debió al hecho de que los españoles fueron retirados antes de la ofensiva soviética de 1944, que se cobró buena parte del total de bajas alemanas en el frente del Este. Con todo, las estadísticas de muertos y heridos de la DA ocultan el hecho de que el porcentaje de bajas sí fue muy elevado en una fase puntual (octubre-diciembre 1941) y en la batalla de Krasnij Bor y días posteriores (10 de febrero de 1943).
A pesar de lo anterior, pocas unidades combatientes del frente soviético durante la II Guerra Mundial, y aun no demasiadas unidades combatientes de ambos bandos en todos los escenarios del conflicto, disfrutaron de una leyenda posterior tan favorable como la DA. Una fama compartida en sus rasgos fundamentales por soviéticos y por alemanes, y aun dentro de España por parte de la “derecha” y buena parte de la “izquierda”. En la memoria oficial del franquismo la DA disfrutó de una suerte de leyenda benigna y favorable que acrecentó su mito. Sólo de manera secundaria se vinculaba a grandes hazañas bélicas. Su fama fue en parte una consecuencia de su composición social y política variada y mixta. Entre los divisionarios españoles no sólo había fascistas convencidos o anticomunistas fanáticos. Había entre ellos gente de todas las profesiones, desde universitarios hasta jornaleros semianalfabetos, pasando por personajes que alcanzarían fama en los años posteriores en las Ciencias, las Artes y las Letras. Ni siquiera todos los militares profesionales que partieron para el frente ruso tuvieron una actuación posterior homogénea. Aun así, la experiencia del frente ruso –principiando por el hecho de que la última batalla de cierta envergadura en que participó el Ejército español tuvo lugar precisamente en el frente de Leningrado, el 23 de febrero de 1943– jugó un papel no desdeñable en la conformación de los valores compartidos del Ejército franquista.
Desde la década de 1950 coexistieron muy diversas valencias acerca de la interpretación de la experiencia de la DA. Esta dejó además un amplio rastro escrito. Entre 1941 y 1943 se alistaron voluntarios un gran número de universitarios y futuros escritores, jóvenes que escribían mucho y bien. En la España de Franco su recuerdo no estuvo proscrito tras 1945, aunque al régimen no le convenía en exceso airear sus pasados entusiasmos pro-Eje durante la II Guerra Mundial. Pero mediaba un abismo entre la libertad de expresión de que disfrutaron los divisionarios y el forzado silencio al que se vieron obligados sus antiguos camaradas flamencos o noruegos, por no hablar de rumanos y húngaros, tras 1945. Buena parte de aquellas valencias se condensaron en la construcción de que lo podemos denominar un relato divisionario. A su surgimiento contribuyeron testimonios autobiográficos, relatos novelados, algunas películas de desigual calidad y una cierta presencia pública en lugares de memoria o conmemoraciones oficiales. En ese relato se destacaba no sólo la abnegación, el idealismo y la generosidad de los divisionarios, sino también su ausencia de prejuicios raciales y su comportamiento benigno hacia la población civil y el enemigo. El antipático tudesco se contraponía al castizo español, protector de judíos, mujeres y niños, que sentiría una afinidad mediterránea y natural con el pueblo ruso.
Esa autoimagen no era original. Presenta grandes paralelismos con la construcción interesada que el ejército italiano también planteó de sí mismo para justificar su participación en la campaña de Rusia y, asimismo, su presencia como invasor en Grecia y los Balcanes. Por otro lado, el discurso justificativo a posteriori del relato divisionario es muy similar al promovido por las asociaciones de veteranos de la Wehrmacht y de las mismas Waffen SS: la acentuación del europeísmo, del anticomunismo desligado del expansionismo nazi y de su idea de exterminio, y el distanciamiento de toda complicidad o conocimiento de los crímenes de guerra cometidos exclusivamente por unidades ideologizadas no pertenecientes al ejército regular.
Pero la limpia DA sería aún más limpia que la saubere Wehrmacht, que había combatido por un ideal semejante al que había luchado desde 1949 la OTAN. Además, España ya habría comenzado esa lucha en 1936, y por tanto conocía mejor al enemigo, por haber sufrido en sus carnes la dominación roja. Al igual que la memoria finlandesa de la participación en la guerra germano-soviética como una guerra de continuación de la guerra de invierno de 1939-40, la participación española era vista como un segundo capítulo de una contienda iniciada años atrás.
La DA también despertó una gran fascinación fuera de España. En ella influía el exotismo, pero también una leyenda acerca del valor de los soldados hispanos que se retrotraía a lo que se suponía eran sus virtudes prototípicas desde los Tercios de Flandes (desorganizados e indisciplinados, pero temerarios ante la muerte). También contribuyeron a esa fama el Alto Mando de la Wehrmacht, que mencionó de forma consciente a la DA en varios de sus partes de guerra, y hasta las alabanzas públicas y privadas del propio Hitler a las cualidades de los soldados ibéricos. En la memoria pública de la Alemania de posguerra persistió ese estereotipo, como es detectable en varios libros de memorias e incluso en algunas series de Televisión de la década de 1970.
En mi opinión, cabe buscar un punto intermedio entre la visión demonizadora y la visión contemporizadora, deudora del propio relato que acerca de su propia experiencia transmitieron las memorias divisionarias de posguerra, que también impregnaron la interpretación de buena parte de la historiografía hispánica posterior, aquejada además de una autocomplaciente ignorancia de los debates internacionales acerca de la experiencia del frente del Este, de la nueva Historia Militar surgida desde la década de 1990 y de la reevaluación de la guerra germano-soviética, que dotan precisamente a este tema de una naturaleza transnacional. Los términos del debate español acostumbran a estar demasiado condicionados por las discusiones caseras acerca de la memoria de la guerra civil, y revestidas de un patológico grado de ensimismamiento. Pero tienen aún escasa presencia las preguntas que realmente se plantea la nueva Historia militar, y de los debates historiográficos internacionales acerca del frente del Este.
Por el contrario, se tiende en exceso a contemplarla como un epílogo de la guerra civil española, y a destacar las líneas de continuidad con aquélla. Importa así mucho más la categorización social e ideológica de los voluntarios y sus orígenes territoriales, el papel de la DA en las relaciones diplomáticas entre España y el III Reich, los aspectos operacionales —cultivados hasta el paroxismo por una producción reivindicativa tan obsesionada con el matiz como poco innovadora en términos historiográficos— que las cuestiones transnacionales que realmente preocupan a la mayoría de los historiadores alemanes, rusos y anglófonos.
Por sólo citar algunos ejemplos: ¿Qué ocurrió con los judíos: vieron o percibieron algo los soldados españoles del proceso de persecución que llevó a su exterminio? ¿Cuál fue el trato otorgado a la población civil? ¿En qué medida pudo la DA ser corresponsable, copartícipe o simple bystander de lo que era una guerra de exterminio diseñada y ejecutada por el Alto Mando de la Wehrmacht? ¿Cuál fue la experiencia de guerra de los divisionarios, y cuáles sus rasgos específicos, si los hubo, al respecto? ¿En qué medida la DA fue una excepción dentro del amplio panorama de las fuerzas invasoras en el frente del Este? No se trata de debatir acerca de su “honor” o de su ejecutoria bélica desde presupuestos normativos, sino de historizar en términos comparativos y necesariamente transnacionales la experiencia de la DA en su marco europeo. Un desideratum que sería aplicable al tratamiento historiográfico de las guerras coloniales de Cuba, Filipinas y Marruecos, entendibles ante todo en su contexto comparativo, europeo y global.
2. Los aliados del Eje
Como es bien conocido, no sólo tropas alemanas tomaron parte en la Operación Barbarroja. Los aliados finlandeses y rumanos aportaron desde los primeros días de la campaña el nada despreciable número de casi 700.000 soldados. Les movían sus propios intereses territoriales. El ejército finlandés veía en el golpe alemán contra la URSS su oportunidad para recuperar los territorios perdidos a manos del Ejército Rojo en la Guerra de Invierno de 1939-40, particularmente en Carelia. Cuando Hitler invadió la Unión Soviética el Gobierno de Helsinki se puso de su lado, declarando la guerra a la URSS el 25 de junio. La intervención finlandesa se restringió al flanco norte de la batalla de Leningrado, contribuyendo al bloqueo de la ciudad. Pero esa participación fue presentada como una segunda parte (de ahí el nombre oficial finlandés: Guerra de continuación) de la agresión soviética de 1939. Por ello, el ejército finlandés no mostró interés en profundizar en territorio soviético mucho más allá de la antigua frontera de 1939. Aunque mantuvo cerca de 300.000 hombres en armas al lado del Eje, y su concurso logístico tanto en la región de Carelia como en el sitio de Leningrado fue relevante, el Gobierno democrático de coalición de Helsinki y el carismático comandante en jefe de las fuerzas finesas, von Mannerheim, se mantuvieron firmes ante las presiones germanas para que aceptasen penetrar más en territorio soviético. A eso se unía que Helsinki nunca perdió una interlocución privilegiada con Gran Bretaña y Washington, con quienes las hostilidades eran sólo formales. De este modo, en septiembre de 1944, una vez que la Wehrmacht se vio obligada a levantar el cerco de Leningrado tras la gran ofensiva soviética dio inicio, Finlandia pudo concluir una paz separada con la URSS, a cambio de renunciar a los territorios perdidos en 1939-40 y el pago de fuertes reparaciones. Cerca de 84.000 soldados y civiles finlandeses perdieron la vida durante el conflicto. Pero su memoria fue venerada como la de héroes por la libertad patria, defensores del territorio nacional y mártires en la lucha contra el comunismo.
Para el régimen profascista del mariscal Ion Antonescu, la participación del ejército rumano en la Operación Barbarroja cumplía esencialmente dos objetivos. El primero, reconquistar la región de Besarabia, que había sido anexionada por la URSS. El segundo, mostrar su adhesión entusiasta al Nuevo Orden Europeo de Hitler, como una garantía de que las reivindicaciones territoriales rumanas contra sus vecinos —la cesión el año anterior del tercio septentrional de Transilvania a Hungría, y de parte de la Dobrogea a Bulgaria— tendrían una favorable acogida en Berlín. A pesar de la escasa confianza de Hitler y la Wehrmacht en un ejército cuyo armamento era anticuado, y de sus prejuicios hacia la capacidad combativa de los balcánicos, la necesidad de contar con la participación rumana en la invasión de Ucrania llevó a los alemanes a aceptar la conformación de un cuerpo de ejército invasor mixto, para el que Antonescu puso a disposición más de 325.000 soldados. Su función principal consistió en limpiar la retaguardia una vez que las unidades motorizadas alemanas avanzaban.
En el otoño de 1941 las tropas rumanas conquistaron la ciudad de Odessa y se anexionaron un territorio que sobrepasaba en mucho la Besarabia y Bukovina septentrional, la ahora denominada Transnistria, región situada entre los ríos Bug y Dniester. También participaron en operaciones que iban más allá de las recuperadas fronteras de 1939, y volvieron a ser requeridas por Hitler para la ofensiva del verano de 1942. Con ello, Rumanía entró también en guerra con Gran Bretaña y los EE.UU., y unió su suerte a la del III Reich, enviando reclutas y reservistas a combatir por una causa que la mayoría ya no compartía, más allá de un genérico anticomunismo que a muchos reclutas motivaba menos que la rivalidad con los vecinos húngaros. Destinados en el frente del Don y en los flancos de la batalla de Stalingrado, en el transcurso de esta última dos ejércitos rumanos fueron arrollados por los soviéticos. Desde entonces, y hasta septiembre de 1944, cuando la capitulación ante los Aliados obligó a Bucarest a cambiar de bando y poner su ejército a disposición de los soviéticos, las tropas rumanas se ocuparon en labores defensivas. Hasta junio de 1944, el ejército rumano sufrió según datos oficiales 71.585 bajas mortales y la enorme cantidad de 309.533 desaparecidos en el frente oriental.
A los pocos días de la invasión, tanto Hungría como Italia y Eslovaquia mostraron igualmente su interés por enviar tropas al frente del Este, a fin de participar en lo que se adivinaba como una campaña triunfal. Al igual que en el caso finlandés y rumano, no sólo era anticomunismo. Los Estados aliados o títeres del III Reich se disponían a jugar sus cartas simbólicas para participar en los repartos territoriales que se producirían en la gigantesca reordenación continental bajo dominio alemán que se auguraba próxima. Tomar parte en el exterminio del enemigo común, aunque fuese con una pequeña tropa expedicionaria, proporcionaría argumentos a los gobiernos fascistas europeos para realizar sus propios sueños imperiales o irredentistas, o simplemente evitar que los vecinos que se habían aprestado a enviar tropas al Este pudiesen reclamar territorios a costa propia. Como recogió en su diario de guerra Dionisio Ridruejo, muchos falangistas españoles sentían algo parecido: había que pagar un tributo de sangre para poder reclamar un lugar digno en el Nuevo Orden hitleriano:
"Nuestra primera razón de venir aquí será acaso la de competir en Europa [...] Sacudir con ello nuestro propio prejuicio de incapacidad cultivado en muchos años de reyerta interior [...] No sólo venimos contra el comunismo o contra Rusia. Realizamos un acto de rebelión contra la ordenación actual del mundo".
El primero en actuar fue el régimen fascista italiano, que ya preparaba una posible participación en la guerra del Este desde que tuvo conocimiento de los planes de invasión. Mussolini ordenó la constitución de un Corpo di Spedizione Italiano in Russia (CSIR) que contaba en total con 62.000 hombres y 82 aviones, y que a mediados de agosto entraron en combate en Ucrania al lado de las tropas del Grupo de Ejércitos Sur. En 1942 el cuerpo expedicionario fue reforzado con el despliegue en el frente del Don del 8º Ejército italiano o Armata Italiana in Russia, que llegó a sumar 229.000 hombres, con una notable dotación en artillería ligera y pesada. Por su lado, el régimen satélite de Eslovaquia, presidido por el prelado Józef Tiso, se apresuró también a declarar la guerra a la URSS y envió cerca de 50.000 soldados al frente oriental, repartidos en dos divisiones de infantería con dotación de armamento más bien modesta, así como una brigada motorizada. Buena parte de las tropas eslovacas fueron retiradas a fines de julio, y las que quedaron fueron destinadas a la lucha antipartisana en Bielorrusia, además de una División móvil que combatió en Crimea. El Estado títere de Croacia, bajo la égida de Ante Pavelic, despachó igualmente a Rusia un simbólico contingente de 5.000 soldados, encuadrados como Regimiento 369 en el 6º Ejército alemán, y que llegó al frente a fines de agosto de 1941. El temor a que la participación italiana en el Este fuese premiada con ulteriores recompensas territoriales en la costa adriática actuó como un revulsivo fundamental: no había que quedarse atrás en demostrar méritos de guerra frente al enemigo común.
El régimen autoritario del almirante Miklós Horthy, que no había sido tenido en cuenta por Hitler para tomar parte en la invasión por desconfiar de su orientación en política exterior, todavía tardó algunos días en declarar la guerra a la URSS. La participación magiar en la campaña no era deseada en un principio por el Alto Mando alemán (Oberkommando der Wehrmacht, OKW), que desconfiaba de la anglofilia de Horthy y prefería no otorgar a las tropas húngaras un papel preponderante en las operaciones. Horthy se resistía a declarar la guerra a la URSS, en parte por la presión interna del partido fascista húngaro Flechas Cruzadas. Pero el bombardeo soviético de la ciudad de Kassa ofreció un motivo suficiente para involucrarse en la guerra. La fuerte participación rumana desde el principio de la operación Barbarroja presionó de modo decisivo a Hungría para sumarse al conflicto, con el fin de evitar que el régimen de Antonescu tuviese argumentos para reclamar de nuevo la Transilvania septentrional. Bajo el mando del general Ferenc Szombathelyi, 93.115 soldados húngaros fueron destinados al frente oriental en agosto de 1941. Pero el alto número de bajas sufridas por las unidades magiares aconsejaron al OKW ya en septiembre de 1941 destinarlas a labores de protección de retaguardia. En buena medida, las tropas húngaras se concentraron en la persecución y aniquilamiento de las unidades partisanas, cometido en el que su brutalidad superó a menudo a sus aliados germanos y se cebó en los campesinos acusados de apoyar a los guerrilleros, aunque eso también fue consecuencia de su falta de disciplina y su miedo ante un enemigo irregular en un terreno desconocido.
El agotamiento de las reservas germanas tras la batalla de Moscú obligó entonces al OKW y al propio Hitler a no despreciar una mayor participación de sus aliados. A principios de 1942 Alemania solicitó formalmente el despliegue en el frente de tropas húngaras, que fueron ahora avitualladas por la Wehrmacht, para reforzar la planeada ofensiva de verano. El 2o Ejército húngaro, con 210.000 soldados —buena parte de los cuales pertenecían a minorías no magiares, como eslovacos, rutenos y rumanos— fue movilizado para el frente oriental. Las tropas del Hónved, no obstante, carecían de motivación suficiente, y sus oficiales eran en buena parte reservistas cuya preparación y moral eran igualmente dudosas. En junio de 1942 los húngaros establecieron sus posiciones en el Don. Pero mal equipados y en lucha constante con sus aliados alemanes e italianos por conseguir mejores suministros, fueron aplastados por la ofensiva soviética de enero de 1943, perdiendo 40.000 muertos y 60.000 prisioneros.
Desde entonces, la desconfianza del mando alemán hacia sus aliados magiares, italianos y rumanos no dejó de aumentar. Se trataba de una compleja mezcla de prejuicios y de complejo de superioridad militar. Aun así, hasta agosto de 1944 todavía partirían para el frente del Este alrededor de 90.000 combatientes húngaros. Después de la ocupación alemana de Hungría en marzo de 1944, debido a la necesidad del Reich de asegurarse productos agrícolas y a la prevención que inspiraba en Hitler el coqueteo con los Aliados que practicaba Horthy, la dimensión de la participación militar húngara en el frente del Este ascendió de forma notable. Entre abril y mayo de ese año el 1º Ejército húngaro (168.000 hombres) también fue movilizado contra los soviéticos. Los soldados magiares tenían ahora la motivación añadida de defender las fronteras de su país. En septiembre de aquel año había 950.000 combatientes del Hónved en lucha con las tropas soviéticas que avanzaban hacia el Danubio.
Las tropas alemanas nunca dejaron de constituir el contingente militar mayoritario de las unidades y divisiones del Eje participantes en la campaña del Este. No obstante, las unidades aliadas dentro del conjunto de las fuerzas antibolcheviques supusieron un porcentaje bastante significativo, que en algunos momentos llegó a constituir casi la cuarta parte del total. Además, su presencia resultaba cercana al 50 por ciento en algunos sectores del frente, en particular en el área del Grupo de Ejércitos Centro y Sur. En septiembre de 1942 el número de soldados no germanos que formaban junto a la Wehrmacht en el frente oriental ascendía a 648.000. Si en 1941 el porcentaje de tropas tudescas en el total de fuerzas del Eje desplegadas era del 82,74 por ciento, esa proporción disminuyó al 72,3 por ciento en junio de 1942; volvió a subir en julio de 1943 al 88,55 por ciento; descendió al 74,77 por ciento en junio de 1944; y en enero de 1945, cuando ya ni húngaros ni rumanos combatían junto a los alemanes, el porcentaje de combatientes alemanes se situó en el 95,7 por ciento.
Algunos de los ejércitos aliados de la Wehrmacht, fuertemente antisemitas, llevaron a cabo sus propios proyectos de limpieza étnica. Fue el caso, en particular, de los rumanos en su zona de ocupación, una vez fracasado el plan inicial de deportación de todos los hebreos de la región a la Ucrania bajo jurisdicción alemana. Desde mediados de diciembre de 1941, tanto el ejército como la gendarmería y una “unidad especial” del servicio secreto rumano se encargaron de poner en práctica la deportación y exterminio de la población judia, con la colaboración de tropas auxiliares ucranianas, alemanes étnicos y una escuadra móvil de exterminio alemana (el Einsatzgruppe D). 40.000 judíos fueron asesinados en el campamento de Bogdanowka hasta finales de mes. También se construyeron varios campos de concentración, en los cuales se concentró un número aún desconocido de judíos del Regateni (Rumanía histórica), que fueron masacrados en su mayor parte. Algunos autores estiman el número de víctimas entre 250.000 y 400.000. A fines de 1942, Antonescu, informado de la “solución final” acordada en Berlín, decidió autorizar la emigración de los judíos de Rumanía hacia Palestina, a cambio muchas veces de compensaciones económicas.
Pero también decretó la deportación de miles de judíos a campos de trabajo. Aunque con carácter menos sistemático, también está documentada la participación de unidades húngaras en ejecuciones masivas de judíos soviéticos. Por ejemplo, en el área de Winniza en mayo de 1942, no tanto por indicación del Alto Mando del Hónved como por acuerdo con mandos intermedios de unidades alemanas locales del SD y fuerzas auxiliares ucranianas. Tampoco el ejército finlandés, único representante de un Gobierno democrático en el frente del Este y en el que sirvieron hasta el final oficiales y soldados hebreos, estuvo totalmente libre de mácula: sus fuerzas entregaron a las SS germanas unas 3.900 personas, entre ellas judíos, comisarios políticos y militantes comunistas soviéticos.
3. Voluntarios para la 'Cruzada Europea contra el Bolchevismo'
Si los Estados aliados y satélites del III Reich proporcionaron esencialmente tropas regulares para la campaña del Este, también participaron al lado del Eje un número significativo, aunque poco relevante desde el punto de vista estratégico, de voluntarios extranjeros reclutados en la Europa nórdica y occidental. Los intelectuales, propagandistas y teóricos nazis utilizaban a menudo el Leitmotiv de la defensa de la civilización europea como un arma propagandística y retórica para ganar adeptos a la causa del III Reich entre los círculos fascistas, ultranacionalistas y anticomunistas del continente. Frente al ya clásico estereotipo del carácter asiático del bolchevismo, el nacionalsocialismo encarnaría un proyecto de defensa de la civilización europea, a lo que se unía la justificación inmediata de la invasión preventiva de la URSS como anticipación a un supuesto plan de conquista de Europa por los soviéticos.
El europeísmo con el que los jerarcas y revistas teóricas del III Reich se llenaban la boca era puramente retórico. La unidad continental era un objetivo claramente subordinado a los planes de hegemonía militar y económica del III Reich. Dentro de las fantasías de Hitler y Himmler, así como de las elucubraciones de varios de sus subordinados, la consecución de un imperio germánico extendido hasta los Urales era un elemento mucho más importante que el concepto de “Europa”. El énfasis en este último era ante todo un útil instrumento de propaganda en el que algunos dirigentes nazis llegaron a creer, aunque no el propio Hitler. Con todo, permitía ganar voluntades fuera de Alemania, tanto entre las opiniones públicas de los países aliados como entre los Estados neutrales. Se trataba una eficaz “música de acompañamiento”, que tuvo su punto álgido con la invasión de la URSS y que fue diseñada por el estratega de la propaganda nacionalsocialista, Joseph Goebbels, quien supo ver con claridad desde el principio de la Operación Barbarroja las posibilidades que se ofrecían para los intereses alemanes en la ola de entusiasmo que sacudía la opinión pública anticomunista de buena parte del continente, e incluso comprobó con satisfacción que esa propaganda rendía algunos frutos. En ella se combinaba el argumento de la guerra preventiva con la imagen de Alemania como eterna víctima de un complot judíobolchevique, y con la representación del III Reich como un baluarte frente al comunismo y la barbarie asiática. La guerra pasó a ser una cruzada europea contra el bolchevismo. Así rezaba la declaración del Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores del 29 de junio de 1941:
"La lucha de Alemania contra Moscú se ha convertido en una cruzada europea contra el bolchevismo. Con su capacidad de atracción, que sobrepasa todas las expectativas, cabe reconocer que se trata de una causa europea, de todo el continente: amigos, neutrales e incluso de los pueblos que todavía hace poco tiempo han cruzado la espada con Alemania".
El programa del Nuevo Orden europeo, que los teóricos nazis ya habían esbozado en 1939-40, fue aceptado por políticos e intelectuales de los países cuyos regímenes eran aliados o amigos del III Reich. El Pacto Antikomintern renovado en Berlín el 25 de noviembre de 1941 presentaba la cruzada antibolchevique como una empresa común, de la que surgiría una Europa en paz y unida bajo la hegemonía benévola del III Reich. Sin embargo, el europeismo nazi consistía sobre todo en lemas e ideas genéricas, y no tanto en proyectos concretos. En ello residía parte de su éxito. Pues desde muy diversas posiciones cada fascismo nacional o local podía imaginar a su vez cuál iba a ser su función específica dentro de ese Nuevo Orden, y desarrollaba interpretaciones propias del europeísmo nazifascista y sus conceptos geopolíticos preferidos, como espacio vital o economía de grandes espacios, adaptándolos a sus objetivos expansionistas inmediatos y particulares —el Mediterráneo o el Norte de África, por ejemplo, en la interpretación de los fascistas españoles o italianos—.
La participación en la invasión de la URSS se presentó así a ojos de diferentes sectores anticomunistas, fascistas o fascistizados de toda Europa como una oportunidad para sellar su alianza con la Alemania hitleriana y escalar posiciones de poder e influencia dentro de sus países. Al mismo tiempo, la cruzada también despertaba un inusitado entusiasmo proalemán de amplios sectores anticomunistas, pero que recelaban del racismo y del ateísmo nazi, así como de sus concepciones totalitarias. Hitler devenía ahora en un nuevo ángel exterminador encargado de aniquilar a la reencarnación de Luzbel en la tierra. Mediante ese acto, el Führer se purificaría a sí mismo y retornaría al camino de la religión verdadera. La cosmovisión católica, unida a la visión del comunismo soviético como exponente de una barbarie producto de la mezcla de judíos, masones y pueblos culturalmente inferiores, fue así una característica distintiva de muchos voluntarios valones, flamencos, españoles, italianos o franceses, y una contribución peculiar de los intelectuales católicos europeos al Nuevo Orden.
En un principio, las ofertas individuales y colectivas que llegaron a las embajadas alemanas en Europa occidental en demanda de ser aceptados como voluntarios sorprendieron tanto al OKW como al Ministerio de Exteriores germano. Pero la oportunidad parecía ideal para dotar de una legitimación adicional a los proyectos de hegemonía continental del III Reich. El 30 de junio de 1941 tuvo lugar en Berlín una reunión en la que participaron representantes del Ministerio de Exteriores, del OKW, del NSDAP y de las SS. En ella se acordó que era de gran interés político aceptar las ofertas de voluntarios, y se decidió encuadrarlos en unidades nacionales con uniforme germano sin naturalizarlos alemanes. Pero se estableció una estudiada jerarquía etno-nacional. Los voluntarios procedentes de países nórdicos se encuadrarían en las Waffen SS, denominación otorgada a las unidades armadas de las SS (Schutzstaffel o brigadas de asalto) dependientes de Heinrich Himmler desde 1940. El mismo destino se reservaba para los voluntarios germánicos, en particular holandeses y flamencos.
Se aceptarían las ofertas española y croata, que conformarían unidades homogéneas dentro de la Wehrmacht; y se estaba a la espera de qué ocurriría con los voluntarios franceses y valones. Por el contrario, se rechazaron de forma categórica las ofertas de rusos blancos, así como de representantes nacionalistas de varios pueblos no rusos de la URSS y de los checos. Una semana más tarde, el OKW establecía una serie de líneas directrices para la admisión y formación de unidades de voluntarios extranjeros, que reproducían y desarrollaban en lo sustancial los principios anteriores. Después del fracaso de la guerra relámpago y la estabilización de un costoso frente en el Este, la movilización inducida por la cruzada europea contra el bolchevismo permitió al III Reich reclutar soldados en la casi totalidad de los países europeos ocupados o neutrales. La música de acompañamiento se convirtió en una melodía monocorde, que insistía en la defensa de la civilización europea, el anticomunismo y el carácter “asiático” de las hordas bolcheviques, y era difundido con profusión por el aparato de prensa y propaganda nazi. El judaísmo, aliado del comunismo y enemigo de la supervivencia de las naciones de Europa, que ya habría sometido a los Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, era presentado como un agente destructor de la civilización del continente, sus raíces cristianas y su tradición histórica. Pero el acento fundamental se colocaba en el anticomunismo.
En varios países europeos se reclutaron cientos de voluntarios para el frente ruso, por regla general bajo el control de los partidos fascistas nacionales y con participación en algunos casos del ejército regular. Así ocurrió con la División Española de Voluntarios, que aportó en una primera hornada casi 18.000 voluntarios, en buena parte miembros de las organizaciones falangistas, además de oficiales y suboficiales aportados por el ejército regular, y que proporcionaría en total, hasta su retirada (y la de su sucesora, la Legión Azul) cerca de 47.000 soldados. Por su parte, la Legión de Voluntarios Franceses (Légion des Volontaires Français contre le Bolchévisme, LVF) fue reclutada entre simpatizantes y militantes de los principales partidos de índole fascista y colaboracionista, como el Partido Popular Francés (PPF) del fascista colaboracionista y antiguo comunista Jacques Doriot. La cuantía de este cuerpo de voluntarios no sobrepasó en ningún momento los 4.000 hombres, y sólo fue utilizada a fines de noviembre de 1941 en algunos combates de primera línea. Posteriormente, la LVF fue retirada a retaguardia, y utilizada sobre todo en labores de lucha antipartisana. Los voluntarios valones procedían sobre todo del movimiento rexista, fascismo autóctono y colaboracionista con los alemanes, dirigido por el carismático Léon Degrelle. Apenas un millar de voluntarios valones conformaron inicialmente el Batallón de Infantería Valona 373, que entró en combate en el Grupo de Ejércitos Sur. En total, a fines de 1941 el número de españoles, franceses, valones y croatas que combatían en el Ostheer ascendía a unos 24.000 hombres, de los que más del 70 por ciento eran españoles.
A todos los anteriores se unían otros 12.000 voluntarios procedentes de pueblos “germánicos” que combatían en las filas de las SS. Ya en abril de 1940 Himmler había conseguido el placet para crear una unidad multinacional, la División SS Wiking, que entró en combate en junio de 1941. Dentro de ella, los voluntarios germánicos se encuadraban dentro de los regimientos Nordland (países nórdicos) y Westland (flamencos y holandeses), que totalizaban 1.564 hombres. Y en la División SS Das Reich se habían incorporado desde 1940 varias decenas de voluntarios finlandeses, que configuraban un batallón. Tras la invasión de la URSS el caudal de voluntarios germánicos aumentó de forma notable. A fines de 1941 el número de combatientes extranjeros en las filas de las Waffen SS se repartía así: 1.180 finlandeses, 39 suecos, 1.882 noruegos, 2.399 daneses, 4.814 holandeses, 1.571 flamencos, y por último 135 suizos y naturales de Liechtenstein. A ellos se unían 6.200 voluntarios más que fueron reclutados entre los alemanes étnicos (Volksdeutsche) de ciudadanía rumana, húngara, serbia, croata, luxemburguesa, y eslovaca, además de algunos alsacianos, loreneses y alemanes de Nordschleswig (Dinamarca).
El Reichsführer SS aprovechó la guerra contra la URSS para desarrollar y ampliar su proyecto de ampliación multinacional de las Waffen SS hasta convertirlas en una suerte de “ejército europeo”, con modelo en la Legión Extranjera francesa, pero con un ingrediente adicional de adoctrinamiento político que hiciese de sus soldados, una vez que retornasen a sus países, auténticos arietes de la expansión del Nuevo Orden nacionalsocialista. Hasta septiembre de 1943, y además de los alemanes étnicos, las preferencias de Htiler se dirigieron hacia los voluntarios procedentes de países “germánicos” y nórdicos. Fuera de los alemanes étnicos, los voluntarios extranjeros procedentes de Europa nórdica, centrooriental y occidental en la Wehrmacht y las Waffen SS ascendían a unos 36.000 a fines de 1941. No era un aporte significativo en términos estrictamente militares: apenas un 1 por ciento de las tropas movilizadas en el frente del Este. Ese porcentaje subió levemente en 1942 y 1943, gracias al aumento del flujo de voluntarios germánicos y sobre todo Volksdeutsche en unidades de las Waffen SS. A la altura de finales de junio de 1943 las Waffen SS habían reclutado un total de 27.314 voluntarios en Europa occidental y nórdica, de los que más de una quinta parte fueron rechazados tras un primer período de instrucción. 19 Hasta mayo de 1944 el total acumulado de voluntarios holandeses fue de 20.129, y el de noruegos de casi 6.000. Y el número de italianos en las Waffen SS hasta el final de la guerra sobrepasó los 15.000. Excluyendo los movilizados en legiones nacionales, así como a finlandeses, italianos y otros contingentes menores, el montante de voluntarios occidentales y nórdicos que sirvieron en unidades de las Waffen SS ascendió de 4.851 en enero de 1942 a 36.682 en 1944. En ningún momento supusieron más del 10-12 por ciento del total de combatientes de las Waffen SS.
Por otro lado, el contingente global de voluntarios de Europa occidental y nórdica que combatió en las filas de la Wehrmacht y las Waffen SS a lo largo de la guerra germano-soviética es difícil de establecer con precisión. Aun así, y sumando a los españoles, que aportarían por sí solos más del 40 por ciento de todos los efectivos, se podría situar en unos 115.000 hombres. 21 Se trata de una cifra modesta: un 1,15 por ciento del total de soldados invasores en los cuatro años de guerra. Si nos ceñimos a las Waffen SS, las estimaciones apuntan a que, de sus 900.000 miembros durante la guerra, unos 400.000 eran de origen extranjero. Esa cifra incluye, sin embargo, dos grandes categorías. Por un lado, los “alemanes étnicos”, es decir, residentes fuera de las fronteras del III Reich, en particular la región de los Balcanes. Su número se ha estimado en unos 200.000. Un segundo contingente se componía tanto de voluntarios de Europa occidental y nórdica (unos 61.000 hasta enero de 1944) como de originarios de Europa oriental y balcánica, el Cáucaso y otras zonas no rusas de la Unión Soviética.
La eficacia operativa de los nuevos cruzados fue mucho menor que su brillo propagandístico. Al igual que sucedía con los aliados rumanos o italianos, 22 el juicio que merecía la capacidad de combate de los voluntarios españoles, franceses u holandeses a ojos de los observadores militares alemanes fue, en general, negativo. Que los soldados extranjeros fuesen “germánicos” o no revestía poca importancia. Todos ellos eran objeto de una vigilancia especial para evitar deserciones y espionaje, y su valor como combatientes era a menudo puesto en cuestión, aunque su presencia era tolerada por razones de conveniencia política. Por otro lado, las rivalidades políticas internas que minaban la cohesión de esas unidades voluntarias las convirtieron en aliados relativamente inestables. Si entre los españoles se registraban tensiones entre los voluntarios falangistas y los suboficiales y mandos intermedios procedentes del Ejército, entre los combatientes franceses esas disputas se dirimían entre los simpatizantes de los diferentes partidos fascistas y colaboracionistas que nutrían sus filas; y lo mismo ocurría entre rexistas y nacionalsocialistas en el caso de los valones, o entre los afiliados al Vlaams National Verbond y los pronazis de Verdinaso y otros grupos satélites de los alemanes en el caso de los flamencos.
Por otro lado, dentro de esas unidades convivían aventureros de toda clase y soldados profesionales —por ejemplo, oficiales de la reserva o miembros de tropas coloniales españolas, belgas y francesas— con voluntarios entusiastas y fascistas fanáticos, que compartían a grandes rasgos con los nazis su representación del comunismo soviético como una amalgama de judaísmo y barbarie asiática. Sus motivaciones no eran homogénas. Una encuesta llevada a cabo en la inmediata posguerra entre 5.107 colaboracionistas daneses que habían pertenecido a las Waffen SS arrojaba un porcentaje de un 39,9 por ciento de voluntarios que declaraba simpatía ideológica con los nazis y anticomunismo; un 36,9 por ciento que aducía necesidad y huida ante dificultades vitales; un 11,2 por ciento que manifestaba simpatía hacia los alemanes; y un 6,4 por ciento que declaraba querer salir del paro. Con todas las precauciones hacia una encuesta realizada tras la rendición, la combinación de móviles parece plausible. Los testimonios de excombatientes valones de las Waffen SS también apuntan en un sentido semejante, a pesar de su carga autojustificativa e idealizante. Y en el caso de los combatientes de la División Carlomagno, se ha apuntado que la búsqueda de un ideal de masculinidad sublimada estaría igualmente en el trasfondo de los motivos de muchos voluntarios. Algo similar sucedía en el caso de muchos alemanes étnicos de las Waffen SS.
Como se ha mostrado para las poblaciones germanas de Transilvania, las motivaciones de los voluntarios consistieron en una mezcla de admiración por un cuerpo de élite que era considerado por la propaganda poco menos que invencible, la atracción por sus altos salarios en términos relativos, y el deseo de aventura unido a un fuerte anticomunismo.
El control de las unidades de voluntarios extranjeros pasó a manos de Himmler desde mediados de 1943, dentro de su proyecto de convertir a las Waffen SS en un auténtico ejército pangermánico. Como consecuencia, los diversos regimientos y unidades existentes se reconvirtieron en nuevas unidades, cuyos pomposos nombres oficiales rara vez se correspondían con los efectivos reales de que disponían. Así, las formaciones SS voluntarias o legiones de daneses, noruegos, finlandeses, holandeses y flamencos fueron encuadradas respectivamente en la División Nordland, la 34ª División SS Landstorm, o la 27ª División SS Langemarck. A aquellas unidades se añadió en noviembre de 1944 la División Wallonien, comandada por el condecorado Degrelle, quien explotó en la política belga la popularidad ganada en el frente de combate y soñaba con jugar un papel destacado en el Nuevo Orden nazi. Valonia, además, fue considerada una región “germánica”, aunque francesizada, en 1943, susceptible de formar parte en un futuro de una unidad con otras regiones de pasado igualmente “germánico” como Borgoña.
---continúa en el mensaje siguiente---
texto de Xosé Manoel Núñez Seixas (profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela)
publicado en Cuadernos de Historia Contemporánea, año 2012
1. Introducción
El 19 de julio de 1942 el soldado Franz Stücken volvía a su unidad en el frente del Este después de una estancia de permiso. En una estación de Rusia central tuvo ocasión de compartir mesa en el Hogar del Soldado con un soldado húngaro y un español. Stücken se quedó fascinado ante el espectáculo de tres combatientes por una misma causa incapaces de entenderse entre sí. Esa convivencia era más divertida para el artillero Ramón Gortázar, quien poco antes de caer pasó varias semanas en una batería compartiendo alojamiento con “tres alemanes, que no hablaban más que su propia lengua”. Solía visitarles “un belga flamenco que dominaba el francés y algunos más. Cuando tenían una botella disponible se animaba la conversación”. Pero los problemas aumentaban cuando compartían posiciones en el campo de batalla, lo que podía dar lugar a malentendidos que costaban bajas mutuas. Así se puso de manifiesto cuando en junio de 1942 un total de 33 oficiales y 797 soldados españoles participaron en una acción conjunta con tropas alemanas, flamencas y holandesas de las Waffen SS. Los equívocos entre oficiales incapaces de entenderse entre sí, pero también sus diferentes estilos de hacer la guerra, motivaron la queja de varios oficiales alemanes, que preferían tener sólo tropas germanas bajo su mando.
Las tres historias revelaban que el frente del Este fue, en cierto modo, un crisol de nacionalidades combatientes. En él, la División Española de Voluntarios, conocida como División Azul (DA), fue una gota de agua. Tuvo una importancia estratégica casi irrelevante dentro del teatro de operaciones del Ostheer o Ejército del Este alemán y de sus aliados húngaros, rumanos, finlandeses y de otras nacionalidades. Con la salvedad de las operaciones en el frente del Wolchow (octubre-diciembre 1941), y de acciones en las que participaron algunos batallones o compañías, la División española estuvo la gran mayoría del tiempo dedicada a labores defensivas en un frente estático. No era muy distinta del resto de unidades del Grupo de Ejércitos Norte, cuyo cometido principal entre el otoño de 1941 y principios de 1944 fue mantener el sitio de Leningrado. De hecho, en los informes periódicos que los Cuerpos de Ejército del Ostheer acostumbraban a elaborar acerca del estado de las divisiones, el perfil de la DA en 1943, juzgada como apta para tareas defensivas, no estaba por debajo de la media de las divisiones germanas y de otras nacionalidades.
La DA fue exótica, pero no fue la unidad extranjera más importante del Ostheer, ni la que más se distinguió en combate. Su importancia numérica y su protagonismo operativo no resisten la comparación con las varias divisiones rumanas, húngaras, finlandesas e italianas que tomaron parte en el frente del Este. La DA sólo fue equiparable numéricamente a las tropas eslovacas (unos cincuenta mil soldados). Tampoco fue la unidad más castigada por las bajas, y por tanto acreedora a un epos trágico. La tasa de supervivencia de los soldados españoles —de unos 47.000 soldados fallecieron algo menos de 5.000— está bastante por encima de lo que fue la media del frente oriental para el Ostheer. Eso también se debió al hecho de que los españoles fueron retirados antes de la ofensiva soviética de 1944, que se cobró buena parte del total de bajas alemanas en el frente del Este. Con todo, las estadísticas de muertos y heridos de la DA ocultan el hecho de que el porcentaje de bajas sí fue muy elevado en una fase puntual (octubre-diciembre 1941) y en la batalla de Krasnij Bor y días posteriores (10 de febrero de 1943).
A pesar de lo anterior, pocas unidades combatientes del frente soviético durante la II Guerra Mundial, y aun no demasiadas unidades combatientes de ambos bandos en todos los escenarios del conflicto, disfrutaron de una leyenda posterior tan favorable como la DA. Una fama compartida en sus rasgos fundamentales por soviéticos y por alemanes, y aun dentro de España por parte de la “derecha” y buena parte de la “izquierda”. En la memoria oficial del franquismo la DA disfrutó de una suerte de leyenda benigna y favorable que acrecentó su mito. Sólo de manera secundaria se vinculaba a grandes hazañas bélicas. Su fama fue en parte una consecuencia de su composición social y política variada y mixta. Entre los divisionarios españoles no sólo había fascistas convencidos o anticomunistas fanáticos. Había entre ellos gente de todas las profesiones, desde universitarios hasta jornaleros semianalfabetos, pasando por personajes que alcanzarían fama en los años posteriores en las Ciencias, las Artes y las Letras. Ni siquiera todos los militares profesionales que partieron para el frente ruso tuvieron una actuación posterior homogénea. Aun así, la experiencia del frente ruso –principiando por el hecho de que la última batalla de cierta envergadura en que participó el Ejército español tuvo lugar precisamente en el frente de Leningrado, el 23 de febrero de 1943– jugó un papel no desdeñable en la conformación de los valores compartidos del Ejército franquista.
Desde la década de 1950 coexistieron muy diversas valencias acerca de la interpretación de la experiencia de la DA. Esta dejó además un amplio rastro escrito. Entre 1941 y 1943 se alistaron voluntarios un gran número de universitarios y futuros escritores, jóvenes que escribían mucho y bien. En la España de Franco su recuerdo no estuvo proscrito tras 1945, aunque al régimen no le convenía en exceso airear sus pasados entusiasmos pro-Eje durante la II Guerra Mundial. Pero mediaba un abismo entre la libertad de expresión de que disfrutaron los divisionarios y el forzado silencio al que se vieron obligados sus antiguos camaradas flamencos o noruegos, por no hablar de rumanos y húngaros, tras 1945. Buena parte de aquellas valencias se condensaron en la construcción de que lo podemos denominar un relato divisionario. A su surgimiento contribuyeron testimonios autobiográficos, relatos novelados, algunas películas de desigual calidad y una cierta presencia pública en lugares de memoria o conmemoraciones oficiales. En ese relato se destacaba no sólo la abnegación, el idealismo y la generosidad de los divisionarios, sino también su ausencia de prejuicios raciales y su comportamiento benigno hacia la población civil y el enemigo. El antipático tudesco se contraponía al castizo español, protector de judíos, mujeres y niños, que sentiría una afinidad mediterránea y natural con el pueblo ruso.
Esa autoimagen no era original. Presenta grandes paralelismos con la construcción interesada que el ejército italiano también planteó de sí mismo para justificar su participación en la campaña de Rusia y, asimismo, su presencia como invasor en Grecia y los Balcanes. Por otro lado, el discurso justificativo a posteriori del relato divisionario es muy similar al promovido por las asociaciones de veteranos de la Wehrmacht y de las mismas Waffen SS: la acentuación del europeísmo, del anticomunismo desligado del expansionismo nazi y de su idea de exterminio, y el distanciamiento de toda complicidad o conocimiento de los crímenes de guerra cometidos exclusivamente por unidades ideologizadas no pertenecientes al ejército regular.
Pero la limpia DA sería aún más limpia que la saubere Wehrmacht, que había combatido por un ideal semejante al que había luchado desde 1949 la OTAN. Además, España ya habría comenzado esa lucha en 1936, y por tanto conocía mejor al enemigo, por haber sufrido en sus carnes la dominación roja. Al igual que la memoria finlandesa de la participación en la guerra germano-soviética como una guerra de continuación de la guerra de invierno de 1939-40, la participación española era vista como un segundo capítulo de una contienda iniciada años atrás.
La DA también despertó una gran fascinación fuera de España. En ella influía el exotismo, pero también una leyenda acerca del valor de los soldados hispanos que se retrotraía a lo que se suponía eran sus virtudes prototípicas desde los Tercios de Flandes (desorganizados e indisciplinados, pero temerarios ante la muerte). También contribuyeron a esa fama el Alto Mando de la Wehrmacht, que mencionó de forma consciente a la DA en varios de sus partes de guerra, y hasta las alabanzas públicas y privadas del propio Hitler a las cualidades de los soldados ibéricos. En la memoria pública de la Alemania de posguerra persistió ese estereotipo, como es detectable en varios libros de memorias e incluso en algunas series de Televisión de la década de 1970.
En mi opinión, cabe buscar un punto intermedio entre la visión demonizadora y la visión contemporizadora, deudora del propio relato que acerca de su propia experiencia transmitieron las memorias divisionarias de posguerra, que también impregnaron la interpretación de buena parte de la historiografía hispánica posterior, aquejada además de una autocomplaciente ignorancia de los debates internacionales acerca de la experiencia del frente del Este, de la nueva Historia Militar surgida desde la década de 1990 y de la reevaluación de la guerra germano-soviética, que dotan precisamente a este tema de una naturaleza transnacional. Los términos del debate español acostumbran a estar demasiado condicionados por las discusiones caseras acerca de la memoria de la guerra civil, y revestidas de un patológico grado de ensimismamiento. Pero tienen aún escasa presencia las preguntas que realmente se plantea la nueva Historia militar, y de los debates historiográficos internacionales acerca del frente del Este.
Por el contrario, se tiende en exceso a contemplarla como un epílogo de la guerra civil española, y a destacar las líneas de continuidad con aquélla. Importa así mucho más la categorización social e ideológica de los voluntarios y sus orígenes territoriales, el papel de la DA en las relaciones diplomáticas entre España y el III Reich, los aspectos operacionales —cultivados hasta el paroxismo por una producción reivindicativa tan obsesionada con el matiz como poco innovadora en términos historiográficos— que las cuestiones transnacionales que realmente preocupan a la mayoría de los historiadores alemanes, rusos y anglófonos.
Por sólo citar algunos ejemplos: ¿Qué ocurrió con los judíos: vieron o percibieron algo los soldados españoles del proceso de persecución que llevó a su exterminio? ¿Cuál fue el trato otorgado a la población civil? ¿En qué medida pudo la DA ser corresponsable, copartícipe o simple bystander de lo que era una guerra de exterminio diseñada y ejecutada por el Alto Mando de la Wehrmacht? ¿Cuál fue la experiencia de guerra de los divisionarios, y cuáles sus rasgos específicos, si los hubo, al respecto? ¿En qué medida la DA fue una excepción dentro del amplio panorama de las fuerzas invasoras en el frente del Este? No se trata de debatir acerca de su “honor” o de su ejecutoria bélica desde presupuestos normativos, sino de historizar en términos comparativos y necesariamente transnacionales la experiencia de la DA en su marco europeo. Un desideratum que sería aplicable al tratamiento historiográfico de las guerras coloniales de Cuba, Filipinas y Marruecos, entendibles ante todo en su contexto comparativo, europeo y global.
2. Los aliados del Eje
Como es bien conocido, no sólo tropas alemanas tomaron parte en la Operación Barbarroja. Los aliados finlandeses y rumanos aportaron desde los primeros días de la campaña el nada despreciable número de casi 700.000 soldados. Les movían sus propios intereses territoriales. El ejército finlandés veía en el golpe alemán contra la URSS su oportunidad para recuperar los territorios perdidos a manos del Ejército Rojo en la Guerra de Invierno de 1939-40, particularmente en Carelia. Cuando Hitler invadió la Unión Soviética el Gobierno de Helsinki se puso de su lado, declarando la guerra a la URSS el 25 de junio. La intervención finlandesa se restringió al flanco norte de la batalla de Leningrado, contribuyendo al bloqueo de la ciudad. Pero esa participación fue presentada como una segunda parte (de ahí el nombre oficial finlandés: Guerra de continuación) de la agresión soviética de 1939. Por ello, el ejército finlandés no mostró interés en profundizar en territorio soviético mucho más allá de la antigua frontera de 1939. Aunque mantuvo cerca de 300.000 hombres en armas al lado del Eje, y su concurso logístico tanto en la región de Carelia como en el sitio de Leningrado fue relevante, el Gobierno democrático de coalición de Helsinki y el carismático comandante en jefe de las fuerzas finesas, von Mannerheim, se mantuvieron firmes ante las presiones germanas para que aceptasen penetrar más en territorio soviético. A eso se unía que Helsinki nunca perdió una interlocución privilegiada con Gran Bretaña y Washington, con quienes las hostilidades eran sólo formales. De este modo, en septiembre de 1944, una vez que la Wehrmacht se vio obligada a levantar el cerco de Leningrado tras la gran ofensiva soviética dio inicio, Finlandia pudo concluir una paz separada con la URSS, a cambio de renunciar a los territorios perdidos en 1939-40 y el pago de fuertes reparaciones. Cerca de 84.000 soldados y civiles finlandeses perdieron la vida durante el conflicto. Pero su memoria fue venerada como la de héroes por la libertad patria, defensores del territorio nacional y mártires en la lucha contra el comunismo.
Para el régimen profascista del mariscal Ion Antonescu, la participación del ejército rumano en la Operación Barbarroja cumplía esencialmente dos objetivos. El primero, reconquistar la región de Besarabia, que había sido anexionada por la URSS. El segundo, mostrar su adhesión entusiasta al Nuevo Orden Europeo de Hitler, como una garantía de que las reivindicaciones territoriales rumanas contra sus vecinos —la cesión el año anterior del tercio septentrional de Transilvania a Hungría, y de parte de la Dobrogea a Bulgaria— tendrían una favorable acogida en Berlín. A pesar de la escasa confianza de Hitler y la Wehrmacht en un ejército cuyo armamento era anticuado, y de sus prejuicios hacia la capacidad combativa de los balcánicos, la necesidad de contar con la participación rumana en la invasión de Ucrania llevó a los alemanes a aceptar la conformación de un cuerpo de ejército invasor mixto, para el que Antonescu puso a disposición más de 325.000 soldados. Su función principal consistió en limpiar la retaguardia una vez que las unidades motorizadas alemanas avanzaban.
En el otoño de 1941 las tropas rumanas conquistaron la ciudad de Odessa y se anexionaron un territorio que sobrepasaba en mucho la Besarabia y Bukovina septentrional, la ahora denominada Transnistria, región situada entre los ríos Bug y Dniester. También participaron en operaciones que iban más allá de las recuperadas fronteras de 1939, y volvieron a ser requeridas por Hitler para la ofensiva del verano de 1942. Con ello, Rumanía entró también en guerra con Gran Bretaña y los EE.UU., y unió su suerte a la del III Reich, enviando reclutas y reservistas a combatir por una causa que la mayoría ya no compartía, más allá de un genérico anticomunismo que a muchos reclutas motivaba menos que la rivalidad con los vecinos húngaros. Destinados en el frente del Don y en los flancos de la batalla de Stalingrado, en el transcurso de esta última dos ejércitos rumanos fueron arrollados por los soviéticos. Desde entonces, y hasta septiembre de 1944, cuando la capitulación ante los Aliados obligó a Bucarest a cambiar de bando y poner su ejército a disposición de los soviéticos, las tropas rumanas se ocuparon en labores defensivas. Hasta junio de 1944, el ejército rumano sufrió según datos oficiales 71.585 bajas mortales y la enorme cantidad de 309.533 desaparecidos en el frente oriental.
A los pocos días de la invasión, tanto Hungría como Italia y Eslovaquia mostraron igualmente su interés por enviar tropas al frente del Este, a fin de participar en lo que se adivinaba como una campaña triunfal. Al igual que en el caso finlandés y rumano, no sólo era anticomunismo. Los Estados aliados o títeres del III Reich se disponían a jugar sus cartas simbólicas para participar en los repartos territoriales que se producirían en la gigantesca reordenación continental bajo dominio alemán que se auguraba próxima. Tomar parte en el exterminio del enemigo común, aunque fuese con una pequeña tropa expedicionaria, proporcionaría argumentos a los gobiernos fascistas europeos para realizar sus propios sueños imperiales o irredentistas, o simplemente evitar que los vecinos que se habían aprestado a enviar tropas al Este pudiesen reclamar territorios a costa propia. Como recogió en su diario de guerra Dionisio Ridruejo, muchos falangistas españoles sentían algo parecido: había que pagar un tributo de sangre para poder reclamar un lugar digno en el Nuevo Orden hitleriano:
"Nuestra primera razón de venir aquí será acaso la de competir en Europa [...] Sacudir con ello nuestro propio prejuicio de incapacidad cultivado en muchos años de reyerta interior [...] No sólo venimos contra el comunismo o contra Rusia. Realizamos un acto de rebelión contra la ordenación actual del mundo".
El primero en actuar fue el régimen fascista italiano, que ya preparaba una posible participación en la guerra del Este desde que tuvo conocimiento de los planes de invasión. Mussolini ordenó la constitución de un Corpo di Spedizione Italiano in Russia (CSIR) que contaba en total con 62.000 hombres y 82 aviones, y que a mediados de agosto entraron en combate en Ucrania al lado de las tropas del Grupo de Ejércitos Sur. En 1942 el cuerpo expedicionario fue reforzado con el despliegue en el frente del Don del 8º Ejército italiano o Armata Italiana in Russia, que llegó a sumar 229.000 hombres, con una notable dotación en artillería ligera y pesada. Por su lado, el régimen satélite de Eslovaquia, presidido por el prelado Józef Tiso, se apresuró también a declarar la guerra a la URSS y envió cerca de 50.000 soldados al frente oriental, repartidos en dos divisiones de infantería con dotación de armamento más bien modesta, así como una brigada motorizada. Buena parte de las tropas eslovacas fueron retiradas a fines de julio, y las que quedaron fueron destinadas a la lucha antipartisana en Bielorrusia, además de una División móvil que combatió en Crimea. El Estado títere de Croacia, bajo la égida de Ante Pavelic, despachó igualmente a Rusia un simbólico contingente de 5.000 soldados, encuadrados como Regimiento 369 en el 6º Ejército alemán, y que llegó al frente a fines de agosto de 1941. El temor a que la participación italiana en el Este fuese premiada con ulteriores recompensas territoriales en la costa adriática actuó como un revulsivo fundamental: no había que quedarse atrás en demostrar méritos de guerra frente al enemigo común.
El régimen autoritario del almirante Miklós Horthy, que no había sido tenido en cuenta por Hitler para tomar parte en la invasión por desconfiar de su orientación en política exterior, todavía tardó algunos días en declarar la guerra a la URSS. La participación magiar en la campaña no era deseada en un principio por el Alto Mando alemán (Oberkommando der Wehrmacht, OKW), que desconfiaba de la anglofilia de Horthy y prefería no otorgar a las tropas húngaras un papel preponderante en las operaciones. Horthy se resistía a declarar la guerra a la URSS, en parte por la presión interna del partido fascista húngaro Flechas Cruzadas. Pero el bombardeo soviético de la ciudad de Kassa ofreció un motivo suficiente para involucrarse en la guerra. La fuerte participación rumana desde el principio de la operación Barbarroja presionó de modo decisivo a Hungría para sumarse al conflicto, con el fin de evitar que el régimen de Antonescu tuviese argumentos para reclamar de nuevo la Transilvania septentrional. Bajo el mando del general Ferenc Szombathelyi, 93.115 soldados húngaros fueron destinados al frente oriental en agosto de 1941. Pero el alto número de bajas sufridas por las unidades magiares aconsejaron al OKW ya en septiembre de 1941 destinarlas a labores de protección de retaguardia. En buena medida, las tropas húngaras se concentraron en la persecución y aniquilamiento de las unidades partisanas, cometido en el que su brutalidad superó a menudo a sus aliados germanos y se cebó en los campesinos acusados de apoyar a los guerrilleros, aunque eso también fue consecuencia de su falta de disciplina y su miedo ante un enemigo irregular en un terreno desconocido.
El agotamiento de las reservas germanas tras la batalla de Moscú obligó entonces al OKW y al propio Hitler a no despreciar una mayor participación de sus aliados. A principios de 1942 Alemania solicitó formalmente el despliegue en el frente de tropas húngaras, que fueron ahora avitualladas por la Wehrmacht, para reforzar la planeada ofensiva de verano. El 2o Ejército húngaro, con 210.000 soldados —buena parte de los cuales pertenecían a minorías no magiares, como eslovacos, rutenos y rumanos— fue movilizado para el frente oriental. Las tropas del Hónved, no obstante, carecían de motivación suficiente, y sus oficiales eran en buena parte reservistas cuya preparación y moral eran igualmente dudosas. En junio de 1942 los húngaros establecieron sus posiciones en el Don. Pero mal equipados y en lucha constante con sus aliados alemanes e italianos por conseguir mejores suministros, fueron aplastados por la ofensiva soviética de enero de 1943, perdiendo 40.000 muertos y 60.000 prisioneros.
Desde entonces, la desconfianza del mando alemán hacia sus aliados magiares, italianos y rumanos no dejó de aumentar. Se trataba de una compleja mezcla de prejuicios y de complejo de superioridad militar. Aun así, hasta agosto de 1944 todavía partirían para el frente del Este alrededor de 90.000 combatientes húngaros. Después de la ocupación alemana de Hungría en marzo de 1944, debido a la necesidad del Reich de asegurarse productos agrícolas y a la prevención que inspiraba en Hitler el coqueteo con los Aliados que practicaba Horthy, la dimensión de la participación militar húngara en el frente del Este ascendió de forma notable. Entre abril y mayo de ese año el 1º Ejército húngaro (168.000 hombres) también fue movilizado contra los soviéticos. Los soldados magiares tenían ahora la motivación añadida de defender las fronteras de su país. En septiembre de aquel año había 950.000 combatientes del Hónved en lucha con las tropas soviéticas que avanzaban hacia el Danubio.
Las tropas alemanas nunca dejaron de constituir el contingente militar mayoritario de las unidades y divisiones del Eje participantes en la campaña del Este. No obstante, las unidades aliadas dentro del conjunto de las fuerzas antibolcheviques supusieron un porcentaje bastante significativo, que en algunos momentos llegó a constituir casi la cuarta parte del total. Además, su presencia resultaba cercana al 50 por ciento en algunos sectores del frente, en particular en el área del Grupo de Ejércitos Centro y Sur. En septiembre de 1942 el número de soldados no germanos que formaban junto a la Wehrmacht en el frente oriental ascendía a 648.000. Si en 1941 el porcentaje de tropas tudescas en el total de fuerzas del Eje desplegadas era del 82,74 por ciento, esa proporción disminuyó al 72,3 por ciento en junio de 1942; volvió a subir en julio de 1943 al 88,55 por ciento; descendió al 74,77 por ciento en junio de 1944; y en enero de 1945, cuando ya ni húngaros ni rumanos combatían junto a los alemanes, el porcentaje de combatientes alemanes se situó en el 95,7 por ciento.
Algunos de los ejércitos aliados de la Wehrmacht, fuertemente antisemitas, llevaron a cabo sus propios proyectos de limpieza étnica. Fue el caso, en particular, de los rumanos en su zona de ocupación, una vez fracasado el plan inicial de deportación de todos los hebreos de la región a la Ucrania bajo jurisdicción alemana. Desde mediados de diciembre de 1941, tanto el ejército como la gendarmería y una “unidad especial” del servicio secreto rumano se encargaron de poner en práctica la deportación y exterminio de la población judia, con la colaboración de tropas auxiliares ucranianas, alemanes étnicos y una escuadra móvil de exterminio alemana (el Einsatzgruppe D). 40.000 judíos fueron asesinados en el campamento de Bogdanowka hasta finales de mes. También se construyeron varios campos de concentración, en los cuales se concentró un número aún desconocido de judíos del Regateni (Rumanía histórica), que fueron masacrados en su mayor parte. Algunos autores estiman el número de víctimas entre 250.000 y 400.000. A fines de 1942, Antonescu, informado de la “solución final” acordada en Berlín, decidió autorizar la emigración de los judíos de Rumanía hacia Palestina, a cambio muchas veces de compensaciones económicas.
Pero también decretó la deportación de miles de judíos a campos de trabajo. Aunque con carácter menos sistemático, también está documentada la participación de unidades húngaras en ejecuciones masivas de judíos soviéticos. Por ejemplo, en el área de Winniza en mayo de 1942, no tanto por indicación del Alto Mando del Hónved como por acuerdo con mandos intermedios de unidades alemanas locales del SD y fuerzas auxiliares ucranianas. Tampoco el ejército finlandés, único representante de un Gobierno democrático en el frente del Este y en el que sirvieron hasta el final oficiales y soldados hebreos, estuvo totalmente libre de mácula: sus fuerzas entregaron a las SS germanas unas 3.900 personas, entre ellas judíos, comisarios políticos y militantes comunistas soviéticos.
3. Voluntarios para la 'Cruzada Europea contra el Bolchevismo'
Si los Estados aliados y satélites del III Reich proporcionaron esencialmente tropas regulares para la campaña del Este, también participaron al lado del Eje un número significativo, aunque poco relevante desde el punto de vista estratégico, de voluntarios extranjeros reclutados en la Europa nórdica y occidental. Los intelectuales, propagandistas y teóricos nazis utilizaban a menudo el Leitmotiv de la defensa de la civilización europea como un arma propagandística y retórica para ganar adeptos a la causa del III Reich entre los círculos fascistas, ultranacionalistas y anticomunistas del continente. Frente al ya clásico estereotipo del carácter asiático del bolchevismo, el nacionalsocialismo encarnaría un proyecto de defensa de la civilización europea, a lo que se unía la justificación inmediata de la invasión preventiva de la URSS como anticipación a un supuesto plan de conquista de Europa por los soviéticos.
El europeísmo con el que los jerarcas y revistas teóricas del III Reich se llenaban la boca era puramente retórico. La unidad continental era un objetivo claramente subordinado a los planes de hegemonía militar y económica del III Reich. Dentro de las fantasías de Hitler y Himmler, así como de las elucubraciones de varios de sus subordinados, la consecución de un imperio germánico extendido hasta los Urales era un elemento mucho más importante que el concepto de “Europa”. El énfasis en este último era ante todo un útil instrumento de propaganda en el que algunos dirigentes nazis llegaron a creer, aunque no el propio Hitler. Con todo, permitía ganar voluntades fuera de Alemania, tanto entre las opiniones públicas de los países aliados como entre los Estados neutrales. Se trataba una eficaz “música de acompañamiento”, que tuvo su punto álgido con la invasión de la URSS y que fue diseñada por el estratega de la propaganda nacionalsocialista, Joseph Goebbels, quien supo ver con claridad desde el principio de la Operación Barbarroja las posibilidades que se ofrecían para los intereses alemanes en la ola de entusiasmo que sacudía la opinión pública anticomunista de buena parte del continente, e incluso comprobó con satisfacción que esa propaganda rendía algunos frutos. En ella se combinaba el argumento de la guerra preventiva con la imagen de Alemania como eterna víctima de un complot judíobolchevique, y con la representación del III Reich como un baluarte frente al comunismo y la barbarie asiática. La guerra pasó a ser una cruzada europea contra el bolchevismo. Así rezaba la declaración del Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores del 29 de junio de 1941:
"La lucha de Alemania contra Moscú se ha convertido en una cruzada europea contra el bolchevismo. Con su capacidad de atracción, que sobrepasa todas las expectativas, cabe reconocer que se trata de una causa europea, de todo el continente: amigos, neutrales e incluso de los pueblos que todavía hace poco tiempo han cruzado la espada con Alemania".
El programa del Nuevo Orden europeo, que los teóricos nazis ya habían esbozado en 1939-40, fue aceptado por políticos e intelectuales de los países cuyos regímenes eran aliados o amigos del III Reich. El Pacto Antikomintern renovado en Berlín el 25 de noviembre de 1941 presentaba la cruzada antibolchevique como una empresa común, de la que surgiría una Europa en paz y unida bajo la hegemonía benévola del III Reich. Sin embargo, el europeismo nazi consistía sobre todo en lemas e ideas genéricas, y no tanto en proyectos concretos. En ello residía parte de su éxito. Pues desde muy diversas posiciones cada fascismo nacional o local podía imaginar a su vez cuál iba a ser su función específica dentro de ese Nuevo Orden, y desarrollaba interpretaciones propias del europeísmo nazifascista y sus conceptos geopolíticos preferidos, como espacio vital o economía de grandes espacios, adaptándolos a sus objetivos expansionistas inmediatos y particulares —el Mediterráneo o el Norte de África, por ejemplo, en la interpretación de los fascistas españoles o italianos—.
La participación en la invasión de la URSS se presentó así a ojos de diferentes sectores anticomunistas, fascistas o fascistizados de toda Europa como una oportunidad para sellar su alianza con la Alemania hitleriana y escalar posiciones de poder e influencia dentro de sus países. Al mismo tiempo, la cruzada también despertaba un inusitado entusiasmo proalemán de amplios sectores anticomunistas, pero que recelaban del racismo y del ateísmo nazi, así como de sus concepciones totalitarias. Hitler devenía ahora en un nuevo ángel exterminador encargado de aniquilar a la reencarnación de Luzbel en la tierra. Mediante ese acto, el Führer se purificaría a sí mismo y retornaría al camino de la religión verdadera. La cosmovisión católica, unida a la visión del comunismo soviético como exponente de una barbarie producto de la mezcla de judíos, masones y pueblos culturalmente inferiores, fue así una característica distintiva de muchos voluntarios valones, flamencos, españoles, italianos o franceses, y una contribución peculiar de los intelectuales católicos europeos al Nuevo Orden.
En un principio, las ofertas individuales y colectivas que llegaron a las embajadas alemanas en Europa occidental en demanda de ser aceptados como voluntarios sorprendieron tanto al OKW como al Ministerio de Exteriores germano. Pero la oportunidad parecía ideal para dotar de una legitimación adicional a los proyectos de hegemonía continental del III Reich. El 30 de junio de 1941 tuvo lugar en Berlín una reunión en la que participaron representantes del Ministerio de Exteriores, del OKW, del NSDAP y de las SS. En ella se acordó que era de gran interés político aceptar las ofertas de voluntarios, y se decidió encuadrarlos en unidades nacionales con uniforme germano sin naturalizarlos alemanes. Pero se estableció una estudiada jerarquía etno-nacional. Los voluntarios procedentes de países nórdicos se encuadrarían en las Waffen SS, denominación otorgada a las unidades armadas de las SS (Schutzstaffel o brigadas de asalto) dependientes de Heinrich Himmler desde 1940. El mismo destino se reservaba para los voluntarios germánicos, en particular holandeses y flamencos.
Se aceptarían las ofertas española y croata, que conformarían unidades homogéneas dentro de la Wehrmacht; y se estaba a la espera de qué ocurriría con los voluntarios franceses y valones. Por el contrario, se rechazaron de forma categórica las ofertas de rusos blancos, así como de representantes nacionalistas de varios pueblos no rusos de la URSS y de los checos. Una semana más tarde, el OKW establecía una serie de líneas directrices para la admisión y formación de unidades de voluntarios extranjeros, que reproducían y desarrollaban en lo sustancial los principios anteriores. Después del fracaso de la guerra relámpago y la estabilización de un costoso frente en el Este, la movilización inducida por la cruzada europea contra el bolchevismo permitió al III Reich reclutar soldados en la casi totalidad de los países europeos ocupados o neutrales. La música de acompañamiento se convirtió en una melodía monocorde, que insistía en la defensa de la civilización europea, el anticomunismo y el carácter “asiático” de las hordas bolcheviques, y era difundido con profusión por el aparato de prensa y propaganda nazi. El judaísmo, aliado del comunismo y enemigo de la supervivencia de las naciones de Europa, que ya habría sometido a los Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, era presentado como un agente destructor de la civilización del continente, sus raíces cristianas y su tradición histórica. Pero el acento fundamental se colocaba en el anticomunismo.
En varios países europeos se reclutaron cientos de voluntarios para el frente ruso, por regla general bajo el control de los partidos fascistas nacionales y con participación en algunos casos del ejército regular. Así ocurrió con la División Española de Voluntarios, que aportó en una primera hornada casi 18.000 voluntarios, en buena parte miembros de las organizaciones falangistas, además de oficiales y suboficiales aportados por el ejército regular, y que proporcionaría en total, hasta su retirada (y la de su sucesora, la Legión Azul) cerca de 47.000 soldados. Por su parte, la Legión de Voluntarios Franceses (Légion des Volontaires Français contre le Bolchévisme, LVF) fue reclutada entre simpatizantes y militantes de los principales partidos de índole fascista y colaboracionista, como el Partido Popular Francés (PPF) del fascista colaboracionista y antiguo comunista Jacques Doriot. La cuantía de este cuerpo de voluntarios no sobrepasó en ningún momento los 4.000 hombres, y sólo fue utilizada a fines de noviembre de 1941 en algunos combates de primera línea. Posteriormente, la LVF fue retirada a retaguardia, y utilizada sobre todo en labores de lucha antipartisana. Los voluntarios valones procedían sobre todo del movimiento rexista, fascismo autóctono y colaboracionista con los alemanes, dirigido por el carismático Léon Degrelle. Apenas un millar de voluntarios valones conformaron inicialmente el Batallón de Infantería Valona 373, que entró en combate en el Grupo de Ejércitos Sur. En total, a fines de 1941 el número de españoles, franceses, valones y croatas que combatían en el Ostheer ascendía a unos 24.000 hombres, de los que más del 70 por ciento eran españoles.
A todos los anteriores se unían otros 12.000 voluntarios procedentes de pueblos “germánicos” que combatían en las filas de las SS. Ya en abril de 1940 Himmler había conseguido el placet para crear una unidad multinacional, la División SS Wiking, que entró en combate en junio de 1941. Dentro de ella, los voluntarios germánicos se encuadraban dentro de los regimientos Nordland (países nórdicos) y Westland (flamencos y holandeses), que totalizaban 1.564 hombres. Y en la División SS Das Reich se habían incorporado desde 1940 varias decenas de voluntarios finlandeses, que configuraban un batallón. Tras la invasión de la URSS el caudal de voluntarios germánicos aumentó de forma notable. A fines de 1941 el número de combatientes extranjeros en las filas de las Waffen SS se repartía así: 1.180 finlandeses, 39 suecos, 1.882 noruegos, 2.399 daneses, 4.814 holandeses, 1.571 flamencos, y por último 135 suizos y naturales de Liechtenstein. A ellos se unían 6.200 voluntarios más que fueron reclutados entre los alemanes étnicos (Volksdeutsche) de ciudadanía rumana, húngara, serbia, croata, luxemburguesa, y eslovaca, además de algunos alsacianos, loreneses y alemanes de Nordschleswig (Dinamarca).
El Reichsführer SS aprovechó la guerra contra la URSS para desarrollar y ampliar su proyecto de ampliación multinacional de las Waffen SS hasta convertirlas en una suerte de “ejército europeo”, con modelo en la Legión Extranjera francesa, pero con un ingrediente adicional de adoctrinamiento político que hiciese de sus soldados, una vez que retornasen a sus países, auténticos arietes de la expansión del Nuevo Orden nacionalsocialista. Hasta septiembre de 1943, y además de los alemanes étnicos, las preferencias de Htiler se dirigieron hacia los voluntarios procedentes de países “germánicos” y nórdicos. Fuera de los alemanes étnicos, los voluntarios extranjeros procedentes de Europa nórdica, centrooriental y occidental en la Wehrmacht y las Waffen SS ascendían a unos 36.000 a fines de 1941. No era un aporte significativo en términos estrictamente militares: apenas un 1 por ciento de las tropas movilizadas en el frente del Este. Ese porcentaje subió levemente en 1942 y 1943, gracias al aumento del flujo de voluntarios germánicos y sobre todo Volksdeutsche en unidades de las Waffen SS. A la altura de finales de junio de 1943 las Waffen SS habían reclutado un total de 27.314 voluntarios en Europa occidental y nórdica, de los que más de una quinta parte fueron rechazados tras un primer período de instrucción. 19 Hasta mayo de 1944 el total acumulado de voluntarios holandeses fue de 20.129, y el de noruegos de casi 6.000. Y el número de italianos en las Waffen SS hasta el final de la guerra sobrepasó los 15.000. Excluyendo los movilizados en legiones nacionales, así como a finlandeses, italianos y otros contingentes menores, el montante de voluntarios occidentales y nórdicos que sirvieron en unidades de las Waffen SS ascendió de 4.851 en enero de 1942 a 36.682 en 1944. En ningún momento supusieron más del 10-12 por ciento del total de combatientes de las Waffen SS.
Por otro lado, el contingente global de voluntarios de Europa occidental y nórdica que combatió en las filas de la Wehrmacht y las Waffen SS a lo largo de la guerra germano-soviética es difícil de establecer con precisión. Aun así, y sumando a los españoles, que aportarían por sí solos más del 40 por ciento de todos los efectivos, se podría situar en unos 115.000 hombres. 21 Se trata de una cifra modesta: un 1,15 por ciento del total de soldados invasores en los cuatro años de guerra. Si nos ceñimos a las Waffen SS, las estimaciones apuntan a que, de sus 900.000 miembros durante la guerra, unos 400.000 eran de origen extranjero. Esa cifra incluye, sin embargo, dos grandes categorías. Por un lado, los “alemanes étnicos”, es decir, residentes fuera de las fronteras del III Reich, en particular la región de los Balcanes. Su número se ha estimado en unos 200.000. Un segundo contingente se componía tanto de voluntarios de Europa occidental y nórdica (unos 61.000 hasta enero de 1944) como de originarios de Europa oriental y balcánica, el Cáucaso y otras zonas no rusas de la Unión Soviética.
La eficacia operativa de los nuevos cruzados fue mucho menor que su brillo propagandístico. Al igual que sucedía con los aliados rumanos o italianos, 22 el juicio que merecía la capacidad de combate de los voluntarios españoles, franceses u holandeses a ojos de los observadores militares alemanes fue, en general, negativo. Que los soldados extranjeros fuesen “germánicos” o no revestía poca importancia. Todos ellos eran objeto de una vigilancia especial para evitar deserciones y espionaje, y su valor como combatientes era a menudo puesto en cuestión, aunque su presencia era tolerada por razones de conveniencia política. Por otro lado, las rivalidades políticas internas que minaban la cohesión de esas unidades voluntarias las convirtieron en aliados relativamente inestables. Si entre los españoles se registraban tensiones entre los voluntarios falangistas y los suboficiales y mandos intermedios procedentes del Ejército, entre los combatientes franceses esas disputas se dirimían entre los simpatizantes de los diferentes partidos fascistas y colaboracionistas que nutrían sus filas; y lo mismo ocurría entre rexistas y nacionalsocialistas en el caso de los valones, o entre los afiliados al Vlaams National Verbond y los pronazis de Verdinaso y otros grupos satélites de los alemanes en el caso de los flamencos.
Por otro lado, dentro de esas unidades convivían aventureros de toda clase y soldados profesionales —por ejemplo, oficiales de la reserva o miembros de tropas coloniales españolas, belgas y francesas— con voluntarios entusiastas y fascistas fanáticos, que compartían a grandes rasgos con los nazis su representación del comunismo soviético como una amalgama de judaísmo y barbarie asiática. Sus motivaciones no eran homogénas. Una encuesta llevada a cabo en la inmediata posguerra entre 5.107 colaboracionistas daneses que habían pertenecido a las Waffen SS arrojaba un porcentaje de un 39,9 por ciento de voluntarios que declaraba simpatía ideológica con los nazis y anticomunismo; un 36,9 por ciento que aducía necesidad y huida ante dificultades vitales; un 11,2 por ciento que manifestaba simpatía hacia los alemanes; y un 6,4 por ciento que declaraba querer salir del paro. Con todas las precauciones hacia una encuesta realizada tras la rendición, la combinación de móviles parece plausible. Los testimonios de excombatientes valones de las Waffen SS también apuntan en un sentido semejante, a pesar de su carga autojustificativa e idealizante. Y en el caso de los combatientes de la División Carlomagno, se ha apuntado que la búsqueda de un ideal de masculinidad sublimada estaría igualmente en el trasfondo de los motivos de muchos voluntarios. Algo similar sucedía en el caso de muchos alemanes étnicos de las Waffen SS.
Como se ha mostrado para las poblaciones germanas de Transilvania, las motivaciones de los voluntarios consistieron en una mezcla de admiración por un cuerpo de élite que era considerado por la propaganda poco menos que invencible, la atracción por sus altos salarios en términos relativos, y el deseo de aventura unido a un fuerte anticomunismo.
El control de las unidades de voluntarios extranjeros pasó a manos de Himmler desde mediados de 1943, dentro de su proyecto de convertir a las Waffen SS en un auténtico ejército pangermánico. Como consecuencia, los diversos regimientos y unidades existentes se reconvirtieron en nuevas unidades, cuyos pomposos nombres oficiales rara vez se correspondían con los efectivos reales de que disponían. Así, las formaciones SS voluntarias o legiones de daneses, noruegos, finlandeses, holandeses y flamencos fueron encuadradas respectivamente en la División Nordland, la 34ª División SS Landstorm, o la 27ª División SS Langemarck. A aquellas unidades se añadió en noviembre de 1944 la División Wallonien, comandada por el condecorado Degrelle, quien explotó en la política belga la popularidad ganada en el frente de combate y soñaba con jugar un papel destacado en el Nuevo Orden nazi. Valonia, además, fue considerada una región “germánica”, aunque francesizada, en 1943, susceptible de formar parte en un futuro de una unidad con otras regiones de pasado igualmente “germánico” como Borgoña.
---continúa en el mensaje siguiente---
Última edición por Chus Ditas el Sáb Mar 15, 2014 9:37 pm, editado 1 vez