Roma y Cartago
texto de Mikhail Ivanovich Rostovtzeff
capítulo perteneciente al libro Roma: de los orígenes a la última crisis
tomado de la web argentina webhistoria
texto de Mikhail Ivanovich Rostovtzeff
capítulo perteneciente al libro Roma: de los orígenes a la última crisis
tomado de la web argentina webhistoria
Mikhail Ivanovich Rostovtzeff (o Rostovtsev) fue uno de los grandes historiadores del siglo XX que centraron sus estudios en Grecia y Roma. Nacido en Ucrania, en 1918 aceptó una cátedra de Historia en una universidad norteamericana, lo que le permitió acceder en 1925 a ser uno de los catedráticos de referencia de la universidad de Yale. Pasa por ser la máxima autoridad académica en la historia antigua de Grecia, Roma, Ucrania y el sur de Rusia.
Después de las largas y enconadas guerras que condujeron a la creación de la confederación itálica, Roma se convirtió en una de las potencias más fuertes del mundo civilizado. Su fuerza militar era más considerable que la de cualquier otro de los imperios de Oriente, más considerable no tanto en cuanto al número sino por la solidaridad, organización y sagacidad de sus soldados. Frente a las tropas de los otros imperios, que servían por una soldada y se reclutaban a la fuerza entre las poblaciones nativas, Roma podía presentar un ejército tan adiestrado como numeroso, constituido por ciudadanos y aliados que luchaban no por dinero u obligación, sino por la decisión voluntaria del conjunto de los ciudadanos romanos.
Cuando Roma derrotó a Pirro, uno de los reyes helenísticos mejor dotados y, al hacerlo, reclamó su puesto en la familia de los imperios en el siglo III a. C, su aparición fue notada y meditada por los políticos helenísticos de aquel tiempo. El vecino más cercano de Italia, Macedonia, comenzó a seguir de cerca los acontecimientos de Italia; Egipto fue el primer Estado que entró en relaciones diplomáticas con Roma el año 273 a. C. y, en Grecia, las ligas y las comunidades libres empezaron a tener en cuenta esta nueva potencia como un posible aliado tanto para sus disputas internas como para reforzar a los griegos occidentales en su lucha contra la creciente insolencia de los piratas ilíricos. Pero fue Cartago, con sus intereses políticos y comerciales en el Mediterráneo occidental, el Estado que más se interesó en la política extranjera de Roma. Para Cartago, Roma y sus éxitos no constituían una novedad. Al principio, aquella potencia vio en Roma al sucesor de Etruria en Italia y confiaba en que su propio comercio no sufriría menoscabo, porque Roma no era un gran imperio marítimo en los siglos V y IV a. C. y no poseía flota alguna, ni bélica ni comercial. El comercio de los puertos etruscos y latinos que aún quedaban conservaba su carácter semipirático y no podía competir con el comercio de Cartago. Por esa razón, en el año 348 Cartago renovó el tratado comercial concluido con Roma a fines del siglo VI y, también por la misma causa, ese tratado comercial se transformó, en el año 279, durante la guerra con Pirro, en una alianza militar contra el enemigo común. Es, pues, claro que Cartago todavía consideraba a Roma como un contrapeso a las ciudades griegas, del mismo modo que había considerado a Etruria en una época anterior.
Pero cuando Roma tomó todos los puertos del sur de Italia y los intereses de Ñapóles y Tarento, antiguas rivales de Cartago, pasaron también a ser intereses de Roma, la situación cambió por completo. Cartago comprendió claramente que Roma, como cabeza de los griegos occidentales, se vería obligada en un futuro próximo a tomar en sus manos los asuntos sicilianos y a apoyar a los griegos de Sicilia en su lucha secular contra los cartagineses. Ya era significativo el hecho de que Roma hubiera sido desde larga fecha la aliada de Massilia, la otra rival que tenía Cartago. Es preciso observar que las relaciones entre los griegos sicilianos y las tribus nativas del país, que siempre habían sido frecuentes e ininterrumpidas, eran especialmente activas en el siglo IV a. C. A menudo se contrataban destacamentos de samnitas para cumplir funciones militares en Sicilia y a muchos de ellos, después de cumplir el período de servicio, se les recompensaba con lotes de tierras. Un ejemplo palmario de que los samnitas deseaban establecerse en Sicilia lo tenemos en la historia de la ciudad griega de Mesana. Los mercenarios samnitas entraron en posesión de ella como pago de Agátocles y la transformaron en una ciudad samnita, cosa que ya le había ocurrido mucho antes a Regio, una ciudad griega situada en la parte oriental del Estrecho.
Por todo esto, resultaba inevitable la colisión entre Roma y Cartago y cuanto antes estallara el conflicto, mejor sería para Cartago. La fuerza de ambas rivales era aproximadamente la misma. Las dos potencias se basaban en una comunidad de ciudadanos con un ejército numeroso y bien adiestrado. Ambos estados tenían aliados que estaban obligados a contribuir con sus fuerzas en el caso de que su principal se viera envuelto en una guerra, cualquiera fuere el enemigo. De un lado se hallaban etruscos, samnitas, umbríos y griegos itálicos, mientras que el imperio africano de Cartago podía contar con los bereberes o libios, que vivían en su territorio, y también con los númidas, que eran vecinos y tributarios. Ambos grupos de naciones eran guerreros, pero en manera alguna salvajes. En ningún caso existía un profundo sentimiento de apego por parte de los aliados hacia el principal, pero tanto Roma como Cartago podían contar, en circunstancias normales, con su ayuda. Cartago tenía más y mejor caballería que Roma y su infantería estaba bien armada. También poseía un fuerte contingente de mercenarios, muy bien adiestrados, que habían pasado por la severa escuela bélica helenística, y un considerable número de elefantes armados, una reciente adición al poder combativo de los ejércitos helenísticos. Es indiscutible que los cartagineses eran superiores a los romanos en todas las ramas de las tácticas estudiadas por los generales helenísticos y, en especial, en ingeniería. Finalmente, poseían una poderosa flota y una gran riqueza. Sin embargo, en los combates en tierra, los romanos tenían ventajas considerables, porque en aquel tiempo los ciudadanos de Cartago raramente servían en el ejército y eran sustituidos por mercenarios y aliados que podían fallar en el momento crítico. El ejército romano, por el contrario, no tenía mercenarios y estaba formado únicamente de ciudadanos y aliados; algunos de estos últimos, los latinos, por ejemplo, merecían tanta confianza como los propios ciudadanos romanos.
Esta igualdad de fuerzas hacía imposible prever cuál de ambos antagonistas obtendría la victoria. La contienda tendría que iniciarse en Sicilia y, por eso, era muy importante la actitud que adoptarían los griegos sicilianos. Ocurrió que, justamente en esos momentos, dichos griegos habían encontrado una vez más un jefe hábil y prudente en la persona de Hierón II, tirano de Siracusa, que había tomado el gobierno de la ciudad el año 269 a. C. Siguiendo el ejemplo de Agátocles y Pirro, Hierón se había proclamado a sí mismo rey de Sicilia y había sometido a varias ciudades vecinas.
La guerra comenzó el año 264 y, como siempre ocurre en casos semejantes, aprovechando un pretexto relativamente fútil. Los samnitas, que habían tomado Mesana el 289 y ahora se llamaban mamertinos, vivían saqueando las ciudades griegas de su vecindad. Cuando Hierón, dispuesto a poner término a esos pillajes, puso cerco a Mesana, una porción de sus habitantes pidió ayuda a Cartago. Esta recibió con agrado la oportunidad de ocupar la ciudad y envió un contingente de tropas. Cartago necesitaba establecerse en el estrecho de Mesina, lo más cerca posible de su antigua enemiga, Siracusa. Pero una mayoría de los mamertinos buscó la ayuda de Roma. Los romanos comprendieron que la ayuda a los mamertinos significaba la guerra con Cartago. Pero, por otra parte, si Cartago controlaba el estrecho, los intereses vitales de Roma sufrirían gran menoscabo. No solo se dificultaría el movimiento de sus barcos en el estrecho, sino que también sería posible, en caso de necesidad, desembarcar un ejército enemigo en tierra itálica. Tras de algunas vacilaciones, Roma se decidió por la guerra y envió un fuerte ejército a Sicilia. Entonces, los mamertinos obligaron a la guarnición cartaginesa a retirarse y entregaron su ciudad a los romanos.
Ante el peligro común, Hierón y los cartagineses se aliaron, pero sus ejércitos no lograron apoderarse de Mesana. Después de este fracaso, Hierón abandonó a sus aliados y se puso del lado de los romanos, éstos le parecieron más fuertes y, además, le prometieron que, una vez victoriosos, no solo reconocerían su gobierno en Siracusa y su independencia, sino que también se le permitiría extender su reino a costa de las posesiones cartaginesas. Cuando se hizo el tratado, el rey lo respetó fielmente a lo largo de toda la guerra y los romanos le debieron gran parte de su victoria final. Sin su ayuda, hubiera sido difícil para Roma resolver el problema del suministro a su ejército y, además, Siracusa era esencial como base de la flota romana. Más adelante veremos cómo la lucha con Cartago obligó a los romanos a crear una marina poderosa.
La guerra por Sicilia se prolongó durante veintitrés años, de 264 a 241 a. C. Los antagonistas hicieron el máximo esfuerzo; ambos revelaron un extraordinario genio bélico y enviaron grandes generales para mandar sus ejércitos. Ni las monarquías grecoorientales, ni Macedonia ni Grecia participaron en el conflicto. El sentimiento del mundo helenístico era el de la neutralidad y ninguna de las monarquías helenísticas estaba directamente interesada en el resultado de la contienda. Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto, era el vecino más próximo de Cartago y es interesante observar el hecho de que mantuvo relaciones amistosas con ambos combatientes.
La victoria de Roma en la primera guerra púnica (nombre usado por los romanos, quienes llamaban a los cartagineses Poeni o fenicios) se debió principalmente a los errores que cometieron los cartagineses, justamente al comienzo mismo de las hostilidades. A pesar de su superioridad en el mar, permitieron que los ejércitos romanos pasaran de Italia a Sicilia; no fueron capaces de conservar el apoyo de Hierón y no enviaron una fuerza suficiente para destruir los primeros contingentes romanos que desembarcaron en Sicilia. A su vez, los romanos sorprendieron a Cartago por su actividad en el mar. Ayudados por los griegos, sicilianos e itálicos, construyeron una gran flota. Equiparon sus barcos con un artefacto que los cartagineses no conocían y que probablemente se debía a los ingenieros griegos: puentes para abordar a los barcos enemigos, lo cual permitía a la infantería pesada romana luchar del mismo modo en que acostumbraba hacerlo en tierra firme. Gracias a esos errores de los cartagineses y a la pujanza de su propia flota, los romanos estuvieron en condiciones de desalojar al enemigo de muchas ciudades sicilianas y también de ganar en el mar una serie de victorias decisivas. Alentada por estos éxitos, Roma confiaba en acabar la guerra con un golpe certero y envió un ejército relativamente fuerte a África el año 256 a. C. El plan consistía en sorprender a los cartagineses, tomar Cartago tan pronto como fuera posible después del desembarco y obligar al gobierno a aceptar las condiciones impuestas por Roma. Esa tentativa casi se vio coronada por el éxito. El ejército, mandado por M. Atilio Régulo, desembarcó felizmente, saqueó una gran parte del territorio cartaginés y avanzó en línea recta hacia la ciudad. Pero ésta se mantuvo firme frente a Régulo. Su ejército era demasiado pequeño para apoderarse de la ciudad y los romanos, ocupados en su lucha en Sicilia y sabedores de que Cartago todavía estaba en posesión de una fuerte flota, temían que si le enviaban refuerzos, toda su empresa caería por tierra. Con la ayuda de Jantipo, un aguerrido general espartano a quien invitaron a venir a África junto con un cuerpo de mercenarios, los cartagineses derrotaron al ejército de Régulo y solo algunos sobrevivientes pudieron embarcar con rumbo a Sicilia.
Una vez más, Sicilia se convirtió en el único teatro de operaciones. Roma desplegó la misma tenacidad y perseverancia que había mostrado' en sus campañas itálicas. En el último período de esta guerra, hubo veces en que Roma sufría derrota tras derrota. En un momento dado casi quedó sin flota; las tormentas destruían sus barcos en las costas sicilianas. Pero ningún desastre podía debilitar la resolución de Roma. Además le alentaba la incapacidad de Cartago para sacar provecho de esos desastres. Finalmente, esa perseverancia, junto con la excelente calidad de la infantería romana, trajo la victoria. Poco a poco, los ejércitos cartagineses se veían empujados hacia el ángulo suroeste de Sicilia, a pesar de la obstinada resistencia, dirigida, hacia fines de la guerra, por Amílcar Barca, un joven general cartaginés. La última etapa de la guerra agotó tan profundamente la fuerza de ambos combatientes que Roma ofreció condiciones de paz que eran relativamente benignas para su rival. Cartago tuvo que pagar una moderada cantidad de dinero y entregar a Roma sus posesiones de Sicilia. Así se adquirió la primera "provincia" romana (véase cap. VII).
Concluida la paz, Cartago tuvo que pasar por más pruebas y peligros. Un cuerpo de mercenarios que había servido en Sicilia, enfurecido por la retención de su paga, se amotinó al regresar a África. Arruinados por los impuestos y agotados por las levas, los bereberes, algunos númidas e incluso algunas ciudades fenicias de la costa se sumaron a los amotinados. La situación era crítica. Pero, en la hora del peligro, Cartago mostró la fuerza extraordinaria que todavía poseía. Amílcar Barca, el joven y hábil general de quien ya hemos hablado, a quien Cartago debía las condiciones favorables de paz, aplastó la revuelta y restableció el orden en el Imperio cartaginés. Incluso extendió la esfera de influencia cartaginesa en Numidia gracias a una serie de felices campañas.
Después de la guerra con los mercenarios, el próximo cometido de Cartago era el restablecimiento de los destrozados recursos del Estado. Sus mercados en Italia y Galia, sus provincias de Sicilia, Sardinia y Córsica se habían perdido para siempre. Estas dos últimas habían sido incorporadas a Roma al concluir la paz y su pérdida era particularmente grave, ya que esas islas no solo habían sido los graneros de Cartago, sino que también le suministraban cobre, hierro y otros metales. La necesidad de resarcirse de esta doble pérdida explica los esfuerzos de Cartago para extender sus posesiones en España, un país fabulosamente rico en minerales, de acuerdo con las pautas antiguas. España podía ocupar también, si se cultivaba apropiadamente, el lugar de Sardinia y Sicilia como productor de granos. Las operaciones en España no fueron obstaculizadas por los romanos, cuyo objetivo presente era que los cartagineses pagaran toda la suma que se les había pedido.
La tarea de crear una provincia española fue encomendada a Amílcar Barca, quien legó esta misión a su yerno Asdrúbal y, más tarde, a su hijo Aníbal. Es indudable que Amílcar Barca y sus sucesores iban a esas tierras impulsados por el deseo de venganza tanto como por consideraciones económicas. Al dirigirse hacia España, no solo veían en ella una fuente de riqueza, sino también un arma de guerra. Desde hacía mucho tiempo, su pueblo tenía fama de poseer un espíritu belicoso; el país, gracias a su abundancia en mineral, era muy adecuado para la creación de nutridos arsenales, y podría servir de base para una campaña contra Roma. Paulatinamente, las que habían sido pequeñas factorías se fueron transformando en grandes ciudades marítimas con considerables territorios; tal es el caso de Gades, la moderna Cádiz. Las tribus hispánicas, una tras otras, se convirtieron en aliadas o tributarias de Cartago, sea por las armas o bien por medios diplomáticos. De esta manera, las bases de Cartago en España se hicieron cada vez más fuertes y vastas.
Roma comenzó entonces a mirar con cierta inquietud esa actividad de Cartago en España, pero era impotente para evitarla o contrarrestarla. Eso hubiese significado una segunda guerra contra Cartago, en condiciones desfavorables. Su tarea más apremiante consistía en asegurar su retaguardia en el norte de Italia, en donde se asentaron, en 225-222 a. C, tribus galas independientes deseosas de invadir una vez más el centro de la península. Con un gran esfuerzo, los romanos lograron rechazar esa incursión y arrojar a los invasores hacia la parte superior del Po. Un poco antes, en el año 229 a. C, Roma entró en guerra con los piratas de la costa ilírica, que habían logrado el pleno control del Adriático y no cesaban de saquear a los comerciantes y ciudades de la costa italiana. Esta campaña puso por primera vez en contacto a Roma con las potencias que gobernaban Grecia: Macedonia, la liga etolia y la liga aquea, todas las cuales trataron de aprovechar este contacto en beneficio propio. Por primera vez, Roma formó una alianza con comunidades griegas: Epidamno y Apolonia, los puertos importantes de la costa occidental de Grecia y víctimas principales de los piratas. Estas guerras pusieron en evidencia que sería inevitable en un futuro próximo una colisión entre Roma y Macedonia, porque la anexión de Iliria, tan cercana a Macedonia, y la intromisión de Roma en los asuntos griegos solo podrían resultar ofensivas para los macedonios. Pero los romanos evitaron cuidadosamente el conflicto, tanto en el año 229 como diez años después, cuando tuvieron que combatir de nuevo en la costa ilírica para desalojar a los piratas de sus bases navales.
Pero, a pesar de esas guerras y de la complicada situación existente tanto en el norte de Italia como en la costa oriental, era necesario que Roma pusiera coto al progreso de los planes cartagineses en España. La expansión hacia el este era especialmente peligrosa. Los cartagineses se iban acercando a los Pirineos, de suerte que Roma podría tal vez enfrentarse con una coalición de cartagineses y galos de lo que hoy es Francia y también de Italia. Primeramente se hizo una tentativa para detener la expansión de Cartago por medios pacíficos. Con esta finalidad, Roma puso en juego sus antiguas relaciones con la comunidad greco-ibérica de Sagunto, que ahora se convirtió en su aliada. Sagunto sería útil, en caso de necesidad, como una base militar contra Cartago. Anteriormente, en el año 226, Roma concluyó un acuerdo con Asdrúbal, el general cartaginés en España, por el que se fijaba el río Ebro como límite entre las esferas de influencia de los dos rivales.
Desde 236, al 228 a. C. Amílcar mandó al ejército cartaginés en España; cuando murió su yerno y sucesor, Asdrúbal, en 221, Aníbal, hijo de Amílcar, fue elegido por el ejército como conductor. El nuevo general comenzó inmediatamente a preparar la guerra contra Roma y a estudiar un plan para invadir Italia. En 219, sus preparativos estaban ya completos. Pero antes de marchar contra Italia, era preciso asegurarse la retaguardia y privar a los romanos de cualquier base posible para futuras operaciones militares en España. Sagunto, aliada de Roma y que, además, podía ser utilizada para tales operaciones, fue tomada después de un cerco de ocho meses. Roma declaró la guerra a Cartago inmediatamente. Anticipándose al plan romano de mandar una fuerza a África para tomar Cartago y otra a España para destruir al ejército cartaginés, Aníbal pasó los Pirineos con extraordinaria rapidez, cruzó el sur de la Galia y entró en Italia, atravesando los Alpes. Allí contaba con la ayuda que le habían prometido los galos del norte de Italia; él también creía que, mediante una serie de victorias, podría romper la alianza de los clanes y comunidades italianas con Roma y de este modo obligaría a Roma a firmar una paz favorable para Cartago. No entraba dentro de sus proyectos tomar la propia Roma, empresa que le pareció imposible porque esa ciudad estaba rodeada de colonias fortificadas y de fortalezas latinas.
El avance de Aníbal fue tan rápido e inesperado que los romanos no tuvieron tiempo para organizar un ejército en Sicilia para enviarlo a África; ni siquiera pudieron poner en pie fuerzas suficientes para defender los pasos de los Alpes y mantener al invasor fuera de Italia. Cuando el ejército de Aníbal llegó a Italia y los galos se unieron a él, en el año 217, era ya demasiado tarde para pensar en la invasión de África. Roma tuvo que enviar hasta el último hombre hacia el norte de Italia. El terrible paso de los Alpes había causado pérdidas cuantiosas al ejército de Aníbal, en especial en lo que podríamos denominar sus "tanques", es decir, los elefantes armados. Pero los caballos y hombres perdidos fueron remplazados por los galos y, además, Aníbal confiaba en ir separando de Roma a sus aliados latinos. Los samnitas eran los más dudosos como aliados; por eso, el objetivo inmediato de Aníbal fue penetrar hacia el sur de Italia, en donde, además, no le resultaría difícil recibir refuerzos de Cartago. Este plan de campaña se llevó a cabo brillantemente. Uno tras otro fueron derrotados los ejércitos romanos, en el Ticino y en el Trebia, en el norte, y en el lago Trasimeno, en la Italia Central. En el año 216, los romanos ofrecieron batalla en Canas, Apulia, pero también allí terminó en una derrota espantosa en la que perecieron millares de ciudadanos romanos y de aliados. Con esta victoria, Aníbal se adueñó del sur de Italia; podía comunicarse sin dificultad con Cartago y España y tener relación directa con Macedonia, la cual se había dado cuenta, ante las victorias romanas en Iliria, de que los intereses orientales de ambas potencias divergían completamente.
Pero aunque una gran masa de ciudadanos romanos y de sus aliados yacía en los campos de batalla de Italia, la causa no se había perdido en absoluto ni tampoco la tarea de Aníbal estaba a punto de acabarse. Esto no era más que un momento de la guerra. Aníbal confiaba en que Roma se vería obligada a concluir la paz gracias a la derrota, la deserción de los aliados y la actitud amenazadora de Macedonia. El desaliento cundió en Roma cuando los cartagineses pasaron de Apulia a Campania, cuando Capua, la antigua aliada de Roma, abrió sus puertas a Aníbal y, en particular, cuando Siracusa, muerto Hierón, renegó de su fidelidad mientras Macedonia formaba alianza con Cartago. Pero en esta hora negra, los gobernantes se elevaron a la altura que la situación requería. Llevaron al campo de batalla a toda la población libre del país e incluso a una parte de los esclavos, a quienes prometieron la libertad. Los aliados de Roma multiplicaron sus esfuerzos. La esperanza de Aníbal en el sentido de un divorcio entre Roma y sus aliados no se realizó. Los latinos permanecieron fieles y la mayoría de las demás ciudades itálicas prefirieron el gobierno romano al de los semitas extranjeros. La situación de Aníbal se hacía embarazosa. Su fuerza ya no era suficiente para entrar en el Lacio y allí tomar una fortaleza tras otra y, finalmente, la propia Roma. Es probable que Cartago aun con un esfuerzo extremo no hubiera podido presentar un ejército bastante fuerte para llevar a cabo ese objetivo. Por consiguiente, mientras esperaba refuerzos de Cartago y España, y de Filipo de Macedonia, Aníbal continuaba sometiendo a los aliados de Roma que todavía se le enfrentaban en el sur y el centro de Italia, en particular, en Campania maniobró de modo que los romanos se vieran obligados a entrar en una nueva batalla, que terminaría seguramente en una derrota de los comandantes romanos.
Pero los romanos habían decidido cambiar su plan de campaña y no aceptar ninguna batalla más. La guerra se había convertido en una guerra de desgaste y agotamiento. El ejército romano, conducido con gran habilidad por Quinto Fabio, apodado Cunctator "el que se demora", por Marcelo en Sicilia y por Tiberio Graco, seguía los pasos del invasor, tratando de apoderarse de sus equipos y de salvar a las ciudades de la Campania y del sur de Italia que todavía resistían al cartaginés y, en la medida de lo posible, desalojarlo de las ciudades que había tomado. Fuera de Italia, la lucha se llevaba a cabo con la máxima actividad, con el objeto de aislar totalmente a Aníbal y evitar que consiguiera refuerzos de alguna parte. Las operaciones más importantes comenzaron en España, incluso antes de la batalla de Canas. También se tomaron medidas contra Filipo V, rey de Macedonia y aliado de Aníbal. Ante el temor de que pudiera invadir Italia, los romanos enviaron una fuerte flota para vigilar el Adriático y evitar posibles desembarcos. Cuando Filipo trató de adueñarse de la ciudad griega de Apolonia para utilizar su puerto como base de su planeada invasión de Italia, la flota del Adriático acudió en socorro de la ciudad y la libró de los macedonios. Finalmente, cuando en el año 212 las victorias de Filipo en Iliria y la conquista del excelente puerto de Liso, unido a la toma de Tarento por Aníbal, hacían casi inevitable una invasión macedonia, Roma levantó contra Filipo una fuerte coalición en Grecia, encabezada por los etolios, y le prometió subsidios y ayuda militar. Ante la guerra en Grecia, Filipo se vio obligado a renunciar a la participación activa contra los romanos en Italia. Por último, Roma procuraba debilitar la influencia cartaginesa en Sicilia, en donde Siracusa, a causa de la muerte de Hierón y de la carrera triunfal de Aníbal, había renunciado a la alianza con Roma y había asumido una actitud hostil.
Todas esas actividades requerían tiempo y sus resultados no fueron muy halagüeños al principio pero, también en este caso, Roma desplegó su acostumbrada perseverancia, y la victoria comenzó a sonreírle lenta pero firmemente. En el año 212, el cónsul Marcelo tomó Siracusa después de un largo y penoso cerco, durante el cual el ejército romano tuvo que enfrentarse con los descubrimientos más recientes del genio griego, porque la defensa fue dirigida por Arquímedes, el mayor matemático e ingeniero de la Antigüedad. Cuando se tomó la ciudad, Arquímedes fue muerto por un soldado romano. Un año más tarde, los cartagineses fueron expulsados de Campania y Capua volvió a poder de Roma. En España también hubo un cambio de fortuna cuando el joven Publio Cornelio Escipión, recibió el mando del ejército de ese país. Ante tales condiciones, Aníbal comprendió claramente que nada podría cambiar la situación, salvo nuevas y aplastantes victorias. Pero su fuerza era insuficiente para tal finalidad. Cartago, que aguardaba a cada momento una invasión romana desde Sicilia, no le podía ayudar. Solo quedaba España. Entonces, Aníbal ordenó a su hermano Asdrubal que acudiera con la mayoría del ejército situado en España. Asdrubal logró llegar a Italia, pero no logró reunirse con su hermano; un ejército romano ss le enfrentó en el Metauro haciéndole sufrir una terrible derrota en una batalla decisiva (207 a. C).
Esta derrota determinó el resultado de la campaña. El genio militar de Aníbal era de tal calidad que los romanos nunca le pudieron batir en Italia. Todo lo más que hicieron fue empujarle poco a poco hacia el sur. Pero su creciente debilidad permitió que Roma transfiriera la guerra a África, enviando una expedición contra Cartago. En esta forma se forzó a Aníbal a retirarse de. Italia con su ejército, para defender su país. La guerra en África, en la que Escipión fue el general romano, comenzó el 204 y terminó, tras una serie de operaciones, con la batalla de Zama, dos años más tarde. Allí fue derrotado Aníbal por primera vez. Masinisa, un rey númida que se había aliado con los romanos, les prestó valiosa ayuda durante la campaña. La paz se concluyó el año 201 a. C. Cartago se vio obligada a pagar una fuerte cantidad y a aceptar una 'limitación de su independencia en cuanto a sus relaciones internacionales. Así se evaporó el prestigio que había gozado en Occidente. Su supremacía comercial se acababa, y Cartago se convirtió en uno de esos Estados que dependían de la agricultura, combinada, en menor escala con cierta participación en el mercado exterior. Su actividad política fue estancándose cada vez más, hasta quedar limitada a sus continuas querellas con Masinisa, el rey númida que gozaba de la protección de Roma. Sus posesiones de España se transformaron en provincia romana y toda Sicilia, constituyó otra. Ahora se hallaba rodeada por todas partes de posesiones y dependencias romanas.
Cuando Roma derrotó a Pirro, uno de los reyes helenísticos mejor dotados y, al hacerlo, reclamó su puesto en la familia de los imperios en el siglo III a. C, su aparición fue notada y meditada por los políticos helenísticos de aquel tiempo. El vecino más cercano de Italia, Macedonia, comenzó a seguir de cerca los acontecimientos de Italia; Egipto fue el primer Estado que entró en relaciones diplomáticas con Roma el año 273 a. C. y, en Grecia, las ligas y las comunidades libres empezaron a tener en cuenta esta nueva potencia como un posible aliado tanto para sus disputas internas como para reforzar a los griegos occidentales en su lucha contra la creciente insolencia de los piratas ilíricos. Pero fue Cartago, con sus intereses políticos y comerciales en el Mediterráneo occidental, el Estado que más se interesó en la política extranjera de Roma. Para Cartago, Roma y sus éxitos no constituían una novedad. Al principio, aquella potencia vio en Roma al sucesor de Etruria en Italia y confiaba en que su propio comercio no sufriría menoscabo, porque Roma no era un gran imperio marítimo en los siglos V y IV a. C. y no poseía flota alguna, ni bélica ni comercial. El comercio de los puertos etruscos y latinos que aún quedaban conservaba su carácter semipirático y no podía competir con el comercio de Cartago. Por esa razón, en el año 348 Cartago renovó el tratado comercial concluido con Roma a fines del siglo VI y, también por la misma causa, ese tratado comercial se transformó, en el año 279, durante la guerra con Pirro, en una alianza militar contra el enemigo común. Es, pues, claro que Cartago todavía consideraba a Roma como un contrapeso a las ciudades griegas, del mismo modo que había considerado a Etruria en una época anterior.
Pero cuando Roma tomó todos los puertos del sur de Italia y los intereses de Ñapóles y Tarento, antiguas rivales de Cartago, pasaron también a ser intereses de Roma, la situación cambió por completo. Cartago comprendió claramente que Roma, como cabeza de los griegos occidentales, se vería obligada en un futuro próximo a tomar en sus manos los asuntos sicilianos y a apoyar a los griegos de Sicilia en su lucha secular contra los cartagineses. Ya era significativo el hecho de que Roma hubiera sido desde larga fecha la aliada de Massilia, la otra rival que tenía Cartago. Es preciso observar que las relaciones entre los griegos sicilianos y las tribus nativas del país, que siempre habían sido frecuentes e ininterrumpidas, eran especialmente activas en el siglo IV a. C. A menudo se contrataban destacamentos de samnitas para cumplir funciones militares en Sicilia y a muchos de ellos, después de cumplir el período de servicio, se les recompensaba con lotes de tierras. Un ejemplo palmario de que los samnitas deseaban establecerse en Sicilia lo tenemos en la historia de la ciudad griega de Mesana. Los mercenarios samnitas entraron en posesión de ella como pago de Agátocles y la transformaron en una ciudad samnita, cosa que ya le había ocurrido mucho antes a Regio, una ciudad griega situada en la parte oriental del Estrecho.
Por todo esto, resultaba inevitable la colisión entre Roma y Cartago y cuanto antes estallara el conflicto, mejor sería para Cartago. La fuerza de ambas rivales era aproximadamente la misma. Las dos potencias se basaban en una comunidad de ciudadanos con un ejército numeroso y bien adiestrado. Ambos estados tenían aliados que estaban obligados a contribuir con sus fuerzas en el caso de que su principal se viera envuelto en una guerra, cualquiera fuere el enemigo. De un lado se hallaban etruscos, samnitas, umbríos y griegos itálicos, mientras que el imperio africano de Cartago podía contar con los bereberes o libios, que vivían en su territorio, y también con los númidas, que eran vecinos y tributarios. Ambos grupos de naciones eran guerreros, pero en manera alguna salvajes. En ningún caso existía un profundo sentimiento de apego por parte de los aliados hacia el principal, pero tanto Roma como Cartago podían contar, en circunstancias normales, con su ayuda. Cartago tenía más y mejor caballería que Roma y su infantería estaba bien armada. También poseía un fuerte contingente de mercenarios, muy bien adiestrados, que habían pasado por la severa escuela bélica helenística, y un considerable número de elefantes armados, una reciente adición al poder combativo de los ejércitos helenísticos. Es indiscutible que los cartagineses eran superiores a los romanos en todas las ramas de las tácticas estudiadas por los generales helenísticos y, en especial, en ingeniería. Finalmente, poseían una poderosa flota y una gran riqueza. Sin embargo, en los combates en tierra, los romanos tenían ventajas considerables, porque en aquel tiempo los ciudadanos de Cartago raramente servían en el ejército y eran sustituidos por mercenarios y aliados que podían fallar en el momento crítico. El ejército romano, por el contrario, no tenía mercenarios y estaba formado únicamente de ciudadanos y aliados; algunos de estos últimos, los latinos, por ejemplo, merecían tanta confianza como los propios ciudadanos romanos.
Esta igualdad de fuerzas hacía imposible prever cuál de ambos antagonistas obtendría la victoria. La contienda tendría que iniciarse en Sicilia y, por eso, era muy importante la actitud que adoptarían los griegos sicilianos. Ocurrió que, justamente en esos momentos, dichos griegos habían encontrado una vez más un jefe hábil y prudente en la persona de Hierón II, tirano de Siracusa, que había tomado el gobierno de la ciudad el año 269 a. C. Siguiendo el ejemplo de Agátocles y Pirro, Hierón se había proclamado a sí mismo rey de Sicilia y había sometido a varias ciudades vecinas.
La guerra comenzó el año 264 y, como siempre ocurre en casos semejantes, aprovechando un pretexto relativamente fútil. Los samnitas, que habían tomado Mesana el 289 y ahora se llamaban mamertinos, vivían saqueando las ciudades griegas de su vecindad. Cuando Hierón, dispuesto a poner término a esos pillajes, puso cerco a Mesana, una porción de sus habitantes pidió ayuda a Cartago. Esta recibió con agrado la oportunidad de ocupar la ciudad y envió un contingente de tropas. Cartago necesitaba establecerse en el estrecho de Mesina, lo más cerca posible de su antigua enemiga, Siracusa. Pero una mayoría de los mamertinos buscó la ayuda de Roma. Los romanos comprendieron que la ayuda a los mamertinos significaba la guerra con Cartago. Pero, por otra parte, si Cartago controlaba el estrecho, los intereses vitales de Roma sufrirían gran menoscabo. No solo se dificultaría el movimiento de sus barcos en el estrecho, sino que también sería posible, en caso de necesidad, desembarcar un ejército enemigo en tierra itálica. Tras de algunas vacilaciones, Roma se decidió por la guerra y envió un fuerte ejército a Sicilia. Entonces, los mamertinos obligaron a la guarnición cartaginesa a retirarse y entregaron su ciudad a los romanos.
Ante el peligro común, Hierón y los cartagineses se aliaron, pero sus ejércitos no lograron apoderarse de Mesana. Después de este fracaso, Hierón abandonó a sus aliados y se puso del lado de los romanos, éstos le parecieron más fuertes y, además, le prometieron que, una vez victoriosos, no solo reconocerían su gobierno en Siracusa y su independencia, sino que también se le permitiría extender su reino a costa de las posesiones cartaginesas. Cuando se hizo el tratado, el rey lo respetó fielmente a lo largo de toda la guerra y los romanos le debieron gran parte de su victoria final. Sin su ayuda, hubiera sido difícil para Roma resolver el problema del suministro a su ejército y, además, Siracusa era esencial como base de la flota romana. Más adelante veremos cómo la lucha con Cartago obligó a los romanos a crear una marina poderosa.
La guerra por Sicilia se prolongó durante veintitrés años, de 264 a 241 a. C. Los antagonistas hicieron el máximo esfuerzo; ambos revelaron un extraordinario genio bélico y enviaron grandes generales para mandar sus ejércitos. Ni las monarquías grecoorientales, ni Macedonia ni Grecia participaron en el conflicto. El sentimiento del mundo helenístico era el de la neutralidad y ninguna de las monarquías helenísticas estaba directamente interesada en el resultado de la contienda. Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto, era el vecino más próximo de Cartago y es interesante observar el hecho de que mantuvo relaciones amistosas con ambos combatientes.
La victoria de Roma en la primera guerra púnica (nombre usado por los romanos, quienes llamaban a los cartagineses Poeni o fenicios) se debió principalmente a los errores que cometieron los cartagineses, justamente al comienzo mismo de las hostilidades. A pesar de su superioridad en el mar, permitieron que los ejércitos romanos pasaran de Italia a Sicilia; no fueron capaces de conservar el apoyo de Hierón y no enviaron una fuerza suficiente para destruir los primeros contingentes romanos que desembarcaron en Sicilia. A su vez, los romanos sorprendieron a Cartago por su actividad en el mar. Ayudados por los griegos, sicilianos e itálicos, construyeron una gran flota. Equiparon sus barcos con un artefacto que los cartagineses no conocían y que probablemente se debía a los ingenieros griegos: puentes para abordar a los barcos enemigos, lo cual permitía a la infantería pesada romana luchar del mismo modo en que acostumbraba hacerlo en tierra firme. Gracias a esos errores de los cartagineses y a la pujanza de su propia flota, los romanos estuvieron en condiciones de desalojar al enemigo de muchas ciudades sicilianas y también de ganar en el mar una serie de victorias decisivas. Alentada por estos éxitos, Roma confiaba en acabar la guerra con un golpe certero y envió un ejército relativamente fuerte a África el año 256 a. C. El plan consistía en sorprender a los cartagineses, tomar Cartago tan pronto como fuera posible después del desembarco y obligar al gobierno a aceptar las condiciones impuestas por Roma. Esa tentativa casi se vio coronada por el éxito. El ejército, mandado por M. Atilio Régulo, desembarcó felizmente, saqueó una gran parte del territorio cartaginés y avanzó en línea recta hacia la ciudad. Pero ésta se mantuvo firme frente a Régulo. Su ejército era demasiado pequeño para apoderarse de la ciudad y los romanos, ocupados en su lucha en Sicilia y sabedores de que Cartago todavía estaba en posesión de una fuerte flota, temían que si le enviaban refuerzos, toda su empresa caería por tierra. Con la ayuda de Jantipo, un aguerrido general espartano a quien invitaron a venir a África junto con un cuerpo de mercenarios, los cartagineses derrotaron al ejército de Régulo y solo algunos sobrevivientes pudieron embarcar con rumbo a Sicilia.
Una vez más, Sicilia se convirtió en el único teatro de operaciones. Roma desplegó la misma tenacidad y perseverancia que había mostrado' en sus campañas itálicas. En el último período de esta guerra, hubo veces en que Roma sufría derrota tras derrota. En un momento dado casi quedó sin flota; las tormentas destruían sus barcos en las costas sicilianas. Pero ningún desastre podía debilitar la resolución de Roma. Además le alentaba la incapacidad de Cartago para sacar provecho de esos desastres. Finalmente, esa perseverancia, junto con la excelente calidad de la infantería romana, trajo la victoria. Poco a poco, los ejércitos cartagineses se veían empujados hacia el ángulo suroeste de Sicilia, a pesar de la obstinada resistencia, dirigida, hacia fines de la guerra, por Amílcar Barca, un joven general cartaginés. La última etapa de la guerra agotó tan profundamente la fuerza de ambos combatientes que Roma ofreció condiciones de paz que eran relativamente benignas para su rival. Cartago tuvo que pagar una moderada cantidad de dinero y entregar a Roma sus posesiones de Sicilia. Así se adquirió la primera "provincia" romana (véase cap. VII).
Concluida la paz, Cartago tuvo que pasar por más pruebas y peligros. Un cuerpo de mercenarios que había servido en Sicilia, enfurecido por la retención de su paga, se amotinó al regresar a África. Arruinados por los impuestos y agotados por las levas, los bereberes, algunos númidas e incluso algunas ciudades fenicias de la costa se sumaron a los amotinados. La situación era crítica. Pero, en la hora del peligro, Cartago mostró la fuerza extraordinaria que todavía poseía. Amílcar Barca, el joven y hábil general de quien ya hemos hablado, a quien Cartago debía las condiciones favorables de paz, aplastó la revuelta y restableció el orden en el Imperio cartaginés. Incluso extendió la esfera de influencia cartaginesa en Numidia gracias a una serie de felices campañas.
Después de la guerra con los mercenarios, el próximo cometido de Cartago era el restablecimiento de los destrozados recursos del Estado. Sus mercados en Italia y Galia, sus provincias de Sicilia, Sardinia y Córsica se habían perdido para siempre. Estas dos últimas habían sido incorporadas a Roma al concluir la paz y su pérdida era particularmente grave, ya que esas islas no solo habían sido los graneros de Cartago, sino que también le suministraban cobre, hierro y otros metales. La necesidad de resarcirse de esta doble pérdida explica los esfuerzos de Cartago para extender sus posesiones en España, un país fabulosamente rico en minerales, de acuerdo con las pautas antiguas. España podía ocupar también, si se cultivaba apropiadamente, el lugar de Sardinia y Sicilia como productor de granos. Las operaciones en España no fueron obstaculizadas por los romanos, cuyo objetivo presente era que los cartagineses pagaran toda la suma que se les había pedido.
La tarea de crear una provincia española fue encomendada a Amílcar Barca, quien legó esta misión a su yerno Asdrúbal y, más tarde, a su hijo Aníbal. Es indudable que Amílcar Barca y sus sucesores iban a esas tierras impulsados por el deseo de venganza tanto como por consideraciones económicas. Al dirigirse hacia España, no solo veían en ella una fuente de riqueza, sino también un arma de guerra. Desde hacía mucho tiempo, su pueblo tenía fama de poseer un espíritu belicoso; el país, gracias a su abundancia en mineral, era muy adecuado para la creación de nutridos arsenales, y podría servir de base para una campaña contra Roma. Paulatinamente, las que habían sido pequeñas factorías se fueron transformando en grandes ciudades marítimas con considerables territorios; tal es el caso de Gades, la moderna Cádiz. Las tribus hispánicas, una tras otras, se convirtieron en aliadas o tributarias de Cartago, sea por las armas o bien por medios diplomáticos. De esta manera, las bases de Cartago en España se hicieron cada vez más fuertes y vastas.
Roma comenzó entonces a mirar con cierta inquietud esa actividad de Cartago en España, pero era impotente para evitarla o contrarrestarla. Eso hubiese significado una segunda guerra contra Cartago, en condiciones desfavorables. Su tarea más apremiante consistía en asegurar su retaguardia en el norte de Italia, en donde se asentaron, en 225-222 a. C, tribus galas independientes deseosas de invadir una vez más el centro de la península. Con un gran esfuerzo, los romanos lograron rechazar esa incursión y arrojar a los invasores hacia la parte superior del Po. Un poco antes, en el año 229 a. C, Roma entró en guerra con los piratas de la costa ilírica, que habían logrado el pleno control del Adriático y no cesaban de saquear a los comerciantes y ciudades de la costa italiana. Esta campaña puso por primera vez en contacto a Roma con las potencias que gobernaban Grecia: Macedonia, la liga etolia y la liga aquea, todas las cuales trataron de aprovechar este contacto en beneficio propio. Por primera vez, Roma formó una alianza con comunidades griegas: Epidamno y Apolonia, los puertos importantes de la costa occidental de Grecia y víctimas principales de los piratas. Estas guerras pusieron en evidencia que sería inevitable en un futuro próximo una colisión entre Roma y Macedonia, porque la anexión de Iliria, tan cercana a Macedonia, y la intromisión de Roma en los asuntos griegos solo podrían resultar ofensivas para los macedonios. Pero los romanos evitaron cuidadosamente el conflicto, tanto en el año 229 como diez años después, cuando tuvieron que combatir de nuevo en la costa ilírica para desalojar a los piratas de sus bases navales.
Pero, a pesar de esas guerras y de la complicada situación existente tanto en el norte de Italia como en la costa oriental, era necesario que Roma pusiera coto al progreso de los planes cartagineses en España. La expansión hacia el este era especialmente peligrosa. Los cartagineses se iban acercando a los Pirineos, de suerte que Roma podría tal vez enfrentarse con una coalición de cartagineses y galos de lo que hoy es Francia y también de Italia. Primeramente se hizo una tentativa para detener la expansión de Cartago por medios pacíficos. Con esta finalidad, Roma puso en juego sus antiguas relaciones con la comunidad greco-ibérica de Sagunto, que ahora se convirtió en su aliada. Sagunto sería útil, en caso de necesidad, como una base militar contra Cartago. Anteriormente, en el año 226, Roma concluyó un acuerdo con Asdrúbal, el general cartaginés en España, por el que se fijaba el río Ebro como límite entre las esferas de influencia de los dos rivales.
Desde 236, al 228 a. C. Amílcar mandó al ejército cartaginés en España; cuando murió su yerno y sucesor, Asdrúbal, en 221, Aníbal, hijo de Amílcar, fue elegido por el ejército como conductor. El nuevo general comenzó inmediatamente a preparar la guerra contra Roma y a estudiar un plan para invadir Italia. En 219, sus preparativos estaban ya completos. Pero antes de marchar contra Italia, era preciso asegurarse la retaguardia y privar a los romanos de cualquier base posible para futuras operaciones militares en España. Sagunto, aliada de Roma y que, además, podía ser utilizada para tales operaciones, fue tomada después de un cerco de ocho meses. Roma declaró la guerra a Cartago inmediatamente. Anticipándose al plan romano de mandar una fuerza a África para tomar Cartago y otra a España para destruir al ejército cartaginés, Aníbal pasó los Pirineos con extraordinaria rapidez, cruzó el sur de la Galia y entró en Italia, atravesando los Alpes. Allí contaba con la ayuda que le habían prometido los galos del norte de Italia; él también creía que, mediante una serie de victorias, podría romper la alianza de los clanes y comunidades italianas con Roma y de este modo obligaría a Roma a firmar una paz favorable para Cartago. No entraba dentro de sus proyectos tomar la propia Roma, empresa que le pareció imposible porque esa ciudad estaba rodeada de colonias fortificadas y de fortalezas latinas.
El avance de Aníbal fue tan rápido e inesperado que los romanos no tuvieron tiempo para organizar un ejército en Sicilia para enviarlo a África; ni siquiera pudieron poner en pie fuerzas suficientes para defender los pasos de los Alpes y mantener al invasor fuera de Italia. Cuando el ejército de Aníbal llegó a Italia y los galos se unieron a él, en el año 217, era ya demasiado tarde para pensar en la invasión de África. Roma tuvo que enviar hasta el último hombre hacia el norte de Italia. El terrible paso de los Alpes había causado pérdidas cuantiosas al ejército de Aníbal, en especial en lo que podríamos denominar sus "tanques", es decir, los elefantes armados. Pero los caballos y hombres perdidos fueron remplazados por los galos y, además, Aníbal confiaba en ir separando de Roma a sus aliados latinos. Los samnitas eran los más dudosos como aliados; por eso, el objetivo inmediato de Aníbal fue penetrar hacia el sur de Italia, en donde, además, no le resultaría difícil recibir refuerzos de Cartago. Este plan de campaña se llevó a cabo brillantemente. Uno tras otro fueron derrotados los ejércitos romanos, en el Ticino y en el Trebia, en el norte, y en el lago Trasimeno, en la Italia Central. En el año 216, los romanos ofrecieron batalla en Canas, Apulia, pero también allí terminó en una derrota espantosa en la que perecieron millares de ciudadanos romanos y de aliados. Con esta victoria, Aníbal se adueñó del sur de Italia; podía comunicarse sin dificultad con Cartago y España y tener relación directa con Macedonia, la cual se había dado cuenta, ante las victorias romanas en Iliria, de que los intereses orientales de ambas potencias divergían completamente.
Pero aunque una gran masa de ciudadanos romanos y de sus aliados yacía en los campos de batalla de Italia, la causa no se había perdido en absoluto ni tampoco la tarea de Aníbal estaba a punto de acabarse. Esto no era más que un momento de la guerra. Aníbal confiaba en que Roma se vería obligada a concluir la paz gracias a la derrota, la deserción de los aliados y la actitud amenazadora de Macedonia. El desaliento cundió en Roma cuando los cartagineses pasaron de Apulia a Campania, cuando Capua, la antigua aliada de Roma, abrió sus puertas a Aníbal y, en particular, cuando Siracusa, muerto Hierón, renegó de su fidelidad mientras Macedonia formaba alianza con Cartago. Pero en esta hora negra, los gobernantes se elevaron a la altura que la situación requería. Llevaron al campo de batalla a toda la población libre del país e incluso a una parte de los esclavos, a quienes prometieron la libertad. Los aliados de Roma multiplicaron sus esfuerzos. La esperanza de Aníbal en el sentido de un divorcio entre Roma y sus aliados no se realizó. Los latinos permanecieron fieles y la mayoría de las demás ciudades itálicas prefirieron el gobierno romano al de los semitas extranjeros. La situación de Aníbal se hacía embarazosa. Su fuerza ya no era suficiente para entrar en el Lacio y allí tomar una fortaleza tras otra y, finalmente, la propia Roma. Es probable que Cartago aun con un esfuerzo extremo no hubiera podido presentar un ejército bastante fuerte para llevar a cabo ese objetivo. Por consiguiente, mientras esperaba refuerzos de Cartago y España, y de Filipo de Macedonia, Aníbal continuaba sometiendo a los aliados de Roma que todavía se le enfrentaban en el sur y el centro de Italia, en particular, en Campania maniobró de modo que los romanos se vieran obligados a entrar en una nueva batalla, que terminaría seguramente en una derrota de los comandantes romanos.
Pero los romanos habían decidido cambiar su plan de campaña y no aceptar ninguna batalla más. La guerra se había convertido en una guerra de desgaste y agotamiento. El ejército romano, conducido con gran habilidad por Quinto Fabio, apodado Cunctator "el que se demora", por Marcelo en Sicilia y por Tiberio Graco, seguía los pasos del invasor, tratando de apoderarse de sus equipos y de salvar a las ciudades de la Campania y del sur de Italia que todavía resistían al cartaginés y, en la medida de lo posible, desalojarlo de las ciudades que había tomado. Fuera de Italia, la lucha se llevaba a cabo con la máxima actividad, con el objeto de aislar totalmente a Aníbal y evitar que consiguiera refuerzos de alguna parte. Las operaciones más importantes comenzaron en España, incluso antes de la batalla de Canas. También se tomaron medidas contra Filipo V, rey de Macedonia y aliado de Aníbal. Ante el temor de que pudiera invadir Italia, los romanos enviaron una fuerte flota para vigilar el Adriático y evitar posibles desembarcos. Cuando Filipo trató de adueñarse de la ciudad griega de Apolonia para utilizar su puerto como base de su planeada invasión de Italia, la flota del Adriático acudió en socorro de la ciudad y la libró de los macedonios. Finalmente, cuando en el año 212 las victorias de Filipo en Iliria y la conquista del excelente puerto de Liso, unido a la toma de Tarento por Aníbal, hacían casi inevitable una invasión macedonia, Roma levantó contra Filipo una fuerte coalición en Grecia, encabezada por los etolios, y le prometió subsidios y ayuda militar. Ante la guerra en Grecia, Filipo se vio obligado a renunciar a la participación activa contra los romanos en Italia. Por último, Roma procuraba debilitar la influencia cartaginesa en Sicilia, en donde Siracusa, a causa de la muerte de Hierón y de la carrera triunfal de Aníbal, había renunciado a la alianza con Roma y había asumido una actitud hostil.
Todas esas actividades requerían tiempo y sus resultados no fueron muy halagüeños al principio pero, también en este caso, Roma desplegó su acostumbrada perseverancia, y la victoria comenzó a sonreírle lenta pero firmemente. En el año 212, el cónsul Marcelo tomó Siracusa después de un largo y penoso cerco, durante el cual el ejército romano tuvo que enfrentarse con los descubrimientos más recientes del genio griego, porque la defensa fue dirigida por Arquímedes, el mayor matemático e ingeniero de la Antigüedad. Cuando se tomó la ciudad, Arquímedes fue muerto por un soldado romano. Un año más tarde, los cartagineses fueron expulsados de Campania y Capua volvió a poder de Roma. En España también hubo un cambio de fortuna cuando el joven Publio Cornelio Escipión, recibió el mando del ejército de ese país. Ante tales condiciones, Aníbal comprendió claramente que nada podría cambiar la situación, salvo nuevas y aplastantes victorias. Pero su fuerza era insuficiente para tal finalidad. Cartago, que aguardaba a cada momento una invasión romana desde Sicilia, no le podía ayudar. Solo quedaba España. Entonces, Aníbal ordenó a su hermano Asdrubal que acudiera con la mayoría del ejército situado en España. Asdrubal logró llegar a Italia, pero no logró reunirse con su hermano; un ejército romano ss le enfrentó en el Metauro haciéndole sufrir una terrible derrota en una batalla decisiva (207 a. C).
Esta derrota determinó el resultado de la campaña. El genio militar de Aníbal era de tal calidad que los romanos nunca le pudieron batir en Italia. Todo lo más que hicieron fue empujarle poco a poco hacia el sur. Pero su creciente debilidad permitió que Roma transfiriera la guerra a África, enviando una expedición contra Cartago. En esta forma se forzó a Aníbal a retirarse de. Italia con su ejército, para defender su país. La guerra en África, en la que Escipión fue el general romano, comenzó el 204 y terminó, tras una serie de operaciones, con la batalla de Zama, dos años más tarde. Allí fue derrotado Aníbal por primera vez. Masinisa, un rey númida que se había aliado con los romanos, les prestó valiosa ayuda durante la campaña. La paz se concluyó el año 201 a. C. Cartago se vio obligada a pagar una fuerte cantidad y a aceptar una 'limitación de su independencia en cuanto a sus relaciones internacionales. Así se evaporó el prestigio que había gozado en Occidente. Su supremacía comercial se acababa, y Cartago se convirtió en uno de esos Estados que dependían de la agricultura, combinada, en menor escala con cierta participación en el mercado exterior. Su actividad política fue estancándose cada vez más, hasta quedar limitada a sus continuas querellas con Masinisa, el rey númida que gozaba de la protección de Roma. Sus posesiones de España se transformaron en provincia romana y toda Sicilia, constituyó otra. Ahora se hallaba rodeada por todas partes de posesiones y dependencias romanas.
Última edición por pedrocasca el Dom Mayo 19, 2013 9:59 pm, editado 2 veces