—La población de la URSS y la Segunda guerra mundial.
Dossier de Mike Davis y David Reynolds
tomado de La haine en junio de 2014
En junio de 2004 escribía Mike Davis*** acerca de la necesidad de rememorar la descomunal aportación del soldado soviético a la victoria contra el nazismo, generalmente olvidada en medio de celebraciones complacientes como las de los desembarcos de Normandía. Diez años más tarde, el historiador británico David Reynolds abunda en apreciaciones semejantes a la vista de que esa ausencia sigue siendo la tónica dominante de las conmemoraciones del día D en este mes. Reproducimos ambos artículos, traducidos por Lucas Antón para SinPermiso.
—Salvar al soldado Iván
La batalla decisiva para la liberación de Europa comenzó hace este mes 60 años, cuando un ejército guerrillero salió de los bosques y cenagales de Bielorrusia para lanzar un audaz ataque por sorpresa sobre la poderosa retaguardia de Wehrmacht.
Las brigadas partisanas, incluyendo a muchos combatientes judíos y huidos de los campos de concentración colocaron 40.000 cargas de demolición. Destruyeron líneas férreas vitales que comunicaban el Grupo de Ejércitos del Centro alemán con sus bases de Polonia y Prusia Oriental.
Tres días más tarde, el 22 de junio de 1944, en el tercer aniversario de la invasión hitleriana de la Unión Soviética, el mariscal Zhukov dio la orden de iniciar el ataque principal sobre las líneas alemanas. 26.000 cañones pesados pulverizaron las posiciones avanzadas alemanas. Los silbidos de los cohetes Katyusha se vieron seguidos del rugir de 4.000 tanques y los gritos de guerra (en más de 40 idiomas) de 1,6 millones de soldados soviéticos. Así comenzó la Operación Bagration, un ataque a lo largo de un frente de 500 millas.
Este "gran terremoto militar", como lo llamó el historiador John Erickson, se detuvo finalmente en las afueras de Varsovia mientras Hitler enviaba a toda prisa reservas de élite desde Europa Occidental para contener la marea roja del Este. Como resultado, las tropas norteamericanas y británicas que luchaban en Normandía no tendrían que enfrentarse a las divisiones Panzer mejor equipadas.
Pero ¿qué norteamericano ha oído hablar de la Operación Bagration? Junio de 1944 significa Omaha Beach, no el cruce del río Dvina. Pero la ofensiva soviética de verano fue varias veces mayor que la Operación Overlord (la invasión de Normandía), tanto en la escala de las fuerzas comprometidas como en el coste directo para los alemanes.
Para finales de verano, el Ejército Rojo había llegado a las puertas de Varsovia, así como a los pasos de los Cárpatos que abren la entrada a Europa Central. Los tanques soviéticos habían atrapado al Grupo de Ejércitos del Centro entre tenazas de acero y lo habían destruido. Los alemanes perderían más de 300.000 hombres sólo en Bielorrusia. Otro ejército alemán había sido rodeado y sería aniquilado a lo largo de la costa báltica. El camino a Berlín quedaba abierto.
Gracias, Iván. No supone menospreciar a los valientes que murieron en el desierto norteafricano o en los fríos bosques en torno a Bastogne recordar que el 70% de la Wehrmacht está enterrada, no en los campos franceses sino en las estepas rusas. En la lucha contra el nazismo murieron aproximadamente 40 "Ivanes" por cada "soldado Ryan". Los historiadores especializados creen hoy que perecieron hasta 27 millones de soldados y ciudadanos soviéticos en la II Guerra Mundial.
Pero el soldado soviético corriente – el mecánico de tractores de Samara, el actor de Oriel, el minero del Donetsk, o la chica de instituto de Leningrado – resultan invisibles en la actual celebración y mitologización de la "más grande generación".
Es como si el "nuevo siglo norteamericano" no pudiera nacer completo sin exorcizar el papel soviético fundamental en la histórica victoria contra el fascismo del último siglo. En realidad, la mayoría de los norteamericanos están escandalosamente en la inopia respecto al peso relativo de los combates y muertes en la II Guera Mundial. E incluso la minoría que comprende algo de la enormidad del sacrificio soviético tiende a visualizarlo en términos de toscos estereotipos del Ejército Rojo: una horda de bárbaros impulsada por un salvaje y primtivo nacionalismo ruso de venganza. Sólo GI Joe [el soldado norteamericano] y Tommy [el británico] aparecen luchando de verdad por los civilizados ideales de la libertad y la democracia.
Resulta, por tanto, aún más importante recordar que – pese a Stalin, la NKVD y la matanza de una generación de líderes bolcheviques- el Ejército Rojo conservaba poderosos elementos de fraternidad revolucionaria. A sus ojos, y a los de los esclavos que liberó de Hitler, fue el mayor ejército de liberación de la historia. Además, el Ejército Rojo de 1944 era todavía un ejército soviético. Entre los generales que dirigieron el avance sobre el Dvina había un judío (Chernyakovskii), un armenio (Bagramyan), y un polaco (Rokossovskii). Por contraposición a las fuerzas norteamericanas y británicas, con sus divisiones de clase y su segregación racial, el mando era en el Ejército Rojo una escalera de oportunidad abierta, aunque despiadada.
Todo el que dude del impulso revolucionario y la humanidad del soldado de a pie del Ejército Rojo debería consultar las extraordinarias memorias de Primo Levi (La tregua) y K.S. Karol (Entre dos mundos). Ambos odiaban el estalinismo, pero estimaban al soldado soviético corriente y veían en él, en ella, las semillas de la renovación socialista.
Así que tras la reciente humillación de la memoria del día D por parte de George Bush pidiendo apoyo a sus crímenes de guerra en Irak y Afganistán, he decidido celebrar mi propia conmemoración particular.
Me acordaré en primer lugar de mi tío Bill, viajante de Columbus, por difícil que resulte imaginar a un alma tan gentil como soldado raso adolescente a toda máquina en Normandía. Y en segundo lugar, - como estoy seguro que mi tío Bill habría deseado – recordaré a su camarada Iván.
El Iván que cruzó las puertas de Auschwitz con su tanque y se abrió paso combatiendo hasta el bunker de Hitler. El Iván cuya tenacidad y coraje venció a la Wehrmacht, pese a los mortíferos errores y crímenes de Stalin en tiempo de guerra. Dos héroes corrientes: Bill e Iván. Es obsceno celebrar al primero sin conmemorar además al segundo.
***Mike Davis, actualmente profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Han sido traducidos al castellano varios de sus libros y textos.
—El otro día D… y el arranque de la Guerra Fría
Hubo dos días D en junio de 1944. Los desembarcos de Normandía del 6 de junio, la Operación Overlord, tan conmovedoramente evocada hace dos semanas, forman parte de la memoria nacional británica. El otro día sigue siendo prácticamente desconocido, tanto entre nosotros como en los Estados Unidos. Sin embargo, fue igualmente importante para concluir la Segunda Guerra Mundial. Y marcó también el alborear de la Europa de la Guerra Fría.
La noche del 21 al 22 de junio de 1944, el Ejército Rojo lanzó su ofensiva de verano en Bielorusia, a los tres años cumplidos del día en que Hitler invadió la Unión Soviética. En 1941, los alemanes habían logrado una sorpresa completa, rodeando a millones de soldados soviéticos y llegando con empuje arrollador hasta Moscú y Leningrado. Sin embargo, en 1944 cambiaron las tornas. La Operación Bagration, bautizada con el nombre de un mariscal zarista que había luchado contra Napoleón, golpeó a la Wehrmacht sin avisar. En cinco semanas, el Ejército Rojo avanzó 450 millas, atravesando Minsk hasta llegar a las afueras de Varsovia y haciendo trizas las agallas del Grupo de Ejércitos del Centro de Hitler. Casi 20 divisiones alemanas quedaron completamente destruidas y otras 50 seriamente vapuleadas, un desastre aun peor que Stalingrado.
Este imponente éxito soviético tuvo lugar mientras Overlord continuaba atascada en los setos y carriles de Normandía. No fue hasta finales de julio, conforme Bagration iba perdiendo gas, cuando lograron escabullirse los ejércitos de Eisenhower y lanzarse a través de Francia para liberar París el 25 de agosto y Bruselas el 3 de septiembre. En conjunto, Overlord y Bagration asestaron un doble revés que dejó fuera de juego al Reich de los Mil Años. Por fin tenía Alemania que librar una guerra en dos frentes del norte de Europa, ese escenario de pesadilla que Hitler había logrado evitar desde 1939, y el pueblo alemán podía ver ya lo que se avecinaba. No es casual que el 20 de julio oficiales disidentes trataran de asesinar al Führer en un intento valeroso pero quijotesco de hacer la paz antes de que Alemania quedase en ruinas.
Bagration ayudó a terminar la guerra, pero fue también una señal de lo que estaba por llegar. A medida que el Ejército Rojo se acercaba a Varsovia, el Ejército del Interior polaco se levantó contra la brutal ocupación nazi. Las fuerzas soviéticas estaban exhaustas y no se encontraban en condiciones de abrirse paso en una gran ciudad, pero la negativa de Stalin a proporcionar apoyo siquiera simbólico a los polacos, o a permitir que los aviones de suministros británicos y norteamericanos utilizaran aeródromos bajo control soviético, envió un mensaje escalofriante a sus aliados occidentales.
Buena parte de Polonia había quedado subsumida en el antiguo imperio zarista. En 1920, bolcheviques y polacos libraron una guerra brutal por las fronteras de la Polonia recién independizada, en la que las tropas polacas tomaron brevemente Kiev antes de tener que replegarse de nuevo a Varsovia. Dos décadas después, Stalin estaba decidido a resolver la cuestión. En 1940 masacró en secreto a buena parte de la oficialidad polaca en Katyn; cuatro años más tarde, contempló satisfecho cómo los alemanes aplastaban el alzamiento de Varsovia – describió a sus dirigentes antisoviéticos como "un puñado de criminales ávidos de poder " – antes de invadir el país a su antojo.
A principios de septiembre de 1944, mientras las tropas de Eisenhower se dispersaban por los Países Bajos, parecía que la II Guerra Mundial podía acabar para Navidad. Pero entonces los aliados se estancaron intentando cruzar el Rin y el frente occidental se empantanó. En la memoria británica, el otoño de 1944 se centra en ese "puente lejano", tristemente célebre, de Arnhem, pero, mientras tanto, en el frente oriental, Stalin llevaba a cabo avances todavía más espectaculares conforme el Ejército Rojo irrumpía triunfalmente en Yugoslavia y Hungría a través de Rumanía y Bulgaria. El líder que, poco más de un año antes, controlaba sólo dos tercios de su propio país, ahora dominaba buena parte de Europa Oriental.
Durante la Guerra Fría, la conferencia de Yalta de febrero de 1945 era a menudo estigmatizada en Occidente como el momento en que Roosevelt y Churchill le habían "entregado" la mitad de Europa a Stalin. En realidad, no hubo entrega en 1945 sino expropiación de terrenos en 1944, subproducto de la derrota alemana. Para cuando tuvo lugar Yalta, los soviéticos controlaban Polonia y buena parte de los Balcanes: tal como Roosevelt reconocía en privado, todo lo que podían hacer Churchill y él era "mejorar" esa situación.
Tan importante como Yalta fue el encuentro de Churchill con Stalin cuatro meses antes. Aunque se trataba de un ardiente enemigo de lo que antaño había llamado "la fétida ridiculez del bolchevismo", Churchill albergaba una paradójica fe en la decencia esencial de Stalin, nacida de dos intensos encuentros bien regados con alcohol en 1942 y 1943. El dirigente soviético, aunque duro al hablar, resultó ser un tipo sin pretensiones, serio en sus tratos, con un sarcástico sentido del humor. "Sólo con cenar con Stalin una vez a la semana", le dijo Churchill a un periodista británico, "se acabarían los problemas. Nos llevamos a las mil maravillas".
Con ese espíritu voló Churchill a Moscú en octubre de 1944, tratándose de llegar a un acuerdo sobre la forma que adoptarían los Balcanes en la postguerra antes de que se cerrara la tenaza del Ejército Rojo. El resultado fue el tristemente célebre acuerdo sobre "porcentajes" cerrado con Stalin a altas horas de una noche en el Kremlin. El objetivo de Churchill estribaba en preservar la influencia británica en Grecia y con suerte, en Yugoslavia. Se aseguró de lo primero, y afirmó posteriormente a menudo que Stalin "nunca rompió su palabra en lo tocante a Grecia". Pero eso se consiguió consintiendo de facto el predominio soviético a lo largo y ancho de casi todos los Balcanes.
Para cuando se llegó al acuerdo sobre porcentajes, y no digamos a Yalta, poca diferencia podía suponer la diplomacia. El nuevo mapa de Europa se había decidido, no en la mesa de la conferencia sino en el campo de batalla. Y en esa historia sangrienta, no debería olvidarse el otro día D de junio de 1944. "Esta guerra no es como las del pasado", le dijo Stalin a un comunista yugoslavo: "quien ocupa un territorio impone también su propio sistema social. No puede ser de otra manera". La paranoia soviética sobre su seguridad resultaba comprensible tras la pérdida de 28 millones de ciudadanos. Pero su obsesión con una zona de parachoques en Europa Oriental definiría la Guerra Fría, con un ingente coste humano. Y la pérdida de esa protección de seguridad todavía obsesiona a la Rusia de Putin.
***David Reynolds (nacido en 1952) preside la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge, en cuyo Christ´s College enseña, habiéndose especializado en las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Ha escrito y presentado numerosos documentales históricos para la BBC; miembro desde 2004 de la British Academy y ha recibido prestigiosos premios.
Dossier de Mike Davis y David Reynolds
tomado de La haine en junio de 2014
En junio de 2004 escribía Mike Davis*** acerca de la necesidad de rememorar la descomunal aportación del soldado soviético a la victoria contra el nazismo, generalmente olvidada en medio de celebraciones complacientes como las de los desembarcos de Normandía. Diez años más tarde, el historiador británico David Reynolds abunda en apreciaciones semejantes a la vista de que esa ausencia sigue siendo la tónica dominante de las conmemoraciones del día D en este mes. Reproducimos ambos artículos, traducidos por Lucas Antón para SinPermiso.
—Salvar al soldado Iván
La batalla decisiva para la liberación de Europa comenzó hace este mes 60 años, cuando un ejército guerrillero salió de los bosques y cenagales de Bielorrusia para lanzar un audaz ataque por sorpresa sobre la poderosa retaguardia de Wehrmacht.
Las brigadas partisanas, incluyendo a muchos combatientes judíos y huidos de los campos de concentración colocaron 40.000 cargas de demolición. Destruyeron líneas férreas vitales que comunicaban el Grupo de Ejércitos del Centro alemán con sus bases de Polonia y Prusia Oriental.
Tres días más tarde, el 22 de junio de 1944, en el tercer aniversario de la invasión hitleriana de la Unión Soviética, el mariscal Zhukov dio la orden de iniciar el ataque principal sobre las líneas alemanas. 26.000 cañones pesados pulverizaron las posiciones avanzadas alemanas. Los silbidos de los cohetes Katyusha se vieron seguidos del rugir de 4.000 tanques y los gritos de guerra (en más de 40 idiomas) de 1,6 millones de soldados soviéticos. Así comenzó la Operación Bagration, un ataque a lo largo de un frente de 500 millas.
Este "gran terremoto militar", como lo llamó el historiador John Erickson, se detuvo finalmente en las afueras de Varsovia mientras Hitler enviaba a toda prisa reservas de élite desde Europa Occidental para contener la marea roja del Este. Como resultado, las tropas norteamericanas y británicas que luchaban en Normandía no tendrían que enfrentarse a las divisiones Panzer mejor equipadas.
Pero ¿qué norteamericano ha oído hablar de la Operación Bagration? Junio de 1944 significa Omaha Beach, no el cruce del río Dvina. Pero la ofensiva soviética de verano fue varias veces mayor que la Operación Overlord (la invasión de Normandía), tanto en la escala de las fuerzas comprometidas como en el coste directo para los alemanes.
Para finales de verano, el Ejército Rojo había llegado a las puertas de Varsovia, así como a los pasos de los Cárpatos que abren la entrada a Europa Central. Los tanques soviéticos habían atrapado al Grupo de Ejércitos del Centro entre tenazas de acero y lo habían destruido. Los alemanes perderían más de 300.000 hombres sólo en Bielorrusia. Otro ejército alemán había sido rodeado y sería aniquilado a lo largo de la costa báltica. El camino a Berlín quedaba abierto.
Gracias, Iván. No supone menospreciar a los valientes que murieron en el desierto norteafricano o en los fríos bosques en torno a Bastogne recordar que el 70% de la Wehrmacht está enterrada, no en los campos franceses sino en las estepas rusas. En la lucha contra el nazismo murieron aproximadamente 40 "Ivanes" por cada "soldado Ryan". Los historiadores especializados creen hoy que perecieron hasta 27 millones de soldados y ciudadanos soviéticos en la II Guerra Mundial.
Pero el soldado soviético corriente – el mecánico de tractores de Samara, el actor de Oriel, el minero del Donetsk, o la chica de instituto de Leningrado – resultan invisibles en la actual celebración y mitologización de la "más grande generación".
Es como si el "nuevo siglo norteamericano" no pudiera nacer completo sin exorcizar el papel soviético fundamental en la histórica victoria contra el fascismo del último siglo. En realidad, la mayoría de los norteamericanos están escandalosamente en la inopia respecto al peso relativo de los combates y muertes en la II Guera Mundial. E incluso la minoría que comprende algo de la enormidad del sacrificio soviético tiende a visualizarlo en términos de toscos estereotipos del Ejército Rojo: una horda de bárbaros impulsada por un salvaje y primtivo nacionalismo ruso de venganza. Sólo GI Joe [el soldado norteamericano] y Tommy [el británico] aparecen luchando de verdad por los civilizados ideales de la libertad y la democracia.
Resulta, por tanto, aún más importante recordar que – pese a Stalin, la NKVD y la matanza de una generación de líderes bolcheviques- el Ejército Rojo conservaba poderosos elementos de fraternidad revolucionaria. A sus ojos, y a los de los esclavos que liberó de Hitler, fue el mayor ejército de liberación de la historia. Además, el Ejército Rojo de 1944 era todavía un ejército soviético. Entre los generales que dirigieron el avance sobre el Dvina había un judío (Chernyakovskii), un armenio (Bagramyan), y un polaco (Rokossovskii). Por contraposición a las fuerzas norteamericanas y británicas, con sus divisiones de clase y su segregación racial, el mando era en el Ejército Rojo una escalera de oportunidad abierta, aunque despiadada.
Todo el que dude del impulso revolucionario y la humanidad del soldado de a pie del Ejército Rojo debería consultar las extraordinarias memorias de Primo Levi (La tregua) y K.S. Karol (Entre dos mundos). Ambos odiaban el estalinismo, pero estimaban al soldado soviético corriente y veían en él, en ella, las semillas de la renovación socialista.
Así que tras la reciente humillación de la memoria del día D por parte de George Bush pidiendo apoyo a sus crímenes de guerra en Irak y Afganistán, he decidido celebrar mi propia conmemoración particular.
Me acordaré en primer lugar de mi tío Bill, viajante de Columbus, por difícil que resulte imaginar a un alma tan gentil como soldado raso adolescente a toda máquina en Normandía. Y en segundo lugar, - como estoy seguro que mi tío Bill habría deseado – recordaré a su camarada Iván.
El Iván que cruzó las puertas de Auschwitz con su tanque y se abrió paso combatiendo hasta el bunker de Hitler. El Iván cuya tenacidad y coraje venció a la Wehrmacht, pese a los mortíferos errores y crímenes de Stalin en tiempo de guerra. Dos héroes corrientes: Bill e Iván. Es obsceno celebrar al primero sin conmemorar además al segundo.
***Mike Davis, actualmente profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Han sido traducidos al castellano varios de sus libros y textos.
—El otro día D… y el arranque de la Guerra Fría
Hubo dos días D en junio de 1944. Los desembarcos de Normandía del 6 de junio, la Operación Overlord, tan conmovedoramente evocada hace dos semanas, forman parte de la memoria nacional británica. El otro día sigue siendo prácticamente desconocido, tanto entre nosotros como en los Estados Unidos. Sin embargo, fue igualmente importante para concluir la Segunda Guerra Mundial. Y marcó también el alborear de la Europa de la Guerra Fría.
La noche del 21 al 22 de junio de 1944, el Ejército Rojo lanzó su ofensiva de verano en Bielorusia, a los tres años cumplidos del día en que Hitler invadió la Unión Soviética. En 1941, los alemanes habían logrado una sorpresa completa, rodeando a millones de soldados soviéticos y llegando con empuje arrollador hasta Moscú y Leningrado. Sin embargo, en 1944 cambiaron las tornas. La Operación Bagration, bautizada con el nombre de un mariscal zarista que había luchado contra Napoleón, golpeó a la Wehrmacht sin avisar. En cinco semanas, el Ejército Rojo avanzó 450 millas, atravesando Minsk hasta llegar a las afueras de Varsovia y haciendo trizas las agallas del Grupo de Ejércitos del Centro de Hitler. Casi 20 divisiones alemanas quedaron completamente destruidas y otras 50 seriamente vapuleadas, un desastre aun peor que Stalingrado.
Este imponente éxito soviético tuvo lugar mientras Overlord continuaba atascada en los setos y carriles de Normandía. No fue hasta finales de julio, conforme Bagration iba perdiendo gas, cuando lograron escabullirse los ejércitos de Eisenhower y lanzarse a través de Francia para liberar París el 25 de agosto y Bruselas el 3 de septiembre. En conjunto, Overlord y Bagration asestaron un doble revés que dejó fuera de juego al Reich de los Mil Años. Por fin tenía Alemania que librar una guerra en dos frentes del norte de Europa, ese escenario de pesadilla que Hitler había logrado evitar desde 1939, y el pueblo alemán podía ver ya lo que se avecinaba. No es casual que el 20 de julio oficiales disidentes trataran de asesinar al Führer en un intento valeroso pero quijotesco de hacer la paz antes de que Alemania quedase en ruinas.
Bagration ayudó a terminar la guerra, pero fue también una señal de lo que estaba por llegar. A medida que el Ejército Rojo se acercaba a Varsovia, el Ejército del Interior polaco se levantó contra la brutal ocupación nazi. Las fuerzas soviéticas estaban exhaustas y no se encontraban en condiciones de abrirse paso en una gran ciudad, pero la negativa de Stalin a proporcionar apoyo siquiera simbólico a los polacos, o a permitir que los aviones de suministros británicos y norteamericanos utilizaran aeródromos bajo control soviético, envió un mensaje escalofriante a sus aliados occidentales.
Buena parte de Polonia había quedado subsumida en el antiguo imperio zarista. En 1920, bolcheviques y polacos libraron una guerra brutal por las fronteras de la Polonia recién independizada, en la que las tropas polacas tomaron brevemente Kiev antes de tener que replegarse de nuevo a Varsovia. Dos décadas después, Stalin estaba decidido a resolver la cuestión. En 1940 masacró en secreto a buena parte de la oficialidad polaca en Katyn; cuatro años más tarde, contempló satisfecho cómo los alemanes aplastaban el alzamiento de Varsovia – describió a sus dirigentes antisoviéticos como "un puñado de criminales ávidos de poder " – antes de invadir el país a su antojo.
A principios de septiembre de 1944, mientras las tropas de Eisenhower se dispersaban por los Países Bajos, parecía que la II Guerra Mundial podía acabar para Navidad. Pero entonces los aliados se estancaron intentando cruzar el Rin y el frente occidental se empantanó. En la memoria británica, el otoño de 1944 se centra en ese "puente lejano", tristemente célebre, de Arnhem, pero, mientras tanto, en el frente oriental, Stalin llevaba a cabo avances todavía más espectaculares conforme el Ejército Rojo irrumpía triunfalmente en Yugoslavia y Hungría a través de Rumanía y Bulgaria. El líder que, poco más de un año antes, controlaba sólo dos tercios de su propio país, ahora dominaba buena parte de Europa Oriental.
Durante la Guerra Fría, la conferencia de Yalta de febrero de 1945 era a menudo estigmatizada en Occidente como el momento en que Roosevelt y Churchill le habían "entregado" la mitad de Europa a Stalin. En realidad, no hubo entrega en 1945 sino expropiación de terrenos en 1944, subproducto de la derrota alemana. Para cuando tuvo lugar Yalta, los soviéticos controlaban Polonia y buena parte de los Balcanes: tal como Roosevelt reconocía en privado, todo lo que podían hacer Churchill y él era "mejorar" esa situación.
Tan importante como Yalta fue el encuentro de Churchill con Stalin cuatro meses antes. Aunque se trataba de un ardiente enemigo de lo que antaño había llamado "la fétida ridiculez del bolchevismo", Churchill albergaba una paradójica fe en la decencia esencial de Stalin, nacida de dos intensos encuentros bien regados con alcohol en 1942 y 1943. El dirigente soviético, aunque duro al hablar, resultó ser un tipo sin pretensiones, serio en sus tratos, con un sarcástico sentido del humor. "Sólo con cenar con Stalin una vez a la semana", le dijo Churchill a un periodista británico, "se acabarían los problemas. Nos llevamos a las mil maravillas".
Con ese espíritu voló Churchill a Moscú en octubre de 1944, tratándose de llegar a un acuerdo sobre la forma que adoptarían los Balcanes en la postguerra antes de que se cerrara la tenaza del Ejército Rojo. El resultado fue el tristemente célebre acuerdo sobre "porcentajes" cerrado con Stalin a altas horas de una noche en el Kremlin. El objetivo de Churchill estribaba en preservar la influencia británica en Grecia y con suerte, en Yugoslavia. Se aseguró de lo primero, y afirmó posteriormente a menudo que Stalin "nunca rompió su palabra en lo tocante a Grecia". Pero eso se consiguió consintiendo de facto el predominio soviético a lo largo y ancho de casi todos los Balcanes.
Para cuando se llegó al acuerdo sobre porcentajes, y no digamos a Yalta, poca diferencia podía suponer la diplomacia. El nuevo mapa de Europa se había decidido, no en la mesa de la conferencia sino en el campo de batalla. Y en esa historia sangrienta, no debería olvidarse el otro día D de junio de 1944. "Esta guerra no es como las del pasado", le dijo Stalin a un comunista yugoslavo: "quien ocupa un territorio impone también su propio sistema social. No puede ser de otra manera". La paranoia soviética sobre su seguridad resultaba comprensible tras la pérdida de 28 millones de ciudadanos. Pero su obsesión con una zona de parachoques en Europa Oriental definiría la Guerra Fría, con un ingente coste humano. Y la pérdida de esa protección de seguridad todavía obsesiona a la Rusia de Putin.
***David Reynolds (nacido en 1952) preside la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge, en cuyo Christ´s College enseña, habiéndose especializado en las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Ha escrito y presentado numerosos documentales históricos para la BBC; miembro desde 2004 de la British Academy y ha recibido prestigiosos premios.