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    1871: La Primera dictadura del proletariado. (CCI)

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    Mensaje por proleinternacionalista Dom Feb 20, 2011 8:40 pm

    1871: LA PRIMERA DICTADURA DEL PROLETARIADO

    El comunismo: una sociedad sin Estado

    La mayoría de la gente tiene la creencia equivocada, sistemáticamente propagada por todos los portavoces de la burguesía desde la prensa a los profesores universitarios, de que el comunismo equivale a una sociedad en la que todo está bajo el control del Estado. En esta superchería esta basada la identificación completa entre el comunismo y los regímenes estalinistas del Este.

    Sin embargo esto es completamente falso. Es justamente todo lo contrario. Para Marx y Engels, para todos los revolucionaros que siguieron sus pasos, el comunismo significa una sociedad sin Estado, una sociedad en la que los seres humanos controlan sus asuntos sin que exista por encima de ellos, ningún poder coercitivo, sin gobiernos, sin ejércitos, cárceles o fronteras nacionales.

    Por descontado, la visión burguesa del mundo replica a esta concepción del comunismo: sí, sí, pero eso no es más que una utopía que jamás puede suceder; la sociedad moderna es demasiado grande y compleja; los hombres apenas son de fiar, son demasiado violentos, demasiado codiciosos de poder y privilegios. Los más sofisticados (como por ejemplo el profesor J. Talmon, autor de The Origins of Totalitarian Democracy) nos advierten incluso que el mero intento de crear una sociedad sin Estado, conduce necesariamente al tipo monstruoso de Estado que creció en Rusia bajo Stalin.

    Pero... ¡un momento! Si el comunismo sin Estado es una utopía, un sueño vano ¿por qué los actuales mandamases del Estado gastan tanto tiempo y tanta energía en repetir la mentira de que comunismo = control del Estado sobre la sociedad? ¿y no será que la auténtica versión del comunismo es realmente un desafío subversivo al orden existente? ¿no corresponde esta versión a las necesidades de un movimiento real que ha de enfrentarse al Estado y a la sociedad que éste protege?

    Dado que el marxismo es la visión teórica y el método de este movimiento de la clase obrera internacional, es fácil comprender por qué la ideología burguesa en todas sus formas –incluso las que se autodefinen como “marxistas”– ha buscado siempre enterrar la teoría marxista sobre el Estado, bajo un gigantesco montón de falsificaciones. Cuando Lenin escribió El Estado y la Revolución en 1917, señalo la necesidad de “rescatar” la verdadera posición marxista sobre el Estado, de debajo de los escombros del reformismo. Hoy, tras las campañas burguesas de identificación del capitalismo de Estado estalinista con el comunismo, este trabajo de rescate es todavía necesario. De ahí que dediquemos el presente artículo a un acontecimiento extraordinario como fue la Comuna de París, la primera revolución proletaria de la historia, que legó a la clase obrera las lecciones más valiosas, precisamente sobre esta cuestión.
    La Primera Internacional: una vez más la lucha política

    En 1864 Marx, tras dedicar 10 años a una intensa profundización teórica, volvió a la práctica política. En la década siguiente concentró sus energías en dos cuestiones políticas por excelencia: la formación de un partido internacional de los trabajadores y la conquista del poder por la clase obrera.

    Tras el largo reflujo de la lucha de clases que siguió a la derrota de las grandes convulsiones sociales de 1848, el proletariado europeo comenzó a dar muestras de un nuevo despertar de la conciencia y la militancia: huelgas por reivindicaciones económicas y políticas, formación de sindicatos y cooperativas obreras, movilizaciones de los trabajadores en torno a cuestiones de “política exterior”, como el apoyo a la independencia de Polonia o a las fuerzas antiesclavistas en la Guerra civil de Norteamérica... Todo ello convenció a Marx de que el periodo de derrota había finalizado, y por ello apoyó activamente la iniciativa de los sindicalistas ingleses y franceses que daría lugar, en Septiembre de 1864, a la Asociación internacional de los trabajadores[1]. Como señaló Marx en el Informe del Consejo general al Congreso de Bruselas de la Internacional, en 1868: “esta asociación no ha sido tramada por una secta o una teoría. Es el desarrollo espontáneo del movimiento proletario que es, a su vez, el resultado de las tendencia naturales e incontenibles de la sociedad moderna”. Así pues, aunque las motivaciones inmediatas de muchos de los que formaron la Internacional, tuvieran muy poco que ver con el pensamiento de Marx (especialmente, por ejemplo, los sindicalistas ingleses que querían utilizar la Internacional como un medio para prevenir la importación de esquiroles extranjeros), esto no le arredró para desempeñar en ella un papel dirigente como miembro del Consejo general, consagrándole una parte muy importante de su vida y escribiendo muchos de sus mejores documentos. La Iª Internacional fue el producto del movimiento obrero en un momento dado, en una fase de su desarrollo histórico en el que aún estaba formándose como una fuerza dentro de la sociedad burguesa. Por ello, para la fracción marxista, todavía tenía sentido trabajar en el seno de la Internacional junto a otras tendencias obreras, participar en sus actividades inmediatas en torno al combate cotidiano de los trabajadores; y, al mismo tiempo, tratando de liberar a la organización de los prejuicios burgueses y pequeño burgueses, proporcionándole el máximo de claridad política y teórica que necesitaba para actuar como vanguardia revolucionaria de la clase revolucionaria.

    No es este el lugar para adentrarnos en la historia de todos los combates políticos y doctrinales que la fracción marxista libró dentro de la Internacional. Nos limitaremos a reseñar que tales combates estuvieron basados en ciertos principios ya enunciados en el Manifiesto Comunista y confirmados por las experiencias de las revoluciones de 1848, en particular:

    – que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos” (Primera frase de los Estatutos provisionales de la AIT). De ahí se desprende la necesidad de una organización “establecida por los propios trabajadores y para ellos mismos” (Discurso en el VIIº Aniversario de la Internacional, Londres 1871) y liberada de la influencia de los burgueses liberales y reformistas. En resumen, que obrara para el proletariado con una política independiente, incluso en ese periodo en el todavía eran posibles las alianzas con fracciones progresistas de la burguesía. En el seno de la propia Internacional, la defensa de este principio llevó a la ruptura con Mazzini y sus seguidores, los burgueses nacionalistas.

    – que en consecuencia, “la clase obrera no puede actuar, como clase, si no se constituye a sí misma en partido político, distinto y opuesto, a todos los partidos constituidos por las clases poseedoras” y que “esta constitución de la clase obrera en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y su fin último: la abolición de las clases” (Resolución de la Conferencia de Londres de la Internacional sobre la Acción política de la clase obrera, septiembre de 1871). Esta concepción del partido de clase –una organización internacional, centralizada, de los proletarios más avanzados[2]– fue defendida en contra de todos aquellos elementos federalistas, “antiautoritarios”, anarquistas, especialmente los seguidores de Proudhon y Bakunin, que consideraban inherentemente despótica cualquier forma de centralización; y que, en ningún caso, ni en la fase defensiva del movimiento obrero, ni en la fase revolucionaria, la Internacional nada tenía que ver con la política. El Manifiesto inaugural de Marx a la Internacional en 1864 ya había señalado que “la conquista del poder político se ha convertido ya en el primer deber de las clases trabajadoras”. La Resolución de 1871 reiteraba pues este principio fundacional en contra de todos aquellos que creían que la revolución social podría desarrollarse sin que los trabajadores se tomaran la molestia de formar un partido político y lucharan por el poder político como clase.

    Entre 1864 y 1871, este debate sobre “la política” estuvo sobre todo centrado en si la clase obrera debía o no entrar en el ámbito de la política burguesa (reivindicación del sufragio universal, participación de los partidos obreros en las elecciones y el Parlamento, lucha por derechos democráticos, etc.) como un medio de obtener reformas y reforzar su posición dentro de la sociedad burguesa. Los bakuninistas y los blanquistas[3], adalides de la omnipotente voluntad revolucionaria, se negaban a analizar las condiciones materiales objetivas en las que se desarrollaba el movimiento obrero, y rechazaban tales tácticas por ser distracciones de la revolución social. La fracción materialista de Marx, en cambio, se daba cuenta de que el capitalismo, como sistema global, al no haber completado aún su misión histórica, no había sentado todas las condiciones para una transformación revolucionaria de la sociedad; y que por tanto, para el proletariado, aún era necesaria la lucha por reformas tanto a nivel económico como político. Así no sólo mejoraría su situación material inmediata, sino que además se prepararía y se organizaría para el enfrentamiento revolucionario que inevitablemente habría de producirse por la trayectoria histórica del capitalismo hacia la crisis y el colapso.

    Este debate continuó a lo largo de décadas en la historia del movimiento obrero, en diferentes coyunturas y con distintos protagonistas. Pero en 1871, los acontecimientos en la Europa continental contribuyeron a dar una nueva dimensión global a este debate sobre la acción política del proletariado. Ese fue el año de la primera revolución proletaria de la historia, la verdadera conquista del poder político por la clase obrera, el año de la Comuna de Paris.
    La Comuna y la concepción materialista de la historia

    “Cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas” (Carta de Marx a Bracke, 1875).

    El drama y la tragedia de la Comuna de París fueron brillantemente descritos y analizados por Marx en La Guerra civil en Francia, publicada en el verano de 1871 como Manifiesto oficial de la Internacional. En esta apasionada diatriba, Marx muestra cómo una guerra entre naciones, Francia y Prusia, se transformó en una guerra entre clases. Tras el desastroso colapso militar de Francia, el gobierno de Thiers asentado en Versalles firmó una paz impopular que trató de imponer a París, lo que sólo podía hacerse desarmando a los trabajadores agrupados en la Guardia nacional. El 18 de Marzo de 1871, las tropas enviadas desde Versalles intentaron arrebatar los cañones que la Guardía tenía bajo su control. Esto sería el preludio de una masiva represión contra los trabajadores y las minorías revolucionarias. Los trabajadores de París respondieron tomando las calles y confraternizando con las tropas de Versalles. Días después proclamaron la Comuna.

    El nombre de la Comuna de 1871, evocaba la Comuna revolucionaria de 1793, el órgano de los Sans culottes durante las fases más radicales de la revolución burguesa. Pero esta segunda Comuna tenía un sentido muy diferente pues ya no miraba hacia el pasado, sino hacia el futuro: hacia la revolución comunista de la clase obrera.

    Si bien Marx alertó, ya durante el sitio de París, que un levantamiento en condiciones de guerra sería una “locura desesperada” (Segundo manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de los trabajadores sobre la Guerra franco-prusiana); cuando este alzamiento tuvo lugar no dudó un instante en comprometerse él mismo y la Internacional en expresar la más inquebrantable solidaridad con los Communards –entre los cuales jugaban un papel destacado los miembros de la Internacional en París, aún cuando no tuvieran una opinión política “marxista”. No podía reaccionar de otra forma ante el cúmulo de viles calumnias que el mundo burgués arrojó sobre la Comuna, y frente a la despiadada venganza que la clase dominante exigía contra el proletariado de París, por haber osado desafiar su “civilización”: después de masacrar a miles de combatientes en las barricadas, miles más –hombres mujeres y niños– fueron fusilados en masa, encarcelados en las más abyectas condiciones, o deportados a trabajos forzados en las colonias. Desde los tiempos de la antigua Roma, los explotadores no habían desatado una orgía de sangre así.

    Pero junto a una cuestión elemental de solidaridad proletaria, Marx tenía otra razón para reconocer el significado fundamental de la Comuna: si bien la Comuna fue “históricamente” prematura, es decir que se dio cuando aún no habían madurado las condiciones materiales para una revolución proletaria a escala mundial; no es menos cierto que la Comuna fue ¡y de que modo! un suceso de importancia histórica mundial, un paso crucial en el camino de esa revolución, un auténtico tesoro de lecciones para el futuro, para la clarificación del programa comunista. Ya antes de la Comuna, la fracción más avanzada de la clase obrera –los comunistas– comprendían que los obreros debían tomar el poder político, como primer paso para la construcción de la comunidad humana sin clases. Pero faltaba por clarificar cómo el proletariado establecería su dictadura, pues tal posición teórica sólo podía establecerse a partir de las experiencias vividas por la clase obrera. La Comuna de Paris fue esa experiencia, y por ello quizá la prueba más fehaciente de que el programa comunista no es un dogma fijado de antemano y estático, sino algo que evoluciona y se amplía, en estrecha relación con la práctica de la clase obrera. No es una utopía, sino un gran experimento científico, cuyo laboratorio es el movimiento real de la sociedad. Es de sobra conocido como Engels, en su último prefacio al Manifiesto comunista de 1848, señaló concretamente que la Comuna de París había dejado obsoletas aquellas formulaciones del texto original que expresaban la idea de apoderarse de la máquina estatal existente. Las conclusiones que Marx y Engels sacaron de la Comuna son, en otras palabras, una demostración y una defensa del método del materialismo histórico. Como formuló Lenin en El Estado y la Revolución:

    “En Marx no hay ni rastro de utopismo, pues no inventa ni saca de su fantasía una ‘nueva’ sociedad. No, Marx estudia cómo un proceso histórico-natural, como nace la nueva sociedad de la vieja, estudia las formas de transición de la segunda a la primera. Toma la experiencia real del movimiento proletario de masas y se esfuerza por sacar las enseñanzas prácticas de ella. ‘Aprende’ de la Comuna como no temieron aprender todos los grandes pensadores revolucionarios de la experiencia de los grandes movimientos de la clase oprimida...”

    No pretendemos volver a contar aquí la historia de la Comuna. Los principales acontecimientos están descritos en La Guerra civil en Francia, y en otros trabajos de revolucionarios como Lissagaray, que luchó personalmente en las barricadas. Lo que trataremos de analizar en este artículo es, precisamente, lo que Marx aprendió de la Comuna. En próximos artículos veremos cómo defendió estas lecciones contra las confusiones reinantes en el movimiento obrero de aquella época.
    Marx contra la veneración del Estado

    “Fue... una revolución no contra tal o cual forma de poder estatal: legitimista, constitucional o imperialista. Fue una revolución contra el Estado mismo, ese aborto sobrenatural de la sociedad; una reanudación por el pueblo y para el pueblo de su propia vida social” (Marx, primer borrador de La Guerra civil en Francia).

    Las conclusiones que Marx sacó de la Comuna de París tampoco fueron, por otro lado, un producto automático de la experiencia directa de los trabajadores. Fueron más bien una confirmación y un enriquecimiento de un aspecto del pensamiento de Marx, que reitera constantemente desde que rompió con el hegelianismo y se orientó hacia la causa del proletariado.

    Antes incluso de ser claramente comunista, Marx ya había empezado a criticar la idealización que Hegel hacía del Estado. Para éste (cuyo pensamiento era una contradictoria amalgama del radicalismo derivado del ímpetu de la revolución burguesa, y el conservadurismo heredado de la sofocante atmósfera del absolutismo prusiano), el Estado –y para más inri, el Estado prusiano entonces existente– se definía como la encarnación del Espíritu absoluto, la forma perfecta de existencia social. En su crítica a Hegel, Marx, en cambio, muestra que lejos de ser el más alto y noble producto de la humanidad, el sujeto racional de la existencia social, el Estado (y el estado burocrático prusiano, más que ningún otro) era un aspecto de la alienación del hombre, de su pérdida de control sobre sus propias facultades sociales. El pensamiento de Hegel ponía las cosas al revés: “Hegel parte del Estado y concibe al hombre como el estado subjetivizado, la democracia parte del hombre y concibe al Estado como el hombre objetivizado” (Crítica de la doctrina del Estado de Hegel, 1843). En aquel momento, el punto de vista de Marx es aún el de la democracia burguesa radical (aunque, por cierto, muy radical pues ya argumentaba que la verdadera democracia debía conducir a la desaparición del Estado), una visión que consideraba la emancipación de la humanidad, ante todo, en el ámbito de lo político. Pero rápidamente, en cuanto empezó a ver las cosas desde la perspectiva de la clase obrera, Marx se dio cuenta de que si el Estado se alienaba de la sociedad, era porque el Estado era el producto de una sociedad basada en la propiedad privada y los privilegios de clase. En sus escritos sobre la Ley acerca del Robo de Leña, por ejemplo, Marx empezó a ver al Estado como el guardián de la desigualdad social, de los intereses de clase de unos pocos; en La Cuestión judía comenzó a reconocer que la verdadera emancipación de la humanidad no podía quedar restringida en una dimensión política sino que exigía una forma diferente de vida social. Así pues, ya desde sus comienzos, el comunismo de Marx se preocupó de desmitificar el Estado, y jamás se desvió de ese camino.

    Como ya hemos visto en los artículos dedicados al Manifiesto comunista y las revoluciones de 1848 (ver Revista internacional nº 72 y 73), la emergencia del comunismo como una corriente con un programa político definido y una organización va en ese mismo sentido. El Manifiesto comunista, escrito antes de los grandes estallidos sociales de 1848, aspiraba no sólo a la toma del poder político por el proletariado, sino también a la definitiva extinción del Estado, una vez que sus raíces (una sociedad dividida en clases) hubieran sido desenterradas y destruidas. Después las experiencias de los movimientos de 1848 permitieron a la minoría revolucionaria organizada en la Liga comunista, clarificar muchas cuestiones sobre el camino del proletariado al poder, subrayando la necesidad de que, en cada tentativa revolucionaria, el proletariado conservase bajo su control sus armas y órganos de clase, e incluso (en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) sugiriendo, por vez primera, que la tarea de la insurrección proletaria no era la de perfeccionar la máquina del Estado burgués sino destruirla.

    Así pues la fracción marxista partía ya para interpretar la experiencia de la Comuna, de un patrimonio teórico. Es cierto que las lecciones de la historia no se dan “espontáneamente”, sino que requieren que las vanguardias comunistas las integran en un marco de pensamiento ya existente. Pero también es verdad que esas mismas ideas deben ser constantemente examinadas y contrastadas a la luz de las experiencias de la clase obrera. A los proletarios de París, les cupo el honor de ofrecer pruebas convincentes de que la clase obrera no puede hacer su revolución tomando a cargo una máquina, cuya verdadera estructura y modo de funcionamiento está adaptado a la perpetuación de la explotación y la opresión. Si el primer paso de la revolución proletaria es la conquista del poder político, éste sólo puede tener lugar a través de la destrucción violenta del Estado burgués imperante.
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    Mensaje por proleinternacionalista Dom Feb 20, 2011 8:42 pm

    El armamento de los trabajadores

    El hecho de que la Comuna estallara a raíz de un intento del Gobierno de Versalles de desarmar a los trabajadores, es altamente significativo, pues muestra cómo la burguesía no puede tolerar a un proletariado armado. En cambio, el proletariado sólo puede tomar el poder con las armas en la mano. La clase dominante más violenta y despiadada de la historia jamás permitirá ser desalojada pacíficamente del poder. Sólo podrá hacerse por la fuerza, y la clase obrera sólo puede defender su revolución frente a las tentativas de contrarrestarla, manteniendo su propia fuerza armada. En efecto, dos de las críticas más severas que Marx hizo a la Comuna fueron que no usó esa fuerza como era necesario, deteniéndose, presos de “un temor reverencial” a las puertas del Banco de Francia, en vez de ocuparlo y utilizarlo como medio de presión contra la burguesía; y, por otro lado, que no consiguiera lanzar una ofensiva contra Versalles, cuando estos todavía carecían de los recursos necesarios para ejecutar su ataque contrarrevolucionario contra la capital.

    Pero a pesar de estas debilidades, la Comuna realizó un avance histórico decisivo cuando, en uno de sus primeros decretos, disolvió el ejército permanente e inició el armamento general de la población en la Guardia nacional que se transformó, de hecho, en una milicia popular. Con ello la Comuna dio el primer paso del desmantelamiento de la vieja máquina estatal, que encuentra su expresión por excelencia en el ejército, en unas fuerzas armadas que vigilan a la población, obedeciendo únicamente a los más altos cargos de la máquina estatal, totalmente desvinculados de cualquier control desde abajo.
    El desmantelamiento de la burocracia mediante la democracia obrera

    Junto al ejército, y en realidad profundamente interpenetrado con él, la institución que más claramente identifica al Estado como una “excrescencia parásita” es la burocracia, que se aliena a sí misma de la sociedad, y que constituye esa red bizantina de altos funcionarios permanentes, que ven al Estado casi como si fuera su propiedad privada. Y también la Comuna tomó inmediatamente medidas para liberarse de este cuerpo parásito. Engels, en su “Introducción” a La Guerra civil en Francia, resumió sucintamente tales medidas:

    “Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado, de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores; empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos”.

    Marx señaló igualmente que al combinar funciones legislativas y ejecutivas, “la Comuna no había de ser un organismo parlamentario sino una corporación de trabajo”. En otros términos, una forma de democracia mucho más elevada que el parlamentarismo burgués. Incluso en los mejores momentos de éste, la división entre el legislativo y el ejecutivo significa que éste último tiende a escapar del control del primero, engendrando así una creciente burocracia. Esta tendencia se ha visto plenamente confirmada en la decadencia capitalista, en la que los órganos ejecutivos del Estado han dejado al legislativo como un simple adorno.

    Pero quizás la demostración más palpable, de que la democracia proletaria encarnada en la Comuna era mucho más avanzada que cualquier forma de democracia burguesa, fue el principio de la revocabilidad de los delegados.

    “En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal había de servir al pueblo organizado en comunas...” (La Guerra civil...). Las elecciones burguesas se basan en el principio del sufragio del ciudadano atomizado en la cabina electoral, que otorga su voto pero sin que ello le de un control real sobre sus “representantes”. La concepción proletaria de los delegados elegidos y revocables, en cambio, sólo puede funcionar sobre la base de una movilización permanente y colectiva de los trabajadores y oprimidos. Recuperando la tradición histórica de las secciones revolucionarias de las que emanó la Comuna de 1793 (por no mencionar los “agitadores” radicales del “Nuevo Ejército” de Cromwell, en la revolución inglesa); los delegados del Consejo de la Comuna eran elegidos en las asambleas públicas celebradas en cada distrito de París. Formalmente, estas asambleas electorales tenían la facultad de formular instrucciones a sus delegados, y de revocarlos si era necesario. En la práctica, sucedió que gran parte del trabajo de supervisar y presionar a los delegados comunales fue llevado a cabo por varios “Comités de Vigilancia” y clubes revolucionarios que surgieron en las barriadas obreras, y que fueron lugares de una intensa vida de discusiones políticas, tanto sobre las cuestiones generales que se planteaban al proletariado, como sobre cuestiones inmediatas de supervivencia, organización y defensa. La declaración de principios del Club comunal que se reunía en la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs, en el distrito tercero, nos permite apreciar el nivel de conciencia política que alcanzaron los obreros de París durante los dos meses de agitada existencia de la Comuna:

    “Los propósitos del Club comunal son los siguientes:
    Luchar contra los enemigos de nuestros derechos comunales, de nuestras libertades y de la República. Defender los derechos del pueblo, educarle políticamente de manera que pueda gobernarse por sí mismo.
    Recordar a nuestros mandatados cuáles son sus principios, si se alejan de ellos, y apoyarlos en todos sus esfuerzos por salvar la República. Sobre todo, sin embargo, apoyar la soberanía del pueblo, que jamás debe renunciar a su derecho a supervisar las acciones de sus mandatados.
    Pueblo: ¡Gobiérnate directamente por ti mismo, a través de las reuniones políticas, a través de vuestra prensa; poned vuestro empeño en apoyo de los que os representan. Sin ese apoyo no podrán marchar lo suficiente en sentido revolucionario!
    ¡Viva la Comuna!”.
    Del semi Estado al sin Estado

    Precisamente por el hecho de estar basada en una movilización permanente del proletariado en armas, la Comuna “ya no era un Estado en el sentido estricto del término” (carta de Engels a Bebel, 1875). Lenin en El Estado y la revolución, entresacó esta cita y añadió de su puño y letra:

    “La Comuna iba dejando de ser un Estado, toda vez que su papel no consistía en reprimir a la mayoría de la población, sino a la minoría (a los explotadores); había roto la máquina del Estado burgués; en vez de una fuerza especial para la represión, entró en escena la población misma. Todo esto significa apartarse del Estado en su sentido estricto. Y si la Comuna se hubiera consolidado, habrían ido ‘extinguiéndose’ en ella, por sí mismas, las huellas del Estado, no habría sido necesario ‘suprimir’ sus instituciones: éstas habrían dejado de funcionar a medida que no tuviesen nada que hacer”.

    Así pues el antiestatalismo de la clase obrera actúa a dos niveles, o mejor dicho en dos fases; primeramente la destrucción violenta del Estado burgués, en segundo lugar su sustitución por un nuevo tipo de poder político, que en la medida de lo posible, evita “los peores aspectos” de todos los Estados anteriores y que finalmente permite al proletariado deshacerse completamente del Estado, enviándolo, como decía Engels “al Museo de Antiguedades, junto a la rueca y la espada de bronce” (El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado).
    De la Comuna al comunismo: la cuestión de la transformación social

    La extinción del Estado se basa en la transformación de la infraestructura social y económica, en la eliminación de las relaciones de producción capitalista y en el movimiento hacia una comunidad humana sin clases. Como ya hemos señalado, las condiciones materiales para tal transformación no estaban presentes, a nivel mundial, en 1871; además la Comuna apenas pudo durar dos meses y localizada únicamente en una ciudad asediada, si bien su ejemplo inspiró otras tentativas revolucionarias en otras ciudades de Francia (Marsella, Lyón, Toulouse, Narbona...).

    Cuando los historiadores burgueses intentan desacreditar a Marx sobre la naturaleza revolucionaria de la Comuna, señalan que muchas de las medidas sociales y económicas tomadas por la Comuna, difícilmente pasarían por socialistas: la separación de la Iglesia del Estado, por ejemplo, es algo completamente asumible por el republicanismo burgués radical. Incluso aquellas medidas que tuvieron un impacto más directo sobre el proletariado, como la abolición del trabajo nocturno de los panaderos, la asistencia social con la formación de sindicatos... fueron impulsadas más para defender a los trabajadores de la explotación, que para acabar con esa misma explotación... Todo eso ha llevado a algunos “expertos” en la Comuna, a argumentar que, en realidad, se trató más bien de los estertores de la tradición jacobina, que de los primeros avisos de la revolución proletaria. Otros, como ya Marx mismo señaló, toman la Comuna como “una reproducción de las comunas medievales que primero precedieron y luego sirvieron de base a ese... poder estatal moderno” (La Guerra civil...).

    Todas estas interpretaciones se basan en una incomprensión absoluta de la naturaleza de la revolución proletaria. Las lecciones de la Comuna de París son esencialmente lecciones políticas, lecciones sobre la forma y las funciones del poder proletario, por la sencilla razón de que la revolución proletaria solo puede empezar como acto político. El proletariado que carece de cualquier poder económico en el sistema capitalista, no puede emprender un proceso de transformación de la sociedad, hasta haber tomado las riendas del poder político, y esto necesariamente ha de ser a escala mundial. La Revolución rusa de 1917 tuvo lugar en un momento histórico en el que el comunismo mundial era ya una posibilidad, llegando incluso a triunfar en un vasto país; y, sin embargo, el legado fundamental que nos ha dejado atañe, como veremos más adelante en esta serie, al problema del poder político de la clase obrera.

    Pretender que la Comuna hubiera instaurado el comunismo en una sola ciudad, es lo mismo que esperar un milagro, y como ya señaló Marx: “La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantarla ‘par décret du peuple’. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno” (La Guerra civil...).

    En contra de todas las falsas interpretaciones de la Comuna, Marx insistió en que se trataba “esencialmente de un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo” (ídem).

    En estos pasajes, Marx reconoce que la Comuna fue, ante todo, una forma política, y que no era la misión de este gobierno poner en marcha utopía alguna, pero, al mismo tiempo, afirma que una vez que el proletariado detenta el poder, puede y debe inaugurar, o mejor dicho “dar suelta”, a una dinámica hacia la “emancipación económica del trabajo”, a pesar de todas las limitaciones objetivas que encuentra esa dinámica. Por todo ello tanto la Comuna como la Revolución rusa, contienen lecciones muy valiosas sobre la futura transformación social.

    Como ejemplo de esta dinámica, esta marcha lógica hacia la transformación social, Marx destaca la expropiación de las fábricas cerradas por los capitalistas en su huída, y que pasaban a manos de cooperativas obreras agrupadas en una Unión. Para Marx esto era una expresión a nivel inmediato, de los objetivos finales de la Comuna, la expropiación general de los expropiadores:

    “Quería (la Comuna) convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe -y no son pocos- se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional de acuerdo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿que será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo “realizable”? (ídem).
    La clase obrera, vanguardia de los oprimidos

    La Comuna nos proporciona también importantes enseñanzas para comprender la relación entre la clase obrera, una vez adueñada del poder, y otras capas no explotadoras de la sociedad, en este caso la pequeña burguesía urbana y el campesinado. La clase obrera mostró, actuando como vanguardia decidida del conjunto de la población oprimida, su capacidad de ganarse la confianza de esas otras capas, que son menos capaces de actuar como una fuerza social unificada. Para conservar estas capas del lado de la revolución, la Comuna adoptó una serie de medidas económicas que aligeraban sus cargas: abolición de toda clase de deudas e impuestos, transformando a quienes encarnaban más de cerca la opresión del campesino, “a los que hoy son sus vampiros –el notario, el abogado, el agente ejecutivo– y otros dignatarios judiciales que le chupan la sangre en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo” (ídem). En el caso de los campesinos, estas medidas quedaron en un terreno más bien hipotético ya que la autoridad de la Comuna no se extendió a las zonas agrícolas. Pero los trabajadores de París lograron un amplio apoyo de la pequeña burguesía urbana, sobre todo al posponer el pago de las deudas y la cancelación de los intereses.
    El Estado como un “mal necesario”

    Las estructuras electorales de la Comuna permitieron también a las otras capas no explotadoras participar políticamente en el proceso revolucionario. Era inevitable y necesario, y lo mismo se repitió en la Revolución rusa. Pero, vistas las cosas desde nuestra época, uno de los aspectos que fundamentalmente nos permite comprender cómo la Comuna fue una expresión “inmadura” de la dictadura proletaria, la creación de una clase obrera que aún no había alcanzado su desarrollo completo, es precisamente el hecho de que los obreros carecieran de una organización específica e independiente dentro de la Comuna, o que tuviera un papel predominante en los mecanismos electorales. La Comuna se eligió exclusivamente desde las unidades territoriales (los distritos) que aunque poblados mayoritariamente por trabajadores, no garantizaban al proletariado imponerse como una fuerza claramente autónoma (sobre todo si la Comuna se hubiera extendido a las masas campesinas, fuera de París). En cambio, los Consejos obreros de 1905 y 1917-21, elegidos por asambleas obreras, y que se desarrollaron en los principales centros industriales, representaron un avance respecto a la Comuna, como forma de dictadura proletaria. Es más, la forma Comuna corresponde en realidad, al Estado compuesto por todos los Soviets (de obreros, de soldados, de campesinos, de habitantes de las ciudades) que surge de la Revolución rusa.

    La experiencia rusa permitió clarificar las relaciones entre los órganos específicos de la clase, los consejos obreros, y el Estado soviético en su totalidad. Mostró especialmente que la clase obrera no puede identificarse directamente con éste, sino que debe ejercer una vigilancia permanente sobre él, controlándolo a través de sus propias organizaciones de clase, que si bien participan en él, no se diluyen en el seno de dicho Estado. Abordaremos esta cuestión más adelante en esta serie, aunque ya ha sido tratada extensamente en nuestras publicaciones (ver en particular nuestro folleto El Estado en el periodo de transición del capitalismo al comunismo –en francés e inglés). Pero merece la pena destacar cómo el propio Marx vislumbró el problema. La primera redacción de La Guerra civil en Francia, contenía el siguiente pasaje:

    “... la Comuna no es el movimiento social de la clase obrera y por lo tanto de una regeneración general de la mentalidad de los hombres, sino más bien los medios organizados de acción. La Comuna no se deshizo de la lucha de clases, a través de la cual la clase obrera empuja hacia la abolición de todas las clases, y por tanto de todas las dominaciones de clase... pero puede permitir los medios racionales para que la lucha de clases discurra, a través de sus diferentes etapas, de la manera más racional y humana”.

    He aquí una clara intuición de que la dinámica real hacia la transformación comunista no puede venir del Estado post-revolucionario, ya que la función de éste es, como la de todos los Estados, la de amortiguar los antagonismos de clase, impidiendo que estos desgarren la sociedad. De ahí ese aspecto conservador respecto al verdadero movimiento social del proletariado. Incluso en la efímera vida de la Comuna, se pueden observar estas tendencias. La Historia de la Comuna de París de Lissagaray, incluye muchas críticas de las dudas y confusiones y, en algunos casos, de las poses afectadas de algunos de los miembros del Consejo de la Comuna, muchos de los cuales, encarnaban efectivamente un radicalismo pequeño burgués obsoleto, y que fueron frecuentemente dados de lado por las asambleas de los barrios obreros. Al menos uno de los clubes revolucionarios declaró disuelta la Comuna ¡porque no era lo bastante revolucionaria!

    En uno de sus más celebras pasajes, Engels, abunda desde luego en esta misma cuestión, cuando afirma que el Estado, incluso el semi Estado del período de transición al comunismo es “en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos que amputar inmediatamente los peores aspectos de este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado” (“Introducción” a La Guerra civil en Francia). Una prueba más de que, para el marxismo, la fuerza del Estado da la medida de la esclavitud del hombre.
    De la guerra nacional a la guerra de clases

    Esta es otra lección vital de la Comuna, que si bien no se refiere al problema de la dictadura del proletariado, afecta a una cuestión que ha sido particularmente espinosa en la historia del movimiento obrero: la cuestión nacional.

    Ya hemos dicho que Marx, y su tendencia en la Iª Internacional, reconocían que el capitalismo aún no había alcanzado el apogeo de su desarrollo, pues en efecto aún debía enfrentar los residuos de la sociedad feudal y otros remanentes arcaicos. Por esa razón, Marx apoyó ciertos movimientos nacionales en tanto representaban la democracia burguesa frente al absolutismo, la unificación nacional contra la fragmentación feudal. El apoyo que la Internacional dio a la independencia de Polonia contra el zarismo ruso, a la unificación de Italia y Alemania, o a los nordistas contra los esclavistas en la Guerra civil americana, estaba basado en esta lógica materialista. Igualmente por ello, movilizó la solidaridad y la simpatía activa de la clase obrera por estas causas: en Gran Bretaña, por ejemplo, se convocaron mítines masivos en apoyo de la independencia de Polonia o manifestaciones multitudinarias contra la intervención británica en apoyo del Sur en Norteamérica, aún a costa de que la escasez de algodón resultante de la guerra, se pagase en privaciones muy duras para los obreros textiles británicos.

    En este contexto, cuando aún la burguesía no había agotado su tarea histórica progresista, el problema de las guerras de defensa nacional era tan importante que debía ser considerado seriamente por los revolucionarios en cada guerra entre estados, y como tal se planteó con suma crudeza cuando estalló la guerra franco-prusiana. La política de la Internacional hacia esta guerra quedó resumida en el Primer manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de trabajadores sobre la guerra franco-prusiana. Se trataba, sustancialmente, de declaración de internacionalismo proletario básico contra las guerras “dinásticas” de la clase dominante. Este texto cita un manifiesto escrito, en el momento de estallar la guerra, por la sección francesa de la Internacional: “Una vez más, bajo el pretexto del equilibrio europeo y del honor nacional, la paz del mundo se ve amenazada por las ambiciones políticas. ¡Obreros de Francia, de Alemania, de España! ¡Unamos nuestras voces en un grito unánime de reprobación contra la guerra!... ¡Guerrear por una cuestión de preponderancia o por una dinastía tiene que ser forzosamente considerado por los obreros como un absurdo criminal!...”. Tales sentimientos eran compartidos no solo por la minoría socialista. Marx cuenta en el Primer manifiesto, cómo los obreros internacionalistas franceses increpaban a los chovinistas partidarios de la guerra, en las calles de París.

    Al mismo tiempo, la Internacional mantenía que “por parte de Alemania, la guerra es defensiva” aunque esto no significaba en modo alguno, envenenar a los trabajadores alemanes con el chovinismo. En respuesta a la declaración de la sección francesa, los afiliados alemanes de la Internacional, aunque aceptaban pesarosos que una guerra defensiva era un mal ineludible, declaraban igualmente que “la guerra actual es una guerra exclusivamente dinástica... Nos congratulamos en estrechar la mano fraternal que nos tienden los obreros de Francia... Fieles a la consigna de la Asociación Internacional de los Trabajadores: ‘¡Proletarios de todos los países, uníos!’, jamás olvidaremos que los obreros de todos los países son nuestros amigos, y los déspotas de todos los países, nuestros enemigos” (Resolución de una asamblea en Chemnitz, de delegados que representaban a 50 mil obreros de Sajonia).

    El Primer manifiesto ponía en guardia también a los obreros alemanes contra la transformación de esta guerra, por parte de Alemania, en una guerra de agresión; y daba cuenta de la complicidad de Bismarck en la guerra, aún antes de la revelación del telegrama de Ems que probaba que en realidad Bismarck había tendido una trampa a Bonaparte y su “Segundo Imperio” para que entrara en guerra. En todo caso, tras el colapso del ejército francés en Sedán, la guerra paso a ser una guerra de conquista por parte de Prusia. Paris fue sitiado y la Comuna misma surgió como un asunto de defensa nacional. El régimen de Bonaparte fue sustituido por una República en 1870, ya que el Imperio se había mostrado incapaz de defender París; del mismo modo, posteriormente la República mostraría que prefería entregar París a los prusianos que dejarla en manos del proletariado armado.

    Por mucho que en sus acciones iniciales los obreros de París razonaran según un modelo de patriotismo defensivo, de preservación del honor nacional ultrajado por la burguesía misma, la proclamación de la Comuna marcó de hecho, un momento de inflexión histórico. Ante la perspectiva de una revolución obrera, las burguesías francesa y prusiana cerraron filas para aplastarla: el ejército prusiano liberó a los prisioneros de guerra para nutrir las fuerzas contrarrevolucionarias francesas que mandaba Thiers, permitiendo incluso que éstas atravesaran sus líneas, en su asalto final a la Comuna. De estos acontecimientos, Marx extrajo una conclusión de significación histórica:

    “El hecho sin precedente de que después de la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado” (La Guerra Civil...).

    Por su parte, el proletariado revolucionario de París había empezado ya a distanciarse de su postura inicialmente patriótica; de ahí por ejemplo el decreto que permitía a los extranjeros servir a la Comuna, “ya que la bandera de la Comuna es la bandera de la República Universal”, o la destrucción de la Columna de Vendome, símbolo del honor castrense de Francia... La lógica histórica de la Comuna de París era la de impulsar la Comuna universal, aunque eso no fuera posible en aquel momento. Y esto explica por qué el levantamiento de los obreros parisinos durante la guerra franco-prusiana fue en realidad, a pesar de las frases patrióticas que la acompañaron, el antecesor de las insurrecciones explícitamente antibélicas de 1917-18 y de la oleada revolucionaria internacional que las siguió.

    Las conclusiones de Marx también apuntan hacia el futuro. Quizás se adelantó al decir que la sociedad burguesa se desmoronaba en 1871, aunque puede que ese sea el año que marque el fin de la cuestión nacional en Europa, como señala Lenin en El imperialismo, fase superior del capitalismo, pero continuó siendo un problema en las colonias al entrar el capitalismo en su última fase de expansión. Pero, en un sentido más profundo, la denuncia que Marx hace de la añagaza de la guerra nacional, es todo un anticipo de lo que se hará realidad, una vez el capitalismo entre en su fase de decadencia. A partir de ese momento todas las guerras son imperialistas y ya no puede haber, para el proletariado, ningún planteamiento de defensa nacional. Los levantamientos revolucionarios de 1917-18 vinieron a confirmar igualmente, lo que Marx demostró respecto a la capacidad de la burguesía para unirse contra la amenaza del proletariado: frente a la posibilidad de una revolución obrera mundial, las burguesías de Europa, que durante cuatro años se habían enfrentado unas a otras, se dieron cuenta repentinamente, que debían firmar la paz para sofocar el desafío proletario a su “orden” sangriento. Una vez más, los gobiernos de todos los países fueron “uno solo contra el proletariado”.

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    Dedicaremos el próximo artículo a la lucha que sostuvieron Marx y su tendencia contra aquellos elementos del movimiento obrero, especialmente los socialdemócratas de Alemania y los anarquistas de Bakunin, que no alcanzaron a comprender, o incluso que pretendieron enterrar las lecciones de la Comuna.

    CDW

    [1] El nombre dado en inglés fue el de International Workingmen's Association, y no Workers; era, por supuesto, un reflejo de la inmadurez del movimiento de la clase, ya que el proletariado no tiene ningún interés en institucionalizar divisiones sexuales en sus filas. Como en todos los grandes estallidos sociales, en la Comuna de París se pudo ver una extraordinaria actividad de las mujeres trabajadoras, que no solo desafiaron abiertamente su papel “tradicional” sino que, frecuentemente, se contaron entre las más valientes y radicales defensoras de la Comuna, tanto en los clubes revolucionarios como en las barricadas. Esta agitación dio lugar a la formación de secciones de trabajadoras de la Internacional, lo que en aquel tiempo constituyó un avance, si bien tales formas carezcan de sentido en el movimiento revolucionario actual.

    [2] La frase “constitución del proletariado en un partido” refleja ciertas ambigüedades sobre el papel del partido que son también el producto de las limitaciones históricas del período. La Internacional contenía alguno de los rasgos de una organización unitaria de la clase. Durante todo el siglo pasado las ideas de que el partido representaba a la clase, o bien que el partido era la clase, tenían aún un gran peso en el movimiento obrero. Ha habido que esperar a este siglo para que tales ideas pudieran ser descartadas, y sólo después de dolorosas experiencias. No obstante, ya entonces existía una intuición básica de que el partido es la organización, no del conjunto de la clase, sino de sus elementos más avanzados. Tal definición se destaca ya desde el mismo Manifiesto comunista, y la Iª Internacional también se comprendió a sí misma en esos términos, cuando afirmaba que el partido de los trabajadores era “la sección de la clase obrera que ha llegado a ser consciente de los intereses comunes de la clase” (La cuestión militar de Prusia y el Partido de los trabajadores de Alemania, escrito por Engels en 1865).

    [3] Los blanquistas tenían en común con los bakuninistas el voluntarismo y la impaciencia, pero siempre tuvieron claro que el proletariado debía establecer su dictadura para crear una sociedad comunista. Esto explica porqué Marx, en determinadas ocasiones trascendentales, se alió con los blanquistas contra los bakuninistas, sobre la cuestión de la acción política de la clase obrera.

      Fecha y hora actual: Lun Nov 18, 2024 11:26 am