Razones para plantear la supresión del Senado - Carlos Garrido López, Eva Sáenz Royo
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Otra cita:
Para el que tenga dudas sobre qué hacer con la Cámara Alta.
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En definitiva, las segundas Cámaras en los Estados federales no cumplen en las democracias de partidos una función específica de representación de las voluntades e intereses territoriales. Técnicamente pueden estar concebidas como instancias para hacer presentes las voluntades de las unidades representadas, pero lo cierto es que el proyecto normativo choca con sus condiciones de realización, puesto que, independientemente de su modo de selección, los senadores no pueden sustraerse a la vis atractiva de la dinámica de mayorías que destruye la representación especial (Chueca 1984: 75; Presno 2005: 1227).
Carlos Garrido López, Eva Sáenz Royo, Revista "Cuadernos Manuel Giménez Abad", Nº. 7, 2014, p. 63.
Otra cita:
- Spoiler:
VI. LA REFORMA DEL SENADO ES UN EMPEÑO INVIABLE, INNECESARIO E INÚTIL
[...]
En España, por el contrario, seguimos empeñados en otorgar más poder político al
Senado, transformándolo en una “verdadera” Cámara de representación territorial.
Pero son esfuerzos manifiestamente estériles, porque una reforma del Senado en ese
sentido, además de resultar insólita en el contexto comparado actual, es inviable,
innecesaria e inútil.
Es inviable porque la indeterminación del modelo territorial autonómico, su apertura
relativa, las tendencias separatistas que lo cuestionan y las dudas sobre su evolución o
superación lastran cualquier acuerdo sobre la reforma constitucional preconizada. La
falta de voluntad política del Partido Popular y de los nacionalistas bloquea cualquier
iniciativa. Y en nada ayudan las dificultades técnicas que el empeño conlleva, como
la asignación de nuevas funciones al Senado (siempre en detrimento del Congreso),
la distribución de los senadores por CCAA, su forma de elección y la compatibilidad
entre representación “territorialmente diferenciada” y representación indiferenciada
en el seno del órgano complejo Cortes Generales, cuestiones sobre las que el consenso
parece imposible.
La reforma preconizada es innecesaria. Por una parte, la efectiva integración de los
intereses territoriales en la decisión común no depende de la existencia de una segunda
Cámara, sino del sistema de partidos y del sistema electoral. Por otra parte, la articu-
lación de la integración territorial que pudieran asignarse al Senado puede realizarse
mediante vías menos formalizadas y, al igual que en el Derecho comparado, a través
de las relaciones intergubernamentales con mayor flexibilidad y eficacia.
La reforma es inútil porque la representación territorial constituye una quimera en
una democracia de partidos. Es una desafortunada metáfora configurada a partir de
una anacrónica concepción confederal de la representación característica del primer
federalismo.
La presencia en la segunda Cámara de los entes subestatales, de sus pueblos o de al-
guna de las instituciones que los representan mediante una representación específica
no permite estar presentes a las entidades territoriales como tales. La territorialidad
en el origen no da lugar a una territorialidad en el resultado. En la práctica, un Se-
nado reformado siguiendo cualquiera de los tres modelos posibles de designación de
senadores duplicaría –y podría entorpecer– la representación política que tiene en el
Congreso su lugar natural. Lo haría el modelo de elección directa de los senadores y el
de elección por los parlamentos autonómicos, porque, al expresar mejor el pluralismo
existente en las CCAA, desembocarían “en una composición partidista equivalente, en
lo sustancial, a la Cámara baja. En ambos casos, el Senado no respondería a las CCAA
sino a los partidos políticos que promueven a los senadores” (Aja 2014: 312). El Senado
seguiría regido por una estructura grupocrática partidista. Y tampoco escaparía a esta
dinámica el modelo dieta o consejo, en el que los senadores son designados por los go-
biernos territoriales, puesto que el gobierno que los destaca es un gobierno de partido,
o formado por una coalición de partidos, y el programa de gobierno es un programa de
partido, o pactado por una coalición de partidos, por lo que sería imposible deslindar
cuándo los representantes del territorio estarían actuando los intereses territoriales
o su interés partidista (Ruiz 2007: 441 y Biglino 2004: 749).
Impulsar una reforma constitucional del Senado en sentido territorial no vale la pena.
Las complicaciones de esta estructura bicameral serían múltiples sin obtener ventaja
alguna. Conforme a la lógica del Estado de partidos volvería a expresarse en su seno
una pluralidad de voluntades políticas indiferenciada de la ya presente en el Congreso.
Si el objetivo que se pretende es impracticable, coincidimos con Garrorena (2009: 23)
en que no existe razón justificada para no optar ya por la solución monocameral. La
reforma del Senado no alumbrará una representación específicamente territorial. Y
seguir manteniendo una Cámara irrelevante y humillada carece de sentido. Plantee-
mos abiertamente la supresión del Senado.
Páginas 67-68 del mismo documento.
Para el que tenga dudas sobre qué hacer con la Cámara Alta.