El informe que acaba de publicar la Comisión de La Haya sobre la Alianza secreta
de Bakunin ha puesto de manifiesto ante el mundo obrero los manejos ocultos, las
granujadas y la huera fraseología con que se pretendía poner el movimiento proletario al
servicio de la presuntuosa ambición y los designios egoístas de unos cuantos genios
incomprendidos. Entretanto, estos megalómanos nos han dado ocasión en España de
conocer también su actuación revolucionaria práctica. Veamos cómo llevan a los hechos
sus frases ultrarrevolucionarias sobre la anarquía y la autonomía individual, sobre la
abolición de toda autoridad, especialmente de la del Estado, sobre la emancipación
inmediata y completa de los obreros. Por fin podemos hacerlo ya, pues ahora, además de la
información de los periódicos sobre los acontecimientos de España, tenemos a la vista el
informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación madrileña de la
Internacional.
Es sabido que, en España, al producirse la escisión de la Internacional, sacaron
ventaja los miembros de la Alianza secreta; la gran mayoría de los obreros españoles se
adhirió a ellos. Al ser proclamada la República, en febrero de 1873, los aliancistas
españoles se vieron en un trance muy difícil. España es un país muy atrasado
industrialmente y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y
completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas
de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos. La República brindaba la
ocasión para acortar en lo po-[10]sible estas etapas y para barrer rápidamente estos
obstáculos. Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política
activa de la clase obrera española. La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba
para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de
actuar, en vez de dejar, como hasta entonces, a las clases poseedoras el campo libre para la
acción y para las intrigas. El gobierno convocó elecciones a las Cortes Constituyentes; ¿qué
posición debía adoptar la Internacional? Los jefes bakuninistas estaban sumidos en la
mayor perplejidad. La prolongación de la inactividad política hacíase cada día más ridícula
y mas insostenible; los obreros querían «hechos». Y por otra parte, los aliancistas llevaban
años predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese encaminada
a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier
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acción política implicaba el reconocimiento del Estado, el gran principio del mal; y que, por
lo tanto, y muy especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un
crimen que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice cómo salieron del
aprieto:
«Los mismos que habían repudiado los acuerdos de La Haya sobre la actitud
política de la clase obrera y que habían pisoteado los Estatutos de la Asociación, llevando
con ello la escisión, la discordia y el desorden a la Internacional en España; los mismos que
tenían la desvergüenza de presentarnos a los ojos de los obreros como unos arrivistas
ambiciosos, que, bajo el pretexto de llevar al Poder a la clase obrera, querían entronizarse
en el Poder; los mismos que se llaman autónomos, anarquistas revolucionarios, etc., se han
lanzado en esta ocasión, con el mayor celo, a hacer política, pero la peor de todas las
políticas: la política burguesa. No laboraron para conquistar el Poder político para la clase
obrera —por el contrario, aborrecen esta idea—, sino por agenciar el Poder a una parte de
la burguesía, formada por aventureros, ambiciosos y arrivistas que se llaman a sí mismos
republicanos intransigentes.
«Ya en vísperas de las elecciones generales a las Corles Constituyentes, los obreros
de Barcelona, Alcoy y otros sitios pidieron que se les dijese qué política habían de seguir
los trabajadores? tanto en el terreno de la lucha parlamentaria como en los demás. Con este
motivo, se celebraron dos grandes mítines, uno en Barcelona y otro en Alcoy; los
aliancistas lucharon en ambos con todas sus fuerzas por impedir que se definiese la actitud
política que había de adoptar la Internacional (la suya, ¡entiéndase bien!). Se acordó, en
vista de esto, que la Internacional, como tal asociación, no debía desplegar ninguna acti-
[11]vidad política, pero ¡que los internacionalistas, personalmente, podrían obrar como
creyeran conveniente y adherirse al partido que mejor les pareciera, en virtud de su
famosa autonomía individual! ¿Cuál fue el resultado de la aplicación de tan absurda
doctrina? Que la gran masa de los internacionalistas, incluso los anarquistas, tomó parte en
las elecciones sin programa, sin bandera, sin candidatos propios, contribuyendo de este
modo a que saliesen triunfantes casi exclusivamente los candidatos republicanos burgueses.
Sólo se sentaron en los escaños dos o tres obreros, hombres sin representación alguna, que
no alzaron la voz ni una sola vez en defensa de los intereses de nuestra clase y que votaban
tranquilamente todas las proposiciones reaccionarias de la mayoría».
A esto conduce el «abstencionismo político» bakuninista. En tiempos pacíficos, en
que el proletariado sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al parlamento unos
cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo
vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda
una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar
al Estado concreto en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que
no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse. Es éste un procedimiento
magnífico de hacerse el revolucionario, característico de gentes a quienes se les cae
fácilmente el alma a los pies; y hasta qué punto los jefes de los aliancistas españoles se
cuentan entre esta casta de gentes lo demuestra con todo detalle el escrito sobre la Alianza
que citábamos al principio.
Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos empujan al proletariado y lo
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colocan en primer plano, el abstencionismo se convierte en una majadería palpable y la
intervención activa de la clase obrera en una necesidad que es preciso admitir. Y este fue el
caso en España. La abdicación de Amadeo había desplazado del Poder y de la posibilidad
inmediata de recobrarlo a los monárquicos radicales; los alfonsinos estaban, por el
momento, más imposibilitados aún; los carlistas preferían, como casi siempre, la guerra
civil a la lucha electoral. Todos estos partidos se abstuvieron a la manera española; en las
elecciones sólo tomaron parte los republicanos federales, divididos en dos bandos, y la
masa obrera. Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía aún por
aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente organización que, al menos
para los fines prácticos, conservaba aún su Sección española, era seguro que en los distritos
fabriles de Cataluña, en Valencia, en las ciudades [12] de Andalucía, etc., habrían triunfado
brillantemente todos los candidatos presentados y mantenidos por la Internacional, llevando
a las Corles una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos
bandos republicanos. Los obreros sentían esto; sentían que había llegado la hora de poner
en juego su potente organización, pues por aquel entonces todavía lo era. Pero los señores
jefes de la escuela bakuninista habían predicado, durante tanto tiempo, el evangelio del
abstencionismo incondicional, que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así,
inventaron aquella lamentable salida consistente en hacer que la Internacional se abstuviese
como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para votar individualmente
como se les antojase. La consecuencia de esta declaración en quiebra política, fue que los
obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaran a la gente que se las daba de más
radical: a los intransigentes. Y que, sintiéndose con esto más o menos responsables de los
pasos dados posteriormente por sus elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.
II
Los aliancistas no podían persistir en la ridícula situación en que se habían colocado
con su astuta política electoral, a menos de querer dar al traste con su jefatura sobre la
Internacional en España. Tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de
salvación fue... la huelga general.
En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca que se pone en juego
para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los
gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo
sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros,
con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda
la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas
franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin
embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa. Durante el rápido e intenso auge del
cartismo entre los obreros británicos, que siguió a la crisis de 1837, se predicó, ya en 1839,
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el «mes santo», el paro en escala nacional1
; y la idea tuvo tanta resonancia, que los obreros
fabriles del norte de Inglaterra intentaron ponerla en práctica en julio de 1842. También en
el congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1 de [13] septiembre de 1873
desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que para
esto bacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta. Y aquí
precisamente el quid del asunto. En primer lugar, los gobiernos, sobre todo si se les deja
envalentonarse con el abstencionismo político, jamás permitirán que la organización ni las
cajas de los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos y los
abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los obreros mucho antes de
que el proletariado llegue a reunir esa organización ideal y ese gigantesco fondo de reserva.
Pero, si dispusiese de ambas cosas, no necesitaría dar el rodeo de la huelga general para
llegar a la meta.
Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto de la Alianza puede ser dudoso
que la propuesta de aplicar este bien experimentado procedimiento partió del centro suizo.
Pues bien: los dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin
volverse de una vez «políticos»; y se lanzaron encantados a ella. Por todas partes se
predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida se preparó todo para
comenzarla en Barcelona y en Alcoy.
Entretanto, la situación política iba acercándose cada vez más a una crisis. Los
viejos tragahombres del republicanismo federal, Castelar y comparsas, se echaron a temblar
ante el movimiento, que les rebasaba; no tuvieron más remedio que ceder el Poder a Pi y
Margall, que intentaba una transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los
republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la
República se apoyase en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas
sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros,
sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y,
de este modo, por lo menos poner en marcha la reforma social. Pero los internacionalistas
bakuninianos, que tienen la obligación de rechazar hasta las medidas más revolucionarias,
cuando éstas arrancan del «Estado», preferían apoyar a los intransigentes más extravagantes
antes que a un ministro. Las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban; los
intransigentes empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron a
encender en Andalucía el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de
la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a la zaga de los intransigentes
burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.
En Barcelona se pegó, entre otros, este cartel: « ¡Obreros! Declaramos la huelga
general para demostrar la profunda repugnancia que [14] nos causa ver cómo el gobierno
echa a la calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras
apenas se preocupa de la guerra contra los carlistas», etc. Es decir, que se invitaba a los
obreros de Barcelona —el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber
histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo—, a enfrentarse
con el poder público armado, no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino
1 Véase: Engels, «Lage deг Arbeitender Klasse in England» [«Situación de la clase obrera en
Inglaterra»], 2ª. edición, pág. 234.
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con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses
individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el poder del Estado.
Los obreros barceloneses habían podido escuchar en la inactividad de los tiempos de paz
las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero
cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga y Viñas lanzaron, primero, su famoso
programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en
vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio
de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el
más enérgico de los aliancistas. La Alianza y la Internacional mangoneada por ella
perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga general, bajo
el pretexto de paralizar con ello la acción del gobierno, los obreros se echaron
sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa Internacional había conseguido, por lo
menos, que Barcelona se mantuviese al margen del alzamiento cantonal. Dentro de él, la
representación de la clase obrera era, en todas partes, un elemento muy fuerte; y Barcelona
era la única ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme a este elemento
obrero y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el movimiento.
Además, la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero
Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a
los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y
dieron con ello el triunfo final al gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los
aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la
Alianza) declarar en su periódico «Solidaridad Revolucionaria»: «El movimiento
revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península... En
Barcelona todavía no ha pasado nada, ¡pero en la plaza pública está la revolución siempre
en su puesto!» Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos
oratorios y, precisamente por esto, se está «siempre en su puesto», sin salir de la «plaza».
[15]
La huelga general se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy.
Alcoy es un centro fabril de reciente creación que cuenta actualmente unos 30.000
habitantes y en el que la Internacional, en forma bakuniniana, sólo logró penetrar hace un
año, desarrollándose luego con gran rapidez. El socialismo, bajo cualquier forma, era bien
recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al
margen del movimiento, hecho que se repite en algunos lugares rezagados de Alemania,
donde repentinamente la Asociación General de Obreros alemanes ha encontrado, por el
momento, gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión
federal bakuninista española; y esta Comisión federal es precisamente la que vamos a ver
aquí actuar.
El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día
siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndole para que reúna en
el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los
obreros. El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a
Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En
cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos —
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estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de
14 de julio de 1873—, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros
mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma
partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y
retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho y la
libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los
obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber al concejo, por medio de una comisión,
que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que
podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La propuesta fue rechazada y, cuando la
comisión salía del ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en
la plaza en actitud pacífica y sin armas. Así comenzó la lucha, según el informe aliancista.
El pueblo se armó, y comenzó la batalla, que había de durar «veinte horas». De una parte,
los obreros, que «Solidaridad Revolucionaria» cifra en 5.000, de otra parte 32 guardias
civiles concentrados en el ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o
cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera
prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
«No habría habido que [16] lamentar tantas desgracias —dice el informe de la Comisión
aliancista— si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y
haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el ayuntamiento fiándose de su
palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció justicieramente a manos de la
población indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban
a detenerle».
¿Cuántas bajas causó esta batalla? «Si bien no es posible calcular con exactitud el
número de muertos y heridos (de parte del pueblo), sí podemos decir que no habrán bajado
seguramente de... diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los
heridos».
Esta fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se
batió durante 20 horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después
que ellos hubieron agotado las municiones y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que
la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «la prudencia
es la mejor parte de la valentía».
Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que
hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de
personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros
vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas cuyo lema es: «no hay que reparar ante
nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste se
limita a imputarles todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores. «En Alcoy —dice llena de júbilo «Solidaridad
Revolucionaria»— nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación».
Veamos qué hicieron de su «situación» los tales «dueños».
Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el periódico aliancista nos dejan en la
estacada; tenemos que contentarnos con la información general de la prensa. Por ésta, nos
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enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un «Comité de Salud Pública», es
decir, un gobierno revolucionario. Es cierto que en el congreso celebrado por ellos en Saint
Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que «toda
organización de un poder político con el nombre de provisional o revolucionario sólo podía
ser una nueva añagaza y tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que
actualmente existen». Además, los miembros de la Comisión federal de España residente en
Alcoy habían hecho lo indecible para con-[17]seguir que el congreso de la sección española
de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo esto, nos encontramos
que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión y, según nuestros informes,
también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de ese gobierno provisional y
revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.
¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr
«la inmediata y completa emancipación de los obreros»? Prohibir que ningún hombre
saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando
que... ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases!
Por lo demás, la más completa perplejidad, la más completa inactividad, el más completo
desamparo.
Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El gobierno
tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las
provincias. Y los «dueños de la situación» de Alcoy tenían también las suyas para zafarse
de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Por eso el diputado Cervera, que
actuaba de mediador, encontró el camino llano. El Comité de Salud Pública resignó, sus
poderes, las tropas entraron en la villa el día 12 sin encontrar la menor resistencia y la única
promesa que se hizo a cambio al Comité de Salud Pública fue... dar una amnistía general.
Los aliancistas «dueños de la situación» habían salido realmente del aprieto una vez más. Y
con esto terminó la aventura de Alcoy.
En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde —relata el informe aliancista
— clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes ataques contra
los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión
reclama del ministro el reconocimiento de su derecho y la reapertura del local,
arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio... pero denegándolo en la
práctica; los obreros ven que el gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente
fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan
la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar... el pueblo es dueño de la situación!», exclama! triunfalmente
«Solidaridad Revolucionaria». Los aliancistas, que también aquí, en completa contradicción
con sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por
dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos
sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciuda-[18]des de Sevilla y Cádiz, el
general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada Soria para tomar Sanlúcar y...
no encontró la menor resistencia.
Esas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la
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competencia.
III
Inmediatamente después de la batalla librada en las calles de Alcoy, se levantaron
los intransigentes en Andalucía. Pi y Margall estaba todavía en el Poder y en continuas
negociaciones con los jefes de este grupo político, para sacar de ellos un nuevo ministerio.
¿Por qué, pues, echarse a la calle, sin esperar a que fracasaran las negociaciones? La razón
de estas prisas no ha llegado a ponerse nunca totalmente en claro. Lo único que puede
asegurarse es que los señores intransigentes trataban ante todo de que se llevase a la
práctica cuanto antes la República federal para de este modo poder escalar el Poder y los
muchos cargos nuevos que habrían de crearse en los distintos cantones. En Madrid, las
Cortes tardaban mucho en descuartizar a España; había que tomar cartas en el asunto y
proclamar en todas partes cantones soberanos. La actitud que había venido manteniendo
hasta entonces la Internacional (la bakuninista), envuelta de lleno, desde las elecciones, en
los manejos de los intransigentes, permitía contar con su colaboración; además,
precisamente se había apoderado de Alcoy por la violencia y estaba por lo tanto, en lucha
abierta con el gobierno. A esto se añadía el que los bakuninistas habían predicado siempre
que toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y
llevarse a cabo de abajo arriba. Y he aquí que ahora se les deparaba la ocasión de implantar
de abajo arriba, al menos en unas cuantas ciudades, el famoso principio de la autonomía. Ni
que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas
del fuego a los intransigentes, para luego verse recompensados por sus aliados, como
siempre, con puntapiés y balas de fusil.
Veamos cuál fue la posición de los internacionalistas bakuninistas en todo este
movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la atomización federalista y realizaron su
ideal de la anarquía en la medida de lo posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses
antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los
obreros la instauración de gobiernos revolucionarios, formaban ahora parte de todos los
gobiernos municipales revolucionarios de [19] Andalucía, pero siempre en minoría, de
modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos
monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les
despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos supuestos acuerdos sobre
reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el
papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva se les
rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los
intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era
que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionalistas y que declinaban
toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la
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policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla,
como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del gobierno,
dispararon también contra sus aliados bakuninistas.
Así sucedió que, en el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de
los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi
sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta
revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena, Valencia. En
Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Así
estuvieron la mayoría de las grandes ciudades de España en poder de los insurrectos, con
excepción de la capital, Madrid —simple ciudad de lujo, que casi nunca interviene
decisivamente—, y de Barcelona. Si Barcelona se hubiese lanzado, el triunfo final habría
sido casi seguro y además se habría asegurado un refuerzo firme al elemento obrero que
tomaba parte en el movimiento. Pero ya hemos visto que en Barcelona los intransigentes no
tenían apenas fuerza y que los internacionalistas bakuninianos, que por aquel entonces eran
aún muy fuertes allí, tomaron la huelga general como pretexto para calmar los ánimos. Así
pues, esta vez, Barcelona no estuvo en su puesto.
No obstante, la insurrección, aunque iniciada de un modo descabellado, tenía
todavía grandes perspectivas de éxito si se la hubiera sabido encauzar con un poco de
inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de las revueltas militares españolas, en que la
guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a la
guarnición de ésta, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la
capital, hasta ¡que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra
ella decide el triunfo. Este método [20] era especialmente aplicable en esta ocasión. Los
insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones
de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, deplorable, pero no más deplorable
seguramente que la de los restos del antiguo ejército español, que, en su mayor parte, se
había desmoronado. La única fuerza de confianza con que contaba el gobierno era la
Guardia Civil y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Era primordial impedir a todo
trance la concentración de los guardias civiles y, para esto, no había mas recurso que tomar
la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el gobierno
sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como las suyas. Y, si se
quería vencer, no había otro camino.
Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía
precisamente en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su
cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a
toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y
en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable —la
atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a las tropas del
gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro— se proclamaba aquí como el principio de la
suprema sabiduría revolucionaria. Bakunin pudo disfrutar de este desagravio. Ya en
septiembre de 1870 (en sus «Lettres à un Français») había declarado que el único medio
para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria consistía en abolir
toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la
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guerra por su cuenta. Si al ejército prusiano, con su dirección única, se oponía el
desencadenamiento de las pasiones revolucionarias, el triunfo era seguro. Frente a la
inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios
designios, la inteligencia individual de Moltke se esfumaría. Entonces, los franceses no
quisieron concebir esto; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún
hemos de ver, con un triunfo resonante.
Entretanto, la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto
alguno, imposibilitó a Pi y Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que
dimitir; le sustituyeron en el Poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses
sin disfraz, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes
se habían servido, pero que ahora les estorbaba. A las órdenes del general Pavía, se formó
una división para mandarla contra Andalucía y otra a las órdenes del general Martínez
Campos para enviarla [21] contra Valencia y Cartagena. El nervio de estas divisiones eran
los guardias civiles traídos de todas partes de España, todos ellos antiguos soldados cuya
disciplina se mantenía aún inconmovible. Como había ocurrido con los gendarmes en la
marcha del ejército versalles sobre París, la misión de estos guardias civiles era reforzar las
tropas de línea desmoralizadas e ir siempre a la cabeza de las columnas de ataque, cometido
que, en ambos casos, cumplieron en la medida de sus fuerzas. Además de ellos contenían
las divisiones algunos regimientos de línea refundidos, de modo que cada una de ellas
estaba compuesta por unos 3.000 hombres. Era todo lo que el gobierno podía movilizar
contra los insurrectos.
El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba
por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía
atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 ó el 31. (Muchos de los
telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para
someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en
el acceso a la ciudad, y aún aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto se dejaron desarmar
sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de
Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una
de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas
contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto
respectivamente; y así el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado
sometida toda Andalucía.
El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque contra Valencia. Aquí, la
insurrección había partido de los obreros. Al escindirse en España la Internacional, en
Valencia obtuvieron la mayoría los internacionalistas auténticos y el nuevo Consejo federal
español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República, cuando ya se
vislumbraba la inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de
Valencia, desconfiando de los paños calientes que los líderes barceloneses disfrazaban con
frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos internacionalistas que harían
causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento
cantonal, inmediatamente ambas fracciones se lanzaron a la calle, utilizando a los
intransigentes, y desalojaron a las tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la
C. MARX Y F. ENGELS
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Junta revolucionaria de Valencia; sin embargo, de los informes de los corresponsales de la
prensa inglesa se desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios va-[22]lencianos,
tenían los obreros preponderancia decisiva. Estos mismos corresponsales hablaban de los
insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros
rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la
ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron.
Valencia, ciudad sin artillar, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez
Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía
junta.
En la provincia de Murcia, las tropas ocuparon sin resistencia la capital, del mismo
nombre. Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las
fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra por una muralla y una serie de
fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del gobierno, privados de
artillería de sitio, eran, naturalmente, impotentes, con sus cañones ligeros, contra la
artillería pesada de los fuertes y tuvieron que limitarse a poner cerco a la ciudad por el lado
de tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar
con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto. Los sublevados [de Cartagena],
que mientras se luchaba en Valencia y Andalucía sólo se habían ocupado de ellos mismos,
empezaron a pensar en el mundo exterior después de estar reprimidas las demás
sublevaciones, cuando empezaron a escasearles a ellos el dinero y los víveres. Entonces
hicieron primero una tentativa de marcha sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena por lo
menos 60 millas alemanas, más del doble que, por ejemplo, Valencia o Granada! La
expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a todo
otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué
salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros,
los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del cantón
soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del
litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga —también soberanas, según la teoría
cartagenera—, y en caso necesario a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a
bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante
y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el gobierno
como cantones independientes, en Cartagena regía el principio de ¡cada cual para si! Ahora,
que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de ¡todos para Cartagena! Así entendían
los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones
soberanos.
[23]
Para reforzar las filas de los combatientes de la libertad, el gobierno de Cartagena
dio suelta a los 1.800 reclusos del penal de aquella ciudad, los peores ladrones y asesinos de
toda España. Que esta medida revolucionaria les fue sugerida por los bakuninistas es cosa
que no admite duda después de las revelaciones del informe sobre la «Alianza». En él se
demuestra cómo Bakunin se entusiasmaba desvariando sobre el «desencadenamiento de
todas las malas pasiones» y cómo proclamaba al bandolero ruso modelo de verdaderos
revolucionarios. Lo que se da a los rusos, debe darse también a los españoles. Por lo tanto,
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el gobierno cartagenero se ajustaba por completo al espíritu de Bakunin cuando
desencadenó las «malas pasiones» de los 1.800 matones embotellados, llevando con ello
hasta el extremo la desmoralización entre sus tropas. Y cuando el gobierno español, en vez
de deshacer a cañonazos sus propias fortificaciones, esperaba la sumisión de Cartagena de
la descomposición interior de sus defensores, seguía una política totalmente acertada.
IV
Escuchemos ahora el informe de la «Nueva Federación de Madrid» acerca de todo
este movimiento:
«En Valencia debía celebrarse el segundo domingo de agosto un congreso para
definir, entre otras cosas, la posición que la Federación española de la Internacional había
de adoptar ante los importantes acontecimientos políticos ocurridos en España desde el 11
de febrero, día de la proclamación de la República. Pero la descabellada insurrección
cantonal, que fracasó tan lamentablemente y en la que participaron con entusiasmo los
internacionalistas de casi todas las provincias sublevadas, no sólo paralizó las actividades
del Consejo federal, al diseminar a la mayoría de sus miembros, sino que desorganizó
también casi por completo las Federaciones locales y, lo que es peor, condenó a sus
componentes a todo el odio y a todas las persecuciones que lleva consigo un alzamiento
popular que se inicia de un modo vergonzoso y que fracasa...
«Cuando estalló el levantamiento cantonal, cuando se constituyeron las juntas, es
decir, los gobiernos de los cantones, aquellas gentes (los bakuninistas), que con tanta furia
clamaban contra el poder político y tanto nos acusaban de autoritarismo, se apresuraron a
entrar en aquellos gobiernos. En ciudades importantes, como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar de
Barrameda, Granada y Valencia, muchos de los internacionalistas que se llamaban
antiautoritarios formaban parte de las Jun-[24]tas cantonales, sin más programa que la
autonomía de la provincia o del cantón. Esto está oficialmente demostrado por las
proclamas y otros documentos publicados por las Juntas, al pie de los cuales figuran los
nombres de destacados internacionalistas de esta especie.
«Una contradicción tan escandalosa entre la teoría y la práctica, entre la propaganda
y los hechos, significaría poco, si de ello se -hubiese derivado alguna ventaja para nuestra
Asociación o algún progreso en la organización de nuestras fuerzas, algún acercamiento a
la consecución de nuestro objetivo fundamental: la emancipación de la clase trabajadora.
Pero ha ocurrido precisamente lo contrario, como por fuerza tenía que ocurrir. Faltó la
condición esencial: la actuación conjunta de todo el proletariado español, que tan fácil
hubiera sido conseguir movilizándolo en nombre de la Internacional. No hubo cohesión
entre las Federaciones locales; el movimiento quedó confiado a la iniciativa individual o
local, sin dirección de ninguna clase (fuera de la que podía imponerle, si acaso, la
misteriosa Alianza, que, para vergüenza nuestra, sigue teniendo el mando de la sección
C. MARX Y F. ENGELS
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española de la Internacional) y sin ningún programa, a no ser el de nuestros enemigos
naturales, los republicanos burgueses. Y así, el movimiento cantonal sucumbió del modo
más ignominioso, casi sin resistencia; pero, en su hundimiento, arrastró consigo el prestigio
y la organización de la Internacional en España. No se comete exceso, crimen o acto de
violencia que los republicanos no carguen hoy sobre las espaldas de los internacionalistas;
y, en Sevilla, hasta se da el caso, según nos aseguran, de que durante la lucha los
intransigentes disparasen contra sus aliados, los internacionalistas (bakuninistas). La
reacción, explotando hábilmente nuestras torpezas, azuza a los republicanos contra nosotros
para que nos persigan, y nos calumnia ante la gran masa indiferente; lo que no pudo
conseguir en tiempo de Sagasta, parece que va a lograrlo ahora: desacreditar el nombre de
la «Internacional» ante la gran masa de los obreros españoles.
«En Barcelona se han separado de la Internacional multitud de secciones obreras,
protestando a gritos contra la gente del periódico «La Federación» (órgano principal de los
bakuninistas) y su inexplicable posición. En Jerez, Puerto de Santa María y otros lugares,
las Federaciones han acordado disolverse. En Loja (provincia de Granada), los pocos
internacionalistas que había, han sido arrojados de la ciudad por la población. En Madrid,
donde todavía se disfruta de la mayor libertad, la antigua Federación (bakuninista) no da la
menor señal de vida, mientras que la nuestra se ve obligada a permanecer inactiva y en
silencio, si no quiere verse cargada con culpas ajenas. En [25] las ciudades del norte, la
guerra carlista, cada día más furiosa, impide todas nuestras actividades. Finalmente, en
Valencia, donde el gobierno ha salido vencedor después de quince días de lucha, los
internacionalistas que no han huido tienen que esconderse y el Consejo federal está
totalmente disuelto».
Hasta aquí, el informe de Madrid. Como vemos, coincide en un todo con el relato
histórico hecho en las páginas anteriores.
Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:
1) En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas
se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían
mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre
todo, del abstencionismo electoral. Luego le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del
Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños
Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían
participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación
del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo-carácter puramente burgués no se
trataba de ocultar. Finalmente, dieron un bofetón a su credo recién proclamado de que la
instauración de un gobierno revolucionario no era más que un nuevo engaño y una nueva
traición contra la clase obrera, instalándose cómodamente en las Juntas gubernamentales de
los distintos cantones, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y
políticamente explotada por los burgueses.
2) Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de
la manera más cobarde y más embustera y bajo la presión de una conciencia culpable, sin
que ni los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al
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movimiento con ningún programa ni supiesen ni remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la
consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como
en Barcelona, o se viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos,
como en Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección cayera
en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así,
pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas, se
tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano
al fracaso o en el encadenamiento a un partido burgués, que, además de explotar
ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.
[26]
3) Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de-la anarquía, de la
federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido
de los medios revolucionarios de lucha, que permitió al gobierno dominar una ciudad tras
otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
4) Fin de fiesta: No sólo la sección española de la Internacional —lo mismo la falsa
que la auténtica— se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y hoy
esta sección —numerosa y bien organizada— está de hecho disuelta, sino que, además, se
le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los
países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible,
acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.
5) En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable
de cómo no debe hacerse una revolución.