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    Antinatalismo

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    Mensaje por GagarinCCCP Miér Mayo 09, 2018 12:06 am

    El antinatalismo y sus precursores (1ª PARTE)

    Muchos filósofos han puesto en duda que vivir sea algo deseable, pero solo unos cuantos se han atrevido a llegar a las últimas consecuencias de esta postura y afirmar de forma razonada y rotunda que sería mejor no tener hijos y por tanto no traer individuos a un mundo en el que es probable que vivan situaciones en las desearían no haber nacido. El motivo de que tan pocos pensadores hayan llegado al fondo de esta cuestión y de que sus ideas no sean más conocidas creo que es obvio: son ideas que pocos tienen ganas de escuchar o incluso de pensar (especialmente en una cultura en la que el “pensamiento positivo” es prácticamente obligatorio).

    Esta postura es el antinatalismo, es decir, la idea de que tener hijos es siempre un acto egoísta cuyo objetivo es cubrir un vacío en la vida de los padres sin tener en cuenta que es imposible asegurar que el futuro hijo vaya a tener una vida feliz. En otras palabras, la procreación sería un acto carente de ética en el que unos individuos utilizan a otro como medio para conseguir un fin, obviamente sin que haya ninguna posibilidad de pedirle su consentimiento antes.

    Más allá de las intuiciones sobre la crueldad del mundo que casi todo el mundo ha experimentado alguna vez (y que probablemente sean uno de los motivos del origen de las religiones), quizá el argumento filosófico más claro a favor del antinatalismo es el del utilitarismo negativo, que podría resumirse en que no hay una obligación moral de traer al mundo a alguien que no existe para que experimente una posible felicidad, pero sí existe la obligación moral de evitar la posibilidad de sufrimiento que implica el engendrar a una persona. De hecho, contradecir la primera parte de esta afirmación supondría sostener que es inmoral no tener cuantos más hijos mejor, ya que estaríamos privando de una posible felicidad a todos los que no lleguen a concebirse.

    Objeciones
    Inmediatamente suelen surgir objeciones a estas ideas. La primera es el suicidio: si alguien no es feliz o no soporta la vida siempre tiene la opción de suicidarse. Este argumento es criticable por varios motivos, entre otros:

    En primer lugar no todo el mundo tiene la opción de suicidarse, por ejemplo personas incapacitadas físicamente, lo que deriva en la cuestión de la eutanasia, en la que no voy a entrar.
    El instinto de supervivencia es muy poderoso, lo que garantiza que, aunque uno tenga la seguridad racional de que su vida no merece la pena, puede no ser capaz de tomar dicha decisión.
    Normalmente suicidarse no es fácil ni seguro. La posibilidad de fallar en el intento y sufrir secuelas, quedar en peor situación que la anterior o incluso, aunque el intento tenga éxito, morir de forma dolorosa es bastante para disuadir a muchos a menos que estén en circunstancias tan intolerables como para que todos los riesgos mencionados parezcan aceptables.
    Quizá más importante que las anteriores, que en realidad son debidas al tabú sobre el suicidio que impera en la sociedad (porque en caso contrario, se podría disponer de métodos seguros de eutanasia para quien decidiera suicidarse), es la cuestión del efecto que tiene dicho acto sobre los seres queridos del suicida. Normalmente, el suicidio de un familiar, amigo, pareja, etc., si no es por un motivo muy evidente, como una enfermedad terminal, crea cierto trauma y complejo de culpabilidad en sus allegados, sin olvidar el propio sufrimiento normal de perder a la persona querida. Esto por sí mismo sería un motivo ético más que suficiente para no suicidarse. Si además existen otras personas que dependen en mayor o menor medida de la persona (por ejemplo, hijos, pero en realidad habría que tener en cuenta todo el entorno social), el suicidio a veces ni siquiera entra en la ecuación, por muy desesperado que esté el individuo.
    La segunda objeción que suele presentarse al antinatalismo es que llevaría a la extinción de la humanidad en el caso (poco probable) de que todo el mundo se convenciera de que es lo correcto. Por supuesto es así, pero esto no supone ningún problema lógico para los que lo defienden, ya que la existencia de la humanidad no tiene por qué ser un bien en sí mismo, igual que no lo es el nacimiento de un ser humano (Por cierto que esto tiene consecuencias para la llamada “paradoja de Fermi”, aunque sea meternos en terrenos colindantes con la ciencia ficción. Muchos científicos se extrañan de que aún no hayamos sido capaces de detectar señales de inteligencia en el Universo y se han ofrecido diversas explicaciones, algunas bastante peregrinas, a las que se podría añadir la siguiente: tal vez el razonamiento antinatalista ya no se pueda ignorar cuando se llega a un nivel de progreso determinado y que esto provoque la extinción de todas las especies que lleguen a cierto umbral de inteligencia, sea natural o artificial).

    Otra objeción que suele hacerse a una visión negativa de la vida en su conjunto es que gran parte de los sufrimientos son evitables, y que se deben a la ignorancia o la maldad del ser humano, que será poco a poco paliada y corregida por el avance de la ciencia y de la cultura. Aparte de que no hay motivos para estar de acuerdo con tal optimismo si no es por el voluntarismo que queramos ponerle, y que la felicidad futura no justifica la desgracia presente, la posición de los antinatalistas es la de un pesimismo esencial, es decir, que la vida tiene un fallo de diseño, no es algo que dependa de circunstancias concretas (pesimismo contingente). Poniéndonos en el mejor de los casos, aunque sólo existiera la más mínima probabilidad de daño o sufrimiento para el ser humano (y estamos hablando de una situación a la que, siendo realistas, nunca llegaremos), se seguirían aplicando los argumentos utilitaristas antes mencionados: no hay ningún motivo para traer a nadie al mundo y sí para no traerlo.

    Otra objeción más: según ciertos estudios hay mucha más gente feliz que gente infeliz. Ignorando la cuestión de que incluso gente mayormente feliz ha podido sufrir episodios de sufrimiento insoportable a lo largo de su vida, a esto se podría responder lo mismo que a la objeción anterior. No tenemos ningún derecho a traer a la existencia a personas infelices simplemente porque, de media, haya más personas felices. Evitar el futuro daño, aunque sea de una minoría, debe tener preferencia sobre el intento de satisfacer a personas que no existen, por muchas que sean.

    En todo caso, es evidente que los estudios sobre la felicidad de las personas están sesgados en un aspecto: no se puede pedir la opinión de los que ya han muerto, y casualmente la muerte y todo lo que le precede suele ser precisamente la parte más desagradable de la vida (esto recuerda cierta historia, probablemente apócrifa, que relataba el historiador griego Heródoto). Aún peor, según otros estudios los seres humanos tendemos a olvidar con más facilidad lo desagradable que lo agradable, por tanto en retrospectiva nuestra vida siempre parecerá mejor de lo que es.

    Precursores del antinatalismo
    La idea de que vivir es una desgracia más que otra cosa es muy antigua. Nietzsche, el vitalista por excelencia, da un impactante ejemplo de la presencia de este tema en la tradición griega en su primer libro, El nacimiento de la tragedia:

    Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabioSileno, acompañante de Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti —morir pronto.»

    Sin pretender entrar en demasiadas profundidades, tanto por motivos de espacio como porque requeriría unos conocimientos enciclopédicos de los que no dispongo, la postura de las culturas tradicionales a este respecto está indisolublemente ligada a la religión, y para la mayoría el mundo es “un valle de lágrimas”, como lo es para la religión judeocristiana, aunque esta finalmente promete un final feliz, al menos para los justos, ya que la mala situación del ser humano no es algo inherente al Universo sino que se considera producto de su caída en el pecado. Además, como pasa también con la mayoría del resto de las religiones, aunque su visión del mundo sea muy negativa no llegan al antinatalismo, entre otras cosas porque eso supondría enmendarle la plana a Dios, que si nos creó no sería para que nos dejáramos extinguir voluntariamente, y a efectos prácticos porque una religión que pidiese a sus fieles que no tuvieran hijos tendría serias dificultades para expandirse.

    No obstante, también hay que decir que han existido sectas gnósticas (algunas de ellas dentro del cristianismo, aunque serían consideradas herejías por la Iglesia, y otras fuera, como el maniqueísmo), que tenían una posición al menos ambivalente respecto a la procreación. El gnosticismo, o algunas de sus variantes, sostiene que el creador del mundo no es el verdadero Dios, sino un demiurgo imperfecto o incluso perverso que mantiene aprisionadas a las almas en la cárcel de la materia. Desde este punto de vista, es fácil de comprender que la postura de algunas sectas gnósticas respecto a la procreación no era nada positiva, ya que suponía traer almas inocentes a un mundo de oscuridad.

    Pero quizá la religión para la cual la cuestión del sufrimiento en el mundo tenga una posición más central en su doctrina sea el budismo. El contraste para la mentalidad occidental es curioso, ya que las religiones con las que estamos más familiarizados ofrecen una esperanza de que la persona pueda sobrevivir a la muerte. La esperanza que ofrece el budismo es justo lo contrario, la de escapar a un ciclo interminable de vidas, con el sufrimiento que ello implica. Curiosamente, esto no lleva a una prohibición de tener hijos, ya que consideran que la vida humana es la más propicia para alcanzar la liberación, y la extinción de la raza humana no supondría el fin de las reencarnaciones en otros seres. De todas formas, el ideal de vida budista es el del monje, que por supuesto implica celibato. Muchas sectas hinduistas comparten estos presupuestos, pero, a diferencia del budismo (que no cree en el alma ni en la relevancia de una divinidad), consideran que el alma es una parte de la divinidad y que terminará reintegrándose en ella, por lo que el problema del sufrimiento no es la base de su credo.

    En cualquier caso, por los motivos indicados (expansionismo, justificación de la Creación, promesa de un mundo mejor, …) y aunque a veces se acerquen en sus postulados, las religiones no suelen negativizar de forma absoluta la existencia ni predicar el antinatalismo, por lo que esta tarea ha recaído en los filósofos, o al menos en una pequeña minoría, ya que, como sugería Nietzsche cínicamente, los filósofos suelen encontrar argumentos para sostener aquellas ideas en las que creían previamente, y pocos seres humanos quieren plantearse, en palabras del antinatalista y escritor de terror Thomas Ligotti, que el Universo es “malignamente inútil”. Tales ideas son un producto con pocos clientes potenciales, y pocos intelectuales están dispuestos a “vender” un producto así.

    Precursores del antinatalismo: la insólita filosofía de Schopenhauer (2ª PARTE)

    «Creo que la conciencia humana es un paso en falso de la evolución… Tal vez lo más honroso para nuestra especie sea rechazar nuestra programación, dejar de reproducirnos, caminar de la mano a la extinción…» Rust Cohle, True Detective

    Que reflexiones como la anterior salgan de la boca de uno de los héroes de una serie de TV sugiere que el antinatalismo ha salido recientemente del armario, pero la intuición de que la vida es sufrimiento tiene una larga historia. El pesimismo existencial se muestra de forma explícita en culturas antiguas como la griega (Sófocles: «No haber nacido es lo mejor de todo; lo segundo, volver cuanto antes al lugar de donde se ha venido»), es el núcleo del credo budista y fluye como una corriente más o menos subterránea por el cristianismo y otras religiones (gnosticismo), como ya se ha mencionado en un artículo previo. No obstante, las religiones y culturas antiguas, por motivos obvios, rara vez han seguido el razonamiento hasta el final: si el sufrimiento físico o psíquico, a veces insoportable, es uno de los elementos consustanciales de la vida, ¿es buena idea traer individuos a este mundo, es decir, tener hijos?

    Para evitar posibles confusiones hay que aclarar que esta postura, el antinatalismo filosófico, poco tiene que ver con lo que podríamos denominar antinatalismo práctico de motivación ecologista, ni con la (llamémosle así) niñofobia de algunas sociedades modernas en las que los hijos son vistos como un estorbo / gasto extra en lugar de mano de obra gratis / futura manutención / auxiliar geriátrico como se los ve en las culturas tradicionales. El antinatalismo filosófico no critica la procreación en base a las consecuencias negativas de la superpoblación y el agotamiento de recursos naturales ni es una excusa para una vida cómoda y sin ataduras. Es un argumento que podría aplicarse de igual manera a quien crea que hay espacio para todos en el mundo y que la obligación moral de todo x (sustitúyase x por la especie, nacionalidad o grupo religioso deseado, por ejemplo “klingon”, “valirio” o “adorador de Yog-Sothoth”) es dejar la mayor descendencia posible para propagar su cultura y/o genes por el universo.

    Así pues, más allá de las insinuaciones en las culturas y religiones antiguas y de toda motivación práctica, probablemente la primera corriente filosófica que trató la cuestión de si merece la pena vivir y procrear (y respondió de forma negativa), fue la de Schopenhauer y algunos de sus seguidores, si bien más como una consecuencia secundaria de sus sistemas filosóficos pesimistas que por un interés primario en desarrollar dicha cuestión. Por ello, los trato solamente como precursores del antinatalismo y (para quien no desee entrar en más detalle) incluyo en la conclusión del artículo un resumen de lo más pertinente para los argumentos antinatalistas.

    Antes de comenzar con Schopenhauer, no puedo evitar mencionar de pasada el caso excepcional de Al-Ma’arri (973-1057), considerado uno de los mejores poetas clásicos árabes, quien, a pesar de su abierto ateísmo e irreligiosidad (dijo que había dos clases de personas: «las que tienen inteligencia pero no religión, y las que tienen religión pero no inteligencia»), tuvo un gran prestigio entre sus contemporáneos musulmanes. Ciego desde su infancia, vivió una vida ascética, por compasión a los animales siguió una dieta vegetariana estricta (lo que hoy llamaríamos vegana), y nunca se casó. Su idea de la existencia era muy pesimista, y por ello sostuvo que no se deberían engendrar hijos, para ahorrarles los sufrimientos de la vida. Sirva este caso como ejemplo de otros literatos que expresaron en algún momento este tipo de sentimientos, como Leopardi, Flaubert y Mark Twain.

    Arthur Schopenhauer (1788-1860)
    Este filósofo alemán es uno de los pioneros y máximos exponentes del pesimismo filosófico, lo que quizá haya jugado en su contra en cuanto a la popularidad de su obra, como demuestra la comparación con su rival Hegel y su (por un tiempo) admirador Nietzsche. Su obra cumbre es El mundo como voluntad y representación, en la que sostiene que el universo y todos los seres animados o inanimados que existen en él están movidos por una fuerza única, ciega e impersonal que se manifiesta en los animales y en los seres humanos como lo que denomina la «Voluntad de Vivir», o simplemente voluntad o deseo, que los impele a sobrevivir y reproducirse, e incluso el intelecto no es más que otra argucia de la voluntad para perseguir sus objetivos. La sustitución de Dios por una fuerza impersonal y la importancia que adquieren la reproducción y por tanto el sexo en su filosofía, ha llevado a algunos a considerarlo un precursor de Darwin y de Freud. A pesar del aire algo fantasioso que tiene su obra vista a través de un prisma actual, influyó notablemente sobre intelectuales tan diversos como Tolstói, Wagner, Einstein y Borges, y por supuesto a los que veremos a continuación.

    Según Schopenhauer, los deseos no satisfechos producen sufrimiento, y el placer es simplemente la sensación de alivio que ocurre cuando desaparece dicho sufrimiento, pero la mayoría de los deseos nunca se hacen realidad, y cuando es así inmediatamente son reemplazados por otros nuevos. Esta visión de la vida, cercana a filosofías indias como el budismo según él mismo reconocía, lo llevó a reflexionar que «Si los niños vinieran al mundo solo por un acto de razón pura, ¿seguiría existiendo la humanidad? Más bien, ¿no tendría una persona suficiente compasión por la próxima generación como para ahorrarle la carga de la existencia, o en cualquier caso no implicarse en imponerle esa carga a sangre fría?».

    A pesar de sus recomendaciones a favor del ascetismo y la resignación, así como de su personalidad huraña, no exenta de cierto humor negro, en su vida personal no se privó de placeres de todo tipo, por lo que se le ha achacado cierta hipocresía, de la que él mismo se defendía respondiendo que no tenía la obligación de ser ejemplo de nada, igual que un escultor no tiene la obligación de asemejarse en belleza a sus obras.

    Philipp Mainländer (1841-1876)
    Philipp Batz, un joven poeta alemán fascinado por la filosofía de Schopenhauer, escribió con el pseudónimo Mainländer una obra (Die Philosophie der Erlösung, más o menos “La filosofía de la redención”) que continuaba por los mismos derroteros, llegando a conclusiones que hoy nos sonarían más cercanas a ciencia ficción que a otra cosa. Tras completar su obra en unos pocos meses a un ritmo obsesivo, se suicidó el día de la publicación de la misma, supuestamente fruto de un colapso mental manifestado en un episodio de megalomanía, aunque siempre es posible que simplemente quisiera llevar a la práctica sus ideas.

    En su obra, Mainländer vaticina que el progreso traerá cada vez más felicidad a la humanidad, pero que, paradójicamente, cuando el bienestar llegue a cotas suficientemente altas, el ser humano llegará a la conclusión de que la vida no puede ser nunca lo bastante buena como para preferirla a la no existencia y escogerá no reproducirse. Aún más: postuló que la «Voluntad-de-Vivir» que describió Schopenhauer es en última instancia una «Voluntad-de-Morir», presente en toda la materia del universo como una especie de fuerza que busca su propia destrucción para huir del horror de la existencia, de lo cual la extinción del ser humano no sería más que un caso particular. Rizando el rizo, afirmó que el universo no es más que el método que Dios utilizó para suicidarse, fragmentando su unidad previa y creando una multiplicidad de seres que llevan la impronta de la voluntad de morir para completar el plan de su creador.

    Eduard von Hartmann (1842-1906)
    La filosofía de Mainländer ofrece muchas similitudes con la de su coetáneo Karl Robert Eduard von Hartmann: también filósofo alemán fuertemente influido por Schopenhauer, su voluminosa obra se considera el hilo conductor entre este y las teorías de Freud. Respecto a su vida, es reseñable que vivió postrado en una cama durante años (lo que no le impidió seguir escribiendo), sufriendo fuertes dolores hasta su muerte.

    En su primer libro, Philosophie des Unbewussten (Filosofía del inconsciente), que tuvo bastante repercusión en su época, se dedica a desmontar las que según él son las principales ilusiones que nos hacemos: la posibilidad de felicidad en la vida, la vida después de la muerte y la mejora de la situación humana debida al progreso. Tras argumentar la falsedad de estas ideas, Hartmann se pregunta si tras rechazarlas deberíamos suicidarnos, y responde que no es así, ya que esto no resolvería el problema ni siquiera aunque toda la humanidad decidiera poner fin a su existencia y acabar con toda la vida del planeta, pues si la vida surgió una vez, puede volver a aparecer. Para él, el inconsciente colectivo humano forma parte de un vasto Inconsciente Universal (otra versión de la Voluntad de Schopenhauer, a la que incorporó elementos del sistema de Hegel) que mediante procesos evolutivos se va haciendo cada vez más consciente hasta llegar a la única conclusión posible: que para dejar de sufrir debe poner fin a su propia existencia. Así pues, el ser humano, como punta de lanza del Inconsciente Universal, debe seguir avanzando en su conocimiento, aunque sea sin esperanza de llegar a la felicidad, con el único objetivo de llegar a un punto en el que sea capaz de aniquilar al Inconsciente de forma que nunca más pueda resurgir.

    Conclusión: aportaciones al antinatalismo de Schopenhauer y sus sucesores
    No se puede decir que Schopenhauer desarrollara una filosofía antinatalista de forma explícita más allá de las reflexiones que se deducen de su sistema, es decir, del absurdo que supone “alimentar” a la Voluntad con nuevos individuos para que perpetúe su cruento y fútil ciclo. Por muy lejana que esté la sensibilidad actual de este sistema filosófico, no podemos ignorar que, como metáfora, está mucho más cerca de la actual descripción científica del universo (por ejemplo, la evolución como mecanismo ciego e indiferente al bien del individuo tal como lo describe Dawkins en El gen egoísta) que a la idea prevalente en la época de que un Dios o una Razón Universal son los arquitectos del universo. De ahí que, a pesar de ser anterior a Darwin, las consecuencias nihilistas que podrían derivarse son las mismas, y por tanto, desde mi punto de vista, esto es lo que Schopenhauer aporta al antinatalismo más allá de reflexiones puntuales sobre la cuestión de tener hijos (de hecho la cita suya que incluyo sobre este tema es prácticamente la única que he encontrado, y ni siquiera pertenece a su obra principal).

    Los dos sucesores de Schopenhauer que hemos tratado retroceden un poco ante esta visión impersonal y fútil del universo introduciendo cierto sentido y meta en la Historia, motivo por el cual fueron duramente criticados por Nietzsche. De hecho, se podría discutir si estos sistemas son en realidad siquiera pesimistas, ya que tanto en uno como en otro, al final todo termina “bien”, al menos bajo cierta definición de “bien” (el fin del sufrimiento, aunque sea a costa de la aniquilación del universo).

    De la estrambótica teoría de Mainländer tal vez se pueda salvar su predicción de que, a mayor bienestar, mayor sería la sensibilidad humana respecto a los males del mundo, como sugieren todo tipo de movimientos sociales, ecologistas y animalistas actuales en los países desarrollados. Lo que está por ver es si los seres humanos llegarán finalmente a su conclusión de que el sufrimiento no es eliminable del todo y preferirán la extinción a esta existencia imperfecta.

    De la filosofía de Hartmann, dejando a un lado sus elementos más fantasiosos, se podría destacar el argumento de que el suicidio de una persona o incluso la extinción de toda la humanidad o toda la vida no resolvería definitivamente el problema del sufrimiento a escala universal. En consecuencia, este sistema no defendería estrictamente el antinatalismo, sino algo mucho más ambicioso y a largo plazo.

    Como se puede imaginar, con el ascenso del ateísmo, el materialismo y el darwinismo, no es necesario recurrir a ninguna teoría estrafalaria para argumentar la futilidad de la vida y la procreación, por lo que, aunque la influencia de Schopenhauer se deja sentir hasta la actualidad, los pensadores modernos que defienden posturas antinatalistas se centran en la ética, como se verá en un próximo artículo si la Voluntad y el Tiempo lo permiten.

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