Barriadas marginales: ¿marginadas de qué?
artículo de Marcelo Colussi - agosto 2018
artículo de Marcelo Colussi - agosto 2018
En cualquier ciudad relativamente grande del Sur del mundo, en el Asia, en África y también en Latinoamérica, son comunes los llamados “asentamientos precarios”, es decir grupos de personas que viven en pésimas condiciones, en casas que no deberían ser habitadas; en barrios carentes de servicios mínimos, insalubres, muchas veces con altos índices de criminalidad, siempre estigmatizados por la sociedad “no precarizada”.
Reciben distintos nombres, pero en esencia son lo mismo: favelas, villas-miseria, cantegriles, tugurios, callampas, ranchos. En otros términos: una secuela impresentable y vergonzosa del modelo capitalista.
La Organización de Naciones Unidas estima que aproximadamente un 25% de la población mundial vive en esas condiciones. Más allá del prejuicio criminalizador y visceralmente conservador que denigra a las personas ahí asentadas –calificándolas de “haraganas” o “poco emprendedoras”– ninguna de ellas decidió vivir así; y más aún: es poco lo que pueden hacer para cambiar tal estado de cosas.
Todo eso demuestra que la máxima preferida de la ideología capitalista –“si uno quiere, puede”– para la abrumadora mayoría carece de validez, pero algo se puede hacer contra eso. Es más: algo ¡se debe hacer! El número de seres humanos que habita en condiciones extrema crece incesantemente. Los planes neoliberales de estos últimos años han agravado el problema: en vez de disminuir, dichos barrios –con todos sus inconvenientes– siguen creciendo.
Ya sea en barrancos o en laderas de cerros, cerca de ríos o en terrenos inseguros; bajo puentes, o junto a las vías del ferrocarril; con diversos nombres pero siempre similares características, el fenómeno se repite en todo el planeta. También en el Norte próspero –aunque en menor cantidad que en nuestros atribulados países del Sur– existen esas “zonas rojas”. Pero, ¿“zonas rojas” para quién?
Son “rojas” –es decir peligrosas– en tanto evidencian la crisis en juego. No una crisis momentánea, circunstancial sino, por el contrario, una clara y patética demostración de las estructuras profundas de nuestra sociedad. Son, en definitiva, un síntoma de los modelos económico-sociales en juego, al igual que otras manifestaciones que conforman el espectáculo urbano de los países pobres (por cierto, la mayoría en el mundo): niños de la calle, pandillas juveniles violentas –las maras, las barras bravas– ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida, transporte público en deplorables condiciones.
Patético resulta también que, como contracara de esos enclaves de pobreza y exclusión, emerjan otros barrios amurallados, rodeados de guardias de seguridad y barreras protectoras para cuidar sus privilegios. Aunque celosamente cerrados al exterior “peligroso”, no se les considera marginales.
¿Qué significa, entonces, ser “marginal”? ¿Son marginales también los pobladores de estas colonias? ¿Al margen de qué están? Al margen de una economía injusta, sin dudas irracional, que cada vez se concentra en menos manos. Aunque ningún discurso “políticamente correcto” lo tipifique así, está sobreentendido que, si son marginales, pues entonces… sobran. Pero, ¿puede alguien “sobrar” en el mundo?
Nadie decide ir a vivir a sitios marginales, son las condiciones las que lo fuerzan, a partir de una sumatoria de motivos: en general; es la huida de población rural de su situación de pobreza crónica, fascinada por la ciudad. Otras veces escapa a guerras internas.
En las islas de pobreza de las ciudades del Norte, la población migrante viene desde los empobrecidos países del Sur, en busca de lo que suponen “paraísos de salvación” ante la extrema precariedad de la que provienen, pero en todos los casos se huye de la desesperación. Una vez instalados en los nuevos sitios, se torna muy difícil salir.
En las urbanizaciones precarias la vulnerabilidad ante los (mal) llamados “desastres naturales” es enorme (en realidad son desastres sociales, humanos); de hecho así lo demuestra cada embate de la naturaleza: las endebles e inseguras casitas de cartón son las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un sismo o un aluvión de lluvias torrenciales. O las primeras en ser arrasadas por ríos desbordados, cuando se levantan en sus riberas, contra toda norma de seguridad.
Los gobiernos de turno dan diversas respuestas a esa situación extrema, con mayor o menor fortuna. De todos modos –más allá de los planes de erradicación, provisión de servicios y mejoramiento de los asentamientos ya constituidos– se trata de acciones coyunturales válidas, pero que no solucionan el problema de fondo. Los parches no son más que eso, parches. Los problemas estructurales persisten.
Preguntar por qué surgen estas barriadas equivale a preguntarnos por qué hay niños de la calle, y en su antípoda, barrios de mansiones con piscinas y helipuertos, fortificados y defendidos como castillos feudales. La pregunta en sí misma presupone la respuesta: la repartición injusta de la riqueza, en manos de algunos pocos, mientras las grandes mayorías se ven excluidas. No es posible terminar con esta precariedad en tanto no cambien en profundidad las políticas en curso.
Y todo eso tiene nombre y apellido concreto, aunque en los últimos años el discurso dominante nos quiso hacer olvidar esa posibilidad, la de una revolución socialista.
Reciben distintos nombres, pero en esencia son lo mismo: favelas, villas-miseria, cantegriles, tugurios, callampas, ranchos. En otros términos: una secuela impresentable y vergonzosa del modelo capitalista.
La Organización de Naciones Unidas estima que aproximadamente un 25% de la población mundial vive en esas condiciones. Más allá del prejuicio criminalizador y visceralmente conservador que denigra a las personas ahí asentadas –calificándolas de “haraganas” o “poco emprendedoras”– ninguna de ellas decidió vivir así; y más aún: es poco lo que pueden hacer para cambiar tal estado de cosas.
Todo eso demuestra que la máxima preferida de la ideología capitalista –“si uno quiere, puede”– para la abrumadora mayoría carece de validez, pero algo se puede hacer contra eso. Es más: algo ¡se debe hacer! El número de seres humanos que habita en condiciones extrema crece incesantemente. Los planes neoliberales de estos últimos años han agravado el problema: en vez de disminuir, dichos barrios –con todos sus inconvenientes– siguen creciendo.
Ya sea en barrancos o en laderas de cerros, cerca de ríos o en terrenos inseguros; bajo puentes, o junto a las vías del ferrocarril; con diversos nombres pero siempre similares características, el fenómeno se repite en todo el planeta. También en el Norte próspero –aunque en menor cantidad que en nuestros atribulados países del Sur– existen esas “zonas rojas”. Pero, ¿“zonas rojas” para quién?
Son “rojas” –es decir peligrosas– en tanto evidencian la crisis en juego. No una crisis momentánea, circunstancial sino, por el contrario, una clara y patética demostración de las estructuras profundas de nuestra sociedad. Son, en definitiva, un síntoma de los modelos económico-sociales en juego, al igual que otras manifestaciones que conforman el espectáculo urbano de los países pobres (por cierto, la mayoría en el mundo): niños de la calle, pandillas juveniles violentas –las maras, las barras bravas– ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida, transporte público en deplorables condiciones.
Patético resulta también que, como contracara de esos enclaves de pobreza y exclusión, emerjan otros barrios amurallados, rodeados de guardias de seguridad y barreras protectoras para cuidar sus privilegios. Aunque celosamente cerrados al exterior “peligroso”, no se les considera marginales.
¿Qué significa, entonces, ser “marginal”? ¿Son marginales también los pobladores de estas colonias? ¿Al margen de qué están? Al margen de una economía injusta, sin dudas irracional, que cada vez se concentra en menos manos. Aunque ningún discurso “políticamente correcto” lo tipifique así, está sobreentendido que, si son marginales, pues entonces… sobran. Pero, ¿puede alguien “sobrar” en el mundo?
Nadie decide ir a vivir a sitios marginales, son las condiciones las que lo fuerzan, a partir de una sumatoria de motivos: en general; es la huida de población rural de su situación de pobreza crónica, fascinada por la ciudad. Otras veces escapa a guerras internas.
En las islas de pobreza de las ciudades del Norte, la población migrante viene desde los empobrecidos países del Sur, en busca de lo que suponen “paraísos de salvación” ante la extrema precariedad de la que provienen, pero en todos los casos se huye de la desesperación. Una vez instalados en los nuevos sitios, se torna muy difícil salir.
En las urbanizaciones precarias la vulnerabilidad ante los (mal) llamados “desastres naturales” es enorme (en realidad son desastres sociales, humanos); de hecho así lo demuestra cada embate de la naturaleza: las endebles e inseguras casitas de cartón son las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un sismo o un aluvión de lluvias torrenciales. O las primeras en ser arrasadas por ríos desbordados, cuando se levantan en sus riberas, contra toda norma de seguridad.
Los gobiernos de turno dan diversas respuestas a esa situación extrema, con mayor o menor fortuna. De todos modos –más allá de los planes de erradicación, provisión de servicios y mejoramiento de los asentamientos ya constituidos– se trata de acciones coyunturales válidas, pero que no solucionan el problema de fondo. Los parches no son más que eso, parches. Los problemas estructurales persisten.
Preguntar por qué surgen estas barriadas equivale a preguntarnos por qué hay niños de la calle, y en su antípoda, barrios de mansiones con piscinas y helipuertos, fortificados y defendidos como castillos feudales. La pregunta en sí misma presupone la respuesta: la repartición injusta de la riqueza, en manos de algunos pocos, mientras las grandes mayorías se ven excluidas. No es posible terminar con esta precariedad en tanto no cambien en profundidad las políticas en curso.
Y todo eso tiene nombre y apellido concreto, aunque en los últimos años el discurso dominante nos quiso hacer olvidar esa posibilidad, la de una revolución socialista.