¿Existe el patriarcado?
texto de la web Nuevo Curso - Izquierda comunista española
Resulta chocante que algo tan cotidiano y omnipresente como la opresión de la mujer se argumente de formas tan rebuscadas, a menudo erróneas y muchas veces, simplemente falsas o alienantes. ¿Por qué? Si no es tan complicado. Si está delante de los ojos de todo el mundo… y sin embargo, éso, la invisibilidad de la opresión incluso para quienes pretenden denunciarla, es lo que demuestra que está profundamente imbricada en el sistema de explotación que articula la sociedad en la que vivimos.
El problema es que el feminismo del último tercio del siglo XX construye su discurso alrededor del «patriarcado». El objetivo es redefinir la opresión de la mujer como una forma de explotación anterior y simultánea al capitalismo. De ese modo el patriarcado sería un sistema de co-explotación. Solo así puede plantear una suerte de revolución permanente por fases en la que se debería enfrentar primero el patriarcado, o en la que, simplemente, se debería dejar de lado la lucha contra el capitalismo porque ninguna superación de éste produciría otra cosa que exclusión si no se resuelve antes la división sexual del trabajo y la explotación específica y sistémica de la mujer.
La operación no es fácil porque requiere una tremenda cantidad de saltos históricos y el vaciamiento de unos pocos conceptos. Para empezar, el patriarcado es una parte central del conjunto de relaciones de producción en el modo de producción esclavista. Implicaba una forma de propiedad material sobre el conjunto de la unidad productiva -esclavos, descendencia, cónyuge- y una cierta relación con el territorio. Se puede argumentar que las relaciones patriarcales se mantuvieron, transformándose, bajo el feudalismo e incluso que sobrevivieron con éste en regiones agrarias aisladas y atrasadas. Pero frente a las viejas relaciones patriarcales el capitalismo no solo fue revolucionario, sino implacable, como recordaba ya el «Manifiesto Comunista». ¿Por qué? Porque para que exista plusvalía, debe existir primero la posibilidad de conversión del dinero en capital, es decir la fuerza de trabajo debe ser una mercancía que se compre y venda libremente en el mercado. Para ello el vendedor debe poder encontrarse con el comprador como personas que intercambian mercancías, tener -formalmente- «iguales derechos». El trabajador debe ser «libre», esto es dueño de la mercancía que va a vender y estar dispuesto a vender su fuerza de trabajo durante un tiempo determinado como algo separado de sí mismo -si se vendiera a sí mismo sería un esclavo y si su fuerza de trabajo no le perteneciera por derecho sería un siervo. Para todo lo cual debe además de no tener alternativas, estar desposeído de los medios de producción que le permitirían convertir su fuerza de trabajo en mercancías por sí mismo.
¿Patriarcado o capitalismo?
¿Cómo intentó superar el feminismo esta obviedad? Planteando que las «amas de casa» de las distintas clases sociales realizaban un trabajo no remunerado bajo un modo de explotación patriarcal específico. El capitalismo existiría para los varones, el patriarcado para las mujeres, en una suerte de pirámide acumulativa de sistemas de explotación (modos de producción), de modo que las mujeres no tenían que atender a las divisiones y luchas de clase propias del capitalismo, sino juntas -en tanto que mujeres- con independencia de la clase social a la que pertenecieran sus familias, enfrentar el patriarcado para liberarse entrando por fin como iguales en la sociedad burguesa.
patriarcado para liberarse entrando por fin como iguales en la sociedad burguesa.
Para esto debían confundir la reproducción humana (tener hijos), con la reproducción de la fuerza de trabajo en el capitalismo (mantener el número, capacidad y cualificación de la mercancía fuerza de trabajo que se vende al capital) igualando una y otra para a partir de ahí hacer disquisiciones sobre el trabajo doméstico profundamente erradas. Ejemplo: defender que la opresión de la mujer prosigue bajo el capitalismo para que el capital pueda ahorrarse pagar el trabajo doméstico. En realidad, la masa salarial total que percibe el proletariado es el coste de reproducción de la fuerza de trabajo que el capital emplea. Este coste de reproducción es independiente de la división sexual del trabajo, es simplemente, el mínimo que puede pagar en cada momento dado un estado de la tecnología, una estructura de costes y una correlación de fuerzas entre las clases sociales. De hecho, históricamente, la incorporación de la mujer a la fuerza de trabajo asalariada, impelida por la capitalización masiva durante la reconstrucción posbélica en países como España, Portugal o Argentina, acabó como había comenzado: los ingresos totales de cualquier familia trabajadora llegaban justito para mantener la capacidad de trabajo de sus miembros en edad laboral, incluidos los costes culturales necesarios para sostener una mano de obra necesariamente más cualificada.
Invisibilizando la opresión para sostener la idea de «patriarcado»
El problema de la aproximación feminista es que la necesidad de presentar como patriarcado el complejo entramado ideológico de la opresión de las mujeres le lleva a invisibilizar sus consecuencias materiales más básicas. Un ejemplo cotidiano en estos días es el concepto de «brecha salarial de género». Originalmente significaba la diferencia salarial para el mismo puesto entre trabajadores de distinto sexo. Es decir, era una medida de la discriminación franca y directa… que el mismo capitalismo de estado y su lógica de agrupar en monopolios los factores productivos, especialmente el trabajo, prohibió legalmente en todos los países europeos. ¿Qué es ahora la brecha salarial? La diferencia entre las masas salariales percibidas por varones y mujeres tomados como grupos homogéneos por encima de generaciones y clases. Aunque sirva para decir que «las mujeres cobramos menos que los hombres», la mayor parte del resultado se explica porque la fuerza de trabajo femenina se incorporó más tarde, es más joven generacionalmente y por tanto está más precarizada, además de que en los cuadros -la pequeña burguesía corporativa- y directivos -burguesía de estado- sigue habiendo una sexificación evidente.
Hace poco la ministra de Macron daba el titular de que las mujeres ganan el 25% menos que los hombres en Francia. ¿Por qué? Porque no se tienen en cuenta las diferencias de clase: en la alta burocracia de la empresa y del estado hay más hombres. Si se comparan salarios por puesto similar y antigüedad la diferencia se reduce al 9% en el caso francés. En España, cuando se tiene en cuenta el tipo de trabajo y la antigüedad, el ingreso medio tiene una brecha del 13% que se explica sobre todo porque a partir de ciertas edades -que reflejan las oleadas de incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo y el cambio cultural- las mujeres trabajan menos horas aun en trabajos similares. Si nos fijamos en los trabajadores menores de 30 años, la diferencia de ingresos se reduce a un 4,7% que viene a corresponder con la diferencia, a favor de las mujeres, en posgrados. No es de extrañar que los liberales se apunten a tal feminismo, no les cuesta nada demostrar que cuanta más «flexibilidad», es decir cuanta más precarización sufren las condiciones laborales «por igual», menos «brecha salarial de género» va a haber.
¿Eso significa que está todo bien? No, solo significa que el capitalismo no tiene intrínsecamente ninguna necesidad de sostener un régimen de explotación específico para las mujeres. El patriarcado, como lo define el feminismo, es un fantasma vacío. Y precisamente por eso, invisibiliza la opresión real.
¿Opresión sin patriarcado?
Pero si no hay un sistema específico de explotación de la mujer ¿por qué el capitalismo sustenta una discriminación persistente e innegable? Para entenderlo hay que criticar -esto es, demolir- algunas de las mentiras que el capitalismo cuenta sobre sí mismo, eso que llamamos ideología.
1 - A pesar de los cantos a las virtudes de la «libre competencia», el capitalismo nunca ha conocido una competencia como la que se enseña en las asignaturas de economía de secundaria y en la facultad. Como vemos todos los días en la guerra comercial, las leyes mercantiles, los impuestos… la competencia capitalista es una guerra total que no se da más que parcialmente en el «lenguaje de los precios». Crear monopolios para chantajear a muerte a millones, imponer ventajas comerciales mediante la fuerza militar, someter a cargas mayores al capital más débil… son el día a día de la competencia entre capitalistas. Por supuesto que el mismo capitalismo de estado que dirige la caótica y cruel rebatina cotidiana mundial, nos aleccionará sobre la competitividad de los salarios y lo egoista y costosas socialmente que resultan cualquiera de nuestras protestas. Pero la verdad es que hasta el pequeño burgués más mísero sabe que los «buenos márgenes» y los «grandes negocios» nacen de posiciones de fuerza normalmente avaladas por el estado o sustentadas en la propiedad de grandes masas de capital, no de la competencia en precio y calidad, sino de la posibilidad de imponer exacciones a través del mercado. Y es que a fin de cuentas, la libertad y la igualdad capitalistas se basan no en la competencia sino en que los que solo tienen fuerza de trabajo tengan que venderla en el mercado, algo que ni siquiera originalmente se impuso «espontáneamente». Es decir, el capitalismo real es un sistema de incentivos a la discriminación, sin discriminación –que se lo digan a los temporeros migrantes y a sus patrones– no hay acumulación que permita entrar en el juego del gran capital a la pequeña burguesía. Esa es la competencia real. Tan brutal que el propio estado ha de moderarla. Por eso la existencia de cualquier resto o prejuicio precapitalista será alentada y adoptada una y otra vez para arañar una ventaja por los aspirantes a nuevos concurrentes. De eso va el juego.
2 - El capitalismo se «expande» mercantilizando todas las relaciones sociales y todas las actividades humanas. ¿Que los ingresos familiares totales no dan para llegar a fin de mes? ¡Siempre puedes precarizar tu vida un poco más! ¡Comercializa tu «hospitalidad» a través de Airbnb e intercambia tu solidaridad con los vecinos en un banco de tiempo! ¿Que tener hijos se ha tornado casi imposible de sostener para una generación de trabajadores? Ningún problema, el que tenga dinero que «externalice» su producción alquilando el útero de quien no tenga nada más que ofrecer en el mercado… El capitalismo presenta una y otra vez las relaciones entre clases como si fueran relaciones entre objetos en el mercado, está en su esencia como sistema mercantil total. En ese proceso, cada faceta de la vida se cosifica, se mercantiliza, reduciéndonos en cada dimensión y momento de la vida a cosa, a objeto intercambiable y puramente instrumental. Esa es la esencia de la moral burguesa, por cierto: nada a cambio de nada, «no hay desayuno gratis», las vidas ajenas y con ellas la propia, son reducidos a meros instrumentos, a «bienes», mercancías a poseer.
3 - Lo esencial en nuestra especie es social. Hasta en lo más íntimo -la percepción- somos un constructo, un producto de las relaciones sociales que nos rodean. Las supuestas «identidades» de todo tipo no son otra cosa que expresiones de las constricciones y los condicionantes con los que el sistema nos disciplina y nos contenta, nos discrimina y nos «privilegia» como un ilusionista interesado y malintencionado. La «identidad» -nacional, racial, lingüística, sexual, de género o cualquier otra- no es lo que somos sino la exaltación, positiva o negativa, de una categorización que solo existe como glorificación de un sistema opresivo. La identidad es la opresión contada por un vendedor de «experiencias».
Invisibilizando la opresión de la mujer
Para ese sistema que es una verdadera máquina de excluir, mercantilizar, cosificar y crear «identidades», eliminar de modo efectivo la opresión de la mujer es extraño, si no utópico. ¿Por qué eliminar ninguna opresión concreta cuando se están creando continuamente y resultan funcionales, incluso necesarias en su conjunto, para el sistema? La opresión está tan naturalizada que por otro lado resulta insidiosa cuando no es brutal. La idea de un capitalismo no discriminador es sencillamente utópica y por tanto, reaccionaria.
Por otro lado, el núcleo a partir del que enraíza toda opresión es la creación de identidades políticas a partir de ellas y es difícil pensar que un movimiento cuyo principal objetivo es convencernos de nuestra pertenencia a un sujeto político interclasista («las mujeres») pueda ponerlas jamás en cuestión. Si alguna vez se pregunta por qué las jornadas femeninas medias son más cortas será para encontrar de nuevo al fantasma del patriarca antiguo impidiendo a las mujeres vender su fuerza de trabajo en la misma cantidad que los varones; si denuncia la ausencia de mujeres en los panteones artísticos, literarios y científicos con los que la burguesía nos relata épicamente su pasado, es para reivindicar un panteón ampliado y «paritario», como si la creación y la brillantez intelectual que expresan los intereses y valores de las cosas dominantes no hubieran sido privativos de los varones de esas mismas clases. La teoría del patriarcado, pretendiendo ser «más radical» que el marxismo, invisibiliza la explotación y banaliza la opresión real sufrida por las mujeres a lo largo de la historia. No es casualidad si al final el discurso «antipatriarcalista», nacido para justificar que «las mujeres», al margen de las clases a las que pertenezcan, son parte de un sujeto político interclasista, reduce la opresión a los términos en que la siente la pequeña burguesía: asimetría de sexos en el seno del poder corporativo y político e invisibilización de «talentos». Diluida, depurada de su origen en la mercantilización y cosificación de cada dimensión vital, en el discurso feminista aparecería en tercer lugar la violencia sexual, relatada tan solo como negación final, asesina y humillante, de «lo femenino». Así, la violencia sexual se desliza para abarcar cualquier tipo de violencia que pueda sufrir una mujer sin necesidad de que la sufra por el hecho de ser mujer. Acaba siendo una vez más, un verdadero argumento de descargo para un capitalismo cuya cotidianidad en todos los planos y dimensiones -desde la guerra al conflicto comercial pasando por el ejercicio del poder político y terminando en la realidad laboral- es de una violencia cotidiana y constante.
texto de la web Nuevo Curso - Izquierda comunista española
Resulta chocante que algo tan cotidiano y omnipresente como la opresión de la mujer se argumente de formas tan rebuscadas, a menudo erróneas y muchas veces, simplemente falsas o alienantes. ¿Por qué? Si no es tan complicado. Si está delante de los ojos de todo el mundo… y sin embargo, éso, la invisibilidad de la opresión incluso para quienes pretenden denunciarla, es lo que demuestra que está profundamente imbricada en el sistema de explotación que articula la sociedad en la que vivimos.
El problema es que el feminismo del último tercio del siglo XX construye su discurso alrededor del «patriarcado». El objetivo es redefinir la opresión de la mujer como una forma de explotación anterior y simultánea al capitalismo. De ese modo el patriarcado sería un sistema de co-explotación. Solo así puede plantear una suerte de revolución permanente por fases en la que se debería enfrentar primero el patriarcado, o en la que, simplemente, se debería dejar de lado la lucha contra el capitalismo porque ninguna superación de éste produciría otra cosa que exclusión si no se resuelve antes la división sexual del trabajo y la explotación específica y sistémica de la mujer.
La operación no es fácil porque requiere una tremenda cantidad de saltos históricos y el vaciamiento de unos pocos conceptos. Para empezar, el patriarcado es una parte central del conjunto de relaciones de producción en el modo de producción esclavista. Implicaba una forma de propiedad material sobre el conjunto de la unidad productiva -esclavos, descendencia, cónyuge- y una cierta relación con el territorio. Se puede argumentar que las relaciones patriarcales se mantuvieron, transformándose, bajo el feudalismo e incluso que sobrevivieron con éste en regiones agrarias aisladas y atrasadas. Pero frente a las viejas relaciones patriarcales el capitalismo no solo fue revolucionario, sino implacable, como recordaba ya el «Manifiesto Comunista». ¿Por qué? Porque para que exista plusvalía, debe existir primero la posibilidad de conversión del dinero en capital, es decir la fuerza de trabajo debe ser una mercancía que se compre y venda libremente en el mercado. Para ello el vendedor debe poder encontrarse con el comprador como personas que intercambian mercancías, tener -formalmente- «iguales derechos». El trabajador debe ser «libre», esto es dueño de la mercancía que va a vender y estar dispuesto a vender su fuerza de trabajo durante un tiempo determinado como algo separado de sí mismo -si se vendiera a sí mismo sería un esclavo y si su fuerza de trabajo no le perteneciera por derecho sería un siervo. Para todo lo cual debe además de no tener alternativas, estar desposeído de los medios de producción que le permitirían convertir su fuerza de trabajo en mercancías por sí mismo.
¿Patriarcado o capitalismo?
¿Cómo intentó superar el feminismo esta obviedad? Planteando que las «amas de casa» de las distintas clases sociales realizaban un trabajo no remunerado bajo un modo de explotación patriarcal específico. El capitalismo existiría para los varones, el patriarcado para las mujeres, en una suerte de pirámide acumulativa de sistemas de explotación (modos de producción), de modo que las mujeres no tenían que atender a las divisiones y luchas de clase propias del capitalismo, sino juntas -en tanto que mujeres- con independencia de la clase social a la que pertenecieran sus familias, enfrentar el patriarcado para liberarse entrando por fin como iguales en la sociedad burguesa.
patriarcado para liberarse entrando por fin como iguales en la sociedad burguesa.
Para esto debían confundir la reproducción humana (tener hijos), con la reproducción de la fuerza de trabajo en el capitalismo (mantener el número, capacidad y cualificación de la mercancía fuerza de trabajo que se vende al capital) igualando una y otra para a partir de ahí hacer disquisiciones sobre el trabajo doméstico profundamente erradas. Ejemplo: defender que la opresión de la mujer prosigue bajo el capitalismo para que el capital pueda ahorrarse pagar el trabajo doméstico. En realidad, la masa salarial total que percibe el proletariado es el coste de reproducción de la fuerza de trabajo que el capital emplea. Este coste de reproducción es independiente de la división sexual del trabajo, es simplemente, el mínimo que puede pagar en cada momento dado un estado de la tecnología, una estructura de costes y una correlación de fuerzas entre las clases sociales. De hecho, históricamente, la incorporación de la mujer a la fuerza de trabajo asalariada, impelida por la capitalización masiva durante la reconstrucción posbélica en países como España, Portugal o Argentina, acabó como había comenzado: los ingresos totales de cualquier familia trabajadora llegaban justito para mantener la capacidad de trabajo de sus miembros en edad laboral, incluidos los costes culturales necesarios para sostener una mano de obra necesariamente más cualificada.
Invisibilizando la opresión para sostener la idea de «patriarcado»
El problema de la aproximación feminista es que la necesidad de presentar como patriarcado el complejo entramado ideológico de la opresión de las mujeres le lleva a invisibilizar sus consecuencias materiales más básicas. Un ejemplo cotidiano en estos días es el concepto de «brecha salarial de género». Originalmente significaba la diferencia salarial para el mismo puesto entre trabajadores de distinto sexo. Es decir, era una medida de la discriminación franca y directa… que el mismo capitalismo de estado y su lógica de agrupar en monopolios los factores productivos, especialmente el trabajo, prohibió legalmente en todos los países europeos. ¿Qué es ahora la brecha salarial? La diferencia entre las masas salariales percibidas por varones y mujeres tomados como grupos homogéneos por encima de generaciones y clases. Aunque sirva para decir que «las mujeres cobramos menos que los hombres», la mayor parte del resultado se explica porque la fuerza de trabajo femenina se incorporó más tarde, es más joven generacionalmente y por tanto está más precarizada, además de que en los cuadros -la pequeña burguesía corporativa- y directivos -burguesía de estado- sigue habiendo una sexificación evidente.
Hace poco la ministra de Macron daba el titular de que las mujeres ganan el 25% menos que los hombres en Francia. ¿Por qué? Porque no se tienen en cuenta las diferencias de clase: en la alta burocracia de la empresa y del estado hay más hombres. Si se comparan salarios por puesto similar y antigüedad la diferencia se reduce al 9% en el caso francés. En España, cuando se tiene en cuenta el tipo de trabajo y la antigüedad, el ingreso medio tiene una brecha del 13% que se explica sobre todo porque a partir de ciertas edades -que reflejan las oleadas de incorporación de las mujeres a la fuerza de trabajo y el cambio cultural- las mujeres trabajan menos horas aun en trabajos similares. Si nos fijamos en los trabajadores menores de 30 años, la diferencia de ingresos se reduce a un 4,7% que viene a corresponder con la diferencia, a favor de las mujeres, en posgrados. No es de extrañar que los liberales se apunten a tal feminismo, no les cuesta nada demostrar que cuanta más «flexibilidad», es decir cuanta más precarización sufren las condiciones laborales «por igual», menos «brecha salarial de género» va a haber.
¿Eso significa que está todo bien? No, solo significa que el capitalismo no tiene intrínsecamente ninguna necesidad de sostener un régimen de explotación específico para las mujeres. El patriarcado, como lo define el feminismo, es un fantasma vacío. Y precisamente por eso, invisibiliza la opresión real.
¿Opresión sin patriarcado?
Pero si no hay un sistema específico de explotación de la mujer ¿por qué el capitalismo sustenta una discriminación persistente e innegable? Para entenderlo hay que criticar -esto es, demolir- algunas de las mentiras que el capitalismo cuenta sobre sí mismo, eso que llamamos ideología.
1 - A pesar de los cantos a las virtudes de la «libre competencia», el capitalismo nunca ha conocido una competencia como la que se enseña en las asignaturas de economía de secundaria y en la facultad. Como vemos todos los días en la guerra comercial, las leyes mercantiles, los impuestos… la competencia capitalista es una guerra total que no se da más que parcialmente en el «lenguaje de los precios». Crear monopolios para chantajear a muerte a millones, imponer ventajas comerciales mediante la fuerza militar, someter a cargas mayores al capital más débil… son el día a día de la competencia entre capitalistas. Por supuesto que el mismo capitalismo de estado que dirige la caótica y cruel rebatina cotidiana mundial, nos aleccionará sobre la competitividad de los salarios y lo egoista y costosas socialmente que resultan cualquiera de nuestras protestas. Pero la verdad es que hasta el pequeño burgués más mísero sabe que los «buenos márgenes» y los «grandes negocios» nacen de posiciones de fuerza normalmente avaladas por el estado o sustentadas en la propiedad de grandes masas de capital, no de la competencia en precio y calidad, sino de la posibilidad de imponer exacciones a través del mercado. Y es que a fin de cuentas, la libertad y la igualdad capitalistas se basan no en la competencia sino en que los que solo tienen fuerza de trabajo tengan que venderla en el mercado, algo que ni siquiera originalmente se impuso «espontáneamente». Es decir, el capitalismo real es un sistema de incentivos a la discriminación, sin discriminación –que se lo digan a los temporeros migrantes y a sus patrones– no hay acumulación que permita entrar en el juego del gran capital a la pequeña burguesía. Esa es la competencia real. Tan brutal que el propio estado ha de moderarla. Por eso la existencia de cualquier resto o prejuicio precapitalista será alentada y adoptada una y otra vez para arañar una ventaja por los aspirantes a nuevos concurrentes. De eso va el juego.
2 - El capitalismo se «expande» mercantilizando todas las relaciones sociales y todas las actividades humanas. ¿Que los ingresos familiares totales no dan para llegar a fin de mes? ¡Siempre puedes precarizar tu vida un poco más! ¡Comercializa tu «hospitalidad» a través de Airbnb e intercambia tu solidaridad con los vecinos en un banco de tiempo! ¿Que tener hijos se ha tornado casi imposible de sostener para una generación de trabajadores? Ningún problema, el que tenga dinero que «externalice» su producción alquilando el útero de quien no tenga nada más que ofrecer en el mercado… El capitalismo presenta una y otra vez las relaciones entre clases como si fueran relaciones entre objetos en el mercado, está en su esencia como sistema mercantil total. En ese proceso, cada faceta de la vida se cosifica, se mercantiliza, reduciéndonos en cada dimensión y momento de la vida a cosa, a objeto intercambiable y puramente instrumental. Esa es la esencia de la moral burguesa, por cierto: nada a cambio de nada, «no hay desayuno gratis», las vidas ajenas y con ellas la propia, son reducidos a meros instrumentos, a «bienes», mercancías a poseer.
3 - Lo esencial en nuestra especie es social. Hasta en lo más íntimo -la percepción- somos un constructo, un producto de las relaciones sociales que nos rodean. Las supuestas «identidades» de todo tipo no son otra cosa que expresiones de las constricciones y los condicionantes con los que el sistema nos disciplina y nos contenta, nos discrimina y nos «privilegia» como un ilusionista interesado y malintencionado. La «identidad» -nacional, racial, lingüística, sexual, de género o cualquier otra- no es lo que somos sino la exaltación, positiva o negativa, de una categorización que solo existe como glorificación de un sistema opresivo. La identidad es la opresión contada por un vendedor de «experiencias».
Invisibilizando la opresión de la mujer
Para ese sistema que es una verdadera máquina de excluir, mercantilizar, cosificar y crear «identidades», eliminar de modo efectivo la opresión de la mujer es extraño, si no utópico. ¿Por qué eliminar ninguna opresión concreta cuando se están creando continuamente y resultan funcionales, incluso necesarias en su conjunto, para el sistema? La opresión está tan naturalizada que por otro lado resulta insidiosa cuando no es brutal. La idea de un capitalismo no discriminador es sencillamente utópica y por tanto, reaccionaria.
Por otro lado, el núcleo a partir del que enraíza toda opresión es la creación de identidades políticas a partir de ellas y es difícil pensar que un movimiento cuyo principal objetivo es convencernos de nuestra pertenencia a un sujeto político interclasista («las mujeres») pueda ponerlas jamás en cuestión. Si alguna vez se pregunta por qué las jornadas femeninas medias son más cortas será para encontrar de nuevo al fantasma del patriarca antiguo impidiendo a las mujeres vender su fuerza de trabajo en la misma cantidad que los varones; si denuncia la ausencia de mujeres en los panteones artísticos, literarios y científicos con los que la burguesía nos relata épicamente su pasado, es para reivindicar un panteón ampliado y «paritario», como si la creación y la brillantez intelectual que expresan los intereses y valores de las cosas dominantes no hubieran sido privativos de los varones de esas mismas clases. La teoría del patriarcado, pretendiendo ser «más radical» que el marxismo, invisibiliza la explotación y banaliza la opresión real sufrida por las mujeres a lo largo de la historia. No es casualidad si al final el discurso «antipatriarcalista», nacido para justificar que «las mujeres», al margen de las clases a las que pertenezcan, son parte de un sujeto político interclasista, reduce la opresión a los términos en que la siente la pequeña burguesía: asimetría de sexos en el seno del poder corporativo y político e invisibilización de «talentos». Diluida, depurada de su origen en la mercantilización y cosificación de cada dimensión vital, en el discurso feminista aparecería en tercer lugar la violencia sexual, relatada tan solo como negación final, asesina y humillante, de «lo femenino». Así, la violencia sexual se desliza para abarcar cualquier tipo de violencia que pueda sufrir una mujer sin necesidad de que la sufra por el hecho de ser mujer. Acaba siendo una vez más, un verdadero argumento de descargo para un capitalismo cuya cotidianidad en todos los planos y dimensiones -desde la guerra al conflicto comercial pasando por el ejercicio del poder político y terminando en la realidad laboral- es de una violencia cotidiana y constante.