Religión y política. Franquismo y democracia
conferencia de Juan Francisco González Barón (Europa Laica) - septiembre 2007
se publica en el Foro en dos mensajes
Esta es la segunda ocasión que se me brinda para hablar públicamente sobre el franquismo. En la primera, sin embargo, hace ya muchos años, el tema se abordaba desde una óptica muy diferente: la vida cotidiana bajo el Régimen, contemplada a través de la narrativa de posguerra.
Hoy se trata de presentar un enfoque directamente político, centrado, sobre todo, en el binomio franquismo = religión. Pero ahora, como entonces, debo decir que no es una temática que aborde con placer. Se trata de un periodo triste y sombrío de nuestra historia, que estamos obligados a conocer y a no olvidar, por dos razones básicas:
1) Superar definitivamente los fuertes atavismos de la dictadura que todavía perviven en nuestra interminable “transición”.
2) Hacer justicia a quienes lucharon contra la brutal represión franquista y/o a quienes fueron víctimas de la misma.
Para abordar la temática que ahora nos ocupa, es preciso intentar un análisis, aunque sea muy somero, para delimitar qué es exactamente el franquismo, cuáles son sus rasgos definitorios.
Y la primera dificultad que se nos presenta, atendiendo a los intelectuales, sociólogos e historiadores que se han ocupado del tema, es el ingente número de argumentaciones vertidas en una polémica todavía no resuelta: ¿es realmente la dictadura franquista un régimen fascista? O, dicho de otra manera, ¿es el fascismo el modelo político que mejor nos permite observar y comprender este periodo histórico?
He vuelto a repasar, preparando mi exposición, algunas opiniones relativamente recientes, como las de José Félix Tezanos, Torres del Moral, Raúl Modoro, Salvador Giner, José Casanova, Alfonso Botti… Y digo “algunas”, y no necesariamente las más relevantes o las más significativas, que, en su conjunto, esgrimen el abanico argumentativo completo sobre si nos encontramos o no ante un régimen que podamos definir como fascista.
Ciertamente, el tema es tan complejo que no voy a intentar zanjar aquí esa discusión. Los argumentos son muchos, su mera exposición llevaría mucho más tiempo del que parece aceptable en una exposición oral, y el objetivo de esta intervención es otro. Pero sí me gustaría recordar dónde se inserta históricamente el surgimiento de un régimen de este tipo, que tiene ya sus precedentes.
Debemos remontarnos para ello a la liquidación del Antiguo Régimen, que en Francia se produce a finales del siglo XVIII, y que conlleva dos efectos sin retroceso:
1) El poder económico pasa definitivamente a manos de la burguesía, que desplaza en este orden al clero y a la nobleza.
2) La burguesía también se hace con el poder político, ya de manera incuestionable desde la Revolución de 1848.
Es a partir de este proceso, en Francia y en otras áreas fuertemente industrializadas de Europa, cuando el siglo XIX nos permite observar el advenimiento de dictaduras de una burguesía que se ha vuelto reaccionaria y conservadora y cuya finalidad es asegurar la opresión del proletariado y conjurar el peligro que para ella supone el fuerte grado de organización alcanzado por los movimientos obreros.
A este proceso, que en Francia arranca desde el Consulado de Napoleón Bonaparte, poniendo punto final al alcance de la Revolución de 1789, podemos denominarlo “bonapartismo” político.
No obstante, el “bonapartismo”, como autoritarismo o dictadura de una burguesía adinerada, antes enemiga de la aristocracia y de la monarquía, y ahora a la defensiva ante un pueblo que reclama su disfrute de las conquistas revolucionarias, conoce, al menos en Francia, dos fases netamente diferenciadas:
1) Todavía Napoleón I puede ser visto desde una doble óptica: la del auténtico liquidador del Antiguo Régimen o la del autoritarismo que pone punto final a la revolución.
2) El golpe de estado interno de Napoleón III, en el seno de la República surgida de la Revolución de 1848, no deja ya lugar a estas ambigüedades. Con el II Imperio, se instaura un tipo de dictadura de la burguesía que prefigura, en sus rasgos políticos esenciales, lo que serán los fascismos del siglo XX, con el objetivo central de ahogar o destruir los intentos revolucionarios del movimiento obrero.
Recordemos que, precisamente, 1848 es la fecha de publicación del Manifiesto del Partido Comunista. Carlos Marx, por su parte, sin utilizar el término “fascista”, que aún no está acuñado, describe magistralmente, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, los rasgos definitorios de este segundo “bonapartismo” como dictadura de la burguesía, rasgos que, de manera exacerbada, encontraremos en el fascismo y en el nazismo del siglo XX.
Pues bien, en el caso de España, pese al tímido liberalismo de la Constitución de 1812, pese a 1868 y al efímero paso de la Primera República, la revolución burguesa nunca llegó a realizarse: no lo hizo en el plano económico y, mucho menos, en el plano político.
Las fuerzas insurgentes que se levantan en 1936 contra la II República lo hacen en una España todavía eminentemente agraria, donde el poder económico está fundamentalmente en manos de las oligarquías terrateniente y financiera (clero y nobleza, con escasa presencia de la burguesía adinerada) y donde el sector industrial juega un papel poco importante.
Pese a ello, como lo demuestra el Bienio Constitucional de la II República y el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, el movimiento obrero y campesino, así como el conjunto de las fuerzas políticas de carácter progresista han alcanzado un altísimo grado de organización y de movilización que aterra a las mencionadas oligarquías.
Es obvio, pues, que la intención de base de los grupos que apoyan la insurgencia no es (al menos, no con un gran peso) el establecimiento de una dictadura de la burguesía de corte fascista, tal y como estas se inspiran en el segundo “bonapartismo”. Antes bien, se pretende la regresión a etapas prerrepublicanas y prerrevolucionarias.
Pero, por otra parte, el grado de organización del movimiento obrero y campesino en España impulsa medidas políticas inspiradas en la Italia de Mussolini y en la Alemania de Hitler.
Sería, pues, de utilidad examinar la concurrencia de las distintas familias políticas que integran el franquismo para valorar el peso específico que el proyecto político de inspiración fascista tiene en el Régimen, desde el alzamiento y la guerra civil hasta la muerte del dictador.
En los regímenes vigentes entonces en Italia (desde 1922) y en Alemania (desde 1933), se pretende conjurar el peligro que supone el triunfo de la revolución bolchevique y neutralizar los intentos revolucionarios del proletariado, en países que ya poseen un alto grado de industrialización. Y ello se hace a través de un discurso que pretendidamente supera el capitalismo y el comunismo, con una fuerte movilización de masas fanatizadas, en el seno de un Estado totalitario de partido único, que controla no sólo la esfera pública sino también todos los movimientos del individuo y de la sociedad en la esfera privada.
Tanto el fascismo italiano como el nacionalsocialismo alemán se van a basar en ese corporativismo paternalista que neutraliza por completo a la clase obrera. Y, al mismo tiempo, van a integrar a aquellas fuerzas procedentes del Antiguo Régimen que puedan brindarle un apoyo significativo. En el caso de Italia, Mussolini establece el Estado Vaticano y los poderes temporales del Papa, que se habían perdido con Pío IX. En el caso de Alemania, Hitler cuenta con dos religiones que lo sostienen en su llegada al poder: la religión luterana y la religión católica. Como sabéis, el Cardenal Pacelli, más tarde Pío XII, firma el Concordato de 1933 que confiere una gran cantidad de prerrogativas a la Iglesia Católica.
En este sentido, se cuenta con el precedente del primer “bonapartismo”, cuando Napoleón Bonaparte, con el Concordato de 1801 (todavía hoy vigente en los tres departamentos de Alsacia y Mosela), devuelve a la Iglesia la mayor parte de los privilegios perdidos con la liquidación del Antiguo Régimen. Y, como ocurre entonces, allí donde el triunfo de la revolución burguesa ya no tiene retroceso, la Iglesia apuesta por la nueva tiranía de la burguesía conservadora. Pío XI y Pío XII son y serán, respectivamente, para una memoria histórica que no falsifique la realidad innegable, los papas del fascismo y el nazismo.
Aun así, siempre hubo una serie de fricciones, tanto en el régimen italiano como en el alemán, con la Iglesia, que, pese a sus privilegios, no ve colmadas sus ansias de que los obispos participen directamente en las decisiones políticas.
El caso de España contiene importantes elementos diferenciadores. En primer lugar, porque el Régimen franquista no se instaura como producto de un movimiento de masas que llegue al poder a través de unas elecciones, para después eliminar la democracia, sino que surge y se legitima como “los vencedores” de una guerra civil. El Frente Popular crea un peligro inminente de revolución que pone en guardia a todos los sectores conservadores de la sociedad española, la oligarquía terrateniente, la oligarquía financiera y luego las diferentes familias políticas reaccionarias. Pero estas familias apuestan por proyectos políticos divergentes.
Desde el inicio de la guerra civil y hasta el final de la segunda guerra mundial, en 1945, la única fuerza claramente asimilable al fascio italiano la constituyen los falangistas. El fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, proclama desde el principio que su organización nace para defender y rendir homenaje a la memoria de su padre. El teórico del corporativismo sindical es, fundamentalmente, Ramiro Ledesma, fundador de las J.O.N.S. Sin embargo, hay grandes contradicciones en el proyecto político de los falangistas: junto a un programa de reforma agraria y de modernización industrial (claro está, sin liberalismo político y sin ideas ilustradas), se alimenta la nostalgia de la España creada por los Reyes Católicos, los ecos trasnochados del Imperio y las apelaciones a un sistema político que se remonta al siglo XVI, con toda la parafernalia como el yugo y las flechas, junto con el amor a una indumentaria similar a la fascista (aquí la camisa es azul), la organización paramilitar y la constante apelación al lenguaje de los puños y las pistolas.
La segunda familia con un papel importante en el seno de las fuerzas insurgentes la constituyen los carlistas. El carlismo, claro está, es una fuerza antidemocrática, pero su proyecto político nada tiene que ver con el fascismo. Se trata de retroceder hacia una monarquía tradicional, opuesta tanto a la monarquía parlamentaria (al estilo de Isabel II) como a la monarquía absoluta (al estilo de Fernando VII). En efecto, en la monarquía tradicional anhelada por los carlistas el poder del rey está limitado por la tradición y los fueros, por una parte, y por Dios por la otra. Todo poder emana de Dios, y, por lo tanto, el monarca debe ser un siervo fiel a sus dictámenes.
La tercera familia política del Régimen son los monárquicos alfonsistas, que apoyan el alzamiento militar contra la república con la intención de restaurar la monarquía borbónica.
Finalmente, podríamos considerar a los militares, cuya obsesión parece ser la unidad de España.
El fascismo está, pues, lejos de ser el punto de encuentro de las grandes familias políticas que se levantan contra la República. La ideología común, el elemento realmente integrador de las fuerzas insurgentes, es el catolicismo. Y ello confiere a la Iglesia Católica española el auténtico protagonismo de lo que se conoce como “Alzamiento”. No son el fascismo ni el nacionalsindicalismo los proyectos políticos que mejor nos permiten comprender el entramado del Régimen, sino, precisamente, el nacionalcatolicismo, que en las diferentes etapas de la dictadura franquista concede una mayor o menor relevancia a cada una de las grandes familias políticas antes mencionadas.
Dios, la Patria, la Nación como indisociable de Dios y de la Iglesia, es el punto de encuentro utilizado por Franco para asegurarse durante 40 años su poder personal.
Al producirse el golpe militar de 1936 y, como consecuencia del mismo, el inicio de la guerra civil, las fuerzas que integran lo que será el régimen franquista se mueven en el contexto de una Europa prebélica, donde ya se ha encendido la mecha de la Segunda Guerra Mundial. El nacionalcatolicismo apuesta, pues, por la amistad con las potencias del Eje, de manera que el fascismo de corte falangista es la expresión privilegiada de los grupos insurgentes.
La guerra civil, conviene no olvidarlo, se legitima como una Cruzada, con la bendición de la Conferencia Episcopal Española y el beneplácito del Vaticano. Pese a su papel privilegiado en estos momentos, el decreto de unificación en un partido único (Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.), que integra a falangistas y carlistas junto con la derecha monárquica y antirrepublicana, resta fuerzas al nacionalsindicalismo. Por otra parte, el papel que juega en España este partido único es muy distinto al que sus homólogos juegan en Italia y en Alemania. Franco se apoya más directamente en la Iglesia y en los militares para contrapesar el poder político de las distintas tendencias agrupadas en el partido, en beneficio de su poder personal, que llega a ser incuestionable.
No obstante, la intervención de los camisas negras italianos en la contienda, los bombardeos de la aviación alemana, la parafernalia fascista y, finalmente, el envío de la División Azul para reforzar el frente ruso, convierten a la España de Franco, durante la guerra civil y durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, en un claro satélite del Eje.
Los primeros signos de distanciamiento se producen ya en 1942, con la destitución de Serrano Súñer y con la declaración de España como país “no beligerante”. Este distanciamiento se hace más profundo desde 1944, cuando las muestras de derrota de las potencias del Eje parecen ya innegables. La España franquista pasa de ser un “país no beligerante” a ser un “país neutral”.
Desde el punto de vista de lo que fue la vida de los españoles una vez acabada la guerra civil, el desmantelamiento de la parafernalia fascista tardará muchos años en producirse, pero la familia política integrada por los falangistas ya huele a inconveniente y a derrota.
A partir de este momento, si bien el partido único nunca había tenido el control de un proyecto político totalitario, FET DE LAS JONS queda relegado al papel subsidiario de control social y de intercambio de privilegios (en lo sucesivo se hablará del “Movimiento”). La gran beneficiada es, una vez más, la Iglesia Católica, que con el pacto alcanzado en 1941 reafirma su férreo monopolio sobre la moral, la conciencia y la vida privada de todos y cada uno de los españoles.
Sin embargo, este cambio de maquillaje como “país neutral” no es aceptado en el ámbito internacional en 1945, y España entra en un periodo de aislamiento político y económico que se prolonga hasta la década de los cincuenta.
Ciertamente, el desenlace de la Segunda Guerra Mundial abre numerosas expectativas:
Los vencidos en la contienda civil, los familiares de los innumerables represaliados y los republicanos en el exilio albergan la esperanza de una intervención de las potencias aliadas que acabe con la dictadura. Por su parte, desde dentro del Régimen, los monárquicos alfonsistas ven llegado el momento de la restauración y la subida al trono de Juan de Borbón.
Franco muestra una vez más su habilidad para aferrarse al poder hasta el final de su vida. A partir del pacto de 1941 con la Conferencia Episcopal, la dictadura franquista ha alcanzado su propia autodefinición como “un reino tradicional y católico”, donde el general Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, gobierna como regente vitalicio con el poder de un monarca absoluto.
El profundo oscurantismo de la autarquía de los años 40 parece evocar los anhelos decimonónicos de cavernícolas como Marcelino Menéndez y Pelayo (Ver su Historia de los heterodoxos españoles), con un nacionalcatolicismo sin fisuras.
No obstante, tanto las presiones internas de la burguesía industrial (fundamentalmente catalana), que aspira a mayores beneficios, como la de los monárquicos que han visto frustradas sus pretensiones a corto plazo obligan al Régimen a buscar una cierta apertura internacional en la década de los cincuenta.
Y en esta nueva etapa de la dictadura franquista, la Iglesia Católica será, una vez más, la gran protagonista y la gran beneficiada. El Estado Vaticano, creado por Benito Mussolini en 1929, y el Papa Pío XII (a quien, por cierto, nadie pide cuentas por sus responsabilidades en la guerra mundial) se convierten en uno de los dos grandes polos de la nueva apertura. Con el Concordato de 1953, por el que se sustituye el pacto de 1941, se consolida la religión católica como la única religión de España y se consagra el monopolio sin fisuras de la Iglesia en materia de enseñanza, de ética, de moral y de control de la vida pública y privada de los españoles. Se instaura un clero castrense presente en todos los cuarteles, capellanías en cárceles y hospitales, obispos con capacidad de ejercer su censura directa sobre maestros y profesores y sobre cualquier manual de enseñanza que se publique (muchos de los aquí reunidos tenemos edad suficiente para que haya caído alguna vez en nuestras manos la Enciclopedia Álvarez).
El otro polo de la apertura internacional de 1953 lo constituyen los acuerdos con los Estados Unidos para la instalación de bases militares en España (en Torrejón, en Zaragoza, en Morón, en Rota). Este pacto se suscribe a cambio de prácticamente nada (la leche en polvo que se distribuye en las escuelas), salvo el reconocimiento internacional del Régimen como algo ya no estigmatizado.
conferencia de Juan Francisco González Barón (Europa Laica) - septiembre 2007
se publica en el Foro en dos mensajes
Esta es la segunda ocasión que se me brinda para hablar públicamente sobre el franquismo. En la primera, sin embargo, hace ya muchos años, el tema se abordaba desde una óptica muy diferente: la vida cotidiana bajo el Régimen, contemplada a través de la narrativa de posguerra.
Hoy se trata de presentar un enfoque directamente político, centrado, sobre todo, en el binomio franquismo = religión. Pero ahora, como entonces, debo decir que no es una temática que aborde con placer. Se trata de un periodo triste y sombrío de nuestra historia, que estamos obligados a conocer y a no olvidar, por dos razones básicas:
1) Superar definitivamente los fuertes atavismos de la dictadura que todavía perviven en nuestra interminable “transición”.
2) Hacer justicia a quienes lucharon contra la brutal represión franquista y/o a quienes fueron víctimas de la misma.
Para abordar la temática que ahora nos ocupa, es preciso intentar un análisis, aunque sea muy somero, para delimitar qué es exactamente el franquismo, cuáles son sus rasgos definitorios.
Y la primera dificultad que se nos presenta, atendiendo a los intelectuales, sociólogos e historiadores que se han ocupado del tema, es el ingente número de argumentaciones vertidas en una polémica todavía no resuelta: ¿es realmente la dictadura franquista un régimen fascista? O, dicho de otra manera, ¿es el fascismo el modelo político que mejor nos permite observar y comprender este periodo histórico?
He vuelto a repasar, preparando mi exposición, algunas opiniones relativamente recientes, como las de José Félix Tezanos, Torres del Moral, Raúl Modoro, Salvador Giner, José Casanova, Alfonso Botti… Y digo “algunas”, y no necesariamente las más relevantes o las más significativas, que, en su conjunto, esgrimen el abanico argumentativo completo sobre si nos encontramos o no ante un régimen que podamos definir como fascista.
Ciertamente, el tema es tan complejo que no voy a intentar zanjar aquí esa discusión. Los argumentos son muchos, su mera exposición llevaría mucho más tiempo del que parece aceptable en una exposición oral, y el objetivo de esta intervención es otro. Pero sí me gustaría recordar dónde se inserta históricamente el surgimiento de un régimen de este tipo, que tiene ya sus precedentes.
Debemos remontarnos para ello a la liquidación del Antiguo Régimen, que en Francia se produce a finales del siglo XVIII, y que conlleva dos efectos sin retroceso:
1) El poder económico pasa definitivamente a manos de la burguesía, que desplaza en este orden al clero y a la nobleza.
2) La burguesía también se hace con el poder político, ya de manera incuestionable desde la Revolución de 1848.
Es a partir de este proceso, en Francia y en otras áreas fuertemente industrializadas de Europa, cuando el siglo XIX nos permite observar el advenimiento de dictaduras de una burguesía que se ha vuelto reaccionaria y conservadora y cuya finalidad es asegurar la opresión del proletariado y conjurar el peligro que para ella supone el fuerte grado de organización alcanzado por los movimientos obreros.
A este proceso, que en Francia arranca desde el Consulado de Napoleón Bonaparte, poniendo punto final al alcance de la Revolución de 1789, podemos denominarlo “bonapartismo” político.
No obstante, el “bonapartismo”, como autoritarismo o dictadura de una burguesía adinerada, antes enemiga de la aristocracia y de la monarquía, y ahora a la defensiva ante un pueblo que reclama su disfrute de las conquistas revolucionarias, conoce, al menos en Francia, dos fases netamente diferenciadas:
1) Todavía Napoleón I puede ser visto desde una doble óptica: la del auténtico liquidador del Antiguo Régimen o la del autoritarismo que pone punto final a la revolución.
2) El golpe de estado interno de Napoleón III, en el seno de la República surgida de la Revolución de 1848, no deja ya lugar a estas ambigüedades. Con el II Imperio, se instaura un tipo de dictadura de la burguesía que prefigura, en sus rasgos políticos esenciales, lo que serán los fascismos del siglo XX, con el objetivo central de ahogar o destruir los intentos revolucionarios del movimiento obrero.
Recordemos que, precisamente, 1848 es la fecha de publicación del Manifiesto del Partido Comunista. Carlos Marx, por su parte, sin utilizar el término “fascista”, que aún no está acuñado, describe magistralmente, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, los rasgos definitorios de este segundo “bonapartismo” como dictadura de la burguesía, rasgos que, de manera exacerbada, encontraremos en el fascismo y en el nazismo del siglo XX.
Pues bien, en el caso de España, pese al tímido liberalismo de la Constitución de 1812, pese a 1868 y al efímero paso de la Primera República, la revolución burguesa nunca llegó a realizarse: no lo hizo en el plano económico y, mucho menos, en el plano político.
Las fuerzas insurgentes que se levantan en 1936 contra la II República lo hacen en una España todavía eminentemente agraria, donde el poder económico está fundamentalmente en manos de las oligarquías terrateniente y financiera (clero y nobleza, con escasa presencia de la burguesía adinerada) y donde el sector industrial juega un papel poco importante.
Pese a ello, como lo demuestra el Bienio Constitucional de la II República y el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, el movimiento obrero y campesino, así como el conjunto de las fuerzas políticas de carácter progresista han alcanzado un altísimo grado de organización y de movilización que aterra a las mencionadas oligarquías.
Es obvio, pues, que la intención de base de los grupos que apoyan la insurgencia no es (al menos, no con un gran peso) el establecimiento de una dictadura de la burguesía de corte fascista, tal y como estas se inspiran en el segundo “bonapartismo”. Antes bien, se pretende la regresión a etapas prerrepublicanas y prerrevolucionarias.
Pero, por otra parte, el grado de organización del movimiento obrero y campesino en España impulsa medidas políticas inspiradas en la Italia de Mussolini y en la Alemania de Hitler.
Sería, pues, de utilidad examinar la concurrencia de las distintas familias políticas que integran el franquismo para valorar el peso específico que el proyecto político de inspiración fascista tiene en el Régimen, desde el alzamiento y la guerra civil hasta la muerte del dictador.
En los regímenes vigentes entonces en Italia (desde 1922) y en Alemania (desde 1933), se pretende conjurar el peligro que supone el triunfo de la revolución bolchevique y neutralizar los intentos revolucionarios del proletariado, en países que ya poseen un alto grado de industrialización. Y ello se hace a través de un discurso que pretendidamente supera el capitalismo y el comunismo, con una fuerte movilización de masas fanatizadas, en el seno de un Estado totalitario de partido único, que controla no sólo la esfera pública sino también todos los movimientos del individuo y de la sociedad en la esfera privada.
Tanto el fascismo italiano como el nacionalsocialismo alemán se van a basar en ese corporativismo paternalista que neutraliza por completo a la clase obrera. Y, al mismo tiempo, van a integrar a aquellas fuerzas procedentes del Antiguo Régimen que puedan brindarle un apoyo significativo. En el caso de Italia, Mussolini establece el Estado Vaticano y los poderes temporales del Papa, que se habían perdido con Pío IX. En el caso de Alemania, Hitler cuenta con dos religiones que lo sostienen en su llegada al poder: la religión luterana y la religión católica. Como sabéis, el Cardenal Pacelli, más tarde Pío XII, firma el Concordato de 1933 que confiere una gran cantidad de prerrogativas a la Iglesia Católica.
En este sentido, se cuenta con el precedente del primer “bonapartismo”, cuando Napoleón Bonaparte, con el Concordato de 1801 (todavía hoy vigente en los tres departamentos de Alsacia y Mosela), devuelve a la Iglesia la mayor parte de los privilegios perdidos con la liquidación del Antiguo Régimen. Y, como ocurre entonces, allí donde el triunfo de la revolución burguesa ya no tiene retroceso, la Iglesia apuesta por la nueva tiranía de la burguesía conservadora. Pío XI y Pío XII son y serán, respectivamente, para una memoria histórica que no falsifique la realidad innegable, los papas del fascismo y el nazismo.
Aun así, siempre hubo una serie de fricciones, tanto en el régimen italiano como en el alemán, con la Iglesia, que, pese a sus privilegios, no ve colmadas sus ansias de que los obispos participen directamente en las decisiones políticas.
El caso de España contiene importantes elementos diferenciadores. En primer lugar, porque el Régimen franquista no se instaura como producto de un movimiento de masas que llegue al poder a través de unas elecciones, para después eliminar la democracia, sino que surge y se legitima como “los vencedores” de una guerra civil. El Frente Popular crea un peligro inminente de revolución que pone en guardia a todos los sectores conservadores de la sociedad española, la oligarquía terrateniente, la oligarquía financiera y luego las diferentes familias políticas reaccionarias. Pero estas familias apuestan por proyectos políticos divergentes.
Desde el inicio de la guerra civil y hasta el final de la segunda guerra mundial, en 1945, la única fuerza claramente asimilable al fascio italiano la constituyen los falangistas. El fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, proclama desde el principio que su organización nace para defender y rendir homenaje a la memoria de su padre. El teórico del corporativismo sindical es, fundamentalmente, Ramiro Ledesma, fundador de las J.O.N.S. Sin embargo, hay grandes contradicciones en el proyecto político de los falangistas: junto a un programa de reforma agraria y de modernización industrial (claro está, sin liberalismo político y sin ideas ilustradas), se alimenta la nostalgia de la España creada por los Reyes Católicos, los ecos trasnochados del Imperio y las apelaciones a un sistema político que se remonta al siglo XVI, con toda la parafernalia como el yugo y las flechas, junto con el amor a una indumentaria similar a la fascista (aquí la camisa es azul), la organización paramilitar y la constante apelación al lenguaje de los puños y las pistolas.
La segunda familia con un papel importante en el seno de las fuerzas insurgentes la constituyen los carlistas. El carlismo, claro está, es una fuerza antidemocrática, pero su proyecto político nada tiene que ver con el fascismo. Se trata de retroceder hacia una monarquía tradicional, opuesta tanto a la monarquía parlamentaria (al estilo de Isabel II) como a la monarquía absoluta (al estilo de Fernando VII). En efecto, en la monarquía tradicional anhelada por los carlistas el poder del rey está limitado por la tradición y los fueros, por una parte, y por Dios por la otra. Todo poder emana de Dios, y, por lo tanto, el monarca debe ser un siervo fiel a sus dictámenes.
La tercera familia política del Régimen son los monárquicos alfonsistas, que apoyan el alzamiento militar contra la república con la intención de restaurar la monarquía borbónica.
Finalmente, podríamos considerar a los militares, cuya obsesión parece ser la unidad de España.
El fascismo está, pues, lejos de ser el punto de encuentro de las grandes familias políticas que se levantan contra la República. La ideología común, el elemento realmente integrador de las fuerzas insurgentes, es el catolicismo. Y ello confiere a la Iglesia Católica española el auténtico protagonismo de lo que se conoce como “Alzamiento”. No son el fascismo ni el nacionalsindicalismo los proyectos políticos que mejor nos permiten comprender el entramado del Régimen, sino, precisamente, el nacionalcatolicismo, que en las diferentes etapas de la dictadura franquista concede una mayor o menor relevancia a cada una de las grandes familias políticas antes mencionadas.
Dios, la Patria, la Nación como indisociable de Dios y de la Iglesia, es el punto de encuentro utilizado por Franco para asegurarse durante 40 años su poder personal.
Al producirse el golpe militar de 1936 y, como consecuencia del mismo, el inicio de la guerra civil, las fuerzas que integran lo que será el régimen franquista se mueven en el contexto de una Europa prebélica, donde ya se ha encendido la mecha de la Segunda Guerra Mundial. El nacionalcatolicismo apuesta, pues, por la amistad con las potencias del Eje, de manera que el fascismo de corte falangista es la expresión privilegiada de los grupos insurgentes.
La guerra civil, conviene no olvidarlo, se legitima como una Cruzada, con la bendición de la Conferencia Episcopal Española y el beneplácito del Vaticano. Pese a su papel privilegiado en estos momentos, el decreto de unificación en un partido único (Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.), que integra a falangistas y carlistas junto con la derecha monárquica y antirrepublicana, resta fuerzas al nacionalsindicalismo. Por otra parte, el papel que juega en España este partido único es muy distinto al que sus homólogos juegan en Italia y en Alemania. Franco se apoya más directamente en la Iglesia y en los militares para contrapesar el poder político de las distintas tendencias agrupadas en el partido, en beneficio de su poder personal, que llega a ser incuestionable.
No obstante, la intervención de los camisas negras italianos en la contienda, los bombardeos de la aviación alemana, la parafernalia fascista y, finalmente, el envío de la División Azul para reforzar el frente ruso, convierten a la España de Franco, durante la guerra civil y durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, en un claro satélite del Eje.
Los primeros signos de distanciamiento se producen ya en 1942, con la destitución de Serrano Súñer y con la declaración de España como país “no beligerante”. Este distanciamiento se hace más profundo desde 1944, cuando las muestras de derrota de las potencias del Eje parecen ya innegables. La España franquista pasa de ser un “país no beligerante” a ser un “país neutral”.
Desde el punto de vista de lo que fue la vida de los españoles una vez acabada la guerra civil, el desmantelamiento de la parafernalia fascista tardará muchos años en producirse, pero la familia política integrada por los falangistas ya huele a inconveniente y a derrota.
A partir de este momento, si bien el partido único nunca había tenido el control de un proyecto político totalitario, FET DE LAS JONS queda relegado al papel subsidiario de control social y de intercambio de privilegios (en lo sucesivo se hablará del “Movimiento”). La gran beneficiada es, una vez más, la Iglesia Católica, que con el pacto alcanzado en 1941 reafirma su férreo monopolio sobre la moral, la conciencia y la vida privada de todos y cada uno de los españoles.
Sin embargo, este cambio de maquillaje como “país neutral” no es aceptado en el ámbito internacional en 1945, y España entra en un periodo de aislamiento político y económico que se prolonga hasta la década de los cincuenta.
Ciertamente, el desenlace de la Segunda Guerra Mundial abre numerosas expectativas:
Los vencidos en la contienda civil, los familiares de los innumerables represaliados y los republicanos en el exilio albergan la esperanza de una intervención de las potencias aliadas que acabe con la dictadura. Por su parte, desde dentro del Régimen, los monárquicos alfonsistas ven llegado el momento de la restauración y la subida al trono de Juan de Borbón.
Franco muestra una vez más su habilidad para aferrarse al poder hasta el final de su vida. A partir del pacto de 1941 con la Conferencia Episcopal, la dictadura franquista ha alcanzado su propia autodefinición como “un reino tradicional y católico”, donde el general Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, gobierna como regente vitalicio con el poder de un monarca absoluto.
El profundo oscurantismo de la autarquía de los años 40 parece evocar los anhelos decimonónicos de cavernícolas como Marcelino Menéndez y Pelayo (Ver su Historia de los heterodoxos españoles), con un nacionalcatolicismo sin fisuras.
No obstante, tanto las presiones internas de la burguesía industrial (fundamentalmente catalana), que aspira a mayores beneficios, como la de los monárquicos que han visto frustradas sus pretensiones a corto plazo obligan al Régimen a buscar una cierta apertura internacional en la década de los cincuenta.
Y en esta nueva etapa de la dictadura franquista, la Iglesia Católica será, una vez más, la gran protagonista y la gran beneficiada. El Estado Vaticano, creado por Benito Mussolini en 1929, y el Papa Pío XII (a quien, por cierto, nadie pide cuentas por sus responsabilidades en la guerra mundial) se convierten en uno de los dos grandes polos de la nueva apertura. Con el Concordato de 1953, por el que se sustituye el pacto de 1941, se consolida la religión católica como la única religión de España y se consagra el monopolio sin fisuras de la Iglesia en materia de enseñanza, de ética, de moral y de control de la vida pública y privada de los españoles. Se instaura un clero castrense presente en todos los cuarteles, capellanías en cárceles y hospitales, obispos con capacidad de ejercer su censura directa sobre maestros y profesores y sobre cualquier manual de enseñanza que se publique (muchos de los aquí reunidos tenemos edad suficiente para que haya caído alguna vez en nuestras manos la Enciclopedia Álvarez).
El otro polo de la apertura internacional de 1953 lo constituyen los acuerdos con los Estados Unidos para la instalación de bases militares en España (en Torrejón, en Zaragoza, en Morón, en Rota). Este pacto se suscribe a cambio de prácticamente nada (la leche en polvo que se distribuye en las escuelas), salvo el reconocimiento internacional del Régimen como algo ya no estigmatizado.
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