Venezuela: ¿cuándo empezarán los bolivarianos a dar golpes de Estado en lugar de recibirlos?
Juan Manuel Olarieta Alberdi – enero 2019
Después de 1945 en todo el mundo el imperialismo (Estados Unidos, sus universidades, su prensa) ha reducido el lenguaje político al mínimo: si hay o no hay democracia. Un lenguaje mínimo es expresión de un pensamiento mínimo, es decir, muy fácil de inculcar en amplias masas de la población. Pero además de fácil, también se aprende rápido; no requiere matices engorrosos.
Su efecto es reduccionista: un lenguaje mínimo empobrece absolutamente la capacidad de argumentar y de discutir políticamente.
El minimalismo político es aún mucho más contundente, alcanzando lo cutre, cuando el discurso se polariza en torno al dilema de democracia o dictadura. A partir de que un país o gobierno no es una democracia, como Corea del norte, se producen varios daños colaterales.
El primero es que una dictadura se convierte en un país que no interesa nada a nadie. Aunque todo lo demás lo haga bien, el mundo le desprecia porque no es democrático. En la actualidad eso es lo único fundamental e importante, mucho más que alimentar a la población, que tenga vivienda, educación, sanidad... Es más, muchos de los gobiernos etiquetados como dictaduras se caracterizan por preocuparse de asuntos que no tienen que ver con la democracia.
Segundo, de una dictadura es posible decir cualquier imbecilidad y no quedar mal. Un tertuliano, por ejemplo, no parece gilipollas, sino todo lo contrario, cuando habla mal de dictaduras, como Corea del norte, Siria, Irán o Venezuela. Los que parecen imbéciles son los demás que defienden a países o gobiernos indefendibles.
Tercero, las imbecilidades sobre las dictaduras y los dictadores proliferan, incluso se hacen chistes (“¿Por qué no te callas?”) y el país y el gobierno se convierten en un tópico del que todos pueden hablar sin saber nada.
Cuarto, desde 1945 todos presumimos de demócratas, casi nadie propone ni defiende a ninguna dictadura. “¿Dictadura? ¡Ni la del proletariado!”, decía el PCE en la transición.
A partir del simplismo, hay que seguir simplificando todavía más. Para dar o quitar la etiqueta democrática a un país o gobierno es suficiente con un único motivo: tiene que haber más de un partido, los partidos tienen que alternar entre ellos y el alterne depende de elecciones.
La falta de alternancia es sospechosa. Si los que están duran mucho en el cargo lo más probable es que no sea porque lo hagan bien sino porque no hay democracia.
Lo que haga tal o cual partido una vez que ha ganado las elecciones no es culpa del partido sino de que la gente es gilipollas, elige mal, toma decisiones equivocadas. Si en 1982 el PSOE sacó diez millones de votos prometiendo no meter a España en la OTAN, la culpa del ingreso no es del PSOE sino de esos diez millones que les votaron. ¿Acaso no sabían que les iban a engañar?
Pero el PSOE lo hizo todo bien, limpiamente, impecable, con elecciones y reféréndum. Tampoco importa que luego nadie respetara las condiciones del referéndum, es decir, que el PSOE se burlara de los millones de votantes que aceptaron el ingreso (y ya no digamos los que votaron en contra).
Por lo tanto, para evitar engaños, no basta con las elecciones, sino que, además, deben ser “limpias”. Por ejemplo, si el gobierno mete a sus oponentes políticos en la cárcel, como hace España, por ejemplo, las elecciones no son “limpias”.
Por lo tanto, ¿por qué España pasa la prueba del algodón y otros países no son democráticos, aunque tengan elecciones? Porque son los demás los que te aprueban o te suspenden, como en el instituto. De ahí que, cuando un gobierno está bajo sospecha, los imperialistas mandan “observadores internacionales”, lo cual es otra diferencia importante: en una dictadura uno se avala a sí mismo; en una democracia quienes te avalan son los demás.
La “comunidad internacional” no envía observadores a España, por ejemplo, para calibrar la calidad de unas elecciones y comprobar si los candidatos pueden hacer campaña libremente (si hay libertad de expresión) o, por el contrario, si los han metido en la cárcel. Cuando en unas elecciones hay observadores hablamos de la segunda división de la democracia; tenemos sospechas, dudas...
Por eso los miramos con lupa y no les permiten cosas que son corrientes en la primera división. Eso permite discriminar y normalizar lo anormal: exactamente lo mismo que convierte a España en una democracia, a cualquier otro país sospechoso lo convierte en dictadura.
La gente cutre y gregaria no va más allá; no se preocupa de exquisiteces del tipo: veamos quiénes son esos observadores, ¿serán neutrales?, ¿quién los envía?, ¿con qué propósito?, ¿quién les paga sus gastos?, ¿qué manual de limpieza electoral manejan?
Si alguien observa a los observadores pone en tela de juicio a la “comunidad internacional”, a organismos y personas de los que nadie puede dudar porque son la quintaesencia, la primera división de la democracia, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, la OEA, la OSCE, Zapatero, Jimmy Carter...
Ahora bien, con Venezuela se puede hacer una excepción que los cutres pasan por alto. El gobierno bolivariano ha ganado más elecciones que muchos otros del mundo y de la historia reciente pero, además, también ha superado más golpes de Estado que ninguno, por lo que yo me pregunto lo siguiente: ¿cuándo veré un golpe de Estado de los bolivarianos?, ¿cuándo meterán a la cárcel a esa chusma de criminales golpistas con una cadena perpetua no revisable?
Los bolivarianos están acomplejados por algo que “los otros”, que son sus enemigos precisamente, no van a hacer nunca, como lo vienen demostrando desde siempre: no les van a conceder la etiqueta de la democracia, como tampoco se la van a conceder a Corea del norte. En este mundo el que reparte las medallas es el general, no la tropa de línea. Los jefes dicen lo que es y lo que no es, y los demás a callarse la boca.
Juan Manuel Olarieta Alberdi – enero 2019
Después de 1945 en todo el mundo el imperialismo (Estados Unidos, sus universidades, su prensa) ha reducido el lenguaje político al mínimo: si hay o no hay democracia. Un lenguaje mínimo es expresión de un pensamiento mínimo, es decir, muy fácil de inculcar en amplias masas de la población. Pero además de fácil, también se aprende rápido; no requiere matices engorrosos.
Su efecto es reduccionista: un lenguaje mínimo empobrece absolutamente la capacidad de argumentar y de discutir políticamente.
El minimalismo político es aún mucho más contundente, alcanzando lo cutre, cuando el discurso se polariza en torno al dilema de democracia o dictadura. A partir de que un país o gobierno no es una democracia, como Corea del norte, se producen varios daños colaterales.
El primero es que una dictadura se convierte en un país que no interesa nada a nadie. Aunque todo lo demás lo haga bien, el mundo le desprecia porque no es democrático. En la actualidad eso es lo único fundamental e importante, mucho más que alimentar a la población, que tenga vivienda, educación, sanidad... Es más, muchos de los gobiernos etiquetados como dictaduras se caracterizan por preocuparse de asuntos que no tienen que ver con la democracia.
Segundo, de una dictadura es posible decir cualquier imbecilidad y no quedar mal. Un tertuliano, por ejemplo, no parece gilipollas, sino todo lo contrario, cuando habla mal de dictaduras, como Corea del norte, Siria, Irán o Venezuela. Los que parecen imbéciles son los demás que defienden a países o gobiernos indefendibles.
Tercero, las imbecilidades sobre las dictaduras y los dictadores proliferan, incluso se hacen chistes (“¿Por qué no te callas?”) y el país y el gobierno se convierten en un tópico del que todos pueden hablar sin saber nada.
Cuarto, desde 1945 todos presumimos de demócratas, casi nadie propone ni defiende a ninguna dictadura. “¿Dictadura? ¡Ni la del proletariado!”, decía el PCE en la transición.
A partir del simplismo, hay que seguir simplificando todavía más. Para dar o quitar la etiqueta democrática a un país o gobierno es suficiente con un único motivo: tiene que haber más de un partido, los partidos tienen que alternar entre ellos y el alterne depende de elecciones.
La falta de alternancia es sospechosa. Si los que están duran mucho en el cargo lo más probable es que no sea porque lo hagan bien sino porque no hay democracia.
Lo que haga tal o cual partido una vez que ha ganado las elecciones no es culpa del partido sino de que la gente es gilipollas, elige mal, toma decisiones equivocadas. Si en 1982 el PSOE sacó diez millones de votos prometiendo no meter a España en la OTAN, la culpa del ingreso no es del PSOE sino de esos diez millones que les votaron. ¿Acaso no sabían que les iban a engañar?
Pero el PSOE lo hizo todo bien, limpiamente, impecable, con elecciones y reféréndum. Tampoco importa que luego nadie respetara las condiciones del referéndum, es decir, que el PSOE se burlara de los millones de votantes que aceptaron el ingreso (y ya no digamos los que votaron en contra).
Por lo tanto, para evitar engaños, no basta con las elecciones, sino que, además, deben ser “limpias”. Por ejemplo, si el gobierno mete a sus oponentes políticos en la cárcel, como hace España, por ejemplo, las elecciones no son “limpias”.
Por lo tanto, ¿por qué España pasa la prueba del algodón y otros países no son democráticos, aunque tengan elecciones? Porque son los demás los que te aprueban o te suspenden, como en el instituto. De ahí que, cuando un gobierno está bajo sospecha, los imperialistas mandan “observadores internacionales”, lo cual es otra diferencia importante: en una dictadura uno se avala a sí mismo; en una democracia quienes te avalan son los demás.
La “comunidad internacional” no envía observadores a España, por ejemplo, para calibrar la calidad de unas elecciones y comprobar si los candidatos pueden hacer campaña libremente (si hay libertad de expresión) o, por el contrario, si los han metido en la cárcel. Cuando en unas elecciones hay observadores hablamos de la segunda división de la democracia; tenemos sospechas, dudas...
Por eso los miramos con lupa y no les permiten cosas que son corrientes en la primera división. Eso permite discriminar y normalizar lo anormal: exactamente lo mismo que convierte a España en una democracia, a cualquier otro país sospechoso lo convierte en dictadura.
La gente cutre y gregaria no va más allá; no se preocupa de exquisiteces del tipo: veamos quiénes son esos observadores, ¿serán neutrales?, ¿quién los envía?, ¿con qué propósito?, ¿quién les paga sus gastos?, ¿qué manual de limpieza electoral manejan?
Si alguien observa a los observadores pone en tela de juicio a la “comunidad internacional”, a organismos y personas de los que nadie puede dudar porque son la quintaesencia, la primera división de la democracia, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, la OEA, la OSCE, Zapatero, Jimmy Carter...
Ahora bien, con Venezuela se puede hacer una excepción que los cutres pasan por alto. El gobierno bolivariano ha ganado más elecciones que muchos otros del mundo y de la historia reciente pero, además, también ha superado más golpes de Estado que ninguno, por lo que yo me pregunto lo siguiente: ¿cuándo veré un golpe de Estado de los bolivarianos?, ¿cuándo meterán a la cárcel a esa chusma de criminales golpistas con una cadena perpetua no revisable?
Los bolivarianos están acomplejados por algo que “los otros”, que son sus enemigos precisamente, no van a hacer nunca, como lo vienen demostrando desde siempre: no les van a conceder la etiqueta de la democracia, como tampoco se la van a conceder a Corea del norte. En este mundo el que reparte las medallas es el general, no la tropa de línea. Los jefes dicen lo que es y lo que no es, y los demás a callarse la boca.