CUESTIONES SOBRE STALIN
Carlos Hermida
Difícilmente encontraremos un dirigente político relevante, salvo el caso de Hitler, que
haya sido objeto de una condena tan unánime por una mayoría de historiadores como lo ha
sido Stalin. Su persona y su gestión política entre 1929, fecha en que ya se ha impuesto
sobre sus adversarios políticos, y 1953, año de su muerte, han merecido los peores
calificativos. No ha quedado ni una sola parcela de su gobierno que no haya sido juzgada
con los términos más gruesos y la más absoluta de las descalificaciones. Desde la ayuda a
la España republicana durante la Guerra Civil hasta el Pacto germano-soviético, pasando
por los planes quinquenales y la colectivización de la agricultura, todo es considerado como
una política pérfida y criminalfruto de una personalidad sádica y paranoica. Una condena
que no sólo proviene de las filas de la burguesía, sino que en ella coinciden anarquistas,
trotskistas y socialistas, quienes al parecer consideran a Stalin una especie de encarnación
del Mal al que se le atribuyen todas las derrotas del movimiento obrero entre las dos
guerras mundiales.
En estos tiempos de pensamiento único y políticamente correcto, cualquiera que se
atreva a realizar un juicio crítico sobre los clichés y estereotipos establecidos en torno a la
figura de Stalin provoca las iras de los mandarines ideológicos del sistema y se arriesga a
ser incluido en la nueva especie de nostálgicos, inadaptados, caducos y cuasi terroristas.
No es sencillo, pues, nadar a contracorriente en este tema, porque al impugnar las
versiones canónicas sobre Stalin puede dar la impresión de que se están justificando todas
sus actuaciones, cuando de lo que se trata es de iluminar desde el rigor histórico unos años
y una personalidad que no pueden despacharse con insultos y simplezas o interpretaciones
psicológicas pedestres, como la que afirma que las señales de viruela en la cara
ocasionaron en el dirigente soviético un comportamiento patológico [ 1 ].
A continuación esbozaremos algunas cuestiones que, desde nuestro punto de vista, no
pueden darse por concluidas ni cerradas, y que necesitan una reinterpretación histórica sin
anteojeras doctrinales.
ANTES Y DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
Es un lugar común considerar que Stalin no desempeñó papel alguno en la revolución de
Octubre y que era dentro del partido bolchevique una figura oscura y poco relevante. Es la
caracterización que encontramos en numerosos textos de Trotski y en la mayoría de las
biografías de Stalin. Isaac Deutscher afirma que "en los días de la sublevación, Stalin no
figuró entre sus actores principales. Aún más que de costumbre, permaneció en la sombra"
[ 2 ]. Nos parece un método pueril infravalorar a Stalin para realzar a Trotski. Es de sobra
conocido que Trotski fue una figura capital en la toma del poder, de la misma forma que los
bolcheviques obtuvieron el triunfo en la guerra civil contra los blancos en buena parte
gracias a su genio organizativo, capaz de levantar el Ejército Rojo casi desde la nada. Pero
todo esto no significa que Stalin fuera un provinciano del Caúcaso ignorado por Lenin.
Stalin formó parte del Partido Socialdemócrata desde sus orígenes y se unió a los
bolcheviques sin dudarlo cuando se produjo la escisión en el IIº Congreso del partido
celebrado en 1903 (Trotski, por el contrario, no ingresó en el Partido bolchevique hasta julio
de 1917). Detenido en numerosas ocasiones y desterrado a Siberia, en vísperas de la
revolución de Octubre Stalin desempeñaba en el Partido los siguientes cargos: director de
Pravda, órgano central del Partido; miembro del Comité Central; miembro del Buró Político;
y responsable del Centro Revolucionario Militar del Comité Central, integrado por cinco
miembros y encargado de dirigir la insurrección. No parece, pues, que fuese un personaje
tan insignificante en las estructuras organizativas del bolchevismo.
Tras el triunfo de la revolución, ocupó en el gobierno los cargos de Comisario de las
Nacionalidades y Comisario para la Inspección Obrera y Campesina, y en abril de 1922 fue
elegido Secretario General del Partido. Son suficientes estos datos para comprobar que
Stalin estuvo siempre entre la élite dirigente de los bolcheviques y parece poco probable
que hubiese alcanzado esa posición de ser un hombre tan falto de cualidades como en
ocasiones se le retrata.
Algo similar ocurre cuando se valora su trayectoria como teórico. No hace falta insistir en
que Stalin no era un intelectual brillante al estilo de Lenin, Bujarin y Trotski, pero eso dista
mucho de la imagen del dirigente inculto, preocupado sólo por las intrigas políticas, que a
veces se transmite.
Stalin conocía a fondo la teoría marxista. Sin ese conocimiento no hubiese podido escribir
en 1913 El marxismo y la cuestión nacional, un estudio sobre el problema nacional que
recibió los elogios del propio Lenin y del que el gran historiador Pierre Vilar dijo que era “el
mejor estudio sintético del hecho nacional en el siglo XIX” [ 3 ]. Lenin no era una persona
que prodigara alabanzas gratuitamente y mucho menos estaba dispuesto a realizar
concesiones en cuestiones ideológicas o teóricas y Pierre Vilar, maestro de historiadores,
fue una autoridad indiscutible en los temas relacionados con la nación y el estado nacional
[ 4 ]. Sus opiniones son un aval de suficiente peso como para considerar que Stalin tenía
una talla intelectual bastante notable. Sin ser un teórico de primera fila, muchos de sus
escritos, como Los Fundamentos del leninismo (1924) o Sobre el materialismo dialéctico y
el materialismo histórico, son lectura obligada para quien quiera adentrarse en el
conocimiento del marxismo [ 5 ].
Incluso sus críticos más encarnizados han reconocido que Stalin era un lector infatigable
desde su juventud. Jean-Jaques Marie afirma refiriéndose a sus años escolares que
“devora la biblioteca de la escuela.... y completa sus lecturas con obras no autorizadas de la
biblioteca privada de la localidad...” [ 6 ], y Donal Rayfield refiere que “el error fatal en que
incurrirían los enemigos de Stalin consistía en olvidar que se trataba de alguien
extraordinariamente leído. Nosotros conocemos este dato gracias a lo que queda de su
biblioteca, que rondaba los veinte mil volúmenes, por la notas y cartas que escribía
solicitando libros , y que aún se conservan, y por los recuerdos de aquellos que le
frecuentaron en su juventud.... Cuando cumplió los treinta había leído ya a los clásicos
rusos y occidentales de la literatura, la filosofía y la teoría política. En los cuatro años que
pasó desterrado en Siberia (1913-1917), asocial y poco comunicativo como era, leyó
cuantos libros pudo tomar prestados de sus camaradas del exilio. Stalin leyó incluso en
mitad del caos de la revolución y de la lucha por el poder. Desde los años veinte hasta su
muerte, leyó además todas las publicaciones periódicas editadas por los emigrados” [ 7 ].
Ni oscuro dirigente ni nulidad intelectual. Pero aún queda un argumento supremo para
descalificar definitivamente a Stalin y considerarlo como un usurpador del poder. Nos
referimos al conocido, y tantas veces citado, “Testamento” de Lenin. Se trata de un conjunto
de notas dictados por Lenin a sus secretarias entre los días 23 de diciembre de 1922 y el 4
de enero de 1923, tras el ataque de apoplejía sufrido en la noche del 15 al 16 de diciembre,
que le dejó parcialmente paralizado. En las notas dictadas los días 23, 24 y 25 de diciembre
realizaba una caracterización de los principales miembros del Comité Central. Refiriéndose
a Stalin y Trotski afirmaba [ 8 ].
“El camarada Stalin, al convertirse en secretario general, ha concentrado en sus
manos un inmenso poder y no estoy seguro de que siempre pueda utilizarlo con
suficiente prudencia. Por otra parte, el camarada Trotski, como ya lo ha demostrado
su lucha contra el Comité Central, en la cuestión del Comisariado del Pueblo para
las vías de comunicación, no se distingue únicamente por las más eminentes
capacidades. Personalmente es, sin duda alguna, el hombre más capaz del Comité
Central, pero se deja llevar excesivamente por la seguridad en sí mismo y se ve
arrastrado, más de la cuenta, por el lado administrativo de las cosas.
Estas dos cualidades de los dos jefes más notables del actual Comité Central
pueden involuntariamente conducir a la escisión; si nuestro partido no toma las
medidas para prevenirla, esta escisión se puede producir inopinadamente”.
De este texto conviene resaltar varios aspectos. En primer término es necesario reseñar
que Stalin y Trotski eran considerados como los dirigentes más cualificados del Partido. Las
propias palabras de Lenin desmienten la tesis de un Stalin oscuro y poco capacitado
defendida posteriormente por Trotski. En segundo lugar, ambos son objeto de crítica. A
Trotski se le reconoce su inmensa capacidad, pero se le reprocha el dejarse arrastrar por la
vertiente administrativa de los asuntos, es decir, su inclinación al burocratismo. En el caso
de Stalin se hace una advertencia sobre el enorme poder que concentra en su cargo de
secretario general del partido. No creo que se pueda deducir de aquí una especial
animadversión de Lenin hacia Stalin ni que éste hubiese caído en desgracia. En los escritos
de Lenin se pueden encontrar juicios durísimos sobre Trotski a propósito de su
menchevismo y valoraciones muy positivas, de la misma forma que en febrero de 1913
llamó a Stalin “maravilloso georgiano”. En los 55 tomos de las Obras Completas de Lenin,
en la edición castellana de la editorial Progreso, es fácil hallar todo tipo de citas si lo que se
quiere es emplearlas como arma arrojadiza para acusar de desviacionismo a cualquier
dirigente bolchevique, pero el propio Lenin puso en guardia al partido sobre el peligro de
reprochar a los militantes sus pasados errores políticos.
Unos día más tarde, el 4 de enero de 1923, Lenin dictó una breve nota para añadir al
texto anterior:
“Stalin es demasiado brutal, y este defecto plenamente soportable en las relaciones
entre nosotros, comunistas, se hace intolerable en la función de secretario general.
Por lo que propongo a los camaradas que reflexionen sobre la manera de desplazar
a Stalin de este puesto y de nombrar en su lugar a un hombre que, en todos los
aspectos, se distinga del camarada Stalin por su superioridad, es decir que sea más
paciente, más leal, más educado y más atento con los camaradas, menos
caprichoso, etc. Esta circunstancia puede parecer una bagatela insignificante, pero
pienso que para preservar al partido de la escisión y desde el punto de vista de lo
que yo he escrito anteriormente sobre las relaciones mutuas entre Stalin y Trotski,
no es una bagatela, a menos de ser una bagatela que pueda adquirir una
importancia decisiva”.
El cambio de tono y la contundencia que apreciamos en esta posdata están relacionados
con la irritación que le causó a Lenin las noticias que le llegaron sobre el comportamiento de
Stalin y Ordzhonikidze en relación con la cuestión de Georgia y su inserción en la URSS
[ 9 ]. Lenin les acusó de nacionalismo ruso en unas notas dictadas a sus secretarias los
días 30 y 31 de diciembre (“Contribución al problema de las naciones o sobre la
autonomización”). Aun sin poner en duda la autoridad de Lenin, estamos en presencia de
un nuevo debate político de gran calado en el seno del partido bolchevique, algo por lo
demás habitual en la historia del bolchevismo. Y esos debates habían sido siempre
intensos, apasionados, en los que la crítica política se ejercía sin concesiones. Que Lenin
sugiriera la forma de desplazar a Stalin de la secretaría general no era algo novedoso. En
vísperas de la revolución de Octubre exigió la expulsión de Zinoviev y Kamenev por exponer
este último en el periódico Novaia Zhin su postura contraria a la insurrección. Una exigencia
que no fue aceptada por el Comité Central y una buena prueba de la democracia interna
que regía la vida del partido.
Lo que sucedió tras la muerte de Lenin el 21 de enero de 1924 fue algo similar a lo
acontecido entonces. El 22 de mayo de 1924, en una reunión del Comité Central, se decidió
por unanimidad la continuidad de Stalin en su cargo y por 30 votos contra 10 se aprobó no
leer el “testamento” en el decimotercer congreso del partido y darlo a conocer
exclusivamente a los jefes de las delegaciones [ 10 ]. Nos parece bastante significativo que
ni un solo miembro del Comité Central, incluido el propio Trotski, estuviera dispuesto a
cumplir la propuesta de Lenin. Pasados los años se pueden hacer todo tipo de
interpretaciones y juicios de valor, pero en aquel contexto histórico lo que sucedió realmente
es que Stalin contó con el apoyo pleno de sus camaradas y Lenin fue desautorizado.
LOS AÑOS TREINTA: REVOLUCIÓN EN LA REVOLUCIÓN
Uno de los temas estrella de la historiografía académica, antes y después de la Guerra
Fría, ha sido la represión estalinista. Con la finalidad de demostrar el supuesto carácter
criminal del bolchevismo, una legión de historiadores han ido engordando sus méritos
académicos con publicaciones en las que alegremente se han ofrecido cifras astronómicas
de detenidos y fusilados en la URSS durante los años treinta. Aunque los archivos oficiales
soviéticos estuvieron cerrados hasta los años noventa del pasado siglo, ello no fue
obstáculo para que, saltándose todas las normas científicas de la investigación histórica, se
afirmase con rotundidad que Stalin había asesinado a decenas de millones de personas,
convirtiendo de esta forma al dirigente comunista en el paradigma de la malignidad,
equiparable a Hitler. En definitiva, lo que se pretendía difundir -y en buena parte se ha
conseguido- es que el nazismo y el comunismo son doctrinas similares y sistemas políticos
gemelos, igualmente condenables por totalitarios.
Aunque desde cualquier punto de vista esta comparación constituye una aberración, la
teoría del totalitarismo ha sido aceptada en amplios medios intelectuales. Hitler y Stalin
vendrían a ser las versiones alemana y rusa de un mismo sistema opresivo, esclavizador y
criminal.
Arropados por los medios de comunicación, que les proporcionan una amplia cobertura
informativa, los profesionales del anticomunismo pueden propagar su versión sin encontrar
la oportuna respuesta. Pero las descalificaciones no pueden ocultar eternamente la
realidad, y los que se han negado siempre a ver la historia en blanco y negro en el tema del
estalinismo ven confirmados algunos de sus planteamientos a partir de la apertura de los
archivos soviéticos.
Trabajando sobre los fondos documentales del Archivo Estatal de la Federación de Rusia
(GARF), del Centro Ruso de Conservación y Estudio de Documentos de la Historia
Reciente (RtsJIDNI) y del Depósito Central de Documentación Reciente (TsJSD), los
investigadores J. Arch Getty y Oleg V. Naumov han calculado que la población reclusa a 1
de enero de 1939, fecha en la que acabaron las grandes purgas del período 1936-1938,
ascendía a 2.022.976 personas, tanto por delitos políticos como comunes, aunque una
buena parte lo eran por los primeros. Según los archivos del Comisariado Popular de
Asuntos Interiores (NKVD), los fusilados en 1937-1938 fueron 681.692, cifra que ascendería
a 786.098 personas para el período 1930-1953. Si se sumaran a esta cifra los muertos en
los campos de trabajo y en las prisiones estaríamos alrededor de 1,5 millones de muertos
causados por la represión de los años treinta [ 11 ]. Por su parte el historiador Viktor
Zemskov proporciona la cifra de 2,5 millones de detenidos para los años 1937-1938 y
800.000 fusilados entre 1921 y 1953.
Evidentemente son cifras tremendas, pero muy alejadas de las que en su momento se
proporcionaron y que sólo respondían a una labor propagandística y desinformadora.
Robert Conquest en su libro The Great Terror, publicado en 1968 (hay traducción
castellana: El Gran Terror, Barcelona, Luis de Caralt, 1974), daba por buenas una cifra de
detenidos entre 7 y 9 millones durante los años treinta, y Roy Medvedev estimaba las
detenciones entre 4 y 5 millones [ 12 ]. En el lamentable y sectario Libro negro del
comunismo (1998), que fue objeto de amplísimo y favorable tratamiento en los medios de
comunicación, al contrario de lo que sucedió con El libro negro del capitalismo (Tafalla,
Txalaparta, 2001), absolutamente ignorado por esos mismos medios que presumen de
talante democrático, el número de detenidos en campos de trabajo se estima en 7 millones
para los años 1934 a 1941.
Curiosamente, los nuevos datos proporcionados por los archivos no han provocado
rectificaciones ni reflexiones por parte de los propagadores de versiones oficiales, al menos
en España. Muchos historiadores que lamentaban amargamente la imposibilidad de
consultar los archivos soviéticos -lo que, por otra parte, les servía para confirmar el carácter
dictatorial de la URSS-, parece que ahora ya no tienen la menor intención de trabajar en
ellos. Cuando la realidad no ha confirmado sus insidias, han preferido volverle la espalda y
dedicar su atención a otros temas más productivos. Ahora, los intelectuales orgánicos de la
burguesía están empeñados en su particular cruzada contra el pérfido islamismo.
No pretendemos aquí justificar la represión de los años treinta en la URSS, sino
establecer unos elementos de objetividad al analizar un proceso histórico. Teniendo en
cuenta que la población del país era de 170 millones de habitantes en 1939, la cifra muertos
ocasionada por la represión, de acuerdo con los datos de Getty y Naumov citados más
arriba, equivaldría al 0,89% de la población. En cuanto a los detenidos en el Gulag,
supondrían entre el 1,19% y el 1,50%. Sin ignorar el sufrimiento y la tragedia que se
esconden tras estas cifras, no parece que se correspondan con el pretendido holocausto
cometido por Stalin contra los pueblos de la URSS. En cualquier caso, la simple
enumeración de datos no aclara demasiadas cosas sobre lo ocurrido durante los años
treinta. Es necesario inscribir la represión en un contexto extraordinariamente difícil para la
Rusia soviética, cuando el fascismo avanzaba imparable en Europa con la connivencia de
Francia e Inglaterra, y el país se encontraba sometido a un veloz proceso de cambio
económico en un intento de construir el socialismo en un solo país. El aislamiento
internacional y las tensiones sociales creadas por los planes quinquenales, así como el
crecimiento de la burocracia, generaron probablemente una creciente sensación de
amenaza en el grupo dirigente del Partido bolchevique. La represión no tuvo nada de plan
premeditado ni era el resultado de mentes paranoicas, sino la respuesta a situaciones
extremadamente complejas que no se deben pasar por alto. Por otro lado, debemos
considerar que la represión es una cara de la realidad; la otra es el enorme crecimiento
industrial, el avance cultural y científico y las inmensas posibilidades de promoción que se
abrieron para la clase obrera en aquellos años, cuestiones todas ellas sobre las que se
suele pasar de puntillas o simplemente infravalorarlas.
Si fijamos nuestra atención en el tema educativo, el avance fue espectacular. En 1914,
Rusia tenía 150 millones de habitantes, aproximadamente, y su tasa de analfabetismo se
situaba en el 70,5% de la población [ 13 ], aunque hay autores que elevan esta cifra hasta el
80% [ 14 ]. La revolución de Octubre abrió una etapa de inmensas transformaciones e
innovaciones en el ámbito cultural y pedagógico, cuyo objetivo prioritario fue la lucha contra
el analfabetismo y la elevación del nivel cultural de las masas, pero la guerra civil y la
posterior reconstrucción del país dificultaron enormemente esa tarea. El censo de 1926
arrojaba una cifra de población de 147.027.915 habitantes. Sabían leer y escribir el 39, 6%
de la población. En los hombres la tasa alcanzaba hasta el 50,8% y en las mujeres
descendía hasta el 29,2%. En Ucrania, la población alfabetizada llegaba al 44,9 %, pero en
Uzbekistán bajaba hasta el 7,7% [ 15 ].
Esta panorama cambió radicalmente con el inicio del Primer Plan Quinquenal (1928-
1932). La política escolar, en consonancia con el impulso industrializador, se orientó hacia
la rápida liquidación del analfabetismo, la escolarización obligatoria, la formación de
especialistas y la cualificación técnica de los obreros.
Los resultados fueron impresionantes. De 1930 a 1932, en las “escuelas de liquidación
del analfabetismo” estudiaban treinta millones de personas. En 1941, el número de
“escuelas de diez años”, en las que era posible cursar el ciclo completo de estudios
primarios y secundarios se había multiplicado por diez respecto al primer plan quinquenal.
La red escolar se extendió por todo el país y “el analfabetismo está a punto de desaparecer”
[ 16 ]. El alumnado en establecimientos de enseñanza secundaria ascendía a 977.787
personas en el curso 1928-1929, mientras que en los años 1933-1934 pasó a 2.011.798
alumnos [ 17 ].
El trepidante ritmo de la industrialización exigía una ingente formación de cuadros
técnicos y obreros especializados. Entre 1928 y 1932 se formó anualmente una media de
72.000 especialistas por las escuelas técnicas y 42.500 por las escuelas universitarias,
frente a una media de 18.000 y 32.000, respectivamente, durante los años de Nueva
Política Económica (NEP), que abarcó el período 1921-1928 [ 18 ].
En cuanto a los estudiantes de enseñanza superior, su número era de 112.000 en 1914;
176.000 en 1929 y ¡675.000! en 1941. A la altura de 1937 había en la URSS 1.750.000 jefes
de empresas, centros administrativos e instituciones culturales; 250.000 arquitectos e
ingenieros y 822.000 economistas y estadísticos [ 19 ]. Frente a las 78 Universidades y
Escuelas Técnicas de 1914, en 1939 funcionaban 449 establecimientos de enseñanza
superior.
En un período de doce años, el comprendido entre 1929 y 1941, la URSS fue capaz de
superar su secular atraso cultural y científico y colocarse en una situación equiparable a las
grandes potencias capitalistas. Y no fue el menor mérito de este esfuerzo educativo el
formar una generación de técnicos, ingenieros y científicos que colocaron a la Unión
Soviética en un nivel militar que hizo posible su victoria sobre la Alemania nazi en la IIª
Guerra Mundial.
Asombrosos fueron también los resultados económicos de los tres primeros planes
quinquenales [ 20 ]. La Renta Nacional se incrementó en un 86% durante el primer plan y
otro 110% en el segundo, es decir, en diez años se había multiplicado por cuatro. Cuando el
tercer plan quedó interrumpido por la guerra, ya se había incrementado en una tercera
parte. En conjunto, la Renta Nacional pasó, en miles de millones de rublos, de 24,4 en
1927/1928 a 128 en 1940. La producción industrial, que suponía el 34,8% de la producción
total del país en 1928, alcanzó el 62,7% en 1940 [ 21 ].
PRODUCCIÓN INDUSTRIAL DE LA URSS
1928 1940
Carbón (millones de toneladas) 35,5 165,9
Petróleo (millones de toneladas) 11,6 31,1
Electricidad (mil millones de Kw h) 5,0 48,3
Acero (millones de toneladas) 4,3 18,3
Cemento (millones de toneladas) 1,5 5,7
Fertilizantes minerales (millones de toneladas) 0,1 3,2
Tractores (mil unidades) 1,3 31,6
Fuente: DOBB, Maurice, El desarrollo de la economía soviética desde 1917, Madrid, Tecnos,
1972, pág. 319.
Se construyeron cientos de fábricas y enormes presas, surgieron nuevas regiones
industriales y se edificaron ciudades. Trotski calificó a Stalin de “enterrador de la
revolución”, pero lo que ocurrió en la URSS en los años treinta difícilmente puede tener otro
significado que no sea el de revolucionario. Una revolución educativa, pero también una
revolución contra la NEP y la pequeña economía campesina. La planificación económica y
la colectivización del campesinado fue una segunda revolución que removió a fondo las
estructuras sociales del país. Una transformación tan intensa y en un período tan corto no
podía estar exenta de violencia. Las resistencias del campesinado a la colectivización
-lógicas desde su posición, pero contraproducentes desde el punto de vista de una
industrialización acelerada- desencadenaron la respuesta represiva del Estado. El hecho de
que las medidas de fuerza se extendieran al Partido y al Ejército tuvo que ver sin duda con
el miedo a la formación de núcleos de resistencia a la política planificadora en el propio
aparato del Estado y las sucesivas depuraciones de los depuradores tendrían estarían
relacionadas con el objetivo de evitar la autonomía de la policía política. Las acusaciones
contra los detenidos de mayor prestigio -espionaje, actividad contrarrevolucionaria, agentes
del fascismo, etc.- formaban la coartada ideológica, obviamente falsa, que envolvía
contradicciones sociales y políticas más profundas y servía para justificar ante los
trabajadores la eliminación de personas tan conocidas como Zinoviev, Kamenev o Bujarin.
Juzgar los hechos a posteriori es demasiado sencillo y con la perspectiva de lo que ya ha
sucedido se puede justificar cualquier cosa -e incluso cualquier crimen-, pero es una
realidad que la planificación económica de los años treinta, inseparable de la represión,
permitió a la URSS derrotar a Hitler y, de esa forma, evitar que la Humanidad fuera
esclavizada por el nazismo. No queremos hacer historia ficción, pero no hace falta tener
una imaginación demasiado fértil para aventurar lo que hubiese ocurrido si Hitler gana la
guerra: el holocausto global.
A todos los que han hecho del anticomunismo su forma de vida -una forma muy bien
remunerada- no estará de más refrescarles la memoria y recordarles que durante la
dictadura franquista , para el período 1936-1945, las cifras no bajarán de 150.000 fusilados,
cuando aún hay archivos por consultar, cientos de fosas comunes por exhumar y una masa
enorme de documentación desaparecida, a los que deberían sumarse los fallecidos por
hambre, enfermedades y malos tratos en prisiones y campos de concentración. En
conjunto, un mínimo de 200.000 fallecidos a consecuencia directa de la represión,
equivalente al 0,82% de la población de 1936 (24,5 millones de habitantes). Si añadiéramos
la población exiliada al acabar la contienda y los encarcelados, las consecuencias
represivas del franquismo afectaron aproximadamente al 2,5% de la población española.
A la luz de estas cifras, la represión franquista fue proporcionalmente mayor que la
estalinista y, paradójicamente, el tratamiento que recibe Franco por parte de los
historiadores no es el mismo que el reservado para el dirigente soviético. Pero no podía ser
de otro modo. Franco fue el defensor del orden capitalista y la burguesía española le mostró
su agradecimiento en vida y se lo sigue mostrando tras su muerte. Para eso están Pío Moa,
Ricardo de la Cierva y César Vidal. Stalin fue, por el contrario, la representación de una
revolución proletaria triunfante -con sus defectos, sus errores y sus deformaciones-, pero
una revolución que amenazaba el orden burgués, y eso es algo que las clases dominantes
ni olvidan ni perdonan. Y el resultado es que Stalin fue un asesino y Franco un dirigente
autoritario. Así se escribe la historia -o algunos así la escriben-.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
En la larga cadena de desastres atribuidos a Stalin, figura en el cuadro de honor la derrota
de la República española en la guerra civil de 1936-1939. Tal es la versión que mantuvieron
en su momento el POUM y la CNT -y que todavía cuenta con numerosos defensores-, al
considerar al PCE una marioneta de Stalin. Con su política de ganar la guerra por encima
de todo, los comunistas españoles sacrificaron la revolución, desmoralizaron al proletariado,
se plegaron a las diabólicas maniobras estalinistas y sellaron la derrota republicana. El
ejército franquista no cuenta, ni la actitud de Francia e Inglaterra. Por supuesto, los
militantes poumistas y cenetistas mantuvieron la pureza revolucionaria y no cometieron
errores. Este cuento se alimenta periódicamente con aportaciones supuestamente
científicas.
En 1998, el historiador Gerald Howson publicó Arms for Spain: The Untold Story of the
Spanish Civil War (hay traducción castellana: Armas para España. La historia no contada
de la Guerra Civil española. Barcelona, Península, 2000). La tesis central del libro defiende
que el gobierno republicano, en su búsqueda desesperada por comprar armas, fue objeto
de todo tipo de engaños por parte de traficantes sin escrúpulos. El mayor de estos timos
habría sido perpetrado por Stalin, quien, según el autor, proporcionó a los republicanos
españoles armas caras, escasas y obsoletas, auténticas piezas de museo cobradas a
mayor precio que el de su valor real mediante la alteración artificial de los tipos de cambio
entre la peseta, el dólar y el rublo.
En la página 181 de la versión española leemos: “...aparte de los aviones, tanques y 150
ametralladoras ligeras Degtyarev, todas las armas enviadas en 1936 eran viejas y en
desuso: más de la mitad eran antiguas piezas de museo suministradas con tan pocas
municiones que eran prácticamente inservibles”. Ahora bien, si esto fuese cierto, ¿cómo fue
posible que el Ejército Popular de la República resistiese durante tres años al ejército
franquista, pertrechado masivamente por Hitler y Mussolini? La heroicidad de los soldados
republicanos no creemos que hubiese sido suficiente para aguantar tres años de lucha. Si
la República fue capaz de detener a Franco a las puertas de Madrid, vencer en la batalla de
Guadalajara y tomar la iniciativa durante la batalla del Ebro, eso fue posible gracias al
armamento que llegó de la URSS, unido, obviamente, a la férrea voluntad de vencer al
fascismo que mostraron los trabajadores españoles.
La derrota de la República española no se debió a Stalin, sino a la vergonzosa actitud de
los gobiernos francés y británico, quienes se plegaron a las exigencias de Hitler, permitieron
el intervencionismo nazi y fascista en favor de Franco e impidieron que el legítimo y legal
gobierno republicano pudiese adquirir libremente armas en el mercado internacional. Frente
a esta política criminal de las llamadas potencias democráticas, sólo la URSS suministró
armas a la República española . Esa es una realidad incontestable.
El historiador Daniel Kowalski ha realizado un exhaustivo estudio sobre la implicación de
la Unión Soviética en la guerra civil española, trabajando con la documentación registrada
en los principales archivos soviéticos. El fruto de esa investigación ha sido el libro que lleva
por título La Unión Soviética y la guerra Civil española. Una revisión crítica (Bracelona,
Crítica, 2004).
En sus conclusiones leemos:
“Una vez involucrado en el conflicto y durante los diez primeros meses
aproximadamente de ayuda militar, el régimen soviético no se anduvo por las ramas
en su intento de cambiar el curso de la guerra y de ayudar a la República a ganarla.
Se enviaron a España cantidades significativas de armamento de alta calidad y se
pusieron al servicio de la República asesores militares de talento, tripulantes de
carros de combate, pilotos y gran número de personal de apoyo. Los centros de
adiestramiento militar de la URSS se pusieron a disposición de los jóvenes pilotos
republicanos, y los mejores instructores rusos se encargaron inmediatamente de
convertir en profesionales a los jóvenes aviadores de la República. Se envió a
España la generación más nueva de aviones y tanques soviéticos, y se facilitó en
cuanto fue posible las versiones más actualizadas de los mismos, especialmente el
caza I-16 y el tanque rápido BT-5. Entre octubre de 1936 y otoño de 1937, los
soviéticos abrigaron la esperanza de obtener la victoria en España, y no hay
pruebas de que Stalin pretendiera sabotear las actividades bélicas de la República
ni de hacer que el conflicto se alargara y se convirtiera en una guerra de desgaste.
Además de trabajar para conseguir la victoria de la República, Moscú perseguía
otros objetivos a largo plazo: disponer en la República española victoriosa de un
verdadero aliado en el Mediterráneo occidental. Si el Kremlin hubiera visto en la
República sólo una fuente de divisas,, como han sostenido algunos, o un
instrumento de manipulación estratégica entre Occidente y Alemania, como han
menudo han pretendido otros, probablemente el régimen no hubiera intentado
involucrarse en la causa republicana en tantos aspectos...” [ 22 ].
La obra de Kowalski refuta punto por punto las leyendas tejidas sobre la aviesas
intenciones de Stalin en España. Hay un episodio de la guerra extremadamente significativo
sobre la ayuda soviética. Tras la batalla del Ebro, el ejército republicano tenía una acuciante
necesidad de material bélico, pero las reservas de oro depositadas en la URSS estaban
agotadas. A mediados de noviembre de 1938, Negrín envió a Moscú a Hidalgo de Cisneros,
jefe de la fuerza aérea republicana, con una carta dirigida a Stalin en la que solicitaba un
enorme pedido de armamento: 250 aviones, 250 tanques, 650 piezas de artillería, 10.000
ametralladoras, etc. Stalin aceptó las peticiones y envió inmediatamente a España un
cargamento de armas valorado en 55.335.660 dólares, tal como indican los documentos de
los archivos soviéticos. Siete barcos, siguiendo la ruta del mar del Norte, transportaron 134
aviones, 40 carros de combate, 3.000 ametralladoras, quince lanchas torpederas y cuarenta
mil fusiles, que fueron desembarcados en Francia. Sin embargo, la mayor parte de las
armas no pudo ser utilizada por el ejército republicano, porque el gobierno francés retrasó
su transito a territorio español y la ofensiva franquista sobre Cataluña en 1939 impidió que
ese material llegase al gobierno republicano [ 23 ].
Las pruebas documentales rebaten la tesis del abandono de la República por parte de la
URSS y ratifican el esfuerzo de los soviéticos hasta el final de la contienda. El
antiestalinismo visceral adopta posturas grotescas. Si Stalin apoya a la República, lo hace
con intenciones ocultas. Si envía armas, son escasas y de mala calidad. Y si no las hubiera
enviado, entonces se le acusaría de traicionar al proletariado español. Pero como el PCE
defiende la República, lo que ahora traiciona Stalin es la revolución socialista. Por acción u
omisión, Stalin siempre es culpable. En fin, por este camino pronto escucharemos y
leeremos que la República no pereció a manos del fascismo. Todo fue producto de un
contubernio que se urdió en el Kremlin. Si ya lo dijo Franco: “Rusia es culpable”.
EL PACTO GERMANO-SOVIÉTICO
Otro tema recurrente en la bibliografía sobre Stalin es el Pacto Germano-Soviético de No
Agresión firmado el 23 de agosto en Moscú por el ministro de asuntos exteriores alemán,
Von Ribbentrop y su homólogo soviético, Molotov. El Pacto, con una duración de diez años,
establecía que ambas partes se "comprometían a abstenerse de todo acto de violación o
acción agresiva, así como de todo ataque de la una contra la otra" (art. 1). Asimismo, en
caso de que uno de los dos países fuera objeto de agresión militare por parte de una
tercera potencia "la otra se compromete a no proporcionar apoyo alguno, de ninguna
manera, a esa tercera potencia" (art. 2) ni tomará parte "en ningún grupo de potencias que,
directa o indirectamente, vaya en contra de la otra parte" (art. 4). La firma de este Pacto
causó una enorme conmoción en todo el mundo y, especialmente, entre los militantes
comunistas, para quienes, en un primer momento, fue incomprensible que la Alemania nazi
y la Rusia soviética llegaran a un acuerdo.
El pacto germano-soviético ha sido considerado por la historiografía burguesa como la
mayor traición de Stalin, acusándole de ser el causante de la Segunda Guerra Mundial por
dejar las manos libres a Hitler para atacar a Francia e Inglaterra. Sin embargo, la realidad
histórica es muy distinta a la que describen ciertos especialistas acostumbrados a una
visión maniquea de la historia.
Durante los años treinta las tensiones internacionales adquirieron un carácter explosivo
debido a las agresiones de las potencias fascistas. El 30 de enero de 1933 Hitler fue
nombrado canciller de Alemania e inició una política exterior cuyos ejes eran la destrucción
del Tratado de Versalles y la conquista del “espacio vital”. Tras abandonar la Sociedad de
Naciones (SDN), Hitler estableció el servicio militar obligatorio e inició el rearme alemán
(marzo de 1935). Un año después, en marzo de 1936, remilitarizaba Renania. Ambos
hechos constituían una flagrante violación del Tratado de Versalles, pero Francia e
Inglaterra y la Sociedad de Naciones se limitaron a protestas verbales. El 13 de marzo de
1938 Hitler se anexionó Austria (“Anschluss”) y a continuación exigió a Checoslovaquia la
región de los Sudetes. En la Conferencia de Munich, celebrada en septiembre de 1938,
Francia e Inglaterra capitularon ante el dictador alemán y obligaron al gobierno checo a
entregar el territorio. Poco después, en marzo de 1939, las tropas alemanas entraron en
Checoslovaquia. La parte occidental del país se convirtió en el “Protectorado de Bohemia y
Moravia” y Eslovaquia pasó a ser un estado títere manejado por Alemania. El 23 de marzo,
Hitler se anexionó, tras un ultimátum, el territorio lituano de Memel.
Por su parte, Mussolini ocupó Abisinia (Etiopía) en octubre de 1935 y Japón había
invadido Manchuria en septiembre de 1931. Era evidente que las potencias fascistas se
proponían cambiar el orden mundial y para ello estrechaban lazos y establecían alianzas.
Hitler y Mussolini enviaron cantidades masivas de armamento a Franco durante la guerra
civil española, y en octubre de 1936 se formó el “Eje Roma-Berlín”. Japón y Alemania
firmaron en noviembre de ese mismo año el “Pacto Antikomintern”, para combatir a la
URSS y a la Internacional Comunista. Italia se unió al pacto en enero de 1937 y Franco lo
hizo en marzo de 1939.
Mientras la agresividad fascista no tenía límite, Francia e Inglaterra practicaban una
política de apaciguamiento. En vez de oponerse resueltamente al fascismo, claudicaban
una y otra vez, abandonando a su suerte a Checoslovaquia y traicionando a la República
española. No se trataba de ceguera o de errores de apreciación, como apuntan algunos
historiadores. Las clases dominantes inglesa y francesa veían en Hitler al anticomunista que
les libraría de la Unión Soviética, al defensor del capitalismo que había destruido las
poderosas organizaciones obreras en Alemania. Mientras Hitler marchara hacia el este, y
allí estaba su espacio vital, se le podía dejar hacer [ 24 ].
Pero las ambiciones del capitalismo alemán eran de orden mundial y terminaron por
chocar con los intereses del imperialismo franco-británico. En marzo de 1939 Hitler exigió a
Polonia la anexión de la ciudad de Dantzig y comunicación extraterritorial con Prusia
Oriental. Francia e Inglaterra decidieron entonces endurecer su actitud y ofrecieron
garantías militares a Polonia en caso de que fuese agredida y las hicieron extensivas a
Grecia, Rumania y Turquía.
En esas circunstancias que anunciaban la guerra, el gobierno soviético propuso el 17 de
abril la creación de una gran coalición antinazi que englobaría a la URSS, Francia e
Inglaterra. Entre el 12 y el 21 de agosto se celebraron conversaciones militares en Moscú.
La delegación militar soviética , que estaba autorizada a firmar un convenio militar, propuso
tres variantes de acción conjunta en caso de guerra. En la primera, si Alemania atacaba a
Francia e Inglaterra, la URSS emplearía unas fuerzas equivalentes al 70% de las fuerzas
movilizadas por Francia e Inglaterra. En la segunda variante, si Alemania se lanzaba contra
Polonia y Rumania, Inglaterra y Francia declararían inmediatamente la guerra y la URSS
participaría con un número de divisiones equivalentes a las empleadas por los francobritánicos.
A las tropas soviéticas se les dejaría atravesar Polonia. En la tercera variante, si
Alemania atacaba a la URSS, Francia e Inglaterra entrarían en guerra aportando un 70% de
las fuerzas movilizadas por la Unión Soviética y Polonia emplearía cuarenta y cinco
divisiones para atacar Alemania [ 25 ].
Los gobiernos de Francia e Inglaterra desplazaron a Moscú una delegación de rango
inferior y alargaron las conversaciones sin intención de firmar un tratado militar, tal como se
pone de manifiesto en las Memorias del general francés Beaufré, miembro de la delegación
franco-británica. Paralelamente a las conversaciones con los soviéticos, el gobierno inglés,
a través de Horace Wilson, -intimo colaborador del primer ministro Neville Chamberlainentró
en contacto con Wohlthat, alto funcionario alemán, y propuso al gobierno de Alemania
un acuerdo económico que implicaba el reparto de los mercados europeos y un pacto de no
agresión. Aunque estas proposiciones no fructificaron, son una buena muestra de que las
llamadas potencias democráticas estaban intentando pactar una vez más con Hitler y
lanzarlo contra la la Unión Soviética.
La negativa de Francia e Inglaterra a firmar un acuerdo militar con Stalin dejó a la URSS
en una situación de aislamiento y con el riesgo añadido de que se volviera a repetir con
Polonia una situación similar a la de la Conferencia de Munich. Desde el VII Congreso de la
Internacional Comunista (agosto de 1935) la política exterior de la URSS consistió en
buscar alianzas con las potencias occidentales para hacer frente al fascismo, pero Francia
e Inglaterra optaron por la vía de la claudicación frente a los dictadores fascistas. ¿Cuál
debía ser la postura de Stalin en esas circunstancias? ¿Afrontar el riesgo de una guerra
frente a una superpotencia militar e industrial como Alemania o buscar algún tipo de
acuerdo con Hitler para ganar tiempo y reforzar la capacidad militar de la URSS? Es
evidente que la única salida que tenía Stalin era alcanzar un acuerdo con Hitler.
Culpar a Stalin del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial es una
tergiversación monstruosa de los acontecimientos históricos. Fueron los gobiernos de
Francia e Inglaterra, con su obsesión anticomunista, los que permitieron el rearme de
Alemania y consintieron las violaciones del derecho internacional perpetradas por Hitler. El
resultado fue una guerra que costó cincuenta y cinco millones de muertos.
EPISODIOS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
La falsificación del pasado forma parte del instrumental utilizado por las clases
dominantes para imponer su hegemonía ideológica sobre el conjunto de las clases
dominadas y anular los referentes políticos e ideológicos de los trabajadores. Mediante la
tergiversación de los hechos o su ocultación, la burguesía transmite una visión de la historia
acorde con sus intereses; una historia oficial que sacraliza determinados acontecimientos y
personajes, mientras ignora o estigmatiza otros, aquéllos que no encajan en su visión del
mundo y en su orden.
No es de extrañar que la revolución bolchevique y toda la historia de la URSS sean objeto
de manipulación sistemática, porque no ha existido otro hecho en el siglo XX que haya
causado tanto pavor a la burguesía. Octubre de 1917 es la peor pesadilla del capitalismo
hecha realidad: el poder en manos de los trabajadores, fábricas y tierras nacionalizadas,
soviets, obreros con armas, racionamiento con carácter de clase... en fin, el mundo cabeza
abajo. Por ello, la desaparición de la URSS no ha puesto punto final a la propaganda
anticomunista; es preciso borrar su recuerdo de la memoria histórica de la clase obrera.
Un buen ejemplo de esta amnesia programada lo encontramos en determinados
episodios de la Segunda Guerra Mundial. Si realizásemos una encuesta al azar
preguntando a un número indeterminado de personas por el desembarco de Normandía, la
mayoría de los encuestados sabría situarlo históricamente y respondería que los
estadounidenses lo protagonizaron; sin embargo, esa misma mayoría no sería capaz de
ubicar la batalla de Stalingrado o sus referencias serían más borrosas. En el imaginario
popular, Normandía fue el hecho decisivo de la Segunda Guerra Mundial, el desembarco
que hizo posible la victoria de los aliados y selló la derrota de la Alemania nazi, mientras que
Stalingrado va cayendo en el olvido, relegado a un hecho de armas menor. Y la verdad es
bien distinta. Stalingrado fue la batalla más importante de la Segunda Guerra Mundial, la
que cambió el signo de la contienda, pero los potentes medios de comunicación
norteamericanos, en especial el cine, han contribuido a crear el mito de Normandía,
ocultando el papel de la URSS en la guerra.
En la primavera de 1941 Hitler es dueño de Europa. Desde le comienzo de la
conflagración el 1 de septiembre de 1939, los ejércitos alemanes han ocupado Polonia,
Noruega, Dinamarca, la Francia atlántica, Gracia y Yugoslavia. Alemania cuenta con la
alianza de Italia, Hungría, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia, y algunos países oficialmente
neutrales, como Suecia y España, colaboran activamente con los nazis. Sólo Inglaterra
resiste, sometida a duros bombardeos y al bloqueo de la guerra submarina. Es ahora
cuando Hitler decide acometer su gran objetivo militar, que no es otro que el del capitalismo
alemán: la conquista de la Unión Soviética.
El 22 de junio de 1941 un gigantesco ejército de 5 millones de soldados, en el que se
incluyen fuerzas húngaras, rumanas, finlandesas e italianas, inició el ataque contra la
URSS. En los tres primeros meses de lucha los soviéticos sufrieron continuas derrotas y los
alemanes ocuparon las repúblicas bálticas, Bielorrusia, Moldavia y casi toda Ucrania. A
pesar de las enormes pérdidas, la Unión Soviética resistió, y fue esta resistencia la que
impidió que Hitler ganara la guerra. Si Stalin se hubiese rendido, como en junio de 1940
hizo el gobierno francés, los nazis habrían controlado las gigantescas reservas de materias
primas del país, así como innumerables fábricas e instalaciones industriales. Con este
potencial económico en sus manos, no es difícil aventurar que el gobierno británico no
hubiese podido continuar la lucha, pactando algún tipo de acuerdo con Alemania. No es
exagerado afirmar, por tanto, que la tenacidad en la lucha del pueblo soviético fue
trascendental para el curso de la guerra.
Mientras estos acontecimientos sucedían en la URSS, la guerra se hacía cada vez más
universal. El 7 de diciembre de 1941 los japoneses atacaron la base naval estadounidense
de Pearl Harbour. Estados Unidos declaró la guerra al Japón y pocos días después
Alemania e Italia declararon la guerra a Estados Unidos. A finales de año la contienda
alcanzó una dimensión mundial y quedaron definidos los dos bandos contendientes: de un
lado, Alemania, Italia y Japón -el denominado EJE- y, de otro, los aliados, Estados Unidos,
Inglaterra y la Unión Soviética.
En la primavera de 1942 el ejército alemán reanudó la ofensiva y en septiembre comenzó
la batalla de Stalingrado. La conquista de la ciudad se convirtió para Hitler en un objetivo
prioritario, pero su defensa adquirió también un valor simbólico para los soviéticos. Durante
meses se combatió en la ciudad, que quedó completamente destruida, y los soldados
soviéticos dieron innumerables muestras de heroísmo. El 2 de febrero de 1943 lo que
quedaba del VI ejército alemán se rindió. El mariscal Von Paulus, 24 generales y 90.000
soldados fueron hechos prisioneros. Durante todo el período de la batalla los alemanes
perdieron 1.500.000 hombres, aproximadamente el 25% de las fuerzas que operaban en el
frente soviético, 2.000 tanques, 10.000 cañones y 3.000 aviones [ 26 ]. El desastre fue de tal
magnitud que los alemanes ya no lograrían recuperarse y las tropas soviéticas hicieron
retroceder a la Wermacht durante el resto del año .En los primeros meses de 1944
continuaron los éxitos del Ejército soviético y la retirada de los alemanes.
La victoria de Stalingrado fue el resultado de varias causas. Una de ellas fue la enorme
capacidad industrial de la URSS. A pesar de las enormes pérdidas de 1941, la economía
planificada demostró su efectividad a lo largo de la contienda. Los soviéticos fueron
capaces de fabricar más armamento, y en muchos casos de mejor calidad, que los
alemanes. Los economistas neoliberales tienden a ridiculizar los logros de la planificación,
pero los datos estadísticos son abrumadores. En 1941 la invasión nazi había privado a los
soviéticos del 63% de toda la producción de carbón, el 68% del lingote de hierro, el 58% del
acero, el 60% del aluminio, el 41% de las líneas férreas, el 84% del azúcar y el 38% de los
cereales. ¿Qué país hubiera resistido en esas circunstancias? Y la URSS resistió.
Sobreponiendose a una situación pavorosa, entre julio y noviembre de 1941 fueron
desmontadas y transportadas hacia el este 1.523 empresas industriales. En sólo 19 días,
del 19 de agosto al 5 de septiembre, se sacaron de la siderurgia “Zaporozhstal” 16.000
vagones cargados de maquinaria. Diez millones de personas fueron evacuadas ante el
avance alemán. Las plantas industriales fueron montadas de nuevo lejos del frente, en los
Urales, Siberia Occidental y Asia Central. Nunca se había hecho nada parecido en país
alguno [ 27 ].
De estas fábricas salieron cantidades ingentes de armamento. La industria produjo
durante la guerra 489.000 cañones, 130.800 aviones y 102.500 tanques y cañones
autopropulsados [ 28 ].
Aunque en diversas publicaciones se afirma sin pruebas documentales que la Unión
Soviética recibió un inmenso apoyo militar de sus aliados, Alec Nove, especialista en
economía soviética, sostiene que es “una realidad innegable que la ayuda de Occidente
contribuyó relativamente poco a los armamentos de Rusia” [ 29 ].
En segundo lugar, la identificación entre el partido comunista y el pueblo soviético.
Contrariamente a las esperanzas de los invasores, la población de la URSS no se levantó ni
se rebeló contra el gobierno, aunque en muchas zonas, como ocurrió en el resto de Europa,
hubo colaboracionismo con el ocupante. Este hecho vendría a confirmar que la represión de
los años treinta no abrió ninguna brecha insalvable entre gobernantes y gobernados y que el
apoyo al régimen, aún en una situación militar en ocasiones desesperada, fue mayoritario.
En tercer lugar, la victoria se debió también a la capacidad de Stalin, quien, superando los
graves errores iniciales, supo rectificar, tomar decisiones adecuadas y dejar una amplia
iniciativa a los oficiales del Estado Mayor.
Stalingrado marcó la bisectriz de la guerra y así lo han reconocido multitud de
historiadores. Henri Michel afirma que fue una victoria decisiva [ 30 ], Williammson Murray y
Allan Millet, autores nada sospechosos de prosovietismo, consideran que fue una derrota
catastrófica para las armas alemanas que inclinó la balanza a favor de los soviéticos [ 31 ] y
Gerhard Weinberg estima que Stalingrado simbolizó el cambio de marcha de la guerra
[ 32 ].
El 6 de junio de 1944 los norteamericanos desembarcaron en Normandía. No se trata de
menospreciar la contribución de Estados Unidos a la derrota del nazismo, pero la apertura
del segundo frente en Europa se produjo cuando Alemania se encontraba en vísperas de su
derrota. Estados Unidos e Inglaterra habían pospuesto durante dos años el desembarco en
Francia para debilitar a la URSS, pero en el momento en que vieron que era capaz de ganar
la guerra con sus propias fuerzas, entonces se decidieron a intervenir para frenar la
influencia política de la Unión Soviética y controlar los movimientos de resistencia en los
países de Europa Occidental. Es evidente que la liberación de toda Europa por las fuerzas
armadas soviéticas habría significado un durísimo golpe para el capitalismo a escala
mundial y los Estados Unidos estaban dispuesto a evitarlo a toda costa. De igual manera
les preocupaba el protagonismo de los comunistas franceses e italianos en la lucha contra
el ocupante alemán. A la altura de 1944 los problemas políticos pasaban a primer término,
porque militarmente la guerra estaba ganada.
Durante tres años la Unión Soviética luchó sola. El sacrificio y las penalidades soportadas
por el pueblo de la URSS fueron enormes. Las pérdidas humanas se elevaron a 26 millones
de personas, una buena parte civiles que fueron víctimas de la guerra de aniquilación
practicada por los alemanes. Fueron destruidas 1.700 ciudades, 72.000 aldeas y 32.000
empresas industriales. En conjunto, la URSS se vio privada del 30% de su riqueza nacional
y el conjunto de sus pérdidas constituyó el 40% del total de las sufridas por todos los
combatientes.
El aporte decisivo de la URSS en la victoria adquiere también su verdadera dimensión
cuando se analizan las bajas del ejército alemán en territorio soviético. El número muertos y
heridos de los alemanes en el frente del este fue seis veces superior al que tuvieron en el
frente occidental y mediterráneo, y allí fue destruido también el 75% de su armamento.
LUCES Y SOMBRAS
Todavía queda un largo camino para reconstruir históricamente la realidad de la URSS
entre 1929 y 1953, pero con lo que ya sabemos, ¿cuál es la valoración de esos años
dominados por la figura de Stalin? ¿Cuáles son los elementos que necesitamos barajar
para emitir un dictamen objetivo? No cabe duda de que el historiador debe manejar multitud
de fuentes en su reconstrucción del pasado y sopesar innumerables de factores, entre ellos
los éticos, pero nunca debe perder de vista la capacidad de un sistema político y económico
para impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, el avance científico y el progreso
social. Salvo los reaccionarios empedernidos, hay un acuerdo unánime en que la
Revolución Francesa fue un factor de progreso no ya para Francia, sino para toda la
humanidad. Y tampoco hay duda de que sin violencia revolucionaria no hubiera sido posible
abatir el Antiguo Régimen. Si alguien descalificara la revolución de 1789 por el hecho de
que Luis XVI y su esposa María Antonieta fueron guillotinados, pensaríamos que habría
perdido el juicio.
Si juzgamos el pasado tomando como punto de referencia exclusivo el empleo de la
violencia, cualquier época resulta espantosa. Desgraciadamente, el avance del mundo no
ha sido un camino idílico. Ahora bien, no es lo mismo la violencia del esclavista que la
violencia liberadora de los esclavos. Y tampoco son equiparables las guerras de agresión y
las guerras de liberación. Que los medios de comunicación y la mayoría de intelectuales
tiendan a mezclarlo y confundirlo todo, arrimando siempre el agua al molino de los intereses
del capital, es una cosa y otra bien distinta la objetividad histórica.
Consideramos que uno de los parámetros imprescindibles para analizar el tema que
estamos tratando es el económico. De lo que se trata es de comprobar si la revolución
bolchevique y concretamente la política económica diseñada por Stalin y el partido
comunista sacaron a Rusia de su secular atraso y la acercaron al nivel de los países
capitalistas más desarrollados. Para utilizar esta comparación nos basaremos en la
producción per cápita entre 1913 y 1953.
PRODUCCIÓN PER CÁPITA
(Números índices. 1913= 100)
1913 1938 1953
Australia 100 98,3 122,6
Bélgica 100 111,7 139
Canadá 100 99,6 180,9
Dinamarca 100 127,6 153,4
Francia 100 123,3 164,1
Alemania 100 132,2 146,3
Italia 100 129,7 150,5
Japón 100 192,1 153,8
Holanda 100 120,5 144,9
Noruega 100 169 214,8
Suecia 100 138 187,1
Suiza 100 149,9 190,4
Reino Unido 100 119,2 141,7
Estados Unidos 100 122,1 210,2
URSS (Rusia en 1913) 100 161,5 264,4
Fuente: MADDISON, Angus, Crecimiento económico en el Japón y en la URSS,
México, Fondo de Cultura Económica, 1971, pág.190.
Como se observa en la estadística, la URSS es el segundo país que más creció entre
1913 y 1938, sólo por detrás de Noruega, y su crecimiento superó ampliamente al resto de
los países entre 1938 y 1953. Es decir, la distancia entre la URSS y el resto del mundo
capitalista se acortó, en virtud de un crecimiento acelerado que tuvo lugar a partir de la
planificación económica; y ese crecimiento casi parece un milagro si tenemos en cuenta
que la Rusia soviética recibió en herencia el desastre económico ocasionado por la Primera
Guerra Mundial, se vio asolada por la guerra civil de 1918-1921 y posteriormente devastada
en gran parte de su territorio por la invasión hitleriana. Que después de esas catástrofes la
Unión Soviética incrementase su producto per cápita por encima de los países capitalistas
es un éxito sin precedentes. ¿No demuestran estos datos que la política de Stalin en los
años treinta fue correcta?
No somos tan ingenuos como para pensar que los éxitos económicos lo justifican todo.
Detrás de las grandes magnitudes macroeconómicas siempre hay elevados costes sociales
en forma de sufrimiento y sacrificio. Las gigantescas inversiones que hicieron posible la
industrialización soviética salieron de los recursos proporcionados por las granjas
colectivas. Lo que podríamos denominar proceso de acumulación socialista fue soportado
por el campesinado de los koljoses en forma de bajo consumo (33).
La represión formó parte de la gran transformación económica y social de los años treinta,
pero es absurdo pensar que las fábricas se levantaron impulsadas por el terror. Multitud de
testimonios de la época nos hablan de entusiasmo y orgullo por lo conseguido.
Los años treinta fueron un escenario con luces y sombras, brillo y penumbras. Lo que
carece de sentido es considerar a Stalin como un Rasputín rojo que gobernaba mediante el
terror, atrincherado en el Kremlin, odiado por la población y rodeado de una corte de
paranoicos sedientos de sangre. Quienes difunden estas fabulaciones acostumbran a
guardar silencio sobre las atrocidades del capitalismo y esa actitud les priva de cualquier
autoridad moral en sus críticas.
Tampoco merecen más crédito todos esos ensayistas que durante años nos han estado
contando lo terrible que era el socialismo soviético y ahora guardan silencio sobre la
catástrofe de la Rusia capitalista.
En ocasiones la televisión nos ofrece imágenes de manifestaciones comunistas en la
Plaza Roja de Moscú en las que personas muy mayores llevan pancartas con retratos de
Stalin. La mayoría luce condecoraciones ganadas en la Segunda Guerra Mundial y las
muestran con orgullo Los comentaristas les llaman despectivamente nostálgicos, pero se
trata de algo muy diferente.
Lo que esos manifestantes saben muy bien es que en con Stalin se convirtieron en
ingenieros, médicos, oficiales del ejército o trabajadores cualificados. Tenían trabajo y un
amplio sistema de protección social. Ahora, en la Rusia de Putin dominada por las mafias,
están en la pobreza y muchos de ellos viven de la mendicidad.