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    Chile y España: Transiciones cuestionadas - Javier Esteve Martí, Universidad de Chile - diciembre de 2019

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    RioLena
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    Mensaje por RioLena Sáb Feb 29, 2020 10:37 am

    CHILE Y ESPAÑA: TRANSICIONES CUESTIONADAS

    Javier Esteve Martí
    , Departamento de Ciencias Históricas - Universidad de Chile

    capítulo del libro CHILE DESPERTÓ. Lecturas desde la Historia del estallido social de octubre - diciembre de 2019


    El 15 de mayo de 2011 numerosos colectivos llamaron a la población española a manifestarse en más de cinco decenas de ciudades del Estado. Nada raro, al fin y al cabo, pues la crisis económica mundial que se había iniciado en el año 2008 había tenido una gran incidencia en los países mediterráneos y las movilizaciones estaban a la orden del día. En Grecia, donde los programas de rescate de la Unión Europea sólo fueron aprobados después de que el gobierno heleno se comprometiese a implementar drásticas medidas de austeridad, el ciclo de movilizaciones comenzó un año antes, en mayo de 2010. En Portugal, el movimiento Geração à Rasca —palabras que en español se traducirían como “generación precaria”— protagonizó, a partir de marzo de 2011, algunas de las mayores manifestaciones que se han dado en el país desde la Revolución de los Claveles (1974).

    Tampoco debe olvidarse que de forma paralela estallaron importantes movimientos de protesta en casi todo el mundo árabe. Aunque algunos de éstos terminaron de forma trágica —tal vez los casos más significativos sean los de Libia y Siria, países aún inmersos en guerras civiles— suele olvidarse que la conocida como Revolución de los Jazmines tunecina culminó con la caída de la dictadura de Ben Ali, la redacción de una nueva constitución y el advenimiento de la democracia. En España, los primeros meses del año 2011 estuvieron marcados por el surgimiento y articulación de focos de contestación entre los que se puede citar Juventud Sin Futuro , Estado del Malestar o Democracia Real Ya.

    Aunque la gran mayoría de éstos y otros movimientos y plataformas sociales nacieron en las redes sociales, su vocación de participar en la vida pública se hizo patente cuando llamaron a la ciudadanía a las manifestaciones que, respondiendo principalmente al incremento del desempleo y la precariedad, que tenía como mayor exponente el crecimiento de los desahucios, se convocaron para el día 15 de mayo. Aunque el volumen de personas reunidas en las movilizaciones previstas para esa fecha —y también en las jornadas subsiguientes— fue respetable, lo realmente importante fue lo que ocurrió después. Varios miles de manifestantes simplemente no volvieron a sus casas y algunas de las plazas más reconocibles de la geografía urbana española quedaron convertidas en campamentos improvisados. La contestación, que a comienzos de año se había concentrado en las redes, pasó a focalizarse en “acampadas” que articularon un potente movimiento asambleario. Incluso cuando a fines de junio del mismo año los campamentos dejaron de existir —o se expandieron, en palabras de los “indignados”— la efervescencia social no se disipó: las manifestaciones de descontento no disminuyeron y las asambleas no dejaron de celebrarse.

    Varios años después, en 2019, la aprobación de un incremento de treinta pesos en la tarifa del sistema de transporte subterráneo de Santiago llevó a que miles de personas, principalmente jóvenes estudiantes secundarios, se coordinasen para evadir el pago. La respuesta institucional a esta manifestación de descontento fue la clausura de las estaciones de Metro en que se produjeron las evasiones. De esta forma, si el lunes 14 de octubre se clausuraron de forma momentánea cinco estaciones, tres días después ya eran ocho las estaciones que cerraron sus puertas. Pese al llamado del sindicato de trabajadores de Metro a que el Gobierno no abordase el problema desde un punto de vista delictual, la tarde del 18 de octubre estuvo marcada por la repetición de las evasiones masivas, pero sobre todo por la presencia de carabineros en el interior de las estaciones y por el cierre —primero progresivo y luego total— del Metro.

    Poco más puede decirse que, a estas alturas, no sea bien conocido por todos: apenas 24 horas después el presidente Piñera implantó el Estado de Emergencia y el toque de queda en varias comunas; tras más de una semana de protestas se anunció un cambio de gabinete y casi un mes más tarde los partidos de la coalición gobernante y buena parte de la oposición firmaron el autoproclamado “Acuerdo por la Paz Social y nueva Constitución”. Resulta difícil saber qué pasará en los próximos meses, pues lo único seguro es que las medidas del Ejecutivo no han acabado con unas protestas que, desde prácticamente el comienzo, sobrepasaron la reivindicación relativa al precio del viaje en metro para enfrentar de forma conjunta al sistema económico neoliberal, a la clase política chilena y al modelo de sociedad marcado por la desigualdad.

    Una vez presentados —aunque de forma necesariamente superficial— los hechos que se produjeron en España durante 2011 y los que se están dando en lo que algunos denominan como “primavera chilena”, podemos apuntar varios aspectos por los que, a pesar de que casi una década separa a ambos fenómenos, se pueden establecer ciertas comparaciones entre ellos. En primer lugar, cabe destacar que los dos movimientos populares han contado con la población joven como el principal agente de cambio. En segundo término, también en ambos casos han sido las demandas económicas —aunque con un más que evidente trasfondo social— las que han inspirado la mayor parte de las reivindicaciones de los manifestantes. Al respecto de esto último, a nadie se le escapará que la situación en la que surgió cada uno de estos movimientos es aparentemente incomparable. Y es que si el conocido como “15-M” o “movimiento de los indignados” nació en un contexto marcado por la crisis económica, la insurrección chilena se ha producido en las postrimerías de una década que, en términos macroeconómicos, ha estado marcada por la bonanza.

    Aunque estas diferencias pueden justificar que alguien considere ambos movimientos como incomparables, opino que el mayor imperio de la desigualdad a este lado del Atlántico, agravado por la debilidad de las inversiones estatales en apartados tan importantes como la educación o la salud, provoca que en Chile sean numerosos los grupos sociales que no precisan de una crisis profunda para ver peligrar su futuro, pues experimentan lo que podríamos calificar de precariedad endémica. Un tercer factor que, aparentemente, permitiría comparar ambos movimientos sociales es el que tendría que ver con las formas de acción de los grupos contestatarios. Y es que tanto en España como en Chile los manifestantes han procedido, de forma habitual, a hacer patente su descontento a través de la ocupación de espacios simbólicos entre los que destacarían la Plaza Italia de Santiago y la Puerta del Sol de Madrid. Ahora bien, considero que esto no sólo no sería algo que diferenciase a estos movimientos de otros –pues, en realidad, esta estrategia se ha puesto en práctica en casi todos los episodios de contestación social durante la contemporaneidad-, sino que habría contribuido más que cualquier otra circunstancia a agrandar la brecha que separa la insurrección chilena de las protestas españolas.

    Tanto en Chile como en España, estados en que imperan lógicas liberales y capitalistas, el espacio público es concebido más como un lugar de consumo y tránsito que como un ámbito de expresión de la democracia y la contestación social. Pero, aunque no pretendo minimizar la tendencia del Estado español a restringir el uso del espacio público —demostrada, por ejemplo, en la represión que se ejerció contra el movimiento “Rodea el Congreso” (2012)— considero que ésta es mucho más acusada en el caso chileno. Esta diferencia en las políticas de gestión del espacio público, que se hace patente en la propensión del Estado chileno a atajar violentamente cualquier manifestación de descontento que abandone los escasos espacios que el poder concibe como adecuados para la protesta —en Santiago apenas algunos tramos de la Alameda— ayudaría a explicar el principal contraste entre el estallido social andino y el ibérico: un grado de violencia difícilmente comparable.

    Una vez explorada sin demasiado éxito esta veta comparativa y tomada la decisión de dejar para mejor ocasión el análisis de diferencias tales como la mayor acefalia del movimiento contestatario chileno, me gustaría volver a un terreno que considero más seguro: el de la repulsa hacia el sistema económico como motor del descontento en Chile y España. A este lado de los Andes, hoy es fácil leer críticas al neoliberalismo en las columnas de la prensa e incluso en los muros de las ciudades. De hecho, el Estado chileno aparece retratado de forma recurrente como aquél en que con mayor atrevimiento se ha experimentado con las estrategias neoliberales. Aunque en mi opinión, el actual descrédito del sistema económico chileno no responde únicamente a su filiación con el neoliberalismo, sino también a comportamientos que, en realidad, escaparían a la ortodoxia neoliberal. Y es que no cabe olvidar que, si analizamos lo ocurrido durante las últimas décadas en el campo de las pensiones, la lógica neoliberal únicamente dictaría que el Estado se desmarcase de la obligación de proveer este servicio. Pero el Estado chileno va más allá y al forzar la inyección de ingentes capitales privados en la red empresarial participa de un comportamiento que es más propio de un régimen económico plutocrático.

    Esto ha generado un descontento similar al que embargó a los “indignados” españoles al descubrir que la banca estaba siendo rescatada con el mismo dinero público que, en un contexto de crisis económica, el Estado se negaba a invertir en servicios públicos. Por otro lado, es evidente que el neoliberalismo no necesariamente tendría que implicar pasividad hacia la corrupción. Y a nadie se le escapa que, tanto en Chile como en España, las críticas a los regímenes económicos y políticos vigentes encuentran muchos de sus argumentos en la habitual reproducción —o cuanto menos tolerancia— de actitudes que parecen más propias de regímenes cleptocráticos. En un contexto en que el ataque a los regímenes chileno y español no se ha articulado —o al menos no lo ha hecho de forma mayoritaria— a través de discursos anticapitalistas, las críticas a la economía y al modelo de sociedad que ésta intenta reproducir han terminado por repercutir en la legitimidad de la clase política, de las instituciones que ésta puebla y de los mismos textos en que se funda. Esto, que en mi opinión constituiría la tercera similitud relevante entre los casos español y chileno, es más fácilmente explicable a este lado de los Andes.

    Y es que, aunque el texto constitucional de 1980 ha sido reformado en las últimas décadas, resulta inconcebible que la Constitución que hoy rige en una supuesta democracia fuese redactada y aprobada bajo un régimen dictatorial. En el caso español, el texto constitucional vigente fue elaborado tras la caída de la dictadura y se aprobó mediante referéndum en un contexto político democrático. Ahora bien, que durante su redacción y aprobación planease sobre el país la alargada sombra del Ejército —que, de hecho, protagonizó un fallido golpe de Estado en 1982— explica que también hoy haya en España quiénes afirman que la Constitución de 1978 fue un ejercicio democrático fallido. En mi opinión, todo esto contribuiría a explicar que, tanto en España como en Chile, hayan sido los jóvenes quiénes se han erigido en los principales agentes de unos nuevos movimientos sociales que niegan legitimidad tanto a los textos constitucionales como a las instituciones que de ellos emanan. Y es que, mientras que para una parte significativa —aunque no total— de las generaciones anteriores los acuerdos alcanzados tras la muerte de Franco y la caída de Pinochet (Transición ) fueron los mejores a los que se podía aspirar, para muchos jóvenes —que no han conocido la traumática experiencia de la dictadura— tales acuerdos, impuestos por el miedo a un golpe de Estado, no implicarían sino una modesta ampliación de las élites gobernantes concedida a cambio del mantenimiento del régimen económico y la perpetuación de sociedades desiguales (Transacción).

    Considero que si a todo lo anterior añadimos que para una parte significativa de las nuevas generaciones la democracia liberal —identificada como un sistema representativo cuya lógica participativita se limita al derecho a sufragio— no resulta demasiado atractiva, es más sencillo comprender por qué tanto en España como en Chile la emergencia socio-económica ha terminado por tener claras implicaciones políticas. De hecho, esto ya había ocurrido con anterioridad en otros espacios geográficos. Un ejemplo que considero significativo es el de Islandia, país en que los graves efectos de la crisis mundial de 2008 alimentaron un movimiento popular que no sólo se saldó con la caída del gobierno, sino que condujo a la celebración de referendos sobre la conveniencia de pagar la deuda bancaria externa y reescribir la Constitución.

    De vuelta a Chile, creo que no hay que tener pudor a la hora de confesar que lo que va a ocurrir en los próximos meses y años resulta impredecible. Especialmente ahora que, con motivo de lo acontecido en las últimas semanas en Latinoamérica, parece evidente que muchas de las problemáticas que afectan a Chile sobrepasan sus fronteras nacionales. Y puesto que resulta improductivo aventurar qué pasará en los próximos tiempos, considero más útil analizar algunas de las consecuencias políticas del movimiento “15-M”. Quizá, el principal resultado de las masivas movilizaciones que tuvieron lugar en 2011 fue la ruptura del bipartidismo. En los siguientes años los dos partidos que, durante más de tres décadas se habían alternado en el poder, vieron aparecer nuevos actores políticos. Algunos de ellos, tales como el Partido X, Podemos o las candidaturas locales que se hicieron con el control de ciudades tan importantes como Madrid, Barcelona o Valencia tras las elecciones de 2015, aglutinaron a una parte significativa de los participantes en las movilizaciones. Pero pese a la erosión sufrida por los dos partidos que en 2011 eran considerados por los manifestantes como los buques insignias del establishment político, los años han pasado y los cambios no han sido tan sensibles como cabía imaginar.

    Tal vez, lo ocurrido en España pueda aportar lecciones valiosas para entender el Chile futuro. La primera de ellas es que sería un error minusvalorar la capacidad de los partidos mayoritarios, que gozan de una amplia trayectoria institucional y de una estructura consolidada, para retener una parte significativa de su peso político. La segunda es que una parte de los “indignados”, sobre todo aquéllos que sólo participan en el movimiento de forma coyuntural y estimulados por la perspectiva de beneficios a corto plazo, puede volver a votar por opciones políticas tradicionales pasado el tiempo. La tercera es que existe un peligro real de crecimiento de la extrema derecha. Éste no sólo responde a la posibilidad de que quiénes no se sienten representado por los discursos y prácticas de los “indignados” opten por soluciones extremas, sino a que parte de los manifestantes menos politizados, de mantenerse en el tiempo su precariedad, podrían verse atraídos por discursos xenófobos. Ciertamente, el caso chileno cuenta con particularidades, tales como la apertura de un limitado proceso de refundación constitucional o el mayor desgaste de los partidos políticos —incluidos aquéllos que podríamos considerar como de nueva generación— que hacen especialmente imprevisible el futuro, pero considero que estas tres variables también podrían ser efectivas a este lado del Atlántico.

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    Mensaje por RioLena Sáb Feb 29, 2020 10:38 am

    Está publicado en el Foro:

    Chile Despertó. Lecturas desde la Historia del estallido social de octubre - Varios autores - diciembre de 2019 - formato Pdf


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