Historia, crisis y revolución en Gramsci
Fabio Frosini - publicado en mayo de 2019 en el blog Marx desde cero
en el Foro en 3 mensajes
1. Revolución, revolución en permanencia, revolución pasiva
En sus escritos, Gramsci utiliza el término revolución en sentidos muy diferentes. Si consideramos el periodo turinés (es decir, el periodo que va de 1911 a 1921), en primer lugar la revolución es la historia misma. La historia es el terreno del perpetuo cambio: nada fijo existe en ella; en cada momento hay un “aflorar” de algún nuevo elemento social, que lucha por ser también él parte de la historia, y de esta manera “revoluciona” todo el sistema de puntos de referencia culturales, éticos, políticos, institucionales. Así, es con la civilización proletaria, que antes que nada es un impulso global a saturar la historia con una nueva visión del mundo, que – en cuanto visión del mundo, y no simplemente método de investigación o ciencia de la política y de la historia – es en todos los detalles alternativa a la burguesa.
Por esta razón, la tarea del verdadero revolucionario es adherir lo más íntimamente posible a la historia, es decir, identificar su acción política con el “momento revolucionario” de la historia en su conjunto, sin rechazar nada de ella. La mentalidad del revolucionario es entonces una mentalidad “historicista”: ella consiste en la capacidad de ver en todo lo que “hay”; algo que no es fijo, rígido, sino que se transmuta, cambia e incluso se desvanece. En un artículo famoso, La lengua única y el esperanto, de febrero de 1918, se lee que «en la historia, en la vida social, no hay nada rígido, nada definitivo. Y nunca habrá. Nuevas verdades incrementan el patrimonio de la sabiduría, nuevas necesidades, cada vez más avanzadas, se crean por las nuevas condiciones de vida…»2. Y en el mismo mes de febrero 1918 Gramsci escribe a su amigo y camarada Leo Galetto: «¡Abajo el Esperanto! […] Yo soy un revolucionario, un “historicista”, y afirmo que son “útiles” y racionales sólo aquellas formas de actividad social (lingüísticas, económicas, políticas) que espontáneamente surgen y se realizan a través de la actividad de las energías sociales libres. Por eso: abajo el Esperanto, así como abajo todos los privilegios, todas las mecanizaciones, todas las formas definitivas y rígidas de vida, cadáveres que enferman y agreden la vida en devenir. […] Gramsci». Y luego añade, en forma de posdata: «¡Panta rei! Heráclito ¡todo se mueve! Trad. Gramsci»3.
Estamos a comienzo de 1918, y estas afirmaciones forman un resumen de toda la elaboración anterior del joven periodista socialista4. Sin embargo, con 1917, y sobre todo con noviembre de 1917, algo ha cambiado, necesariamente. La existencia, por primera vez en la historia (después de la Comuna), de un Estado obrero, cambia la perspectiva desde la cual hay que plantear la identificación entre la historia como revolución y la iniciativa política revolucionaria; o, si se quiere, entre la revolución como proceso indetenible (idéntico a la historia) y la praxis que se hace cargo de “realizar” políticamente este proceso.
Cambia la perspectiva, el punto de mirada se desplaza. Antes, el problema consistía en la elaboración de una estrategia, que lograra traducir el marco general de la historia en cuanto revolución en términos políticos concretos, apropiados al momento y al lugar. Sin esta traducción, la historia en cuanto revolución se convertiría en un fetiche sin vida y la revolución en un conjunto de frases vacías. El problema estaba entonces en la capacidad de encontrar lo que se puede llamar el “punto crítico”, en donde el movimiento de la historia (o la historia en cuanto movimiento) se “encarna” en una fuerza política determinada, en una “fuerza real”, en un movimiento social y político concreto; y por lo tanto la historia se convierte en verdaderamente, activamente, eficazmente revolucionaria. Es aquí que 1917 representa un punto de inflexión radical. Con la revolución de Octubre, la perspectiva cambia de manera muy notable, porque ya no se trata de buscar el “punto crítico” en donde historia y acción política confluyen y se unen. Porque este punto ya existe, es la Rusia revolucionaria. El punto de fusión entre tejido objetivo de los acontecimientos y fuerzas subjetivas organizadas ya se ha hecho historia, proceso político e institucional: se lo puede estudiar y hay que estudiarlo, porque todas las dificultades y los obstáculos que Rusia encuentra en su camino hacia el socialismo representan una ocasión para profundizar el marxismo y, por esta razón, son un avance teórico fundamental5.
A partir de 1921, con el estancamiento de los procesos revolucionarios en Europa, Lenin da un giro radical a la estrategia en Rusia y en el exterior, pasando en ambos casos, en sus palabras, del «asalto» al «asedio»6. Por consiguiente, el lema “revolución” cambia también de manera muy importante. En toda Europa las masas han retrocedido, frente a la violenta contraofensiva burguesa; pero, al mismo tiempo, la existencia de la Unión Soviética es la prueba de que la época es revolucionaria. De hecho, el Estado liberal está en crisis, y los intentos de reconstrucción de la hegemonía burguesa no pueden volver a la situación precedente a la guerra. Mientras la Unión Soviética siga representando a los ojos de las masas de los países europeos un proceso de construcción del socialismo, la crisis no podrá ser superada por completo, y se podrá incluso hablar de la persistencia, en Europa, de variaciones de procesos revolucionarios, que se identifican con los desplazamientos ideológicos de las masas hacia la formación de un bloque hegemónico alternativo al de la hegemonía burguesa.
Por supuesto, todo se vuelve más complicado e incluso cambia de forma. En los Cuadernos de la cárcel Gramsci resume este cambio en la alternativa entre guerra de movimientos y guerra de posiciones, dos expresiones que retoman la alternativa planteada por Lenin en la dicotomía asalto/asedio7. La guerra de posiciones describe esta nueva situación, caracterizada por el carácter estratégico de la “mentalidad” de las masas como elemento de la disputa hegemónica. Cada desplazamiento, cada deslizamiento de esta mentalidad, por mínimo que sea, implica un cambio en la situación de la crisis y, por ende, de la hegemonía. La lucha se vuelve “molecular”: ya no hay un “evento” central, sino una multitud indefinida de acontecimientos, de conflictos y disputas locales, de desplazamientos casi imperceptibles, que se trata de impulsar con una estrategia de nuevo tipo, ella misma molecular y difusa.
También la crisis de hegemonía – lo que Gramsci llama crisis orgánica – cambia de aspecto8. No se presenta como una explosión repentina, sino que hay que estudiar su progreso – como en 1977 escribió un gran intérprete de Gramsci, Franco De Felice – «a través de las formas de su gestión». Bajo estas condiciones, la lucha ideológica se vuelve inmediatamente política, dado que «la pérdida –siempre De Felice– de la confianza en la posibilidad de construir el socialismo se vuelve parte integrante de la reconstrucción del aparato hegemónico de las clases dominantes sobre las masas que por la guerra y por el ejemplo ruso se habían movilizado»9.
En los Cuadernos la perspectiva de análisis se enriquece y amplía de manera notable, porque Gramsci inicia todo un estudio sobre las estrategias de salida de la crisis. Esta parte de su trabajo de elaboración lleva a Gramsci, en un cierto punto, a acuñar la categoría de revolución pasiva. Si se presta atención a la manera en que él va esbozando esta categoría mediante intentos sucesivos, se puede constatar que ella, después de haber sido enunciada por primera vez solo en relación al Risorgimento italiano, se generaliza después hasta incluir todo el siglo XIX e identificarse, de esta manera, con el liberalismo en general. Más tarde, Gramsci propone incluso extender la vigencia de esta categoría al siglo XX, es decir, a los regímenes posliberales que se han ido formando después de la Guerra y de 191710.
El elemento común entre la vieja y la nueva revolución pasiva es precisamente el hecho que son revoluciones, o sea, que ante la amenaza jacobina y, luego, comunista, la burguesía se ha hecho cargo de impulsar una serie de cambios revolucionarios en el entramado del Estado y, por ende, de la producción, con el objetivo de “absorber”, y por este medio “pasivizar”, las reivindicaciones de las clases populares. De ahí se sigue que, en su formulación más acabada, la revolución pasiva designa la manera en que la burguesía quita la iniciativa a sus adversarios, porque consigue ponerse del lado de la “historia” como “revolución”, exactamente en el sentido que hemos visto antes, de ser una “encarnación” subjetiva (práctica, política) de la historia en cuanto cambio permanente. Dicho de otra manera: a partir de la Revolución Francesa, la revolución burguesa ha estado principalmente (aunque no exclusivamente) caracterizada por una duplicidad de fondo entre transformación de las condiciones históricas y necesidad de controlar el proceso que así se desencadena, lo que ha hecho que el impulso al cambio nunca haya estado del todo exento de la preocupación de controlar a las masas para que no tomen la iniciativa, para que no consigan ponerse “del lado de la historia”, “encarnar” la historia, es decir, definitivamente, volverse hegemónicas.
Un aspecto importante de la revolución pasiva, que impide pensarla simplemente como un proceso de enfrentamiento entre fuerzas sociales que produce una serie de cambios moleculares en ambos lados de la disputa, es la relación orgánica que Gramsci establece entre ella y el Prólogo de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política, es decir, el tema de la transición. La revolución pasiva aparece entonces como la manera en que la burguesía se coloca en el marco de la transición, por un lado impulsando los cambios y así perfilándose como clase revolucionaria, es decir, como una clase que tiene la iniciativa política en sus manos; y, por otro lado, ampliando de manera desmesurada los organismos de control11 de las masas subalternas, para que éstas no consigan desarrollar su propia posición política en este mismo marco. En síntesis, se puede decir que la transición es el revés de la revolución pasiva, como en una negativa fotográfica.
2. Filosofía de la praxis
En los Cuadernos de la cárcel se registra también otro elemento nuevo, de gran importancia: la elaboración del marxismo como una “filosofía de la praxis”. Por supuesto, elementos, indicios, premisas de esta concepción están ya en los escritos de Turín. Para este asunto elegiré uno de los primeros textos publicados por Gramsci: el artículo Neutralidad activa y operante, de octubre de 1914. Gramsci escribe: «Pero los revolucionarios que conciben la historia como creación de su propio espíritu, hecha por una serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, y preparan el máximo de condiciones favorables para el tirón definitivo (la revolución), no deben contentarse con la fórmula provisional de “neutralidad absoluta”, sino que deben transformarla en una “neutralidad activa y operante”»12. Lo que sobresale de este fragmento es, sin duda, la definición de la «historia» como una «creación de su propio espíritu». Pero ¿qué quiere decir exactamente esta definición?
Por un lado, se trata de una referencia genérica al hecho de que la historia no refleja una regularidad de tipo natural, que en ella hay saltos abruptos, momentos en que surge algo imprevisible y nuevo. Hasta aquí, Gramsci comparte el frente con todos los críticos del positivismo (y del socialismo positivista de la Segunda Internacional)13. En su posición hay sin embargo también algo original, porque la manera concreta de ser de la historia en cuanto «creación del espíritu» es la «serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad». Ahora bien, ¿qué son estos tirones? Nótese aquí que los revolucionarios “operan” los “tirones” sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, una expresión bastante singular para aludir al conjunto de las clases sociales, que en la definición se convierten en otras tantas “fuerzas”, o sea, “lugares” o “puntos” donde pueden actualmente o potencialmente originarse otros “tirones”.
Por lo tanto, la realidad social es pensada por Gramsci como una realidad de carácter esencialmente práctico, donde momentos de actividad y de pasividad se entrelazan y superponen por razones que se pueden en cada ocasión investigar y explicar (p. ej., la tradicional pasividad política de los campesinos), y se alternan de manera contradictoria (por lo cual existe la activación de una fuerza que lleva a una serie de “tirones”, es decir, que esta fuerza intenta salir de su condición de subordinación política y social). En este marco, los “revolucionarios” deben hacerse cargo de manera consciente de este carácter práctico y conflictivo, es decir, abierto, “revolucionario”, de la realidad social y, por lo tanto, volverse los intérpretes más coherentes de la historia. La conclusión política consiste en que hay que interpretar de esta manera activa, práctica, también la posición neutralista del Partido Socialista en el contexto bélico: la neutralidad no se puede pensar como el equivalente de un “quedarse fuera” del choque entre fuerzas a nivel nacional e internacional, porque de esta manera el partido se quedaría en una posición de pasividad, enfriaría toda su capacidad de modificar las demás fuerzas que, en contra, siguen dando “tirones”.
En este texto se puede vislumbrar lo que, mucho más tarde, sería la filosofía de la praxis. Vislumbrar, justamente, porque hasta los Cuadernos Gramsci no expresa la necesidad de reflexionar ex professo sobre la naturaleza práctica de la realidad, incluyendo en la realidad, y por ende en la práctica, también el pensamiento (en el sentido de las Tesis sobre Feuerbach), y por consiguiente no llega a pensar la posibilidad de una “praxis” que no solo no se reduzca al “espíritu” del idealismo, sino que sea la forma concreta, no especulativa, de ese mismo espíritu; es decir, su reducción crítica o traducción en términos político- ideológicos14.
Así se ve que la filosofía de la praxis posibilita pensar la manera en que las “fuerzas” sociales y políticas se “identifican” con la historia en cuanto “revolución” (es decir, de “pasivas” se tornan “activas”); y, por otro lado, permite pensar concretamente la identificación entre historia y revolución. La historia es revolución no porque sea un flujo indetenible, o, en sentido idealista, porque sea una especie de desarrollo de un principio inherente. La cuestión se desplaza, porque la identidad entre historia y revolución procede del hecho de que la realidad es práctica, es decir, un entrelazamiento abierto de relaciones prácticas, o sea políticas, que siempre son inestables, justamente porque, en cuanto relaciones, suponen la presencia de “fuerzas” que todas son, al menos potencialmente, si no actualmente, “activas”. En otras palabras: la filosofía de la praxis implica, necesariamente, la traducción del “proceso” histórico en una sucesión de diferentes configuraciones de las relaciones de fuerzas en un determinado contexto nacional e internacional15.
Se trata entonces de identificar los que se pueden llamar los “nudos” de las relaciones de fuerza, o sea, los puntos que de una determinada “situación” (es decir, de una específica configuración de las relaciones de fuerzas) reciben en cada ocasión una relevancia decisiva para poder influir sobre el conjunto de las relaciones16.
Fabio Frosini - publicado en mayo de 2019 en el blog Marx desde cero
en el Foro en 3 mensajes
1. Revolución, revolución en permanencia, revolución pasiva
En sus escritos, Gramsci utiliza el término revolución en sentidos muy diferentes. Si consideramos el periodo turinés (es decir, el periodo que va de 1911 a 1921), en primer lugar la revolución es la historia misma. La historia es el terreno del perpetuo cambio: nada fijo existe en ella; en cada momento hay un “aflorar” de algún nuevo elemento social, que lucha por ser también él parte de la historia, y de esta manera “revoluciona” todo el sistema de puntos de referencia culturales, éticos, políticos, institucionales. Así, es con la civilización proletaria, que antes que nada es un impulso global a saturar la historia con una nueva visión del mundo, que – en cuanto visión del mundo, y no simplemente método de investigación o ciencia de la política y de la historia – es en todos los detalles alternativa a la burguesa.
Por esta razón, la tarea del verdadero revolucionario es adherir lo más íntimamente posible a la historia, es decir, identificar su acción política con el “momento revolucionario” de la historia en su conjunto, sin rechazar nada de ella. La mentalidad del revolucionario es entonces una mentalidad “historicista”: ella consiste en la capacidad de ver en todo lo que “hay”; algo que no es fijo, rígido, sino que se transmuta, cambia e incluso se desvanece. En un artículo famoso, La lengua única y el esperanto, de febrero de 1918, se lee que «en la historia, en la vida social, no hay nada rígido, nada definitivo. Y nunca habrá. Nuevas verdades incrementan el patrimonio de la sabiduría, nuevas necesidades, cada vez más avanzadas, se crean por las nuevas condiciones de vida…»2. Y en el mismo mes de febrero 1918 Gramsci escribe a su amigo y camarada Leo Galetto: «¡Abajo el Esperanto! […] Yo soy un revolucionario, un “historicista”, y afirmo que son “útiles” y racionales sólo aquellas formas de actividad social (lingüísticas, económicas, políticas) que espontáneamente surgen y se realizan a través de la actividad de las energías sociales libres. Por eso: abajo el Esperanto, así como abajo todos los privilegios, todas las mecanizaciones, todas las formas definitivas y rígidas de vida, cadáveres que enferman y agreden la vida en devenir. […] Gramsci». Y luego añade, en forma de posdata: «¡Panta rei! Heráclito ¡todo se mueve! Trad. Gramsci»3.
Estamos a comienzo de 1918, y estas afirmaciones forman un resumen de toda la elaboración anterior del joven periodista socialista4. Sin embargo, con 1917, y sobre todo con noviembre de 1917, algo ha cambiado, necesariamente. La existencia, por primera vez en la historia (después de la Comuna), de un Estado obrero, cambia la perspectiva desde la cual hay que plantear la identificación entre la historia como revolución y la iniciativa política revolucionaria; o, si se quiere, entre la revolución como proceso indetenible (idéntico a la historia) y la praxis que se hace cargo de “realizar” políticamente este proceso.
Cambia la perspectiva, el punto de mirada se desplaza. Antes, el problema consistía en la elaboración de una estrategia, que lograra traducir el marco general de la historia en cuanto revolución en términos políticos concretos, apropiados al momento y al lugar. Sin esta traducción, la historia en cuanto revolución se convertiría en un fetiche sin vida y la revolución en un conjunto de frases vacías. El problema estaba entonces en la capacidad de encontrar lo que se puede llamar el “punto crítico”, en donde el movimiento de la historia (o la historia en cuanto movimiento) se “encarna” en una fuerza política determinada, en una “fuerza real”, en un movimiento social y político concreto; y por lo tanto la historia se convierte en verdaderamente, activamente, eficazmente revolucionaria. Es aquí que 1917 representa un punto de inflexión radical. Con la revolución de Octubre, la perspectiva cambia de manera muy notable, porque ya no se trata de buscar el “punto crítico” en donde historia y acción política confluyen y se unen. Porque este punto ya existe, es la Rusia revolucionaria. El punto de fusión entre tejido objetivo de los acontecimientos y fuerzas subjetivas organizadas ya se ha hecho historia, proceso político e institucional: se lo puede estudiar y hay que estudiarlo, porque todas las dificultades y los obstáculos que Rusia encuentra en su camino hacia el socialismo representan una ocasión para profundizar el marxismo y, por esta razón, son un avance teórico fundamental5.
A partir de 1921, con el estancamiento de los procesos revolucionarios en Europa, Lenin da un giro radical a la estrategia en Rusia y en el exterior, pasando en ambos casos, en sus palabras, del «asalto» al «asedio»6. Por consiguiente, el lema “revolución” cambia también de manera muy importante. En toda Europa las masas han retrocedido, frente a la violenta contraofensiva burguesa; pero, al mismo tiempo, la existencia de la Unión Soviética es la prueba de que la época es revolucionaria. De hecho, el Estado liberal está en crisis, y los intentos de reconstrucción de la hegemonía burguesa no pueden volver a la situación precedente a la guerra. Mientras la Unión Soviética siga representando a los ojos de las masas de los países europeos un proceso de construcción del socialismo, la crisis no podrá ser superada por completo, y se podrá incluso hablar de la persistencia, en Europa, de variaciones de procesos revolucionarios, que se identifican con los desplazamientos ideológicos de las masas hacia la formación de un bloque hegemónico alternativo al de la hegemonía burguesa.
Por supuesto, todo se vuelve más complicado e incluso cambia de forma. En los Cuadernos de la cárcel Gramsci resume este cambio en la alternativa entre guerra de movimientos y guerra de posiciones, dos expresiones que retoman la alternativa planteada por Lenin en la dicotomía asalto/asedio7. La guerra de posiciones describe esta nueva situación, caracterizada por el carácter estratégico de la “mentalidad” de las masas como elemento de la disputa hegemónica. Cada desplazamiento, cada deslizamiento de esta mentalidad, por mínimo que sea, implica un cambio en la situación de la crisis y, por ende, de la hegemonía. La lucha se vuelve “molecular”: ya no hay un “evento” central, sino una multitud indefinida de acontecimientos, de conflictos y disputas locales, de desplazamientos casi imperceptibles, que se trata de impulsar con una estrategia de nuevo tipo, ella misma molecular y difusa.
También la crisis de hegemonía – lo que Gramsci llama crisis orgánica – cambia de aspecto8. No se presenta como una explosión repentina, sino que hay que estudiar su progreso – como en 1977 escribió un gran intérprete de Gramsci, Franco De Felice – «a través de las formas de su gestión». Bajo estas condiciones, la lucha ideológica se vuelve inmediatamente política, dado que «la pérdida –siempre De Felice– de la confianza en la posibilidad de construir el socialismo se vuelve parte integrante de la reconstrucción del aparato hegemónico de las clases dominantes sobre las masas que por la guerra y por el ejemplo ruso se habían movilizado»9.
En los Cuadernos la perspectiva de análisis se enriquece y amplía de manera notable, porque Gramsci inicia todo un estudio sobre las estrategias de salida de la crisis. Esta parte de su trabajo de elaboración lleva a Gramsci, en un cierto punto, a acuñar la categoría de revolución pasiva. Si se presta atención a la manera en que él va esbozando esta categoría mediante intentos sucesivos, se puede constatar que ella, después de haber sido enunciada por primera vez solo en relación al Risorgimento italiano, se generaliza después hasta incluir todo el siglo XIX e identificarse, de esta manera, con el liberalismo en general. Más tarde, Gramsci propone incluso extender la vigencia de esta categoría al siglo XX, es decir, a los regímenes posliberales que se han ido formando después de la Guerra y de 191710.
El elemento común entre la vieja y la nueva revolución pasiva es precisamente el hecho que son revoluciones, o sea, que ante la amenaza jacobina y, luego, comunista, la burguesía se ha hecho cargo de impulsar una serie de cambios revolucionarios en el entramado del Estado y, por ende, de la producción, con el objetivo de “absorber”, y por este medio “pasivizar”, las reivindicaciones de las clases populares. De ahí se sigue que, en su formulación más acabada, la revolución pasiva designa la manera en que la burguesía quita la iniciativa a sus adversarios, porque consigue ponerse del lado de la “historia” como “revolución”, exactamente en el sentido que hemos visto antes, de ser una “encarnación” subjetiva (práctica, política) de la historia en cuanto cambio permanente. Dicho de otra manera: a partir de la Revolución Francesa, la revolución burguesa ha estado principalmente (aunque no exclusivamente) caracterizada por una duplicidad de fondo entre transformación de las condiciones históricas y necesidad de controlar el proceso que así se desencadena, lo que ha hecho que el impulso al cambio nunca haya estado del todo exento de la preocupación de controlar a las masas para que no tomen la iniciativa, para que no consigan ponerse “del lado de la historia”, “encarnar” la historia, es decir, definitivamente, volverse hegemónicas.
Un aspecto importante de la revolución pasiva, que impide pensarla simplemente como un proceso de enfrentamiento entre fuerzas sociales que produce una serie de cambios moleculares en ambos lados de la disputa, es la relación orgánica que Gramsci establece entre ella y el Prólogo de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política, es decir, el tema de la transición. La revolución pasiva aparece entonces como la manera en que la burguesía se coloca en el marco de la transición, por un lado impulsando los cambios y así perfilándose como clase revolucionaria, es decir, como una clase que tiene la iniciativa política en sus manos; y, por otro lado, ampliando de manera desmesurada los organismos de control11 de las masas subalternas, para que éstas no consigan desarrollar su propia posición política en este mismo marco. En síntesis, se puede decir que la transición es el revés de la revolución pasiva, como en una negativa fotográfica.
2. Filosofía de la praxis
En los Cuadernos de la cárcel se registra también otro elemento nuevo, de gran importancia: la elaboración del marxismo como una “filosofía de la praxis”. Por supuesto, elementos, indicios, premisas de esta concepción están ya en los escritos de Turín. Para este asunto elegiré uno de los primeros textos publicados por Gramsci: el artículo Neutralidad activa y operante, de octubre de 1914. Gramsci escribe: «Pero los revolucionarios que conciben la historia como creación de su propio espíritu, hecha por una serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, y preparan el máximo de condiciones favorables para el tirón definitivo (la revolución), no deben contentarse con la fórmula provisional de “neutralidad absoluta”, sino que deben transformarla en una “neutralidad activa y operante”»12. Lo que sobresale de este fragmento es, sin duda, la definición de la «historia» como una «creación de su propio espíritu». Pero ¿qué quiere decir exactamente esta definición?
Por un lado, se trata de una referencia genérica al hecho de que la historia no refleja una regularidad de tipo natural, que en ella hay saltos abruptos, momentos en que surge algo imprevisible y nuevo. Hasta aquí, Gramsci comparte el frente con todos los críticos del positivismo (y del socialismo positivista de la Segunda Internacional)13. En su posición hay sin embargo también algo original, porque la manera concreta de ser de la historia en cuanto «creación del espíritu» es la «serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad». Ahora bien, ¿qué son estos tirones? Nótese aquí que los revolucionarios “operan” los “tirones” sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, una expresión bastante singular para aludir al conjunto de las clases sociales, que en la definición se convierten en otras tantas “fuerzas”, o sea, “lugares” o “puntos” donde pueden actualmente o potencialmente originarse otros “tirones”.
Por lo tanto, la realidad social es pensada por Gramsci como una realidad de carácter esencialmente práctico, donde momentos de actividad y de pasividad se entrelazan y superponen por razones que se pueden en cada ocasión investigar y explicar (p. ej., la tradicional pasividad política de los campesinos), y se alternan de manera contradictoria (por lo cual existe la activación de una fuerza que lleva a una serie de “tirones”, es decir, que esta fuerza intenta salir de su condición de subordinación política y social). En este marco, los “revolucionarios” deben hacerse cargo de manera consciente de este carácter práctico y conflictivo, es decir, abierto, “revolucionario”, de la realidad social y, por lo tanto, volverse los intérpretes más coherentes de la historia. La conclusión política consiste en que hay que interpretar de esta manera activa, práctica, también la posición neutralista del Partido Socialista en el contexto bélico: la neutralidad no se puede pensar como el equivalente de un “quedarse fuera” del choque entre fuerzas a nivel nacional e internacional, porque de esta manera el partido se quedaría en una posición de pasividad, enfriaría toda su capacidad de modificar las demás fuerzas que, en contra, siguen dando “tirones”.
En este texto se puede vislumbrar lo que, mucho más tarde, sería la filosofía de la praxis. Vislumbrar, justamente, porque hasta los Cuadernos Gramsci no expresa la necesidad de reflexionar ex professo sobre la naturaleza práctica de la realidad, incluyendo en la realidad, y por ende en la práctica, también el pensamiento (en el sentido de las Tesis sobre Feuerbach), y por consiguiente no llega a pensar la posibilidad de una “praxis” que no solo no se reduzca al “espíritu” del idealismo, sino que sea la forma concreta, no especulativa, de ese mismo espíritu; es decir, su reducción crítica o traducción en términos político- ideológicos14.
Así se ve que la filosofía de la praxis posibilita pensar la manera en que las “fuerzas” sociales y políticas se “identifican” con la historia en cuanto “revolución” (es decir, de “pasivas” se tornan “activas”); y, por otro lado, permite pensar concretamente la identificación entre historia y revolución. La historia es revolución no porque sea un flujo indetenible, o, en sentido idealista, porque sea una especie de desarrollo de un principio inherente. La cuestión se desplaza, porque la identidad entre historia y revolución procede del hecho de que la realidad es práctica, es decir, un entrelazamiento abierto de relaciones prácticas, o sea políticas, que siempre son inestables, justamente porque, en cuanto relaciones, suponen la presencia de “fuerzas” que todas son, al menos potencialmente, si no actualmente, “activas”. En otras palabras: la filosofía de la praxis implica, necesariamente, la traducción del “proceso” histórico en una sucesión de diferentes configuraciones de las relaciones de fuerzas en un determinado contexto nacional e internacional15.
Se trata entonces de identificar los que se pueden llamar los “nudos” de las relaciones de fuerza, o sea, los puntos que de una determinada “situación” (es decir, de una específica configuración de las relaciones de fuerzas) reciben en cada ocasión una relevancia decisiva para poder influir sobre el conjunto de las relaciones16.
Última edición por RioLena el Vie Abr 03, 2020 9:57 pm, editado 1 vez