Pasado, presente y futuro del Marxismo
Paul Mattick - año 1978
publicado en libcom.org en 2010
publicado en el Foro en 3 mensajes
Según las ideas de Marx, los cambios en las condiciones sociales y materiales modifican la consciencia de las personas. Esa idea también es aplicable al marxismo y a su desarrollo histórico. El marxismo comenzó siendo una teoría de la lucha de clases basada en las relaciones sociales específicas de la producción capitalista. Pero su análisis de las contradicciones sociales inherentes a la producción capitalista se refiere a la tendencia general del desarrollo capitalista, mientras que la lucha de clases es un asunto de la vida cotidiana y se ajusta por sí misma a las condiciones sociales. Estos ajustes también tienen su reflejo en la ideología marxiana. La historia del capitalismo es también la historia del marxismo.
El movimiento obrero fue anterior a la teoría de Marx y constituyó la base real para el desarrollo de esta. El marxismo llegó a ser la teoría dominante del movimiento socialista porque era capaz de revelar convincentemente la estructura explotadora de la sociedad capitalista y a la vez desvelar las limitaciones históricas de este modo de producción particular. El secreto del vasto desarrollo capitalista la explotación cada vez mayor de la fuerza de trabajo era también el secreto de las dificultades diversas que apuntaban a su colapso final. Mediante métodos de análisis científico, Marx fue capaz en El capital de ofrecer una teoría que sintetizaba la lucha de clases y las contradicciones generales de la producción capitalista.
La crítica de Marx a la economía política tenía que ser por fuerza tan abstracta como la economía política misma. Solamente podía referirse a la tendencia general del desarrollo capitalista, no a sus múltiples manifestaciones concretas en un momento dado. Como la acumulación del capital es a la vez la causa del desarrollo del sistema y la razón para su declive, la producción capitalista procede como un proceso cíclico de expansión y contracción. Ambas situaciones implican condiciones sociales diferentes y, por tanto, reacciones diferentes del trabajo y del capital. Ciertamente, la tendencia general del desarrollo capitalista supone dificultades cada vez mayores para escapar de un periodo de contracción mediante una expansión ulterior del capital, e implica así una tendencia al colapso del sistema. Pero no se puede decir en qué momento concreto de su desarrollo el capital se desintegrará por la imposibilidad objetiva de continuar su proceso de acumulación.
La producción capitalista, que implica la ausencia de cualquier tipo de regulación social consciente de la producción, encuentra una cierta regulación ciega en el mecanismo de oferta y demanda del mercado. Este último se adapta a su vez a las necesidades expansivas del capital, determinadas por el grado variable en que es explotable la fuerza de trabajo y por la alteración de la estructura del capital debida a su acumulación. Las entidades concretas que intervienen en este proceso no son empíricamente observables, de manera que resulta imposible determinar si una crisis concreta de la producción capitalista será más o menos larga, más o menos devastadora para las condiciones sociales o si resultará la crisis final del sistema capitalista desencadenando su resolución revolucionaria por la acción de una clase obrera resuelta.
En principio, cualquier crisis prolongada y profunda puede abrir paso a una situación revolucionaria que podría intensificar la lucha de clases hasta el derrocamiento del capitalismo, en el supuesto, claro está, de que las condiciones objetivas trajeran consigo una disposición subjetiva a cambiar las relaciones sociales de producción. En los inicios del movimiento marxista esta posibilidad parecía real, a la vista de un movimiento socialista cada vez más poderoso y una extensión progresiva de la lucha de clases en el sistema capitalista. Se pensaba que el desarrollo de este sería paralelo al desarrollo de la consciencia de clase proletaria, al ascenso de las organizaciones de la clase obrera y al reconocimiento cada vez más generalizado de que había una opción alternativa a la sociedad capitalista.
La teoría y la práctica de la lucha de clases se veía como un fenómeno unitario, debido a la expansión intrínseca y a la autorrestricción paralela del desarrollo capitalista. Se pensaba que la explotación cada vez mayor de los trabajadores y la progresiva polarización de la sociedad en una pequeña minoría de explotadores y una gran mayoría de explotados elevaría la consciencia de clase de los trabajadores y también su inclinación revolucionaria a destruir el sistema capitalista. Claro está que las condiciones sociales de entonces tampoco permitían prever otra evolución, ya que el progreso del capitalismo industrial iba acompañado de una miseria creciente de las clases trabajadoras y una agudización visible de la lucha de clases. De todas formas, esta era la única perspectiva en la que cabía pensar a partir de aquellas condiciones que, por lo demás, tampoco revelaban otra posible evolución.
Aun interrumpido por periodos de crisis y depresión, el capitalismo ha podido mantenerse hasta hoy basándose en una expansión continua del capital y en su extensión geográfica mediante la aceleración del incremento de la productividad del trabajo. El capitalismo demostró que no solo era posible recuperar la rentabilidad temporalmente perdida, sino incrementarla suficientemente para continuar el proceso de acumulación y mejorar simultáneamente las condiciones de vida de la gran mayoría de la población trabajadora. El éxito de la expansión del capital y la mejora de las condiciones de los trabajadores llevaron a que se cuestionara cada vez más la validez de la teoría abstracta del desarrollo capitalista elaborada por Marx. De hecho, la realidad empírica parecía contradecir las expectativas de Marx respecto al futuro del capitalismo. Incluso quienes defendían su teoría no llevaban a cabo una práctica ideológicamente dirigida al derrocamiento del capitalismo. El marxismo revolucionario se volvió una teoría evolucionista que expresaba el deseo de superar el sistema capitalista por medio de la reforma constante de sus instituciones políticas y económicas. De forma abierta o encubierta, el revisionismo marxista llevó a cabo una especie de síntesis del marxismo y la ideología burguesa como corolario teórico a la integración práctica del movimiento obrero en la sociedad capitalista.
De todas formas, lo anterior puede no ser demasiado importante, porque en todas las épocas el movimiento obrero organizado ha integrado solamente a la fracción más minoritaria de la clase obrera. La gran masa de trabajadores se adapta a la ideología burguesa dominante y —sujetos a las condiciones objetivas del capitalismo— solo potencialmente constituye una clase revolucionaria. Puede transformarse en clase revolucionaria en circunstancias que hagan desaparecer los obstáculos que impiden su toma de consciencia, ofreciendo así a la fracción con consciencia de clase una oportunidad para transformar lo potencial en real mediante su ejemplo revolucionario. Esta función del sector obrero con consciencia de clase se perdió con su integración en el sistema capitalista. El marxismo se transformó en una doctrina cada vez más ambigua que servía a propósitos distintos a los contemplados en sus orígenes.
Todo esto es historia, en concreto la historia de la II Internacional, cuya orientación aparentemente marxista resultó tan solo la falsa ideología de una práctica no revolucionaria. Esto no tiene nada que ver con una "traición" al marxismo; por el contrario, fue el resultado del rápido ascenso y del poder cada vez mayor del capitalismo, que indujo al movimiento obrero a adaptarse a las condiciones cambiantes de la producción capitalista. Como un derrocamiento del sistema parecía imposible, las modificaciones del capitalismo determinaron los cambios del movimiento obrero. Como movimiento de reformas, este tomó parte en la reforma del capitalismo, basada en el aumento de productividad del trabajo y en la expansión competitiva imperialista de los capitales organizados en un ámbito nacional. La lucha de clases se convirtió en colaboración de clases.
Bajo estas nuevas condiciones, el marxismo, que ni era rechazado del todo ni reinterpretado por completo hasta convertirlo en su misma negación, adoptó una forma puramente ideológica que no afectaba a la práctica procapitalista del movimiento obrero. Como tal ideología, podía coexistir con otras en la búsqueda de lealtades. Ya no representaba la consciencia de un movimiento obrero destinado a derrocar la sociedad existente, sino una visión del mundo supuestamente basada en la ciencia social de la economía política. Así se convirtió en objeto de preocupación de los elementos más críticos de la clase media, aliados de la clase obrera, aunque no pertenecientes a la misma. Esto solo era la forma concreta que adoptaba la división ya consumada entre la teoría de Marx y la práctica real del movimiento obrero.
Es verdad que las ideas socialistas fueron propuestas por primera vez y principalmente —aunque no solamente— por miembros de la clase media exasperados por las condiciones sociales inhumanas de los comienzos del capitalismo. Esas condiciones y no el nivel de su inteligencia fue lo que movió su atención hacia el cambio social y, consiguientemente, hacia la clase obrera. No es sorprendente así que las mejoras del capitalismo hacia el cambio de siglo entibiaran su agudeza crítica, tanto más cuando la misma clase obrera había perdido la mayor parte de su fervor oposicionista. El marxismo se convirtió así en preocupación de intelectuales y tomó un carácter académico. Ya no se le consideraba principalmente como un movimiento de trabajadores, sino como un tema científico sobre el que discutir. No obstante, las disputas sobre los distintos problemas planteados por el marxismo sirvieron para mantener la ilusión del carácter marxiano del movimiento obrero, hasta que esta ficción se desvaneció ante las realidades de la I Guerra Mundial.
Esta guerra, que representó una crisis gigantesca de la producción capitalista, hizo renacer momentáneamente el radicalismo en el movimiento obrero y en la clase obrera en su conjunto. En esa medida fue señal de un retorno a la teoría y a la práctica marxista, aunque solo en Rusia la agitación social llevó al derrocamiento del régimen atrasado, capitalista y semifeudal. No obstante, esta era la primera vez que un régimen capitalista había sido derrocado por la acción de su población oprimida y la determinación de un movimiento marxista. El marxismo muerto de la II Internacional parecía listo para ser reemplazado por el marxismo vivo de la III Internacional. Y como fue el partido bolchevique bajo la dirección de Lenin el que llevó a Rusia a la revolución social, fue la particular interpretación leniniana del marxismo la que se convirtió en el marxismo de esta fase nueva y "superior" del capitalismo. Con bastante propiedad, este marxismo fue transformado en el "marxismo-leninismo" que dominó el mundo de posguerra.
No es este el lugar para contar una vez más la historia de la III Internacional y el tipo de marxismo que trajo consigo. Esa historia está muy bien escrita en innumerables textos que culpan de su colapso a Stalin o, remontándose más atrás, al mismo Lenin. En definitiva, lo que ocurrió fue que la idea de la revolución mundial no pudo ser llevada a la práctica y la revolución rusa se mantuvo como revolución nacional, vinculada a las realidades de sus condiciones socioeconómicas propias. En su aislamiento, no podía ser juzgada como revolución socialista en el sentido marxiano, ya que faltaban todas las condiciones necesarias para una transformación socialista de la sociedad: el predominio del proletariado industrial y un aparato de producción que, en manos de los productores, no solo fuera capaz de acabar con la explotación sino de llevar a la sociedad más allá de los límites del sistema capitalista. Tal como fueron las cosas, el marxismo solo pudo proporcionar una ideología sostenedora, aun de forma contradictoria, al capitalismo de Estado. Lo que había ocurrido en la II Internacional, volvió a darse en la III. El marxismo, subordinado a los intereses específicos de la Rusia bolchevique, solo pudo funcionar como ideología para cubrir una práctica no revolucionaria y, finalmente, contrarrevolucionaria.
A falta de un movimiento revolucionario, la gran depresión que afectó a la mayor parte del mundo, no dio pie a insurrecciones revolucionarias, sino al fascismo y a la II Guerra Mundial. Esto significó el eclipse total del marxismo. Las consecuencias desastrosas de la nueva guerra trajeron consigo una oleada fresca de expansión capitalista a escala internacional. No solo el capital monopolista salió fortalecido del conflicto; también surgieron nuevos sistemas de capitalismo de estado por la vía de la liberación nacional o la conquista imperialista. Esta situación no implicó un resurgimieno del marxismo revolucionario sino una "guerra fría", es decir, la confrontación de los sistemas capitalistas organizados de forma distinta en una lucha continua por las esferas de influencia y por el reparto de la explotación. En el lado del capitalismo de estado, esta confrontación se camufló como movimiento marxista contra la monopolización capitalista de la economía mundial; por su parte, el capitalismo de propiedad privada no podía ser más feliz señalando a sus enemigos del capitalismo de estado como marxistas o comunistas, resueltos a llevarse por delante todas las libertades de la civilización junto con la libertad para amasar capital. Esta actitud sirvió para adherir firmemente la etiqueta de "marxismo" a la ideología del capitalismo de estado.
De esta manera, los cambios sucesivos provocados por toda una serie de depresiones y guerras no llevaron a una confrontación entre el capitalismo y el socialismo, sino a una división del mundo en sistemas económicos más o menos centralmente controlados y a un ensanchamiento de la brecha entre los países desarrollados bajo el capitalismo y las naciones subdesarrolladas. Ciertamente, esta situación suele verse como una división entre países capitalistas, socialistas y del "tercer mundo", simplificación que confunde las diferencias mucho más complejas entre estos sistemas económicos y políticos. El "socialismo" suele concebirse como una economía controlada por el estado en un marco nacional, en el que la planificación sustituye a la competencia. Tal tipo de sistema no es ya un sistema capitalista en el sentido tradicional, pero tampoco es un sistema socialista en el sentido que el término tenía para Marx, de asociación de productores libres e iguales. En un mundo capitalista y por lo tanto imperialista, ese sistema de economía controlada por el estado solo puede contribuir a la competencia general por el poder económico y político y, como el capitalismo, ha de expandirse o contraerse. Ha de hacerse más fuerte en todos los órdenes para limitar la expansión del capital monopolista que de otra manera lo destruiría. La forma nacional de los regímenes llamados socialistas o de control estatal no solo los pone en conflicto con el mundo capitalista tradicional, sino también entre ellos, ya que han de dar consideración prioritaria a los estratos dirigentes privilegiados y de nueva creación cuya existencia y seguridad se basan en el estado-nación. Esto genera el espectáculo de una variedad "socialista" de imperialismo y de la amenaza de guerra entre países nominalmente socialistas.
Tal situación hubiera sido inconcebible en 1917. El leninismo (o, en frase de Stalin, "el marxismo de la época del imperialismo") esperaba una revolución mundial sobre el modelo de la revolución rusa. Igual que distintas clases se habían unido en Rusia para derribar la autocracia, también a escala internacional las naciones en diversas fases de desarrollo podrían luchar contra el enemigo común, el capital monopolista imperialista. E igual que la clase obrera bajo dirección del partido bolchevique transformó en Rusia la revolución burguesa en revolución proletaria, así la Internacional Comunista sería el instrumento de transformación de las luchas antiimperialistas en revoluciones socialistas. En aquellas condiciones, era concebible que las naciones menos desarrolladas pudieran eludir un desarrollo capitalista de otra manera inevitable, para integrarse en un mundo socialista emergente. Como esta teoría estaba basada en el supuesto del triunfo de revoluciones socialistas en las naciones avanzadas, no pudo probarse que fuera correcta o equivocada, ya que las revoluciones esperadas nunca llegaron a producirse.
Lo que hace al caso son las inclinaciones revolucionarias del movimiento bolchevique antes e inmediatamente después de su toma del poder en Rusia. La revolución se hizo en nombre del marxismo revolucionario, como derrocamiento del sistema capitalista e instauración de una dictadura para asegurar el avance hacia una sociedad sin clases. Sin embargo, ya en esta etapa, y no solo por las condiciones concretas existentes en Rusia, el concepto leninista de reconstrucción socialista se alejaba del marxismo originario y se basaba en las ideas surgidas en la II Internacional. Para esta, el socialismo se concebía como consecuencia inmediata del propio desarrollo capitalista. La concentración y la centralización del capital implicarían la eliminación progresiva de la competencia capitalista y, con ello, de su carácter privado, hasta que el gobierno socialista, surgido del proceso democrático parlamentario, transformara el capital monopolista en monopolio estatal, instaurando así el socialismo mediante decreto gubernamental. Para Lenin y los bolcheviques esto era una utopía irrealizable y también una excusa idiota para abstenerse de cualquier actividad revolucionaria. Pero para ellos la instauración del socialismo también era un asunto gubernamental, aunque llevado a cabo por medio de la revolución. Diferían de los socialdemócratas respecto a los medios para alcanzar un objetivo por lo demás común: la nacionalización del capital por el estado y la planificación centralizada de la economía.
Lenin también mostró su acuerdo con la afirmación grosera y arrogante de Kautsky según la cual la clase trabajadora por sí misma es incapaz de generar una consciencia revolucionaria, de forma que esta ha de ser introducida en el proletariado por la intelectualidad de la clase media. La forma organizativa de esta idea era el partido revolucionario como vanguardia de los trabajadores y como condición imprescindible para el éxito de la revolución. En este marco conceptual, si la clase obrera es incapaz de hacer su propia revolución, será menos capaz aun de construir una sociedad nueva, tarea que queda así reservada para el partido dirigente, poseedor del aparato de estado. La dictadura del proletariado aparece así como la dictadura del partido organizado como estado. Y como el estado tiene el control de toda la sociedad, también ha de controlar las acciones de la clase obrera, incluso ejerciendo ese control supuestamente en su favor. En la práctica, el resultado fue el ejercicio totalitario del poder por parte del gobierno bolchevique.
La nacionalización de los medios de producción y el dominio autoritario del gobierno ciertamente diferenciaban el sistema bolchevique del capitalismo occidental. Pero esto no alteraba las relaciones sociales de producción, que en ambos sistemas se basaban en el divorcio de los trabajadores de los medios de producción y en la monopolización del poder político en manos del estado. Ya no era un capital privado sino el capital controlado por el estado el que se enfrentaba a la clase obrera y perpetuaba el trabajo asalariado como forma de actividad productiva, permitiendo la apropiación de plusvalía a través de la institución estatal. El sistema expropió el capital privado, pero no abolió la relación capital-trabajo en la que se basa la forma moderna del dominio de clase. Solo era cuestión de tiempo el surgimiento de una nueva clase dominante cuyos privilegios dependerían precisamente del mantenimiento y la reproducción del sistema de producción y distribución controlado por el estado como única forma "realista" de socialismo marxiano.
Sin embargo, el marxismo, como crítica de la economía política y como lucha por una sociedad sin clases ni explotación, solo tiene significado en el marco de las relaciones de producción capitalistas. El fin del capitalismo implicaría a su vez el fin del marxismo. Para una sociedad socialista, el marxismo no sería más que algo de la historia, como todo lo demás en el pasado. Ya la descripción del "socialismo" como sistema marxista niega la autoproclamada naturaleza socialista del sistema de capitalismo de estado. La ideología marxista solo funciona en este sistema como intento de justificar las nuevas relaciones clasistas como requisitos necesarios para la construcción del socialismo y así ganar la aquiescencia de las clases trabajadoras. Como en el viejo capitalismo, los intereses específicos de la clase dominante se presentan como intereses generales.
A pesar de todo ello, el marxismo-leninismo era originariamente una doctrina revolucionaria, ya que se proponía sin ningún género de duda la realización de su propia idea de socialismo por medios directos y prácticos. Esta idea no implicaba más que la formación de un sistema capitalista de estado. Esa era la concepción habitual del socialismo a comienzos de siglo, de manera que no se puede hablar de una "traición" bolchevique de los principios marxistas de la época. Por el contrario, el bolchevismo hizo realidad la transformación del capitalismo de propiedad privada en capitalismo de estado, lo cual era también el objetivo declarado de los revisionistas y reformistas marxistas. Pero estos ya habían perdido todo interés en actuar según sus creencias aparentes y prefirieron acomodarse en el status quo capitalista. Los bolcheviques hicieron realidad el programa de la II Internacional por medio de la revolución.
Sin embargo, una vez en el poder, la estructura de capitalismo de estado de la Rusia bolchevique determinó su desarrollo ulterior, ahora generalmente descrito con el término peyorativo de "estalinismo". Que adoptara esta forma concreta se explicaba por el atraso general de Rusia y por su situación de cerco capitalista, que exigía la centralización máxima del poder y sacrificios inhumanos por parte de la población trabajadora. Bajo condiciones distintas como las existentes en las naciones de mayor desarrollo capitalista y relaciones internacionales más favorables, se decía, el bolchevismo no tendría que adoptar por fuerza los métodos drásticos que se había visto obligado a utilizar en el primer país socialista. Quienes mostraban una disposición menos favorable hacia este primer "experimento en socialismo" afirmaban que la dictadura del partido tan solo era expresión del carácter todavía "semiasiático" del bolchevismo, y que no podría repetirse en las naciones más avanzadas de occidente. El ejemplo ruso fue utilizado para justificar las políticas reformistas como única forma de mejorar las condiciones de vida de la clase obrera en occidente.
Sin embargo, las dictaduras fascistas de Europa occidental pronto demostraron que el control del estado por un partido único no tenía por qué restringirse a la situación rusa, sino que era aplicable a cualquier sistema capitalista. Podía servir tanto para mantener las relaciones de producción existentes como para su transformación en capitalismo de estado. Por supuesto, el bolchevismo y el fascismo siguieron siendo distintos en cuanto a estructura económica, aunque políticamente llegaron a ser indistinguibles. Pero la concentración de control político en las naciones capitalistas totalitarias implicaba una coordinación central de la actividad económica para los objetivos específicos de las políticas fascistas y, de esta manera, una aproximación al sistema ruso. Para el fascismo esto no era un objetivo, sino una medida temporal, análoga al "socialismo de guerra" de la I Guerra Mundial. Sin embargo, era la primera indicación de que el capitalismo occidental no era inmune a las tendencias al capitalismo de estado.
Con la deseada pero a la vez inesperada consolidación del régimen bolchevique y la coexistencia —relativamente tranquila hasta la II Guerra Mundial— de los sistemas sociales en conflicto, los intereses rusos exigieron la utilización de la ideología marxista no solo para objetivos internos sino también externos, para asegurar el apoyo del movimiento obrero internacional a la existencia nacional de Rusia. Por supuesto, esto implicó solo a una parte del movimiento obrero, pero esa parte pudo romper el frente antibolchevique que incluía a los viejos partidos socialistas y los sindicatos reformistas. Como esas organizaciones ya se habían deshecho de su herencia marxista, la supuesta ortodoxia marxista del bolchevismo se convirtió prácticamente en la única teoría marxista como contraideología opuesta a todas las formas de antibolchevismo y a todos los intentos de debilitar o destruir el estado ruso. No obstante, al mismo tiempo se intentaba asegurar la coexistencia mediante concesiones al adversario capitalista y se mostraban las ventajas mutuas que podían obtenerse del comercio internacional y otros tipos de colaboración. Esa política de dos caras servía al único objetivo de preservar el estado bolchevique y asegurar los intereses nacionales de Rusia.
El marxismo fue así reducido a un arma ideológica que servía exclusivamente los intereses de un estado concreto y un solo país. Ya privada de aspiraciones revolucionarias internacionales, la Internacional Comunista fue utilizada como instrumento de política limitada para los intereses especiales de la Rusia bolchevique. Pero, ahora, esos intereses cada vez incluían en mayor medida el mantenimiento del status quo internacional para asegurar el del sistema ruso. Si al principio había sido el fracaso de la revolución mundial el que había inducido la política rusa de atrincheramiento, la seguridad rusa exigía ahora la estabilidad del capitalismo mundial y el régimen estalinista se esforzaba en contribuir a ella. La difusión del fascismo y la gran probabilidad de nuevos intentos de encontrar soluciones imperialistas a la crisis mundial ponía en peligro no solo la coexistencia sino también las condiciones internas de Rusia, que exigían cierto grado de tranquilidad internacional. La propaganda marxista dejó a un lado los problemas del capitalismo y el socialismo y en forma de antifascismo concentró su ataque en una forma política particular de capitalismo que amenazaba desencadenar una nueva guerra mundial. Esto implicaba, por supuesto, la aceptación de las potencias capitalistas antifascistas como aliados potenciales y la defensa de la democracia burguesa contra los ataques desde la derecha o desde la izquierda, tal como ilustró lo ocurrido durante la guerra civil en España.
Ya antes el marxismo-leninismo había asumido la función puramente ideológica que caracterizaba el marxismo de la II Internacional. No se asociaba ya con una práctica política cuyo objetivo final fuera el derrocamiento del capitalismo, aunque solo propusiera como socialismo la patraña del capitalismo de estado; ahora se contentaba con su existencia en el seno del sistema capitalista, de la misma forma que el movimiento socialdemócrata aceptaba como inviolables las condiciones dadas en la sociedad. El reparto del poder a escala internacional presuponía lo mismo a nivel nacional y el marxismo-leninismo fuera de Rusia devino un movimiento estrictamente reformista. Solo los fascistas quedaron como fuerzas realmente aspirantes al control completo sobre el estado. No hubo ningún intento serio de impedir su ascenso al poder. El movimiento obrero, incluida su ala bolchevique, confiaba únicamente en procesos democráticos tradicionales para hacer frente a la amenaza fascista. Esto significaba una pasividad total y una desmoralización progresiva y aseguró la victoria del fascismo como única fuerza dinámica operante en la crisis mundial.
Por supuesto, no es solo el control ruso del movimiento comunista internacional a través de la III Internacional lo que explica su capitulación al fascismo, sino también la burocratización del movimiento que concentró todo el poder decisorio en las manos de políticos profesionales que no compartían las condiciones sociales del proletariado empobrecido. Esta burocracia se encontró en la posición "ideal" de ser capaz de expresar su oposición verbal al sistema y, a la vez, participar en los privilegios que la burguesía otorga a sus ideólogos políticos. Estos no tenían una razón perentoria para oponerse a las políticas generales de la Internacional Comunista, que coincidían con sus propias necesidades inmediatas como líderes reconocidos de la clase obrera en una democracia burguesa. La apatía de los trabajadores mismos, su falta de disposición para buscar una solución propia independiente a la cuestión social también explica esa situación y su evolución final al fascismo. Medio siglo de marxismo reformista bajo el principio de liderazgo y su acentuación en el marxismo-leninismo produjeron un movimiento obrero incapaz de actuar basándose en sus propios intereses, incapaz así de inspirar a la clase obrera en su conjunto para que intentara impedir el fascismo y la guerra mediante una revolución proletaria.
Como en 1914, el internacionalismo y con él el marxismo, quedaban otra vez ahogados en la marea nacionalista e imperialista. Las políticas coyunturales se basaban en las exigencias de las alianzas imperialistas cambiantes, que llevaron primero al pacto Hitler-Stalin y luego a la alianza antihitleriana entre la URSS y las potencias democráticas. El resultado de la guerra, predeterminado por su carácter imperialista, dividió el mundo en dos grandes bloques que pronto volvieron a enzarzarse en una pugna por el control mundial. El carácter antifascista de la guerra implicaba la restauración de regímenes democráticos en los países derrotados y con ello la vuelta a la luz de los partidos políticos, incluso los de connotación marxista. En el Este, Rusia restauró su imperio y le añadió esferas de intereses y un jugoso botín de guerra. El hundimiento del dominio colonial creó las naciones del "tercer mundo", que adoptaron el sistema ruso o una economía mixta de tipo occidental. Surgió un neocolonialismo que sometió a las naciones "liberadas" a un control más indirecto pero igualmente efectivo de las grandes potencias. Pero la expansión de los regímenes de capitalismo de estado parecía la difusión mundial del marxismo y la lucha contra ella se presentaba como lucha contra un marxismo que amenazaba las libertades (indefinidas) del mundo capitalista. Estos tipos de marxismo y antimarxismo no tenían conexión alguna con la lucha entre trabajo y capital concebida por Marx y por el movimiento obrero originario.
Paul Mattick - año 1978
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Según las ideas de Marx, los cambios en las condiciones sociales y materiales modifican la consciencia de las personas. Esa idea también es aplicable al marxismo y a su desarrollo histórico. El marxismo comenzó siendo una teoría de la lucha de clases basada en las relaciones sociales específicas de la producción capitalista. Pero su análisis de las contradicciones sociales inherentes a la producción capitalista se refiere a la tendencia general del desarrollo capitalista, mientras que la lucha de clases es un asunto de la vida cotidiana y se ajusta por sí misma a las condiciones sociales. Estos ajustes también tienen su reflejo en la ideología marxiana. La historia del capitalismo es también la historia del marxismo.
El movimiento obrero fue anterior a la teoría de Marx y constituyó la base real para el desarrollo de esta. El marxismo llegó a ser la teoría dominante del movimiento socialista porque era capaz de revelar convincentemente la estructura explotadora de la sociedad capitalista y a la vez desvelar las limitaciones históricas de este modo de producción particular. El secreto del vasto desarrollo capitalista la explotación cada vez mayor de la fuerza de trabajo era también el secreto de las dificultades diversas que apuntaban a su colapso final. Mediante métodos de análisis científico, Marx fue capaz en El capital de ofrecer una teoría que sintetizaba la lucha de clases y las contradicciones generales de la producción capitalista.
La crítica de Marx a la economía política tenía que ser por fuerza tan abstracta como la economía política misma. Solamente podía referirse a la tendencia general del desarrollo capitalista, no a sus múltiples manifestaciones concretas en un momento dado. Como la acumulación del capital es a la vez la causa del desarrollo del sistema y la razón para su declive, la producción capitalista procede como un proceso cíclico de expansión y contracción. Ambas situaciones implican condiciones sociales diferentes y, por tanto, reacciones diferentes del trabajo y del capital. Ciertamente, la tendencia general del desarrollo capitalista supone dificultades cada vez mayores para escapar de un periodo de contracción mediante una expansión ulterior del capital, e implica así una tendencia al colapso del sistema. Pero no se puede decir en qué momento concreto de su desarrollo el capital se desintegrará por la imposibilidad objetiva de continuar su proceso de acumulación.
La producción capitalista, que implica la ausencia de cualquier tipo de regulación social consciente de la producción, encuentra una cierta regulación ciega en el mecanismo de oferta y demanda del mercado. Este último se adapta a su vez a las necesidades expansivas del capital, determinadas por el grado variable en que es explotable la fuerza de trabajo y por la alteración de la estructura del capital debida a su acumulación. Las entidades concretas que intervienen en este proceso no son empíricamente observables, de manera que resulta imposible determinar si una crisis concreta de la producción capitalista será más o menos larga, más o menos devastadora para las condiciones sociales o si resultará la crisis final del sistema capitalista desencadenando su resolución revolucionaria por la acción de una clase obrera resuelta.
En principio, cualquier crisis prolongada y profunda puede abrir paso a una situación revolucionaria que podría intensificar la lucha de clases hasta el derrocamiento del capitalismo, en el supuesto, claro está, de que las condiciones objetivas trajeran consigo una disposición subjetiva a cambiar las relaciones sociales de producción. En los inicios del movimiento marxista esta posibilidad parecía real, a la vista de un movimiento socialista cada vez más poderoso y una extensión progresiva de la lucha de clases en el sistema capitalista. Se pensaba que el desarrollo de este sería paralelo al desarrollo de la consciencia de clase proletaria, al ascenso de las organizaciones de la clase obrera y al reconocimiento cada vez más generalizado de que había una opción alternativa a la sociedad capitalista.
La teoría y la práctica de la lucha de clases se veía como un fenómeno unitario, debido a la expansión intrínseca y a la autorrestricción paralela del desarrollo capitalista. Se pensaba que la explotación cada vez mayor de los trabajadores y la progresiva polarización de la sociedad en una pequeña minoría de explotadores y una gran mayoría de explotados elevaría la consciencia de clase de los trabajadores y también su inclinación revolucionaria a destruir el sistema capitalista. Claro está que las condiciones sociales de entonces tampoco permitían prever otra evolución, ya que el progreso del capitalismo industrial iba acompañado de una miseria creciente de las clases trabajadoras y una agudización visible de la lucha de clases. De todas formas, esta era la única perspectiva en la que cabía pensar a partir de aquellas condiciones que, por lo demás, tampoco revelaban otra posible evolución.
Aun interrumpido por periodos de crisis y depresión, el capitalismo ha podido mantenerse hasta hoy basándose en una expansión continua del capital y en su extensión geográfica mediante la aceleración del incremento de la productividad del trabajo. El capitalismo demostró que no solo era posible recuperar la rentabilidad temporalmente perdida, sino incrementarla suficientemente para continuar el proceso de acumulación y mejorar simultáneamente las condiciones de vida de la gran mayoría de la población trabajadora. El éxito de la expansión del capital y la mejora de las condiciones de los trabajadores llevaron a que se cuestionara cada vez más la validez de la teoría abstracta del desarrollo capitalista elaborada por Marx. De hecho, la realidad empírica parecía contradecir las expectativas de Marx respecto al futuro del capitalismo. Incluso quienes defendían su teoría no llevaban a cabo una práctica ideológicamente dirigida al derrocamiento del capitalismo. El marxismo revolucionario se volvió una teoría evolucionista que expresaba el deseo de superar el sistema capitalista por medio de la reforma constante de sus instituciones políticas y económicas. De forma abierta o encubierta, el revisionismo marxista llevó a cabo una especie de síntesis del marxismo y la ideología burguesa como corolario teórico a la integración práctica del movimiento obrero en la sociedad capitalista.
De todas formas, lo anterior puede no ser demasiado importante, porque en todas las épocas el movimiento obrero organizado ha integrado solamente a la fracción más minoritaria de la clase obrera. La gran masa de trabajadores se adapta a la ideología burguesa dominante y —sujetos a las condiciones objetivas del capitalismo— solo potencialmente constituye una clase revolucionaria. Puede transformarse en clase revolucionaria en circunstancias que hagan desaparecer los obstáculos que impiden su toma de consciencia, ofreciendo así a la fracción con consciencia de clase una oportunidad para transformar lo potencial en real mediante su ejemplo revolucionario. Esta función del sector obrero con consciencia de clase se perdió con su integración en el sistema capitalista. El marxismo se transformó en una doctrina cada vez más ambigua que servía a propósitos distintos a los contemplados en sus orígenes.
Todo esto es historia, en concreto la historia de la II Internacional, cuya orientación aparentemente marxista resultó tan solo la falsa ideología de una práctica no revolucionaria. Esto no tiene nada que ver con una "traición" al marxismo; por el contrario, fue el resultado del rápido ascenso y del poder cada vez mayor del capitalismo, que indujo al movimiento obrero a adaptarse a las condiciones cambiantes de la producción capitalista. Como un derrocamiento del sistema parecía imposible, las modificaciones del capitalismo determinaron los cambios del movimiento obrero. Como movimiento de reformas, este tomó parte en la reforma del capitalismo, basada en el aumento de productividad del trabajo y en la expansión competitiva imperialista de los capitales organizados en un ámbito nacional. La lucha de clases se convirtió en colaboración de clases.
Bajo estas nuevas condiciones, el marxismo, que ni era rechazado del todo ni reinterpretado por completo hasta convertirlo en su misma negación, adoptó una forma puramente ideológica que no afectaba a la práctica procapitalista del movimiento obrero. Como tal ideología, podía coexistir con otras en la búsqueda de lealtades. Ya no representaba la consciencia de un movimiento obrero destinado a derrocar la sociedad existente, sino una visión del mundo supuestamente basada en la ciencia social de la economía política. Así se convirtió en objeto de preocupación de los elementos más críticos de la clase media, aliados de la clase obrera, aunque no pertenecientes a la misma. Esto solo era la forma concreta que adoptaba la división ya consumada entre la teoría de Marx y la práctica real del movimiento obrero.
Es verdad que las ideas socialistas fueron propuestas por primera vez y principalmente —aunque no solamente— por miembros de la clase media exasperados por las condiciones sociales inhumanas de los comienzos del capitalismo. Esas condiciones y no el nivel de su inteligencia fue lo que movió su atención hacia el cambio social y, consiguientemente, hacia la clase obrera. No es sorprendente así que las mejoras del capitalismo hacia el cambio de siglo entibiaran su agudeza crítica, tanto más cuando la misma clase obrera había perdido la mayor parte de su fervor oposicionista. El marxismo se convirtió así en preocupación de intelectuales y tomó un carácter académico. Ya no se le consideraba principalmente como un movimiento de trabajadores, sino como un tema científico sobre el que discutir. No obstante, las disputas sobre los distintos problemas planteados por el marxismo sirvieron para mantener la ilusión del carácter marxiano del movimiento obrero, hasta que esta ficción se desvaneció ante las realidades de la I Guerra Mundial.
Esta guerra, que representó una crisis gigantesca de la producción capitalista, hizo renacer momentáneamente el radicalismo en el movimiento obrero y en la clase obrera en su conjunto. En esa medida fue señal de un retorno a la teoría y a la práctica marxista, aunque solo en Rusia la agitación social llevó al derrocamiento del régimen atrasado, capitalista y semifeudal. No obstante, esta era la primera vez que un régimen capitalista había sido derrocado por la acción de su población oprimida y la determinación de un movimiento marxista. El marxismo muerto de la II Internacional parecía listo para ser reemplazado por el marxismo vivo de la III Internacional. Y como fue el partido bolchevique bajo la dirección de Lenin el que llevó a Rusia a la revolución social, fue la particular interpretación leniniana del marxismo la que se convirtió en el marxismo de esta fase nueva y "superior" del capitalismo. Con bastante propiedad, este marxismo fue transformado en el "marxismo-leninismo" que dominó el mundo de posguerra.
No es este el lugar para contar una vez más la historia de la III Internacional y el tipo de marxismo que trajo consigo. Esa historia está muy bien escrita en innumerables textos que culpan de su colapso a Stalin o, remontándose más atrás, al mismo Lenin. En definitiva, lo que ocurrió fue que la idea de la revolución mundial no pudo ser llevada a la práctica y la revolución rusa se mantuvo como revolución nacional, vinculada a las realidades de sus condiciones socioeconómicas propias. En su aislamiento, no podía ser juzgada como revolución socialista en el sentido marxiano, ya que faltaban todas las condiciones necesarias para una transformación socialista de la sociedad: el predominio del proletariado industrial y un aparato de producción que, en manos de los productores, no solo fuera capaz de acabar con la explotación sino de llevar a la sociedad más allá de los límites del sistema capitalista. Tal como fueron las cosas, el marxismo solo pudo proporcionar una ideología sostenedora, aun de forma contradictoria, al capitalismo de Estado. Lo que había ocurrido en la II Internacional, volvió a darse en la III. El marxismo, subordinado a los intereses específicos de la Rusia bolchevique, solo pudo funcionar como ideología para cubrir una práctica no revolucionaria y, finalmente, contrarrevolucionaria.
A falta de un movimiento revolucionario, la gran depresión que afectó a la mayor parte del mundo, no dio pie a insurrecciones revolucionarias, sino al fascismo y a la II Guerra Mundial. Esto significó el eclipse total del marxismo. Las consecuencias desastrosas de la nueva guerra trajeron consigo una oleada fresca de expansión capitalista a escala internacional. No solo el capital monopolista salió fortalecido del conflicto; también surgieron nuevos sistemas de capitalismo de estado por la vía de la liberación nacional o la conquista imperialista. Esta situación no implicó un resurgimieno del marxismo revolucionario sino una "guerra fría", es decir, la confrontación de los sistemas capitalistas organizados de forma distinta en una lucha continua por las esferas de influencia y por el reparto de la explotación. En el lado del capitalismo de estado, esta confrontación se camufló como movimiento marxista contra la monopolización capitalista de la economía mundial; por su parte, el capitalismo de propiedad privada no podía ser más feliz señalando a sus enemigos del capitalismo de estado como marxistas o comunistas, resueltos a llevarse por delante todas las libertades de la civilización junto con la libertad para amasar capital. Esta actitud sirvió para adherir firmemente la etiqueta de "marxismo" a la ideología del capitalismo de estado.
De esta manera, los cambios sucesivos provocados por toda una serie de depresiones y guerras no llevaron a una confrontación entre el capitalismo y el socialismo, sino a una división del mundo en sistemas económicos más o menos centralmente controlados y a un ensanchamiento de la brecha entre los países desarrollados bajo el capitalismo y las naciones subdesarrolladas. Ciertamente, esta situación suele verse como una división entre países capitalistas, socialistas y del "tercer mundo", simplificación que confunde las diferencias mucho más complejas entre estos sistemas económicos y políticos. El "socialismo" suele concebirse como una economía controlada por el estado en un marco nacional, en el que la planificación sustituye a la competencia. Tal tipo de sistema no es ya un sistema capitalista en el sentido tradicional, pero tampoco es un sistema socialista en el sentido que el término tenía para Marx, de asociación de productores libres e iguales. En un mundo capitalista y por lo tanto imperialista, ese sistema de economía controlada por el estado solo puede contribuir a la competencia general por el poder económico y político y, como el capitalismo, ha de expandirse o contraerse. Ha de hacerse más fuerte en todos los órdenes para limitar la expansión del capital monopolista que de otra manera lo destruiría. La forma nacional de los regímenes llamados socialistas o de control estatal no solo los pone en conflicto con el mundo capitalista tradicional, sino también entre ellos, ya que han de dar consideración prioritaria a los estratos dirigentes privilegiados y de nueva creación cuya existencia y seguridad se basan en el estado-nación. Esto genera el espectáculo de una variedad "socialista" de imperialismo y de la amenaza de guerra entre países nominalmente socialistas.
Tal situación hubiera sido inconcebible en 1917. El leninismo (o, en frase de Stalin, "el marxismo de la época del imperialismo") esperaba una revolución mundial sobre el modelo de la revolución rusa. Igual que distintas clases se habían unido en Rusia para derribar la autocracia, también a escala internacional las naciones en diversas fases de desarrollo podrían luchar contra el enemigo común, el capital monopolista imperialista. E igual que la clase obrera bajo dirección del partido bolchevique transformó en Rusia la revolución burguesa en revolución proletaria, así la Internacional Comunista sería el instrumento de transformación de las luchas antiimperialistas en revoluciones socialistas. En aquellas condiciones, era concebible que las naciones menos desarrolladas pudieran eludir un desarrollo capitalista de otra manera inevitable, para integrarse en un mundo socialista emergente. Como esta teoría estaba basada en el supuesto del triunfo de revoluciones socialistas en las naciones avanzadas, no pudo probarse que fuera correcta o equivocada, ya que las revoluciones esperadas nunca llegaron a producirse.
Lo que hace al caso son las inclinaciones revolucionarias del movimiento bolchevique antes e inmediatamente después de su toma del poder en Rusia. La revolución se hizo en nombre del marxismo revolucionario, como derrocamiento del sistema capitalista e instauración de una dictadura para asegurar el avance hacia una sociedad sin clases. Sin embargo, ya en esta etapa, y no solo por las condiciones concretas existentes en Rusia, el concepto leninista de reconstrucción socialista se alejaba del marxismo originario y se basaba en las ideas surgidas en la II Internacional. Para esta, el socialismo se concebía como consecuencia inmediata del propio desarrollo capitalista. La concentración y la centralización del capital implicarían la eliminación progresiva de la competencia capitalista y, con ello, de su carácter privado, hasta que el gobierno socialista, surgido del proceso democrático parlamentario, transformara el capital monopolista en monopolio estatal, instaurando así el socialismo mediante decreto gubernamental. Para Lenin y los bolcheviques esto era una utopía irrealizable y también una excusa idiota para abstenerse de cualquier actividad revolucionaria. Pero para ellos la instauración del socialismo también era un asunto gubernamental, aunque llevado a cabo por medio de la revolución. Diferían de los socialdemócratas respecto a los medios para alcanzar un objetivo por lo demás común: la nacionalización del capital por el estado y la planificación centralizada de la economía.
Lenin también mostró su acuerdo con la afirmación grosera y arrogante de Kautsky según la cual la clase trabajadora por sí misma es incapaz de generar una consciencia revolucionaria, de forma que esta ha de ser introducida en el proletariado por la intelectualidad de la clase media. La forma organizativa de esta idea era el partido revolucionario como vanguardia de los trabajadores y como condición imprescindible para el éxito de la revolución. En este marco conceptual, si la clase obrera es incapaz de hacer su propia revolución, será menos capaz aun de construir una sociedad nueva, tarea que queda así reservada para el partido dirigente, poseedor del aparato de estado. La dictadura del proletariado aparece así como la dictadura del partido organizado como estado. Y como el estado tiene el control de toda la sociedad, también ha de controlar las acciones de la clase obrera, incluso ejerciendo ese control supuestamente en su favor. En la práctica, el resultado fue el ejercicio totalitario del poder por parte del gobierno bolchevique.
La nacionalización de los medios de producción y el dominio autoritario del gobierno ciertamente diferenciaban el sistema bolchevique del capitalismo occidental. Pero esto no alteraba las relaciones sociales de producción, que en ambos sistemas se basaban en el divorcio de los trabajadores de los medios de producción y en la monopolización del poder político en manos del estado. Ya no era un capital privado sino el capital controlado por el estado el que se enfrentaba a la clase obrera y perpetuaba el trabajo asalariado como forma de actividad productiva, permitiendo la apropiación de plusvalía a través de la institución estatal. El sistema expropió el capital privado, pero no abolió la relación capital-trabajo en la que se basa la forma moderna del dominio de clase. Solo era cuestión de tiempo el surgimiento de una nueva clase dominante cuyos privilegios dependerían precisamente del mantenimiento y la reproducción del sistema de producción y distribución controlado por el estado como única forma "realista" de socialismo marxiano.
Sin embargo, el marxismo, como crítica de la economía política y como lucha por una sociedad sin clases ni explotación, solo tiene significado en el marco de las relaciones de producción capitalistas. El fin del capitalismo implicaría a su vez el fin del marxismo. Para una sociedad socialista, el marxismo no sería más que algo de la historia, como todo lo demás en el pasado. Ya la descripción del "socialismo" como sistema marxista niega la autoproclamada naturaleza socialista del sistema de capitalismo de estado. La ideología marxista solo funciona en este sistema como intento de justificar las nuevas relaciones clasistas como requisitos necesarios para la construcción del socialismo y así ganar la aquiescencia de las clases trabajadoras. Como en el viejo capitalismo, los intereses específicos de la clase dominante se presentan como intereses generales.
A pesar de todo ello, el marxismo-leninismo era originariamente una doctrina revolucionaria, ya que se proponía sin ningún género de duda la realización de su propia idea de socialismo por medios directos y prácticos. Esta idea no implicaba más que la formación de un sistema capitalista de estado. Esa era la concepción habitual del socialismo a comienzos de siglo, de manera que no se puede hablar de una "traición" bolchevique de los principios marxistas de la época. Por el contrario, el bolchevismo hizo realidad la transformación del capitalismo de propiedad privada en capitalismo de estado, lo cual era también el objetivo declarado de los revisionistas y reformistas marxistas. Pero estos ya habían perdido todo interés en actuar según sus creencias aparentes y prefirieron acomodarse en el status quo capitalista. Los bolcheviques hicieron realidad el programa de la II Internacional por medio de la revolución.
Sin embargo, una vez en el poder, la estructura de capitalismo de estado de la Rusia bolchevique determinó su desarrollo ulterior, ahora generalmente descrito con el término peyorativo de "estalinismo". Que adoptara esta forma concreta se explicaba por el atraso general de Rusia y por su situación de cerco capitalista, que exigía la centralización máxima del poder y sacrificios inhumanos por parte de la población trabajadora. Bajo condiciones distintas como las existentes en las naciones de mayor desarrollo capitalista y relaciones internacionales más favorables, se decía, el bolchevismo no tendría que adoptar por fuerza los métodos drásticos que se había visto obligado a utilizar en el primer país socialista. Quienes mostraban una disposición menos favorable hacia este primer "experimento en socialismo" afirmaban que la dictadura del partido tan solo era expresión del carácter todavía "semiasiático" del bolchevismo, y que no podría repetirse en las naciones más avanzadas de occidente. El ejemplo ruso fue utilizado para justificar las políticas reformistas como única forma de mejorar las condiciones de vida de la clase obrera en occidente.
Sin embargo, las dictaduras fascistas de Europa occidental pronto demostraron que el control del estado por un partido único no tenía por qué restringirse a la situación rusa, sino que era aplicable a cualquier sistema capitalista. Podía servir tanto para mantener las relaciones de producción existentes como para su transformación en capitalismo de estado. Por supuesto, el bolchevismo y el fascismo siguieron siendo distintos en cuanto a estructura económica, aunque políticamente llegaron a ser indistinguibles. Pero la concentración de control político en las naciones capitalistas totalitarias implicaba una coordinación central de la actividad económica para los objetivos específicos de las políticas fascistas y, de esta manera, una aproximación al sistema ruso. Para el fascismo esto no era un objetivo, sino una medida temporal, análoga al "socialismo de guerra" de la I Guerra Mundial. Sin embargo, era la primera indicación de que el capitalismo occidental no era inmune a las tendencias al capitalismo de estado.
Con la deseada pero a la vez inesperada consolidación del régimen bolchevique y la coexistencia —relativamente tranquila hasta la II Guerra Mundial— de los sistemas sociales en conflicto, los intereses rusos exigieron la utilización de la ideología marxista no solo para objetivos internos sino también externos, para asegurar el apoyo del movimiento obrero internacional a la existencia nacional de Rusia. Por supuesto, esto implicó solo a una parte del movimiento obrero, pero esa parte pudo romper el frente antibolchevique que incluía a los viejos partidos socialistas y los sindicatos reformistas. Como esas organizaciones ya se habían deshecho de su herencia marxista, la supuesta ortodoxia marxista del bolchevismo se convirtió prácticamente en la única teoría marxista como contraideología opuesta a todas las formas de antibolchevismo y a todos los intentos de debilitar o destruir el estado ruso. No obstante, al mismo tiempo se intentaba asegurar la coexistencia mediante concesiones al adversario capitalista y se mostraban las ventajas mutuas que podían obtenerse del comercio internacional y otros tipos de colaboración. Esa política de dos caras servía al único objetivo de preservar el estado bolchevique y asegurar los intereses nacionales de Rusia.
El marxismo fue así reducido a un arma ideológica que servía exclusivamente los intereses de un estado concreto y un solo país. Ya privada de aspiraciones revolucionarias internacionales, la Internacional Comunista fue utilizada como instrumento de política limitada para los intereses especiales de la Rusia bolchevique. Pero, ahora, esos intereses cada vez incluían en mayor medida el mantenimiento del status quo internacional para asegurar el del sistema ruso. Si al principio había sido el fracaso de la revolución mundial el que había inducido la política rusa de atrincheramiento, la seguridad rusa exigía ahora la estabilidad del capitalismo mundial y el régimen estalinista se esforzaba en contribuir a ella. La difusión del fascismo y la gran probabilidad de nuevos intentos de encontrar soluciones imperialistas a la crisis mundial ponía en peligro no solo la coexistencia sino también las condiciones internas de Rusia, que exigían cierto grado de tranquilidad internacional. La propaganda marxista dejó a un lado los problemas del capitalismo y el socialismo y en forma de antifascismo concentró su ataque en una forma política particular de capitalismo que amenazaba desencadenar una nueva guerra mundial. Esto implicaba, por supuesto, la aceptación de las potencias capitalistas antifascistas como aliados potenciales y la defensa de la democracia burguesa contra los ataques desde la derecha o desde la izquierda, tal como ilustró lo ocurrido durante la guerra civil en España.
Ya antes el marxismo-leninismo había asumido la función puramente ideológica que caracterizaba el marxismo de la II Internacional. No se asociaba ya con una práctica política cuyo objetivo final fuera el derrocamiento del capitalismo, aunque solo propusiera como socialismo la patraña del capitalismo de estado; ahora se contentaba con su existencia en el seno del sistema capitalista, de la misma forma que el movimiento socialdemócrata aceptaba como inviolables las condiciones dadas en la sociedad. El reparto del poder a escala internacional presuponía lo mismo a nivel nacional y el marxismo-leninismo fuera de Rusia devino un movimiento estrictamente reformista. Solo los fascistas quedaron como fuerzas realmente aspirantes al control completo sobre el estado. No hubo ningún intento serio de impedir su ascenso al poder. El movimiento obrero, incluida su ala bolchevique, confiaba únicamente en procesos democráticos tradicionales para hacer frente a la amenaza fascista. Esto significaba una pasividad total y una desmoralización progresiva y aseguró la victoria del fascismo como única fuerza dinámica operante en la crisis mundial.
Por supuesto, no es solo el control ruso del movimiento comunista internacional a través de la III Internacional lo que explica su capitulación al fascismo, sino también la burocratización del movimiento que concentró todo el poder decisorio en las manos de políticos profesionales que no compartían las condiciones sociales del proletariado empobrecido. Esta burocracia se encontró en la posición "ideal" de ser capaz de expresar su oposición verbal al sistema y, a la vez, participar en los privilegios que la burguesía otorga a sus ideólogos políticos. Estos no tenían una razón perentoria para oponerse a las políticas generales de la Internacional Comunista, que coincidían con sus propias necesidades inmediatas como líderes reconocidos de la clase obrera en una democracia burguesa. La apatía de los trabajadores mismos, su falta de disposición para buscar una solución propia independiente a la cuestión social también explica esa situación y su evolución final al fascismo. Medio siglo de marxismo reformista bajo el principio de liderazgo y su acentuación en el marxismo-leninismo produjeron un movimiento obrero incapaz de actuar basándose en sus propios intereses, incapaz así de inspirar a la clase obrera en su conjunto para que intentara impedir el fascismo y la guerra mediante una revolución proletaria.
Como en 1914, el internacionalismo y con él el marxismo, quedaban otra vez ahogados en la marea nacionalista e imperialista. Las políticas coyunturales se basaban en las exigencias de las alianzas imperialistas cambiantes, que llevaron primero al pacto Hitler-Stalin y luego a la alianza antihitleriana entre la URSS y las potencias democráticas. El resultado de la guerra, predeterminado por su carácter imperialista, dividió el mundo en dos grandes bloques que pronto volvieron a enzarzarse en una pugna por el control mundial. El carácter antifascista de la guerra implicaba la restauración de regímenes democráticos en los países derrotados y con ello la vuelta a la luz de los partidos políticos, incluso los de connotación marxista. En el Este, Rusia restauró su imperio y le añadió esferas de intereses y un jugoso botín de guerra. El hundimiento del dominio colonial creó las naciones del "tercer mundo", que adoptaron el sistema ruso o una economía mixta de tipo occidental. Surgió un neocolonialismo que sometió a las naciones "liberadas" a un control más indirecto pero igualmente efectivo de las grandes potencias. Pero la expansión de los regímenes de capitalismo de estado parecía la difusión mundial del marxismo y la lucha contra ella se presentaba como lucha contra un marxismo que amenazaba las libertades (indefinidas) del mundo capitalista. Estos tipos de marxismo y antimarxismo no tenían conexión alguna con la lucha entre trabajo y capital concebida por Marx y por el movimiento obrero originario.
Última edición por RioLena el Sáb Abr 04, 2020 7:08 pm, editado 1 vez