Cómo me hice socialista
Jack London
tomado de: Selected Works of Jack London, Editorial Seven Seas Books, Berlín, República Democrática Alemana, 1947
Publicado por El Sudamericano en abril de 2020
Es perfectamente justo decir que yo me convertí al socialismo de un modo similar a la forma en que los paganos teutones se convirtieron en cristianos —estaba forjado en mi—. En la época de mi conversión no sólo no buscaba al socialismo sino que lo atacaba. Era muy joven e inexperto, no sabía gran cosa de nada y aunque nunca había oído hablar de una escuela llamada “individualismo”, entonaba de todo corazón el panegírico de los fuertes. Hacía esto porque yo también era fuerte. Cuando digo fuerte quiero significar que tenía buena salud y músculos duros, cuya posesión explicaré fácilmente. Viví mi infancia en los ranchos de California, mi adolescencia voceando diarios en las calles de una saludable ciudad del oeste y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Amaba la vida al aire libre; me ocupaba al aire libre en los trabajos más duros. Sin progresos, yendo a la deriva de trabajo en trabajo, contemplaba el mundo y lo llamaba bueno. Déjenme insistir; este optimismo existía porque era sano y fuerte, sin dolor ni debilidad, nunca dejado a un lado por el patrón por no tener buen aspecto, capaz siempre de conseguir trabajo en el acarreo del carbón, la marinería o en cualquier trabajo físico.
Por todo esto, por mi vida triunfante y joven, capaz de sostenerme solo en el trabajo o la lucha, yo era un desenfrenado individualista. Es muy natural; era un triunfador. Por eso llamaba al juego, cuando lo veía o creía verlo jugar, un auténtico juego de hombres. Ser un HOMBRE era escribir hombre en mi corazón con grandes mayúsculas. Aventurarme como un hombre, pelear como un hombre y hacer el trabajo de un hombre (aun por el sueldo de un chico). Estas eran cosas que se me prendían, que me llegaban directamente como no lo lograba ninguna otra. Veía a lo lejos la perspectiva de un confuso e interminable futuro en el que, jugando lo que yo consideraba un juego de HOMBRE continuaría la marcha con una salud indeclinable, sin accidentes y con músculos siempre vigorosos. Como les dije: este futuro era interminable… Podía verme enfurecer sin fin a través de la vida como una de las “bestias rubias” de Nietzsche, vagabundeando lujuriosamente y conquistando todo por pura superioridad y fuerza. En cuanto a los desafortunados, los doloridos, los enfermos, los viejos, los mutilados, debo confesar que no pensaba en ellos en absoluto, salvo algunas veces en que sentía vagamente que ellos podían trabajar tan bien y ser tan buenos como yo si lo deseaban con suficiente voluntad. ¿Accidentes? Bueno, significaban FATALIDAD también deletreado con mayúsculas. Y con la fatalidad no había escapatoria. Napoleón había tenido un accidente en Waterloo, pero eso no hacía teclear mi deseo de ser otro Napoleón. Además, el optimismo engendrado en un estómago que podía digerir hierro viejo y en un cuerpo florecido en la opresión no me permitía considerar a los accidentes como ni remotamente relacionados a mi gloriosa personalidad.
Espero haber dejado bien en claro que estaba orgulloso de ser uno de los hombres fuertes que la Naturaleza producía. La dignidad del trabajo era para mí la cosa más impresionante del mundo. Sin haber leído a Carlyle o a Kipling, formulaba un evangelio del trabajo que ponía el de ellos a la sombra. El trabajo era todo. La santificación, la salvación. El orgullo que sentía después de una jornada de duro trabajo bien realizado sería inconcebible para ustedes. Es casi inconcebible para mí al recordarlo ahora. Yo era el más fiel esclavo a sueldo que un capitalista haya explotado jamás. Protestar o fingirme enfermo con el hombre que pagaba mis jornales era un pecado; primero contra mí mismo y segundo contra él. Consideraba esto un crimen comparable a la traición. En síntesis mi satisfecho individualismo estaba dominado por ortodoxas éticas burguesas. Leía diarios burgueses, oía a oradores burgueses y aclamaba las sonoras perogrulladas de políticos burgueses. Y no dudo que, si otros sucesos no hubiesen cambiado mi carrera, me habría transformado en un esquirol profesional (uno de los “héroes americanos” del presidente Eliot) y tendría mi cabeza y mis poderosos salarios irremediablemente destrozados por una cachiporra en manos de algún burócrata gremialista mafioso.
Por ese entonces, al volver de un viaje de siete meses pegado a un palo mayor y con dieciocho años recién cumplidos, se me metió en la cabeza la idea de vagar. Me abrí paso, por los caminos y oculto en vagones, desde el inmenso oeste donde los hombres eran indios vigorosos y el trabajo los perseguía, hasta los congestionados centros laborales del este, donde los hombres eran como pequeñas papas y perseguían el trabajo que podían. En esta nueva aventura de bestia-rubia me encontré mirando al mundo desde un ángulo totalmente distinto.
Había saltado del proletariado a lo que los sociólogos adoran llamar “la décima parte sumergida”. Comencé a descubrir la forma en que estaba reclutada esa “décima parte sumergida”. Encontré allí toda clase de hombres, muchos de los cuales habían sido tan bestias-rubias y tan buenos como yo; marineros, soldados, trabajadores. Deformados, contorsionados, inutilizados por un trabajo penoso o por accidentes y arrojados por sus amos a la deriva como a tantos caballos viejos. Me arrastré miserablemente, mendigando con ellos en negros portales, tiritando en parques o vagones, mientras escuchaba historias que comenzaban con perspectivas tan hermosas como las mías, con digestiones y cuerpos iguales y mejores que los míos y terminaban allí, ante mis ojos, en el matadero del Pozo Social. Mientras escuchaba, mi cerebro comenzó a trabajar. La mujer de la calle y el hombre del albañal se movían muy cerca de mí. Vi el cuadro del Pozo Social tan vivido que parecía una cosa concreta; y a ellos en el fondo del Pozo, yo mismo encima, no lejos, colgando sobre la pared resbaladiza a fuerza de sudor y músculo. Confieso que me dominó el terror. ¿Y qué pasaría cuando mi fortaleza decayera? ¿Cuándo fuese incapaz de trabajar hombro a hombro con hombres tan nuevos que pareciera como si aún no hubieran nacido? Y allí, entonces, me hice un gran juramento. Fue más o menos así: “Todos los días trabajé duramente mi cuerpo, y de acuerdo con la cantidad de días que lo siga haciendo estaré, o no, más cerca del Pozo. Saltaré del Pozo, (pero no con los músculos de mi cuerpo. Que Dios me haga morir si trabajo con mi cuerpo un día más de los que deba necesariamente trabajar.” Desde entonces me ocupe en huir bien lejos del trabajo rudo.
Incidentalmente, mientras vagabundeaba varios miles de millas a lo largo de los Estados Unidos y Canadá, me extravié en las cataratas del Niágara. Fui atrapado por un policía montado y, sin el derecho a defender mi culpabilidad o mi inocencia, se me encarceló treinta días por no tener domicilio fijo ni medios de subsistencia. Esposado y encadenado me acarrearon a través del país hacia Búffalo, con un montón de hombres en circunstancias similares. Registrado en la penitenciaría de Erie, con la cabeza rapada, el florecido mostacho afeitado, vestido con traje a rayas, vacunado a la fuerza por un estudiante de medicina que practicaba con hombres como nosotros, me hicieron trabajar y marchar al paso bajo los ojos de guardianes armados con winchesters; todo por aventurarme a la manera de las bestias-rubias. No declaro acertado referirme a detalles más amplios, aunque puedo sugerir que algo del pictórico patriotismo nacionalista se evaporó quién sabe dónde, escapando del fondo del alma. Al menos, desde esa experiencia, me preocupé más por los hombres, las mujeres y los niños que por un imaginario límite geográfico.
Para retornar a mi conversión, creo que resulta evidente que mí desenfrenado individualismo fue eficientemente forjado desde afuera y que otra cosa tan eficiente lo fue desde adentro. Pero así como yo había sido un individualista sin saberlo, ahora era un socialista también sin saberlo. Nacido nuevamente, sin bautizar, busqué descubrir quién era. Volví a California y me volqué en los libros. No recuerdo cuáles fueron los primeros, de todos modos es un detalle poco importante. Yo, fuera lo que fuese, ya era ESO. Por los libros descubrí que ESO era un socialista. Desde ese día he abierto muchos libros, pero ningún argumento económico, ninguna lúcida demostración de la lógica inevitabilidad del socialismo me llegó tan profunda y convincentemente cómo aquel día en que vi por primera vez levantarse a mí alrededor las paredes del Pozo Social y me sentí deslizar hacia abajo, abajo, hasta el matadero del fondo.
Jack London
tomado de: Selected Works of Jack London, Editorial Seven Seas Books, Berlín, República Democrática Alemana, 1947
Publicado por El Sudamericano en abril de 2020
Es perfectamente justo decir que yo me convertí al socialismo de un modo similar a la forma en que los paganos teutones se convirtieron en cristianos —estaba forjado en mi—. En la época de mi conversión no sólo no buscaba al socialismo sino que lo atacaba. Era muy joven e inexperto, no sabía gran cosa de nada y aunque nunca había oído hablar de una escuela llamada “individualismo”, entonaba de todo corazón el panegírico de los fuertes. Hacía esto porque yo también era fuerte. Cuando digo fuerte quiero significar que tenía buena salud y músculos duros, cuya posesión explicaré fácilmente. Viví mi infancia en los ranchos de California, mi adolescencia voceando diarios en las calles de una saludable ciudad del oeste y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Amaba la vida al aire libre; me ocupaba al aire libre en los trabajos más duros. Sin progresos, yendo a la deriva de trabajo en trabajo, contemplaba el mundo y lo llamaba bueno. Déjenme insistir; este optimismo existía porque era sano y fuerte, sin dolor ni debilidad, nunca dejado a un lado por el patrón por no tener buen aspecto, capaz siempre de conseguir trabajo en el acarreo del carbón, la marinería o en cualquier trabajo físico.
Por todo esto, por mi vida triunfante y joven, capaz de sostenerme solo en el trabajo o la lucha, yo era un desenfrenado individualista. Es muy natural; era un triunfador. Por eso llamaba al juego, cuando lo veía o creía verlo jugar, un auténtico juego de hombres. Ser un HOMBRE era escribir hombre en mi corazón con grandes mayúsculas. Aventurarme como un hombre, pelear como un hombre y hacer el trabajo de un hombre (aun por el sueldo de un chico). Estas eran cosas que se me prendían, que me llegaban directamente como no lo lograba ninguna otra. Veía a lo lejos la perspectiva de un confuso e interminable futuro en el que, jugando lo que yo consideraba un juego de HOMBRE continuaría la marcha con una salud indeclinable, sin accidentes y con músculos siempre vigorosos. Como les dije: este futuro era interminable… Podía verme enfurecer sin fin a través de la vida como una de las “bestias rubias” de Nietzsche, vagabundeando lujuriosamente y conquistando todo por pura superioridad y fuerza. En cuanto a los desafortunados, los doloridos, los enfermos, los viejos, los mutilados, debo confesar que no pensaba en ellos en absoluto, salvo algunas veces en que sentía vagamente que ellos podían trabajar tan bien y ser tan buenos como yo si lo deseaban con suficiente voluntad. ¿Accidentes? Bueno, significaban FATALIDAD también deletreado con mayúsculas. Y con la fatalidad no había escapatoria. Napoleón había tenido un accidente en Waterloo, pero eso no hacía teclear mi deseo de ser otro Napoleón. Además, el optimismo engendrado en un estómago que podía digerir hierro viejo y en un cuerpo florecido en la opresión no me permitía considerar a los accidentes como ni remotamente relacionados a mi gloriosa personalidad.
Espero haber dejado bien en claro que estaba orgulloso de ser uno de los hombres fuertes que la Naturaleza producía. La dignidad del trabajo era para mí la cosa más impresionante del mundo. Sin haber leído a Carlyle o a Kipling, formulaba un evangelio del trabajo que ponía el de ellos a la sombra. El trabajo era todo. La santificación, la salvación. El orgullo que sentía después de una jornada de duro trabajo bien realizado sería inconcebible para ustedes. Es casi inconcebible para mí al recordarlo ahora. Yo era el más fiel esclavo a sueldo que un capitalista haya explotado jamás. Protestar o fingirme enfermo con el hombre que pagaba mis jornales era un pecado; primero contra mí mismo y segundo contra él. Consideraba esto un crimen comparable a la traición. En síntesis mi satisfecho individualismo estaba dominado por ortodoxas éticas burguesas. Leía diarios burgueses, oía a oradores burgueses y aclamaba las sonoras perogrulladas de políticos burgueses. Y no dudo que, si otros sucesos no hubiesen cambiado mi carrera, me habría transformado en un esquirol profesional (uno de los “héroes americanos” del presidente Eliot) y tendría mi cabeza y mis poderosos salarios irremediablemente destrozados por una cachiporra en manos de algún burócrata gremialista mafioso.
Por ese entonces, al volver de un viaje de siete meses pegado a un palo mayor y con dieciocho años recién cumplidos, se me metió en la cabeza la idea de vagar. Me abrí paso, por los caminos y oculto en vagones, desde el inmenso oeste donde los hombres eran indios vigorosos y el trabajo los perseguía, hasta los congestionados centros laborales del este, donde los hombres eran como pequeñas papas y perseguían el trabajo que podían. En esta nueva aventura de bestia-rubia me encontré mirando al mundo desde un ángulo totalmente distinto.
Había saltado del proletariado a lo que los sociólogos adoran llamar “la décima parte sumergida”. Comencé a descubrir la forma en que estaba reclutada esa “décima parte sumergida”. Encontré allí toda clase de hombres, muchos de los cuales habían sido tan bestias-rubias y tan buenos como yo; marineros, soldados, trabajadores. Deformados, contorsionados, inutilizados por un trabajo penoso o por accidentes y arrojados por sus amos a la deriva como a tantos caballos viejos. Me arrastré miserablemente, mendigando con ellos en negros portales, tiritando en parques o vagones, mientras escuchaba historias que comenzaban con perspectivas tan hermosas como las mías, con digestiones y cuerpos iguales y mejores que los míos y terminaban allí, ante mis ojos, en el matadero del Pozo Social. Mientras escuchaba, mi cerebro comenzó a trabajar. La mujer de la calle y el hombre del albañal se movían muy cerca de mí. Vi el cuadro del Pozo Social tan vivido que parecía una cosa concreta; y a ellos en el fondo del Pozo, yo mismo encima, no lejos, colgando sobre la pared resbaladiza a fuerza de sudor y músculo. Confieso que me dominó el terror. ¿Y qué pasaría cuando mi fortaleza decayera? ¿Cuándo fuese incapaz de trabajar hombro a hombro con hombres tan nuevos que pareciera como si aún no hubieran nacido? Y allí, entonces, me hice un gran juramento. Fue más o menos así: “Todos los días trabajé duramente mi cuerpo, y de acuerdo con la cantidad de días que lo siga haciendo estaré, o no, más cerca del Pozo. Saltaré del Pozo, (pero no con los músculos de mi cuerpo. Que Dios me haga morir si trabajo con mi cuerpo un día más de los que deba necesariamente trabajar.” Desde entonces me ocupe en huir bien lejos del trabajo rudo.
Incidentalmente, mientras vagabundeaba varios miles de millas a lo largo de los Estados Unidos y Canadá, me extravié en las cataratas del Niágara. Fui atrapado por un policía montado y, sin el derecho a defender mi culpabilidad o mi inocencia, se me encarceló treinta días por no tener domicilio fijo ni medios de subsistencia. Esposado y encadenado me acarrearon a través del país hacia Búffalo, con un montón de hombres en circunstancias similares. Registrado en la penitenciaría de Erie, con la cabeza rapada, el florecido mostacho afeitado, vestido con traje a rayas, vacunado a la fuerza por un estudiante de medicina que practicaba con hombres como nosotros, me hicieron trabajar y marchar al paso bajo los ojos de guardianes armados con winchesters; todo por aventurarme a la manera de las bestias-rubias. No declaro acertado referirme a detalles más amplios, aunque puedo sugerir que algo del pictórico patriotismo nacionalista se evaporó quién sabe dónde, escapando del fondo del alma. Al menos, desde esa experiencia, me preocupé más por los hombres, las mujeres y los niños que por un imaginario límite geográfico.
Para retornar a mi conversión, creo que resulta evidente que mí desenfrenado individualismo fue eficientemente forjado desde afuera y que otra cosa tan eficiente lo fue desde adentro. Pero así como yo había sido un individualista sin saberlo, ahora era un socialista también sin saberlo. Nacido nuevamente, sin bautizar, busqué descubrir quién era. Volví a California y me volqué en los libros. No recuerdo cuáles fueron los primeros, de todos modos es un detalle poco importante. Yo, fuera lo que fuese, ya era ESO. Por los libros descubrí que ESO era un socialista. Desde ese día he abierto muchos libros, pero ningún argumento económico, ninguna lúcida demostración de la lógica inevitabilidad del socialismo me llegó tan profunda y convincentemente cómo aquel día en que vi por primera vez levantarse a mí alrededor las paredes del Pozo Social y me sentí deslizar hacia abajo, abajo, hasta el matadero del fondo.