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    De la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría - Josep Fontana - publicado por El Sudamericano en mayo de 2020

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    Mensaje por RioLena Miér Mayo 20, 2020 10:04 am

    De la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría

    Josep Fontana


    Publicado por El Sudamericano en mayo de 2020


    De una guerra a otra1

    En 1945 el fin de la segunda guerra mundial dejaba un mundo destrozado y hambriento. Alemania había perdido una gran parte de sus viviendas como consecuencia de los bombardeos y en Japón se había destruido el 40% de las áreas urbanas. La unión Soviética fue el país más gravemente afectado: perdió una cuarta parte de su riqueza nacional y tuvo unos 27 millones de muertos, de los que las tres cuartas partes eran hombres de entre quince y cuarenta y cinco años. En la amplia franja de territorio que habían ocupado los alemanes apenas quedó intacta una sola fábrica, granja colectiva, mina o zona residencial. Se arrasaron 1.710 ciudades y unas 70.000 aldeas; distritos enteros sufrieron tal devastación que la actividad agrícola cesó en la práctica.

    A la destrucción se sumó de inmediato el hambre. La cantidad de alimentos disponible por persona era en 1945 mucho menor que en 1939, y la situación se vio agravada por la combinación de una sequía que arruinó las cosechas de 1946 en buena parte del mundo y del frío invierno de 1946 a 1947. El hambre se extendió no solo por Europa y por la unión Soviética (donde la producción de pan, carne y manteca había caído a menos de la mitad de la de 1940), sino también por Corea, China, India o Indonesia. A los millones de muertos causados por la guerra habría que sumarles otros millones de víctimas de las grandes hambrunas de 1945 a 1947.

    El precio de la derrota: el castigo de los dirigentes

    Acabadas las hostilidades se puso en práctica un procedimiento jurídico para castigar a los dirigentes derrotados, acusados de «crímenes contra la paz», de «crímenes de guerra», y de «crímenes contra la humanidad». Ni en Nüremberg ni en Tokio, sin embargo, se dio la importancia debida a los peores crímenes de una guerra en que las víctimas de la violencia contra la población civil habían superado con mucho a las que habían caído en combate, como lo demostraban los doce millones de muertos en los campos de concentración europeos y los de 20 a 30 millones de asiáticos que sucumbieron al hambre y a la explotación creadas por la ocupación japonesa. La definición del genocidio como crimen no se produjo hasta 1948; en 1945, mientras en los países liberados de la ocupación alemana se producían actos brutales de limpieza étnica, no había conciencia del problema.

    Los máximos dirigentes nazis aseguraban no saber nada del exterminio que ellos mismos habían ordenado, aunque en una conversación grabada durante el juicio de Nuremberg sin que se apercibiese de ello, un alto funcionario alemán afirmó que «lo único realmente bueno de todo esto es que han dejado de existir algunos millones de judíos». Goering pretendía que ni él ni el Führer «sabían nada de lo que ocurría en los campos de concentración» y Doenitz dirá en sus memorias que solo se enteró de «la parte inhumana del estado nacionalsocialista» después de la guerra, lo que nos consta que no es cierto.

    El proceso de Nüremberg, que se limitaba a 22 acusados, duró cerca de un año. Se inició el 20 de noviembre de 1945, con cuatro jueces en representación de cada una de las cuatro grandes potencias que habían intervenido en la guerra en Europa, e hizo público su veredicto en octubre de 1946. Hubo doce condenas a muerte: las de Goering, Von Ribbentrop, Rosenberg, Streicher, Kaltenbrunner, Franck, Saukel, Seyss-Inquart, Frick, Keitel, Jodl y Bormann (este “en ausencia”, ya que se ignoraba que había muerto al intentar huir de Berlín). Goering se suicidó en su celda, envenenándose; los otros diez fueron ahorcados, se incineraron sus cadáveres en Munich y las cenizas se dispersaron en las aguas del Isar. Antes de morir Streicher gritó «Heil Hitler», y agregó: «Los bolcheviques os colgarán a todos». Los británicos, que habían sepultado inicialmente a Himmler en un lugar oculto, desenterraron su cadáver y lo quemaron.

    Hubo tres condenas a cadena perpetua: las de Raeder, Funk y Hess. Raeder, que tenía setenta años, pidió que le fusilasen, lo que no se le concedió, y salió de la cárcel en 1955. Funk fue liberado también, por razones de salud, en 1957. Solo Hess quedó en Spandau hasta que se suicidó en 1987. Cuatro de los acusados ‒Speer (el gran simulador, que pasó el resto de su vida fabricando su leyenda), Von Schirach, Von neurath y Doenitz recibieron condenas de prisión de entre diez y veinte años. otros tres ‒Schacht, Von Papen y Fritzsche‒ fueron declarados inocentes.

    Casi simultáneamente, el 13 de noviembre de 1945, se inició en Dachau un proceso contra oficiales, guardianes y médicos de las SS por los abusos, torturas y crímenes cometidos contra ciudadanos extranjeros, que acabó con 38 condenas a muerte. A este le siguieron otros juicios, como el celebrado en mayo de 1946, también en Dachau, por los crímenes cometidos en Mauthausen, en que 58 de los 61 acusados fueron condenados a morir en la horca, y los otros tres, a cadena perpetua. En un tercer proceso contra los responsables de Buchenwald, 22 de los 31 acusados fueron condenados a muerte en la horca, 5 a cadena perpetua y los otros a 20 años de trabajos forzados.

    Gradualmente, sin embargo, las penas dictadas por los tribunales fueron rebajadas o conmutadas por las autoridades militares norteamericanas. Como resultado de un juicio que se celebró de septiembre de 1947 a abril de 1948 contra 24 jefes y oficiales de los Einsatzgruppen de las SS, responsables de las mayores atrocidades, cuatro de los condenados fueron ejecutados en 1951 en la prisión de Landsberg, entre grandes protestas de la población alemana, pero los demás, incluyendo algunos de los que habían sido también condenados a muerte, estaban en libertad en 1958. Los tribunales alemanes fueron todavía más benévolos que los aliados, de modo que la mayoría de quienes perpetraron matanzas en masa en el este durante la segunda guerra mundial no fueron ni acusados ni condenados, sino que vivieron sus vidas en libertad y sin castigo.

    El número de los nazis que consiguieron escapar, escondiéndose en España, emigrando hacia América del Sur (en muchos casos con la ayuda de las jerarquías de la Iglesia católica), que adoptaron falsas personalidades o que, simplemente, se ofrecieron a colaborar con los vencedores ‒como reinhard Gehlen, uno de los máximos jefes del espionaje nazi, o como el científico Wernher von Braun, cuya complicidad con el nazismo se disimuló cuidadosamente‒ fue sin duda superior al de los castigados. El propio ejército norteamericano tenía una organización, la rat line, que ayudaba a escapar a quienes habían entrado a su servicio, una tarea en que colaboró un sacerdote croata instalado en un seminario de roma, Krunoslav Dragonovic, que estableció un negocio de venta de visados a 1.500 dólares por cabeza, «sin hacer preguntas».

    Ambos bandos procuraron hacerse con los servicios de hombres de las SS. El ejército británico «escondió» a una división entera, integrada por ucranianos, y transportó a más de siete mil de ellos a Gran Bretaña en 1947, donde fueron utilizados como trabajadores agrícolas; desde allí muchos emigraron a los Estados Unidos entre 1950 y 1955, para ser utilizados por la CIA. Los franceses reclutaron antiguos miembros de las SS en la Legión extranjera y los enviaron a Indochina para luchar contra los guerrilleros vietnamitas: en marzo de 1946, cuando el almirante lord Louis Mountbatten llegó a Saigón en un viaje de inspección, los franceses le organizaron una guardia de honor integrada por entero por antiguos miembros de las SS.

    El mayor de los errores de estos juicios fue el de reducir la culpabilidad por las atrocidades nazis a la acción de «una pequeña cohorte de líderes monstruosos», cuando la verdad es que fueron «alemanes ordinarios» los que ejecutaron día a día a centenares de miles de hombres, mujeres y niños. En el caso del ejército, se aceptó el mito de que había sido víctima de la locura de Hitler, reduciendo el círculo de los culpables de crímenes contra la humanidad a las SS, cuando los mandos militares de la Wehrmacht coincidían con el Führer en sus ideas, aceptaron entusiasmados sus planes y colaboraron activamente en los peores crímenes de la guerra.

    Si los nazis juzgados fueron pocos, a ello hay que sumar que una sucesión de amnistías fue vaciando muy pronto las cárceles. En 1955 solo había en las de la bizona angloamericana veinte inculpados por la participación en los crímenes contra los judíos, que fueron liberados por una amnistía. Hans Globke, uno de los autores de las leyes raciales, no solo no fue perseguido, sino que ocupó cargos políticos desde el primer momento, y en 1953 era secretario de Estado en la Alemania federal. Personajes estrechamente relacionados con las cámaras de gas vivieron sin ser molestados. El amplio programa de depuración imaginado por los aliados atrapó en sus redes a un gran número de nazis menores y dejó en libertad a los más responsables.

    Más ineficaz fue aun la desnazificación realizada por los propios alemanes. Para entenderlo hay que tener en cuenta que la mayor parte de la población había aceptado conscientemente los crímenes del nazismo ‒su falta, se ha dicho, no fue «su incapacidad de resistir, sino su disposición a servir»‒ y ayudó después a que permanecieran impunes. Durante la guerra los alemanes sabían lo que sucedía y no les preocupaba en absoluto ‒las persecuciones de la Gestapo no afectaron, por lo menos hasta los meses finales del derrumbe, a los ciudadanos comunes‒, por lo que se acomodaron sin dificultad a la situación y no dudaron en colaborar en la represión con sus denuncias. Terminada la contienda se dedicaron colectivamente a fingir que no sabían nada y a callar lo que conocían los unos de los otros. una actitud que acabó conduciendo a que «se concedieran a si mismos la condición de individuos “seducidos” políticamente, y convertidos al final en “mártires” por la guerra y por sus consecuencias».

    Cuál fuese la actitud del alemán medio lo muestra lo que los norteamericanos pudieron ver en torno a Dachau, uno de los últimos campos de concentración liberados. Cuando llegaron las tropas norteamericanas, el 29 de abril de 1945, había 35.000 supervivientes y millares de cadáveres que no se habían quemado por falta de combustible. Junto al campo se encontró un tren con 2.000 presos trasladados de Buchenwald, de los que solo 17 mostraban aún signos de vida, pero que no pudieron ya salvarse. Los habitantes de los pueblos cercanos marchaban en bicicleta por la carretera y pasaban indiferentes al lado del tren de la muerte, sin más preocupación que saquear los almacenes de las SS.

    En Japón, que había rechazado adherirse a la convención de Ginebra y que se calcula que fue responsable de la muerte de 20 a 30 millones de asiáticos, en su mayoría de origen étnico chino, los juicios por los crímenes de guerra fueron aparentemente más duros que los celebrados en Alemania, a lo que contribuyó que se descubrieran las atrocidades cometidas sobre los prisioneros de guerra y sobre los civiles occidentales en los «cruceros de la muerte» y en unos campos de concentración en que se les obligaba a trabajos agotadores. Mención especial merecen los centros de investigación de armas bacteriológicas en que se sacrificaron millares de presos; el más importante de ellos era el establecido en Pingfan, cerca de Harbin (en el estado títere del Manchukuo), conocido como la unidad secreta 731, donde un millar de investigadores experimentaban armas bacteriológicas y practicaban la vivisección sin anestesia en seres humanos. Sin olvidar que se había ejecutado sistemáticamente a los aviadores norteamericanos capturados: el 15 de agosto de 1945, el mismo día en que el emperador hizo pública la rendición, se fusiló a ocho aviadores.

    Estos juicios fueron, sin embargo, selectivos: no se castigó tanto a los autores de crímenes contra la población china como a quienes habían cometido atrocidades contra los blancos. De 1945 a 1948 un Tribunal militar internacional establecido en Tokio condenó a 25 dirigentes militares como culpables de haber preparado y dirigido la guerra del Pacífico: siete fueron condenados a muerte y ahorcados el 23 de diciembre de 1948. Entre ellos figuraban el general Tojo, primer ministro de 1941 a 1944, y el general Matsui, que mandaba las tropas que atacaron Nanking (condenado sin tener en cuenta que cuando las tropas asaltaron aquella ciudad Matsui estaba enfermo y el mando recaía en el príncipe Asaka, pariente del emperador, que no fue ni siquiera molestado). Si el juicio de Nuremberg fue medianamente respetable, ha dicho Chomsky, «el tribunal de Tokio fue simplemente una farsa». MacArthur ya había hecho ejecutar con anterioridad al general Homma, que le había derrotado en Bataán, aunque la evidencia de su participación en crímenes de guerra era escasa. En conjunto las Comisiones militares aliadas condenaron, entre 1945 y 1951, a 920 japoneses a muerte y a unos 3.000 a penas diversas de prisión por delitos cometidos en los territorios ocupados (en 1978 los japoneses llevaron al santuario de Yasukuni las cenizas de catorce criminales de guerra, incluyendo las de Tojo, para que fueran venerados como héroes).

    Tanto en Alemania como en Japón puede decirse que el castigo fue para unos pocos, con la intención de dar ejemplo, mientras que otros muchos, tan culpables como los condenados, quedaron impunes, o por la utilidad que podían proporcionar a los vencedores o porque se los consideraba indispensables para asegurar el normal funcionamiento de sus respectivas sociedades, evitando los grandes cambios que hubieran podido dar oportunidades a los «rojos».

    Más complejo fue lo que sucedió en los países occidentales ocupados por los alemanes, donde interesaba ocultar la amplitud de la colaboración con los nazis y, a la vez, evitar la destrucción de las capas dirigentes. En Francia hubo unas nueve mil víctimas de las sangrientas purgas iniciales del verano de 1944 ‒agravadas por la violencia y los sabotajes con que pretendió resistir un «maquis blanco» de alemanes y colaboracionistas‒, y se procesó a 120.000 personas, que para De Gaulle no eran más que «un puñado de miserables», de las que 95.000 recibieron condenas y 1. 500 fueron ejecutadas, sin contar con otras formas de sanción, como la de unas 20.000 mujeres humilladas con cortes de pelo por haber mantenido relaciones sexuales con las tropas ocupantes. Pero el castigo pasó por alto las responsabilidades de miles de funcionarios, magistrados, empresarios, etc., que o bien lograron ocultar su pasado, como sucedió con Mitterrand, o fueron tratados con lenidad: Antoine Pinay, miembro del Consejo nacional del estado francés en 1941, fue elegido presidente del gobierno en 1952 (por más que De Gaulle protestase: «No he salvado a Francia para confiarla a Pinay»).

    Un aspecto singular de la cuestión fue la tolerancia con los intelectuales que habían colaborado con el nazismo. El escultor alemán Arno Breker, «el Miguel Ángel de Hitler», se libró de responsabilidades con una multa de cien marcos, argumentando que su arte no tenía nada que ver con la política, al igual que ocurrió con la directora de cine Leni Riefenstahl, que en El triunfo de la voluntad había mostrado a los líderes nazis como semidioses. En Francia hubo solo algunos castigos aislados, como la ejecución de Robert Brassillach, que sirvieron para disimular que no se iba a molestar a un gran número de los que habían colaborado discretamente. Algunos casos difíciles de disimular, como el del novelista noruego Knut Hamsun o el del poeta norteamericano Ezra Pound, se resolvieron enviándolos temporalmente a una institución mental.

    Si el castigo fue leve, el olvido fue rápido. Lo pueden revelar casos como el del mariscal Kesselring, responsable de la ejecución de 335 civiles italianos en las Fosas Ardeatinas, que fue condenado a muerte en 1947, vio su pena conmutada, recobró la libertad en 1952, y comenzó entonces una carrera de actividades filonazis en las asociaciones de veteranos de guerra. O el de Jochen Peiper, responsable de la matanza de Malmédy ‒el 17 de diciembre de 1944, durante la batalla de las Ardenas‒ en que se ejecutó a 72 soldados norteamericanos y a decenas de civiles belgas. Se le juzgó con otros 72 miembros de las SS en un proceso que se inició en Dachau en mayo de 1946; después de dos meses de interrogatorios y declaraciones de testigos el tribunal decretó 43 condenas a muerte, entre ellas la de Peiper. Pero tras una serie de revisiones en que las penas iban siendo progresivamente reducidas, Peiper salió en libertad el 22 de diciembre de 1956, para integrarse con un cargo directivo en la empresa automovilística Porsche.2

    En Japón, una vez realizados los juicios contra los jefes militares, los norteamericanos se esforzaron en silenciar los crímenes de guerra ‒MacArthur prohibió que se publicaran los reportajes en que George Weller describía las inhumanas condiciones de vida en los campos de prisioneros japoneses‒ y ocultaron en especial todo lo que se refería al inmenso saqueo de las riquezas de los países ocupados. En el tratado de paz que se firmó en 1951 en San Francisco se liberó de hecho a los japoneses de pagar indemnizaciones colectivas o personales por los saqueos y destrucciones, los prisioneros de guerra convertidos en trabajadores esclavos, las mujeres forzadas a servir de prostitutas para el ejército, etc. La contrapartida fueron los pactos secretos por los que, al parecer, los japoneses se comprometían a sostener los costos de las bases estadounidenses y a permitir la entrada en sus puertos de buques norteamericanos con armamento nuclear.

    Uno de los casos más aberrantes de impunidad fue el de los industriales alemanes y japoneses, que no solo eran responsables de haberse aliado con sus gobiernos, sino de haber aprovechado el trabajo esclavo de los campos de concentración y de los prisioneros de guerra. En Alemania se habían cometido atrocidades como el exterminio por hambre y malos tratos de los hijos de las trabajadoras extranjeras cautivas. Conocemos, por ejemplo, el caso de las mujeres obligadas a trabajar en la fábrica de Volkswagen, donde no menos de 365 hijos de mujeres ucranianas y polacas murieron en una guardería de la muerte en Rühen (una jefa de enfermeras de esta, condenada inicialmente a muerte, vio su pena reducida a ocho años y volvió a ser empleada por Volkswagen). Alfred Krupp, condenado a doce años de cárcel, cumplió tan solo tres y recuperó toda su fortuna y su imperio industrial; Otto Ambros, uno de los dirigentes de IG Farben, asociada a los peores crímenes de explotación de Auschwitz, no solo recuperó su lugar en la empresa, sino que fue directivo de otras, alemanas y extranjeras.

    Pero los abusos de los industriales alemanes palidecen ante la forma en que fueron explotados los presos al servicio de las grandes empresas japonesas, transportados en barcos de la muerte. Todavía hoy las empresas que emplearon trabajadores esclavos se niegan a indemnizar a los supervivientes, con argumentos como el de Mitsubishi, que sostiene que es discutible afirmar que los japoneses invadieron China, y que esta compleja cuestión debe dejarse para que la aclaren en el futuro los historiadores. Se silenció también el drama de las «prostitutas de guerra»: decenas de millares de mujeres, sobre todo coreanas y chinas, que fueron convertidas en esclavas sexuales para atender a las “necesidades” de los soldados japoneses. Y se echó tierra sobre las responsabilidades de criminales como el general Ishii Shiro, que había dirigido las experiencias sobre seres humanos en Manchukuo, ya que interesaba aprovechar los resultados científicos a que había llegado exterminando presos.

    Las consecuencias de la derrota: los sufrimientos de la población civil

    Pero la existencia de una impunidad de la que se beneficiaron sobre todo las clases dirigentes, no implica que la derrota no hiciera numerosas víctimas, de las que no se suele hablar, entre la población civil de los países derrotados. El mayor de los daños fue, en Europa, el del desplazamiento de civiles, en especial alemanes, no solo de tierras ocupadas por la conquista nazi, sino de regiones en que sus familias habitaban desde hacía mucho tiempo. Todo comenzó con la despavorida huida hacia el oeste de los que vivían en la Prusia oriental, en Pomerania y en Silesia, ante el avance de los ejércitos rusos. En el verano de 1945, apenas acabada la guerra, cinco millones de alemanes habían participado en esta fuga. Y ese era tan solo el comienzo. Lo peor fue la expulsión, en el transcurso de los tres años siguientes, de acuerdo con medidas aprobadas en Potsdam por las potencias vencedoras, de otros siete millones de alemanes de Polonia, Checoslovaquia, Rumania o Hungría.

    Los polacos se dedicaron a perseguir y robar a los alemanes, sin importar cuál hubiese sido su comportamiento político, y a encerrarlos en guetos o en los mismos campos de concentración que estos habían hecho construir. En la ciudad de Breslau (Wroclaw), los residentes alemanes disminuyeron en dos años en unos 150.000, reemplazados por otros tantos polacos. A un hombre tan ligado a Silesia, y tan poco afín al nazismo, como el premio Nobel de Literatura Gerhart Hauptmann se le ordenó que marchase a territorio alemán. Se negó a hacerlo, pero tras su muerte, en junio de 1946, se impidió que el cuerpo fuese enterrado en su tierra natal, como había pedido, de modo que fue finalmente expulsado en su ataúd.

    La oportunidad de consolidar la pureza étnica del estado polaco no se limitó a la expulsión de los alemanes, entre los que, por otra parte, se incluyó frecuentemente a los naturales de Silesia, Kasubia y Masuria, a quienes los nazis no consideraban alemanes. Los judíos que habían sobrevivido al holocausto fueron objeto de persecuciones, e incluso de matanzas (alimentadas por la difusión de rumores acerca del supuesto asesinato ritual de niños cristianos), con el fin de evitar que volvieran a sus viejos domicilios y pretendieran recuperar sus bienes. Y la persecución y expulsión de miembros de la población de origen ucraniano, que ascendía a cinco millones en la Polonia anterior a la segunda guerra mundial, fue también sistemática y brutal.

    La venganza de checos y eslovacos fue tal vez la más despiadada. El presidente checoslovaco Benes había regresado afirmando que se iba a «liquidar el problema alemán en nuestra república de una vez y para siempre». Se trató a los alemanes, que representaban el 22,5 % de la población del país, como ellos habían tratado a los judíos: fueron encerrados en cárceles y campos de concentración, se les obligó a llevar un distintivo; tenían prohibido ir a los restaurantes o los cines y sentarse en los bancos de los parques; no podían poseer joyas, receptores de radio o cámaras fotográficas; en el racionamiento de alimentos se les dejaba sin carne, huevos, leche o fruta… Fueron muchos miles los que murieron a manos de sus convecinos, como los que fueron arrojados al Elba en Aussig el 30 de julio de 1945, o como las víctimas de la marcha de la muerte a que se sometió a 25.000 alemanes de Brno; en Iglau se suicidaron unos 1.200 y otros seis o siete mil fueron a parar a campos de concentración… Lo peor fue, sin embargo, la expulsión en masa de la población de origen alemán, autorizada por el artículo 13 de los acuerdos de Potsdam.

    El coste total en términos de vidas humanas de esta sangrienta posguerra europea, como consecuencia de los malos tratos, violaciones, linchamientos y suicidios, puede haber sido hasta de dos millones de muertos. Dos años después del fin de las hostilidades, Alemania tenía más de 16 millones de refugiados y desplazados, que vinieron a agravar la situación de un país en que hubo hambre, desamparo y sufrimiento, en especial durante el invierno de 1946 «el más frío que nadie recordase», cuando la alimentación media de la población no pasaba de las mil calorías diarias. El general Clay pensaba que «el frío y el hambre serán necesarios para que el pueblo alemán se dé cuenta de las consecuencias de la guerra que ellos iniciaron».3

    En Japón la ocupación norteamericana estuvo llena de abusos: el gobierno japonés organizó «Centros de recreo y diversión» con miles de mujeres destinadas a prostituirse a los soldados aliados, «para defender y cuidar la pureza de nuestra raza», lo cual no impidió que los ocupantes forzasen también a numerosas mujeres “decentes”. Los asaltos, robos y asesinatos fueron numerosos, pero se prohibió que se publicaran noticias sobre estas cuestiones con el fin de no alarmar a la opinión pública. A ello hubo que sumar los sufrimientos causados por los grandes desplazamientos de población: hubo que organizar la repatriación de cerca de siete millones de japoneses, tanto soldados como civiles, que se habían instalado en Corea, Manchuria y Taiwán.

    Las cosas, además, comenzaron mal. La guerra había significado la pérdida de unos dos millones de hombres en las fuerzas armadas y de por lo menos 400.000 vidas como consecuencia de los ataques aéreos. Los abastecimientos eran escasos en un país al que se había sometido a cerco y a ello se vino a sumar el hecho de que la cosecha de 1945-1946 fue desastrosa. Hubo miles de muertos de hambre y 300.000 casos de tifus. MacArthur se dirigió a Washington en los primeros días de su mandato para pedir: «Dadme pan o dadme balas».



    •BIBLIOGRAFÍA

    Lizzie Collingham, The Taste of War. World War Two and the Battle for Food, Londres, Allen Lane, 2011, pp. 467-476

    Ben Shephard, The Long Road Home. The Aftermath of the Second World War, Londres, The Bodley Head, 2010.


    •NOTAS

    1. Josep Fontana. Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945. Capítulo 1. Ed. Pasado y Presente. Barcelona. 2011

    2 Se retiró más tarde a vivir en Francia, donde fue identificado en junio de 1976 y se dio publicidad a su historia como criminal de guerra. En la noche del 14 de julio su casa fue incendiada con cócteles Molotov y al día siguiente se encontró su cuerpo carbonizado; se dijo que había escapado inicialmente del incendio, pero que regresó para salvar de las llamas un ejemplar de Mein Kampf con un autógrafo de Hitler, y que el techo se desplomó entonces sobre su cabeza.

    3 Un caso especial fue el de los judíos que habían sobrevivido a los campos, o que pudieron salvarse en la clandestinidad. Ni se sabía donde llevarlos, ni eran bien recibidos en ninguna parte.


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    Mensaje por RioLena Miér Mayo 20, 2020 10:05 am

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