El arraigo histórico del anarquismo en España
Arturo Rodríguez - noviembre de 2020
—en dos mensajes—
Desde la llegada de la Primera Internacional a España en 1868 hasta la Guerra Civil, la historia del obrerismo en nuestro país estuvo íntimamente ligada al anarquismo. Al igual que en otros países, en particular de raigambre campesina, como Italia, Portugal o, en las Américas, México o Perú, los anarquistas fueron los pioneros del movimiento obrero.
Sin embargo, el anarquismo clásico entró en declive a comienzos del siglo XX, viéndose desplazado por el sindicalismo, el socialismo y, a partir de 1917, por el comunismo. El caso español es inédito por la durabilidad y solidez del arraigo del anarquismo. Aquí sobrevive como fuerza de masas hasta la Guerra Civil, acontecimiento que lo pone a prueba de manera decisiva, destapando implacablemente sus limitaciones. La guerra da al traste con el anarquismo que, no obstante, dejará un sello indeleble en la memoria del proletariado español.
El papel progresista del anarquismo
El primer emisario de la Primera Internacional en España, el italiano Giuseppe Fanelli, que vino a España en 1868, era seguidor de Bakunin. El terreno ibérico resultó fertilísimo para el anarquismo. Unas pocas conferencias en italiano y francés en oscuros cenáculos de Barcelona y Madrid, y la divulgación de algunos textos de su mentor ruso, bastaron para granjearse sus primeros adeptos. Estos adalides extendieron el movimiento a lo largo y ancho del país con pasión y audacia. Tal éxito indica que estas ideas engarzaron con procesos políticos de fondo. El anarquismo llegó a España a comienzos del llamado sexenio democrático, que fue testigo de grandes agitaciones: la caída de los Borbones, el reinado de Amadeo, la Primera República, el gobierno federalista de Pi i Margall y las insurrecciones cantonalistas. Era este un momento idóneo para el nuevo dogma, pues el republicanismo, fuerza que tradicionalmente había canalizado las ansias de cambio de las clases populares, incluido el joven proletariado industrial, daba ya muestras de agotamiento. Y esto no era casualidad, pues su visión reformista, que cifraba sus esperanzas en un cambio estrechamente político y legal, se veía trastocada por el alza en la lucha de clases, espoleada por la incipiente industrialización del país y por las reverberaciones de las luchas obreras en países vecinos más avanzados, coronadas por la Comuna de París de 1871. La lucha de clases resquebrajaba la cáscara interclasista del republicanismo, descubriendo su cogollo burgués. La frustración ante los políticos republicanos se extendía.
Las primeras asociaciones obreras de España, dominadas por republicanos y mutualistas, buscaban nuevas doctrinas revolucionarias, tendentes a su manumisión política frente a la burguesía radical. El anarquismo satisfizo esa necesidad. Miles de obreros quedaron imanados por la sencillez y la combatividad de sus postulados, su amor por la libertad, su rechazo a los políticos y al Estado en su conjunto, su aparente intransigencia revolucionaria, y su obrerismo (pues en España adquirió desde el inicio rasgos netamente proletarios). El marxismo, que llegó tarde, de la mano de Paul Lafargue, a pesar de encontrar apoyos significativos, quedó eclipsado por los libertarios. La sección española de la Internacional se convirtió en un baluarte de los bakuninistas.
No obstante, la propia sencillez del anarquismo ocultaba su incapacidad de aprehender las complejidades del proceso revolucionario y las tareas del proletariado. En particular, su rechazo de la política y el poder se darían de bruces con la realidad de la lucha de clases, que exige al proletariado intervenir en los asuntos políticos y, en última instancia, a desbancar al Estado burgués con una nueva autoridad revolucionaria que combata a la reacción y comience la transformación socialista de la sociedad. Esta falla no es fruto de un simple malentendido, sino que parte del error de método del anarquismo, que, a pesar de las afirmaciones de sus teóricos, es una corriente fundamentalmente idealista. No parten los libertarios de la realidad y de las leyes de la historia, sino de sus principios y anhelos. No se elabora la doctrina de un análisis de la realidad, sino que la idea se impone sobre la realidad. Los marxistas se basan en la necesidad, los anarquistas en el deseo. Los acontecimientos pronto pondrían de manifiesto esta incomprensión.
Ante las agitaciones de 1873, que llevan a la proclamación de la Primera República y al gobierno federalista de Pi i Margall, los anarquistas responden inicialmente con una actitud de indiferencia altiva, que en la práctica despeja el camino a los demagogos del partido “intransigente”, que tienen las manos libres para cultivar el voto obrero. Más tarde, ante el conflicto que se desata entre éstos y el gobierno federal, los anarquistas en la mayor parte de lugares se convierten en un apéndice izquierdista de los cantones, sin programa propio. Allí donde se ven obligados por las circunstancias y la presión desde abajo a hacerse con el poder, como sucede en Alcoy, lo hacen de manera vacilante, sin un plan de lucha claro, y son aplastados rápidamente. Ahora bien, la prueba a la que somete la historia al anarquismo en 1873 no resulta decisiva. Los libertarios se enseñorean de la sección española de la Primera Internacional, que sobrevive incluso a la madre nodriza tras su disolución en 1876.
Las décadas sucesivas son testigo de altibajos virulentos en las fortunas de los libertarios españoles. En las épocas de reacción y depresión, como la segunda mitad de los 80, tras los llamados sucesos de la Mano Negra, sólo se mantendrán los rescoldos del anarquismo cobijados por los llamados “obreros conscientes”, la vanguardia combativa del movimiento, separada ahora de la masa. En épocas de reflujo, los agitadores se vuelcan en una labor propagandista, pedagógica y, en ocasiones, tratarán de compensar su aislamiento con el terrorismo individual, con resultados siempre trágicos. Sin embargo, en fases de auge, como a comienzos de los 90, estos activistas consiguen soliviantar a los trabajadores y abanderar luchas de masas, como la ocupación de Jerez de la Frontera por campesinos insurgentes en 1892.
Al calor de estas fluctuaciones, las ideas y métodos libertarios se van transformando. El movimiento, en diálogo con las tendencias internacionales, pasa por diferentes fases: el debate entre el colectivismo de Bakunin, que admite la propiedad individual, y el anarco-comunismo integral de Kropotkin; la huelga como método de combate (1871, 1882) y la insurrección armada (1873, 1892); la catastrófica etapa de terrorismo individual y de la “propaganda por el hecho” a mediados y finales de los 90; el renacer obrero en la primera década del siglo XX, con las grandes huelgas de 1902 y 1903 y las luchas obreras y campesinas de 1909-11 y la depresión sucesiva; el auge del sindicalismo revolucionario en vísperas de la Primera Guerra Mundial, que seduce a numerosos anarquistas, y que lleva a la formación de la Confederación Nacional del Trabajo, la CNT, a finales de 1910, con su crecimiento exponencial a partir de 1917, su identificación con la Revolución rusa, su participación en las grandes huelgas e insurrecciones en el campo y la ciudad del “trienio bolchevique” de 1917-1920; a partir de 1920, una nueva depresión, la ruptura con los comunistas en 1922, el reforzamiento del componente libertario del sindicalismo, propiamente ya anarcosindicalista; la etapa terrorista e insurreccional durante la dictadura de Primo de Rivera. Estos bandazos no son casualidad. Reflejan la carencia de una brújula teórica adecuada para orientarse en la lucha de clases. El impresionismo es consecuencia de la falta de perspectivas.
En este proceso, dejando a un lado los achaques puntuales de sectarismo suicida y terrorista, el anarquismo desempeña un papel progresista organizando a las masas obreras, dirigiéndolas a la lucha, e imbuyéndolas de las ideas de la lucha de clases, la revolución y la colectivización de la economía. El alto grado de conciencia del proletariado que protagoniza la revolución en julio de 1936 hubiese sido imposible sin esta ardua labor preparatoria. Estos avances se logran a pesar de los límites políticos del anarquismo, que son, por ahora, sólo un freno relativo y no absoluto para el movimiento obrero. En realidad, hay que admitir que dentro de ciertos márgenes, cuando la temperatura de la lucha de clases no llega todavía al punto de ebullición, algunas de las fallas anarquistas se convierten en activos. Dialécticamente, el futuro freno funge aquí de espuela. En particular, el voluntarismo libertario, la noción de que la emancipación de la humanidad no depende de leyes objetivas, sino que obedece a la determinación y sacrificio del proletariado consciente, y la concomitante fe en la educación y la propaganda, forjaron a militantes extraordinarios, de una entrega y heroísmo sin igual, que, contra toda clase de adversidades, bajo el látigo vesánico de la represión estatal y patronal, recorriendo pueblos y ciudades para predicar la idea sin más recursos que los que brindaba la hospitalidad de los lugareños, erigieron grandes organizaciones obreras y campesinas de combate, fundaron periódicos, revistas y centros culturales que trajeron al proletariado cultura y ciencia que les negaba la burguesía y le concienciaron de su misión histórica.
La intransigencia revolucionaria absoluta que predicaba el anarquismo también alzó un muro, al menos al principio, entre el movimiento obrero libertario y la influencia corruptora de la democracia burguesa, que, aun bajo el régimen autoritario de la Restauración, ofrecía algunas prebendas a los dirigentes obreros dispuestos a postrarse ante el orden burgués. Como explicaremos más adelante, el anarquismo contrasta con el socialismo español, que, aun contando con militantes denodados, era dirigido por caudillos reformistas, que limaban el filo revolucionario del marxismo para hacerlo una doctrina gris y determinista que podían así reconciliar con sus prácticas oportunistas. En verdad, desde una perspectiva marxista, el voluntarismo anarquista, poderoso acicate para la acción, no era un error como tal, sino una exageración. El desarrollo objetivo de la sociedad, en particular de su base económica, es la fuerza determinante en la historia, que prepara todos los grandes cambios y revoluciones. Sin embargo, las necesidades objetivas que impone la vida económica no son nada si no encuentran una expresión en la mente de los individuos, si no se transforman en voluntad y acción.
El papel regresivo del anarquismo
Las exigencias de la revolución acabarían rebelándose contra la doctrina anarquista. Ésta pudo jugar un papel progresista en la etapa formativa del movimiento obrero, pero se convertiría en su contrario cuando el propio avance del proletariado complicara sus tareas revolucionarias. Este es el caso también de otros países. En México, por ejemplo, en la primera década del siglo XX, los libertarios capitaneados por Ricardo Flores Magón popularizan la idea de la revolución proletaria, forjan organizaciones de clase e impulsan grandes huelgas, como las de Río Blanco y Cananea en 1906. No obstante, en 1910 sus ideas anarquistas chocarán con los desafíos que impone la Revolución mexicana, que acabará por barrerlos, divididos y desorientados.
En España, ya vimos destellos de las limitaciones del anarquismo en 1873. También los volveremos a ver, de manera más trascendental, durante el grave trance que atraviesa el capitalismo español e internacional en 1917-1923. En un primer momento, los anarquistas encauzan la radicalización de la clase obrera, librando grandes batallas que culminan en la huelga de la Canadiense de 1919, en Barcelona. Sin embargo, los libertarios, enzarzados en luchas estrechamente sindicales, y separados por un cortafuegos sectario de las masas socialistas, son incapaces de plantearse una lucha política coordinada, que condujera a las más amplias masas del pueblo oprimido hacia el derrocamiento del régimen. Pasada la oportunidad, las masas se desmoralizan y se agotan, la reacción se reorganiza y pasa al contraataque en 1920, imponiendo en 1923 una dictadura militar. En estos años, el movimiento obrero entra en crisis. Gran parte de la vanguardia anarquista se vuelca al terrorismo. Otro sector, más moderado, encabezado por Salvador Seguí, hace guiños a los republicanos pequeñoburgueses. Como en 1873, el abandono anarquista de la política se traduce en una entente con los políticos radicales. Retrayéndose los libertarios del terreno de la política, los republicanos no encuentran ningún obstáculo para su demagogia. Esta derrota explica también la ruptura con la Revolución rusa en 1922, un giro cínico y conservador de un movimiento en plena retirada. Si el rechazo anarquista del marxismo era comprensible cuando éste era sinónimo de la práctica reformista del PSOE, se volvía injustificable ante el marxismo bolchevique que lleva al proletariado ruso a la victoria. Aunque los anarquistas entran en una profunda crisis en los años 20, consiguen recuperarse con la caída de Primo de Rivera. Tienen, al fin y al cabo, hondas raíces en el movimiento obrero español. A diferencia de otros países vecinos, los comunistas aquí son una débil secta nacida de la costilla del socialismo, que no hace sombra a los libertarios. Los acontecimientos de 1917-1923 han tensado, pero no roto, el vínculo anarquista con las masas. La CNT renace de sus cenizas en 1929-1931.
La prueba decisiva para el anarquismo llegó en 1936. Ante las luchas políticas de la Segunda República, los libertarios dan bandazos. En 1931, repiten su entente cordial con los republicanos, que no tardan en frustrar todas sus ilusiones. Habiéndose quemado los dedos con los reformistas, entran en una etapa insurreccional y violenta en 1932-1933, que los aísla, los vuelve víctimas de la represión y jalea a la reacción. Esta será también una etapa sectaria, con el resultado de que quedarán al margen del proceso de unidad contra el fascismo de 1934 y el gran alzamiento obrero de octubre de aquel año (con la notable excepción de Asturias). Posteriormente, dan otro tumbo, respaldando tácticamente al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. En julio de ese año, dirigen a las masas antifascistas en las barricadas de Barcelona y otros lugares. Tras el aplastamiento del golpe de Franco en gran parte del país, se perfilan como los dueños de la situación, sobre todo en Cataluña. Están llamados a barrer los restos de la República y organizar a escala nacional el nuevo poder obrero que ya es un hecho en la calle, para librar así una guerra revolucionaria contra el fascismo. Empero, como es bien sabido, y, dicho sea de paso, siendo plenamente coherentes con su ideología, se negarán a tomar el poder, permitiendo la reconstrucción del viejo Estado bajo la égida de la pequeña burguesía republicana y los estalinistas. Éstos irán socavando todas las conquistas de la revolución de julio, al principio de forma sibilina. Viéndose superados por la situación, los dirigentes anarquistas entran en el gobierno catalán en septiembre y en el central en noviembre. Los anarquistas blindan así el flanco izquierdo del Frente Popular, gracias a su control de las masas en la calle y de las milicias en el frente. De esta manera, se vuelven partícipes de la contrarrevolución pequeñoburguesa. Ésta se impone a sangre y fuego tras las jornadas de mayo de 1937, cuando el proletariado barcelonés se alza espontáneamente en combate contra los republicanos. Una vez cumplido su papel de idiota útil, los anarquistas serán desechados y expulsados del gobierno. Entran en un declive irremediable. La guinda en el ignominioso pastel de la dirección anarquista en la Guerra Civil es su participación en la junta militar del General Casado, que abrirá las puertas de Madrid a Franco. Las masas cenetistas hicieron gala de un enorme heroísmo e instinto de clase durante estos acontecimientos, pero estaban amordazadas a dirigentes libertarios totalmente desorientados e impotentes.
Arturo Rodríguez - noviembre de 2020
—en dos mensajes—
Desde la llegada de la Primera Internacional a España en 1868 hasta la Guerra Civil, la historia del obrerismo en nuestro país estuvo íntimamente ligada al anarquismo. Al igual que en otros países, en particular de raigambre campesina, como Italia, Portugal o, en las Américas, México o Perú, los anarquistas fueron los pioneros del movimiento obrero.
Sin embargo, el anarquismo clásico entró en declive a comienzos del siglo XX, viéndose desplazado por el sindicalismo, el socialismo y, a partir de 1917, por el comunismo. El caso español es inédito por la durabilidad y solidez del arraigo del anarquismo. Aquí sobrevive como fuerza de masas hasta la Guerra Civil, acontecimiento que lo pone a prueba de manera decisiva, destapando implacablemente sus limitaciones. La guerra da al traste con el anarquismo que, no obstante, dejará un sello indeleble en la memoria del proletariado español.
El papel progresista del anarquismo
El primer emisario de la Primera Internacional en España, el italiano Giuseppe Fanelli, que vino a España en 1868, era seguidor de Bakunin. El terreno ibérico resultó fertilísimo para el anarquismo. Unas pocas conferencias en italiano y francés en oscuros cenáculos de Barcelona y Madrid, y la divulgación de algunos textos de su mentor ruso, bastaron para granjearse sus primeros adeptos. Estos adalides extendieron el movimiento a lo largo y ancho del país con pasión y audacia. Tal éxito indica que estas ideas engarzaron con procesos políticos de fondo. El anarquismo llegó a España a comienzos del llamado sexenio democrático, que fue testigo de grandes agitaciones: la caída de los Borbones, el reinado de Amadeo, la Primera República, el gobierno federalista de Pi i Margall y las insurrecciones cantonalistas. Era este un momento idóneo para el nuevo dogma, pues el republicanismo, fuerza que tradicionalmente había canalizado las ansias de cambio de las clases populares, incluido el joven proletariado industrial, daba ya muestras de agotamiento. Y esto no era casualidad, pues su visión reformista, que cifraba sus esperanzas en un cambio estrechamente político y legal, se veía trastocada por el alza en la lucha de clases, espoleada por la incipiente industrialización del país y por las reverberaciones de las luchas obreras en países vecinos más avanzados, coronadas por la Comuna de París de 1871. La lucha de clases resquebrajaba la cáscara interclasista del republicanismo, descubriendo su cogollo burgués. La frustración ante los políticos republicanos se extendía.
Las primeras asociaciones obreras de España, dominadas por republicanos y mutualistas, buscaban nuevas doctrinas revolucionarias, tendentes a su manumisión política frente a la burguesía radical. El anarquismo satisfizo esa necesidad. Miles de obreros quedaron imanados por la sencillez y la combatividad de sus postulados, su amor por la libertad, su rechazo a los políticos y al Estado en su conjunto, su aparente intransigencia revolucionaria, y su obrerismo (pues en España adquirió desde el inicio rasgos netamente proletarios). El marxismo, que llegó tarde, de la mano de Paul Lafargue, a pesar de encontrar apoyos significativos, quedó eclipsado por los libertarios. La sección española de la Internacional se convirtió en un baluarte de los bakuninistas.
No obstante, la propia sencillez del anarquismo ocultaba su incapacidad de aprehender las complejidades del proceso revolucionario y las tareas del proletariado. En particular, su rechazo de la política y el poder se darían de bruces con la realidad de la lucha de clases, que exige al proletariado intervenir en los asuntos políticos y, en última instancia, a desbancar al Estado burgués con una nueva autoridad revolucionaria que combata a la reacción y comience la transformación socialista de la sociedad. Esta falla no es fruto de un simple malentendido, sino que parte del error de método del anarquismo, que, a pesar de las afirmaciones de sus teóricos, es una corriente fundamentalmente idealista. No parten los libertarios de la realidad y de las leyes de la historia, sino de sus principios y anhelos. No se elabora la doctrina de un análisis de la realidad, sino que la idea se impone sobre la realidad. Los marxistas se basan en la necesidad, los anarquistas en el deseo. Los acontecimientos pronto pondrían de manifiesto esta incomprensión.
Ante las agitaciones de 1873, que llevan a la proclamación de la Primera República y al gobierno federalista de Pi i Margall, los anarquistas responden inicialmente con una actitud de indiferencia altiva, que en la práctica despeja el camino a los demagogos del partido “intransigente”, que tienen las manos libres para cultivar el voto obrero. Más tarde, ante el conflicto que se desata entre éstos y el gobierno federal, los anarquistas en la mayor parte de lugares se convierten en un apéndice izquierdista de los cantones, sin programa propio. Allí donde se ven obligados por las circunstancias y la presión desde abajo a hacerse con el poder, como sucede en Alcoy, lo hacen de manera vacilante, sin un plan de lucha claro, y son aplastados rápidamente. Ahora bien, la prueba a la que somete la historia al anarquismo en 1873 no resulta decisiva. Los libertarios se enseñorean de la sección española de la Primera Internacional, que sobrevive incluso a la madre nodriza tras su disolución en 1876.
Las décadas sucesivas son testigo de altibajos virulentos en las fortunas de los libertarios españoles. En las épocas de reacción y depresión, como la segunda mitad de los 80, tras los llamados sucesos de la Mano Negra, sólo se mantendrán los rescoldos del anarquismo cobijados por los llamados “obreros conscientes”, la vanguardia combativa del movimiento, separada ahora de la masa. En épocas de reflujo, los agitadores se vuelcan en una labor propagandista, pedagógica y, en ocasiones, tratarán de compensar su aislamiento con el terrorismo individual, con resultados siempre trágicos. Sin embargo, en fases de auge, como a comienzos de los 90, estos activistas consiguen soliviantar a los trabajadores y abanderar luchas de masas, como la ocupación de Jerez de la Frontera por campesinos insurgentes en 1892.
Al calor de estas fluctuaciones, las ideas y métodos libertarios se van transformando. El movimiento, en diálogo con las tendencias internacionales, pasa por diferentes fases: el debate entre el colectivismo de Bakunin, que admite la propiedad individual, y el anarco-comunismo integral de Kropotkin; la huelga como método de combate (1871, 1882) y la insurrección armada (1873, 1892); la catastrófica etapa de terrorismo individual y de la “propaganda por el hecho” a mediados y finales de los 90; el renacer obrero en la primera década del siglo XX, con las grandes huelgas de 1902 y 1903 y las luchas obreras y campesinas de 1909-11 y la depresión sucesiva; el auge del sindicalismo revolucionario en vísperas de la Primera Guerra Mundial, que seduce a numerosos anarquistas, y que lleva a la formación de la Confederación Nacional del Trabajo, la CNT, a finales de 1910, con su crecimiento exponencial a partir de 1917, su identificación con la Revolución rusa, su participación en las grandes huelgas e insurrecciones en el campo y la ciudad del “trienio bolchevique” de 1917-1920; a partir de 1920, una nueva depresión, la ruptura con los comunistas en 1922, el reforzamiento del componente libertario del sindicalismo, propiamente ya anarcosindicalista; la etapa terrorista e insurreccional durante la dictadura de Primo de Rivera. Estos bandazos no son casualidad. Reflejan la carencia de una brújula teórica adecuada para orientarse en la lucha de clases. El impresionismo es consecuencia de la falta de perspectivas.
En este proceso, dejando a un lado los achaques puntuales de sectarismo suicida y terrorista, el anarquismo desempeña un papel progresista organizando a las masas obreras, dirigiéndolas a la lucha, e imbuyéndolas de las ideas de la lucha de clases, la revolución y la colectivización de la economía. El alto grado de conciencia del proletariado que protagoniza la revolución en julio de 1936 hubiese sido imposible sin esta ardua labor preparatoria. Estos avances se logran a pesar de los límites políticos del anarquismo, que son, por ahora, sólo un freno relativo y no absoluto para el movimiento obrero. En realidad, hay que admitir que dentro de ciertos márgenes, cuando la temperatura de la lucha de clases no llega todavía al punto de ebullición, algunas de las fallas anarquistas se convierten en activos. Dialécticamente, el futuro freno funge aquí de espuela. En particular, el voluntarismo libertario, la noción de que la emancipación de la humanidad no depende de leyes objetivas, sino que obedece a la determinación y sacrificio del proletariado consciente, y la concomitante fe en la educación y la propaganda, forjaron a militantes extraordinarios, de una entrega y heroísmo sin igual, que, contra toda clase de adversidades, bajo el látigo vesánico de la represión estatal y patronal, recorriendo pueblos y ciudades para predicar la idea sin más recursos que los que brindaba la hospitalidad de los lugareños, erigieron grandes organizaciones obreras y campesinas de combate, fundaron periódicos, revistas y centros culturales que trajeron al proletariado cultura y ciencia que les negaba la burguesía y le concienciaron de su misión histórica.
La intransigencia revolucionaria absoluta que predicaba el anarquismo también alzó un muro, al menos al principio, entre el movimiento obrero libertario y la influencia corruptora de la democracia burguesa, que, aun bajo el régimen autoritario de la Restauración, ofrecía algunas prebendas a los dirigentes obreros dispuestos a postrarse ante el orden burgués. Como explicaremos más adelante, el anarquismo contrasta con el socialismo español, que, aun contando con militantes denodados, era dirigido por caudillos reformistas, que limaban el filo revolucionario del marxismo para hacerlo una doctrina gris y determinista que podían así reconciliar con sus prácticas oportunistas. En verdad, desde una perspectiva marxista, el voluntarismo anarquista, poderoso acicate para la acción, no era un error como tal, sino una exageración. El desarrollo objetivo de la sociedad, en particular de su base económica, es la fuerza determinante en la historia, que prepara todos los grandes cambios y revoluciones. Sin embargo, las necesidades objetivas que impone la vida económica no son nada si no encuentran una expresión en la mente de los individuos, si no se transforman en voluntad y acción.
El papel regresivo del anarquismo
Las exigencias de la revolución acabarían rebelándose contra la doctrina anarquista. Ésta pudo jugar un papel progresista en la etapa formativa del movimiento obrero, pero se convertiría en su contrario cuando el propio avance del proletariado complicara sus tareas revolucionarias. Este es el caso también de otros países. En México, por ejemplo, en la primera década del siglo XX, los libertarios capitaneados por Ricardo Flores Magón popularizan la idea de la revolución proletaria, forjan organizaciones de clase e impulsan grandes huelgas, como las de Río Blanco y Cananea en 1906. No obstante, en 1910 sus ideas anarquistas chocarán con los desafíos que impone la Revolución mexicana, que acabará por barrerlos, divididos y desorientados.
En España, ya vimos destellos de las limitaciones del anarquismo en 1873. También los volveremos a ver, de manera más trascendental, durante el grave trance que atraviesa el capitalismo español e internacional en 1917-1923. En un primer momento, los anarquistas encauzan la radicalización de la clase obrera, librando grandes batallas que culminan en la huelga de la Canadiense de 1919, en Barcelona. Sin embargo, los libertarios, enzarzados en luchas estrechamente sindicales, y separados por un cortafuegos sectario de las masas socialistas, son incapaces de plantearse una lucha política coordinada, que condujera a las más amplias masas del pueblo oprimido hacia el derrocamiento del régimen. Pasada la oportunidad, las masas se desmoralizan y se agotan, la reacción se reorganiza y pasa al contraataque en 1920, imponiendo en 1923 una dictadura militar. En estos años, el movimiento obrero entra en crisis. Gran parte de la vanguardia anarquista se vuelca al terrorismo. Otro sector, más moderado, encabezado por Salvador Seguí, hace guiños a los republicanos pequeñoburgueses. Como en 1873, el abandono anarquista de la política se traduce en una entente con los políticos radicales. Retrayéndose los libertarios del terreno de la política, los republicanos no encuentran ningún obstáculo para su demagogia. Esta derrota explica también la ruptura con la Revolución rusa en 1922, un giro cínico y conservador de un movimiento en plena retirada. Si el rechazo anarquista del marxismo era comprensible cuando éste era sinónimo de la práctica reformista del PSOE, se volvía injustificable ante el marxismo bolchevique que lleva al proletariado ruso a la victoria. Aunque los anarquistas entran en una profunda crisis en los años 20, consiguen recuperarse con la caída de Primo de Rivera. Tienen, al fin y al cabo, hondas raíces en el movimiento obrero español. A diferencia de otros países vecinos, los comunistas aquí son una débil secta nacida de la costilla del socialismo, que no hace sombra a los libertarios. Los acontecimientos de 1917-1923 han tensado, pero no roto, el vínculo anarquista con las masas. La CNT renace de sus cenizas en 1929-1931.
La prueba decisiva para el anarquismo llegó en 1936. Ante las luchas políticas de la Segunda República, los libertarios dan bandazos. En 1931, repiten su entente cordial con los republicanos, que no tardan en frustrar todas sus ilusiones. Habiéndose quemado los dedos con los reformistas, entran en una etapa insurreccional y violenta en 1932-1933, que los aísla, los vuelve víctimas de la represión y jalea a la reacción. Esta será también una etapa sectaria, con el resultado de que quedarán al margen del proceso de unidad contra el fascismo de 1934 y el gran alzamiento obrero de octubre de aquel año (con la notable excepción de Asturias). Posteriormente, dan otro tumbo, respaldando tácticamente al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. En julio de ese año, dirigen a las masas antifascistas en las barricadas de Barcelona y otros lugares. Tras el aplastamiento del golpe de Franco en gran parte del país, se perfilan como los dueños de la situación, sobre todo en Cataluña. Están llamados a barrer los restos de la República y organizar a escala nacional el nuevo poder obrero que ya es un hecho en la calle, para librar así una guerra revolucionaria contra el fascismo. Empero, como es bien sabido, y, dicho sea de paso, siendo plenamente coherentes con su ideología, se negarán a tomar el poder, permitiendo la reconstrucción del viejo Estado bajo la égida de la pequeña burguesía republicana y los estalinistas. Éstos irán socavando todas las conquistas de la revolución de julio, al principio de forma sibilina. Viéndose superados por la situación, los dirigentes anarquistas entran en el gobierno catalán en septiembre y en el central en noviembre. Los anarquistas blindan así el flanco izquierdo del Frente Popular, gracias a su control de las masas en la calle y de las milicias en el frente. De esta manera, se vuelven partícipes de la contrarrevolución pequeñoburguesa. Ésta se impone a sangre y fuego tras las jornadas de mayo de 1937, cuando el proletariado barcelonés se alza espontáneamente en combate contra los republicanos. Una vez cumplido su papel de idiota útil, los anarquistas serán desechados y expulsados del gobierno. Entran en un declive irremediable. La guinda en el ignominioso pastel de la dirección anarquista en la Guerra Civil es su participación en la junta militar del General Casado, que abrirá las puertas de Madrid a Franco. Las masas cenetistas hicieron gala de un enorme heroísmo e instinto de clase durante estos acontecimientos, pero estaban amordazadas a dirigentes libertarios totalmente desorientados e impotentes.