¿La tecnología puede «salvar el mundo»?
artículo publicado en Communia (periódico de Emancipación) - noviembre 2020
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En no pocos libros, en los centros de enseñanza y en los medios nos cuentan que la tecnología habría creado ella misma la revolución industrial y otros grandes cambios sociales. Se nos habla ahora de la enésima revolución industrial. Ya vamos supuestamente por la cuarta gracias a las nuevas tecnologías y su poder transformador. Se habla de una serie de inventores geniales que habrían creado procesos y máquinas en el momento preciso para que éstas desencadenaran su magia productiva. ¿Pero, es cierto que las buenas ideas y la técnica transforman el mundo?
De entrada algo rechina: ¿Cómo se hubiese podido desencadenar la gran industrialización del siglo XIX sin la existencia previa de una masa de trabajadores desposeídos a explotar y un mercado al que vender mercancías? ¿Para qué hizo si no la burguesía sus grandes revoluciones? Hasta que las tierras comunales no fueron cercadas los campesinos pudieron sobrevivir sin necesidad de vender su fuerza de trabajo a las fábricas, por lo que no disponían de manos a los salarios que permitían rentabilizarlas. Y por otro lado había que poder vender lo producido en ellas, hacía falta un mercado en una sociedad en la que la mayoría de los bienes no eran mercancía. Este mercado podía ser bien interno o externo gracias a la desindustrialización forzosa de las colonias, pero tenía que crearse antes. Veamos pues en detalle varias de las grandes invenciones de la revolución industrial para ver si crearon ellas la revolución industrial o bien si el cambio en las relaciones sociales fue lo que permitió la extensión de la tecnología en cuestión.
Las invenciones impulsadas por el capitalismo
El ejemplo más clásico de máquina que creó la revolución industrial es la máquina de vapor. Es común oír en muchas clases y en algún que otro libro que Watt fue el inventor de la máquina de vapor, en medios un poco más serios como la BBC, se dice sin ambages que el inventor fue Newcomen y que Watt sólo mejoró la máquina. La máquina de Newcomen se usaba en la Gran Bretaña del siglo XVIII para bombear agua fuera de las minas y las modificaciones de Watt, desde el nuevo pistón hasta el regulador centrífugo (elogiado en multitud de libros académicos como un invento de Watt) habrían permitido el uso de la máquina para propulsar multitud de maquinaria semiautomática en las nuevas grandes fábricas del siglo XIX. Sin embargo, la mayor parte de esta historia es un cuento nacionalista a posteriori y tiene poco fundamento en la realidad.
Las máquinas de vapor fueron inventadas y abandonadas repetidamente desde tiempos muy anteriores a Newcomen, Jerónimo de Ayanz llegó a usar su máquina de vapor para bombear el agua de las minas de Guadalcanal a principios del siglo XVI, y otros inventores y artesanos como William Petty fueron ideando máquinas de vapor a lo largo del XVII y del XVIII. La gran diferencia entre el resultado de la máquina de Newcomen y las anteriores no residía en el invento en sí, sino en el hecho de que la máquina no tenía ningún uso realmente rentable antes de que la producción industrial a gran escala fuese factible gracias a la aparición de un proletariado masivo y del mercado nacional.
Otro de los grandes inventos famosos de la revolución industrial es el telar programable, también conocido como telar Jacquard. Este telar es capaz de tejer bordados increíblemente complejos gracias a su configuración particular. La máquina en sí es capaz de producir todo tipo de movimientos de sus agujas, pero no lo hace dirigida por el tejedor, sino por un programa introducido en forma de una serie de cartas agujereadas. Los agujeros en las cartas indican qué agujas y qué hilos pueden tejer en un momento dado, es decir, las cartas siguen un código que dirige la máquina y es externo a ella. En el siglo XIX, este telar se extendió por la nueva industria textil multiplicando la producción y permitiendo empezar una ola de automatización. Su invención se atribuye comúnmente a Joseph Jacquard a principios del siglo XIX, aunque se sabe desde hace bastante tiempo que esto no fue así. Los telares con cartas agujereadas son muy anteriores a Jacquard y todos provienen de la región de Lyon y sus alrededores.
Desde los intentos de expansión manufacturera de Luis XI, la ciudad de Lyon tuvo el monopolio de la industria textil de la seda. Se tienen atisbos del uso de tarjetas agujereadas desde antes del siglo XVIII, pero el primer telar semiautomático con tarjetas perforadas fue creado por Basile Bouchon un siglo antes que Jacquard. Este telar no era completamente programable aún, pero el gran artesano Vaucanson –el de los autómatas legendarios– creó un telar enteramente programable un poco más tarde, en pleno siglo XVIII.
Ninguno de estos telares fue usado en la producción textil, aunque ambos reducían el uso de fuerza de trabajo y hubiesen podido incrementar la producción. No tenían mucho futuro en el mundo de gremios cerrados de Lyon y su producción de lujo. Sin embargo, durante el auge de la industria textil en el siglo XIX, los telares Jacquard se extendieron y revolucionaron la producción textil… dejando al recién llegado como el inventor del sistema. Pero su impacto no acaba ahí. La idea de separar la máquina del programa es directa e indirectamente la precursora de la distinción entre hardware y software y de los primeros ordenadores electromecánicos del siglo XX… Algo que los artesanos que empezaron a crear los primeros telares programables no hubieran podido imaginar nunca.
Al contrario que en el relato de toda la vida, los inventos y las ideas no tienen un efecto directo sobre la producción, por mucho que sean potencialmente aplicables y permitan ahorrar horas de trabajo o mejorar las condiciones de explotación desde el momento en que fueron ideados.
Las invenciones y avances tecnológicos caerán en saco roto si las condiciones sociales y productivas no son las adecuadas. Por ejemplo, la Revolución Francesa llamó a convertir la práctica artesana en una ciencia, creando las primeras ingenierías y fundando la Escuela Politécnica en 1794. Los grandes matemáticos y científicos de la era escribieron tratados sobre cómo mejorar el diseño de máquinas. Lagrange, por ejemplo, creó todo un sistema para tratar la dinámica de las máquinas con cálculo diferencial. Sin embargo, la producción de máquinas siguió siendo artesanal durante casi todo el siglo XIX y la influencia de los trabajos de Lagrange y Poincaré fue nula hasta bien entrado el siglo XX.
La teoría de máquinas y su producción en el XIX empezó a tener en cuenta en su lugar la cinemática, que estudia la geometría y los movimientos relativos entre sí de las partes que conforman una máquina, mientras se ignoraba la dinámica de la máquina entera… Lo que causaba entre otras cosas traqueteos y vibraciones en las máquinas debido a efectos de resonancia. Esto era peligroso para los trabajadores, pero aceptable para los inversores, y sólo cuando el nivel de vibraciones se volvió inaceptable para ellos se redescubrió la teoría de Lagrange y compañía.
Un ejemplo de tecnología impulsada por el capitalismo que no está relacionada con las máquinas es la gran industria química. Los primeros procesos complejos de la industria química fechan de los alrededores de la Revolución Francesa, cuando el reino anunció un concurso para premiar al químico que consiguiera fabricar sosa de manera eficiente. La sosa (carbonato de sodio, no confundir con la sosa cáustica) sirve para producir vidrio y jabón, productos escasos en la época. Tan escasos que la mayor parte de los edificios en el sigo XVIII no tenían ventanas de vidrio, sino que usaban papel aceitado o tela encerada traslúcida. Sin sosa la fabricación de vidrio y jabón necesitaba cenizas provenientes de quemar bosques enteros. Muchos químicos se pusieron a la obra, pero fue Nicolas Leblanc, el químico, cirujano y médico personal del duque de Orléans, el que puso a punto el proceso industrial que lleva su nombre. Sin embargo, aún habiendo ganado el premio, Leblanc no llegó a verlo en marcha de manera rentable. Las guerras revolucionarias primero y las napoleónicas hicieron estragos con sus planes. Cuando se construyeron plantas usando el proceso Leblanc en Francia durante la restauración de Luis XVIII el negocio no funcionaba, no era rentable. El mercado nacional francés no generaba demanda suficiente.
Solo cuando un industrialista inglés se dedicó a espiar una de las plantas en Francia y copió el proceso en Gran Bretaña, pudo despegar la industria química a gran escala. El mercado mucho mayor e interconectado, unido a las mejores comunicaciones disparó la producción inglesa 20 veces por encima de la francesa e impulsó la integración industrial. Lo que el mercado nacional francés no podía dar, lo permitía con creces el capitalismo más desarrollado del mundo en la época.
artículo publicado en Communia (periódico de Emancipación) - noviembre 2020
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En no pocos libros, en los centros de enseñanza y en los medios nos cuentan que la tecnología habría creado ella misma la revolución industrial y otros grandes cambios sociales. Se nos habla ahora de la enésima revolución industrial. Ya vamos supuestamente por la cuarta gracias a las nuevas tecnologías y su poder transformador. Se habla de una serie de inventores geniales que habrían creado procesos y máquinas en el momento preciso para que éstas desencadenaran su magia productiva. ¿Pero, es cierto que las buenas ideas y la técnica transforman el mundo?
De entrada algo rechina: ¿Cómo se hubiese podido desencadenar la gran industrialización del siglo XIX sin la existencia previa de una masa de trabajadores desposeídos a explotar y un mercado al que vender mercancías? ¿Para qué hizo si no la burguesía sus grandes revoluciones? Hasta que las tierras comunales no fueron cercadas los campesinos pudieron sobrevivir sin necesidad de vender su fuerza de trabajo a las fábricas, por lo que no disponían de manos a los salarios que permitían rentabilizarlas. Y por otro lado había que poder vender lo producido en ellas, hacía falta un mercado en una sociedad en la que la mayoría de los bienes no eran mercancía. Este mercado podía ser bien interno o externo gracias a la desindustrialización forzosa de las colonias, pero tenía que crearse antes. Veamos pues en detalle varias de las grandes invenciones de la revolución industrial para ver si crearon ellas la revolución industrial o bien si el cambio en las relaciones sociales fue lo que permitió la extensión de la tecnología en cuestión.
Las invenciones impulsadas por el capitalismo
El ejemplo más clásico de máquina que creó la revolución industrial es la máquina de vapor. Es común oír en muchas clases y en algún que otro libro que Watt fue el inventor de la máquina de vapor, en medios un poco más serios como la BBC, se dice sin ambages que el inventor fue Newcomen y que Watt sólo mejoró la máquina. La máquina de Newcomen se usaba en la Gran Bretaña del siglo XVIII para bombear agua fuera de las minas y las modificaciones de Watt, desde el nuevo pistón hasta el regulador centrífugo (elogiado en multitud de libros académicos como un invento de Watt) habrían permitido el uso de la máquina para propulsar multitud de maquinaria semiautomática en las nuevas grandes fábricas del siglo XIX. Sin embargo, la mayor parte de esta historia es un cuento nacionalista a posteriori y tiene poco fundamento en la realidad.
Las máquinas de vapor fueron inventadas y abandonadas repetidamente desde tiempos muy anteriores a Newcomen, Jerónimo de Ayanz llegó a usar su máquina de vapor para bombear el agua de las minas de Guadalcanal a principios del siglo XVI, y otros inventores y artesanos como William Petty fueron ideando máquinas de vapor a lo largo del XVII y del XVIII. La gran diferencia entre el resultado de la máquina de Newcomen y las anteriores no residía en el invento en sí, sino en el hecho de que la máquina no tenía ningún uso realmente rentable antes de que la producción industrial a gran escala fuese factible gracias a la aparición de un proletariado masivo y del mercado nacional.
Otro de los grandes inventos famosos de la revolución industrial es el telar programable, también conocido como telar Jacquard. Este telar es capaz de tejer bordados increíblemente complejos gracias a su configuración particular. La máquina en sí es capaz de producir todo tipo de movimientos de sus agujas, pero no lo hace dirigida por el tejedor, sino por un programa introducido en forma de una serie de cartas agujereadas. Los agujeros en las cartas indican qué agujas y qué hilos pueden tejer en un momento dado, es decir, las cartas siguen un código que dirige la máquina y es externo a ella. En el siglo XIX, este telar se extendió por la nueva industria textil multiplicando la producción y permitiendo empezar una ola de automatización. Su invención se atribuye comúnmente a Joseph Jacquard a principios del siglo XIX, aunque se sabe desde hace bastante tiempo que esto no fue así. Los telares con cartas agujereadas son muy anteriores a Jacquard y todos provienen de la región de Lyon y sus alrededores.
Desde los intentos de expansión manufacturera de Luis XI, la ciudad de Lyon tuvo el monopolio de la industria textil de la seda. Se tienen atisbos del uso de tarjetas agujereadas desde antes del siglo XVIII, pero el primer telar semiautomático con tarjetas perforadas fue creado por Basile Bouchon un siglo antes que Jacquard. Este telar no era completamente programable aún, pero el gran artesano Vaucanson –el de los autómatas legendarios– creó un telar enteramente programable un poco más tarde, en pleno siglo XVIII.
Ninguno de estos telares fue usado en la producción textil, aunque ambos reducían el uso de fuerza de trabajo y hubiesen podido incrementar la producción. No tenían mucho futuro en el mundo de gremios cerrados de Lyon y su producción de lujo. Sin embargo, durante el auge de la industria textil en el siglo XIX, los telares Jacquard se extendieron y revolucionaron la producción textil… dejando al recién llegado como el inventor del sistema. Pero su impacto no acaba ahí. La idea de separar la máquina del programa es directa e indirectamente la precursora de la distinción entre hardware y software y de los primeros ordenadores electromecánicos del siglo XX… Algo que los artesanos que empezaron a crear los primeros telares programables no hubieran podido imaginar nunca.
Al contrario que en el relato de toda la vida, los inventos y las ideas no tienen un efecto directo sobre la producción, por mucho que sean potencialmente aplicables y permitan ahorrar horas de trabajo o mejorar las condiciones de explotación desde el momento en que fueron ideados.
Las invenciones y avances tecnológicos caerán en saco roto si las condiciones sociales y productivas no son las adecuadas. Por ejemplo, la Revolución Francesa llamó a convertir la práctica artesana en una ciencia, creando las primeras ingenierías y fundando la Escuela Politécnica en 1794. Los grandes matemáticos y científicos de la era escribieron tratados sobre cómo mejorar el diseño de máquinas. Lagrange, por ejemplo, creó todo un sistema para tratar la dinámica de las máquinas con cálculo diferencial. Sin embargo, la producción de máquinas siguió siendo artesanal durante casi todo el siglo XIX y la influencia de los trabajos de Lagrange y Poincaré fue nula hasta bien entrado el siglo XX.
La teoría de máquinas y su producción en el XIX empezó a tener en cuenta en su lugar la cinemática, que estudia la geometría y los movimientos relativos entre sí de las partes que conforman una máquina, mientras se ignoraba la dinámica de la máquina entera… Lo que causaba entre otras cosas traqueteos y vibraciones en las máquinas debido a efectos de resonancia. Esto era peligroso para los trabajadores, pero aceptable para los inversores, y sólo cuando el nivel de vibraciones se volvió inaceptable para ellos se redescubrió la teoría de Lagrange y compañía.
Un ejemplo de tecnología impulsada por el capitalismo que no está relacionada con las máquinas es la gran industria química. Los primeros procesos complejos de la industria química fechan de los alrededores de la Revolución Francesa, cuando el reino anunció un concurso para premiar al químico que consiguiera fabricar sosa de manera eficiente. La sosa (carbonato de sodio, no confundir con la sosa cáustica) sirve para producir vidrio y jabón, productos escasos en la época. Tan escasos que la mayor parte de los edificios en el sigo XVIII no tenían ventanas de vidrio, sino que usaban papel aceitado o tela encerada traslúcida. Sin sosa la fabricación de vidrio y jabón necesitaba cenizas provenientes de quemar bosques enteros. Muchos químicos se pusieron a la obra, pero fue Nicolas Leblanc, el químico, cirujano y médico personal del duque de Orléans, el que puso a punto el proceso industrial que lleva su nombre. Sin embargo, aún habiendo ganado el premio, Leblanc no llegó a verlo en marcha de manera rentable. Las guerras revolucionarias primero y las napoleónicas hicieron estragos con sus planes. Cuando se construyeron plantas usando el proceso Leblanc en Francia durante la restauración de Luis XVIII el negocio no funcionaba, no era rentable. El mercado nacional francés no generaba demanda suficiente.
Solo cuando un industrialista inglés se dedicó a espiar una de las plantas en Francia y copió el proceso en Gran Bretaña, pudo despegar la industria química a gran escala. El mercado mucho mayor e interconectado, unido a las mejores comunicaciones disparó la producción inglesa 20 veces por encima de la francesa e impulsó la integración industrial. Lo que el mercado nacional francés no podía dar, lo permitía con creces el capitalismo más desarrollado del mundo en la época.