Habreis oído hablar en más de una, dos o tres ocasiones de la famosa Primavera Trágica, pero este peculiar adjetivo no ha acompañado a luctuosos sucesos en la historia de nuestro país mucho más merecedores de este tipo de terminología. Muchos autores sostienen que la mejor manera de entender el estallido de la guerra civil española, es observar el comportamiento de la ciudadanía y la actividad política en los días previos al fatídico golpe de estado militar franquista. Un golpe cuyo fracaso origina una cruenta guerra civil de tres años. Voy a traer a colación este pequeño trabajo de Rafael Cruz de la UCM, que trata de aproximarse a la situación que se vivió a pie de calle en los días previos del golpe.
Caos, desorden, situación insostenible, desmán callejero, violencia extrema y otra serie de adjetivos son los que se han usado hasta hace muy poco tiempo para, de algún modo, alimentar el mito de la inevitabilidad de la guerra civil española. Un mito que se convirtió durante muchos años en tabú y en algo de lo que no se podía hablar ni mentar: era algo prohibido e intocable que ya se había solucionado y sellado en la Transición. Por la contra, creo sinceramente que debemos de aproximarnos al conocimiento de unos hechos que han marcado de sobremanera la historia reciente de nuestro país para comprender mejor nuestra historia y no volver a caer en los mismos errores que cayeron nuestros antepasados.
Salud.
Caos, desorden, situación insostenible, desmán callejero, violencia extrema y otra serie de adjetivos son los que se han usado hasta hace muy poco tiempo para, de algún modo, alimentar el mito de la inevitabilidad de la guerra civil española. Un mito que se convirtió durante muchos años en tabú y en algo de lo que no se podía hablar ni mentar: era algo prohibido e intocable que ya se había solucionado y sellado en la Transición. Por la contra, creo sinceramente que debemos de aproximarnos al conocimiento de unos hechos que han marcado de sobremanera la historia reciente de nuestro país para comprender mejor nuestra historia y no volver a caer en los mismos errores que cayeron nuestros antepasados.
seguirá...El repertorio frenético. La ocupación
de la calle en la primavera de 1936
RAFAEL CRUZ
Universidad Complutense de Madrid
… Puedo asegurar que actualidad en la ciudad existe tranquilidad extrema debido única exclusivamente medidas precautorias. Continuados cacheos, nadie sale armado a la calle por seguridad serían detenidos. He detenido diferentes veces a estos elementos verdaderamente indeseables y los he tenido en la cárcel el tiempo necesario para que comprendieran la verdadera calle sólo es de la Autoridad…1.(1 Telegrama del «Gobernador Civil a Ministro de Gobernación», Orense, 9 de mayo de 1936 (Archivo General de la Guerra Civil, PS Madrid 2376, pág. 1).
EN la grabación de un programa de televisión sobre el aniversario de la Guerra de 1936 participó la hija del oficial ayudante del general Mola en los días de la sublevación del 17 de julio,
constatando de entrada que en la primavera de 1936 había tal desorden y caos en España que las cosas no podían continuar así. Por su doble condición de familiar de un protagonista de aquel período y autora de un libro sobre su padre publicado en 2005 puede servir de puente entre protagonistas de entonces y analistas y observadores de hoy. En su mayoría, tanto unos como otros han divulgado la idea consistente en que durante ese período primó el desorden político, tanto en la calle como en las instituciones, los enfrentamientos violentos alcanzaron niveles insoportables para la convivencia política y los gobiernos surgidos de las elecciones del 16 de febrero se mostraron incapaces o débiles para controlar la situación. En fin, una situación idónea para un desenlace revolucionario, bien fuera de carácter militar o impulsado por algunos grupos de la izquierda obrera.
Era lógico que los partidarios de la rebelión militar del 17 de julio acudieran a ese tipo de interpretaciones para legitimar su intervención contra el Gobierno. Insistieron en que la rebelión «cívico-militar» sólo enterró el cadáver del régimen republicano y se adelantó a una ya efectiva revolución social. Por su parte, los adversarios de los sublevados entendieron el desorden de la primavera como una provocación planificada por los mismos rebeldes de julio, al boicotear las reformas republicanas e inducir a la caída del gobierno de Frente Popular2.
Una buena parte de los cronistas, historiadores y politólogos posteriores heredó y confirmó estos planteamientos políticos en distintas versiones, al centrar en el desorden y en la debilidad gubernamental la raíz del denominado «fracaso» de la República, condición básica para su asalto3.
Para sustentar este tipo de interpretaciones se han utilizado sobre todo testimonios personales publicados o de transmisión oral, pero también La Causa General elaborada por los propios rebeldes desde el verano de 1936, y algunos estudios recopiladores de víctimas de los enfrentamientos sucedidos en la primavera. En estos últimos se resalta el número e intensidad de incidentes violentos, superior a cualquier otro período de la historia de España y con respecto a otras experiencias europeas. La mayoría de los testimonios, informes y estudios, sin embargo, carecen de un relato o investigación de las circunstancias que rodearon los enfrentamientos, sustituido por una tendencia a la agrupación de incidentes desiguales, responsables distintos, condiciones particulares, y a la reducción de la política republicana del período al ejercicio de la violencia por parte de sus integrantes más señalados. Además,
los autores suelen acompañar a las estadísticas sus propias reflexiones que, en general, reproducen las interpretaciones de los contemporáneos.
Es decir, las cifras suelen avalar la argumentación legitimadora o deslegitimadora de las posiciones políticas de los protagonistas. Al señalar que a la violencia desmedida era lógica una reacción, los estudios sobre los enfrentamientos de la primavera de 1936 no se sustraen a exponer un esquema muy arraigado en ciencias sociales: que los conflictos siempre producen respuesta de los agraviados, olvidando las capacidades de las que puedan disponer para responder y la posibilidad de distintas respuestas. A la vez, se olvida en ocasiones que la injusticia no es transparente ni todas las personas la entienden de la misma manera. Por eso, la conflictividad debe ser interpretada, moldeada según estándares morales y enmarcada en las relaciones políticas vigentes. Uno de los rasgos sustanciales de esas relaciones fue el de la competencia política. Las interpretaciones elaboradas en la misma primavera sobre los enfrentamientos fueron consecuencia de esa competencia política y divulgadas como si fuera en realidad «lo que pasó»4. El texto que viene a continuación se encuentra desprovisto del lenguaje y de la argumentación utilizados por los grupos políticos para legitimarse y para deslegitimar a sus adversarios. Términos como anarquía, caos, desorden, persecución, gobierno débil o cómplice,
«prisionero» del socialismo, conspiración comunista… pertenecen a un lenguaje interesado en derribar gobiernos, anular a contrincantes políticos, excluir de las instituciones a opciones «enemigas», impedir el protagonismo de los oponentes, buscar aliados y seguidores, extender el miedo político… La conflictividad y los enfrentamientos fueron muy importantes —y para ellos las páginas que siguen—, pero las repercusiones políticas que provocaron resultan inseparables de un proceso simultáneo de interpretación, de argumentación, para dotar de determinados significados políticos a lo que estaba sucediendo. La República no fracasó en la primavera de 1936; lo que tuvo éxito fue la intervención de unos jefes y oficiales que interpretaron la situación política peligrosa para su particular concepción de su identidad e intereses corporativos y tuvieron suficientes capacidades —armadas— para rebelarse.
EL PODER DESPÓTICO DEL GOBIERNO REPUBLICANO
El triunfo de la coalición electoral de izquierda en las elecciones de febrero de 1936 supuso un cambio importante en la relación de fuerzas políticas con respecto a la «República conservadora» de la legislatura anterior. Si algo distingue a la II República española de la portuguesa entre 1910 y 1926 es el carácter abierto de las elecciones en España, sin que los gobiernos o un partido en concreto pudieran controlar el resultado electoral y fabricar su propia mayoría parlamentaria. Por eso, los partidos buscaban una oportunidad de vencer u obtener buenos resultados electorales. A la vez, entendían que formar parte de la mayoría parlamentaria constituía la vía legal más directa para alcanzar mucho poder político: el poder del Estado. Ser Gobierno o su aliado permitía, además de tener la mayoría parlamentaria, ocupar de manera previsible parte de los escalones altos de la Administración civil central —incluidos los gobiernos civiles—, las Diputaciones Provinciales y los Ayuntamientos. En todas estas instituciones podía ejercerse un auténtico poder central o local, al intervenir en numerosas facetas de la vida social, con la asignación y distribución de recursos económicos y, sobre todo, legales. Como afirma Joaquín Romero Maura, «había tanto Estado en España que hizo falta una guerra civil para conquistarlo »5. De ahí que, frente a la idea de la debilidad del Gobierno en la primavera de 1936, puede contemplarse la potencia gubernamental como dirigente de un Estado muy regulador e intervencionista, al que la mayoría de los grupos, organizaciones e individuos utilizaban como referencia para adquirir poder por el efecto del número de leyes, decretos, personal, castigos, beneficios, mediaciones, interferencias, etc. El Gobierno central era sólo una parte muy importante de ese Estado, mucho menos centralizado en la práctica que el francés y descoordinado entre instancias fundamentales de la Administración. La tesis de la debilidad gubernamental implica la exigencia al Gobierno por parte de los analistas del control de todas
las prácticas de la Administración, incluida la local. Ese, sin embargo, es un listón muy alto que en el pasado ningún gobierno español pudo alcanzar en términos reales. Si bien es cierto que el traspaso de poderes al Gobierno de Azaña supuso un vacío momentáneo de la autoridad al desaparecer los gobernadores civiles antes de ser sustituidos, y aunque las instituciones
principales del Estado tuvieran un funcionamiento irregular durante la primavera, como es el caso de las gestoras municipales y, sobre todo, del cese arbitrario de la Presidencia de la República por el Parlamento, el Gobierno central podía o no hacer cumplir las leyes de manera puntual en alguna parte del territorio español, pero siempre era referencia absoluta del Estado por tener la capacidad de iniciativa legal en el más recóndito rincón del territorio. Los representantes del Gobierno en la primavera de 1936 legislaron reformas, removieron funcionarios, cesaron y ampararon alcaldes, impusieron multas, prohibieron y permitieron actividades políticas, intervinieron en los conflictos sociales, distribuyeron recursos económicos, detuvieron y liberaron sospechosos, utilizaron a la policía para controlar la calle y los campos… una actividad política frenética sin comparación posible con las iniciativas de ninguna otra organización
en la España de aquella época. Frente a la tesis bastante extendida de dispersión de la autoridad y falta de control sobre las actividades de ciertas organizaciones que
parecían suplantar a las autoridades legales, a través de controles de carreteras, peticiones de dinero, ocupaciones de tierras, etc., parece de mucho más calado considerar el protagonismo del Estado —y del Gobierno, en particular— en las actividades sociales de la mayoría de la población española6. Como se advirtió antes, la formación de un gobierno republicano de izquierda con apoyo parlamentario de los partidos obreristas abrió una oportunidad para ocupar los gobiernos provinciales y locales, al sustituir a las autoridades de la legislatura anterior, diferentes a su vez de las del 12 de abril de 1931; una ocasión propicia para restablecer las instituciones representativas en Cataluña, suspendidas meses antes; una circunstancia favorable para presionar en pro de la liberación de los miles de presos detenidos en la anterior legislatura; un respaldo político a la reposición laboral de los miles de trabajadores despedidos con ocasión de la huelga general de octubre de 1934. Estos son sólo algunos ejemplos de la serie de iniciativas gubernamentales y sociales que generaron conflicto y movilización, además de un clima favorable al planteamiento público de todo tipo de demandas, como ocurrió en Francia tras la formación del gobierno de Léon Blum. El empuje reformista del Gobierno no se dirigió a «republicanizar» la Administración del Estado ni a profundizar —como sí sucedió en Francia— en la regulación de las condiciones de trabajo. El programa electoral que debía cumplimentar el Gobierno intentaba terminar sólo con la situación adversa heredada de la legislatura anterior por los seguidores y militantes de las organizaciones de izquierda. Amnistía, (re)posición de Ayuntamientos, (re)admisión de despedidos, (re)stablecimiento de instituciones como la Generalitat, (re)anudación de los asentamientos en el campo y de la sustitución de las escuelas religiosas de primaria, (re)stitución de tierras a los yunteros extremeños, (re)construcción de los jurados mixtos… Algunos de los vacíos del programa pactado se convirtieron
también en una oportunidad para que algunas organizaciones presionaran a favor de su inclusión en la agenda política, sustituyendo de esa manera a la autoridad republicana. El desplazamiento de la Iglesia católica del centro sagrado de las relaciones sociales se convirtió desde el primer instante en un tema político prioritario para diferentes grupos. El control de las relaciones laborales, acompañando o suplantando la restitución de los jurados mixtos en mayo, apareció como el tema fundamental de la política sindical a partir de entonces. La movilización en torno a estos y otros temas también añadió conflicto, negociación y enfrentamiento a la dinámica política de la primavera, al ser intención de los diferentes grupos que se establecieran leyes parlamentarias o decretos gubernamentales sobre ellos. En definitiva, que interviniera el Estado para dar cumplida cuenta legal al conflicto. No había ninguna organización, institución o grupo que poseyera el mismo poder del que disfrutaba el Estado para imponer una solución a los conflictos. Desde diferentes posiciones políticas, se reclamaba al Gobierno una intervención favorable, amplia, instantánea y eficaz, algo en realidad imposible de acometer en muchas áreas de la vida social y cumplida con creces en otras. Al mismo tiempo, casi todas las opciones políticas reclamaban al Gobierno otro tipo de intervención distinta a la que realizaba, porque perjudicaba intereses, identidades y planteamientos establecidos. Por ejemplo, se reclamaba igualdad de trato, otro control policial, negociación y no imposición de la mayoría parlamentaria, coherencia republicana en la Administración, mayor o menor sujeción a la legalidad, etc.
Si algo debe imputarse al conjunto de la Administración estatal de aquellos meses es por un lado su descoordinación, descentralización y falta de recursos económicos y humanos para la efectiva aplicación de las políticas gubernamentales, y por otro lado, su autoritarismo.
Descoordinación del gobierno con algunas de las administraciones y con numerosos gobernadores civiles, en teoría en plena sintonía con el Gobierno central. Descentralización en la mediación y canalización de los conflictos, al no existir apenas interlocutores centrales para negociar la mitigación del paro, las condiciones laborales y otras situaciones conflictivas. Falta de recursos humanos y económicos estatales para poner en práctica las políticas de reforma agraria, la inspección de trabajo o el control policial en las ciudades. En términos generales y como en el pasado, el poder infraestructural del Gobierno era muy escaso, carecía de las capacidades necesarias antes descritas para aplicar políticas enunciadas en el Consejo de Ministros y susceptibles de ser aprobadas en el Parlamento, dirigidas a desarrollar aspectos clave de la Constitución, como la elección de los gobiernos locales o la ampliación de los derechos de los trabajadores7.
Por el contrario, durante la primavera de 1936 el Gobierno llegó a controlar el centro de la política pública, con capacidades para legislar o para cesar a un Presidente de la República adverso, con una mayoría parlamentaria estable e incondicional, con posibilidades de recambio en el futuro, y capaz de negociar con la dirección central de las principales organizaciones aliadas. Además, el Gobierno disfrutaba de un poder despótico a partir de una legislación de emergencia aplicada con rigor y cotidianidad. El estado de alarma se prorrogó todos los meses para impedir informaciones adversas en la prensa. El derecho de reunión y manifestación permaneció limitado al arbitrio del ministro de la Gobernación y se decretó la disolución de algún partido, como la Falange, y la restricción de actividades políticas a las asociaciones de militares retirados. Además, la capacidad de imposición de acuerdos entre empresarios y sindicatos
fue muy alta a escala local, donde la administración tenía suficientes recursos.
Salud.