Reseña de la película realizada por Tomás Eloy Martínez para la web El Porteño en noviembre de 2017
Fue uno de los peores centros de tortura de la dictadura argentina de Videla. Celdas por las que pasaron 700 detenidos, y sólo sobrevivieron 50. Lo llamaban el Olimpo. Ahora esos muros de cemento y horror han sido abiertos de nuevo como un grito de la memoria.
El Olimpo fue un campo de tormento y desapariciones durante sólo seis meses, entre agosto de 1978 y enero de 1979. Seis meses apenas y, sin embargo, 700 personas fueron allí atormentadas o asesinadas. Cincuenta, o poco menos, sobrevivieron. Estaba situado en un barrio de clase media, Floresta, al oeste de la ciudad de Buenos Aires. Tengo delante de mí un plano de esa época. Los límites de la prisión dibujan un rectángulo irregular, entre las calles de Olivera, Lacarra y Ramón Falcón. A cien metros está la avenida de Ribadavia, que atraviesa el mapa de la capital argentina de un extremo al otro. Seis cuadras hacia el sur hay una estación de trenes, cuatro hacia el oeste se alza un parque con juegos infantiles. El paisaje es de una terrible monotonía: sólo casas bajas, indiferentes, uniformes.
En el pasado, el galpón enorme que aún sigue en pie, con altos techos de zinc, era el destino último de varias líneas de colectivos y ómnibus. El ejército se apropió de la casa en los primeros meses de la dictadura y, en una fecha todavía imprecisa, quizá en enero de 1978, movilizó a decenas de prisioneros en camiones cerrados. Eran en verdad esclavos: maestros de obras, albañiles, carpinteros, electricistas, que llegaban para construir sus propias tumbas. El trabajo fue incesante, demencial. En pocas semanas completaron cuatro hileras de 20 celdas, con muros de cemento y puertas de hierro. Al abrirse paso hacia el extremo norte del galpón, descubrieron dos ventanas ojivales. Los guardianes ordenaron tapiarlas con ladrillos y dejar, en lo alto, una hendija ínfima, en la que incrustaron alambres de espino. Sobre el cemento clavaron unas argollas de acero, de las que iban a ser colgadas las víctimas. Los esclavos avanzaron. Levantaron la sala de guardia, el casino de los suboficiales, las habitaciones donde dormirían los carceleros, las precarias letrinas, el lavadero, las duchas, el almacén en el que se acumularían las neveras y televisores robados durante las operaciones de secuestro. Los últimos días construyeron dos salas de tormento, con terminales eléctricas reforzadas. Antes de subir a los camiones y abandonar el Olimpo, oyeron que los guardianes las llamaban los quirófanos. Debió de suceder una madrugada, en julio. Nadie los vio después. Uno de los camioneros contaría, años más tarde, que le ordenaron volcar los cuerpos en la bodega de un avión. «¿Dónde los llevan?», se animó a preguntar. «Van a la niebla de ninguna parte», le contestaron.
Veinte años atrás vi, de lejos, a uno de los sobrevivientes del Olimpo. Fue un miércoles de mayo, en los Tribunales de Buenos Aires, en los primeros días del juicio a los comandantes de la dictadura. Era, creo, el último testigo de la tarde, y debía de llevar horas esperando. Cuando uno de los ujieres lo llamó, me pareció frágil. Tuve la impresión de que arrastraba los pies y le temblaban las manos. Cuando empezó a hablar, advertí que mis sentidos se equivocaban. La voz fluía con firmeza, y el hombre alto, flaquísimo, con anteojos de miope que le cubrían la mitad de la cara, narraba su historia sin vacilar.
Se llamaba Mario César Villani y era licenciado en Física. No me quedó claro por qué una patrulla de militares sin identificación ni uniforme había emboscado su Fiat 600 una mañana de noviembre de 1977, cuando salía de su casa. Deduje que se debía, tal vez, a que había sido secretario académico de la Facultad de Ciencias Exactas en la Universidad de Buenos Aires durante una época de efervescencia política, poco antes de la muerte de Juan Perón. A medida que la tarde avanzaba, el relato de Villani crecía como una representación absoluta del mal: cada estación de su tormento representaba un crimen diferente de la dictadura: la vejación, el despojo, la pérdida de la identidad, la humillación, la esclavitud. Sólo se había salvado del crimen y estaba allí para decir por qué.
Villani sobrevivió no a uno sino a cinco campos de concentración. Lo confinaron primero en el Club Atlético, emplazado donde ahora nace la autopista que va desde el centro de Buenos Aires al aeropuerto internacional de Eceiza. Durante dos días interminables, en noviembre de 1977, lo atormentaron con porras y descargas eléctricas. Luego fue derivado al Banco, al Olimpo, al Pozo de Quilmes, a la Escuela de Mecánica de la Armada. Algunos de esos nombres ya nada dicen. Para los prisioneros, en cambio, son llagas de la memoria, sílabas que separan la vida de la muerte.
La odisea que Villani contó sin énfasis, como si los sufrimientos fueran de otro, me recordó al Primo Levi de Se questo è un uomo. Levi -se sabe- era un químico en Auschwitz, al que los nazis salvaron de la cámara de gas sólo para que sirviera en los laboratorios mezclando gases tóxicos y elaborando compuestos orgánicos. Villani llamó la atención del general Carlos Guillermo Suárez Mason -alias Cacho, alias Pajarito, jefe de los verdugos y comandante del Primer Cuerpo de Ejército-, porque lo suponía experto en las interferencias a las emisiones de televisión. Nunca lo pusieron a trabajar en eso, sin embargo. Sólo una vez le permitieron subir a la azotea del Olimpo para examinar la orientación de las antenas de recepción de ondas.
Villani restauraba electrodomésticos, carburadores, motores de agua, circuitos eléctricos. Cierta vez le ordenaron que asistiera a una sesión de tortura. Ningún relato podría ser tan vívido como el que hizo él mismo ante los jueces, aquella tarde de mayo de 1985: «En el Olimpo me buscó uno de los represores y me dijo: ‘Che, flaco, vení a servirme unos mates’. Me llevó a la puerta del quirófano mientras él y otras personas torturaban a otro detenido. Yo tenía que servirles mate». Eso fue todo: el abismo como un percance natural en la vida de todos los días.
A las pocas semanas de esa historia, los verdugos llamaron a Villani para que reparara la picana eléctrica. Hay que oír su voz adentrándose en ese infierno: «Les dije que no podía hacer eso. Los represores, entonces, empezaron a usar un varivolt, un transformador de voltaje regulable. Cuando llevábamos los torturados a las duchas, yo les veía las llagas, las quemaduras. El varivolt hace mucho más daño que la picana. Entonces dije: ‘Traigan la picana que la voy a arreglar’. Coloqué en ella un capacitor de menos voltaje, para que la tortura no fuera tan atroz». La voz de Villani fluye monótona de las cintas de grabación. Recuerdo su cara impasible, inexpresiva. Recuerdo, también, lo que pensé en ese momento: que los hombres pueden elegir lo que hacen, pero no lo que viven ni lo que ven.
Villani perdió su nombre. En el Olimpo lo llamaban Tito o X 96. Cuando el general Suárez Mason le preguntó cómo se llamaba y respondió «Mario César Villani», lo golpearon con cadenas hasta desmayarlo. Debía haber dicho «Tito» o, más bien, «Soy nadie».
Perdió también su casa. Cinco o seis años antes de que lo arrestaran compró una vivienda modesta en Ramos Mejía, al oeste de Buenos Aires. Uno de sus verdugos, que ha pasado a la historia por el apodo de guerra, Colores -así como otros se hacían llamar El Turco Julián, el Tordillo, el Cara de Goma-, le ordenó que le vendiera la casa. La palabra vender encubre una farsa. Colores lo condujo a la oficina de un escribano, donde Villani firmó los documentos de venta y recibió, a cambio, un fajo de dinero. Antes de regresar a la prisión, entregó el fajo a Colores, a cuyo nombre estaba el nuevo título de propiedad. Jamás recuperó el bien perdido.
En una vieja fotografía del Olimpo he visto un busto de la Virgen de Luján junto a la enorme puerta roja de acceso. He leído, también, la leyenda que sorprendió a Villani cuando llegó: Bienvenido al Olimpo de los Dioses. Firmado: Los Centuriones. La frase es bárbara por donde se la examine. El Olimpo pertenece a la mitología griega: era la mansión de Zeus, de Atenea, y no podía ser visitado -ni tan siquiera entrevisto- por los mortales. Los centuriones pertenecen a la historia romana: eran los comandantes de las centurias, a cuyo mando estaba un centenar de legionarios. Lo que importa en la bienvenida, sin embargo, es la idea de Dios. Los verdugos se creían encarnaciones de la divinidad e imaginaban que tenían potestad para decidir sobre la vida y la muerte de las víctimas. De hecho, la tenían. Cuando Villani entró al Olimpo, lo primero que le dijeron fue: «Somos Diosito», así, en diminutivo. «Si no cantás, te vas para arriba. Acá ni siquiera tenés derecho a elegir cuándo vas a morir».
Para escribir estas líneas vi, otra vez, una película sobre el campo de concentración. Se llama Garaje Olimpo y fue realizada en 1999 por Marco Bechis. Aunque el nudo del relato es el amor enfermo entre una reclusa y su verdugo, las otras cadencias de la narración son las que contó Villani ante los jueces: la apropiación de la casa de Ramos Mejía, el arreglo de la picana eléctrica, los saqueos, los suicidios. Apenas empieza, la obra de Bechis suscita incomodidad. Las imágenes exhalan cierta complacencia perversa en el mal, como Portero de noche. La víctima -una muchacha de veinte años dotada de lánguida belleza- se desnuda demasiadas veces, y la cámara se detiene en su cuerpo castigado con cierta codicia pornográfica. Recordé una crítica que Jacques Rivette escribió en Cahiers du Cinéma hace más de cuatro décadas, en la que insistía en la palabra abyección. Es la abyección del Garaje Olimpo lo que mortifica, la intención de transformar en erótico lo que sólo es sórdido y maligno. «Pornografía concentracionaria», la llamaba Rivette. Los muertos siempre tienen otra oportunidad de ser denigrados.
El Olimpo sigue en pie, con la arquitectura intacta de hace 25 años. Cuando la dictadura fue devorada por su propia podredumbre, en 1983, el solar pasó a manos de la Policía Federal, que lo convirtió en un galpón para verificar la identidad de los vehículos y tatuar sobre los vidrios, con una punta de diamante, el número de serie. Otro modo de hacer lo mismo, ya no sobre los cuerpos indefensos sino sobre materias inertes. Hace pocas semanas, a fines de noviembre, el antiguo garaje fue consagrado a la memoria de sus 700 muertos y abierto al público. Sobre los muros donde estaba la Virgen se colgaron las fotografías de los que allí desaparecieron. Dentro, en una sala de conferencias que ocupa el espacio de la playa de estacionamiento, alguien recuerda, todas las semanas, las infamias del pasado. Los quirófanos, las celdas, la leyenda sobre la divinidad de los carceleros: todo se ha preservado.
Ese día, Villani volvió a la prisión-museo y encontró a víctimas que estuvieron allí al mismo tiempo que él, con los ojos vendados. No las conocía, por supuesto. A una de ellas la oyó gritar -ha dicho-, pero sólo ahora sabe quién era. Gilberto Rengel Ponce no cesó de llorar. Otro, Juan Agustín Guillén, iba de una celda a otra como perdido, apoyándose sobre las muletas que le deparó la tortura.
Las altas ventanas exteriores siguen tapiadas con ladrillo y encaladas, como en los tiempos atroces. El portón por el que entraban y salían los camiones es rojo, igual que antes. La extraña casa de enfrente tampoco ha sido tocada. Villani reconoció el emplazamiento del Olimpo cuando la vio mientras, en el techo de zinc, enderezaba las antenas de televisión. La casa databa -suponía- de 1930. Una ventana sobre la calle estaba cubierta por un vitral. A la derecha habían construido, sobre el muro cerrado, un balcón. Imágenes como esa abundan en Buenos Aires: miradores a los que nadie puede llegar, balcones que se abren a ninguna parte.
Los vecinos no son ahora los mismos. De esa orilla de Floresta han ido desertando las familias de clase media y la mayoría de las casas son ya oficinas, comercios precarios, fábricas incipientes. Durante el verano de 2001, la periodista Alejandra Dandán anduvo por allí, preguntándole a la gente qué memorias había retenido de la pesadilla. «Ni yo ni mi familia oímos nada», le dijo la dueña de una fábrica de pastas situada frente al portón principal. «No tuve miedo porque ignoraba todo», le repitió el operador de teletipos Rodolfo Malesini: «Las cosas fueron como fueron, qué le va a hacer. Ya todo está consumado». Un chofer de la línea 5 de colectivos insistió: «Yo pasaba por acá todos los días a las cuatro, a las cinco de la mañana. Nunca vi ni oí nada. Nunca nada. Lo que dicen que pasó es verso para mí. ¿Soy claro? Puro verso».
Sólo a Orfelia Ciccini se le ha grabado en la memoria el desolador «¡mamita, mamita!», que oyó salir al amanecer de una garganta adolescente. También, Ricardo, un viejo conductor de automóviles de alquiler -los remises de Buenos Aires- se inquietó ante la periodista, después de mucho pensar: «Esto era un silencio sepulcral. Yo no sé qué había en el garaje, pero, cada tanto, salía un olor fuerte a neumáticos quemados».
Mario César Villani se acuerda del olor. En el centro de la playa de estacionamiento, los verdugos colocaban tambores de aceite de cien litros, y allí quemaban, junto a desechos de gomas y de plástico, los cuerpos de los que sucumbían en el tormento.
Las fotografías, los mapas, las palabras: no hay lenguaje suficiente para expresar un infierno que sólo duró seis meses, pero que tiene el tamaño de la eternidad. Como en Hiroshima mon amour, de Alain Resnais; como en Shoah -el documental de Claude Lanzmann-, los cómplices del Olimpo no vieron nada ni oyeron la respiración de la misericordia. Las galerías desnudas, los muros, las ventanas tapiadas son, casi siempre, más elocuentes que la ceguera de los hombres.