Jesuitismo, luteranismo y calvinismo
Franz Mehring - año 1894
publicado por Bitácora Marxista-Leninista en diciembre de 2020
—2 mensajes—
«Se ha convertido en una tradición llamar a la Guerra de los Treinta Años guerra religiosa. Sin embargo, un rápido vistazo sobre el curso de la guerra muestra la debilidad de este punto de vista. El resultado europeo de la guerra fue que la hegemonía francesa sucedió a la española, y Francia era una potencia católica tanto como España. Los príncipes protestantes de Alemania quedaron bajo el dominio del rey católico de Francia y hasta del Gran Turco de Constantinopla [5]. Cuando Gustavo Adolfo entró en Alemania, con el falso propósito de salvar al protestantismo, los Países Bajos, protestantes, le negaron su apoyo. Pero, por el contrario, al principio tuvo la bendición del Papa. Y así se podría seguir con docenas de ejemplos, en los que católicos luchaban contra católicos, protestantes contra protestantes, católicos a favor de protestantes, protestantes a favor de católicos.
Pero sería arrojar el chico con el agua del baño si se dijera que la religión no tuvo nada que ver con la Guerra de los Treinta Años. Por el contrario, hay muchas pruebas de ello en los propios combatientes. Innumerables fueron los que con entusiasmo fueron a la muerte por la santa madre de Dios, por la «doctrina pura» o por algún otro símbolo religioso que hoy en día ya no podemos entender. Se pueden citar decenas de casos en los que los seguidores de la misma religión se enfrentaron entre sí, de la misma manera que también se pueden señalar decenas donde la convicción religiosa separaba o unía. Inglaterra y Holanda lucharon bajo la bandera del protestantismo contra la católica España, a la vez que los jesuitas unieron a España con Austria. La afirmación de que se debe abandonar completamente la religión para poder juzgar de manera correcta la Guerra de los Treinta Años es tan errónea como la afirmación de que esta guerra fue una guerra religiosa. El materialismo histórico no niega de ninguna manera, como ignorantes o mal intencionados individuos le suelen acusar, que las convicciones religiosas han jugado un gran papel en la historia. Por el contrario reconoce plenamente esta pluma caudal del desarrollo histórico. Sólo afirma que la religión, tanto como cualquier otra ideología, es la base más exterior de este desarrollo, cuyo fundamento sólo puede buscarse en la región de la economía.
Con este hilo conductor se halla también un camino de salida al desesperante matorral de contradicciones que cada uno encontrará si al juzgar a la Guerra de los Treinta Años o bien se le da exclusivamente importancia al punto de vista religioso o bien se lo ignora por completo. Se trata, según Marx, de separar entre la revolución material en las condiciones económicas de producción y las formas ideológicas, en la cual los individuos se hacen conscientes de este conflicto y le dan batalla[6]. Esas formas eran en el 1600 abrumadoramente religiosas, ya no tan fuertemente religiosas como en el 1500, pero mucho más fuertes que en el 1700, a cuyo fin la Revolución Francesa recién develó completamente el velo religioso y se llevó a cabo bajo formas de pensamiento puramente secular. Pero si se pregunta por qué las clases y el pueblo europeos desde el 1500 al 1700 fueron conscientes de sus contradicciones materiales precisamente bajo formas religiosas, entonces la respuesta es: porque la iglesia cristiana que resultó de la caída del imperio universal romano salvó los restos de la antigua cultura para esas clases y pueblos, porque ella dirigió durante siglos la vida material completa del occidente europeo, y porque, por ello, impregnó completamente esta vida con el espíritu religioso.
La iglesia medieval era un poder económico bajo formas religiosas. Este poder se rompería en pedazos tan pronto sus especiales condiciones de producción, a saber, las feudales, cayeran hechas añicos. Pero esto ocurrió tanto más irreversiblemente cuanto más rápido creció el modo de producción capitalista. Después del Manifiesto Comunista este proceso histórico mundial ha sido descrito tan a menudo y con profundidad en la literatura socialista, que nos atrevemos a suponer que es conocido por nuestros lectores. Una verdadera revolución del modo de producción cambió profundamente la actitud de los pueblos europeos hacia la iglesia medieval. De haber sido la palanca de la producción feudal, la iglesia se convirtió en un escollo para la producción capitalista. Ya no cumplía sus antiguos servicios, pero exigía, como antes, sueldo por ellos. Mantuvo más firmemente su poder, a medida que el derecho que alguna vez había sostenido este poder se disolvía en el aire. La Curia Romana chupaba de las venas de los pueblos la última gota de sangre, el último tuétano de sus huesos. Un acuerdo con el Papado se convirtió para todos en una incómoda necesidad.
Este acuerdo con un poder económico que regía bajo formas religiosas solamente pudo llevarse a cabo como una resistencia económica bajo formas religiosas. La teología, durante el Medioevo, había penetrado todo el pensamiento, toda la educación, toda la ciencia, en la medida en que hubiese algo así en aquellos tiempos. Evidentemente los primeros intentos de una visión puramente secular del mundo aparecieron en el humanismo, pero eran para el pueblo, por así decir, caviar. El humanismo no pudo ni siquiera presentar los necesarios funcionarios estatales contra las clases dominantes. Todos ellos estaban vinculados y sostenidos por el poder religioso. E incluso más: la decadencia de la iglesia medieval llevó, en un principio, a un crecimiento de las pasiones religiosas. Los clérigos católicos tienen, a su vez, igual derecho, cuando dicen que la «doctrina pura» de la reforma ha llevado al ateísmo de la socialdemocracia, como los protestantes, por su lado, tienen derecho cuando dicen que «la doctrina pura» ha traído consigo una profundización del sentimiento religioso, incluso en el catolicismo. En esto los clérigos católicos no ven más lejos que los protestantes.
Cuanto más se desarrolló el capitalismo y con ello el conocimiento de la sociedad y la naturaleza, más se develaron los secretos de los procesos vitales de la sociedad y de la naturaleza., y con ello se secaron todas las raíces religiosas. Pero esas raíces consiguieron, en principio, una nueva vitalidad cuando la economía medieval, sometida a terribles plagas, comenzó a sucumbir bajo la aniquiladora influencia de la moderna economía monetaria e industrial, y los pueblos no fueron capaces de explicar esta revolución, que los azotaba con una fusta de fuego, de otro modo que como un castigo de los poderes sobrenaturales. Como consecuencia de ello brotó un cruel y sombrío fanatismo religioso, que el alegre y vital catolicismo del medioevo nunca había conocido. Pareció que la Europa occidental se había convertido en un manicomio, al que, durante la Guerra de los Treinta Años, sus obsesionados pacientes incendiaron por los cuatro puntos cardinales. Sin embargo, lentamente, con el desarrollo del modo de producción capitalista, esto fue desapareciendo y, en la época de la Guerra de los Treinta Años, las clases dominantes ya eran más o menos conscientes de que los hechos económicos son los que dirigen el mundo y no su reflejo especular religioso.
Pero si la rebelión de los pueblos europeos contra la monarquía universal medieval del Papa se había hecho bajo formas religiosas, esas formas debían, entonces, variar por completo según fuese el tipo y la fuerza de la resistencia.
Y lo que tiene validez dentro de cada pueblo en particular, tiene validez, dentro de cada pueblo, para cada clase en particular. Desde el 1200 al 1600 hay una gran cantidad de iglesias y sectas que se rebelan contra Roma, pero que hacen este ajuste de cuentas de las más distintas maneras, todo según los intereses materiales que las sostienen. Cada intento de describir la historia religiosa de estos siglos desde un punto de vista ideológico, como una lucha puramente espiritual, lleva a la más ridícula e irreparable confusión y mucho peor si, con ello, se pretende que el catolicismo juegue el papel del demonio contra el ángel del protestantismo. Las naciones que permanecieron católicas rompieron con el señorío de Roma, así como las naciones que se hicieron protestantes, y la profesión de fe hacia el catolicismo pudo significar un alto grado de civilización de la misma manera que la profesión de fe hacia el protestantismo un alto grado de barbarie. Sobre todo la difundida relación contradictoria entre catolicismo y protestantismo, en el sentido de la iglesia vieja y la nueva, de la Edad Media y la nueva época, es completamente infructuosa y carente de significado, lo cual se evidencia tan pronto como investigamos los conflictos religiosos durante la Guerra de los Treinta Años.
Las tres grandes corrientes religiosas durante la primera mitad del siglo XVII fueron el jesuitismo, el calvinismo y el luteranismo. Las tres eran iglesias nuevas, que se separaban de la vieja iglesia, así como el modo de producción capitalista se separaba del feudal. Las tres surgieron de una tierra común. El calvinismo y el luteranismo se separan ideológicamente sólo por diferencias dogmáticas del grosor de un cabello: si el pan y el vino en la eucaristía significa o es la carne y la sangre de Jesús, y otras semejantes. Loyola llegó a fundar la orden de Jesús atravesando intensas luchas espirituales, que se parecen a las de Lutero como un huevo se parece a otro. Ambos reaccionaron contra la vida muelle de las órdenes monacales, ambos exageraron los ejercicios religiosos. Lo que hay de obediencia ciega en los jesuitas, lo encontramos en el mismo grado o peor entre los fundadores de la iglesia luterana. Asimismo Loyola exigía «la libertad de la persona cristiana» con tanta firmeza o incluso más que Lutero, ya que con su estricta disciplina la compañía de Jesús favorecía y elogiaba la autonomía individual de sus miembros. Que por diferencias entre esas religiones se haya llevado a cabo una guerra de treinta años, se haya aplastado a países florecientes y se haya masacrado a millones y millones de personas, parece, de hecho que sólo pudo ser posible en un manicomio. Pero detrás de esas diferencias estaban las contradicciones económicas de la Europa de entonces.
El jesuitismo era el catolicismo reformado sobre los cimientos capitalistas. En los países económicamente más desarrollados, como España y Francia, las necesidades del modo de producción capitalista establecieron grandes monarquías, para las cuales nada había más cerca que liberarse de la explotación romana, pero no había tampoco nada más lejos que romper con Roma. Después que los reyes españoles y franceses se liberaron de Roma, de modo que los Papas no pudieran, sin su autorización, recoger un solo chelín de sus países, se mantuvieron fieles hijos de la Iglesia porque, así, podían aprovechar el poder eclesiástico sobre sus propios súbditos. De ahí la interminable guerra de los reyes franceses y españoles sobre la tenencia de Italia. Pero si la iglesia romana podía permanecer competente en el dominio secular, debía transformarse de feudal en capitalista y esto se le delegó a la Compañía de Jesús. El jesuitismo adaptó la Iglesia Católica a las nuevas relaciones económicas y políticas. Reorganizó todo el sistema escolar a través de los estudios clásicos –la más alta educación de aquel tiempo-. Se convirtió en la principal compañía comercial del mundo y tenía sus oficinas a lo largo de toda la tierra que era descubierta. Se procuraron consejeros de los príncipes, a los que dominaban sirviéndolos. El jesuitismo, en una palabra, se convirtió en la principal fuerza impulsora de la iglesia romana, mientras el papado se reducía a un principado italiano –una pelota para que jueguen las potencias seculares- al que éstas buscaban usarlo todo lo posible para sus propios objetivos seculares, desde sus contradictorios intereses.
Loyola y sus primeros compañeros venían de España. Durante un largo tiempo Europa conoció a los jesuitas como los padres españoles. Y esto es fácil de entender. España era durante el siglo XVI la principal potencia mundial. El rey español Carlos V portaba incluso la corona imperial, tenía influencia en Italia, tenía a su disposición los tesoros tanto de la Lejana como de la Cercana India. No tuvo éxito en lograr que la corona alemana fuese heredada por su hijo. Sin embargo, éste, Felipe II, continuó siendo el monarca más poderoso de su tiempo e, incluso en Alemania, mantuvo los ricos Países Bajos y el condado libre de Borgoña, actualmente Franche-Comté.
Como principal potencia mundial, España debía ser la monarquía más absoluta, y se convirtió en la más absoluta monarquía a través del poder de la iglesia. Especialmente la inquisición era, bajo formas religiosas, un arma espantosa al servicio del poder real. Pero esto, que permitió a la monarquía española crecer tan rápidamente por sobre su competidor francés, destruyó al mismo tiempo las propias fuentes de su poderío. El absolutismo satisfacía sólo ocasionalmente, nunca permanentemente, los intereses del modo de producción capitalista. Para las ciudades ricas, el absolutismo no era un objetivo sino un medio y tan pronto como al absolutismo se le ocurría ponerse como un objetivo, las ciudades le recordaban enfáticamente que se mantenía por la gracia de éstas. En esta lucha, la ganancia del absolutismo podía ser más fatal que la pérdida. Bajo Felipe II el poder mundial español comenzó a sangrar por medio de la rebelión de las ciudades de los Países Bajos, pero, cincuenta años antes, la victoria que Carlos había logrado sobre los comuneros españoles en Villalar [7] y la destrucción de las ciudades españolas, donde la inquisición completó esta victoria, crearon las condiciones para que, en términos generales, España quedara fuera del ámbito de las grandes potencias europeas.
Las banderas religiosas, bajo las cuales las ciudades flamencas se levantaron contra el absolutismo español era el calvinismo. También lo eran las banderas religiosas de las ciudades francesas contra el absolutismo francés. Como hijos de la rica ciudad comercial de Ginebra su concepción eclesiástica correspondía con el interés de los más avanzados burgueses de la ciudad. En oposición a la capitalista Compañía de Jesús absolutista, esta religión puede ser llamada la religión capitalista burguesa. Esto de ninguna manera contradice que partes de la aristocracia en Francia y en los Países Bajos se reconociesen calvinistas. Tenían, más o menos, los mismos intereses que las ciudades rebeldes y luchaban, por lo tanto, bajo la misma bandera. Pero en todas partes, donde el calvinismo logró un poder decisivo y fanático, sus raíces están en las ciudades y tienen detrás los intereses burgueses. Cuando Richelieu, seis años después del inicio de la Guerra de los Treinta Años, consiguió el timón del Estado (1624) venció fácilmente a los elementos hugonotes aristocráticos, pero frente a los habitantes de las ciudades debió llevar a cabo una guerra con mano de hierro, hasta que en 1628, después de catorce meses de sitio conquistó su plaza principal, La Rochelle. Pese a que era cardenal de la iglesia romana, Richelieu estaba en un nivel incomparablemente superior, en cuanto al desarrollo histórico, al del rey español Carlos V cien años antes. Richelieu no demolió las ciudades francesas después de vencerlas, sino que las puso en una actitud conciliadora, al recibir y reconocer las exigencias políticas que, de acuerdo a las relaciones económicas de poder, ellas presentaban. Es ésta la causa más profunda de por qué Francia rápidamente obtuvo la hegemonía europea por encima de su competidor español.
Franz Mehring - año 1894
publicado por Bitácora Marxista-Leninista en diciembre de 2020
—2 mensajes—
«Se ha convertido en una tradición llamar a la Guerra de los Treinta Años guerra religiosa. Sin embargo, un rápido vistazo sobre el curso de la guerra muestra la debilidad de este punto de vista. El resultado europeo de la guerra fue que la hegemonía francesa sucedió a la española, y Francia era una potencia católica tanto como España. Los príncipes protestantes de Alemania quedaron bajo el dominio del rey católico de Francia y hasta del Gran Turco de Constantinopla [5]. Cuando Gustavo Adolfo entró en Alemania, con el falso propósito de salvar al protestantismo, los Países Bajos, protestantes, le negaron su apoyo. Pero, por el contrario, al principio tuvo la bendición del Papa. Y así se podría seguir con docenas de ejemplos, en los que católicos luchaban contra católicos, protestantes contra protestantes, católicos a favor de protestantes, protestantes a favor de católicos.
Pero sería arrojar el chico con el agua del baño si se dijera que la religión no tuvo nada que ver con la Guerra de los Treinta Años. Por el contrario, hay muchas pruebas de ello en los propios combatientes. Innumerables fueron los que con entusiasmo fueron a la muerte por la santa madre de Dios, por la «doctrina pura» o por algún otro símbolo religioso que hoy en día ya no podemos entender. Se pueden citar decenas de casos en los que los seguidores de la misma religión se enfrentaron entre sí, de la misma manera que también se pueden señalar decenas donde la convicción religiosa separaba o unía. Inglaterra y Holanda lucharon bajo la bandera del protestantismo contra la católica España, a la vez que los jesuitas unieron a España con Austria. La afirmación de que se debe abandonar completamente la religión para poder juzgar de manera correcta la Guerra de los Treinta Años es tan errónea como la afirmación de que esta guerra fue una guerra religiosa. El materialismo histórico no niega de ninguna manera, como ignorantes o mal intencionados individuos le suelen acusar, que las convicciones religiosas han jugado un gran papel en la historia. Por el contrario reconoce plenamente esta pluma caudal del desarrollo histórico. Sólo afirma que la religión, tanto como cualquier otra ideología, es la base más exterior de este desarrollo, cuyo fundamento sólo puede buscarse en la región de la economía.
Con este hilo conductor se halla también un camino de salida al desesperante matorral de contradicciones que cada uno encontrará si al juzgar a la Guerra de los Treinta Años o bien se le da exclusivamente importancia al punto de vista religioso o bien se lo ignora por completo. Se trata, según Marx, de separar entre la revolución material en las condiciones económicas de producción y las formas ideológicas, en la cual los individuos se hacen conscientes de este conflicto y le dan batalla[6]. Esas formas eran en el 1600 abrumadoramente religiosas, ya no tan fuertemente religiosas como en el 1500, pero mucho más fuertes que en el 1700, a cuyo fin la Revolución Francesa recién develó completamente el velo religioso y se llevó a cabo bajo formas de pensamiento puramente secular. Pero si se pregunta por qué las clases y el pueblo europeos desde el 1500 al 1700 fueron conscientes de sus contradicciones materiales precisamente bajo formas religiosas, entonces la respuesta es: porque la iglesia cristiana que resultó de la caída del imperio universal romano salvó los restos de la antigua cultura para esas clases y pueblos, porque ella dirigió durante siglos la vida material completa del occidente europeo, y porque, por ello, impregnó completamente esta vida con el espíritu religioso.
La iglesia medieval era un poder económico bajo formas religiosas. Este poder se rompería en pedazos tan pronto sus especiales condiciones de producción, a saber, las feudales, cayeran hechas añicos. Pero esto ocurrió tanto más irreversiblemente cuanto más rápido creció el modo de producción capitalista. Después del Manifiesto Comunista este proceso histórico mundial ha sido descrito tan a menudo y con profundidad en la literatura socialista, que nos atrevemos a suponer que es conocido por nuestros lectores. Una verdadera revolución del modo de producción cambió profundamente la actitud de los pueblos europeos hacia la iglesia medieval. De haber sido la palanca de la producción feudal, la iglesia se convirtió en un escollo para la producción capitalista. Ya no cumplía sus antiguos servicios, pero exigía, como antes, sueldo por ellos. Mantuvo más firmemente su poder, a medida que el derecho que alguna vez había sostenido este poder se disolvía en el aire. La Curia Romana chupaba de las venas de los pueblos la última gota de sangre, el último tuétano de sus huesos. Un acuerdo con el Papado se convirtió para todos en una incómoda necesidad.
Este acuerdo con un poder económico que regía bajo formas religiosas solamente pudo llevarse a cabo como una resistencia económica bajo formas religiosas. La teología, durante el Medioevo, había penetrado todo el pensamiento, toda la educación, toda la ciencia, en la medida en que hubiese algo así en aquellos tiempos. Evidentemente los primeros intentos de una visión puramente secular del mundo aparecieron en el humanismo, pero eran para el pueblo, por así decir, caviar. El humanismo no pudo ni siquiera presentar los necesarios funcionarios estatales contra las clases dominantes. Todos ellos estaban vinculados y sostenidos por el poder religioso. E incluso más: la decadencia de la iglesia medieval llevó, en un principio, a un crecimiento de las pasiones religiosas. Los clérigos católicos tienen, a su vez, igual derecho, cuando dicen que la «doctrina pura» de la reforma ha llevado al ateísmo de la socialdemocracia, como los protestantes, por su lado, tienen derecho cuando dicen que «la doctrina pura» ha traído consigo una profundización del sentimiento religioso, incluso en el catolicismo. En esto los clérigos católicos no ven más lejos que los protestantes.
Cuanto más se desarrolló el capitalismo y con ello el conocimiento de la sociedad y la naturaleza, más se develaron los secretos de los procesos vitales de la sociedad y de la naturaleza., y con ello se secaron todas las raíces religiosas. Pero esas raíces consiguieron, en principio, una nueva vitalidad cuando la economía medieval, sometida a terribles plagas, comenzó a sucumbir bajo la aniquiladora influencia de la moderna economía monetaria e industrial, y los pueblos no fueron capaces de explicar esta revolución, que los azotaba con una fusta de fuego, de otro modo que como un castigo de los poderes sobrenaturales. Como consecuencia de ello brotó un cruel y sombrío fanatismo religioso, que el alegre y vital catolicismo del medioevo nunca había conocido. Pareció que la Europa occidental se había convertido en un manicomio, al que, durante la Guerra de los Treinta Años, sus obsesionados pacientes incendiaron por los cuatro puntos cardinales. Sin embargo, lentamente, con el desarrollo del modo de producción capitalista, esto fue desapareciendo y, en la época de la Guerra de los Treinta Años, las clases dominantes ya eran más o menos conscientes de que los hechos económicos son los que dirigen el mundo y no su reflejo especular religioso.
Pero si la rebelión de los pueblos europeos contra la monarquía universal medieval del Papa se había hecho bajo formas religiosas, esas formas debían, entonces, variar por completo según fuese el tipo y la fuerza de la resistencia.
Y lo que tiene validez dentro de cada pueblo en particular, tiene validez, dentro de cada pueblo, para cada clase en particular. Desde el 1200 al 1600 hay una gran cantidad de iglesias y sectas que se rebelan contra Roma, pero que hacen este ajuste de cuentas de las más distintas maneras, todo según los intereses materiales que las sostienen. Cada intento de describir la historia religiosa de estos siglos desde un punto de vista ideológico, como una lucha puramente espiritual, lleva a la más ridícula e irreparable confusión y mucho peor si, con ello, se pretende que el catolicismo juegue el papel del demonio contra el ángel del protestantismo. Las naciones que permanecieron católicas rompieron con el señorío de Roma, así como las naciones que se hicieron protestantes, y la profesión de fe hacia el catolicismo pudo significar un alto grado de civilización de la misma manera que la profesión de fe hacia el protestantismo un alto grado de barbarie. Sobre todo la difundida relación contradictoria entre catolicismo y protestantismo, en el sentido de la iglesia vieja y la nueva, de la Edad Media y la nueva época, es completamente infructuosa y carente de significado, lo cual se evidencia tan pronto como investigamos los conflictos religiosos durante la Guerra de los Treinta Años.
Las tres grandes corrientes religiosas durante la primera mitad del siglo XVII fueron el jesuitismo, el calvinismo y el luteranismo. Las tres eran iglesias nuevas, que se separaban de la vieja iglesia, así como el modo de producción capitalista se separaba del feudal. Las tres surgieron de una tierra común. El calvinismo y el luteranismo se separan ideológicamente sólo por diferencias dogmáticas del grosor de un cabello: si el pan y el vino en la eucaristía significa o es la carne y la sangre de Jesús, y otras semejantes. Loyola llegó a fundar la orden de Jesús atravesando intensas luchas espirituales, que se parecen a las de Lutero como un huevo se parece a otro. Ambos reaccionaron contra la vida muelle de las órdenes monacales, ambos exageraron los ejercicios religiosos. Lo que hay de obediencia ciega en los jesuitas, lo encontramos en el mismo grado o peor entre los fundadores de la iglesia luterana. Asimismo Loyola exigía «la libertad de la persona cristiana» con tanta firmeza o incluso más que Lutero, ya que con su estricta disciplina la compañía de Jesús favorecía y elogiaba la autonomía individual de sus miembros. Que por diferencias entre esas religiones se haya llevado a cabo una guerra de treinta años, se haya aplastado a países florecientes y se haya masacrado a millones y millones de personas, parece, de hecho que sólo pudo ser posible en un manicomio. Pero detrás de esas diferencias estaban las contradicciones económicas de la Europa de entonces.
El jesuitismo era el catolicismo reformado sobre los cimientos capitalistas. En los países económicamente más desarrollados, como España y Francia, las necesidades del modo de producción capitalista establecieron grandes monarquías, para las cuales nada había más cerca que liberarse de la explotación romana, pero no había tampoco nada más lejos que romper con Roma. Después que los reyes españoles y franceses se liberaron de Roma, de modo que los Papas no pudieran, sin su autorización, recoger un solo chelín de sus países, se mantuvieron fieles hijos de la Iglesia porque, así, podían aprovechar el poder eclesiástico sobre sus propios súbditos. De ahí la interminable guerra de los reyes franceses y españoles sobre la tenencia de Italia. Pero si la iglesia romana podía permanecer competente en el dominio secular, debía transformarse de feudal en capitalista y esto se le delegó a la Compañía de Jesús. El jesuitismo adaptó la Iglesia Católica a las nuevas relaciones económicas y políticas. Reorganizó todo el sistema escolar a través de los estudios clásicos –la más alta educación de aquel tiempo-. Se convirtió en la principal compañía comercial del mundo y tenía sus oficinas a lo largo de toda la tierra que era descubierta. Se procuraron consejeros de los príncipes, a los que dominaban sirviéndolos. El jesuitismo, en una palabra, se convirtió en la principal fuerza impulsora de la iglesia romana, mientras el papado se reducía a un principado italiano –una pelota para que jueguen las potencias seculares- al que éstas buscaban usarlo todo lo posible para sus propios objetivos seculares, desde sus contradictorios intereses.
Loyola y sus primeros compañeros venían de España. Durante un largo tiempo Europa conoció a los jesuitas como los padres españoles. Y esto es fácil de entender. España era durante el siglo XVI la principal potencia mundial. El rey español Carlos V portaba incluso la corona imperial, tenía influencia en Italia, tenía a su disposición los tesoros tanto de la Lejana como de la Cercana India. No tuvo éxito en lograr que la corona alemana fuese heredada por su hijo. Sin embargo, éste, Felipe II, continuó siendo el monarca más poderoso de su tiempo e, incluso en Alemania, mantuvo los ricos Países Bajos y el condado libre de Borgoña, actualmente Franche-Comté.
Como principal potencia mundial, España debía ser la monarquía más absoluta, y se convirtió en la más absoluta monarquía a través del poder de la iglesia. Especialmente la inquisición era, bajo formas religiosas, un arma espantosa al servicio del poder real. Pero esto, que permitió a la monarquía española crecer tan rápidamente por sobre su competidor francés, destruyó al mismo tiempo las propias fuentes de su poderío. El absolutismo satisfacía sólo ocasionalmente, nunca permanentemente, los intereses del modo de producción capitalista. Para las ciudades ricas, el absolutismo no era un objetivo sino un medio y tan pronto como al absolutismo se le ocurría ponerse como un objetivo, las ciudades le recordaban enfáticamente que se mantenía por la gracia de éstas. En esta lucha, la ganancia del absolutismo podía ser más fatal que la pérdida. Bajo Felipe II el poder mundial español comenzó a sangrar por medio de la rebelión de las ciudades de los Países Bajos, pero, cincuenta años antes, la victoria que Carlos había logrado sobre los comuneros españoles en Villalar [7] y la destrucción de las ciudades españolas, donde la inquisición completó esta victoria, crearon las condiciones para que, en términos generales, España quedara fuera del ámbito de las grandes potencias europeas.
Las banderas religiosas, bajo las cuales las ciudades flamencas se levantaron contra el absolutismo español era el calvinismo. También lo eran las banderas religiosas de las ciudades francesas contra el absolutismo francés. Como hijos de la rica ciudad comercial de Ginebra su concepción eclesiástica correspondía con el interés de los más avanzados burgueses de la ciudad. En oposición a la capitalista Compañía de Jesús absolutista, esta religión puede ser llamada la religión capitalista burguesa. Esto de ninguna manera contradice que partes de la aristocracia en Francia y en los Países Bajos se reconociesen calvinistas. Tenían, más o menos, los mismos intereses que las ciudades rebeldes y luchaban, por lo tanto, bajo la misma bandera. Pero en todas partes, donde el calvinismo logró un poder decisivo y fanático, sus raíces están en las ciudades y tienen detrás los intereses burgueses. Cuando Richelieu, seis años después del inicio de la Guerra de los Treinta Años, consiguió el timón del Estado (1624) venció fácilmente a los elementos hugonotes aristocráticos, pero frente a los habitantes de las ciudades debió llevar a cabo una guerra con mano de hierro, hasta que en 1628, después de catorce meses de sitio conquistó su plaza principal, La Rochelle. Pese a que era cardenal de la iglesia romana, Richelieu estaba en un nivel incomparablemente superior, en cuanto al desarrollo histórico, al del rey español Carlos V cien años antes. Richelieu no demolió las ciudades francesas después de vencerlas, sino que las puso en una actitud conciliadora, al recibir y reconocer las exigencias políticas que, de acuerdo a las relaciones económicas de poder, ellas presentaban. Es ésta la causa más profunda de por qué Francia rápidamente obtuvo la hegemonía europea por encima de su competidor español.
Última edición por lolagallego el Lun Dic 21, 2020 6:24 pm, editado 1 vez