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    El papel revolucionario de los sindicatos - Anton Pannekoek - año 1909

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    Mensaje por lolagallego Jue Dic 31, 2020 7:15 pm

    El papel revolucionario de los sindicatos

    Anton Pannekoek


    Extraído de El Socialista, nº 1127, 1128 y 1129, septiembre/octubre 1909

    Publicado en enero de 2018 por El Salariado

    —2 mensajes—


    El objeto del movimiento sindicalis­ta[1] es, como se sabe, mejorar las condi­ciones de existencia de los trabajadores, particularmente por medio de la eleva­ción de los salarios y la reducción de las horas de trabajo. Pero ¿termina ahí, mejor dicho, el papel de los Sindicatos concluye ahí?

    Hay otras instituciones que se proponen como objeto disminuir las crud­ezas de la vida del proletario; por ejemplo, las Cooperativas de consumo pueden, excluyendo loe intermediarios, aumentar sensiblemente su salario efec­tivo, es decir, la cantidad de medios de existencia que aquél puede comprar con su salario. Desde este punto de vista pudiera también mencionarse las Cajas de socorro para enfermos y otras insti­tuciones que, basadas en el seguro mu­tuo, ayudan al trabajador a pasar los momentos difíciles de su vida.

    Pero pocos atribuyen a estas institu­ciones, incluso a las Cooperativas, una importancia semejante a la de los Sindicatos. Cuando se dice, por consiguien­te, que los Sindicatos son útiles para la gran lucha por la emancipación de la clase obrera, porque al mejorar sus con­diciones de existencia acrecen su valor de combate, se dice verdad, pero sólo una parte de la verdad. Si, por otra par­te, la miseria lenta, la degeneración cor­poral e intelectual causada por el exceso de trabajo, por las pésimas condiciones de viviendas y de alimentación, hacen con frecuencia a las capas más oprimi­das del proletariado totalmente incapa­ces para la lucha; a la inversa también, una situación más elevada no da siem­pre un buen combatiente. Porque no es el nivel elevado del salario en sí mismo, es ante todo la manera como ha sido conquistado, y el riesgo que corre esa conquista, si no está constantemente defendida, lo que determina el valor para la lucha. He ahí por qué la impor­tancia de los Sindicatos para la eman­cipación obrera no puede consistir sólo, o principalmente, en lo que mejoren las condiciones de existencia de los traba­jadores.

    Una prueba de que los Sindicatos desempeñan en la historia del Socia­lismo un papel mucho más importante del que desempeñarían instituciones que sirviesen exclusivamente para ele­var la situación económica del proleta­riado, es que en el movimiento obrero hay una tendencia y grupos numerosos de trabajadores militantes que conside­ran los Sindicatos como instrumento exclusivo de la lucha revolucionaria.

    La concepción que desdeña la lucha política como superflua y aun, por sus pretendidos efectos corruptores, como nociva; que no quiere sostener la bata­lla de emancipación de los trabajadores sino por el movimiento sindicalista, ha sido primero defendida por los anar­quistas y ha encontrado mucho eco so­bre todo en los países latinos, y más tarde se ha presentado como reacción contra la práctica política de inteligen­cia con la burguesía que representaban los revisionistas en Francia y en Italia, como la expresión de un sentimiento primitivo de clase, bajo el nombre de «sindicalismo revolucionario». En sus principios se podrá reconocer, aunque bajo una forma estrecha y exagerada, la importancia del movimiento sindica­lista con relación a otros medios de acción.

    Esa concepción inexacta tiene algo de justo: el error no es, en efecto, sino una verdad parcial, que su carácter incom­pleto impide reconocer. El hecho exac­to de donde proviene el sindicalismo es que la organización sindical es la forma inmediata, natural, que surge de la si­tuación de clase del proletariado, para la concentración de los trabajadores. Siendo la condición mísera del obrero la causa y la razón de su rebeldía con­tra el orden social actual, la forma pri­mera, natural, elemental de dicha re­beldía es también la lucha por el mejo­ramiento de esa condición. Y como la clase explotadora se le aparece inme­diatamente bajo la forma de su patro­no, la lucha es dirigida contra éste, su explotador inmediato.

    La organización que surge natural­mente de la condición social de los tra­bajadores y se adapta a ella es, pues, la organización en Sindicatos. Es también la primera cuya utilidad y necesidad se imponen a los trabajadores aun no educados. La idea de que la lucha debe mantenerse contra la clase capitalista entera y contra el Estado en el terreno político, no puede ser sino el fruto de una experiencia más larga, o la conse­cuencia de una opresión política particularmente dura, por la cual el Estado pone trabas a la libertad de acción de os trabajadores.

    La organización es el arma del traba­jador; pero un arma no basta por sí sola para el combate; es menester saberla dirigir. Para dirigir bien la lucha de emancipación, los trabajadores deben disponer de conocimientos, de datos acerca de las condiciones sociales, fuer­za y medios de combate de su adversa­rio, y, por consiguiente, de ideas políti­cas. La idea fundamental de la oposi­ción aguda entre explotadores y explo­tados, que entraña la acción sindical, no basta. La creencia de que toda política es solamente un medio para la burgue­sía de extraviar a la clase obrera por métodos hábiles, y que es, por lo tanto, un error del que no se debe participar, no puede pasar por una educación polí­tica suficiente. Sólo la participación real en la lucha política puede dar a la clase obrera la madurez política que necesita para colocarse en situación de triunfar del poder del Estado, y por ende de la clase capitalista. Mientras que la prác­tica de sus luchas obliga cada vez más a los Sindicatos a ocuparse de política, el error del sindicalismo puro que no quiere entrar en la lucha revolucionaria en favor del Socialismo sino por el Sin­dicato, consiste en desconocer la impor­tancia de la lucha política.

    Sea de ello lo que quiera, habría ne­cesidad de preocuparse de la teoría, si la práctica fuese buena. Si un Sindi­cato está bien armado para su tarea práctica de todos los días, no hay gran mal en dejar que al lado de eso se aban­done a la ilusión de una misión revolu­cionaria ulterior. Pero ordinariamente no ocurre así. El hecho de hacer surgir una presunta labor revolucionaria del movimiento sindicalista conduce fácil­mente a hacerla menos apta para alcan­zar su fin inmediato, que es el mejora­miento de la suerte de los trabajadores.

    Ambas tareas suponen condiciones diferentes, a las cuales se trata de unir, pero que, en la práctica, se excluyen mutuamente una a otra.

    Si se piensa que las organizaciones sindicales deben consagrarse al fin re­volucionario de la transformación so­cial, lo esencial es que sus miembros estén penetrados de una intensa con­vicción revolucionaria; esto lleva fácil­mente a que el esfuerzo pese menos so­bre la gran masa, a la cual dicha con­vicción no puede inculcársele sino muy difícilmente por la propaganda sola, y a considerarse más bien como cuadros para acciones de masas futuras.

    Esto lleva igualmente a hacer que el peso principal de la lucha diaria gra­vite sobre la solidaridad, sobre el entusiasmo, de suerte que el cuidado pro­saico de armarse por medio de fuertes cajas de resistencia es considerado como nocivo para el espíritu revolucionario. Mientras que el sindicalismo burgués considera la lucha de los obreros como un puro «negocio», que no puede con­ducirse sino con diplomacia, el puro sindicalismo «revolucionario» cae en el exceso contrario, desechando comple­tamente la reflexión reposada y prác­tica. El resultado será que a despecho de todos los sacrificios y de toda ener­gía, las luchas para la conquista de ventajas determinadas serán infecun­das; en vez de comunicar a los comba­tientes nuevo ardor y fortalecer sus filas, los desanimarán.

    Falta el atractivo del éxito; las ma­sas permanecen alejadas o, después de algunas tentativas semejantes, se reti­ran, y los Sindicatos, en vez de ser or­ganizaciones de masas, se tornan pe­queños clubs, que discuten y disputan entre si acerca de la Revolución. Tal ha sido la suerte de los antiguos Sindicatos anarquistas.

    Si entre la mayor parte de los obre­ros persiste la convicción de que en nuestra lucha de clase, los Sindicatos tienen una importancia mayor aún que la misión de elevar momentáneamente sus condiciones de existencia, esa im­portancia no hay que buscarla en la idea de que se les atribuye una misión futura distinta, que puede estar en contradicción con su labor inmediata. Aquélla debe consistir en que, precisa­mente al perseguir su labor inmedia­ta, los Sindicatos persiguen un efecto revolucionario

    En la lucha entre las clases por la dominación de la sociedad, el resultado depende de los medios de acción de que disponga cada una de las partes com­batientes.

    Por esto es por lo que todos nuestros pasos, todos nuestros actos, no tienen hoy importancia para la lucha decisiva y final sino en tanto que aumentan nuestra fuerza y nuestros medios de acción. La toma de posesión del Poder político por una clase hasta ahora oprimida, o dicho de otro modo, una revolución, no es jamás un acto aislado, sino siempre un período más o menos largo o corto de lucha, en la cual la fuerzas de la clase oprimida se desarrollan con ímpetu de tormenta, hasta el punto de que llega a ser finalmente la única potestad posible. En este sentido, nuestra lucha periódica constitu­ye una porción necesaria de la lucha re­volucionaria decisiva; aquí las fuerzas del proletariado se forman más lenta­mente, hasta el punto de ponerle en si­tuación de combatir eficazmente con los poderosos medios de acción de las clases dominantes.

    La burguesía se ha rodeado por doquiera, en el Estado, de una organiza­ción fuerte y sólida que, por su gran autoridad, porque dispone de un ejér­cito muy disciplinado y de un numero­so cuerpo de funcionarios, constituye un adversario difícil de vencer. Frente a ella, el proletariado no puede hallar fuerza suficiente sino dándose a sí mismo una fuerte organización interior y adquiriendo la idea política de aplicar sistemáticamente dicha organización a la lucha.

    Para esta obra precisa que el movi­miento político y el sindical concurran juntamente: cada uno de estos contribuye, de un modo peculiar, a que la organización sea más fuerte y más perfecta. Si se quisiera explicar su diferente pa­pel mediante una fórmula que las opo­ne de un modo exagerado y simplicista, podría decirse que la lucha sindical contribuye más a la organización, la lucha política más a la educación: la primera crea las armas de combate; la segunda, la capacidad de emplearlas para asestar el golpe decisivo.
     
       
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    Mensaje por lolagallego Jue Dic 31, 2020 7:19 pm

    Evidentemente, esa oposición no debe ser tomada en un sentido tan absoluto. La Asociación, el Sindicato, contribuye a la educación y la política a la organi­zación. El movimiento sindical, agru­pando a los trabajadores en la lucha contra el patrono, les enseña el punto fundamental de toda la educación entre trabajadores y capitalistas.

    Las experiencias de la lucha sindical valen más que cien discursos para ins­truir a los obreros respecto a la naturaleza de la explotación capitalista y al carácter complejo de las oposiciones de clases. Hasta les enseña la necesidad de la lucha política.

    Los principios de la ciencia de que el proletariado ha menester en su lucha se los imprime en el alma la dura expe­riencia sindical como con un hierro candente.

    Porque detrás del patrono, del direc­tor de la fábrica, se alza toda la clase capitalista, se alzan las leyes, se alza el Estado. Contra ellos no basta esa cien­cia elemental. Para la educación ulte­rior del obrero, para aprender a cono­cer el capitalismo fuera de la fábrica, en la Bolsa, en las colonias, en la legis­lación, en el Parlamento y entre basti­dores, para comprender a fondo todas sus astucias y sus golpes de mano, toda su retórica y sus bellas frases, hace falta forzosamente la experiencia de una lu­cha política continuada largamente, enérgicamente e inteligentemente.

    A la inversa, la lucha política contri­buye también en gran manera a la or­ganización de la clase obrera.

    Si es cierto que el movimiento sindi­cal es la primera y natural forma de or­ganización de dicha clase, no puede, sin embargo, hacer de toda la clase un todo homogéneo.

    Por su naturaleza, la organización sin­dical está fraccionada en Federaciones profesionales aisladas, que no tienen en­tre sí más lazo de unión que el apoyo y el consejo mutuos; además, hay junto a esa organización numerosos grupos de trabajadores que, por su mísera situa­ción, tienen que permanecer alejados de estas organizaciones. En tales condi­ciones, vese claramente cuán poco puede llegarse al ideal de la gran unidad de clase allí donde el movimiento sindica­lista es la forma exclusiva de la lucha, sin tener junto a él un amplio movi­miento político, cual sucede en Ingla­terra.

    Las Uniones particulares, separadas por sus profesiones, desarrollan un espí­ritu corporativo; en vez de sentirse un sólo cuerpo, promueven entre sí con­flictos con frecuencia a propósito de los límites de su acción o de mezquinas diferencias de intereses. Y al mismo tiem­po se forma un espíritu autocràtico, un orgullo de organización, que mira despreciativamente desde lo alto la gran masa de los pobres sin colocación, sin organización, abandonados sin protección a todas las miserias, a todo género de inseguridades; a todos los apuros y desesperaciones que el capitalismo re­serva a los proletarios. Si en el movi­miento obrero alemán se observa algo de tales desviaciones, ello proviene de que aquí, desde los comienzos, un fuerte movimiento político ha despertado la unidad general de clase.

    El movimiento político logra lo que el movimiento sindicalista no puede con­seguir sino excepcionalmente: coloca clase frente a clase. Para él no existen diferencias entre diferentes grupos de trabajadores; su espíritu es el de aquel obrero que, en los funerales de York[2], al preguntarle de qué gremio era la ban­dera que llevaba, respondió: «¿A qué viene esa pregunta? Aquí todos somos unos.»

    Los representantes políticos del pro­letariado no hablan ni se mueven en nombre de una agrupación determinada, ni siquiera en nombre de los trabajado­res organizados, sino en el de todos los oprimidos y en el de todos los explo­tados.

    El movimiento político expresa lo que hay de común a todos los proleta­rios; crea así un lazo sólido que une a toda la clase y da a todos sus individuos la conciencia de ser de esta clase.

    El hecho de que nuestros represen­tantes en el Parlamento intervengan en nombre de toda la clase obrera, debe por si solo hacer evocar en las masas no instruidas los primeros rudimentos de una conciencia de clase; comienzan a sentirse miembros de un inmenso todo.

    La lucha política es también la única que va dirigida contra toda la clase de les capitalistas, contra el capital colonial, bolsista, financiero, agrario, así como contra el capital industrial; a to­dos toca en lo que les es común, en su acción explotadora, en lo que les pone frente a la gran masa de los explotados.

    De esta manera es como la acción po­lítica contribuye a la organización de las masas, infundiendo en las masas organizadas el sentimiento de la unidad de clase, la conciencia de que la clase está por encima de las organizaciones particulares, y lo que éstas tienen de diverso retrocede ante lo que tienen de común: existir para ir hacia el ideal, que es la emancipación de su clase.

    Tal es la influencia de la acción polí­tica sobre la organización de la clase obrera; la influencia de la acción sindi­cal es de otro género muy distinto.

    Cuando hablamos de organización, no entendemos por ello la forma externa de ciertas Uniones y Federaciones, sino el espíritu que las reúne; esas formas externas temporales pueden ser destrui­das por hechos de fuerza, sin que por eso la clase obrera vuelva a ser la anti­gua masa dispersa y desunida de otros tiempos.

    La ceguera de las clases dominantes es esta precisamente: que no ven el es­píritu y se figuran que, destruyendo las formas externas, pueden quebrantar la potencia de una clase revolucionaria; vanamente, porque ésta, a pesar de todo, encontrará siempre formas nuevas que respondan a la constitución de su espíritu.

    Lo que distingue la organización de una masa sin trabazón alguna, lo que eleva infinitamente su fuerza sobre las fuerzas aisladas de sus miembros, es precisamente lo mismo que diferencia al bloque de arena, la piedra arenisca, del puñado de arena; un bloque de are­na puede, por la fuerza del disparo, producir grandes efectos, mientras que el puñado de arena se disipa bajo la ac­ción del viento, por poco violento que sea.

    De ahí la importancia del cemento, que une los granos de arena entre sí; el cemento que aglomera a los hombres en la organización es la concepción in­telectual, que hace que cada individuo retire su personalidad propia ante la colectividad. Para que la organización pueda obrar y dejarse sentir como un bloque sólido, es preciso que todas las voluntades individuales se sometan a la voluntad colectiva, sin que durante la acción haya partes aisladas, movidas por una voluntad particular, que se desprendan del bloque. A eso se llama ordinariamente disciplina en el movi­miento obrero.

    Esta disciplina es totalmente distinta de la obediencia militar, que obra cie­gamente bajo el mando de una volun­tad extraña; no significa en modo algu­no que el individuo se someta siempre a las opiniones superiores de los jefes que han elegido ellos mismos, como un soldado al oficial, ni que se considere respetuosamente toda decisión de mayoría como una voz de Dios infalible. Significa una sola cosa: todo individuo determina su acción, no por su voluntad personal, sino por la voluntad colecti­va, a fin de que la acción sea realmente ejecutada como por un bloque.

    Esa disciplina, el sacrificio del indivi­duo a la colectividad, es el único resor­te que puede hacer de la organización una potencia, y únicamente se adquie­re mediante una larga práctica; sólo poco a poco es como los trabajadores vencen el individualismo burgués, la indisciplina que persigue, con indepen­dencia de los demás y contra los demás, su propio interés. Esa es, ante todo, la obra del movimiento sindicalista.

    En verdad, por doquiera la marcha unitaria es más pujante que la marcha dispersa, y allí donde la práctica muestra los frutos excelentes de la unidad, ésta sirve para inculcar a todo indivi­duo la subordinación de su personali­dad al conjunto colectivo. Sin embar­go, hay diferencias: allí donde se persi­gue la voluntad propia, la autonomía no causa inmediatamente perjuicios considerables, ni es tan fácilmente sen­tida como una gran falta; allí donde la persecución de la voluntad colectiva no cuesta grandes sacrificios personales y no exige más que el trabajo de vencer cierta obstinación en las propias ideas, no es aquélla penosa y deja a los hom­bres tal cual estaban antes.

    Las cosas suceden de un modo distin­to en el movimiento sindicalista.

    En él, la adhesión a la causa común reclama a menudo los sacrificios perso­nales más duros. Todo obrero sabe que el progreso del bien común entraña para él grandes peligros, y muy fre­cuentemente ventajas personales im­portantes le impulsan a traicionar a sus camaradas. Pero también el egoísmo del individuo es susceptible de poner totalmente en peligro el éxito de una batalla y llevar a la causa común un serio peligro. Así, las luchas societarias son conflictos continuos entre el interés individual y el interés colectivo; la práctica enseña que, a la larga, el modo mejor de garantizar el interés individual es procurar el interés colectivo; mas para ello es preciso que en cada caso particular desaparezca el interés perso­nal. En esta escuela de la vida, la disci­plina es inculcada a los trabajadores como a latigazos; las aplastantes derro­tas que trae la desobediencia a sus pres­cripciones, hace de ella una necesidad absoluta y los sacrificios personales que su observación implica, hace de los tra­bajadores otros hombres, hombres nue­vos.

    Por la lucha, por el sufrimiento, el primitivo hombre es transformado, una raza nueva aparece, tal como la necesita el porvenir, capaz por su cohesión de derruir el antiguo edificio de la socie­dad burguesa y de instaurar una sociedad nueva de producción organizada.

    Es así como el movimiento sindicalista constituye una de las preparaciones más importantes para la resolución proletaria, no por la parte que le esté asig­nada de las tareas que no puede reali­zar por sí solo, y que indudablemente le hacen impropio para su tarea par­ticular, sino porque realiza lo que universalmente está considerado como misión suya completamente peculiar.

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    [1] Este trabajo ha visto la luz en la Leipziger Volkszeitung, y el autor es uno de los compañeros encarga­dos de la enseñanza en la Escuela Socialista que en Berlín ha abierto el Partido.

    [2] El carpintero Teodoro York fue uno de los pri­meros y más activos militantes de la organización fundada por Lassalle (Unión general de los trabajado­res alemanes). Separose de ella en el Congreso de Eisenach (1869) para constituir, con Bebel y Liebknecht, el Partido Demócrata Socialista. En 1871 fue dete­nido y encarcelado en Hamburgo por haber protestado contra la anexión de Alsacia-Lorena. Murió en Ham­burgo en 1875, poco antes del Congreso de Gotha, que organizó la unidad socialista en Alemania. A sus fu­nerales concurrieron igualmente las dos fracciones del Partido Socialista.
     
     
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    Mensaje por lolagallego Jue Dic 31, 2020 7:20 pm

    Anton Pannekoek (1873-1960) fue un astrónomo y teórico comunista neerlandés. Empezó su militancia en el ala izquierda de la socialdemocracia alemana, en posiciones próximas a las de Rosa Luxemburgo. Más tarde formó parte de la izquierda comunista germano-neerlandesa. Es uno de los fundadores del comunismo consejista.


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    Mensaje por lolagallego Jue Dic 31, 2020 7:22 pm

    En el Foro hay cerca de una veintena de temas con interesantes textos del comunista consejista Anton Pannekoek.



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