El Estado de Bienestar ¿Una conquista de la clase obrera? El seguro de desempleo
publicado en marzo de 2015 en El Salariado
extractos de textos de J.B. Mélis de Otra victoria del capitalismo: El seguro obligatorio de desempleo, escrito en 1938
En la base del desarrollo capitalista yace su contradicción decisiva: el Proletariado, mientras trabaja para la acumulación de capital, forja los instrumentos que continuamente le expulsan de la producción. La plusvalía que se arrebata sin cesar a los obreros, transformándose en capital, produce un nuevo valor y, de este modo, eleva prodigiosamente la productividad del trabajo, aumentando las capacidades técnicas de la producción (Capital constante) en detrimento de los Fondos Salariales (Capital variable), provocando una superpoblación obrera relativa (en lo que respecta a las necesidades del Capital).
Los obreros excedentes constituyen el “ejército industrial de reserva”, que es una condición de existencia de la producción capitalista, al igual que la “libertad” del proletario de vender su fuerza de trabajo. Según Marx, este ejército pertenece al Capital “de una manera tan absoluta que parece que lo ha criado y disciplinado a sus expensas”. En esta cantera que la agitación del mercado aumenta constantemente, el Capitalismo, dependiendo de sus cambiantes necesidades de trabajo vivo, tiene una mano de obra siempre disponible y explotable a voluntad. Con este margen de maniobra, la ley de la oferta y demanda del trabajo puede desarrollarse en unas condiciones que, lejos de entorpecer la explotación del proletariado, favorecen su extensión y la armonizan con los objetivos capitalistas. Estos, en efecto, se reducen a extraer una cantidad máxima de trabajo a partir de la mínima cantidad posible de obreros, a producir la mayor masa de plusvalía posible con el menor fondo salarial, en otras palabras, a elevar constantemente el grado de explotación de los obreros al nivel que permiten las posibilidades económicas y políticas. En suma, ese exceso de trabajo (intensificación y prolongación) que impone a los proletarios que aún tienen la “oportunidad” de trabajar influye en el volumen de trabajo disponible (parados) y, recíprocamente, el volumen de parados influye en los pequeños movimientos salariales y en el nivel de vida de los que no están en paro, lo que permite a la Burguesía matar dos pájaros de un tiro.
Dicho esto, hay quien podría alegar que, después de todo, la evolución del capitalismo no ha modificado el papel y las consecuencias del paro, pues su carácter permanente, que generalmente se considera como un fenómeno específico de la decadencia capitalista, también podía presentarse en la fase de expansión y prosperidad de la sociedad burguesa; y por tanto, para la clase dominante, el paro tiene el mismo significado económico hoy que, por ejemplo, hace 50 años, y lo que le ha llevado a preocuparse más por este problema crucial sería entonces un sentimiento de solidaridad social, sin olvidar la fuerza y la influencia del movimiento obrero. Pero en realidad nos encontramos de nuevo ante un sofisma de inspiración burguesa que pretende falsificar la realidad histórica y los objetivos capitalistas que se corresponden con ella.
Es cierto que el paro no ha dejado de adherirse a la Burguesía como si fuera su túnica de Neso, pero la diferencia es que antes, en la fase de progreso capitalista, el dinamismo productivo y la ampliación de los posibles mercados impedían que este absceso causara estragos en el organismo social: la masa de obreros excedentes seguía siendo más o menos solicitada por las necesidades del Capital; la rotación de los ciclos económicos regulaba en cierta medida el movimiento de esta masa, y además los parados que no podían reintegrarse en la esfera de la producción capitalista aún podían hallar una ocupación en las actividades extra-capitalistas (artesanado, agricultura).
El agotamiento de los mercados y el decaimiento de las fuerzas productivas que ha resultado de todo esto, han sacudido profundamente la mecánica interna del Capitalismo. El paro, que era una condición de la producción burguesa, se ha convertido en un factor de perturbación y un peligro social. De un “estimulante”, ha pasado a ser un peso muerto que, cada vez más, no sólo grava el nivel de los salarios, sino también y sobre todo el aparato productivo. Es un cáncer que corroe sin remisión la sustancia del capitalismo agonizante y cuya presencia, terriblemente activa, ayuda a comprender mejor el significado histórico de la guerra imperialista y el objetivo central que asigna a ésta el persistente dominio capitalista: “sanear” la economía de esa masa excedentaria de capitales, de productos y de mano de obra, una necesidad que, lo afirmamos de nuevo, es totalmente independiente de la voluntad de la Burguesía, que no puede sino adecuar a ella su programa de clase.
Durante la inmediata posguerra se revelaron ya los nuevos aspectos del paro: amplitud, persistencia e influencia disolutiva. Mientras la coyuntura se lo permitía, el Capitalismo eludió dar soluciones definitivas a este problema, aunque las preparaba. De esta forma, la crisis económica generalizada de 1920-1921, que elevó el paro a un nivel hasta entonces desconocido y que la crisis de 1929 no superó sensiblemente, vino seguida de un periodo de “reconstrucción” que finalizó precisamente en 1928-1929. Y esta nueva crisis, de una amplitud sin precedentes, necesitaba una salida de naturaleza muy distinta, pues ya no había nuevos compradores extra-capitalistas. Y dicha salida no fue otra que el armamento y las guerras localizadas. Las masacres de Etiopía, España y China, así como el crecimiento de la economía de guerra, constituyeron los jalones de esa reacción del Capitalismo mundial ante la opresión que le ahogaba. Lo que se denominó la política de “reabsorción del paro” se concretó en el plan “autárquico” alemán, en los planes quinquenales de la URSS, en el “New Deal” norteamericano, en el “expansionismo” italiano en África, en la “renovación” nacional en Bélgica, en el “rearme” de Inglaterra y Francia, en las enormes necesidades del mercado de guerra en España y Asia. Una masa de jóvenes parados para los que el trabajo era algo desconocido se consagró a aumentar los efectivos de los ejércitos y las legiones de “voluntarios” que fueron a África y España. Sin embargo, todo llega a su fin. El arsenal de expedientes a los que se puede recurrir no es un pozo sin fondo.
La Burguesía no dejaba de percibir y de temer las gigantescas e inevitables conmociones sociales futuras, la crisis, la guerra y las tempestades revolucionarias. Las cuestiones antes eludidas debían ponerse sobre el tapete. Había que perfeccionar la máquina de explotación, hacerla aún más resistente a las agitaciones sociales, aumentar el poder opresivo del Estado capitalista al nivel que exigen las imperiosas necesidades históricas. Había, pues, que instaurar una especie de Unión Sagrada orgánica, absorber al proletariado en una red de instituciones estatales destinadas a captar las menores efervescencias de clase, resumiendo, crear un ambiente pestilente que ahogara hasta el menor reflejo de conciencia proletaria. En fin, había que crear una economía de guerra en una atmósfera de “paz social” para así soldar al proletariado en cuerpo y alma al destino del Capitalismo.
De este modo, puede verse inmediatamente que el problema del seguro de desempleo no es más que un aspecto de esta vasta “reforma estructural” (que tanto le gusta a la chusma social-comunista) que hoy se incorpora al programa del Capitalismo. El seguro de desempleo, sea discrecional u obligatorio, lejos de representar una conquista de los obreros, lo que hace es consagrar su derrota. Por otra parte, su carácter universal no sólo es un atributo de las “democracias”, sino también un puntal de los Estados fascistas. Hitler, en lugar de destruir el mecanismo de la seguridad social edificado por la República de Weimar, lo ha “perfeccionado”. Mussolini tampoco ha dejado de colmar esta laguna de la economía italiana. Stalin puede valerse de la ficción del “salario social” para alimentar el engaño de los obreros rusos. Y, en fin, Roosevelt ha hecho del seguro de desempleo uno de los pilares de su “nueva política económica”.
El seguro obligatorio de desempleo es evidentemente el fruto y el resultado de toda una evolución que ha llevado a las organizaciones fundadas por los obreros, al precio de enormes sacrificios, a convertirse de hecho en engranajes del Estado burgués, y la consecuencia de todo esto es el absoluto abandono de toda actividad clasista.
Sabemos que la idea y la práctica de que el Estado mantenga a los parados no son nuevas. Están ligadas a un conjunto de condiciones históricas que han invertido los factores del problema del seguro de desempleo en tal medida, que han trasformado el gesto inicial de solidaridad proletaria en otra forma de explotación capitalista, lo cual ha modificado sustancialmente el problema. Por otra parte, este fenómeno no se limita al paro, sino que se extiende también a otros servicios de solidaridad creados originalmente por los obreros (accidentes, enfermedad, pensiones), gracias a la ampliación del mecanismo de la seguridad social.
Originalmente, en el seno del movimiento sindical, la lucha contra el paro estaba ligada a la lucha general por el aumento de los salarios. Esta ligazón se correspondía con el significado que tenía el paro en la fase de progreso del Capitalismo. Ya hemos señalado que éste se aprovechaba de la formación y el crecimiento del ejército de parados. No necesitaba ocuparse directamente del control del mercado de trabajo por la sencilla razón de que las leyes económicas ya se encargaban de regular las necesidades de la producción.
En cambio, los obreros se esforzaban por influir en el juego de la oferta y la demanda de mano de obra coaligándose en los sindicatos. Estos, por su parte, trataban de poner freno a la desastrosa influencia que ejercía la masa de parados sobre las condiciones de vida de los obreros que trabajaban, organizando las ayudas a sus afiliados desocupados. Ahora bien, no era difícil prever que con el continuo aumento del número de parados tenía que plantearse inevitablemente ante el proletariado la alternativa de renunciar, por falta de medios, a ampliar los servicios que ofrecía el sindicato (paro, mutualidades), limitándose únicamente a las batallas reivindicativas, o bien convertirse en agentes del capitalismo. Y en efecto, sucedió que por la propia fuerza de los acontecimientos, la amplitud que adquirió el seguro de desempleo con la crisis permanente del capitalismo desbordó las capacidades financieras de los sindicatos. Teóricamente una organización autónoma y de clase que organizara el seguro de desempleo para todo el conjunto del movimiento sindical era algo concebible. Pero en la práctica se demostró que las formas iniciales de auto-asegurarse se vieron superadas por esta evolución. Esto hizo inoperante la válida tesis que defendía el movimiento socialista de preguerra, según la cual había que unificar y reforzar la lucha contra la patronal mediante la fusión, sin discriminación alguna, de todas las cajas sindicales (de resistencia, solidaridad, paro, etc.).
Como no se supo reaccionar ante esta nueva orientación y se permitió que la solución al problema de la lucha de clases basada en el aumento de la conciencia de los sindicados fuera sustituida por una cuestión de mera aritmética que implicaba aumentar los efectivos aprovechando el atractivo de los seguros de desempleo, el proletariado abandonó sus organizaciones de clase al enemigo. Así fue como pudo desarrollarse el proceso lógico e implacable cuyo epílogo se nos muestra hoy. La manutención de los parados, que era y tendría que haber seguido siendo una forma de la lucha de clases, se convirtió efectivamente en una actividad extra-sindical sometida al desarrollo del programa capitalista y que paralizaba toda actividad sindical propiamente dicha. Un fenómeno completamente natural, pues en todas partes el control estatal sobre el aparato sindical se planteó como una condición previa para que el Estado interviniera en su financiación.
[…] Esto nos permite percibir claramente que la “gestión obrera” del paro, unida al sindicalismo legal que se ejercía a través de las comisiones paritarias y la generalización de los convenios colectivos, debía desembocar en la situación que hoy vemos plantearse abiertamente: por una parte, con el seguro obligatorio de desempleo, el Estado capitalista controla totalmente el mercado de trabajo, y por otra, con la organización profesional, los sindicatos quedan incorporados casi íntegramente en el mecanismo estatal. Todo esto no pretendía sino buscar la mejor forma de llevar a cabo la sumisión “democrática” del proletariado en un régimen de pluralidad de partidos, instaurando la Unión Sagrada para la guerra tanto en el terreno económico como en el político.
[…] Para el proletariado, aceptar el “principio” de obligatoriedad equivale a admitir que puede dejar sus intereses en las manos de la Burguesía, que ésta puede mejorar la suerte de los obreros; es admitir, por tanto, que la lucha de clases es inútil. El Estado supuestamente ya no sería un instrumento de opresión de la clase dominante, sino un órgano social situado por encima de las clases que velaría por “el interés de todos”.
Pero nosotros sabemos que todo esto pertenece al mundo de la mitología. Sabemos que la legalización de una “reforma” o una “conquista” obrera no es más el registro jurídico de una victoria capitalista. Las reformas sociales nunca han tenido valor alguno si no se apoyan en la fuerza activa y vigilante de los obreros, y no son más valiosas por haber adquirido fuerza de ley. Ahora bien, la era de las reformas se acabó hace mucho tiempo. Ahora, siguiendo la definición de Rosa Luxemburg, “la reforma social del régimen capitalista no es y no puede ser más que un cascarón vacío”.
Podríamos concluir sucintamente de esta forma: el seguro obligatorio de desempleo, por más complejo que lo muestren, plantea al proletariado un sencillo problema de clase cuya solución se basa en su irreductible oposición a cualquier tipo de influencia capitalista en su cabeza y en sus órganos de clase. El proletariado deberá luchar para que los sindicatos se liberen de cualquier tutela estatal, rechazando la servidumbre que les impone el servicio del paro, repudiando la práctica de los compromisos en las comisiones paritarias y el respeto a la “legalidad” de los convenios colectivos; rompiendo la unión sagrada que les incorpora al sistema capitalista. El proletariado deberá luchar para que las cargas del paro recaigan completamente sobre la clase capitalista. Deberá organizar el boicot contra cualquier intento de que las cuotas se deduzcan de su salario, ya las recaude la patronal, el sindicato, o cualquier caja destinada a tal efecto. Deberá rechazar su participación en la organización y el funcionamiento del seguro de desempleo junto a la patronal, cualquiera que sea la forma que adopte. En cambio, deberá intensificar la propaganda sindical entre los parados para que su lucha por el aumento de los subsidios se unifique con la lucha por el aumento de los salarios, de tal manera que estas luchas se conviertan en una batalla unitaria y generalizada contra la patronal y el Estado, encaminada a la disolución y la destrucción del sistema capitalista.
publicado en marzo de 2015 en El Salariado
extractos de textos de J.B. Mélis de Otra victoria del capitalismo: El seguro obligatorio de desempleo, escrito en 1938
En la base del desarrollo capitalista yace su contradicción decisiva: el Proletariado, mientras trabaja para la acumulación de capital, forja los instrumentos que continuamente le expulsan de la producción. La plusvalía que se arrebata sin cesar a los obreros, transformándose en capital, produce un nuevo valor y, de este modo, eleva prodigiosamente la productividad del trabajo, aumentando las capacidades técnicas de la producción (Capital constante) en detrimento de los Fondos Salariales (Capital variable), provocando una superpoblación obrera relativa (en lo que respecta a las necesidades del Capital).
Los obreros excedentes constituyen el “ejército industrial de reserva”, que es una condición de existencia de la producción capitalista, al igual que la “libertad” del proletario de vender su fuerza de trabajo. Según Marx, este ejército pertenece al Capital “de una manera tan absoluta que parece que lo ha criado y disciplinado a sus expensas”. En esta cantera que la agitación del mercado aumenta constantemente, el Capitalismo, dependiendo de sus cambiantes necesidades de trabajo vivo, tiene una mano de obra siempre disponible y explotable a voluntad. Con este margen de maniobra, la ley de la oferta y demanda del trabajo puede desarrollarse en unas condiciones que, lejos de entorpecer la explotación del proletariado, favorecen su extensión y la armonizan con los objetivos capitalistas. Estos, en efecto, se reducen a extraer una cantidad máxima de trabajo a partir de la mínima cantidad posible de obreros, a producir la mayor masa de plusvalía posible con el menor fondo salarial, en otras palabras, a elevar constantemente el grado de explotación de los obreros al nivel que permiten las posibilidades económicas y políticas. En suma, ese exceso de trabajo (intensificación y prolongación) que impone a los proletarios que aún tienen la “oportunidad” de trabajar influye en el volumen de trabajo disponible (parados) y, recíprocamente, el volumen de parados influye en los pequeños movimientos salariales y en el nivel de vida de los que no están en paro, lo que permite a la Burguesía matar dos pájaros de un tiro.
Dicho esto, hay quien podría alegar que, después de todo, la evolución del capitalismo no ha modificado el papel y las consecuencias del paro, pues su carácter permanente, que generalmente se considera como un fenómeno específico de la decadencia capitalista, también podía presentarse en la fase de expansión y prosperidad de la sociedad burguesa; y por tanto, para la clase dominante, el paro tiene el mismo significado económico hoy que, por ejemplo, hace 50 años, y lo que le ha llevado a preocuparse más por este problema crucial sería entonces un sentimiento de solidaridad social, sin olvidar la fuerza y la influencia del movimiento obrero. Pero en realidad nos encontramos de nuevo ante un sofisma de inspiración burguesa que pretende falsificar la realidad histórica y los objetivos capitalistas que se corresponden con ella.
Es cierto que el paro no ha dejado de adherirse a la Burguesía como si fuera su túnica de Neso, pero la diferencia es que antes, en la fase de progreso capitalista, el dinamismo productivo y la ampliación de los posibles mercados impedían que este absceso causara estragos en el organismo social: la masa de obreros excedentes seguía siendo más o menos solicitada por las necesidades del Capital; la rotación de los ciclos económicos regulaba en cierta medida el movimiento de esta masa, y además los parados que no podían reintegrarse en la esfera de la producción capitalista aún podían hallar una ocupación en las actividades extra-capitalistas (artesanado, agricultura).
El agotamiento de los mercados y el decaimiento de las fuerzas productivas que ha resultado de todo esto, han sacudido profundamente la mecánica interna del Capitalismo. El paro, que era una condición de la producción burguesa, se ha convertido en un factor de perturbación y un peligro social. De un “estimulante”, ha pasado a ser un peso muerto que, cada vez más, no sólo grava el nivel de los salarios, sino también y sobre todo el aparato productivo. Es un cáncer que corroe sin remisión la sustancia del capitalismo agonizante y cuya presencia, terriblemente activa, ayuda a comprender mejor el significado histórico de la guerra imperialista y el objetivo central que asigna a ésta el persistente dominio capitalista: “sanear” la economía de esa masa excedentaria de capitales, de productos y de mano de obra, una necesidad que, lo afirmamos de nuevo, es totalmente independiente de la voluntad de la Burguesía, que no puede sino adecuar a ella su programa de clase.
Durante la inmediata posguerra se revelaron ya los nuevos aspectos del paro: amplitud, persistencia e influencia disolutiva. Mientras la coyuntura se lo permitía, el Capitalismo eludió dar soluciones definitivas a este problema, aunque las preparaba. De esta forma, la crisis económica generalizada de 1920-1921, que elevó el paro a un nivel hasta entonces desconocido y que la crisis de 1929 no superó sensiblemente, vino seguida de un periodo de “reconstrucción” que finalizó precisamente en 1928-1929. Y esta nueva crisis, de una amplitud sin precedentes, necesitaba una salida de naturaleza muy distinta, pues ya no había nuevos compradores extra-capitalistas. Y dicha salida no fue otra que el armamento y las guerras localizadas. Las masacres de Etiopía, España y China, así como el crecimiento de la economía de guerra, constituyeron los jalones de esa reacción del Capitalismo mundial ante la opresión que le ahogaba. Lo que se denominó la política de “reabsorción del paro” se concretó en el plan “autárquico” alemán, en los planes quinquenales de la URSS, en el “New Deal” norteamericano, en el “expansionismo” italiano en África, en la “renovación” nacional en Bélgica, en el “rearme” de Inglaterra y Francia, en las enormes necesidades del mercado de guerra en España y Asia. Una masa de jóvenes parados para los que el trabajo era algo desconocido se consagró a aumentar los efectivos de los ejércitos y las legiones de “voluntarios” que fueron a África y España. Sin embargo, todo llega a su fin. El arsenal de expedientes a los que se puede recurrir no es un pozo sin fondo.
La Burguesía no dejaba de percibir y de temer las gigantescas e inevitables conmociones sociales futuras, la crisis, la guerra y las tempestades revolucionarias. Las cuestiones antes eludidas debían ponerse sobre el tapete. Había que perfeccionar la máquina de explotación, hacerla aún más resistente a las agitaciones sociales, aumentar el poder opresivo del Estado capitalista al nivel que exigen las imperiosas necesidades históricas. Había, pues, que instaurar una especie de Unión Sagrada orgánica, absorber al proletariado en una red de instituciones estatales destinadas a captar las menores efervescencias de clase, resumiendo, crear un ambiente pestilente que ahogara hasta el menor reflejo de conciencia proletaria. En fin, había que crear una economía de guerra en una atmósfera de “paz social” para así soldar al proletariado en cuerpo y alma al destino del Capitalismo.
De este modo, puede verse inmediatamente que el problema del seguro de desempleo no es más que un aspecto de esta vasta “reforma estructural” (que tanto le gusta a la chusma social-comunista) que hoy se incorpora al programa del Capitalismo. El seguro de desempleo, sea discrecional u obligatorio, lejos de representar una conquista de los obreros, lo que hace es consagrar su derrota. Por otra parte, su carácter universal no sólo es un atributo de las “democracias”, sino también un puntal de los Estados fascistas. Hitler, en lugar de destruir el mecanismo de la seguridad social edificado por la República de Weimar, lo ha “perfeccionado”. Mussolini tampoco ha dejado de colmar esta laguna de la economía italiana. Stalin puede valerse de la ficción del “salario social” para alimentar el engaño de los obreros rusos. Y, en fin, Roosevelt ha hecho del seguro de desempleo uno de los pilares de su “nueva política económica”.
El seguro obligatorio de desempleo es evidentemente el fruto y el resultado de toda una evolución que ha llevado a las organizaciones fundadas por los obreros, al precio de enormes sacrificios, a convertirse de hecho en engranajes del Estado burgués, y la consecuencia de todo esto es el absoluto abandono de toda actividad clasista.
Sabemos que la idea y la práctica de que el Estado mantenga a los parados no son nuevas. Están ligadas a un conjunto de condiciones históricas que han invertido los factores del problema del seguro de desempleo en tal medida, que han trasformado el gesto inicial de solidaridad proletaria en otra forma de explotación capitalista, lo cual ha modificado sustancialmente el problema. Por otra parte, este fenómeno no se limita al paro, sino que se extiende también a otros servicios de solidaridad creados originalmente por los obreros (accidentes, enfermedad, pensiones), gracias a la ampliación del mecanismo de la seguridad social.
Originalmente, en el seno del movimiento sindical, la lucha contra el paro estaba ligada a la lucha general por el aumento de los salarios. Esta ligazón se correspondía con el significado que tenía el paro en la fase de progreso del Capitalismo. Ya hemos señalado que éste se aprovechaba de la formación y el crecimiento del ejército de parados. No necesitaba ocuparse directamente del control del mercado de trabajo por la sencilla razón de que las leyes económicas ya se encargaban de regular las necesidades de la producción.
En cambio, los obreros se esforzaban por influir en el juego de la oferta y la demanda de mano de obra coaligándose en los sindicatos. Estos, por su parte, trataban de poner freno a la desastrosa influencia que ejercía la masa de parados sobre las condiciones de vida de los obreros que trabajaban, organizando las ayudas a sus afiliados desocupados. Ahora bien, no era difícil prever que con el continuo aumento del número de parados tenía que plantearse inevitablemente ante el proletariado la alternativa de renunciar, por falta de medios, a ampliar los servicios que ofrecía el sindicato (paro, mutualidades), limitándose únicamente a las batallas reivindicativas, o bien convertirse en agentes del capitalismo. Y en efecto, sucedió que por la propia fuerza de los acontecimientos, la amplitud que adquirió el seguro de desempleo con la crisis permanente del capitalismo desbordó las capacidades financieras de los sindicatos. Teóricamente una organización autónoma y de clase que organizara el seguro de desempleo para todo el conjunto del movimiento sindical era algo concebible. Pero en la práctica se demostró que las formas iniciales de auto-asegurarse se vieron superadas por esta evolución. Esto hizo inoperante la válida tesis que defendía el movimiento socialista de preguerra, según la cual había que unificar y reforzar la lucha contra la patronal mediante la fusión, sin discriminación alguna, de todas las cajas sindicales (de resistencia, solidaridad, paro, etc.).
Como no se supo reaccionar ante esta nueva orientación y se permitió que la solución al problema de la lucha de clases basada en el aumento de la conciencia de los sindicados fuera sustituida por una cuestión de mera aritmética que implicaba aumentar los efectivos aprovechando el atractivo de los seguros de desempleo, el proletariado abandonó sus organizaciones de clase al enemigo. Así fue como pudo desarrollarse el proceso lógico e implacable cuyo epílogo se nos muestra hoy. La manutención de los parados, que era y tendría que haber seguido siendo una forma de la lucha de clases, se convirtió efectivamente en una actividad extra-sindical sometida al desarrollo del programa capitalista y que paralizaba toda actividad sindical propiamente dicha. Un fenómeno completamente natural, pues en todas partes el control estatal sobre el aparato sindical se planteó como una condición previa para que el Estado interviniera en su financiación.
[…] Esto nos permite percibir claramente que la “gestión obrera” del paro, unida al sindicalismo legal que se ejercía a través de las comisiones paritarias y la generalización de los convenios colectivos, debía desembocar en la situación que hoy vemos plantearse abiertamente: por una parte, con el seguro obligatorio de desempleo, el Estado capitalista controla totalmente el mercado de trabajo, y por otra, con la organización profesional, los sindicatos quedan incorporados casi íntegramente en el mecanismo estatal. Todo esto no pretendía sino buscar la mejor forma de llevar a cabo la sumisión “democrática” del proletariado en un régimen de pluralidad de partidos, instaurando la Unión Sagrada para la guerra tanto en el terreno económico como en el político.
[…] Para el proletariado, aceptar el “principio” de obligatoriedad equivale a admitir que puede dejar sus intereses en las manos de la Burguesía, que ésta puede mejorar la suerte de los obreros; es admitir, por tanto, que la lucha de clases es inútil. El Estado supuestamente ya no sería un instrumento de opresión de la clase dominante, sino un órgano social situado por encima de las clases que velaría por “el interés de todos”.
Pero nosotros sabemos que todo esto pertenece al mundo de la mitología. Sabemos que la legalización de una “reforma” o una “conquista” obrera no es más el registro jurídico de una victoria capitalista. Las reformas sociales nunca han tenido valor alguno si no se apoyan en la fuerza activa y vigilante de los obreros, y no son más valiosas por haber adquirido fuerza de ley. Ahora bien, la era de las reformas se acabó hace mucho tiempo. Ahora, siguiendo la definición de Rosa Luxemburg, “la reforma social del régimen capitalista no es y no puede ser más que un cascarón vacío”.
Podríamos concluir sucintamente de esta forma: el seguro obligatorio de desempleo, por más complejo que lo muestren, plantea al proletariado un sencillo problema de clase cuya solución se basa en su irreductible oposición a cualquier tipo de influencia capitalista en su cabeza y en sus órganos de clase. El proletariado deberá luchar para que los sindicatos se liberen de cualquier tutela estatal, rechazando la servidumbre que les impone el servicio del paro, repudiando la práctica de los compromisos en las comisiones paritarias y el respeto a la “legalidad” de los convenios colectivos; rompiendo la unión sagrada que les incorpora al sistema capitalista. El proletariado deberá luchar para que las cargas del paro recaigan completamente sobre la clase capitalista. Deberá organizar el boicot contra cualquier intento de que las cuotas se deduzcan de su salario, ya las recaude la patronal, el sindicato, o cualquier caja destinada a tal efecto. Deberá rechazar su participación en la organización y el funcionamiento del seguro de desempleo junto a la patronal, cualquiera que sea la forma que adopte. En cambio, deberá intensificar la propaganda sindical entre los parados para que su lucha por el aumento de los subsidios se unifique con la lucha por el aumento de los salarios, de tal manera que estas luchas se conviertan en una batalla unitaria y generalizada contra la patronal y el Estado, encaminada a la disolución y la destrucción del sistema capitalista.