La religión de los modernos
Bolívar Echeverría
Presentado en el Congreso Nacional de Filosofía en agosto de 2001 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
—2 mensajes—
Si se les preguntase por el sentido de esa actividad sin reposo, que no se contenta jamás con lo alcanzado… dirían (supuesto que supiesen dar una respuesta) que para ellos el negocio, con su incesante trabajo, “es indispensable para su vida”. - Max Weber
En los tiempos que corren, en los que el ascenso de la barbarie parece aún detenible, pocas cosas resultan más urgentes que la defensa del laicismo. Los efectos del fracaso de la política practicada por la modernidad establecida son cada vez más evidentes, y el principal de ellos, el que conocemos como “renacimiento de los fundamentalismos” se extiende no sólo por las regiones poco modernizadas del planeta sino también y con igual fuerza en los centros mismos de la vida moderna. El fracaso de esta modernidad establecida ha terminado por encaminar a las sociedades transformadas por ella hacia un abandono desilusionado de aquello que debió haber sido la línea principal del proyecto profundo de la modernidad – un proyecto que, mistificado y todo, era en cierto modo reconocible en la práctica política de esa modernidad. Me refiero al laicismo, es decir, a una tendencia que trae consigo la modernidad profunda y que consiste en sustituir la actualización religiosa de lo político por una actualización política de lo político.
¿Qué quiero decir con esto?
Si algo distingue al animal humano del resto de los animales es su carácter político; la necesidad en que está de ejercer la libertad, la capacidad que sólo él tiene de darle forma, figura, identidad, a la socialidad de su vida, esto es, al conjunto de relaciones sociales de convivencia que lo constituyen como sujeto comunitario. Y si algo debía distinguir al animal político moderno del animal político “natural” o arcaico era su modo de ejercer esa libertad; un modo nuevo, emancipado, de ejercerla. Ya entrado el segundo milenio de la historia occidental, el revolucionamiento técnico de las fuerzas productivas le brindó al animal humano o político la oportunidad de desatar esa libertad, de emancipar esa capacidad de definirse autónomamente, puesto que una y otra sólo habían podido cumplirse hasta entonces a través de la auto-negación y el auto-sacrificio. Dar forma a la propia socialidad, darse identidad a sí mismo; efectuar, realizar o actualizar la condición de animal político ha implicado para el ser humano, durante toda la “historia de la escasez”, de la que hablaba Jean-Paul Sartre, la necesidad de hacerlo a través de la interiorización de un pacto mágico con lo otro, con lo no-humano o suprahumano. Un pacto destinado a conjurar la amenaza de aniquilamiento que eso otro tendría hecha a lo humano y que podía cumplirse en cualquier momento mediante un descenso catastrófico de la productividad del trabajo. Se trata de una interiorización que afecta a la constitución misma de las relaciones que ligan o interconectan a los individuos sociales entre sí, una interiorización que se hace efectiva bajo la forma de una estrategia de autorrepresión y autodisciplinamiento que debe ser obedecida necesariamente por toda realización de lo político, por toda construcción de relaciones sociales de convivencia, es decir, por toda producción de formas, figuras e identidades para la socialidad humana. Esta realización de lo político, una realización que se cumple, sin duda, pero que lo hace paradójicamente sólo a través de la negación y el sacrificio de su autonomía, sólo mediante la sujeción a un pacto metafísico con lo otro, sólo a través del respeto a una normatividad que es percibida como “revelada” e incuestionable, es lo que conocemos como la realización propiamente religiosa de lo político, como la actualización religiosa de esa facultad del ser humano de ejercer su libertad, de darle una forma a su socialidad.
Romper con la historia de lo político efectuado como un re-ligar o re-conectar a los individuos sociales en nombre de un dios; abrir una historia nueva en la que lo político pueda al fin afirmarse autónomamente, sin recurrir al amparo de ese dios – de ese garante metafísico del pacto mágico entre la comunidad y lo otro, entre lo humano y lo extra- o sobre-humano –, esta es la posibilidad que se abre ante el ser humano con el advenimiento de la modernidad en el segundo milenio de la historia occidental y cuyo aprovechamiento conocemos como el proyecto del laicismo.
Se trata, sin embargo, de una ruptura histórica, de un re-comienzo histórico que, como la modernidad misma, no ha podido cumplirse de manera decidida y unívoca sino sólo tortuosa y ambiguamente, como puede verse en el hecho de que lo mismo el laicismo que la modernidad sean todavía ahora, casi mil años después de su primer esbozo, el objeto de enconadas disputas no sólo acerca de su necesidad y conveniencia sino incluso acerca de lo que ellos mismos son o pueden ser. Porque prescindir de dios en la política, como lo pretende el laicismo, implica prescindir de una entidad que sólo puede esfumarse en presencia de la abundancia. Si Dios existe en política es en calidad de contraparte de la escasez económica, y la escasez, así lo ha mostrado y muestra cíclicamente la historia del capitalismo – que no sobreviviría sin ella –, es una realidad que, como Voltaire decía de Dios, cuando no está ahí, “resulta conveniente inventarla”.
“Si Dios no existe, todo está permitido.” Sin Dios, el orden de lo humano tiene que venirse abajo: porque, entonces, ¿en razón de qué el lobo humano debería detenerse ante la posibilidad de sacarle provecho a su capacidad de destruir o someter al prójimo? Dostoievski ratifica con esta frase de uno de sus personajes lo que Nietzsche había dicho a través del iluminado, ese personaje al que recurre en su Ciencia risueña, cuando afirmaba la centralidad de la significación “Dios” en medio del lenguaje humano y de la construcción misma del pensamiento humano. “Dios ha muerto, dice ahí, y nosotros lo hemos matado.” Y, sin Dios, el mundo humano es como el planeta Tierra que se hubiese soltado del Sol. “¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿No estamos en una caída sin fin? ¿Vamos hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?”
Al escandalizarse de esta manera ante el hecho de un mundo humano privado de Dios, Dostoievski en la ficción y Nietzsche en la semi-ficción daban por bueno un anuncio pregonado en todas las direcciones por la modernidad capitalista; el anuncio de que ella había matado efectivamente a Dios y de que su laicismo, el laicismo liberal, había logrado efectivamente prescindir de Dios en el arreglo de los asuntos públicos y políticos de la sociedad humana.
La separación de las “dos espadas” o los “dos poderes” emanados de la voluntad divina – una separación que fue promovida originalmente por una autoridad religiosa (el Papa Gelasio, a finales del siglo V) para rescatar la autonomía de la primera, la espada eclesiástica, respecto de la segunda, la espada imperial – es una conquista de la que se ufana el estado liberal sobre todo a partir del siglo XVIII. A la inversa de la escena original, en esta ocasión se trataba de rescatar la autonomía de la espada civil de su tradicional sujeción a la espada clerical, de rescatar al mundo de los asuntos humanos, mundanos y terrenales de su sujeción a la esfera de los asuntos sobrehumanos, extramundanos y celestiales. La conquista del laicismo por parte de la política liberal – que se inició ya con la Reforma protestante para completarse apenas en el Siglo de la Luces – consistió en la creación de un aparato estatal puramente funcional, ajeno a toda filiación religiosa e indiferente a todo conjunto de valoraciones morales; tolerante de cualquier toma de partido en política y depurado de toda tendencia, llamémosle “ideológica”, que no sea la tendencia abstracta a la defensa del mínimo de los derechos que corresponden a la dignidad humana, en el caso de todos los seres humanos por igual. En la instauración de un mecanismo institucional, de un dispositivo o una estructura que sería un continente absolutamente neutral frente a todo contenido posible.
“Matar a Dios” había consistido, simple y llanamente, de acuerdo al laicismo liberal de la modernidad capitalista, en hacer a un lado a las viejas entidades metafísicas en la resolución de los asuntos de la vida pública. La alarma que tanto inquietó a un Dostoievski o a un Nietzsche no fue una emoción compartida por todos los espíritus críticos del siglo XIX. Marx, por ejemplo, y sus seguidores en la crítica socialista del laicismo liberal se resistieron a dar por bueno el anuncio que la modernidad ensoberbecida hacía de la muerte de Dios. Desconfiaban en general de los anuncios provenientes de la economía capitalista y su influencia “progresista”, emancipadora o racionalizadora, en la esfera política; pero en este caso lo hacían convencidos por la experiencia cotidiana de la vida social moderna, y sobre todo por la que de ella tenían los trabajadores, la “clase proletaria”. Y esta experiencia no era la de un mundo carente de sentido, errando a la deriva sin la presencia ordenadora de Dios. Era más bien, por el contrario, la experiencia de un mundo que sí tenía un sentido y que sí avanzaba con rumbo, pero cuyo sentido consistía en volver invivible la vida humana y cuyo rumbo era claramente la catástrofe, la barbarie. Marx mira con ironía, cuando no con burla, la pretensión del laicismo liberal de haber inaugurado una nueva forma para lo político; una política en la que autonomía de lo humano se encontraría asegurada contra la religiosidad. Se trata, para Marx, de una pretensión ilusoria. En efecto, según él, lo que la modernidad capitalista ha hecho con Dios no es propiamente matarlo sino sólo cambiarle su base de sustentación.
El laicismo liberal combina de manera curiosa la ingenuidad con el cinismo.
Es ingenuo porque piensa que la separación del estado respecto de la religiosidad puede alcanzarse mediante la construcción de un muro protector; mediante la instauración de un dispositivo institucional capaz de eliminar la contaminación de la política por parte de la religión; porque imagina un aparato estatal que podría permanecer puro e incontaminado a través del uso que hagan de él sujetos imbuidos de religiosidad; en general, es ingenuo porque cree que puede haber estructuras vacías, que un continente puede ser neutral e indiferente respecto de su contenido. Y es al mismo tiempo cínico porque condena la política que se somete a una religiosidad arcaica, pero lo hace desde la práctica de una política que se encuentra también sometida a una religiosidad, sólo que a una religiosidad moderna; es cínico, porque, desde el ejercicio de un privilegio ideológico, afirma con descaro que el laicismo consiste en no privilegiar ideología alguna.
¿A qué religiosidad se refiere Marx cuando habla de una “religiosidad moderna”?
Un fuerte aire polémico sopla en el famoso parágrafo de su obra El Capital dedicado a examinar “el fetichismo de la mercancía y su secreto”. Marx rebate ahí el “iluminismo” propio de la sociedad civil capitalista, su autoafirmación como una sociedad que habría “desencantado el mundo” (como lo dirá más tarde Max Weber), que prescindiría de todo recurso a la magia, a la vigencia de fuerzas oscuras o irracionalizables, en sus afanes lo mismo por incrementar la productividad del trabajo que por perfeccionar el ordenamiento institucional de la vida pública. Descalifica la mirada prepotente de esta sociedad sobre las otras, las pre-modernas o “primitivas”, desautoriza sus pretensiones de una autonomía que la pondría por encima de ellas. De te fabula narratur, le dice, y le muestra que si las sociedades arcaicas no pueden sobrevivir sin el uso de objetos dotados de una eficiencia sobre-natural, sin el empleo de fetiches, ella tampoco puede hacerlo; que, para reproducirse como asamblea de individuos, ella necesita también la intervención de un tipo de objetos de eficiencia sobre-natural, de unos fetiches de nuevo tipo que son precisamente los objetos mercantiles, las mercancías.
Hay que observar aquí que el uso que hace Marx del término “fetichismo” no es un uso figurado. Implica más bien una ampliación del concepto de magia en virtud de la cual, junto con la magia arcaica, ardiente o sagrada, coexistiría una magia moderna, fría o profana. Según Marx, los modernos no sólo “se parecen” a los arcaicos, no sólo actúan “como si” se sirvieran de la magia, sin hacerlo en verdad, sino que real y efectivamente comparten con ellos la necesidad de introducir, como eje de su vida y de su mundo, la presencia sutil y cotidiana de una entidad metafísica determinante. La mercancía no “se parece” a un fetiche arcaico, ella es también un fetiche, sólo que un fetiche moderno, sin el carácter sagrado que en el primero es prueba de un justificación genuina.
Definidos por su calidad de propietarios privados de la riqueza social, es decir, por su calidad de productores, vendedores-compradores y consumidores privados de los “bienes terrenales”, los individuos singulares en la modernidad capitalista no están en capacidad de armar o construir por sí solos una sociedad propiamente humana o política, una polis. Prohibida su definición como miembros de una comunidad concreta, erradicada ésta de la vida económica, son individuos que se encuentran necesariamente, pese a que su consistencia es esencialmente social, en una condición básica de a-socialidad, de ausencia de redes de interacción interindividuales, una condición que es, en principio, insalvable. Las “relaciones sociales” que de todas maneras mantienen sin embargo entre sí, la “socialidad” efectiva que los incluye como socios de empresas de todo tipo en la sociedad civil, no son relaciones ni es una socialidad puestas por ellos mismos en términos de interioridad y reciprocidad concreta, sino relaciones derivadas o reflejas que traducen a los términos del comportamiento humano el comportamiento social de las cosas, la “socialidad” de los objetos mercantiles, de las mercancías intercambiándose unas por otras. La socialidad en la modernidad capitalista es una socialidad que se constituye bajo el modo de la enajenación.
La mercancías son fetiches porque tienen una capacidad mágica, del mismo orden que la de los fetiches arcaicos, que les permite alcanzar por medios sobre-naturales o sin intervención humana un efecto que resulta imposible alcanzar por medios naturales o humanos, en las condiciones puestas por la economía capitalista; una eficiencia mágica que les permite inducir en el comportamiento de los propietarios privados una socialidad que de otra manera no existiría; que les permite introducir “relaciones sociales” allí donde no tendrían por qué existir. Las mercancías son los fetiches modernos, dotados de esta capacidad mágica de poner orden en el caos de la sociedad civil; y lo son porque están habitadas por una fuerza sobre-humana; porque en ellas mora y desde ellas actúa una “deidad profana”, valga la expresión, a la que Marx identifica como “el valor económico inmerso en el proceso de su autovalorización”; el valor que se alimenta de la explotación del plusvalor producido por los trabajadores.
Si se miran las “situaciones límite” de la vida política en la modernidad capitalista, en ellas, las funciones del legislador, el estadista y el juez máximos terminan siempre por recaer en la entidad que se conoce como la “mano oculta del mercado”, es decir, en la acción automática del mundo de los fetiches mercantiles. Es ella, la “mano oculta del mercado”, la que posee “la perspectiva más profunda” y la que tiene por tanto “la última palabra”. Es ella la que “sabe” lo que más le conviene a la sociedad y la que termina por conducirla, a veces en contra de “ciertas veleidades” y a costa de “ciertos sacrificios”, por el mejor camino.
La vida cotidiana en la modernidad capitalista se basa en una confianza ciega: en la fe en que la acumulación del capital, la dinámica de autoincrementación del valor económico abstracto, sirviéndose de la “mano oculta del mercado”, re-ligará a todos los propietarios privados, producirá una socialidad para los individuos sociales -que de otra manera (se supone) carecen de ella– y le imprimirá a ésta la forma mínima necesaria (la de una comunidad nacional, por ejemplo) para que esos individuos propietarios busquen el bienestar sobre la vía del progreso.
El motor primero que mueve la “mano oculta del mercado” y que genera esa “sabiduría” según la cual se conducen los destinos de la vida social en la modernidad capitalista se esconde en un “sujeto cósico”, como lo llama Marx, de voluntad ciega – ciega ante la racionalidad concreta de las comunidades humanas – pero implacable: el sujeto-capital, el valor económico de las mercancías y el dinero capitalista, que está siempre en proceso de “acumularse”. Confiar en la “mano oculta del mercado” como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una socialidad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia.
El ateísmo de la sociedad civil capitalista resulta ser así, en verdad, un pseudo-ateísmo, puesto que implica una “religiosidad profana” fundada en el “fetichismo de la mercancía capitalista”. El desencantamiento desacralizador del mundo ha sido acompañado por un proceso inverso, el de su reencantamiento frío o económico. En el lugar que antes ocupaba Dios se ha instalado el valor que se auto-valoriza.
Bolívar Echeverría
Presentado en el Congreso Nacional de Filosofía en agosto de 2001 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
—2 mensajes—
Si se les preguntase por el sentido de esa actividad sin reposo, que no se contenta jamás con lo alcanzado… dirían (supuesto que supiesen dar una respuesta) que para ellos el negocio, con su incesante trabajo, “es indispensable para su vida”. - Max Weber
En los tiempos que corren, en los que el ascenso de la barbarie parece aún detenible, pocas cosas resultan más urgentes que la defensa del laicismo. Los efectos del fracaso de la política practicada por la modernidad establecida son cada vez más evidentes, y el principal de ellos, el que conocemos como “renacimiento de los fundamentalismos” se extiende no sólo por las regiones poco modernizadas del planeta sino también y con igual fuerza en los centros mismos de la vida moderna. El fracaso de esta modernidad establecida ha terminado por encaminar a las sociedades transformadas por ella hacia un abandono desilusionado de aquello que debió haber sido la línea principal del proyecto profundo de la modernidad – un proyecto que, mistificado y todo, era en cierto modo reconocible en la práctica política de esa modernidad. Me refiero al laicismo, es decir, a una tendencia que trae consigo la modernidad profunda y que consiste en sustituir la actualización religiosa de lo político por una actualización política de lo político.
¿Qué quiero decir con esto?
Si algo distingue al animal humano del resto de los animales es su carácter político; la necesidad en que está de ejercer la libertad, la capacidad que sólo él tiene de darle forma, figura, identidad, a la socialidad de su vida, esto es, al conjunto de relaciones sociales de convivencia que lo constituyen como sujeto comunitario. Y si algo debía distinguir al animal político moderno del animal político “natural” o arcaico era su modo de ejercer esa libertad; un modo nuevo, emancipado, de ejercerla. Ya entrado el segundo milenio de la historia occidental, el revolucionamiento técnico de las fuerzas productivas le brindó al animal humano o político la oportunidad de desatar esa libertad, de emancipar esa capacidad de definirse autónomamente, puesto que una y otra sólo habían podido cumplirse hasta entonces a través de la auto-negación y el auto-sacrificio. Dar forma a la propia socialidad, darse identidad a sí mismo; efectuar, realizar o actualizar la condición de animal político ha implicado para el ser humano, durante toda la “historia de la escasez”, de la que hablaba Jean-Paul Sartre, la necesidad de hacerlo a través de la interiorización de un pacto mágico con lo otro, con lo no-humano o suprahumano. Un pacto destinado a conjurar la amenaza de aniquilamiento que eso otro tendría hecha a lo humano y que podía cumplirse en cualquier momento mediante un descenso catastrófico de la productividad del trabajo. Se trata de una interiorización que afecta a la constitución misma de las relaciones que ligan o interconectan a los individuos sociales entre sí, una interiorización que se hace efectiva bajo la forma de una estrategia de autorrepresión y autodisciplinamiento que debe ser obedecida necesariamente por toda realización de lo político, por toda construcción de relaciones sociales de convivencia, es decir, por toda producción de formas, figuras e identidades para la socialidad humana. Esta realización de lo político, una realización que se cumple, sin duda, pero que lo hace paradójicamente sólo a través de la negación y el sacrificio de su autonomía, sólo mediante la sujeción a un pacto metafísico con lo otro, sólo a través del respeto a una normatividad que es percibida como “revelada” e incuestionable, es lo que conocemos como la realización propiamente religiosa de lo político, como la actualización religiosa de esa facultad del ser humano de ejercer su libertad, de darle una forma a su socialidad.
Romper con la historia de lo político efectuado como un re-ligar o re-conectar a los individuos sociales en nombre de un dios; abrir una historia nueva en la que lo político pueda al fin afirmarse autónomamente, sin recurrir al amparo de ese dios – de ese garante metafísico del pacto mágico entre la comunidad y lo otro, entre lo humano y lo extra- o sobre-humano –, esta es la posibilidad que se abre ante el ser humano con el advenimiento de la modernidad en el segundo milenio de la historia occidental y cuyo aprovechamiento conocemos como el proyecto del laicismo.
Se trata, sin embargo, de una ruptura histórica, de un re-comienzo histórico que, como la modernidad misma, no ha podido cumplirse de manera decidida y unívoca sino sólo tortuosa y ambiguamente, como puede verse en el hecho de que lo mismo el laicismo que la modernidad sean todavía ahora, casi mil años después de su primer esbozo, el objeto de enconadas disputas no sólo acerca de su necesidad y conveniencia sino incluso acerca de lo que ellos mismos son o pueden ser. Porque prescindir de dios en la política, como lo pretende el laicismo, implica prescindir de una entidad que sólo puede esfumarse en presencia de la abundancia. Si Dios existe en política es en calidad de contraparte de la escasez económica, y la escasez, así lo ha mostrado y muestra cíclicamente la historia del capitalismo – que no sobreviviría sin ella –, es una realidad que, como Voltaire decía de Dios, cuando no está ahí, “resulta conveniente inventarla”.
“Si Dios no existe, todo está permitido.” Sin Dios, el orden de lo humano tiene que venirse abajo: porque, entonces, ¿en razón de qué el lobo humano debería detenerse ante la posibilidad de sacarle provecho a su capacidad de destruir o someter al prójimo? Dostoievski ratifica con esta frase de uno de sus personajes lo que Nietzsche había dicho a través del iluminado, ese personaje al que recurre en su Ciencia risueña, cuando afirmaba la centralidad de la significación “Dios” en medio del lenguaje humano y de la construcción misma del pensamiento humano. “Dios ha muerto, dice ahí, y nosotros lo hemos matado.” Y, sin Dios, el mundo humano es como el planeta Tierra que se hubiese soltado del Sol. “¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿No estamos en una caída sin fin? ¿Vamos hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?”
Al escandalizarse de esta manera ante el hecho de un mundo humano privado de Dios, Dostoievski en la ficción y Nietzsche en la semi-ficción daban por bueno un anuncio pregonado en todas las direcciones por la modernidad capitalista; el anuncio de que ella había matado efectivamente a Dios y de que su laicismo, el laicismo liberal, había logrado efectivamente prescindir de Dios en el arreglo de los asuntos públicos y políticos de la sociedad humana.
La separación de las “dos espadas” o los “dos poderes” emanados de la voluntad divina – una separación que fue promovida originalmente por una autoridad religiosa (el Papa Gelasio, a finales del siglo V) para rescatar la autonomía de la primera, la espada eclesiástica, respecto de la segunda, la espada imperial – es una conquista de la que se ufana el estado liberal sobre todo a partir del siglo XVIII. A la inversa de la escena original, en esta ocasión se trataba de rescatar la autonomía de la espada civil de su tradicional sujeción a la espada clerical, de rescatar al mundo de los asuntos humanos, mundanos y terrenales de su sujeción a la esfera de los asuntos sobrehumanos, extramundanos y celestiales. La conquista del laicismo por parte de la política liberal – que se inició ya con la Reforma protestante para completarse apenas en el Siglo de la Luces – consistió en la creación de un aparato estatal puramente funcional, ajeno a toda filiación religiosa e indiferente a todo conjunto de valoraciones morales; tolerante de cualquier toma de partido en política y depurado de toda tendencia, llamémosle “ideológica”, que no sea la tendencia abstracta a la defensa del mínimo de los derechos que corresponden a la dignidad humana, en el caso de todos los seres humanos por igual. En la instauración de un mecanismo institucional, de un dispositivo o una estructura que sería un continente absolutamente neutral frente a todo contenido posible.
“Matar a Dios” había consistido, simple y llanamente, de acuerdo al laicismo liberal de la modernidad capitalista, en hacer a un lado a las viejas entidades metafísicas en la resolución de los asuntos de la vida pública. La alarma que tanto inquietó a un Dostoievski o a un Nietzsche no fue una emoción compartida por todos los espíritus críticos del siglo XIX. Marx, por ejemplo, y sus seguidores en la crítica socialista del laicismo liberal se resistieron a dar por bueno el anuncio que la modernidad ensoberbecida hacía de la muerte de Dios. Desconfiaban en general de los anuncios provenientes de la economía capitalista y su influencia “progresista”, emancipadora o racionalizadora, en la esfera política; pero en este caso lo hacían convencidos por la experiencia cotidiana de la vida social moderna, y sobre todo por la que de ella tenían los trabajadores, la “clase proletaria”. Y esta experiencia no era la de un mundo carente de sentido, errando a la deriva sin la presencia ordenadora de Dios. Era más bien, por el contrario, la experiencia de un mundo que sí tenía un sentido y que sí avanzaba con rumbo, pero cuyo sentido consistía en volver invivible la vida humana y cuyo rumbo era claramente la catástrofe, la barbarie. Marx mira con ironía, cuando no con burla, la pretensión del laicismo liberal de haber inaugurado una nueva forma para lo político; una política en la que autonomía de lo humano se encontraría asegurada contra la religiosidad. Se trata, para Marx, de una pretensión ilusoria. En efecto, según él, lo que la modernidad capitalista ha hecho con Dios no es propiamente matarlo sino sólo cambiarle su base de sustentación.
El laicismo liberal combina de manera curiosa la ingenuidad con el cinismo.
Es ingenuo porque piensa que la separación del estado respecto de la religiosidad puede alcanzarse mediante la construcción de un muro protector; mediante la instauración de un dispositivo institucional capaz de eliminar la contaminación de la política por parte de la religión; porque imagina un aparato estatal que podría permanecer puro e incontaminado a través del uso que hagan de él sujetos imbuidos de religiosidad; en general, es ingenuo porque cree que puede haber estructuras vacías, que un continente puede ser neutral e indiferente respecto de su contenido. Y es al mismo tiempo cínico porque condena la política que se somete a una religiosidad arcaica, pero lo hace desde la práctica de una política que se encuentra también sometida a una religiosidad, sólo que a una religiosidad moderna; es cínico, porque, desde el ejercicio de un privilegio ideológico, afirma con descaro que el laicismo consiste en no privilegiar ideología alguna.
¿A qué religiosidad se refiere Marx cuando habla de una “religiosidad moderna”?
Un fuerte aire polémico sopla en el famoso parágrafo de su obra El Capital dedicado a examinar “el fetichismo de la mercancía y su secreto”. Marx rebate ahí el “iluminismo” propio de la sociedad civil capitalista, su autoafirmación como una sociedad que habría “desencantado el mundo” (como lo dirá más tarde Max Weber), que prescindiría de todo recurso a la magia, a la vigencia de fuerzas oscuras o irracionalizables, en sus afanes lo mismo por incrementar la productividad del trabajo que por perfeccionar el ordenamiento institucional de la vida pública. Descalifica la mirada prepotente de esta sociedad sobre las otras, las pre-modernas o “primitivas”, desautoriza sus pretensiones de una autonomía que la pondría por encima de ellas. De te fabula narratur, le dice, y le muestra que si las sociedades arcaicas no pueden sobrevivir sin el uso de objetos dotados de una eficiencia sobre-natural, sin el empleo de fetiches, ella tampoco puede hacerlo; que, para reproducirse como asamblea de individuos, ella necesita también la intervención de un tipo de objetos de eficiencia sobre-natural, de unos fetiches de nuevo tipo que son precisamente los objetos mercantiles, las mercancías.
Hay que observar aquí que el uso que hace Marx del término “fetichismo” no es un uso figurado. Implica más bien una ampliación del concepto de magia en virtud de la cual, junto con la magia arcaica, ardiente o sagrada, coexistiría una magia moderna, fría o profana. Según Marx, los modernos no sólo “se parecen” a los arcaicos, no sólo actúan “como si” se sirvieran de la magia, sin hacerlo en verdad, sino que real y efectivamente comparten con ellos la necesidad de introducir, como eje de su vida y de su mundo, la presencia sutil y cotidiana de una entidad metafísica determinante. La mercancía no “se parece” a un fetiche arcaico, ella es también un fetiche, sólo que un fetiche moderno, sin el carácter sagrado que en el primero es prueba de un justificación genuina.
Definidos por su calidad de propietarios privados de la riqueza social, es decir, por su calidad de productores, vendedores-compradores y consumidores privados de los “bienes terrenales”, los individuos singulares en la modernidad capitalista no están en capacidad de armar o construir por sí solos una sociedad propiamente humana o política, una polis. Prohibida su definición como miembros de una comunidad concreta, erradicada ésta de la vida económica, son individuos que se encuentran necesariamente, pese a que su consistencia es esencialmente social, en una condición básica de a-socialidad, de ausencia de redes de interacción interindividuales, una condición que es, en principio, insalvable. Las “relaciones sociales” que de todas maneras mantienen sin embargo entre sí, la “socialidad” efectiva que los incluye como socios de empresas de todo tipo en la sociedad civil, no son relaciones ni es una socialidad puestas por ellos mismos en términos de interioridad y reciprocidad concreta, sino relaciones derivadas o reflejas que traducen a los términos del comportamiento humano el comportamiento social de las cosas, la “socialidad” de los objetos mercantiles, de las mercancías intercambiándose unas por otras. La socialidad en la modernidad capitalista es una socialidad que se constituye bajo el modo de la enajenación.
La mercancías son fetiches porque tienen una capacidad mágica, del mismo orden que la de los fetiches arcaicos, que les permite alcanzar por medios sobre-naturales o sin intervención humana un efecto que resulta imposible alcanzar por medios naturales o humanos, en las condiciones puestas por la economía capitalista; una eficiencia mágica que les permite inducir en el comportamiento de los propietarios privados una socialidad que de otra manera no existiría; que les permite introducir “relaciones sociales” allí donde no tendrían por qué existir. Las mercancías son los fetiches modernos, dotados de esta capacidad mágica de poner orden en el caos de la sociedad civil; y lo son porque están habitadas por una fuerza sobre-humana; porque en ellas mora y desde ellas actúa una “deidad profana”, valga la expresión, a la que Marx identifica como “el valor económico inmerso en el proceso de su autovalorización”; el valor que se alimenta de la explotación del plusvalor producido por los trabajadores.
Si se miran las “situaciones límite” de la vida política en la modernidad capitalista, en ellas, las funciones del legislador, el estadista y el juez máximos terminan siempre por recaer en la entidad que se conoce como la “mano oculta del mercado”, es decir, en la acción automática del mundo de los fetiches mercantiles. Es ella, la “mano oculta del mercado”, la que posee “la perspectiva más profunda” y la que tiene por tanto “la última palabra”. Es ella la que “sabe” lo que más le conviene a la sociedad y la que termina por conducirla, a veces en contra de “ciertas veleidades” y a costa de “ciertos sacrificios”, por el mejor camino.
La vida cotidiana en la modernidad capitalista se basa en una confianza ciega: en la fe en que la acumulación del capital, la dinámica de autoincrementación del valor económico abstracto, sirviéndose de la “mano oculta del mercado”, re-ligará a todos los propietarios privados, producirá una socialidad para los individuos sociales -que de otra manera (se supone) carecen de ella– y le imprimirá a ésta la forma mínima necesaria (la de una comunidad nacional, por ejemplo) para que esos individuos propietarios busquen el bienestar sobre la vía del progreso.
El motor primero que mueve la “mano oculta del mercado” y que genera esa “sabiduría” según la cual se conducen los destinos de la vida social en la modernidad capitalista se esconde en un “sujeto cósico”, como lo llama Marx, de voluntad ciega – ciega ante la racionalidad concreta de las comunidades humanas – pero implacable: el sujeto-capital, el valor económico de las mercancías y el dinero capitalista, que está siempre en proceso de “acumularse”. Confiar en la “mano oculta del mercado” como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una socialidad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia.
El ateísmo de la sociedad civil capitalista resulta ser así, en verdad, un pseudo-ateísmo, puesto que implica una “religiosidad profana” fundada en el “fetichismo de la mercancía capitalista”. El desencantamiento desacralizador del mundo ha sido acompañado por un proceso inverso, el de su reencantamiento frío o económico. En el lugar que antes ocupaba Dios se ha instalado el valor que se auto-valoriza.