La huelga de la CANADIENSE
Paco Ignacio Taibo II
publicado en agosto de 2015 en Memoria, revista mexicana de crítica militante
el texto forma parte del libro «Que sean fuego las estrellas. Barcelona 1917-1923. Una historia narrativa»
▬ 5 mensajes
A mediados de enero de 1919, con el movimiento sindical en una situación de semiclandestinidad y la tensión creciendo, los activistas y los comités seguían laboriosos, y se estaban formando en Barcelona grupos importantes de afiliados entre los trabajadores de agua y gas, tranviarios, dependientes de comercio y electricidad. La Confederación Regional catalana de la Confederación Nacional del Trabajo declararía varios meses más tarde: “A pesar de la clausura de centros obreros, persecución de militantes, prohibición de reuniones y suspensión de periódicos, los sindicatos seguían funcionando”.
Y la ciudad bullía alucinada por rumores “muy serios” que decían que el anarcosindicalismo preparaba la huelga general y que los grupos de acción iban a organizar una carnicería, o absolutamente disparatados que aseguraban que Lenin había desembarcado encubierto en Barcelona (según un cable de la American News Agency) y a eso se sumaba la leyenda, porque más de uno había visto al ruso calvo. Y de postre se decía que había reuniones entre catalanistas y sindicalistas.
Previendo que el conflicto de los pantanos de Camarasa se extendiera, el 22 de enero de 1919, el ministro de Gobernación ordenaba a los gobernadores de Lérida y Tarragona que dispusieran lo necesario para que la guardia civil vigilara las instalaciones de La Canadiense y cuidara el fluido que suministraba a Barcelona.
La Canadiense era el nombre que la orgullosa fábrica de las tres chimeneas informalmente ostentaba, realmente se llamaba Barcelona Traction Light and Power; y la llamaban así porque el principal accionista de la empresa era el Canadian Bank of Comerce, de Toronto, también propietario de Riegos y Fuerzas del Ebro. El grupo de empresas generaba, transformaba y distribuía la mayor parte del fluido eléctrico que abastecía a Barcelona y poseía incluso una línea de ferrocarril.
Pero curiosamente, el esperado movimiento, aunque iba a surgir de La Canadiense no lo haría de la caliente zona del pantano de Camarasa, centro de los conflictos de noviembre, sino de las oficinas centrales de la compañía.
En enero varios oficinistas fueron pasados de eventuales a fijos en un reacomodo de la plantilla y les rebajaron el salario mensual de 150 pesetas a 125 y de 125 a 105. El reajuste se tornaba más ofensivo aún si resultaba cierto el rumor de que Fraser Lawton, el gerente de La Canadiense, ganaba por su cargo 30 mil pesetas oro mensuales (el autor desconoce la diferencia entre las “pesetas oro” y las vulgares pesetas, pero no por ello la cifra dejaba de ser astronómica). Joan Salvat-Papasseit habría de escribir: “Se puede ir con la izquierda y ser ladrón; lo que no puede ser, lo que no ha sido nunca, es ir con las derechas y ser persona honrada”.
Los oficinistas levantaron la demanda de “a trabajo igual salario igual”. El 2 de febrero ocho empleados de La Canadiense, que encabezaban la protesta y miembros del Sindicato Único fueron despedidos. Cinco de los sancionados pertenecían a la sección de facturación y sus compañeros, en acto de solidaridad, el 5 de febrero de 1919 se declararon en huelga. Tiraron papeles, rompieron las plumas, arrojaron al suelo los tinteros, y se negaron a seguir trabajando hasta que se readmitiera a sus compañeros. Los 117 empleados de la sección de facturación salieron a la calle y fueron a ver al gobernador, quien les prometió que intercedería por ellos ante la empresa si volvían al trabajo. Cuando éstos volvieron, se encontraron con fuerzas de la policía que les impedían el paso, no dejándoles entrar al interior del edificio. En la práctica se les dijo que estaban también despedidos.
La empresa se negó a proporcionar mayores explicaciones que una frase de unos de los directivos extranjeros, mister Coulton, que dijo que eran unos ineptos y a eso se debía el despido. El 8 de febrero, la brigada de Martorell, llamada por la empresa, hizo acto de presencia con 50 o 60 policías armados ante los huelguistas. La primera medida que tomó Martorell fue decirles que “no se acercasen a la puerta; que todo aquel que lo hiciera sería conducido a la cárcel”. Luego los policías desalojaron las oficinas y la empresa los despidió masivamente. Esa misma tarde el gobernador civil informaba al ministro que 120 de los expulsados pertenecían al Ferrocarril de Sarriá, un tren de cercanías también propiedad de la empresa y que “la huelga puede ser importante si la secundan los obreros”.
La Canadiense se había identificado por una política de bajos salarios y el descontento entre los obreros era grande. Ángel Pestaña comentaba: “Había obreros en la factoría de La Canadiense, hombres jóvenes de 23 y 25 años, que trabajaban diez horas consecutivas y ganaban la enorme suma de 75 pesetas al mes, en Barcelona, donde el precio de las subsistencias es fabuloso”. Por eso, el trabajo realizado durante los últimos meses comenzó a prender, y una comisión de los distintos sindicatos únicos que tenían labor organizativa dentro de la empresa: agua, gas, madera, comenzó a reunirse (Con las nuevas reglas creadas por el congreso de Sans) y se hizo cargo del conflicto.
El comité presentó a la patronal anglocanadiense unas bases en las que exigían la readmisión de los 8 despedidos y los 140 expulsados; el aumento de sueldo; el despido de esquiroles; la destitución de un alto empleado (Coulton) y el que no se tomaran represalias. La empresa respondió con la publicación de un anuncio en el que se pedía personal y ofreció aumento de sueldo a parte de los huelguistas, quienes se negaron a retornar. Al salir del gobierno civil, el gerente de la empresa Fraser Lawton, como si fuera una caricatura de una novela de Dickens, contestó a los periodistas en una entrevista improvisada:
“Mi pagar y mandar; los obreros no tener ningún derecho. ¡Fuera, fuera!”
Mientras tanto, respondiendo a una petición de las esposas de los cenetistas encarcelados, los detenidos del Pelayo habían sido trasladados a la Cárcel Modelo de Barcelona, situada en la calle Entenza; y se celebraban en toda España actos pidiendo su liberación y el retorno a la normalidad sindical. En particular era importante la declaración de la ejecutiva de la Unión General de Trabajadores (UGT) socialista exigiendo el levantamiento de la suspensión de garantías en Barcelona, la reapertura de locales y la liberación de los presos. Las autoridades, sin embargo, en lugar de ceder apretaron produciendo nuevas detenciones y persecuciones de activistas. Ángel Samblancat fue encarcelado por un delito de opinión: “A las 10 de la mañana se presenta un policía en mi casa y me dice: Vístase y acompáñeme a la dirección, lo reclaman de Zaragoza. ¿De Zaragoza? Yo no escribo en ningún periódico de allí. A no ser que sea por algún robo o asesinato… ¡Hombre! Usted no es capaz, me dice el agente riendo. “Yo soy capaz de todo”. Desde la cárcel escribirá un artículo en que registra que además de los detenidos previos, lo estaban el periodista Francisco Madrid, Malibrán, dirigente de una cooperativa y empleado de La Canadiense, Miranda, Gallifá… La detención el 6 de febrero de Daniel Rebull, conocido como David Rey fue un golpe importante para la estructura clandestina porque desarticulaba una de las redes de edición y distribución de Solidaridad Obrera. Daniel fue trasladado al Cuartel de Caballería de Numancia, incomunicado y puesto a disposición de la autoridad militar.
Mateo Soriano, corresponsal de España Nueva desde París, siguió escribiendo, aprovechando la información que le enviaban sus contactos. En su primera nota denunciaba la existencia de un Santo Oficio que “encarcela, martiriza y mata a los honrados obreros de la Cataluña libertaria”, y describía al jefe de la brigada especial Martorell como un “perro polizonte, cretino, zaresco, canallesco sobornador”.
El 10 de febrero la empresa publicó un ultimátum llamando al retorno al trabajo y acusando a los sindicatos de aprovecharse del conflicto para fines políticos y revolucionarios. Las presiones sobre el gobierno civil ejercidas desde Madrid crecieron. El embajador inglés se reunió con el ministro de Estado y éste transfirió la presión al de Gobernación diciéndole que el gobernador de Barcelona no “había sido enérgico”, no se reprimió las reuniones en la empresa sino hasta el día 8. A pesar de la censura la prensa informó que el gobernador ofreció su mediación a los obreros (hasta esta sencilla maniobra era interpretada como pecado de debilidad), lo que ayudó a decidir a los indecisos. Y pedía que el ministro presionara para que el gobernador de Barcelona actuara en el sentido que indicaba la empresa.
El ministro de Gobernación decía en conversación telegráfica: “Considero conveniente que intervenga Martorell”, a lo que el gobernador contestaba: “Martorell interviene por encargo mío desde el primer momento. Estoy muy atento. Hoy la compañía se propone admitir personal para sustituir a los huelguistas”.
Reaccionando ante las medidas del gobierno y la patronal, el siguiente paso del movimiento fue que los que cobraban y registraban los contadores de luz dejaran de hacerlo, con lo cual la empresa dejaba de recibir dinero. El tesorero Coulson denunció a los huelguistas ante el juzgado, argumentando que se habían quedado con un dinero indebido, al negarse a liquidar los talonarios de recibos de usuario, a pesar de que los trabajadores habían ya advertido a la empresa que liquidarían los talonarios una vez restablecido el trabajo.
Ese día se produjo el primer acto de terrorismo patronal, cuando un grupo de desconocidos hirió de gravedad al delegado sindical de Tarrasa, Santiago Pascual, de 29 años, agredido varias veces antes por la policía. Tres días más tarde, un grupo de acción, formado por tres hombres enmascarados con pañuelos, respondió hiriendo gravemente en la calle Calabria al cobrador de La Canadiense Joaquín Baró Valero, quien murió tres días después. Baró era el único cobrador que se había negado a colaborar en la no lectura de los contadores de luz y en no pasar recibos a los consumidores. El único esquirol en el departamento. La empresa ofreció una recompensa de 10 mil pesetas (10 años de salario de uno de sus obreros) a quien ofreciera información sobre los asesinos. No obtuvo ningún resultado. De cualquier manera, es importante señalar cómo los actos de terror individual fueron escasos en los tres primeros meses del año, como si la militancia más extremista hubiera sido cooptada por el movimiento.
El tercer atentado fue el 12 de febrero, cuando los grupos volvieron a tirotear en la barriada de San Martín al contramaestre textil que actuó como provocador de la policía, Luis Más Tarrades, un personaje de bastante turbio pasado contra el que los grupos atentaron en mayo anterior. El 12 de febrero a las 10 de la mañana, un par de desconocidos, tirotearon a Tarrades a quien produjeron una herida grave en la región lumbar con salida en el abdomen que le provocó la muerte un día después. Mientras agonizaba acusó a los obreros Luis Prida y Jaime Sabanés (ex presidente de la Sociedad La Constancia, de 24 años), del grupo de los metalúrgicos, quien acababa de salir de la cárcel tras ser acusado en falso por Bravo Portillo de haber intervenido en el atentado contra Barret y estaba procesado en rebeldía, a consecuencia del ataque contra el señor Vale. Detenidos Sabanés y Prida serán declarados inocentes pero pasarán ocho meses en la cárcel.
Con la huelga conquistando a los empleados en las oficinas de la empresa y los departamentos administrativos, las comisiones sindicales comenzaron a escalonar la ofensiva, mientras que la empresa se preparaba para el estallido de la huelga en los departamentos de generación de energía. El 14 de febrero aparecieron en la ciudad cables de luz destruidos. El gobernador pidió a Capitanía ingenieros militares y el alcalde de Barcelona inició una mediación, tratando de impedir que obreros de otras empresas secundaran el conflicto, a través de conversaciones con las direcciones de las tres fábricas que proporcionaban fluido eléctrico a la ciudad: La Canadiense, Energía Eléctrica de Cataluña y Catalana de Gas y Electricidad. La Canadiense (Riegos y fuerzas del Ebro) distribuía a través de la Fábrica Barcelonesa de Electricidad el 60% de la energía que consumía la ciudad, así como a Tarrasa, Sabadell y toda la provincia de Lérida, mientras que Energía Eléctrica de Cataluña generaba el 30% y Catalana de Gas tan solo un 10%, pero distribuía el gas del alumbrado público en las zonas de la ciudad donde aún no se había substituido por eléctrico.
Mientras tanto, la tensión iba en aumento. La Canadiense colocó un cartel en sus instalaciones ofreciendo empleo a todo guardia civil o policía municipal activo o retirado que quisiera trabajar, diciendo que habría buen sueldo. El cartel fue pintarrajeado con injurias por los trabajadores.
El comité de huelga decidió aumentar la presión y el día 17 los metalúrgicos del Ferrocarril de Sarriá, se fueron a huelga, por lo cual la empresa no contaba con posibilidades de reparaciones, porque ahí estaban sus talleres. El gobernador informaba al ministro de Gobernación a las 12:40 de la mañana las consecuencias graves que podría tener la huelga: al paralizarse la empresa se paralizaban los servicios públicos, tranvías y fábricas. Y proponía al gobierno la militarización de los obreros.
Cuatro horas después añadía a su nota inicial un informe, en el que se reseñaba que tras haberse comunicado con la capitanía general se veía que no era suficiente el personal técnico con que contaban los militares, que eran necesarios 100 individuos más del centro electrotécnico del ejército. Y aunque decía que la presencia de militares en las subcentrales podía precipitar el conflicto, terminaba: “ La situación de ayer a hoy se ha agravado considerablemente (…) preparados para un conflicto de suma gravedad que pudiera estallar en cualquier momento”.
En respuesta, el ministro de Gobernación apuntaba, en una nota confidencial, que la militarización que proponía González Rothwoss era peligrosa, pues los trabajadores podrían, como en 1916, aceptar ser militarizados, pero no servir a la compañía y, además, tal medida provocaría la huelga general no solo en Barcelona, también en otras provincias. Por último, señalaban que no era conveniente que se infiltraran en el ejército “individuos contaminados de rebelión”.
Lo que procedía según el consejo de ministros era “el destierro de los directores y aun de los presuntos sucesores de las juntas directivas de la huelga de La Canadiense a otras provincias, ejercitando la facultad extraordinaria que le atribuye la suspensión de garantías”. Sugerían como alternativa que el ejército se encargara de sustituir a los actuales huelguistas. ¿Y quién está dirigiendo la huelga? ¿A quién tienen las autoridades que deportar? No lo saben.
Paco Ignacio Taibo II
publicado en agosto de 2015 en Memoria, revista mexicana de crítica militante
el texto forma parte del libro «Que sean fuego las estrellas. Barcelona 1917-1923. Una historia narrativa»
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A mediados de enero de 1919, con el movimiento sindical en una situación de semiclandestinidad y la tensión creciendo, los activistas y los comités seguían laboriosos, y se estaban formando en Barcelona grupos importantes de afiliados entre los trabajadores de agua y gas, tranviarios, dependientes de comercio y electricidad. La Confederación Regional catalana de la Confederación Nacional del Trabajo declararía varios meses más tarde: “A pesar de la clausura de centros obreros, persecución de militantes, prohibición de reuniones y suspensión de periódicos, los sindicatos seguían funcionando”.
Y la ciudad bullía alucinada por rumores “muy serios” que decían que el anarcosindicalismo preparaba la huelga general y que los grupos de acción iban a organizar una carnicería, o absolutamente disparatados que aseguraban que Lenin había desembarcado encubierto en Barcelona (según un cable de la American News Agency) y a eso se sumaba la leyenda, porque más de uno había visto al ruso calvo. Y de postre se decía que había reuniones entre catalanistas y sindicalistas.
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Previendo que el conflicto de los pantanos de Camarasa se extendiera, el 22 de enero de 1919, el ministro de Gobernación ordenaba a los gobernadores de Lérida y Tarragona que dispusieran lo necesario para que la guardia civil vigilara las instalaciones de La Canadiense y cuidara el fluido que suministraba a Barcelona.
La Canadiense era el nombre que la orgullosa fábrica de las tres chimeneas informalmente ostentaba, realmente se llamaba Barcelona Traction Light and Power; y la llamaban así porque el principal accionista de la empresa era el Canadian Bank of Comerce, de Toronto, también propietario de Riegos y Fuerzas del Ebro. El grupo de empresas generaba, transformaba y distribuía la mayor parte del fluido eléctrico que abastecía a Barcelona y poseía incluso una línea de ferrocarril.
Pero curiosamente, el esperado movimiento, aunque iba a surgir de La Canadiense no lo haría de la caliente zona del pantano de Camarasa, centro de los conflictos de noviembre, sino de las oficinas centrales de la compañía.
En enero varios oficinistas fueron pasados de eventuales a fijos en un reacomodo de la plantilla y les rebajaron el salario mensual de 150 pesetas a 125 y de 125 a 105. El reajuste se tornaba más ofensivo aún si resultaba cierto el rumor de que Fraser Lawton, el gerente de La Canadiense, ganaba por su cargo 30 mil pesetas oro mensuales (el autor desconoce la diferencia entre las “pesetas oro” y las vulgares pesetas, pero no por ello la cifra dejaba de ser astronómica). Joan Salvat-Papasseit habría de escribir: “Se puede ir con la izquierda y ser ladrón; lo que no puede ser, lo que no ha sido nunca, es ir con las derechas y ser persona honrada”.
Los oficinistas levantaron la demanda de “a trabajo igual salario igual”. El 2 de febrero ocho empleados de La Canadiense, que encabezaban la protesta y miembros del Sindicato Único fueron despedidos. Cinco de los sancionados pertenecían a la sección de facturación y sus compañeros, en acto de solidaridad, el 5 de febrero de 1919 se declararon en huelga. Tiraron papeles, rompieron las plumas, arrojaron al suelo los tinteros, y se negaron a seguir trabajando hasta que se readmitiera a sus compañeros. Los 117 empleados de la sección de facturación salieron a la calle y fueron a ver al gobernador, quien les prometió que intercedería por ellos ante la empresa si volvían al trabajo. Cuando éstos volvieron, se encontraron con fuerzas de la policía que les impedían el paso, no dejándoles entrar al interior del edificio. En la práctica se les dijo que estaban también despedidos.
La empresa se negó a proporcionar mayores explicaciones que una frase de unos de los directivos extranjeros, mister Coulton, que dijo que eran unos ineptos y a eso se debía el despido. El 8 de febrero, la brigada de Martorell, llamada por la empresa, hizo acto de presencia con 50 o 60 policías armados ante los huelguistas. La primera medida que tomó Martorell fue decirles que “no se acercasen a la puerta; que todo aquel que lo hiciera sería conducido a la cárcel”. Luego los policías desalojaron las oficinas y la empresa los despidió masivamente. Esa misma tarde el gobernador civil informaba al ministro que 120 de los expulsados pertenecían al Ferrocarril de Sarriá, un tren de cercanías también propiedad de la empresa y que “la huelga puede ser importante si la secundan los obreros”.
La Canadiense se había identificado por una política de bajos salarios y el descontento entre los obreros era grande. Ángel Pestaña comentaba: “Había obreros en la factoría de La Canadiense, hombres jóvenes de 23 y 25 años, que trabajaban diez horas consecutivas y ganaban la enorme suma de 75 pesetas al mes, en Barcelona, donde el precio de las subsistencias es fabuloso”. Por eso, el trabajo realizado durante los últimos meses comenzó a prender, y una comisión de los distintos sindicatos únicos que tenían labor organizativa dentro de la empresa: agua, gas, madera, comenzó a reunirse (Con las nuevas reglas creadas por el congreso de Sans) y se hizo cargo del conflicto.
El comité presentó a la patronal anglocanadiense unas bases en las que exigían la readmisión de los 8 despedidos y los 140 expulsados; el aumento de sueldo; el despido de esquiroles; la destitución de un alto empleado (Coulton) y el que no se tomaran represalias. La empresa respondió con la publicación de un anuncio en el que se pedía personal y ofreció aumento de sueldo a parte de los huelguistas, quienes se negaron a retornar. Al salir del gobierno civil, el gerente de la empresa Fraser Lawton, como si fuera una caricatura de una novela de Dickens, contestó a los periodistas en una entrevista improvisada:
“Mi pagar y mandar; los obreros no tener ningún derecho. ¡Fuera, fuera!”
Mientras tanto, respondiendo a una petición de las esposas de los cenetistas encarcelados, los detenidos del Pelayo habían sido trasladados a la Cárcel Modelo de Barcelona, situada en la calle Entenza; y se celebraban en toda España actos pidiendo su liberación y el retorno a la normalidad sindical. En particular era importante la declaración de la ejecutiva de la Unión General de Trabajadores (UGT) socialista exigiendo el levantamiento de la suspensión de garantías en Barcelona, la reapertura de locales y la liberación de los presos. Las autoridades, sin embargo, en lugar de ceder apretaron produciendo nuevas detenciones y persecuciones de activistas. Ángel Samblancat fue encarcelado por un delito de opinión: “A las 10 de la mañana se presenta un policía en mi casa y me dice: Vístase y acompáñeme a la dirección, lo reclaman de Zaragoza. ¿De Zaragoza? Yo no escribo en ningún periódico de allí. A no ser que sea por algún robo o asesinato… ¡Hombre! Usted no es capaz, me dice el agente riendo. “Yo soy capaz de todo”. Desde la cárcel escribirá un artículo en que registra que además de los detenidos previos, lo estaban el periodista Francisco Madrid, Malibrán, dirigente de una cooperativa y empleado de La Canadiense, Miranda, Gallifá… La detención el 6 de febrero de Daniel Rebull, conocido como David Rey fue un golpe importante para la estructura clandestina porque desarticulaba una de las redes de edición y distribución de Solidaridad Obrera. Daniel fue trasladado al Cuartel de Caballería de Numancia, incomunicado y puesto a disposición de la autoridad militar.
Mateo Soriano, corresponsal de España Nueva desde París, siguió escribiendo, aprovechando la información que le enviaban sus contactos. En su primera nota denunciaba la existencia de un Santo Oficio que “encarcela, martiriza y mata a los honrados obreros de la Cataluña libertaria”, y describía al jefe de la brigada especial Martorell como un “perro polizonte, cretino, zaresco, canallesco sobornador”.
El 10 de febrero la empresa publicó un ultimátum llamando al retorno al trabajo y acusando a los sindicatos de aprovecharse del conflicto para fines políticos y revolucionarios. Las presiones sobre el gobierno civil ejercidas desde Madrid crecieron. El embajador inglés se reunió con el ministro de Estado y éste transfirió la presión al de Gobernación diciéndole que el gobernador de Barcelona no “había sido enérgico”, no se reprimió las reuniones en la empresa sino hasta el día 8. A pesar de la censura la prensa informó que el gobernador ofreció su mediación a los obreros (hasta esta sencilla maniobra era interpretada como pecado de debilidad), lo que ayudó a decidir a los indecisos. Y pedía que el ministro presionara para que el gobernador de Barcelona actuara en el sentido que indicaba la empresa.
El ministro de Gobernación decía en conversación telegráfica: “Considero conveniente que intervenga Martorell”, a lo que el gobernador contestaba: “Martorell interviene por encargo mío desde el primer momento. Estoy muy atento. Hoy la compañía se propone admitir personal para sustituir a los huelguistas”.
Reaccionando ante las medidas del gobierno y la patronal, el siguiente paso del movimiento fue que los que cobraban y registraban los contadores de luz dejaran de hacerlo, con lo cual la empresa dejaba de recibir dinero. El tesorero Coulson denunció a los huelguistas ante el juzgado, argumentando que se habían quedado con un dinero indebido, al negarse a liquidar los talonarios de recibos de usuario, a pesar de que los trabajadores habían ya advertido a la empresa que liquidarían los talonarios una vez restablecido el trabajo.
Ese día se produjo el primer acto de terrorismo patronal, cuando un grupo de desconocidos hirió de gravedad al delegado sindical de Tarrasa, Santiago Pascual, de 29 años, agredido varias veces antes por la policía. Tres días más tarde, un grupo de acción, formado por tres hombres enmascarados con pañuelos, respondió hiriendo gravemente en la calle Calabria al cobrador de La Canadiense Joaquín Baró Valero, quien murió tres días después. Baró era el único cobrador que se había negado a colaborar en la no lectura de los contadores de luz y en no pasar recibos a los consumidores. El único esquirol en el departamento. La empresa ofreció una recompensa de 10 mil pesetas (10 años de salario de uno de sus obreros) a quien ofreciera información sobre los asesinos. No obtuvo ningún resultado. De cualquier manera, es importante señalar cómo los actos de terror individual fueron escasos en los tres primeros meses del año, como si la militancia más extremista hubiera sido cooptada por el movimiento.
El tercer atentado fue el 12 de febrero, cuando los grupos volvieron a tirotear en la barriada de San Martín al contramaestre textil que actuó como provocador de la policía, Luis Más Tarrades, un personaje de bastante turbio pasado contra el que los grupos atentaron en mayo anterior. El 12 de febrero a las 10 de la mañana, un par de desconocidos, tirotearon a Tarrades a quien produjeron una herida grave en la región lumbar con salida en el abdomen que le provocó la muerte un día después. Mientras agonizaba acusó a los obreros Luis Prida y Jaime Sabanés (ex presidente de la Sociedad La Constancia, de 24 años), del grupo de los metalúrgicos, quien acababa de salir de la cárcel tras ser acusado en falso por Bravo Portillo de haber intervenido en el atentado contra Barret y estaba procesado en rebeldía, a consecuencia del ataque contra el señor Vale. Detenidos Sabanés y Prida serán declarados inocentes pero pasarán ocho meses en la cárcel.
Con la huelga conquistando a los empleados en las oficinas de la empresa y los departamentos administrativos, las comisiones sindicales comenzaron a escalonar la ofensiva, mientras que la empresa se preparaba para el estallido de la huelga en los departamentos de generación de energía. El 14 de febrero aparecieron en la ciudad cables de luz destruidos. El gobernador pidió a Capitanía ingenieros militares y el alcalde de Barcelona inició una mediación, tratando de impedir que obreros de otras empresas secundaran el conflicto, a través de conversaciones con las direcciones de las tres fábricas que proporcionaban fluido eléctrico a la ciudad: La Canadiense, Energía Eléctrica de Cataluña y Catalana de Gas y Electricidad. La Canadiense (Riegos y fuerzas del Ebro) distribuía a través de la Fábrica Barcelonesa de Electricidad el 60% de la energía que consumía la ciudad, así como a Tarrasa, Sabadell y toda la provincia de Lérida, mientras que Energía Eléctrica de Cataluña generaba el 30% y Catalana de Gas tan solo un 10%, pero distribuía el gas del alumbrado público en las zonas de la ciudad donde aún no se había substituido por eléctrico.
Mientras tanto, la tensión iba en aumento. La Canadiense colocó un cartel en sus instalaciones ofreciendo empleo a todo guardia civil o policía municipal activo o retirado que quisiera trabajar, diciendo que habría buen sueldo. El cartel fue pintarrajeado con injurias por los trabajadores.
El comité de huelga decidió aumentar la presión y el día 17 los metalúrgicos del Ferrocarril de Sarriá, se fueron a huelga, por lo cual la empresa no contaba con posibilidades de reparaciones, porque ahí estaban sus talleres. El gobernador informaba al ministro de Gobernación a las 12:40 de la mañana las consecuencias graves que podría tener la huelga: al paralizarse la empresa se paralizaban los servicios públicos, tranvías y fábricas. Y proponía al gobierno la militarización de los obreros.
Cuatro horas después añadía a su nota inicial un informe, en el que se reseñaba que tras haberse comunicado con la capitanía general se veía que no era suficiente el personal técnico con que contaban los militares, que eran necesarios 100 individuos más del centro electrotécnico del ejército. Y aunque decía que la presencia de militares en las subcentrales podía precipitar el conflicto, terminaba: “ La situación de ayer a hoy se ha agravado considerablemente (…) preparados para un conflicto de suma gravedad que pudiera estallar en cualquier momento”.
En respuesta, el ministro de Gobernación apuntaba, en una nota confidencial, que la militarización que proponía González Rothwoss era peligrosa, pues los trabajadores podrían, como en 1916, aceptar ser militarizados, pero no servir a la compañía y, además, tal medida provocaría la huelga general no solo en Barcelona, también en otras provincias. Por último, señalaban que no era conveniente que se infiltraran en el ejército “individuos contaminados de rebelión”.
Lo que procedía según el consejo de ministros era “el destierro de los directores y aun de los presuntos sucesores de las juntas directivas de la huelga de La Canadiense a otras provincias, ejercitando la facultad extraordinaria que le atribuye la suspensión de garantías”. Sugerían como alternativa que el ejército se encargara de sustituir a los actuales huelguistas. ¿Y quién está dirigiendo la huelga? ¿A quién tienen las autoridades que deportar? No lo saben.
Última edición por lolagallego el Vie Feb 12, 2021 8:42 pm, editado 1 vez