A principios del pasado mes de octubre, el ex presidente estadounidense Bill Clinton afirmaba en Yalta (en el foro Yalta European Strategy, o Estrategia Europea de Yalta) que su país debe prepararse para perder su condición de país dominante en la escena internacional. Por ello, Clinton reflexionó en voz alta sobre la conveniencia de que Estados Unidos renunciase a algunos privilegios para prepararse para un mundo nuevo, en el que citó a China y la India como dos potencias en ascenso. Las palabras de Clinton son reveladoras del dilema al que se enfrenta el poder estadounidense: es consciente de su pérdida relativa de influencia, pero mientras algunos sectores (hoy, minoritarios) la consideran inevitable y juzgan conveniente prepararse para ese momento con una política exterior menos agresiva que haga posible una convivencia futura, otros apuestan por la continuidad de una acción imperial que impida, o cuando menos retrase, el temido momento de verse superados por China.
Más allá de la duración de la administración Obama, que puede llegar, a lo sumo, hasta el 2016, Estados Unidos está impulsando hoy una política exterior que pretende, en lo sustancial, limitar los daños de las aventuras exteriores de George W. Bush y preparar la retirada de tropas de Oriente Medio, cuyo elevado presupuesto no puede ya sostener su economía declinante; y, junto a ello, desarrollar su plan de “contención de China”, con la intención de mantener la hegemonía estadounidense en el siglo XXI. Washington sabe que no le va a resultar fácil conseguirlo. Globalmente Estados Unidos busca, a medio plazo, seguir manteniendo la dependencia de la Unión Europea con respecto a su estrategia global; recuperar áreas de influencia en América Latina (por lo que no hay que descartar planes de desestabilización más agresivos que los desarrollados hasta ahora por Estados Unidos en algunos países del continente, e incluso la vuelta a los golpes de Estado); reforzar sus bazas en la disputa por la influencia en África, donde China está consolidando sus alianzas (y soportando las constantes campañas de descrédito lanzadas por los países occidentales, quienes, con consumada hipocresía, le acusan de “colonialismo”); y dificultar el fortalecimiento chino en Asia. Examinaremos aquí con más detalle la situación en Asia, donde, en buena parte, se juega el futuro de la humanidad.
China, Japón, India, la ASEAN (Thailandia, Indonesia, Malaisia, Singapur, Filipinas, Vietnam, Laos, Camboya, Brunei y Myanmar), y las dos potencias exteriores, Estados Unidos y Rusia, son los protagonistas de las disputas geopolíticas en el continente que configurarán el nuevo papel de Asia en el mundo, y entre esos cinco países y el bloque del sudeste se está perfilando, en abierta competencia, un nuevo equilibrio asiático. El conjunto de la Unión Europea está fuera de juego en ese escenario (también las viejas potencias coloniales, Gran Bretaña, Francia y Alemania), donde el tradicional poder económico japonés, la emergencia china y la creación del área de libre comercio entre China y la ASEAN, y los acuerdos desarrollados por el llamado grupo 10+3 (que reúne a los diez países de la ASEAN, más chinos, japoneses y surcoreanos) han situado a la región oriental de Asia en el centro del desarrollo mundial.
En Asia, Estados Unidos busca mantener su hegemonía blanda entre sus mejores aliados asiáticos: Japón, Corea del Sur, Taiwán, Thailandia, Indonesia y Filipinas, donde, en todos ellos, tiene bases militares. También pretende conservar el control de Oriente Medio, reduciendo tropas en Iraq y Afganistán, manteniendo la presión sobre Irán, asegurándose el control del armamento nuclear pakistaní e intentando resolver la “cuestión palestina”, que dificulta su diplomacia en el mundo árabe, para aumentar así su influencia sobre el mundo islámico y seguir disputando el “gran juego” con Moscú y Pekín sobre el Asia central y el Caspio. Además quiere reforzar su posición en el sudeste asiático, donde en la última década ha perdido influencia. Y, por último, quiere atraerse a la India en su esfuerzo por contener a China.
Es obvio que entre las prioridades internacionales de Washington está, en primer lugar, su relación con China, que ha sido definida por el Departamento de Estado estadounidense como “la más importante para el siglo XXI”. En segundo lugar, el control de la situación en Oriente Medio, donde la expansionista política de Bush inició dos guerras, Afganistán e Iraq, y desestabilizó toda la zona, acompañada con el acoso a Irán, el desinterés o impotencia ante Israel para resolver la cuestión palestina, y el indeseado agravamiento de la crisis en Pakistán, no le ha dado los resultados esperados. Después de esas dos áreas, ocupan los siguientes focos de interés de Estados Unidos la relación con Rusia; y, tras ella, con la Unión Europea y, finalmente, la atención hacia América Latina. Al igual que Estados Unidos, también Rusia y la Unión Europea consideran que sus relaciones con China han pasado a formar parte del núcleo central de su estrategia mundial. Si hasta hoy las relaciones entre ambos lados del océano Atlántico eran la cuestión primordial para el predominio mundial de las potencias capitalistas occidentales dirigidas por Estados Unidos, que contaba además con una corona de potencias periféricas clientes que iba desde Japón hasta Australia, pasando por Israel y por los principales países latinoamericanos, el fortalecimiento asiático ha roto ese mosaico, haciendo que las relaciones con China, y, en menor medida, con la India, pasen a ser prioritarias para Washington, pero también para Moscú y Bruselas. Buena parte de la evolución mundial de los próximos años dependerá de hacia qué lado se incline Moscú, que, pese la disminución de su papel estratégico, puede fortalecer tanto a la Unión Europea (si se estableciese un eje París-Berlín-Moscú), como a Washington o Pekín. De hecho, pese al desconcierto y la parálisis en que se encuentra la diplomacia europea, la única posibilidad para la Unión Europea de crear un polo político y económico que pueda hablar en condiciones de igualdad con Washington, Pekín y Delhi pasa por la alianza con Moscú, pero esa es una cuestión que escapa de los límites de este artículo.
Dentro de dos años se celebrarán elecciones presidenciales en Estados Unidos y también en Rusia, y es probable que Moscú haya definido más sus opciones. En muchas cancillerías occidentales se sigue especulando con las diferencias entre Putin y Medvédev, donde, en los círculos del poder ruso, éste último representaría el sector más proclive al entendimiento con Occidente. Es un hecho que pese a la ambivalencia que ha presidido los últimos años de la política exterior rusa, ora atraída por Occidente, ora mostrando interés por Oriente, Moscú no deja de constatar que el poder económico mundial está basculando hacia el área del Pacífico asiático, y eso le hace reconsiderar muchas cosas. Moscú, además, está interesado en desarrollar sus territorios asiáticos, y eso puede hacerlo en asociación con China y otras potencias asiáticas… opción que desagrada en Washington. En los últimos años, la insistencia de la prensa occidental, y también de una buena parte de la rusa, en la supuesta llegada masiva de millones de chinos a Siberia y en la hipotética pérdida de los territorios orientales a favor de China tenía unos claros objetivos: dificultar la colaboración entre Moscú y Pekín, por la vía de sembrar la desconfianza entre ambos y de estimular los sentimientos nacionalistas rusos ante el supuesto peligro chino. Ese peligro, que se ha revelado falso, ha dejado de asustar a Rusia, pero ha tenido algunos efectos: el gobierno de Medvédev y Putin quiere que el desarrollo de Siberia se produzca en cooperación con China y también con Estados Unidos, Japón y otros países.
Tras las serias tensiones de finales de 2008, debidas a la guerra en Osetia y al proyecto de escudo antisimisiles estadounidense, cuando se inició el mandato del actual presidente de EE.UU., Medvédev y Obama apostaron por un nuevo rumbo en las relaciones entre Moscú y Washington, ilustrado con el gesto de Hillary Clinton entregando en Moscú un simbólico botón de “reinicio” de las relaciones mutuas, deterioradas durante la presidencia de Bush, y que se revelaron frías durante la primera entrevista entre Medvédev y Obama, en Londres, en abril de 2009. La firma del nuevo START (todavía pendiente de ratificación en el Senado estadounidense) pareció inaugurar una nueva etapa, y, además, Medvédev ha insistido en impulsar la colaboración con Estados Unidos y la Unión Europea para modernizar la economía rusa, y bajo su presidencia se han firmado acuerdos de colaboración con Washington en la energía nuclear para usos civiles, para la persecución del tráfico de drogas y para la continuidad de las facilidades logísticas que ofrece Moscú para el ejército estadounidense en Afganistán. A finales de 2010, las principales diferencias siguen centrándose en la vinculación entre armamento nuclear ofensivo y defensivo, con la cuestión del escudo antimisiles estadounidense en Europa, en el futuro de la política de desarme nuclear (la propia ratificación del nuevo Tratado START no es segura), y en las actividades ofensivas que Estados Unidos sigue impulsando en la periferia soviética, desde Georgia y Azerbeiján, y el propio Cáucaso ruso, hasta el Asia central. Además, Washington busca sustituir a Moscú en la relación preferente con Delhi, y limitar en lo posible su acción en Asia, tanto en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, como en Irán y en las relaciones con países del sudeste asiático como Vietnam, aunque esta última posibilidad se le presenta muy difícil de alcanzar por la política del gobierno vietnamita. La opción estratégica estadounidense de favorecer la desintegración de Rusia ha perdido importancia, pero no se ha descartado. La inercia de las relaciones históricas entre ambas potencias hará que sigan siendo enemigos vigilantes, pese a la propuesta de Medvédev para asociar a Washington y Bruselas al programa ruso de modernización económica.
También la relación rusa con China es importante, y puede ser determinante en Asia. En febrero de 2009, las compañías petrolíferas rusas Transneft y Rosneft suscribieron un acuerdo con la CNPC (Corporación Nacional del Petróleo de China) por el que Rusia recibió un crédito de veinticinco mil millones de dólares para construir el “ramal chino” del oleoducto que unirá Siberia oriental con el océano Pacífico, y que permitirá suministrar a China quince millones de toneladas de petróleo anuales hasta el año 2030. La parte del oleoducto que transcurre por territorio ruso para llevar el petróleo a China se concluyó el verano de 2010 y fue motivo de un nuevo encuentro de Medvédev y Hu Jintao, y Wen Jiabao, en Pekín a finales de septiembre, donde Wen definió a Rusia como "el socio estratégico más importante" para China. Hay que recordar que lo que podemos denominar el “partido prooccidental” de los círculos del poder ruso había criticado y puesto numerosas dificultades a la conclusión del proyecto del oleoducto Skovorodino-Daqing. Si se produce un aumento de los intercambios, por el que apuestan Hu Jintao y Medvédev, las posibilidades son enormes: China y Rusia apenas superan los 50.000 millones de dólares anuales en intercambios comerciales, mientras que el saldo entre China y Estados Unidos es de 300.000 millones. De hecho, en las importaciones petrolíferas, China todavía importa más petróleo de Arabia, Irán, Angola y Omán que de Rusia.
La búsqueda de la paz y la estabilidad concentra muchos esfuerzos de las potencias asiáticas. Además de las guerras abiertas en Iraq y Afganistán, existen enfrentamientos armados y situaciones de inestabilidad de diversa envergadura en Indonesia, Filipinas, Pakistán, Myanmar, Nepal, India y Sri Lanka. Por ello, Washington quiere asegurarse un papel de intermediario y de guardián de la seguridad asiática, lo que le otorgaría una gran influencia en el futuro del continente. No hay que olvidar que los mecanismos de seguridad en Asia son parciales e incompletos, y muchos de ellos feudatarios de los acuerdos entre Estados Unidos y sus Estados cliente forjados durante la guerra fría o la ocupación de la posguerra mundial, como en Japón y Corea del Sur. China ha desarrollado con éxito, en asociación con Rusia, la OCS, Organización de Cooperación de Shanghai, aunque su objetivo está sobre todo centrado en Asia central para impedir la ampliación de la presencia estadounidense en las cinco repúblicas soviéticas situadas entre el mar Caspio y China. Al mismo tiempo, en un complicado equilibrio, Moscú, que sabe que no le conviene ingresar en ninguna alianza hostil a China (como la del hipotético escudo antimisiles conjunto ruso-estadounidense, o incluso en la aún más hipotética integración en la OTAN, especie lanzada desde el otro lado del Atlántico), y que se opone a la presencia estadounidense en Europa, en especial cerca de sus fronteras, considera, en cambio, que la presencia estadounidense en algunas zonas de Asia puede contribuir a la estabilidad del continente.
Mientras China prosigue la larga marcha hacia su desarrollo y se ha configurado ya como una potencia mundial, Japón juega un papel secundario, importante en el plano económico, por sus intercambios con Corea y China, pero insignificante en las cuestiones políticas, donde su diplomacia sigue siendo de bajo perfil y feudataria de la estrategia estadounidense. Las recientes disputas entre China y Japón (siempre alentadas por Estados Unidos, que pretende mantener ese foco de crisis en el flanco oriental chino, centrado en la cuestión del supuesto peligro norcoreano y en sus lazos históricos con Seúl y Tokio), fueron objeto de la reciente reunión entre los ministros de Asuntos exteriores chino y japonés, Yang Jiechi y Seiji Maehara, después del incidente por la detención del barco pesquero chino y las diferencias sobre las islas Diaoyu. El canciller japonés pidió a China volver a abrir la explotación de gas conjunta en el mar de la China oriental (cuyas negociaciones Pekín suspendió tras la detención del barco pesquero), y que el gobierno chino reanudara la venta a Japón de metales raros que son imprescindibles para las empresas niponas de tecnología sofisticada. China, pese a la severidad de su respuesta a Japón y a la dureza mostrada por su ministro de Asuntos exteriores, pretende rebajar las diferencias e impulsar la cooperación entre ambos, que es vista con desconfianza por Washington. Mientras tanto, Estados Unidos ha conseguido paralizar el propósito del anterior gobierno nipón de desmantelar la base militar estadounidense de Okinawa.
El sudeste asiático es una de las zonas de mayor interés para las grandes potencias. En septiembre de 2010, se celebró en Nueva York (con la significativa ausencia del presidente de Indonesia) la cumbre entre Estados Unidos y la ASEAN, la asociación de países del sudeste asiático, un área de enorme importancia estratégica: baste decir que por el estrecho de Malaca —entre la isla de Sumatra y Malaisia— circulan las dos terceras partes del petróleo mundial, triplicando el volumen del crudo que pasa por el canal de Suez y multiplicando por quince el que atraviesa el canal de Panamá.
En esa cumbre, Obama insistió en arrancar una declaración que pusiese de manifiesto la necesidad de “fortalecer la seguridad marítima”, asegurar el “comercio libre” y mantener la “libertad de navegación” en los mares de Asia oriental, añadiendo que su país pretende desempeñar una función dirigente en la zona. La declaración era un mensaje dirigido a Pekín, y suponía la continuación del viaje realizado por Hillary Clinton a la zona, donde dedicó especial atención a Vietnam, con el propósito de crear nuevas alianzas para Washington en Asia con la vista puesta en China, a quien Estados Unidos califica de peligro para el sudeste asiático. Como si Obama no hubiera aprendido de sus antecesores los riesgos que comporta una obsesiva apuesta por la hegemonía, insistió en la cumbre en que su país debe desempeñar una función de “liderazgo” en el sudeste asiático. Dificulta su política el hecho de que el pacto de libre comercio que desean configurar los países de la ASEAN con Estados Unidos es rechazado por Washington por los problemas que crearía en su propia economía, y también la entorpece el hecho de que China se ha convertido de facto en el principal socio económico de esos países.
De manera que el intento de Obama de preparar una salida del infierno iraquí y afgano (con la retirada parcial de Iraq y el inicio de negociaciones secretas con los talibanes opciones que continúan teniendo una difícil concreción), y el “regreso a Asia” de Estados Unidos, tal y como fue verbalizado por Hillary Clinton, revelan la intención de recuperar parte de sus recursos para, sin perder el control de Oriente Medio, contener en lo posible el fortalecimiento de China. Los países de la ASEAN tienen intereses diversos, pero todos están interesados en el desarrollo económico, y China ofrece una oportunidad única para ellos, puesto que los crecientes intercambios con el coloso chino están fortaleciendo con rapidez el papel del sudeste asiático. De todos ellos, Indonesia —el gigante del área—, Thailandia, y Vietnam con los países más dinámicos y con un mayor potencial de crecimiento. Thailandia e Indonesia, aliados de Washington, basculan entre la fidelidad tradicional hacia Estados Unidos y las oportunidades que abre su creciente relación económica con China. Vietnam, con un rápido crecimiento económico, está siendo tentada por Washington para atraerlo hacia su campo, aunque es muy dudoso que Hanoi, más allá de su interés en mantener buenas relaciones con Estados Unidos, acepte participar en una estrategia de contención antichina. Pero un rasgo de la nueva situación es el propósito estadounidense de estimular en el sudeste asiático los recelos contra China, e incluso de crear peligrosos focos de conflicto, como en Myanmar, aunque también allí está elaborando una nueva estrategia. Es decir, en su regreso a Asia, Washington, en lugar de apostar por una política de cooperación en la zona, estimula los conflictos, seguro de que la desconfianza y el enfrentamiento entre los países del sudeste asiático y entre estos y China son la llave para mantener su hegemonía. Más allá, Washington pretende “internacionalizar” las diferencias entre los países del sudeste asiático en el Mar de la China meridional, para convertirse así en partícipe de las decisiones. No en vano, Obama proclamó, en 2009, su deseo de ser “un presidente procedente del océano Pacífico”.
La reciente celebración en Hanoi de la Conferencia de ministros de Defensa de la ASEAN Ampliada (la llamada ADMM-Plus, que cuenta con los socios de la ASEAN más ocho países “de diálogo”: Australia, China, India, Japón, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Rusia y Estados Unidos), propició la reunión entre los ministros de Defensa chino y estadounidense, Liang Guanglie y Robert Gates, tras muchos meses de desencuentro debido a la venta de armas estadounidenses a Taiwán por valor de seis mil cuatrocientos millones de dólares que Pekín consideró una provocación. Liang insistió en la apuesta china por la estabilidad de la zona Asia-Pacífico y por la cooperación con Estados Unidos, planteamiento que Gates no podía sino suscribir. Al mismo tiempo, dada la preocupación de Pekín por el intento de acercamiento de EE.UU. a Hanoi hurgando en las diferencias históricas entre los dos países asiáticos y su propósito de alejarlo de la órbita china, Liang se reunió también con Nong Duc Manh, secretario general del Partido Comunista vietnamita, y con Nguyen Tan Dung, primer ministro de Vietnam.
Las relaciones chinas con la India han mejorado mucho. Desde la firma de la Declaración de principios conjunta de 2003, la apuesta por la colaboración para el desarrollo ha sido el punto de encuentro entre ambos países, aunque las potencias occidentales intentan dificultar el acercamiento. De manera singular, Estados Unidos intenta atraerse a la India a su plan para contener a China, y, a su vez, los acuerdos nucleares estadounidenses con la India son una fuente de preocupación para Moscú; por ello, esa cuestión fue una de las abordadas durante la visita de Vladimir Putin a Delhi, durante el pasado mes de marzo. La India, una potencia en ascenso, está también interesada en la definición de los nuevos equilibrios estratégicos en Asia, donde desempeña un papel creciente aunque secundario.
El llamado BRIC, un concepto que surgió en 2001 en un informe de Goldman & Sachs que analizaba las potencias del futuro, se ha ido consolidando desde los primeros y titubeantes contactos de las cuatro potencias (Brasil, Rusia, India y China) hasta las reuniones que congregan a ministros de diferentes áreas, articulando una colaboración que se concreta ya en una coordinación ante las reuniones del G-20, en la posibilidad de incorporar a Sudáfrica (creando un BRICS) y, sobre todo, en el impulso a la cooperación para el desarrollo, cuestión que agrupa los intereses de los cuatro países, más allá de diferencias históricas como las protagonizadas por China e India. El papel de China en la dinámica del BRIC ha sido el de motor de sus nuevas iniciativas en la escena internacional: en vísperas de la cumbre anterior, celebrada en Brasil, se habían convocado cuatro reuniones de los ministros de Finanzas, los gobernadores de los Bancos Centrales y de los Bancos del Desarrollo, y se entrevistaron también responsables de los Consejos de Seguridad y los ministros de Agricultura, entre otros.
Tanto Moscú como Pekín trabajan por un nuevo orden mundial que sustituya a la declinante hegemonía estadounidense, y ese objetivo conviene al conjunto del planeta porque redundará en una democratización de las relaciones internacionales, que van mucho más allá de los acuerdos y debates en el Consejo de Seguridad de la ONU, y porque, pese a la insistencia de los laboratorios de pensamiento neoliberales en vender la bondad de un mundo dirigido por Washington (“Estados Unidos tiene vocación de líder planetario”, ha afirmado Obama), el resto de países de la Tierra reclaman tener voz en el futuro que se avecina. ¿Por qué iban a aceptar Pekín, Moscú, Delhi o Brasilia que el mundo se dirija desde Washington? Una potencia, Estados Unidos, que no dudó, con Bush, en mantener un Comando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC, en inglés), una unidad de élite clandestina del Pentágono a las órdenes de Cheney, que, según ha revelado Seymour Hersh, viajaba por muchos países para asesinar a personas previamente seleccionadas. En decenas de países de diferentes zonas del mundo ejecutaron no sabemos aún a cuántas víctimas, como tampoco sabemos si esa unidad clandestina continúa existiendo con otro nombre. Ninguna otra potencia mundial ha hecho algo semejante.
Las disputas geopolíticas en Asia cobran así una importancia decisiva en el nuevo equilibrio que está naciendo en el mundo, con graves riesgos porque hay diferencias sustanciales entre las grandes potencias: mientras, no sin daños, Estados Unidos ha hecho de la economía de guerra (Iraq, Afganistán, Pakistán) y de la expansión militar uno de los ejes de su política exterior, Pekín y Moscú, así como Delhi y Brasilia, apuestan por un entorno pacífico para apuntalar su desarrollo económico. De manera que mientras estos consolidan la paz, Estados Unidos no descarta la guerra, y esa evidencia plantea muchos peligros y serios interrogantes para el futuro. La naciente asociación estratégica entre Moscú y Pekín refuerza los vectores pacíficos, y, precisamente por ello, son vistos con tanta preocupación por China tanto las dudas rusas como los intentos de aproximación de EE.UU. a Moscú, conscientes como son, además, de la oscilación de la política exterior rusa de los últimos años, con etapas de atracción hacia oriente y otras hacia occidente.
La globalización económica, que fue vista como una oportunidad para que Estados Unidos y las viejas potencias coloniales europeas se apoderasen de los mercados y de las economías del resto del planeta, debe ser una oportunidad para todos los países, y los beneficios deben alcanzar a todos. Incluso los tradicionales aliados de Estados Unidos, como Japón o la Unión Europea están interesados en esa democratización de las relaciones internacionales, por mucho que su diplomacia continúe la inercia de la vieja sumisión a Washington que nació con la guerra fría.
En ese difícil equilibrio asiático, la diplomacia y los centros de análisis y pensamientos estadounidenses siembran dudas sobre las verdaderas intenciones de China. Así, Foreign Policy, la revista de política internacional que fundó Huntington, afirmaba recientemente que Pekín había dejado atrás la estrategia del “auge pacífico” para internarse en la senda de la dominación de otros países; y el inefable Robert Kaplan escribía en Foreign Affairs, antes del verano, sobre “la geografía del poder chino” sembrando la inquietud sobre el fortalecimiento de Pekín y afirmando que el arco de países formado por Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas, Indonesia y Australia contienen la expansión china, y que Taiwán es la clave para contener a Pekín. Otros portavoces de esa línea conservadora de pensamiento, que se resisten a renunciar a la visión de un mundo unipolar, insisten en que Estados Unidos venció en la guerra fría pero que, sin embargo, la nueva distensión no les ha beneficiado, mientras que China sí que ha aprovechado el nuevo clima internacional para su fortalecimiento; incluso llegan a afirmar que el “esfuerzo” y “sacrificio” de los estadounidenses en Iraq y Afganistán no le han reportado más que dificultades políticas y gastos cuantiosos, mientras que China está empezando a hacer negocios en esos países sin haber arriesgado nada, añadiendo que su expansión marítima es un riesgo para la estabilidad mundial. En cambio, esas tesis que postulan la “amenaza china” apenas encuentran defensores entre los círculos de poder y pensamiento rusos.
En los años de la guerra de Corea, Emmet John Hughes, el autor de los discursos de Eisenhower, recordó ante el presidente de EE.UU., utilizando las palabras de John Foster Dulles, que Estados Unidos no podía alcanzar un acuerdo que pusiera fin a la guerra “hasta que hayamos demostrado —ante toda Asia— nuestra aplastante superioridad dando una buena lección a China”. Ese continúa siendo uno de los riesgos y de las tentaciones del gobierno de Washington, prisionero de la visión del papel providencial de Estados Unidos en el mundo y receloso ante los vertiginosos cambios de estos últimos años. Pero cada época tiene su afán. El Diario del Pueblo, órgano central del Partido Comunista Chino, contestaba a esas tentaciones estadounidenses con la publicación, hace unas semanas, de un artículo de Li Hongmei con un revelador título: “El Tío Sam ya está muy viejo para ser líder en Asia”.
Más allá de la duración de la administración Obama, que puede llegar, a lo sumo, hasta el 2016, Estados Unidos está impulsando hoy una política exterior que pretende, en lo sustancial, limitar los daños de las aventuras exteriores de George W. Bush y preparar la retirada de tropas de Oriente Medio, cuyo elevado presupuesto no puede ya sostener su economía declinante; y, junto a ello, desarrollar su plan de “contención de China”, con la intención de mantener la hegemonía estadounidense en el siglo XXI. Washington sabe que no le va a resultar fácil conseguirlo. Globalmente Estados Unidos busca, a medio plazo, seguir manteniendo la dependencia de la Unión Europea con respecto a su estrategia global; recuperar áreas de influencia en América Latina (por lo que no hay que descartar planes de desestabilización más agresivos que los desarrollados hasta ahora por Estados Unidos en algunos países del continente, e incluso la vuelta a los golpes de Estado); reforzar sus bazas en la disputa por la influencia en África, donde China está consolidando sus alianzas (y soportando las constantes campañas de descrédito lanzadas por los países occidentales, quienes, con consumada hipocresía, le acusan de “colonialismo”); y dificultar el fortalecimiento chino en Asia. Examinaremos aquí con más detalle la situación en Asia, donde, en buena parte, se juega el futuro de la humanidad.
China, Japón, India, la ASEAN (Thailandia, Indonesia, Malaisia, Singapur, Filipinas, Vietnam, Laos, Camboya, Brunei y Myanmar), y las dos potencias exteriores, Estados Unidos y Rusia, son los protagonistas de las disputas geopolíticas en el continente que configurarán el nuevo papel de Asia en el mundo, y entre esos cinco países y el bloque del sudeste se está perfilando, en abierta competencia, un nuevo equilibrio asiático. El conjunto de la Unión Europea está fuera de juego en ese escenario (también las viejas potencias coloniales, Gran Bretaña, Francia y Alemania), donde el tradicional poder económico japonés, la emergencia china y la creación del área de libre comercio entre China y la ASEAN, y los acuerdos desarrollados por el llamado grupo 10+3 (que reúne a los diez países de la ASEAN, más chinos, japoneses y surcoreanos) han situado a la región oriental de Asia en el centro del desarrollo mundial.
En Asia, Estados Unidos busca mantener su hegemonía blanda entre sus mejores aliados asiáticos: Japón, Corea del Sur, Taiwán, Thailandia, Indonesia y Filipinas, donde, en todos ellos, tiene bases militares. También pretende conservar el control de Oriente Medio, reduciendo tropas en Iraq y Afganistán, manteniendo la presión sobre Irán, asegurándose el control del armamento nuclear pakistaní e intentando resolver la “cuestión palestina”, que dificulta su diplomacia en el mundo árabe, para aumentar así su influencia sobre el mundo islámico y seguir disputando el “gran juego” con Moscú y Pekín sobre el Asia central y el Caspio. Además quiere reforzar su posición en el sudeste asiático, donde en la última década ha perdido influencia. Y, por último, quiere atraerse a la India en su esfuerzo por contener a China.
Es obvio que entre las prioridades internacionales de Washington está, en primer lugar, su relación con China, que ha sido definida por el Departamento de Estado estadounidense como “la más importante para el siglo XXI”. En segundo lugar, el control de la situación en Oriente Medio, donde la expansionista política de Bush inició dos guerras, Afganistán e Iraq, y desestabilizó toda la zona, acompañada con el acoso a Irán, el desinterés o impotencia ante Israel para resolver la cuestión palestina, y el indeseado agravamiento de la crisis en Pakistán, no le ha dado los resultados esperados. Después de esas dos áreas, ocupan los siguientes focos de interés de Estados Unidos la relación con Rusia; y, tras ella, con la Unión Europea y, finalmente, la atención hacia América Latina. Al igual que Estados Unidos, también Rusia y la Unión Europea consideran que sus relaciones con China han pasado a formar parte del núcleo central de su estrategia mundial. Si hasta hoy las relaciones entre ambos lados del océano Atlántico eran la cuestión primordial para el predominio mundial de las potencias capitalistas occidentales dirigidas por Estados Unidos, que contaba además con una corona de potencias periféricas clientes que iba desde Japón hasta Australia, pasando por Israel y por los principales países latinoamericanos, el fortalecimiento asiático ha roto ese mosaico, haciendo que las relaciones con China, y, en menor medida, con la India, pasen a ser prioritarias para Washington, pero también para Moscú y Bruselas. Buena parte de la evolución mundial de los próximos años dependerá de hacia qué lado se incline Moscú, que, pese la disminución de su papel estratégico, puede fortalecer tanto a la Unión Europea (si se estableciese un eje París-Berlín-Moscú), como a Washington o Pekín. De hecho, pese al desconcierto y la parálisis en que se encuentra la diplomacia europea, la única posibilidad para la Unión Europea de crear un polo político y económico que pueda hablar en condiciones de igualdad con Washington, Pekín y Delhi pasa por la alianza con Moscú, pero esa es una cuestión que escapa de los límites de este artículo.
Dentro de dos años se celebrarán elecciones presidenciales en Estados Unidos y también en Rusia, y es probable que Moscú haya definido más sus opciones. En muchas cancillerías occidentales se sigue especulando con las diferencias entre Putin y Medvédev, donde, en los círculos del poder ruso, éste último representaría el sector más proclive al entendimiento con Occidente. Es un hecho que pese a la ambivalencia que ha presidido los últimos años de la política exterior rusa, ora atraída por Occidente, ora mostrando interés por Oriente, Moscú no deja de constatar que el poder económico mundial está basculando hacia el área del Pacífico asiático, y eso le hace reconsiderar muchas cosas. Moscú, además, está interesado en desarrollar sus territorios asiáticos, y eso puede hacerlo en asociación con China y otras potencias asiáticas… opción que desagrada en Washington. En los últimos años, la insistencia de la prensa occidental, y también de una buena parte de la rusa, en la supuesta llegada masiva de millones de chinos a Siberia y en la hipotética pérdida de los territorios orientales a favor de China tenía unos claros objetivos: dificultar la colaboración entre Moscú y Pekín, por la vía de sembrar la desconfianza entre ambos y de estimular los sentimientos nacionalistas rusos ante el supuesto peligro chino. Ese peligro, que se ha revelado falso, ha dejado de asustar a Rusia, pero ha tenido algunos efectos: el gobierno de Medvédev y Putin quiere que el desarrollo de Siberia se produzca en cooperación con China y también con Estados Unidos, Japón y otros países.
Tras las serias tensiones de finales de 2008, debidas a la guerra en Osetia y al proyecto de escudo antisimisiles estadounidense, cuando se inició el mandato del actual presidente de EE.UU., Medvédev y Obama apostaron por un nuevo rumbo en las relaciones entre Moscú y Washington, ilustrado con el gesto de Hillary Clinton entregando en Moscú un simbólico botón de “reinicio” de las relaciones mutuas, deterioradas durante la presidencia de Bush, y que se revelaron frías durante la primera entrevista entre Medvédev y Obama, en Londres, en abril de 2009. La firma del nuevo START (todavía pendiente de ratificación en el Senado estadounidense) pareció inaugurar una nueva etapa, y, además, Medvédev ha insistido en impulsar la colaboración con Estados Unidos y la Unión Europea para modernizar la economía rusa, y bajo su presidencia se han firmado acuerdos de colaboración con Washington en la energía nuclear para usos civiles, para la persecución del tráfico de drogas y para la continuidad de las facilidades logísticas que ofrece Moscú para el ejército estadounidense en Afganistán. A finales de 2010, las principales diferencias siguen centrándose en la vinculación entre armamento nuclear ofensivo y defensivo, con la cuestión del escudo antimisiles estadounidense en Europa, en el futuro de la política de desarme nuclear (la propia ratificación del nuevo Tratado START no es segura), y en las actividades ofensivas que Estados Unidos sigue impulsando en la periferia soviética, desde Georgia y Azerbeiján, y el propio Cáucaso ruso, hasta el Asia central. Además, Washington busca sustituir a Moscú en la relación preferente con Delhi, y limitar en lo posible su acción en Asia, tanto en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, como en Irán y en las relaciones con países del sudeste asiático como Vietnam, aunque esta última posibilidad se le presenta muy difícil de alcanzar por la política del gobierno vietnamita. La opción estratégica estadounidense de favorecer la desintegración de Rusia ha perdido importancia, pero no se ha descartado. La inercia de las relaciones históricas entre ambas potencias hará que sigan siendo enemigos vigilantes, pese a la propuesta de Medvédev para asociar a Washington y Bruselas al programa ruso de modernización económica.
También la relación rusa con China es importante, y puede ser determinante en Asia. En febrero de 2009, las compañías petrolíferas rusas Transneft y Rosneft suscribieron un acuerdo con la CNPC (Corporación Nacional del Petróleo de China) por el que Rusia recibió un crédito de veinticinco mil millones de dólares para construir el “ramal chino” del oleoducto que unirá Siberia oriental con el océano Pacífico, y que permitirá suministrar a China quince millones de toneladas de petróleo anuales hasta el año 2030. La parte del oleoducto que transcurre por territorio ruso para llevar el petróleo a China se concluyó el verano de 2010 y fue motivo de un nuevo encuentro de Medvédev y Hu Jintao, y Wen Jiabao, en Pekín a finales de septiembre, donde Wen definió a Rusia como "el socio estratégico más importante" para China. Hay que recordar que lo que podemos denominar el “partido prooccidental” de los círculos del poder ruso había criticado y puesto numerosas dificultades a la conclusión del proyecto del oleoducto Skovorodino-Daqing. Si se produce un aumento de los intercambios, por el que apuestan Hu Jintao y Medvédev, las posibilidades son enormes: China y Rusia apenas superan los 50.000 millones de dólares anuales en intercambios comerciales, mientras que el saldo entre China y Estados Unidos es de 300.000 millones. De hecho, en las importaciones petrolíferas, China todavía importa más petróleo de Arabia, Irán, Angola y Omán que de Rusia.
La búsqueda de la paz y la estabilidad concentra muchos esfuerzos de las potencias asiáticas. Además de las guerras abiertas en Iraq y Afganistán, existen enfrentamientos armados y situaciones de inestabilidad de diversa envergadura en Indonesia, Filipinas, Pakistán, Myanmar, Nepal, India y Sri Lanka. Por ello, Washington quiere asegurarse un papel de intermediario y de guardián de la seguridad asiática, lo que le otorgaría una gran influencia en el futuro del continente. No hay que olvidar que los mecanismos de seguridad en Asia son parciales e incompletos, y muchos de ellos feudatarios de los acuerdos entre Estados Unidos y sus Estados cliente forjados durante la guerra fría o la ocupación de la posguerra mundial, como en Japón y Corea del Sur. China ha desarrollado con éxito, en asociación con Rusia, la OCS, Organización de Cooperación de Shanghai, aunque su objetivo está sobre todo centrado en Asia central para impedir la ampliación de la presencia estadounidense en las cinco repúblicas soviéticas situadas entre el mar Caspio y China. Al mismo tiempo, en un complicado equilibrio, Moscú, que sabe que no le conviene ingresar en ninguna alianza hostil a China (como la del hipotético escudo antimisiles conjunto ruso-estadounidense, o incluso en la aún más hipotética integración en la OTAN, especie lanzada desde el otro lado del Atlántico), y que se opone a la presencia estadounidense en Europa, en especial cerca de sus fronteras, considera, en cambio, que la presencia estadounidense en algunas zonas de Asia puede contribuir a la estabilidad del continente.
Mientras China prosigue la larga marcha hacia su desarrollo y se ha configurado ya como una potencia mundial, Japón juega un papel secundario, importante en el plano económico, por sus intercambios con Corea y China, pero insignificante en las cuestiones políticas, donde su diplomacia sigue siendo de bajo perfil y feudataria de la estrategia estadounidense. Las recientes disputas entre China y Japón (siempre alentadas por Estados Unidos, que pretende mantener ese foco de crisis en el flanco oriental chino, centrado en la cuestión del supuesto peligro norcoreano y en sus lazos históricos con Seúl y Tokio), fueron objeto de la reciente reunión entre los ministros de Asuntos exteriores chino y japonés, Yang Jiechi y Seiji Maehara, después del incidente por la detención del barco pesquero chino y las diferencias sobre las islas Diaoyu. El canciller japonés pidió a China volver a abrir la explotación de gas conjunta en el mar de la China oriental (cuyas negociaciones Pekín suspendió tras la detención del barco pesquero), y que el gobierno chino reanudara la venta a Japón de metales raros que son imprescindibles para las empresas niponas de tecnología sofisticada. China, pese a la severidad de su respuesta a Japón y a la dureza mostrada por su ministro de Asuntos exteriores, pretende rebajar las diferencias e impulsar la cooperación entre ambos, que es vista con desconfianza por Washington. Mientras tanto, Estados Unidos ha conseguido paralizar el propósito del anterior gobierno nipón de desmantelar la base militar estadounidense de Okinawa.
El sudeste asiático es una de las zonas de mayor interés para las grandes potencias. En septiembre de 2010, se celebró en Nueva York (con la significativa ausencia del presidente de Indonesia) la cumbre entre Estados Unidos y la ASEAN, la asociación de países del sudeste asiático, un área de enorme importancia estratégica: baste decir que por el estrecho de Malaca —entre la isla de Sumatra y Malaisia— circulan las dos terceras partes del petróleo mundial, triplicando el volumen del crudo que pasa por el canal de Suez y multiplicando por quince el que atraviesa el canal de Panamá.
En esa cumbre, Obama insistió en arrancar una declaración que pusiese de manifiesto la necesidad de “fortalecer la seguridad marítima”, asegurar el “comercio libre” y mantener la “libertad de navegación” en los mares de Asia oriental, añadiendo que su país pretende desempeñar una función dirigente en la zona. La declaración era un mensaje dirigido a Pekín, y suponía la continuación del viaje realizado por Hillary Clinton a la zona, donde dedicó especial atención a Vietnam, con el propósito de crear nuevas alianzas para Washington en Asia con la vista puesta en China, a quien Estados Unidos califica de peligro para el sudeste asiático. Como si Obama no hubiera aprendido de sus antecesores los riesgos que comporta una obsesiva apuesta por la hegemonía, insistió en la cumbre en que su país debe desempeñar una función de “liderazgo” en el sudeste asiático. Dificulta su política el hecho de que el pacto de libre comercio que desean configurar los países de la ASEAN con Estados Unidos es rechazado por Washington por los problemas que crearía en su propia economía, y también la entorpece el hecho de que China se ha convertido de facto en el principal socio económico de esos países.
De manera que el intento de Obama de preparar una salida del infierno iraquí y afgano (con la retirada parcial de Iraq y el inicio de negociaciones secretas con los talibanes opciones que continúan teniendo una difícil concreción), y el “regreso a Asia” de Estados Unidos, tal y como fue verbalizado por Hillary Clinton, revelan la intención de recuperar parte de sus recursos para, sin perder el control de Oriente Medio, contener en lo posible el fortalecimiento de China. Los países de la ASEAN tienen intereses diversos, pero todos están interesados en el desarrollo económico, y China ofrece una oportunidad única para ellos, puesto que los crecientes intercambios con el coloso chino están fortaleciendo con rapidez el papel del sudeste asiático. De todos ellos, Indonesia —el gigante del área—, Thailandia, y Vietnam con los países más dinámicos y con un mayor potencial de crecimiento. Thailandia e Indonesia, aliados de Washington, basculan entre la fidelidad tradicional hacia Estados Unidos y las oportunidades que abre su creciente relación económica con China. Vietnam, con un rápido crecimiento económico, está siendo tentada por Washington para atraerlo hacia su campo, aunque es muy dudoso que Hanoi, más allá de su interés en mantener buenas relaciones con Estados Unidos, acepte participar en una estrategia de contención antichina. Pero un rasgo de la nueva situación es el propósito estadounidense de estimular en el sudeste asiático los recelos contra China, e incluso de crear peligrosos focos de conflicto, como en Myanmar, aunque también allí está elaborando una nueva estrategia. Es decir, en su regreso a Asia, Washington, en lugar de apostar por una política de cooperación en la zona, estimula los conflictos, seguro de que la desconfianza y el enfrentamiento entre los países del sudeste asiático y entre estos y China son la llave para mantener su hegemonía. Más allá, Washington pretende “internacionalizar” las diferencias entre los países del sudeste asiático en el Mar de la China meridional, para convertirse así en partícipe de las decisiones. No en vano, Obama proclamó, en 2009, su deseo de ser “un presidente procedente del océano Pacífico”.
La reciente celebración en Hanoi de la Conferencia de ministros de Defensa de la ASEAN Ampliada (la llamada ADMM-Plus, que cuenta con los socios de la ASEAN más ocho países “de diálogo”: Australia, China, India, Japón, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Rusia y Estados Unidos), propició la reunión entre los ministros de Defensa chino y estadounidense, Liang Guanglie y Robert Gates, tras muchos meses de desencuentro debido a la venta de armas estadounidenses a Taiwán por valor de seis mil cuatrocientos millones de dólares que Pekín consideró una provocación. Liang insistió en la apuesta china por la estabilidad de la zona Asia-Pacífico y por la cooperación con Estados Unidos, planteamiento que Gates no podía sino suscribir. Al mismo tiempo, dada la preocupación de Pekín por el intento de acercamiento de EE.UU. a Hanoi hurgando en las diferencias históricas entre los dos países asiáticos y su propósito de alejarlo de la órbita china, Liang se reunió también con Nong Duc Manh, secretario general del Partido Comunista vietnamita, y con Nguyen Tan Dung, primer ministro de Vietnam.
Las relaciones chinas con la India han mejorado mucho. Desde la firma de la Declaración de principios conjunta de 2003, la apuesta por la colaboración para el desarrollo ha sido el punto de encuentro entre ambos países, aunque las potencias occidentales intentan dificultar el acercamiento. De manera singular, Estados Unidos intenta atraerse a la India a su plan para contener a China, y, a su vez, los acuerdos nucleares estadounidenses con la India son una fuente de preocupación para Moscú; por ello, esa cuestión fue una de las abordadas durante la visita de Vladimir Putin a Delhi, durante el pasado mes de marzo. La India, una potencia en ascenso, está también interesada en la definición de los nuevos equilibrios estratégicos en Asia, donde desempeña un papel creciente aunque secundario.
El llamado BRIC, un concepto que surgió en 2001 en un informe de Goldman & Sachs que analizaba las potencias del futuro, se ha ido consolidando desde los primeros y titubeantes contactos de las cuatro potencias (Brasil, Rusia, India y China) hasta las reuniones que congregan a ministros de diferentes áreas, articulando una colaboración que se concreta ya en una coordinación ante las reuniones del G-20, en la posibilidad de incorporar a Sudáfrica (creando un BRICS) y, sobre todo, en el impulso a la cooperación para el desarrollo, cuestión que agrupa los intereses de los cuatro países, más allá de diferencias históricas como las protagonizadas por China e India. El papel de China en la dinámica del BRIC ha sido el de motor de sus nuevas iniciativas en la escena internacional: en vísperas de la cumbre anterior, celebrada en Brasil, se habían convocado cuatro reuniones de los ministros de Finanzas, los gobernadores de los Bancos Centrales y de los Bancos del Desarrollo, y se entrevistaron también responsables de los Consejos de Seguridad y los ministros de Agricultura, entre otros.
Tanto Moscú como Pekín trabajan por un nuevo orden mundial que sustituya a la declinante hegemonía estadounidense, y ese objetivo conviene al conjunto del planeta porque redundará en una democratización de las relaciones internacionales, que van mucho más allá de los acuerdos y debates en el Consejo de Seguridad de la ONU, y porque, pese a la insistencia de los laboratorios de pensamiento neoliberales en vender la bondad de un mundo dirigido por Washington (“Estados Unidos tiene vocación de líder planetario”, ha afirmado Obama), el resto de países de la Tierra reclaman tener voz en el futuro que se avecina. ¿Por qué iban a aceptar Pekín, Moscú, Delhi o Brasilia que el mundo se dirija desde Washington? Una potencia, Estados Unidos, que no dudó, con Bush, en mantener un Comando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC, en inglés), una unidad de élite clandestina del Pentágono a las órdenes de Cheney, que, según ha revelado Seymour Hersh, viajaba por muchos países para asesinar a personas previamente seleccionadas. En decenas de países de diferentes zonas del mundo ejecutaron no sabemos aún a cuántas víctimas, como tampoco sabemos si esa unidad clandestina continúa existiendo con otro nombre. Ninguna otra potencia mundial ha hecho algo semejante.
Las disputas geopolíticas en Asia cobran así una importancia decisiva en el nuevo equilibrio que está naciendo en el mundo, con graves riesgos porque hay diferencias sustanciales entre las grandes potencias: mientras, no sin daños, Estados Unidos ha hecho de la economía de guerra (Iraq, Afganistán, Pakistán) y de la expansión militar uno de los ejes de su política exterior, Pekín y Moscú, así como Delhi y Brasilia, apuestan por un entorno pacífico para apuntalar su desarrollo económico. De manera que mientras estos consolidan la paz, Estados Unidos no descarta la guerra, y esa evidencia plantea muchos peligros y serios interrogantes para el futuro. La naciente asociación estratégica entre Moscú y Pekín refuerza los vectores pacíficos, y, precisamente por ello, son vistos con tanta preocupación por China tanto las dudas rusas como los intentos de aproximación de EE.UU. a Moscú, conscientes como son, además, de la oscilación de la política exterior rusa de los últimos años, con etapas de atracción hacia oriente y otras hacia occidente.
La globalización económica, que fue vista como una oportunidad para que Estados Unidos y las viejas potencias coloniales europeas se apoderasen de los mercados y de las economías del resto del planeta, debe ser una oportunidad para todos los países, y los beneficios deben alcanzar a todos. Incluso los tradicionales aliados de Estados Unidos, como Japón o la Unión Europea están interesados en esa democratización de las relaciones internacionales, por mucho que su diplomacia continúe la inercia de la vieja sumisión a Washington que nació con la guerra fría.
En ese difícil equilibrio asiático, la diplomacia y los centros de análisis y pensamientos estadounidenses siembran dudas sobre las verdaderas intenciones de China. Así, Foreign Policy, la revista de política internacional que fundó Huntington, afirmaba recientemente que Pekín había dejado atrás la estrategia del “auge pacífico” para internarse en la senda de la dominación de otros países; y el inefable Robert Kaplan escribía en Foreign Affairs, antes del verano, sobre “la geografía del poder chino” sembrando la inquietud sobre el fortalecimiento de Pekín y afirmando que el arco de países formado por Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas, Indonesia y Australia contienen la expansión china, y que Taiwán es la clave para contener a Pekín. Otros portavoces de esa línea conservadora de pensamiento, que se resisten a renunciar a la visión de un mundo unipolar, insisten en que Estados Unidos venció en la guerra fría pero que, sin embargo, la nueva distensión no les ha beneficiado, mientras que China sí que ha aprovechado el nuevo clima internacional para su fortalecimiento; incluso llegan a afirmar que el “esfuerzo” y “sacrificio” de los estadounidenses en Iraq y Afganistán no le han reportado más que dificultades políticas y gastos cuantiosos, mientras que China está empezando a hacer negocios en esos países sin haber arriesgado nada, añadiendo que su expansión marítima es un riesgo para la estabilidad mundial. En cambio, esas tesis que postulan la “amenaza china” apenas encuentran defensores entre los círculos de poder y pensamiento rusos.
En los años de la guerra de Corea, Emmet John Hughes, el autor de los discursos de Eisenhower, recordó ante el presidente de EE.UU., utilizando las palabras de John Foster Dulles, que Estados Unidos no podía alcanzar un acuerdo que pusiera fin a la guerra “hasta que hayamos demostrado —ante toda Asia— nuestra aplastante superioridad dando una buena lección a China”. Ese continúa siendo uno de los riesgos y de las tentaciones del gobierno de Washington, prisionero de la visión del papel providencial de Estados Unidos en el mundo y receloso ante los vertiginosos cambios de estos últimos años. Pero cada época tiene su afán. El Diario del Pueblo, órgano central del Partido Comunista Chino, contestaba a esas tentaciones estadounidenses con la publicación, hace unas semanas, de un artículo de Li Hongmei con un revelador título: “El Tío Sam ya está muy viejo para ser líder en Asia”.