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    Historia de la infancia

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    Mensaje por Ereshkigal Jue Mar 03, 2011 6:40 am

    La terrible historia de la infancia ha sido la gran olvidada de la historiografía oficial, mientras volvía a mirar y a releer los hilos del camarada SS-18 sobre "El bienestar de los niños soviéticos" y " la época dorada del socialismo" me acordé de un libro que leí hace años de Lloyd de Mause y que os recomiendo que leáis si no lo habéis hecho ya.

    Oís llorar a los niños
    Oh, hermanos míos...
    The cry of the children
    (Elizabeth Barrett Browning)

    La historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuanto más se retrocede en el pasado, más bajo es el nivel de la puericultura y más expuestos están los niños a la muerte violenta, el abandono, los golpes, el terror y los abusos sexuales. Nos proponemos aquí recuperar cuanto podamos de la historia de la infancia a partir de los testimonios que han llegado hasta nosotros.

    Si los historiadores no han reparado hasta ahora en estos hechos es porque durante mucho tiempo se ha considerado que la historia seria debía estudiar los acontecimientos públicos, no privados. Los historiadores se han centrado tanto en el ruidoso escenario de la historia, con sus fantásticos castillos y sus grandes batallas, que por lo general no han prestado atención a lo que sucedía en los hogares y en el patio de recreo. Y mientras los historiadores suelen buscar en las batallas de ayer las causas de las de hoy, nosotros en cambio nos preguntamos cómo crea cada generación de padres e hijos los problemas que después se plantean en la vida pública.

    A primera vista esta falta de interés por la vida de los niños resulta extraña. Los historiadores se han dedicado tradicionalmente a explicar la continuidad y el cambio en el transcurso del tiempo, y desde Platón se ha sabido que la infancia es una de las claves para ello. No se puede decir que fuese Freud quien descubrió la importancia de las relaciones padre-hijo para el cambio social; la frase de san Agustín, “Dadme otras madres y os daré otro mundo”, ha sido repetida por grandes pensadores durante quince siglos sin influir en la historiografía. Por supuesto, a partir de Freud nuestra visión de la infancia ha adquirido una nueva dimensión, y en los últimos cincuenta años el estudio de la infancia ha sido habitual para el psicólogo, el sociólogo y el antropólogo. Sólo está empezando a serlo para el historiador. Esta deliberada evitación exige una explicación.

    Los historiadores atribuyen a la escasez de fuentes la falta de estudios serios sobre la infancia. Peter Laslett se pregunta por qué las “masas y masas de niños pequeños están extrañamente ausentes de los testimonios escritos... Hay algo misterioso en el silencio de esas multitudes de niños en brazos, de niños que empiezan a andar y de adolescentes en los relatos que los hombres escribían en la época sobre su propia experiencia... No podemos saber si los padres ayudaban a cuidar a los niños... Nada se sabe aún de lo que los psicólogos llaman control de esfínteres... En realidad, hay que hacer un esfuerzo mental para recordar continuamente que los niños estaban siempre presentes en gran número en el mundo tradicional; casi la mitad de la comunidad viviendo en una situación de semisupresión”.Como señala James Bossard, sociólogo de la familia: “Por desgracia, la historia de la infancia no se ha escrito nunca, y es dudoso que se pueda escribir algún día, debido a la escasez de datos históricos acerca de la infancia”.

    Esta convicción es tan firme entre los historiadores que no es de extrañar que el presente libro se iniciara no en la esfera de la historia, sino en la del psicoanálisis aplicado. Hace cinco años yo estaba escribiendo un libro sobre una teoría psicoanalítica del cambio histórico y, al examinar los resultados de medio siglo de psicoanálisis aplicado, me pareció que éste no había llegado a ser una ciencia sobre todo porque no había adquirido carácter evolutivo. Dado que la repetición compulsiva, por definición, no puede explicar el cambio histórico, todos los intentos realizados por Freud, Roheim, Kardiner y otros autores para desarrollar una teoría del cambio acabaron en una estéril polémica del huevo o la gallina sobre si la educación de los niños depende de los rasgos culturales o a la inversa. Se demostró una y otra vez que las prácticas de crianza de los niños son la base de la personalidad adulta; el origen de las mismas sumió en la perplejidad a todos los psicoanalistas que se plantearon la cuestión.

    En una comunicación presentada en 1968 a la Association for Applied Psychoanalysis (Asociación de Psicoanálisis Aplicado) esbocé una teoría evolutiva del cambio histórico en las relaciones paternofiliales y propuse que, puesto que los historiadores no habían abordado todavía la tarea de escribir la historia de la infancia, la Asociación patrocinara la labor de un grupo de historiadores que estudiara las fuentes para descubrir las principales etapas de la crianza de los niños en Occidente desde la Antigüedad. Este libro es el resultado de ese proyecto.

    La “teoría psicogénica de la historia” esbozada en mi propuesta de proyecto comenzaba con una teoría general del cambio histórico. Su postulado era que la fuerza central del cambio histórico no es la tecnología ni la economía, sino los cambios “psicogénicos” de la personalidad resultantes de interacciones de padres e hijos en sucesivas generaciones. Esta teoría entrañaba varias hipótesis, sujetas cada una de ellas a confirmación o refutación con arreglo a los datos históricos empíricos:

    1. La evolución de las relaciones paternofiliales constituye una causa independiente del cambio histórico. El origen de esta evolución se halla en la capacidad de sucesivas generaciones de padres para regresar a la edad psíquica de sus hijos y pasar por las ansiedades de esa edad en mejores condiciones esta segunda vez que en su propia infancia. Este proceso es similar al del psicoanálisis, que implica también un regreso y una segunda oportunidad de afrontar las ansiedades de la infancia.  
     
    2. Esta presión generacional” a favor del cambio psíquico no sólo es espontánea, originándose en la necesidad del adulto de regresar y en el esfuerzo del niño por establecer relaciones, sino que además se produce independientemente del cambio social y tecnológico. Por lo tanto, puede darse incluso en periodos de estancamiento social y tecnológico.  
     
    3. La historia de la infancia es una serie de aproximaciones entre adulto y niño en la que cada acortamiento de la distancia psíquica provoca nueva ansiedad. La reducción de esta ansiedad del adulto es la fuente principal de las prácticas de crianza de los niños de cada época.  
     
    4. El complemento de la hipótesis de que la historia supone una mejora general de la puericultura es que cuanto más se retrocede en el tiempo menos eficacia muestran los padres en la satisfacción de las necesidades de desarrollo del niño. Esto quiere decir por ejemplo, que si en Estados Unidos hay actualmente menos de un millón de niños maltratados, habría un momento histórico en que la mayoría de los niños eran maltratados, según el significado que hoy damos a este término.  
     
    5. Dado que la estructura psíquica ha de transmitirse siempre de generación en generación a través del estrecho conducto de la infancia, las prácticas de crianza de los niños de una sociedad no son simplemente uno entre otros rasgos culturales. Son la condición misma de la transmisión y desarrollo de todos los demás elementos culturales e imponen límites concretos a lo que se puede lograr en todas las demás esferas de la historia. Para que se mantengan determinados rasgos culturales se han de dar determinadas experiencias infantiles, y una vez que esa experiencia ya no se dan, los rasgos desaparecen.

    Ahora bien, es evidente que una teoría psicológica evolutiva tan ambiciosa como ésta no puede someterse a prueba realmente en un solo libro, y en éste nos hemos fijado el objetivo, más modesto, de reconstruir a partir de los datos disponibles la situación de un hijo y de un padre en otras épocas. Los testimonios que pueda haber de la existencia de pautas evolutivas reales de la infancia en el pasado sólo aparecerán cuando expongamos la historia fragmentaria y a menudo confusa que hemos descubierto de la vida de los niños en Occidente durante los últimos 2,000 años.

    HISTORIA DE LA INFANCIA( Lloyd deMause)

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    Mensaje por Ereshkigal Jue Mar 03, 2011 6:48 am

    INFANTICIDIO Y DESEOS DE MUERTE RESPECTO A LOS NIÑOS

    En un par de libros que contienen abundante documentación clínica, el psicoanalista Joseph Rheingold ha examinado los deseos de muerte de las  madres con respecto a sus hijos y comprobado que no sólo están mucho más generalizados de lo que comúnmente se cree, sino también que derivan de un poderoso impulso de “anular” la maternidad para evitar el castigo que imaginan que sus propias madres les infligirán. Rheingold nos muestra a algunas madres que dan a luz y ruegan a sus propias madres que no las maten; y rastrea el origen de los deseos infanticidas y de los estados de depresión después del parto atribuyéndolos no a hostilidad hacia el hijo, sino más bien a la necesidad de sacrificar al hijo para aplacar a la propia madre. Quienes trabajan en hospitales son muy conscientes de estos deseos generalizados de infanticidio, y en muchos casos no permiten el contacto entre madre e hijo durante cierto tiempo. Las conclusiones de Rheingold, apoyadas por Block, Silboorg y otros autores son complejas, y tienen consecuencias de gran alcance. Aquí hemos de limitarnos a señalar que los impulsos filicidas están muy generalizados entre las madres contemporáneas; y que en las madres psicoanalizadas son comunes las fantasías relativas a puñaladas, mutilaciones, malos tratos, decapitación y estrangulamiento. Yo creo que cuanto más se retrocede en la historia, más numerosas son las manifestaciones de impulsos filicidas por parte de los padres.

    La historia del infanticidio en Occidente está aún por escribirse, y no intentaré hacerlo aquí. Pero se sabe ya lo suficiente para afirmar que, contrariamente al supuesto común de que es un problema oriental y no occidental, el infanticidio de hijos legítimos e ilegítimos se practicaba normalmente en la Antigüedad; y que el de los hijos legítimos se redujo sólo ligeramente en la Edad Media, aunque se siguió matando a los hijos ilegítimos hasta entrado el siglo XIX.

    Al infanticidio en la Antigüedad se le ha solido restar importancia pese a los, literalmente, centenares de claras referencias por parte de los autores antiguos en el sentido de que era un hecho cotidiano y aceptado. Los niños eran arrojados a los ríos, echados en muladares y zanjas, “envasados” en vasijas para que se murieran de hambre y abandonados en cerros y caminos, “presa para las aves, alimento para los animales salvajes” (Eurípides, Ion, 504). En primer lugar, a todo niño que no fuera perfecto en forma o tamaño, o que llorase demasiado o demasiado poco, o que fuera distinto a los descritos en las obras ginecológicas sobre “Cómo reconocer al recién nacido digno de ser criado”, generalmente se le daba muerte. Aparte de esto, al primogénito se le solía dejar vivir sobre todo si era varón. Por supuesto, a las niñas se las valoraba en muy poco, y las instrucciones de Hilarión a su esposa Alis (siglo I a. de C.) son típicas en cuanto a la franqueza con que se hablaba de estas cosas: “Si, como puede suceder, das a luz un hijo, si es varón consérvalo; si es mujer, abandónala”.  Consecuencia de ello era un notable desequilibrio con predominio de la población masculina que fue característico de Occidente hasta bien entrada la Edad Media, época en que probablemente se redujo mucho el infanticidio de hijos legítimos. (El infanticidio de hijos ilegítimos no influye en la tasa de masculinidad de la población, puesto que generalmente son víctimas los niños y las niñas.)  Las estadísticas de que se dispone sobre la Antigüedad revelan grandes excedentes de varones respecto de las mujeres; por ejemplo, en 79 familias que adquirieron la ciudadanía milesia hacia los años 228-220 a. de C. había 118 hijos y 28 hijas; 32 familias tenían un hijo y 31 tenía dos. Como dice Jack Lindsay:

    "Tener dos hijos no era raro, tres se daban de cuando en cuando, pero prácticamente nunca se criaba a más de una hija. Peseidipos decía: “Hasta un hombre rico abandona siempre a una hija”... De 600 familias a que se hace referencia en inscripciones del siglo II en Delfos, un uno por ciento criaban a dos hijas."
    El infanticidio de los hijos legítimos, incluso siendo los padres ricos, era tan común que Polibio le atribuyó la despoblación de Grecia:

    "En nuestro tiempo se ha dado en toda Grecia una tasa de natalidad baja y un descenso general de la población, debido al cual las ciudades se han quedado desiertas y la tierra ha cesado de dar frutos, aunque no ha habido ni guerras continuas ni epidemias... pues los hombres han caído en tal estado de presunción, avaricia e indolencia que no quieren casarse, o si se casan no quieren criar a los hijos que les nacen, o a lo sumo, por regla general, sólo uno o dos..."

    Hasta el siglo IV, ni la ley ni la opinión pública veían nada malo en el infanticidio en Grecia o en Roma. Los grandes filósofos tampoco. Esos escasos pasajes que los estudiosos de los clásicos consideran como una condena del infanticidio, a mi modo de ver, indican lo contrario, como éste de Aristóteles: “En cuanto al abandono o la crianza de los hijos, debe haber una ley que prohíba criar a los niños deformes; pero, por razón del número de hijos, si las costumbres impiden abandonar a cualquiera de los nacidos, debe haber un límite a la procreación”. De igual modo, Musonio Rufo, llamado en ocasiones “el Sócrates romano” es citado con frecuencia como autor que reprueba el infanticidio, pero en su obra titulada ¿Se debe criar a todo niño que nazca? está muy claro que lo único que dice es que, como los hermanos son muy útiles, no se les debe dar muerte. Autores más antiguos aprobaban abiertamente el infanticidio, diciendo, como Aristopo, que un hombre podía hacer lo que quisiera con sus hijos, pues “¿no nos desprendemos de nuestra saliva, de los piojos y otras cosas que no sirven para nada y que sin embargo son engendradas y alimentadas incluso en nuestras propias personas?”  O, como Séneca, pretendían que sólo se trataba de los niños enfermos:

    "A los perros locos les damos un golpe en la cabeza; al buey fiero y salvaje lo sacrificamos; a la oveja enferma la degollamos para que no contagie al rebaño; matamos a los engendros; ahogamos incluso a los niños que nacen débiles y anormales. Pero no es la ira, sino la razón la que separa lo malo de lo bueno."
    El tema del abandono cobra gran importancia en la mitología, en la tragedia y en la comedia nueva, que muchas veces gira en torno de la idea de que el infanticidio es muy divertido. En la Samia de Menandro hay una serie de escenas cómicas cuyo protagonista es un hombre que pretende cortar en tajadas a un niño para asarlo. En El Arbitraje del mismo autor un pastor recoge a un niño abandonado pensando en criarlo, pero después cambia de opinión diciendo: “¿Qué tengo yo que ver con la crianza de niños y todas esas preocupaciones?” Entonces se lo entrega a otro hombre, pero discute con él para quedarse con el collar del niño.

    No obstante, hay que señalar que el infanticidio probablemente era un hecho común desde la prehistoria. Henri Vallois, que tabuló todos los fósiles prehistóricos excavados desde los pitecántropos hasta los pueblos mesolíticos, halló una tasa de masculinidad de 148 varones por 100 mujeres.Los griegos y los romanos eran, en realidad, una isla de civilización en un mar de naciones que seguían sacrificando niños a los dioses: práctica a la que los romanos trataron en vano de poner fin. El mejor documento es el sacrificio de niños entre los cartagineses, que describe Plutarco:

    "Con pleno conocimiento e intención, ofrecían a sus propios hijos y los que no los tenían se los compraban a los pobres y los degollaban como si fueran otras tantas ovejas o aves; entretanto, la madre asistía a la escena sin una lágrima ni un gemido. Pero si dejaba escapar un solo gemido o derramaba una sola lágrima, perdía la suma de dinero convenida y su hijo era sacrificado de todos modos. Y todo el espacio situado delante de la estatua se llenaba del sonido estentóreo de flautas y tambores a fin de que las gentes no pudieran oír los gritos y lamentaciones."

    El sacrificio de niños es, desde luego, la expresión más concreta de la tesis de Rheingold sobre el filicidio como sacrificio a la madre de los padres. Era practicado por los celtas de Irlanda, los galos, los escandinavos, los egipcios, los fenicios, los moabitas, los amonitas y en determinados periodos por los israelitas. Los arqueólogos han excavado miles de huesos de niños sacrificados, a menudo con inscripciones en las que se identificaba a la víctima, hijos primogénitos de familias nobles, que se remontan a la Jericó del año 7000 a. de C.  El emparedar a los niños en muros o enterrarlos en los cimientos o edificios o puentes para reforzar la estructura era frecuente también desde que se construyeron las murallas de Jericó hasta el año 1843 en Alemania. Incluso hoy, cuando los niños juegan a “El puente de Londres se está hundiendo” representan un sacrificio a una diosa del río en el momento en que cogen al niño al final del juego.

    Incluso en Roma el sacrificio de niños se practicaba clandestinamente. Dión dice que Juliano “mató a muchos niños en un rito mágico”. Suetonio cuenta que, debido a un portento, el senado “decretó que no se criara a ningún varón nacido en ese año”. Y Plinio el Viejo habla de hombres que trataban de conseguir “el tuétano de la pierna y el cerebro de los niños pequeños”. Más frecuente era la práctica de dar muerte a los hijos del enemigo, a veces en gran número, de modo que los hijos de los nobles no sólo presenciaban el infanticidio en las calles sino que ellos mismos vivían bajo la continua amenaza de muerte, dependiendo su suerte de la fortuna política de sus padres.

    Filón fue el primero, según los resultados de mis investigaciones, que se expresó claramente en contra de los horrores del infanticidio.

    "Algunos de ellos lo hacen con sus propias manos; con monstruosa crueldad y barbarie ahogan y apagan el primer aliento de los recién nacidos o los arrojan a un río o a las profundidades del mar, después de atarlos a un cuerpo pesado para que se hundan más rápidamente bajo su peso. Otros los llevan a un lugar desierto para abandonarlos allí, esperando, según dicen, que se salven, pero en verdad dejándoles para que sufran el más triste destino. Pues todos los animales que se alimentan de carne humana acuden al lugar y se regalan a placer con los niños, magnífico banquete que con ellos ofrecen sus únicos guardianes, quienes más que nadie deberían protegerlos: sus padres y sus madres. También las aves carnívoras descienden al suelo y devoran los fragmentos."

    En los dos siglos siguientes a la época de Augusto se hicieron algunos intentos encaminados a pagar a los padres para que conservaran vivos a sus hijos a fin de aumentar la población romana en descenso, pero hasta el siglo IV no fue visible el cambio. El dar muerte a los niños no empezó a ser considerado como asesinato en las leyes hasta el año 374. Sin embargo, la oposición al infanticidio, incluso por parte de los Padres de la Iglesia, muchas veces parecía estar basada más bien en la preocupación por el alma de los padres que por la vida del niño. Esta actitud se manifiesta en la observación de san Justino mártir en el sentido de que la razón por la que un cristiano no debe abandonar a sus hijos es evitar encontrarles un día en un burdel: “Para que no hagamos mal a otros o cometamos un pecado, se nos ha enseñado que es inicuo abandonar a los niños, incluso a los recién nacidos, primero porque vemos que casi todos los que son abandonados (y no sólo las niñas, sino también los varones) acaban en la prostitución”. Sin embargo, cuando los propios cristianos fueron acusados de matar a niños en ritos secretos, se apresuraron a replicar: “¿Cuántos, pensáis, de los aquí presentes que claman por la sangre de los cristianos —cuántos, incluso de vosotros, magistrados, que tan seguros de vuestra rectitud nos atacáis— desean que les remueva la conciencia por haber dado muerte a sus propios hijos?”

    Después del Concilio de Vaison (año 442), el hallazgo de niños abandonados debía anunciarse en las iglesias, y en el año 787 Dateo de Milán fundó el primer asilo dedicado exclusivamente a niños abandonados. En otros países la evolución fue muy parecida. No obstante, pese a la abundancia de testimonios literarios, los medievalistas suelen negar la persistencia del infanticidio generalizado en la Edad Media, puesto que no consta en los registros eclesiásticos ni en otras fuentes cuantitativas. Pero si tasas de masculinidad de 156 varones por 100 mujeres (hacia el año 801) y de 172 varones por 100 mujeres (1391) son indicio de la magnitud del infanticidio de hijas legítimas, y si a los hijos ilegítimos se les daba muerte por lo general, sea cual fuere su sexo, la tasa real de infanticidio pudo ser elevada en la Edad Media. Ciertamente, cuando Inocencio III comenzó a construir en Roma el hospital del Santo Spirito a fines del siglo XII, sabía muy bien que eran muchas las mujeres que arrojaban a sus hijos al Tiber. Todavía en 1527 un sacerdote admitía que “en las letrinas resonaban los gritos de los niños echados en ellas”. Ahora se están empezando a hacer estudios detallados, pero es posible que antes del siglo XVI el infanticidio sólo se castigara esporádicamente. [137] Ciertamente, cuando Vincent de Beauvais escribía en el siglo XIII que su padre estaba siempre muy preocupado por la posibilidad de que su hija “sofocara a sus hijos”, cuando los doctores se quejaban de todos los niños “hallados bajo la helada o en las calles, abandonados por una madre sin entrañas”, y cuando comprobamos que en la Inglaterra anglosajona existía la presunción legal de que los niños pequeños que morían habían sido asesinados si no se demostraba lo contrario, hemos de tomar estas indicaciones como signo de la necesidad de una investigación realmente a fondo sobre el infanticidio medieval.

    Y precisamente porque en los registros constan pocos nacimientos de hijos ilegítimos, no debemos contentarnos con suponer que “en la sociedad tradicional las gentes guardaban continencia hasta el matrimonio”, pues muchas muchachas se las arreglaban para ocultar sus embarazos a sus propias madres que dormían junto a ellas, y, desde luego, cabe sospechar que los ocultaban a la Iglesia.

    Lo que sí es cierto es que cuando la documentación es mucho más completa, hacia el siglo XVIII, resulta incuestionable que la tasa de infanticidio era bastante elevada en todos los países de Europa. Al abrirse más casas de expósitos en todos los países, llegaban a ellas niños de todas partes, y pronto se quedaron sin espacio para acogerlos. Aunque Thomas Coran abrió su inclusa en 1741 porque no podía soportar ver a niños moribundos yaciendo en las cunetas y pudriéndose en los muladares de Londres, en el decenio de 1890 todavía se veían con frecuencia niños muertos en las calles de esa ciudad. A fines del siglo XIX Louis Adamic cuenta que le criaron en una aldea de “nodrizas infanticidas”, situada en el este de Europa, donde las madres enviaban a sus hijos pequeños para que los eliminaran “exponiéndolos al frío después de un baño caliente; dándoles de comer algo que les provocaba convulsiones en el estómago y los intestinos; mezclando yeso con la leche, lo que literalmente les emplastaba las entrañas; atiborrándolos repentinamente de comida después de haberles tenido dos días sin comer”. Adamic tenía que haber sufrido la misma suerte, pero por alguna razón, su nodriza le salvó. Su relato, en el que cuenta cómo la veía eliminar a los demás niños que recibía, pone de manifiesto la realidad emocional subyacente a todos esos siglos de infanticidio que hemos examinado.

    "A su manera, una manera extraña, inútil, ella les tenía cariño a todos... pero cuando los padres de los infortunados niños o sus parientes no podían pagar o no pagaban la pequeña suma acostumbrada para su mantenimiento... ella se deshacía de ellos. Un día regresó de la ciudad con un pequeño envoltorio alargado... Me asaltó una horrible sospecha. ¡El niño que estaba en la cuna iba a morir!... cuando el niño lloraba yo la oía levantarse y darle de mamar en la oscuridad, murmurando: “¡Pobre, pobrecito!” He tratado muchas veces desde entonces de imaginar lo que debía sentir al darle el pecho a un niño que sabía condenado a morir a sus manos. “¡Pobre, pobrecito!” Intencionalmente hablaba con claridad para que yo la oyera “fruto del pecado, sin culpa tuya alguna, inocente sin pecado... pronto te irás, pronto, pronto, pobrecito mío... y yéndote ahora no irás al infierno como irías si vivieras y te hicieras mayor y fueras un pecador”. A la mañana siguiente, el niño había muerto."

    El niño de otras épocas estaba rodeado desde su nacimiento de una atmósfera de muerte y de medidas contra la muerte. Desde la Antigüedad, los exorcismos, purificaciones y amuletos mágicos se han considerado necesarios para ahuyentar a la multitud de fuerzas mortíferas que se suponía que acechaban al niño, y se le aplicaban a él y a lo que le rodeaba: agua fría, fuego, sangre, vino, sal y orina.Las aldeas aisladas de Grecia conservan todavía esta atmósfera de defensa frente a la muerte:
    El recién nacido duerme bien fajado en una cuna de madera envuelta de extremo a extremo en una manta de modo que el niño yace en una especie de tienda a oscuras y sin ventilación. Las madres temen los efectos del aire frío y de los espíritus malignos... Cuando anochece, la cabaña o la casa es como una ciudad sitiada: los postigos de las ventanas cerrados, la puerta atrancada y sal e incienso en puntos estratégicos como el umbral, para rechazar cualquier invasión del Diablo.
    Se creía que las ancianas —símbolos según Rheingold de la abuela cuyos deseos de muerte se quería desviar— echaban “mal de ojo” a los niños causándoles la muerte. Al recién nacido se le regalan amuletos, generalmente en forma de pene o de coral y también con forma fálicas, para protegerle de esos deseos de muerte. Cuando el niño crece, los deseos de muerte hacia él continúan abriéndose paso. Decía Epicteto: “¿Qué mal hay en que murmuréis, en el momento en que besáis a vuestro hijo ‘mañana morirás’?”Un italiano del Renacimiento, cuando un niño hace algo que demuestra inteligencia, diría: “Ese niño no ha nacido para vivir”. Los padres de todas las épocas dicen a sus hijos, con Lutero, “Preferiría tener un hijo muerto antes que un hijo desobediente”. Fenelón recomienda que se formulen a los niños preguntas como ésta: “¿Te dejarías cortar la cabeza para ir al cielo?”Walter Scott dice que su madre le confesaba que “se sentía fuertemente tentada por el demonio a degollarme con sus tijeras y enterrarme bajo el musgo”. Leopardi dice de su madre: “Cuando veía que se acercaba la muerte de uno de sus hijos pequeños experimentaba una honda felicidad, que sólo trataba de ocultar a quienes podían reprobarla”.Otras fuentes ofrecen gran abundancia de ejemplos parecidos.

    Los impulsos de mutilar, quemar, congelar, ahogar, sacudir y arrojar violentamente al niño se ponían por obra continuamente en otras épocas. Los hunos solían cortar las mejillas de los varones recién nacidos. Robel Pemell cuenta que durante el Renacimiento en Italia y en otros países, los padres “marcaban a fuego el cuello con un hierro ardiente, o bien dejaban caer gotas de cera de una vela encendida” sobre los recién nacidos para evitar “la epilepsia”.A comienzos de la época moderna la partera solía cortar el frenillo de los recién nacidos con la uña, en una especie de circuncisión en miniatura. A lo largo de los siglos, la mutilación de los niños ha suscitado compasión y risa en los adultos, y ha sido la base de la práctica generalizada en todas las épocas de mutilar a los niños para mendigar, que se remonta a la Polémica de Séneca, que llega a la conclusión de que no era censurable mutilar a los niños expósitos:

    "Mirad a los ciegos que deambulan por las calles apoyándose en sus cayados, y a los de pies lisiados, y mirad también a los que tienen las piernas o los brazos rotos. Ese es manco, a aquél le han hundido los hombros deformándoselos para que sus posturas grotescas muevan a risa... Vayamos al origen de todos estos males: un taller de manufactura de desechos humanos; una cueva llena de los miembros cortados a niños vivos... ¿Qué  daño se ha hecho a la República? Por el contrario, ¿no se ha beneficiado a esos niños en cuanto que sus padres los habían abandonado?"

    Algunas veces se practicaba el lanzamiento del niño fajado. Un hermano de Enrique IV murió porque le dejaron caer cuando jugaban con él pasándolo de una ventana a otra. Lo mismo le ocurrió al pequeño conde de Marle: “Uno de los gentilhombres de cámara y la nodriza que cuidaba de él se divertían echándolo de acá para allá por encima del alféizar de una venta abierta... A veces fingían que no le cogían... el pequeño conde de Marle cayó y se dio contra un escalón de piedra”. Los médicos se quejaban de que los padres rompían los huesos a sus hijos pequeños por la “costumbre” de lanzarlos como pelotas. Las nodrizas decían a menudo que los corsés en que iban embutidos los niños eran necesarios porque sin ellos no se les podría: “lanzar de un lado a otro; y yo recuerdo haber oído decir a un cirujano eminente que le habían llevado a un niño con varias costillas aplastadas por la mano de la persona que lo había estado lanzando al aire sin sus fajas”. Los médicos denunciaban también la costumbre de mecer violentamente a los niños pequeños “que deja a la criatura atontada para que no moleste a los encargados de cuidarla” Por esto empezaron los ataques a las cunas en el siglo XVIII. Buchan dice que estaba en contra de las cunas porque eran muchas “las niñeras malhumoradas que, en lugar de calmar la inquietud circunstancial del bebé o la falta de predisposición al sueño cuando le acuestan en la cuna, muchas veces se excitan hasta encolerizarse; y, en el colmo de la ira y la brutalidad, tratan con agrias y crueles amenazas y con el impetuoso traqueteo de la cuna, de ahogar el llanto del niño y obligarle a caer en un sopor”.

    Había también una serie de costumbres en virtud de las cuales se sometía al niño a la casi congelación: desde el bautismo por inmersión prolongada en agua helada y el rodamiento por la nieve, hasta la práctica del baño consistente en sumergir al niño una y otra vez en agua helada, cabeza y todo, “con la boca abierta y sin aliento”. Elizabeth Grant recuerda, a principios del siglo XIX, que “en el patio de la cocina había una tina grande, larga, sobre la cual se formaba a veces una capa helada que era preciso romper antes de nuestra espantosa zambullida en ella... Cómo gritaba, suplicaba, rezaba, imploraba para librarme... Casi desvanecida me llevaron al cuarto del ama de llaves”. Volviendo a la antigua costumbre de los germanos, los escitas, los celtas y los espartanos (no los atenienses, que utilizaban otros métodos de fortalecimiento), la inmersión en los ríos solía ser común, y la inmersión en agua fría se ha considerado terapéutica para los niños desde la época romana. Incluso el acostarlos envueltos en toallas húmedas frías se practicaba en ocasiones como medio de fortalecerlos y como terapia. No es de extrañar que el gran pediatra del siglo XVIII, William Bucham, dijera que “casi la mitad de la especie humana perece en la infancia por trato inadecuado o por descuido”.

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    Mensaje por Ereshkigal Jue Mar 03, 2011 7:09 am

    ABANDONO, LACTANCIA Y EMPAÑADURA

    Aunque hubo muchas excepciones a la regla, más o menos hasta el siglo XVIII el niño promedio de padres acomodados pasaba sus primeros años en casa de un ama de cría; volvía a su hogar para permanecer al cuidado de otros sirvientes, y salía de él a la edad de siete años para servir, aprender un oficio o ir a la escuela: de modo que el tiempo que los padres con medios económicos dedicaban a criar a sus hijos era mínimo. Muy pocas veces se han estudiado los efectos de esta y otras formas de abandono institucionalizado por parte de los padres sobre el niño.

    La forma de abandono más extrema y más antigua es la venta directa de los niños. La venta de niños era legal en la época babilónica, y posiblemente fue normal en muchas naciones en la Antigüedad. Aunque Solón trató de limitar el derecho de los padres a vender a sus hijos en Atenas, no se sabe hasta qué punto se cumplía la ley. Herodes mostró una escena en la que se azota a un niño diciéndole “eres un niño malo, Kottalos, tan malo que nadie podría decir nada bueno de ti, aun cuando tratara de venderte”. La iglesia se esforzó durante siglos por acabar con la venta de niños. Teodoro, arzobispo de Canterbury en el siglo XII, decretó que un hombre no podía vender a su hijo como esclavo después de la edad de siete años. Según Giraldus Cambrensis, en el siglo XII los ingleses vendían a sus hijos como esclavos a los irlandeses, y la invasión de los normandos fue un castigo del cielo por esta trata de esclavos. En muchas regiones la venta de niños continúo practicándose esporádicamente hasta la época moderna; y por ejemplo, en Rusia no se prohibió legalmente hasta el siglo XIX.

    Otra forma de abandono era utilizar a los niños como rehenes políticos y como prenda por deudas, práctica que se remonta también a la época babilónica. Sydney Painter describe su versión medieval diciendo: “Era bastante usual entregar como rehenes a niños pequeños en garantía de un acuerdo y asimismo hacerles pagar la mala fe de sus padres. Cuando Eustace de Breteuil, esposo de una hija natural de Henry I, le sacó los ojos al hijo de uno de sus vasallos, el rey autorizó al enfurecido padre a mutilar de la misma manera a la hija de Eustace, retenida como rehén por Henry”. De modo semejante, John Marshall entregó a su hijo William al rey Stephen diciendo que “no le preocupaba que William fuera ahorcado, pues poseía el yunque y el martillo con los cuales forjar hijos aún mejores”, y Francisco I, cuando fue cogido prisionero por Carlos V, canjeó a sus hijos por su libertad, rompiendo inmediatamente después el trato par que fueran encarcelados. En realidad, muchas veces era difícil distinguir la costumbre de enviar a los hijos a servir como pajes o criados en las casas de otros nobles de la utilización de los hijos como rehenes.

    Motivos parecidos sustentaban la costumbre de enviar a los niños a vivir con otras familias que los educaban hasta los 17 años, edad en que volvían al hogar paterno. Esta costumbre estaba muy generalizada entre los galeses, los anglosajones y los escandinavos en todas las clases sociales. En Irlanda persistió hasta el siglo XVII, y en la Edad Media los ingleses solían mandar a sus hijos a Irlanda para que se creasen allí. En realidad, era una versión exagerada de la práctica medieval de enviar a los hijos de los nobles a otras casas y monasterios para que sirvieran como pajes, sirvientes, azafatas, novicios o clérigos: prácticas que seguían siendo frecuentes a comienzos de la época moderna.

    Al igual que sucede con la práctica equivalente de las clases bajas —el aprendizaje—, [178] el tema del niño como trabajador en casas ajenas es tan amplio y está tan mal estudiado que, por desgracia, no podemos tratarlo detenidamente aquí, pese a su evidente importancia en relación con la vida de los niños en otros tiempos.

    Además de las prácticas institucionalizadas de abandono, la simple entrega de los hijos a otras personas era bastante frecuente hasta el siglo XIX. Los padres daban toda clase de explicaciones para justificar la cesión de sus hijos: “para aprender  a hablar” (Disraeli), “para vencer la timidez” (Clara Barton), por razones de “salud” (Edmund Burke; la hija de la señora Sherwood) o en pago de los servicios médicos prestados (pacientes de Jerome Cardan y William Douglas). A veces admitían que lo hacían simplemente porque no querían tenerlos consigo (Richard Baxter, Johannes Butzbach, Richard Savage, Swift, Yeats, Augustus Hare y tantos otros). La madre de la señora Hare pone de manifiesto la indiferencia general con que se hacían estas entregas: “Sí, desde luego, se enviará al niño en cuanto esté destetado; y si alguien más quisiera uno, sírvase recordar que tenemos otros”. Naturalmente, se prefería a los niños varones; una mujer del siglo XVIII escribía a su hermano pidiéndole su próximo hijo: “Si es un varón, lo reclamo; si es una niña prefiero esperar al siguiente”.

    No obstante, la forma de abandono institucionalizado predominante en el pasado era enviar a los hijos a casa del ama de cría. El ama de cría es una figura que aparece con frecuencia en la biblia; en el Código de Hammurabi; en los papiros egipcios, y en la literatura griega y romana. Las nodrizas han estado bien organizadas siempre, desde que las romanas se reunían en la columna Lactaria para vender sus servicios. Los médicos y los moralistas, desde Galeno y Plutarco, han criticado a las madres por enviar a sus hijos fuera del hogar para ser amamantados en lugar de amamantarlos ellas mismas. Pero sus consejos no han surtido mucho efecto, pues hasta el siglo XVIII la mayoría de los padres que podían permitírselo, y muchos que no podían, confiaban a sus hijos al ama de leche inmediatamente después de nacer. Incluso las mujeres pobres que no podían pagar a un ama de cría se negaban en muchos casos a dar el pecho a sus hijos y les daban papillas. Contrariamente a los supuestos de muchos historiadores, la costumbre de no dar de mamar a los hijos se remonta en muchas regiones de Europa por lo menos al siglo XV. Por dar de mamar a su hijo, una madre que se había trasladado al sur desde una región del norte de Alemania fue tachada con frecuencia de “cerda y sucia” por las mujeres bávaras, y su marido la amenazó con no comer si no renunciaba a este “repugnante hábito”.

    En cuanto a los ricos, que abandonaban de verdad a sus hijos durante un periodo de varios años, incluso aquellos expertos que consideran reprobable esta costumbre no utilizan términos empáticos en sus tratados, sino que más bien la consideraban reprobable porque “la dignidad de un ser humano recién nacido se ve corrompida por el alimento ajeno y degenerado de la leche de otro”. Es decir, la sangre del ama de cría de clase inferior penetraba en el cuerpo del niño de la clase superior, puesto que se pensaba que la leche era sangre batida hasta hacerse blanca. En ocasiones, los moralistas, todos varones desde luego, dejaban traslucir su propio resentimiento reprimido contra sus madres por haberles dejado con el ama de leche. Aulo Gelio se quejaba así: “Cuando un niño es entregado a otro y separado de su madre, la fuerza del sentimiento maternal se va extinguiendo gradualmente poco a poco... y queda casi tan totalmente olvidado como si se lo hubiera llevado la muerte”. Pero por lo general, prevalecía la represión; y el progenitor era elogiado. Y, lo que es más importante: quedaba asegurada la repetición. Aunque era bien sabido que la tasa de mortalidad infantil era mucho más alta entre los niños confiados a amas de cría que entre los criados en el hogar, los padres seguían llorando la muerte de sus hijos y después, impotentes, entregaban al siguiente como si el ama de leche fuera una diosa vengadora contemporánea que exigiera un nuevo sacrificio.

    Sir Simonds D’Ewes había perdido ya varios hijos de este modo, y sin embargo confió el siguiente bebé durante dos años a “una pobre mujer que había sufrido muchos malos tratos y a la que su marido casi mataba de hambre, siendo ella también de talante orgulloso, impaciente y caprichoso; todo lo cual condujo, finalmente, a la ruina y desaparición de nuestro más querido y tierno infante...”.

    Excepto en aquellos casos en que el ama de cría vivía en el hogar, los niños criados por amas de cría permanecían en casa de éstas de dos a cinco años. Las condiciones eran similares en todos los países. Jacques Guillemeau describió cómo el niño confiado a un ama de cría estaba expuesto a ser “ahogado, aplastado, dejado caer, sufriendo así una muerte prematura; o puede ser devorado, mutilado o desfigurado por un animal salvaje, un lobo o un perro; y la nodriza, temiendo ser castigada por su negligencia, puede poner a otro niño en su lugar”.Robert Pemell cuenta que su párroco le dijo que, cuando llegó a la parroquia, había en ésta “multitud de niños de pecho de Londres, pero en el espacio de un año los enterró a todos salvo a dos”.Con todo, la costumbre persistió inexorablemente hasta el siglo XVIII en Inglaterra y en Norteamérica, hasta el siglo XIX en Francia y hasta el siglo XX en Alemania. De hecho, Inglaterra iba tan por delante del continente en cuestiones de lactancia que ya en el siglo XVII había muchas madres bastante acomodadas que daban el pecho a sus hijos. Tampoco se trata simplemente de amoralidad por parte de los ricos. Robert Pemell se quejaba en 1653 de que “mujeres de alta y baja condición acostumbraban a enviar a sus hijos al campo confiándolos a mujeres irresponsables”, y todavía en 1780 el jefe de policía de París estimaba que de los 21,000 niños nacidos cada año en esa ciudad, 17,000 eran enviados al campo con nodriza; 2,000 o 3,000 eran llevados a hospicios; 700 eran criados en el hogar por amas de leche, y sólo 700 eran criados por sus madres.
    La duración real de la lactancia variaba mucho en toda las épocas y regiones.

    También es cierto que los testimonios acerca del destete ganaron en precisión a medida que fue menos frecuente entregar a los niños al ama de cría. Roesslin por ejemplo dice: “Avicena aconseja que se amamante al niño durante dos años... sea como fuere, entre nosotros lo normal es que sólo se les dé de mamar durante un año”. Sin duda, la afirmación de Alice Ryerson en el sentido de que “la edad del destete se redujo radicalmente en la práctica durante el período que precedió a 1750” es demasiado generalizadora. Aunque se suponía que las amas de cría debían abstenerse de todo trato sexual durante la lactancia, de hecho era raro que lo hicieran, y el destete solía preceder al nacimiento del hijo siguiente. Por lo tanto, es posible que la prolongación de la lactancia durante dos años fuera siempre excepcional en Occidente.

    Desde el año 2000 a. de C. se han conocido biberones de todas clases; se hacía uso de la leche de vaca y de cabra cuando la había, y muchas veces se hacía chupar al niño directamente de la ubre del animal. Las papillas, por lo general hechas con pan o harina mezclados con agua o leche, complementaban la lactancia o la sustituían desde las primeras semanas y a veces se atracaba con ellas al niño hasta que vomitaba. Todos los demás alimentos eran masticados primero por el ama antes de dárselos al niño. En todas las épocas se administraban, normalmente, a los niños opio y bebidas alcohólicas para que dejaran de llorar. El papiro de Ebers habla de la eficacia de una mezcla de semillas de adormidera y excrementos de moscas: “¡Surte efecto inmediatamente!”. El doctor Hume se quejaba en 1799 de que miles de niños morían todos los años porque las nodrizas “siempre estaban haciéndoles tragar Godfrey’s Cordial, que es un opiáceo muy fuerte y en definitiva tan fatal como el arsénico. Afirman que lo hacen para hacer callar al niño, y desde luego, así muchos se quedan callados para siempre”. En muchos casos se administraban dosis diarias de licor “a una criatura que es incapaz de rechazar la ración, pero que demuestra su repugnancia debatiéndose y haciendo muecas”.

    En las fuentes hay muchos indicios de que a los niños, por regla general, no se les daba alimento suficiente. Los hijos de los pobres, por supuesto pasaban hambre a menudo, pero incluso los de los ricos, sobre todo las niñas, se suponía que debían tomar pequeñas cantidades de comida y poca carne o ninguna. Es bien conocida la descripción de la “dieta de hambre” de los jóvenes espartanos que hizo Plutarco, pero dada las numerosas referencias a la parvedad de la comida, a las tomas de los lactantes, sólo dos o tres al día, al ayuno de los niños y a la privación del alimento como castigo, cabe sospechar que, al igual que a los padres que hoy maltratan a sus hijos, a los padres de otras épocas les resultaba difícil cuidar de que sus hijos estuvieran bien alimentados. En las autobiografías, desde san Agustín hasta Baxter, los autores se confiesan del pecado de glotonería por robar frutas siendo niños; nadie ha pensado jamás en preguntarse si lo hacían porque tenían hambre.

    Sujetar al niño con diversos tipos de trabas era una práctica casi universal. La empañadura era el hecho fundamental de los primeros años de la vida del niño. Como hemos señalado, la sujeción se consideraba necesaria porque el niño estaba tan lleno de peligrosas proyecciones de los adultos que si se le dejaba suelto se sacaría los ojos, se arrancaría las orejas, se rompería las piernas, se deformaría los huesos, se sentiría aterrorizado al ver sus propios miembros e incluso se arrastraría a cuatro patas como un animal.La envoltura tradicional es muy parecida en todas las épocas y en todos los países. “Consiste en privar totalmente al niño del uso de sus miembros envolviéndole con una venda interminable hasta hacerle parecer un leño; con lo cual a veces se producen excoriaciones en la piel; la carne está oprimida casi hasta la gangrena; la circulación queda casi interrumpida, y el niño sin la menor posibilidad de moverse. Su pechito está rodeado por una faja... Se le aprieta la cabeza para darle la forma que se le ocurra a la comadrona; y se le mantiene en ese estado mediante la presión debidamente ajustada”.

    La envoltura del niño en fajas y pañales era tan complicada que se tardaba hasta dos horas.

    La comodidad que suponía para los adultos era enorme, pues raras veces tenían que prestar atención a las criaturas una vez atadas. Como ha demostrado un estudio médico reciente sobre la empañadura, los niños enfajados son sumamente pasivos, el corazón les late más despacio, lloran menos, duermen mucho más y, en general, son tan introvertidos e inactivos que los médicos que hicieron el estudio se preguntaron si no debía ensayarse de nuevo el fajamiento. Las fuentes históricas confirman estos hechos: desde la Antigüedad, los médicos estuvieron de acuerdo en que “el insomnio no es natural en los niños ni resultado del hábito, es decir, de la costumbre, pues duermen siempre”. Y hay constancia de que se les tenía durante horas acostados detrás del horno caliente, colgados de ganchos clavados en las paredes, metidos en cubas y, en general, se les dejaba “como un paquete, en cualquier rincón donde no estorbaran”. Casi todos los pueblos envolvían en fajas a los niños. Incluso en el antiguo Egipto, donde se afirma que no existía esta costumbre puesto que los niños aparecen desnudos en las pinturas, es muy posible que si existiera, pues Hipócrates así lo dice y en algunas figurillas se observan envolturas y fajas. Las pocas regiones en que no se empleaban fajas, como la antigua Esparta y las tierras altas de Escocia, eran también regiones en que las prácticas de fortalecimiento eran más rigurosas, como si no hubiera otra alternativa que enfajar a los niños o llevarles de un lado a otro desnudos y hacerles correr sobre la nieve sin ropas. Tan por supuesta se daba la práctica del fajamiento que los datos relativos a su duración son muy irregulares antes de los comienzos de la época moderna. Sorano dice que  los romanos suprimían las fajas entre los 40 y 60 días; supongamos con optimismo que estas cifras fueran más verídicas que los “dos años” de que habla Platón. El  fajar a los niños bien apretados, e incluso a veces el atarles con cuerdas a tableros para transportarlos, continúo a lo largo de la Edad Media, pero todavía no he podido averiguar hasta qué edad. Los escasos datos que ofrecen las fuentes de los siglos XVI y XVII, más un estudio del arte de la época, indican que en esos siglos a los niños se les fajaba por entero durante un periodo de uno a cuatro meses; después se dejaban los brazos libres permaneciendo fajados el cuerpo y las piernas de seis a nueve meses más. Los ingleses fueron los primeros en suprimir el fajamiento, como también en poner fin a la crianza fuera del hogar. En Inglaterra y Norteamérica la costumbre de envolver en fajas estaba desapareciendo a fines del siglo XVIII, y en Francia y Alemania en el XIX.

    HISTORIA DE LA INFANCIA( Lloyd deMause)

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