Hasta hace unos cinco años –culminación de toda una pequeña época en que la relación entre los precios de las mercancías y el trabajo humano empleado en producirlas parecía eclipsarse definitivamente y en la que toda la vida económica parecía explicarse por la innovación tecnológica y la “alta ingeniería” financiera–, el énfasis que estas páginas ponen en la explotación del plusvalor y en las exigencias de la propiedad rentista tenía que parecer, si no obsoleto, si al menos extemporáneo. Tal vez sea de esperarse que en el futuro próximo deje de parecerlo. La victoria ahora incuestionable de la renta exigida por quienes controlan el acceso a los nuevos territorios productivos descubiertos por la ciencia sobre la que siguen exigiendo quienes controlan el acceso a la tierra y sus recursos es un fenómeno histórico que viene acompañado de otro no menos importante: la ruptura ya indetenible de las barreras nacionales que obstaculizaron durante todo un siglo la planetarización efectiva del mercado de trabajo. Burlados y sometidos por el monopolio de, “la tecnología”, los viejos monopolios –las viejas “soberanías” nacionales sobre el uso de determinadas características naturales de los medios de producción y de la fuerza de trabajo yen desvanecerse en el aire su capacidad de influir determinantemente en la constitución de los precios de las mercancías. Una problemática económica completamente renovada vuelve a plantear la necesidad de considerar la relación entre el valor de uso y el valor de cambio de las mercancías, de volver sobre temas corno el de este opúsculo, el de la relación entre el trabajo como substancia del valor y la realidad manifiesta de los precios.