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Introducción
Hace unos meses, publiqué un artículo titulado Trotsky no existe. Dicho artículo efectuaba una crítica a lo que considero izquierda dogmática y anquilosada, apostando por un marxismo abierto y actualizado, que supere sus errores históricos. Existe, sin embargo, una mala costumbre entre nuestros lectores: la de leer sólo el título de los artículos e inventarse, sin más, el contenido. Un único párrafo llamó la atención del público: aquel en el que someto a crítica la figura de León Trotsky.
La tesis, sin embargo, era bien sencilla: ni Trotsky ni Stalin existieron jamás, al menos en las versiones icónicas que sus respectivos partidarios nos han legado. Ni Stalin fue el glorioso padre de los pueblos, ni Trotsky fue un activista antiburocrático y antirrepresión, como puede comprobarse recurriendo a toda la historiografía solvente sobre el periodo.
Como cabía esperar, llovieron las críticas contra mi persona, calificada, claro está, de “estalinista camuflado”. La compañera Neus Pérez-Vico, a quien debo dar las gracias por su brillante artículo (El Frente Popular de Judea), salió en mi defensa, argumentando que mis detractores no demostraban excesiva comprensión lectora... Tras leer un artículo que criticaba a Trotsky precisamente por parecerse más a Stalin de lo que a muchos les gustaría admitir, acabaron concluyendo que dicho artículo era... una defensa de Stalin.
Sin embargo, debo dar las gracias también a estos detractores, porque sus airadas respuestas no hicieron otra cosa que darme la razón. A nadie molestaron mis críticas a Marx, Engels o Lenin... sino sólo mis críticas a Trotsky, al que dan culto y perciben, por tanto, como infalible. Es más, para ellos, criticar a Trotsky ha de significar necesariamente defender a Stalin, porque proponen una visión grotesca y pueril del marxismo, como un eje en el cual hubiera dos extremos (Trotsky y Stalin) y en el que, obligatoriamente, cuanto más te alejes de uno, más te acercas al otro.
Somos muchos los que pensamos que el marxismo es otra cosa. Por ello, he decidido continuar este debate, siempre sobre la base del respeto que impone el hecho de que somos compañeros y de que, en estos momentos, diversas organizaciones de la izquierda extraparlamentaria tienen sobre la mesa de debate el proyecto de un Frente de Izquierdas en el que, más allá de las diversas procedencias o matices programáticos, podamos confluir todos, en base a una breve serie de objetivos fundamentales.
¿Qué es el estalinismo?
El militante medio definiría “estalinismo” aproximadamente en función de los siguientes rasgos:
1. La represión.
2. La calumnia contra el enemigo político para justificarse.
3. La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical.
4. La burocracia dictatorial del partido único.
5. La ausencia de control obrero y popular sobre la producción.
6. El férreo dogmatismo ideológico.
7. El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo.
El propósito de este artículo es demostrar que podemos afirmar, de la manera más exacta, que si “estalinismo” es eso, Trotsky fue un estalinista, o, para ser más precisos, el primer estalinista.
Por mucho que a algunos pueda sorprenderle, el problema, tal y como ha sido planteado hasta ahora, se reduce a una burda tautología. La escenificación de una supuesta disputa teórica entre quienes se disputaban el liderazgo tras la muerte de Lenin no resiste un análisis crítico digno de tal nombre. Dada la derrota de la revolución alemana, la “revolución mundial” y el “socialismo en un solo país” no constituían dos opciones entre las que hubiera que elegir, cosa que ambos sabían. El resto fue un vano intento de buscar profundas diferencias políticas donde no había otra cosa que despecho. Tras perder este combate por el poder, a Trotsky empezó a parecerle reprobable todo aquello que él mismo, junto a otros, había construido; y de pronto, otros no podían hacer lo que, años antes, él mismo había hecho.
Veámoslo.
La represión
En su artículo (Trotsky molesta) Pepe Gutiérrez me insta a citar fuentes y emplear las obras de “toda una legión de historiadores”, de los que cita determinados ejemplos. En primer lugar, tal vez debiera Gutiérrez plantearse la posibilidad de que exista cierta falta de respeto intelectual en la pretensión imponerle a su contertulio las fuentes que debe emplear. Mi artículo ya contaba con sus propias fuentes bibiográficas (Pérez-Vico constata que, sólo en los pasajes entrecomillados, empleo 25 fuentes directas).
Por otro lado, algunos de los imparciales historiadores que cita no son, en realidad, historiadores sino militantes trotskistas, como Deutscher y Mandel. Pero, sobre todo, me llama la atención que mencione a E.H. Carr. Lo que Pepe Gutiérrez no sabe (aunque otros lectores más avispados sí se percataron de ello) es que Carr era precisamente una de las principales fuentes de mi Trotsky no existe.
De modo que aceptaré su envite y emplearé, precisamente, al historiador que él ha querido imponer para este debate. Tengo sobre la mesa varios de los seis tomos de la Historia de la Rusia Soviética de E.H. Carr. En el Tomo 1 (La conquista y organización del poder) de la serie La revolución bolchevique (1917-1923), página 175, vemos que, tras la ilegalización del partido kadete, el VtsIK (Comité Ejecutivo Central de Todas las Rusias) protesta a Trotsky por las detenciones y registros arbitrariamente realizados. La respuesta de éste es, como poco, siniestra: “Protestáis contra el blando y débil terror que estamos aplicando contra nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”. Una semana después de este discurso nace la Cheka. En la página 174, por su parte, podemos ver a Trotsky amenazando de manera feroz: “Retenemos prisioneros a los kadetes como rehenes. Si nuestros hombres caen en las manos del enemigo, sepa éste que por cada obrero y cada soldado exigimos cinco kadetes”.
El propio Trotsky, de su propia mano, nos dice en la página 75 de Terrorismo y comunismo (1920): “Una guerra victoriosa, en general, no extermina más que a una ínfima parte del ejército vencido, pero desmoraliza a las restantes y quebranta su voluntad. La revolución actúa del mismo modo: mata a unas cuantas personas, aterra a miles. En este sentido el terror rojo no se diferencia, en principio, de la insurrección armada, de la que tan sólo es continuación. (...) Nuestras comisiones extraordinarias fusilan a los grandes propietarios, a los capitalistas, a los generales que intentan restaurar el régimen capitalista. ¿Percibís ese... matiz? ¿Sí? Para nosotros, los comunistas, es suficiente”.
También en Terrorismo y comunismo, afirma Trotsky: “Con todo, el socialismo, en su proceso, atraviesa una fase de la más alta estatización. Precisamente en ese periodo nos encontramos nosotros. Así como la lámpara, antes de extinguirse, brilla con una luz más viva, el Estado, antes de desaparecer, reviste la forma de dictadura del proletariado; es decir, del más despiadado gobierno, de un gobierno que abraza imperiosamente la vida de todos los ciudadanos”.
Presentar un análisis del periodo en el que Stalin sea el inaugurador de la represión en la URSS es, sencillamente, falsear por completo la historia soviética. Recordemos el “Telegrama a los comunistas de Ponza” de Lenin, el 11 de agosto de 1918: “1) Deben ahorcar (ahorcar sin falta, de modo que el pueblo lo vea) por lo menos 100 kulaks notorios, los ricos, y los chupasangres. 2) Publiquen sus nombres. 3) Quítenles todo su grano. 4) Ejecuten a los rehenes - de acuerdo con el telegrama de ayer. Esto necesita ser llevado acabo de tal manera que la gente por centenares de millas alrededor verá, temblará, sabrá y gritará: ahorquemos y estrangulemos esos kulaks chupasangres. Telegrafíenos reconociendo recibo y ejecución de esto. Suyo, Lenin. P.D. Utilizen a su gente más dura para esto”.
Lenin y Stalin no dudaban en emplear la fuerza. Trotsky tampoco. Pero ¿sólo contra los enemigos de la guerra civil? Charles Bettleheim, en La lucha de clases en la URSS. Primer periodo, 1917-1923 (pág. 353), nos trascribe la declaración de Trotsky en el IX Congreso del partido (29 de marzo-5 de abril de 1920): “Hay que decir a los obreros el lugar que deben ocupar, desplazándolos y dirigiéndolos como si fuesen soldados. La obligación de trabajar alcanza su más alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo. Los desertores del trabajo deberán ser incorporados a batallones disciplinados enviados a campos de concentración”.
Figura en las propias actas del IX Congreso: Trotsky, el “enemigo de la represión”, proponía (incluso en tiempos de paz) enviar a campos de concentración a aquellos obreros que no trabajaran en la ubicación exacta que les ordenara el Estado. ¿A quién le sorprende? ¿Es que no recordamos Kronstadt en marzo de 1921? Trotsky dirigiendo a 50.000 soldados del Ejército Rojo que reprimen a sangre y fuego a estos obreros (héroes de la revolución de 1917), que se encontraban amotinados en defensa de reivindicaciones como la libertad de expresión para los diferentes partidos socialistas y anarquistas ilegalizados por el Estado, libertades sindicales y libertad de expresión, entre otras cosas.
La calumnia contra el enemigo político para justificarse
Como sabemos, entre los años 1936 y 1938 Stalin juzgó y condenó a buena parte de la burocracia del partido en sus famosos Procesos de Moscú, acusándolos de las más diversas calumnias.
Pepe Gutiérrez, en su hagiografía (quise decir biografía) Conocer Trotsky y su obra (págs. 76 y 77) justifica la represión a Kronstadt en 1921, bajo argumentos como “Hay que considerar las necesidades de la revolución en peligro”, “lo indiscutible es que la única alternativa a su dominación [de los bolcheviques] era pura y simplemente la restauración zarista” o “los bolcheviques (…) estaban convencidos de que (…) no se podía entender más que como una adaptación de lo que los blancos blandían”.
Así, Gutiérrez termina aceptando (si bien de un modo algo ambiguo) lo que tanto Lenin como Trotsky, ni cortos ni perezosos, declararon entonces: que los marinos de Kronstadt eran aliados de los blancos. Pero esa acusación ya ha sido completamente refutada por la historiografía. La cuestión no es si era o no “necesario” reprimirlos, sino si era o no necesario mentir además sobre ellos. De modo que, si Trotsky, como defendemos, es el primer estalinista, su posición calumniadora con respecto a Kronstadt es el primer Proceso de Moscú.
Por otro lado, el “Hay que considerar las necesidades de la revolución en peligro” de Gutiérrez me recuerda al argumento empleado por otro de mis detractores (Ronald León, quien en su ¿Qué nos divide? defiende la división entre trotskistas y estalinistas y la imposibilidad de un frente único de todos los comunistas): “los dirigentes bolcheviques se vieron obligados a colocar su defensa como primera cuestión. Este fue el contexto, ineludible de enmarcar, de las medidas autoritarias o burocráticas que Navarrete señala a Trotsky, Lenin y a la dirección bolchevique”. La prohibición de todos los partidos menos el bolchevique le resultan a Ronald León “una medida de guerra”, ya que, de permanecer los mencheviques o los anarquistas en la legalidad, habría acabado “imponiéndose ya no un régimen político con ciertas limitaciones circunstanciales a la democracia, sino un régimen de dictadura tipo fascista”. Curiosa percepción del resto de fuerzas políticas, aunque siempre dentro de la lógica autojustificatoria, apoyada en el argumento de la “inevitabilidad de lo necesario”; una lógica que cuenta con la dudosa ventaja de hacer innecesaria cualquier autocrítica.
Pérez-Vico contesta con una original fórmula matemática: “Si la circunstancia de guerra civil en Rusia justificaba todos los recortes democráticos que hicieron Lenin y Trotsky, ¿la circunstancia de guerra civil española justificaba acciones análogas?
Podemos expresarlo incluso mediante una regla de tres:
Guerra civil rusa--------------------------Kronstadt
Guerra civil española-------------------- X
Si despejamos la ecuación, el resultado será:
X= mayo del 37”.
La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical
En la página 228 del Tomo 2 (El orden económico, también en la serie La revolución bolchevique 1917-1923) de E. H. Carr (Historia de la Rusia Soviética), precisamente el historiador que Pepe Gutiérrez me sugería emplear, leemos la siguiente cita de Trotsky: “Reconocemos con ello fundamentalmente -no formalmente, sino fundamentalmente- el derecho del Estado de los obreros a enviar a todos los hombres y mujeres trabajadores al lugar donde son necesarios para el cumplimiento de las tareas económicas. Por tanto, reconocemos el derecho del Estado, el Estado de los obreros, a castigar al hombre o mujer trabajador que se niegue a cumplir sus órdenes, que no subordine su voluntad a la de la clase trabajadora y a sus tareas económicas. La militarización de la mano de obra es el método indispensable y básico para la organización de nuestras fuerzas laborales”.
Trotsky proponía esta fórmula para el “periodo de transición del capitalismo al socialismo”. En la página 225 del mismo tomo, E.H. Carr reproduce esta otra frase de León Trotsky: “La militarización es impensable sin militarizar a los sindicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en el que cada obrero se sienta soldado del trabajo, que no pueda disponer por sí mismo libremente; si se le da la orden de trasladarse, debe cumplirla; si no la cumple, será un desertor a quien se castiga. ¿Quién cuida de ello? El sindicato; él crea el nuevo régimen. Esto es la militarización de la clase obrera”.
Todo esto figura, como ya dijimos, en las actas del IX Congreso del partido bolchevique. Como podemos consultar en la página 238 de Carr, la propuesta de Trotsky (también secundada por Bujarin) fue rechazada por 336 votos contra 50. Las Resoluciones del IX Congreso (que pueden consultarse en el tomo anexo a las Obras completas de Lenin), recogen que para la inmensa mayoría del partido, contra lo que pensaba Trotsky, la coerción y la militarización sólo podían justificarse por circunstancias de guerra, y de ningún modo una vez superada ésta ni como método de construcción del socialismo.
Como expone Charles Bettleheim (páginas 357-360), Lenin combatió las posiciones burocráticas de Trotsky en su folleto Los sindicatos, la situación actual y los errores de Trotsky. Para Lenin, Trotsky no entiende la dialéctica, ya que concibe el Estado soviético de una forma falsamente abstracta, como si fuese la “pura expresión” de la dictadura del proletariado. Lenin afirma que el Estado soviético tiene una doble naturaleza: obrero en la medida en que lo dirige un partido revolucionario y burgués por muchos de sus rasgos: dependencia de los técnicos y especialistas burgueses, reminiscencias administrativas del pasado... Por tanto, para Lenin, a diferencia de lo que planteaba Trotsky, la lucha huelguística puede estar justificada por la necesidad de combatir las deformaciones del nuevo Estado y las supervivencias del antiguo.
Trotsky, en su libro Terrorismo y comunismo (1920), expone de nuevo su curiosa propuesta de organización de la URSS. En el capítulo VII (“Las cuestiones de organización del trabajo”, pág. 155), leemos: “El Estado proletario se considera con derecho a enviar a todo trabajador adonde su trabajo sea necesario. Y ningún socialista serio negará al gobierno obrero el derecho a castigar al trabajador que se obstine en no llevar a cabo la misión que se le encomiende (…) Sin trabajo obligatorio, sin derecho a dar órdenes y a exigir su cumplimiento, los sindicatos pierden su razón de ser, pues el Estado socialista en formación los necesita, no para luchar por el mejoramiento de las condiciones de trabajo —que es la obra de conjunto de la organización social gubernamental—, sino con el fin de organizar la clase obrera para la producción, con el fin de educarla, de disciplinarla, de distribuirla”.
Existe una idea comúnmente difundida, según la cual, de haber ascendido Trotsky, en lugar de Stalin, al poder, la URSS habría sido un lugar mucho más habitable. Sin embargo, cualquiera que lea estas palabras tendrá que admitir que la propuesta de Trotsky no parecía presagiarlo. No tenemos, por tanto, el menor motivo para pensar que la URSS hubiera sido mucho mejor, si excluimos el pensamiento desiderativo.
Sólo dos cuestiones me resta por plantear al respecto. La primera: algunos, como Roland León, dirán que muchas de las medidas extremas que se propusieron eran estrictamente necesarias, pero, ¿era esta medida que proponía Trotsky necesaria? ¿Era necesario militarizar a la población, subordinar los sindicatos al Estado y que éste decidiera a dónde debía mandar a cada trabajador, so pena de ingresar en un campo de concentración en caso de negarse a cumplir dicha orden? La segunda cuestión es, ¿por qué Pepe Gutiérrez, en su biografía de Trotsky (cuyas imparciales fuentes son, básicamente, la autobiografía de Trotsky y la biografía realizada por el trotskista Isaac Deutscher), no menciona una sola palabra acerca de este hecho, que figura, no sólo en el E. H. Carr que me aconsejaba consultar, sino en las propias obras de Trotsky, como Terrorismo y comunismo (1920)? ¿Existen fragmentos de la vida y de la obra de Trotsky que no deben mencionarse? ¿Hay que falsificar la historia para construir un nuevo Trotsky a la medida del mito que sobre él hemos inventado? ¿Qué adelantamos con eso?
La burocracia dictatorial del partido único
En Terrorismo y comunismo, Trotsky nos dice también: “Más de una vez se nos ha acusado de haber practicado la dictadura del partido en lugar de la dictadura de los sóviets. (…) En esta sustitución del poder de la clase obrera por el poder del partido no ha habido nada casual, e incluso, en el fondo, no existe en ello ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase trabajadora”. En esta obra, recientemente vuelta a publicar por Akal, Trotsky defiende la concepción de un partido único, infalible y situado por encima de la sociedad.
Bettleheim, por su parte (pág. 355), nos transcribe esta despectiva referencia a la Oposición Obrera de Alexandra Kollontai, efectuada por Trotsky en los debates del X Congreso del partido (1921): “Ellos han avanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si esta dictadura está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera. El partido está obligado a mantener su dictadura, cualesquiera que sean las vacilaciones temporales, incluso de la propia clase obrera. La dictadura no se basa a cada instante en el principio formal de la democracia obrera”.
Como vemos, Trotsky defendía la dictadura del partido, y no la democracia obrera. Es más: todos los bolcheviques lo hacían. Ya recordé, en Trotsky no existe, el episodio de la disolución de la Asamblea Constituyente, en enero de 1918. O la crítica a la Revolución Rusa de Rosa Luxemburg, también en una fecha tan temprana como 1918. Vale la pena releer las palabras de Rosa y reflexionar sobre ellas: “Pero al sofocarse la actividad política en todo el país, también la vida en los sóviets tiene que resultar paralizada. Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo. Al ir entumeciéndose la vida pública, todo lo dirigen y gobiernan unas docenas de jefes del partido, (...) en definitiva, una camarilla, una dictadura, ciertamente, pero no la del proletariado, sino una dictadura de un puñado de políticos”.
Además, cabe resaltar que Trotsky, en este X Congreso, se auto-expulsó virtualmente a sí mismo del partido, al votar a favor de la propuesta de Lenin de prohibir las facciones internas. Años más tarde, fue expulsado del partido por organizar una facción precisamente.
A pesar de las utópicas palabras de Lenin en El estado y la revolución (1917), nunca en la URSS existieron los cargos revocables ni las decisiones democráticas. Si queremos ver un texto más realista sobre las prácticas desempeñadas en la vida real por los bolcheviques, podemos consultar Las tareas inmediatas del poder soviético (Lenin, 1918), donde leemos: “La experiencia irrefutable de la historia muestra que la dictadura personal ha sido con mucha frecuencia, en el curso de los movimientos revolucionarios, la expresión de la dictadura de las clases revolucionarias, su portadora y su vehículo". También en el 18 aparece otro texto de Lenin, Acerca del infantilismo de izquierdas, citado por E.H. Carr en su Tomo 2 (pág. 105), donde leemos: “Nuestra tarea consiste en aprender de los alemanes el capitalismo de Estado, en implantarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos dictatoriales para acelerar su implantación, (…) sin reparar en medios bárbaros de lucha contra la barbarie".
¿Lenin y Trotsky antiburocráticos? Sería necesario reescribir y falsear la historia entera de esta revolución para llegar a esa conclusión. Por último, no deja de resultar curioso que, en sus últimas cartas (consideradas su “testamento político), Lenin, tras criticar con dureza a Stalin, Bujarin, Zinoviev, Kamenev y Piatakov, acuse también a Trotsky de vanidad y... burocratismo (“está demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de los asuntos”). El caso es que, nos guste o no, para Lenin ninguno de sus sucesores estaba a la altura.
La ausencia de control obrero y popular sobre la producción
En la célebre novela de George Orwell Rebelión en la granja, fábula inspirada en la historia de la Revolución Rusa, los animales de la “Granja Animal” se han sublevado contra sus amos y viven en un régimen utópico. Entonces, uno de los líderes (Napoleón) expulsa a otro (Snowball) y establece su dictadura. Se produce un corte radical: desde ese momento, comienza una degeneración por la cual Napoleón acaba siendo tan tiránico y explotador como los antiguos amos (o quizá más).
La mala costumbre de la militancia comunista actual de no leer ni informarse hace que, en no pocos casos, esta breve y popular novela (o la película, o el resumen de Wikipedia, o la narración acelerada de un compañero...) venga a sustituir a la adecuada formación histórica sobre el periodo. Así, surge el “mito del corte de 1924”. En pocas palabras, la URSS era un paraíso socialista (con sus problemas, tal vez... pero básicamente eso), hasta que, en 1924, muere Lenin y asciende al poder Stalin, que acaba con la revolución y establece un sistema similar al de la Alemania nazi. Otros, en un alarde de cultura, adelantan la fecha a 1922, demostrando con ello conocer aquello de la apoplejía final de Lenin. La cuestión es que, conociendo la fábula popular orwelliana, basta con rellenar los huecos a base de tres o cuatro anécdotas eruditas, que demuestren, por ejemplo, lo bueno que era mi personaje histórico favorito y lo malo que era su odiado rival y... voilà, ya tenemos a un militante bien formado, capaz de ingresar en el Comité Central de más de una liga o partido proletario con más siglas que afiliados.
Volvamos al mundo real. En sus Tesis de abril (1917), al igual que en El estado y la revolución, Lenin proponía que los funcionarios del Estado o los directores de fábrica no percibieran un salario mayor que los obreros y fueran elegidos por ellos democráticamente, con posibilidad de revocación en cualquier instante. En Acerca del infantilismo de izquierdas (1918), en cambio, Lenin ha asumido que es completamente imposible reorganizar la maquinaria del Estado mediante el control obrero. A menudo las fábricas sólo miran por su propio interés o expulsan a los directores arbitrariamente. La producción desciende y la utopía, sencillamente, no ha funcionado.
En la página 85 del Tomo 2 de la obra de E.H. Carr asistimos a la creación del Consejo Superior de Economía Nacional (Vesenja), por el decreto del 5-18 de diciembre de 1917. En la página 98, asistimos a la promulgación del decreto de 3 de marzo de 1918, que otorga a este organismo estatal el control de toda la industria, acabando de facto con el control obrero. Como cuenta Carr en el Tomo 1, página 234, un militante llamado Sapronov protestó ante el partido porque el Vesenja zanjaba cualquier discusión con los órganos inferiores con un lacónico: “No entendéis absolutamente nada de producción”. En Acerca del infantilismo de izquierdas, Lenin explica la necesidad de poner al frente de la industria a los antiguos capitalistas y expertos, al ser los únicos que podían ponerla en marcha de manera solvente. Estos expertos, naturalmente, serán nombrados por el Vesenja (el sóviet tendrá un papel meramente consultivo). Lenin justifica incluso la necesidad de que cobren un salario más elevado que los obreros. He ahí el génesis de la burocracia: en 1918. Ya en el IX Congreso (1919) Sapronov criticó esta degeneración burocrática, argumentando que eso no era “centralismo democrático” sino “centralismo vertical ordinario” (E.H. Carr, Tomo 1, pág. 235).
También en E. H. Carr (pág. 238 del Tomo 1) podemos leer la siguiente declaración de Trotsky en el II Congreso del Komintern (1920), una declaración que constituye, además, un alarde de burocratismo casi sin precedentes: “Hoy hemos recibido propuestas del gobierno polaco para firmar la paz. ¿Quién decide en esta cuestión? Poseemos el Sovnarkom pero tiene que estar sujeto a un cierto control. ¿Qué control? ¿El control de la clase obrera como masa caótica y sin forma? No. El comité central del partido ha sido reunido para discutir la propuesta y decidir cómo contestarla”. Eso opinaba Trotsky. ¿Y el resto del bolchevismo? Un año antes, en el IX Congreso, como leemos en la página 237 del Tomo 1 de E. H. Carr, escribía por su parte Grigori Zinoviev, presidente del Soviet de Petrogrado, que “las cuestiones fundamentales de política, tanto internacional como interior, tienen que ser decididas por el comité central de nuestro partido, es decir, del Partido Comunista, que de este modo tramita estas decisiones a través de los organismos del Sóviet”.
Así pues, tal vez el trotskismo defienda el control obrero y la autonomía sindical, pero la realidad (contrastable en toda la historiografía disponible de las más diversas tendencias) es que Trotsky no lo hizo. O, en otras palabras, en esta materia Trotsky no fue trotskista, sino “estalinista”.
El férreo dogmatismo ideológico
En el epílogo de La revolución permanente (1930) Trotsky resume sus ideas, efectuando determinadas afirmaciones harto atrevidas: “La resolución íntegra y efectiva de los fines democráticos y de la emancipación nacional tan sólo puede concebirse por medio de la dictadura del proletariado, empuñando éste el poder como caudillo de la nación oprimida y, ante todo, de sus masas campesinas”. “La realización de la alianza revolucionaria del proletariado con las masas campesinas sólo es concebible bajo la dirección política de la vanguardia proletaria organizada en Partido Comunista”. “Sin embargo, esta última [la experiencia histórica] ha demostrado, y en condiciones que excluyen toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario de los campesinos, no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués. Esto significa que la 'dictadura democrática del proletariado y de los campesinos' sólo es concebible como dictadura del proletariado arrastrando tras de sí a las masas campesinas”. “Un país colonial o semicolonial, cuyo proletariado resulte aún insuficientemente preparado para agrupar en torno suyo a los campesinos y conquistar el poder, se halla por ello mismo imposibilitado para llevar hasta el fin la revolución democrática”.“La tendencia de la Internacional Comunista a imponer actualmente a los pueblos orientales la consigna de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos, superada definitivamente desde hace tiempo por la historia, no puede tener más que un carácter reaccionario”, ya que “esta consigna se opone a la dictadura del proletariado”, de modo que “la incorporación de esta consigna al Programa de la Internacional Comunista representa ya de suyo una traición directa contra el marxismo y las tradiciones bolchevistas de Octubre”.
Cuando uno lee este libro, parece que el centro de la “teoría de la revolución permanente” es la idea de que el campesinado no puede ser revolucionario. Sólo el proletariado industrial (con su mono azul, a ser posible) está capacitado para ello. Estamos otra vez ante el vetusto (o carpetovetónico) prejuicio, defendido aún por muchos en la actualidad, lo que resulta más grotesco si cabe, ya que, hoy día, el pueblo trabajador se divide en muy distintas fracciones de clase y los obreros fabriles son sólo una minoría (y no la más empobrecida, ni tampoco la más revolucionaria).
Trotsky no quiso aprender de los aportes que, ya entonces, planteaba José Carlos Mariátegui, de su alegría creadora y del nuevo papel que asignaba al campesinado. En mi opinión, Trotsky aquí es más marxiano, pero menos marxista que Mariátegui o Lenin. Si tomamos al pie de la letra (y, por tanto, de manera antidialéctica) los textos de Marx, la teoría de Trotsky se convierte correcta, pero deja de tener utilidad en el mundo real. El gran acierto de Lenin es saber qué hemos de desechar de las ideas de Marx, para que el marxismo siga siendo útil. Por ejemplo, a la idea marxiana de que la revolución triunfará en los países industrializados, Lenin opone la idea marxista de que una cadena se rompe por “el eslabón más débil” (las naciones subdesarrolladas). Lenin no hace uso de los textos de Marx como un creyente hace uso de la Biblia. De modo que yo, porque soy leninista, no me ciño lo que dijera Lenin. Parto de mi propia realidad, no de cuatro citas descontextualizadas.
Esto nunca fue comprendido ni por Trotsky, ni por buena parte del trotskismo (y del estalinismo). Sin embargo, contra lo que postulaba la “teoría de la revolución permanente”, y como bien teorizó en su día el Che Guevara, el campesinado se ha convertido en el sujeto central de todas y cada una de las revoluciones triunfantes que se han producido desde el momento en que ese texto de Trotsky fue redactado hasta la actualidad: desde la Revolución China, hasta la Revolución Nicaragüense, pasando por la Revolución Cubana o la Vietnamita. ¿Se puede seguir defendiendo esa teoría, aun habiendo sido refutada de manera clamorosa por toda la historia del siglo XX? Supongo que, por descontado, no podemos esperar de nadie la menor rectificación, ni tampoco el abandono de esta teoría (en todo caso, podemos esperar que la falsifiquen, diciendo que afirmaba otra cosa distinta a lo que realmente afirmaba). Aunque, ¿qué es la realidad comparada con una hermosa teoría de hace casi un siglo?
Uno de mis detractores, Ronald León, milita, como él mismo indica, a un partido perteneneciente a la LIT, que es sólo una más de las muchas “Internacionales” que surgieron tras la muerte de Trotsky, cuando cada uno de los líderes de su IV Internacional llegó a la conclusión de que era el verdadero exégeta del revolucionario ucraniano, a diferencia de los demás que eran unos traidores pequeñoburgueses. El líder de la LIT, que se llamaba Nahuel Moreno y fue uno de los principales dirigentes del trotskismo latinoamericano, escribió en 1973 un texto titulado Tesis sobre el guerrillerismo, en el que afirma: “El surgimiento de direcciones pequeñoburguesas independientes del stalinismo que han dirigido revoluciones triunfantes, como fue en su momento el castrismo y es ahora el sandinismo, puede llevarnos al error de creer que con estas direcciones y sus organizaciones nos une una estrategia común. (…) Pero a la larga es inevitable que traicionen a la revolución, en algún punto del proceso revolucionario, por esa profunda razón de clase: son pequeñoburguesas. (…) Las organizaciones y direcciones guerrilleras no son obreras, sino burguesas o pequeñoburguesas, por el solo hecho de ser guerrilleras. (…) Las organizaciones guerrilleras son enemigas de la organización obrera. (…) Las organizaciones guerrilleras son terroristas. (...)Los trotskistas no sólo no apoyamos esas acciones, sino denunciamos ante los trabajadores su carácter desmoralizador, desmovilizador y desorganizador”.
El dogmatismo afirma que su método de lucha es el único válido y posible, satanizando cualquier otro. Tampoco la efectividad de una u otra vía supone el menor argumento para ellos, como vemos en esta crítica a Fidel Castro y los sandinistas (que, a diferencia de Moreno, sí hicieron la revolución en sus respectivos países). Se trata, simplemente, de dar cabezazos contra la realidad, a fin de amoldarla, encorsetarla y, aunque sea a duras penas, hacerla coherente con un texto sagrado y lleno de polvo.
El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo
Ésta es, para acabar, una de las características más evidentes del estalinismo de León Trotsky. En La revolución permanente, Trotsky habla de sí mismo en tercera persona, a lo largo de todo el libro. En la primera de las conclusiones finales, afirma, tan humilde como de costumbre: “La teoría de la revolución permanente exige en la actualidad la mayor atención por parte de todo marxista”. En la última, se ubica a sí mismo en el olimpo de los dioses del marxismo, junto a los más grandes: “el problema de la revolución permanente ha rebasado las divergencias episódicas, completamente superadas por la historia, entre Lenin y Trotski. La lucha está entablada entre las ideas fundamentales de Marx y Lenin de una parte, y el eclecticismo de los centristas, de otra”. Para colmo, Trotsky no pudo resistirse a escribir su autobiografía (Mi vida).
Si el culto a Stalin fue vergonzoso y de mal gusto, no lo es menos el culto a Trotsky. En cualquier organización o editorial de ideología trotskista, como por ejemplo El Militante, no faltarán jamás rostros de Trotsky por doquier, o citas de este autor, aunque no vengan al caso. La misma adscripción al significativo término “trotskista” se efectúa de un modo sectáreo, excluyente y cerrado. Cabe preguntarse, ¿creó este revolucionario (o Fidel, o Mao, o el Che) un corpus teórico comparable al de Marx o Lenin, que justifique el nacimiento de una nueva ideología?
Por otra parte, el trotskismo ha acusado siempre al estalinismo de “reformista”. Por supuesto, el trotskismo se ha cuidado mucho de mezclar y confundir el estalinismo con las ideas de revisionistas y anti-estalinistas tardíos como Nikita Kruschev o, en el contexto del Estado español, Santiago Carrillo (ya que no podían llamar reformistas a las guerrillas radicales maoístas, que proliferaban por medio mundo). Con Kruschev (que, como sabemos, renegó de Stalin y de sus prácticas) comienza la doctrina de la “coexistencia pacífica” y los Partidos Comunistas de todo el mundo adoptan la vía electoral como la fundamental, descartando métodos revolucionarios.
La base empírica que emplea el trotskismo para promover esta identificación entre estalinismo y reformismo está en la estrategia de Frentes Populares, adoptada, tras extensos debates, por el Komintern en su VII Congreso (1935), con el fin de frenar el auge incontenible del fascismo en Europa. La posibilidad, en situaciones muy concretas (por ejemplo, una invasión extranjera, una situación semi-feudal o el auge del fascismo), de alianzas de clase entre la clase trabajadora y sectores progresistas de la burguesía es algo que siempre ha espantado de manera singular al trotskismo, a pesar de que el propio Marx, en un texto tan poco rebuscado como el Manifiesto comunista, afirma: “En Alemania, el partido comunista lucha al lado de la burguesía, en tanto que ésta actúa revolucionariamente contra la monarquía absoluta, la propiedad territorial feudal y la pequeña burguesía reaccionaria”. Pero, en efecto, a mediados de los años 30 el estalinismo empieza a plantear la necesidad de alianzas con la socialdemocracia reformista y otras fuerzas democráticas antifascistas, manteniendo sin embargo la independencia del partido.
Sin embargo, en esta misma época, Trotsky instaba a sus seguidores a dejar en un segundo plano el partido comunista en el que militaran y afiliarse... directamente a los socialdemócratas. En La Liga frente un giro decisivo, de 1934, Trotsky afirma que “Queremos participar activamente. La única posibilidad que nuestra organización tiene de participar en el frente único de masas, en las circunstancias dadas, consiste en ingresar al Partido Socialista. Hoy, tal como antes, consideramos más necesaria que nunca la lucha por los principios del bolchevismo, por la creación de un verdadera partido revolucionario de la vanguardia proletaria y por la Cuarta Internacional. Confiamos en que hemos de convencer de todo esto a la mayoría de los trabajadores, tanto socialistas como comunistas. Nos comprometemos a llevar a cabo esta tarea dentro de los marcos del partido, a sujetarnos a su disciplina y a preservar la unidad de acción”.
Esta táctica (afiliarse a un partido con el fin de convencer a algunos de sus miembros de que ingresen en otro), que se caracteriza por su excepcional deslealtad, fue denominada “entrismo”. En muchos lugares conocemos sus nefastos resultados. Incluso en la actualidad. Así fue como destruyeron las asambleas vecinales que se crearon en Argentina tras el “corralito”. Por no hablar del movimiento estudiantil en diversos puntos del Estado español. Pero lo curioso, volviendo a los años 30, es que los trotskistas acusaran a los comunistas de reformismo por pactar con la socialdemocracia, decidiendo con ello ingresar... en la socialdemocracia.
Por otro lado, ¿por qué no se acusa a Lenin de reformismo, en tanto que inspirador de la NEP? ¿Su figura es incuestionable? ¿Cómo es que al hablar de la NEP (al igual que pasaba al tratar el asunto de Kronstadt) vuelven a entrar en juego las “circunstancias que obligan y justifican” y la “inevitabilidad de lo necesario”?
Conclusión
El término “estalinismo” no me parece aceptable para definir el fenómeno que hemos tratado de referir. Suele emplearse arbitraria y abusivamente, para definir experiencias históricas en los más diversos lugares y épocas, o hechos que se dieron tanto antes de la ascensión de Stalin al poder como después de su muerte. No obstante, lo emplearé provisionalmente.
La conclusión de este artículo es que Trotsky, como hemos tratado de demostrar, fue el primer estalinista. Era partidario de la más férrea represión, no sólo contra el enemigo de clase, sino incluso contra los propios trabajadores, como en Kronstadt (a cuyos obreros no dudó en calumniar, en lo que he denominado “el primer Proceso de Moscú”). Propuso incluso la deportación de los trabajadores a campos de concentración si desobedecían al Estado. Defendió con toda firmeza la militarización del trabajo (no ya para los tiempos de guerra, sino como modelo de construcción del socialismo), de modo que el Estado decidiera donde debía trasladarse a trabajar cada cual, de manera obligatoria y vinculante. Creía en un régimen de partido único, sin la menor libertad sindical y en el que los sóviets estuvieran totalmente controlados por el partido. Se auto-expulsó a sí mismo del partido, ya que votó a favor de la prohibición de facciones internas, para acabar siendo expulsado precisamente por ese motivo. Propugnaba que una minoría del Comité Central del Partido debía decidir en todas las cuestiones relevantes. Participó activamente en la eliminación del control obrero sobre la producción, que sólo se mantuvo vigente durante los 6 primeros meses de la revolución. No dejó de practicar y defender todas estas prácticas hasta que fue desplazado de los puestos de poder. Además, hacía gala de un férreo dogmatismo ideológico, lo que le llevaba a despreciar el papel del campesinado, que según él no podía tener un papel activo ni revolucionario. No estaba exento de cierta egolatría y sus seguidores dieron culto a su persona, cosa que siguen haciendo. Dado la pequeñez de los partidos de su IV Internacional, terminó propugnando a sus militantes que, en lugar de militar en los partidos comunistas, lo hicieran en la socialdemocracia, si bien era sólo una táctica desleal para convencer a la gente de que abandonara esos partidos e ingresara en el suyo. Todo esto es irrefutable, ya que he acudido a las fuentes más directas para documentarlo, empezando siempre por los textos del propio Trotsky.
Además, este fenómeno que hemos tratado de estudiar, el fenómeno de justificar y practicar la represión en defensa de un partido dictatorial y burocrático (“estalinismo” según la errónea terminología que aquí, provisional y metodológicamente, hemos aceptado) sería un fenómeno común tanto a Lenin, como a Stalin, como a Trotsky, en diferentes grados. Podemos decir que en Stalin se dio en un grado mayor, quizá por el hecho de estar durante más años en el poder. Pero, no obstante, en los años en los que Lenin y Trotsky (junto a Stalin y otros) controlaron los resortes del poder, ya existían el terror, la Cheka, el GULAG, el Partido Único, la prohibición de las facciones internas en el partido, la burocracia, el dogmatismo y la ausencia de control obrero.
Por supuesto, para mí no se trata de extraer conclusiones maniqueas, aunque no faltarán, de igual modo que tampoco faltarán etiquetas. Probablemente, los trotskistas dirán que soy un estalinista (y me recordarán los crímenes de Stalin, aunque no venga a cuento hacerlo, ya que ni los he negado ni tengo el menor interés en hacerlo). Los estalinistas, por su parte, dirán que soy un anarquista. Los anarquistas dirán que soy un degenerado. Nada de eso me ha import(un)ado a la hora de elaborar este escrito, que persigue únicamente la verdad, la realidad histórica a la que, a grandes rasgos, con todos los matices que puedan hacerse, llegará cualquiera que, libre de prejuicios y estereotipos, estudie el periodo. Por tanto, no he buscado llegar a una vulgar moraleja, al estilo de “los bolcheviques eran buenos” o “los bolcheviques eran malos”. Los bolcheviques, en mi opinión, hicieron una gran revolución, que pasará a la historia de la humanidad como uno de los momentos más luminosos para los oprimidos en su pugna por liberarse de la sociedad de clases. Los avances de la sociedad soviética fueron innegables, pero también sus errores. Apoyo y defiendo la Revolución Rusa, pero trato de comprenderla históricamente, para aprender de sus fracasos, al plantear, aquí y ahora, la táctica más adecuada para (y desde) mi realidad.
No creo en las excusas. Como dice Zizek, el trotskismo (al igual que el estalinismo) ha supuesto un obstáculo casi insalvable, que anulaba cualquier oportunidad de efectuar una crítica útil, seria y estructural. Eso nos impide progresar. Por un lado, como nos recuerda Jean Salem, se aceptan acríticamente las cifras sobre la represión en la Unión Soviética o la China de Mao, por irrisorias que puedan llegar a ser (como los 100 millones del Libro Negro de Courtois). Por otro, se echan balones fuera, cada vez que se cuestiona algún aspecto de la URSS (o incluso de Cuba o la China maoísta), recurriendo al comodín de Stalin. No podemos seguir jugando a este juego. Debemos admitir que el comunismo (el de Lenin, el de Fidel y el de todos) también tuvo sus problemas, sus errores y sus dilemas (desde el mismo año 17).
Defiendo la noción de Poder Popular y creo que, en las condiciones históricas actuales (bastante distintas a las que vivieron los bolcheviques), los partidos deben centrarse en reforzar las instancias comunes de participación y resistencia, y no en reforzarse a sí mismos. No creo en el partido infalible que, nos guste o no, planteaban tanto Lenin, como Trotsky, como Stalin. Creo que, tarde o temprano, esa subordinación del pueblo trabajador (de las bases) a la jerarquía y ese flujo unidireccional del poder y las decisiones acaban por socavar la propia jerarquía, haciendo caer todo como un castillo de naipes. Debemos apoyarnos en la heterodoxia para pensar otra vez la relación entre el partido y las masas, alcanzando una comprensión más profunda de cómo se protegen sus lazos, ya que el divorcio entre él y ellas ha sido, hasta ahora, a causa de la prepotencia de él, y no de la “incapacidad” de ellas. Sólo así podremos hacerlo mejor la próxima vez.
Trotsky no existe: es un símbolo, una fábula, una excusa para no aceptar que, en más de un aspecto, lo hicimos mal desde el principio. La cuestión es ¿necesitamos ese símbolo? ¿Nos sirve para algo? ¿Refleja la madurez de nuestro movimiento, o su puerilidad?