País y pueblo; las condiciones fundamentales del desarrollo social; el origen de las clases
texto de León Bloch del libro Luchas sociales en la antigua Roma
publicado en la revista argentina de Arte, Crítica y Letras (Tribuna del Pensamiento Izquierdista)
tomado del blog argentino Web Historia
-- el libro completo Luchas sociales en la antigua Roma, de León Bloch se puede descargar desde el enlace:
---ATENCIÓN: VER MENSAJE nº 5
-- en el Foro se publica en dos mensajes por su longitud --
-- primer mensaje --
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Difícilmente se encuentra en la historia universal otro proceso tan interesante y significativo como el desarrollo de la potencia mundial romana. Y este desarrollo es, para el consiguiente conocimiento histórico, de tanto mayor valor por cuanto se ha realizado, en la parte más esencial, a plena luz histórica. Aun sin tomar en consideración los tiempos de la incierta tradición, los cuentos fabulosos acerca de la fundación de Roma, la dominación y caída de los reyes, y queriendo empezar con los hechos y acontecimientos en algún modo probados, no nos faltará un solo eslabón verdaderamente esencial de esa larga evolución, aun cuando, a raíz de investigaciones más recientes, hay que relegar también al mundo de las leyendas algún suceso por mucho tiempo considerado como cierto. El papel histórico mundial de Roma empieza, afortunadamente, sólo después de rebasado el límite entre el mito y la historia.
Todavía en la segunda mitad del siglo IV (a. J. C), Roma se había extendido sólo muy poco más allá de los límites de la ciudad - estado. El centro de la ciudad es el alma del estado, y la campiña circundante constituye la fuente de nutrición para los ciudadanos. Todavía en esta época los conceptos de ciudadano y agricultor coincidían perfectamente. Aunque había ya varias ramas de artesanos, no es el caso de hablar de industria, a no ser que se quiera derrochar grandes palabras para cosas muy pequeñas. También son escasos los contactos con el exterior, no llenando aún ni el comercio, ni la guerra una función esencial. Las viejas tradiciones están, por supuesto, repletas de hechos de armas que habrían ocurrido en los tiempos antiguos, pero no es el caso de dejarse deslumbrar por las palabras grandilocuentes. Trátase, aún en los hechos más importantes, de inevitables litigios fronterizos, los que fueron luego agrandados por la tradición familiar hasta asumir una significación impropia. Sí se considera en qué estrecha extensión vivían, una cerca de la otra, las tribus en lucha entre sí, y qué pequeño número de hombres podía, dado el exiguo grado de cultura de entonces, hallar allí su sustento, se encontrará en seguida la verdadera medida para la apreciación de aquellos relatos. Roma era, hacía la mitad del siglo IV, una ciudad como muchas otras de aquel tiempo en Italia, sin superar el promedio de las mismas ni en poder, ni en cultura; por el contrarío, las ricas ciudades etruscas en el norte y las griegas en el sur de la península dejaban considerablemente tras de sí, en la sombra, a Roma.
Pero hasta en ese modesto aislamiento su fuerza fue acrecentándose y consolidándose cada vez más, y ya en la segunda mitad del siglo IV empieza a agitarse entre el campesinado romano una necesidad de expansión que exige enérgica y tenazmente su satisfacción. En sus comienzos el avance es lento, pero tanto más seguro. Constancia en progresar, prudencia para asegurarse los éxitos, pero ante todo tenacidad en conservar lo conquistado: estas son las características de aquel gran proceso evolutivo que desembocó en la potencia mundial romana. Sin embargo —y esto podrá parecer contradictorio— los romanos alcanzaron el imperio del mundo contra su voluntad. No hubo, absolutamente, ningún plan preconcebido que guiara esa política imperialista, sino únicamente la necesidad o, lo que en el fondo es lo mismo, la avidez que cada conquista iba renovando. Los romanos que al principio del siglo III a. d. J. habían triunfado sobre los samnitas y Pirro , no podían, seguramente, ni siquiera soñar en el dominio sobre Asia y África; a esta atrevida concepción apenas podían llegar los triunfadores de la segunda guerra púnica . Sólo después de la caída de Cartago y Corinto, ocurrida en el mismo año (146), surge la creencia de que el mundo pertenece, por derecho ("de jure"), al pueblo romano, y sólo desde esta época se marcha con toda energía hacia la gran meta. ¡Y se procede con pasos gigantescos! Transcurrido apenas un siglo, Roma no es tan sólo la primera potencia del viejo mundo civilizado, sino la única desde el Atlántico hasta el Bajo Eufrates.
¡De la pequeña comuna rural latina al dominio del mundo! Es fácilmente comprensible que tal desarrollo exterior no pudo efectuarse sin correspondientes acontecimientos y profundas transformaciones económicas y sociales en el interior. ¿Para qué hubiera podido emplear las riquezas de África y Asia el campesino romano que con duro trabajo trataba de arrancar a la tierra su sustento? Surge, pues, involuntariamente esta pregunta: ¿A quién favorecían los éxitos de la política imperialista romana, o en interés de quién tal política fue en general emprendida? En otras palabras: ¿Quién hacía esa política? Y como la política tiene siempre un fondo real —en la antigüedad estaban aún menos dispuestos que hoy a llevar sus huesos al mercado por fantasmas o ideas—, la pregunta no significa más que esto: ¿Quién era el principal usufructuario o, para usar una expresión corriente, el principal accionista del consorcio estatal? ¿Quién poseía el poder de servirse, en beneficio propio, de los demás?
No hay que figurarse como muy distintas las condiciones de entonces de las de hoy. Los antiguos romanos eran hombres de la índole de los demás: cada cual se preocupaba ante todo de sí mismo, deseoso de convertir en propiedad suya particular la mayor parte posible de los bienes de la comunidad, y en tal sentido cada cual adaptaba su participación en la vida política. Dicha inclinación no variaba en nada por el hecho de que se hiciera todo lo posible para ocultar o disimular las verdaderas finalidades e intenciones con una hermosa fraseología, henchida de patriotismo, desinterés, ética o religiosidad. La historia interior de Roma no es menos materialista que la exterior; ella nos muestra las diversas clases sociales enfrentadas en una lucha ininterrumpida por "un puesto en el banquete de la vida", como se suele decir hoy con una expresión menos bella, pero más apropiada. Esta lucha, en sus varías fases y formas, constituye el aspecto más interesante de la historia romana especialmente para nosotros que estamos como aturdidos por las luchas sociales de la actualidad.
Se puede fácilmente comprender que el problema social debía asumir en Roma formas muy distintas según el estado de evolución de la potencia romana, la que en sus comienzos tenía la estructura especial propia de una comunidad rural, constituida por agricultores económicamente casi iguales. Si por circunstancias especiales — como el exceso de los nacimientos sobre las defunciones, las penurias creadas por las guerras, el fracaso de la cosecha, etc. —, se producían cambios de posesión en proporciones inquietantes, el remedio podía conseguirse por medidas naturalmente más simples que en un imperio mundial, en el cual un proletariado innumerable reclama de una minoría riquísima la satisfacción de sus derechos. Desde este punto de vista, pues, deseamos analizar la historia de la República romana: es decir, delinear la evolución del problema social en este medio ambiente y en este período. Las luchas entre las castas,
que se combatieron en los primeros siglos de la República, no son en realidad más que luchas sociales, estando en esta fase los partidos sociales separados uno del otro por límites legales de casta. Las luchas sociales de nuestros días tienen su prehistoria también en las contiendas contra los privilegios de casta, los que, aunque desde el punto de vista legal se han derrumbado ya hace un siglo, siguen manteniendo aún una buena porción de su vitalidad.
Hay que dar, ante todo, una mirada hacía los fundamentos principales de una evolución estadual y económica: el país en que ella se ha desarrollado y el pueblo que en la misma fue factor. A menudo se dijo ya —y se debe admitir, sin ambages, la exactitud de esa afirmación, que el curso de la historia de Italia está marcado por su posición geográfica, la que traza a sus habitantes la línea directiva de la mejor política que ellos tienen que seguir. Sí se compara a Italia con la cercana península oriental, Grecia, cualquiera advierte en seguida e involuntariamente estas dos características: unidad itálica y fraccionamiento helénico. Frente a la rica configuración de Grecia, con sus numerosas pero cortas cadenas de montañas, entre las cuales se advierten de inmediato los fértiles valles como centros naturales de cultura; frente a las muchísimas bahías con sus puertos muy bien protegidos, los que, empero, empujan hacia el camino peligroso de una política marítima expansionista; frente, en fin, a un mundo insular que agranda y prolonga. a Grecia en dos direcciones, Italia, por el contrario, ofrece la impresión de una unidad cerrada.
Unitaria es la configuración geográfica del país, cruzado, casi como por un eje central, por los Apeninos, en cadenas paralelas entre sí. En el este esa cordillera llega a tocar, casi en todos los puntos, el mar Adriático, quedando sólo la región de Apulia, por su configuración llana (tablero de las Pullas), apta para la evolución cultural. Mas su posición excéntrica constituye un obstáculo, entonces insuperable, para la expansión económica y política en toda la península. El oeste se encuentra derrochando sus exuberantes energías en alcanzar éxitos parciales, para ir más tarde al derrumbe completo por la falta de un estado nacional vasto y poderoso, los romanos ni siquiera se habían atrevido a extender sus brazos bacía las islas cercanas del mar Tirreno, antes de que se sintieran del todo seguros en su península. Sólo la unidad nacional puede preservar a Italia de la dominación extranjera: esto lo demuestra la historia moderna no menos que la antigua.
El hecho de que fuera escogida la comunidad agrícola romana para este proceso de unificación, se debe a razones de varía naturaleza. De conformidad con las consideraciones acerca de la situación geográfica, resulta evidente que la potencia predominante no podía desarrollarse sino en una de las dos planicies occidentales: en el Lacio o en la Campania. Los pueblos montañeses, dedicados principalmente al pastoreo, son los menos aptos para una tarea tan trascendental.
Solamente en conjunción con el cultivo de los campos puede desenvolverse un bienestar colectivo, que es la base indispensable para el desarrollo de una gran potencia política. Sí la Campania, más al sur, más extensa, más feraz y más dotada de puertos naturales que el Lacio, tuvo que ceder frente a Roma, esto se explica únicamente por razones históricas. La Campania era en su mayor parte una colonia griega y sus costas estaban completamente en manos griegas. Pero los griegos nunca pensaron emprender una política itálica, como nunca hubieran admitido una unidad política con los "bárbaros" itálicos. Su mirada se volvía hacia la madre patria y las otras colonias griegas, diseminadas en los cercanos y lejanos mares.
Por otra parte, la gran empresa de unificar a Italia no se concillaba con el espíritu helénico. Este sabía entusiasmarse por una alta y gran finalidad, intentando alcanzarla con el empleo de toda su energía y soportando cualquier sacrificio, pero abandonaba todo intento para conseguirla al fallar el primer golpe o asalto. El trabajo lento y tenaz que Roma empleaba para realizar sus fines, era inconciliable con el temperamento griego; la política una situación más favorable. Aquí los Apeninos dejan dos regiones aptas para cultivo: el Lacio, o sea la llanura cruzada por el Tíber, y la Campania, atravesada por el Volturno, cuya ciudad más poderosa era Capua, actualmente cabecera de provincia casi insignificante. En aquella época el Lacio y la Campania eran rivales, y a tal punto, que aún dos siglos más tarde, cuando la victoria de Roma era ya un hecho histórico, no se había olvidado el miedo a la metrópoli campana. Cicerón aconsejaba no emprender ninguna medida tendiente a mejorar la situación de Capua, para así evitar que algún día Roma tuviera que ceder su supremacía a la ciudad rival, más favorecida por la naturaleza.
También la costa occidental de la península apenina se queda muy atrás frente a la configuración marítima de Grecia. En efecto, en lugar de las bahías y puertos bien protegidos de las costas helénicas, la parte de Italia bañada por el Tirreno presenta un conjunto casi uniforme, con pocos y malos puertos. De tal situación derivan dos desventajas, muy evidentes: esa costa ni ofrece un punto inicial para una política de ultramar, ni tampoco asegura protección suficiente contra agresiones o invasiones enemigas. Por estas razones, Roma no pudo pensar en una política conquistadora fuera de Italia, sino después de haber garantizado la incolumidad del Lacio mediante la unificación de Italia bajo su dirección. Los astutos romanos sabían perfectamente qué hacían al tratar a los pueblos itálicos vencidos con una benignidad extraordinaria para aquellos tiempos. A los pueblos itálicos, aun a aquellos de raza completamente distinta, había que tratarlos bien, a fin de que en ocasión de invasiones extranjeras vieran en la seguridad de Roma la seguridad para sus propios intereses: más aún, un daño mayor para ellos que para la metrópoli en la eventualidad de una derrota. Y esto no obstante haber constituido siempre el vínculo federal una disfrazada sumisión a la ciudad del Tíber. Los acontecimientos dieron plena razón a esa política. Mientras los fenicios y los griegos cruzaban todos los mares a la búsqueda de colonias.
Grecia carecía de una línea de acción consecuente, no sabía contenerse sabiamente a tiempo y descuidaba los pequeños detalles. Además, las colonias griegas estaban profundamente divididas por mutuos celos y rivalidades, y todos padecían, más o menos, pruritos de grandeza, siendo así que mientras se extenuaban y consumían en luchas desiguales y estériles, Roma, con su método pausado y tranquilo, iba ganando cada día más terreno.
Sería erróneo pensar que Roma fue en la planicie latina la única pretendiente a la función histórica de unificar y dirigir a Italia. En el Lacio había varías otras comunidades rurales, que desde épocas lejanas gozaban, al lado de Roma, de iguales derechos e importancia. Hay más; antiguas necrópolis revelan que en un período anterior el papel directivo en la región perteneció a una ciudad de los montes Albanos, Alba Longa. Empero, Roma poseía condiciones de existencia y desarrollo más favorables que sus rivales, lo que hizo posible una aplicación más amplía e intensa de sus energías.
A unos 25 Kilómetros del mar y en inmediata proximidad del río Tber, se extiende una corona de colinas, utilizadas, al par de muchas otras en aquella llanura, por los campesinos para la construcción sobre las mismas de sus viviendas, mientras los campos de cultivo se extendían alrededor de las pequeñas alturas. Tales comunas, una cerca de la otra, no podían vivir y prosperar por largo tiempo sin mantener mutuas relaciones. Contactos amistosos u hostiles debieron ser la consecuencia lógica e inevitable de esa situación, llegándose por fin, después de muchos rozamientos y malas experiencias, 3 reconocer que la solución ventajosa para todos no podía ser más que la unión de todos los villorrios en una sola comunidad. Fue de esta unión de dónde surgió un estado potente y superior a las demás comunas latinas, frente a las cuales aquél gozaba también de condiciones de vida más favorables, como ser la inmediata proximidad del más grande río de la campiña latina. No habiendo desde Roma a] mar, a lo largo del Tíber, otros lugares habitables, era muy natural que la nueva ciudad - estado extendiera su poder e influencia hasta la costa marítima. De esta manera, Roma llegó a ser el emporio comercial de los pueblos de los Apeninos con el mundo exterior. La fundación de una escala marítima, la colonia de Ostia, pertenece ya a los primeros tiempos de Roma, atribuyéndola la tradición al cuarto de los reyes legendarios, Anco Marcio. Aun cuando no hay que exagerar la importancia comercial de Roma, es un hecho indiscutible que su posición geográfica le aseguraba gran ventaja sobre las demás comunas latinas. Tampoco las poblaciones radicadas en la costa del mar podían representar un factor de peligrosa competencia, por faltarles la arteria comercial del río y estar expuestas a las frecuentes invasiones y depredaciones de los piratas.
Otra circunstancia, aparentemente baladí, ha sido considerada como factor importante de la superioridad de Roma. A lo largo de la costa de Ostia se extendían las salinas, cuya explotación constituía una fuente de ganancias casi gratuita. Mientras las demás comunas latinas, especialmente las de las montanas, debían hacer grandes economías para poder adquirir los objetos metálicos, las herramientas de labranza y las armas necesarias, todo lo cual era suministrado principalmente por los etruscos, especializados en la explotación de minas, Roma estaba en condición de llevar a los mercados un artículo que podía vender a precio muy superior a. su costo de producción. Esto constituía realmente un elemento muy apreciable de superioridad. Los habitantes de la cercana Vejí contemplaban con envidia las salinas romanas, y trataron de arrebatarlas a sus propietarios en combates violentos, pero estériles. Cuan intenso debe haber sido el comercio de este mineral, lo indica el nombre que los romanos dieron al camino que desde Roma conducía al país de los sabinos y los picentos en dirección al nordeste, uno de los más antiguos de Italia y que aun hoy conserva su vieja denominación de "Vía Salaria" (Camino de la sal).
Pequeñas causas suelen producir grandes efectos, especialmente si, como fue el caso de Roma, ellas son explotadas de modo consecuente, eliminando la posibilidad de que la preponderancia, una vez alcanzada, pueda ser disputada por otras comunidades vecinas. La diferencia potencial que separaba a la ciudad del Tíber de sus rivales latinas, fue acrecentándose cada vez más, hasta que aquélla se volvió al fin la más poderosa, logrando, naturalmente no sin luchas sangrientas, ser reconocida por todas las comunidades como centro y guía de la región. Una tras otra fueron aplastadas por la poderosa rival, y las más cercanas reputaron muy conveniente perder no sólo su independencia política, sino también la económica, fusionándose completamente con Roma. Se conservan aún los nombres de numerosos castillos que un tiempo se levantaban en la campiña romana, pero que desaparecieron ya antes de la entrada en la época histórica. Según Plinio el Viejo, escritor del primer siglo después de Cristo, el número de las comunas desaparecidas sin dejar rastro se elevaría a cincuenta y tres.
Que, al lado de esas condiciones naturales y económicas, hubieran influido en la evolución de Roma también factores personales, etnográficos, es decir, que los habitantes de los castillos romanos habrían sido realmente hombres de tipo selecto, muy superiores en valor a los demás latinos e itálicos, eso ha constituido a menudo un artículo de fe para los romanos, pero difícilmente es un hecho demostrable o demostrado. Sin embargo, se puede afirmar con mucha razón que, entre todos los pueblos establecidos en Italia, ¡os itálicos estaban predestinados al dominio sobre toda la península. Y esto por los motivos que ya hemos expuesto y que iremos exponiendo. Si la estructura geográfica de Italia presenta aspecto unitario, no por eso tiene el mismo carácter su población. Bajo el nombre de "itálicos" no hay que entender la población primitiva de la península. "Itálicos" es la denominación convencional de una rama del tronco indo - europeo, que en época muy remota, pero no precisable exactamente, viniendo desde el norte, cruzó los Alpes y se estableció en la llanura padana. De aquí fueron desalojados —en una época también imprecisable por los etruscos, debiendo, por lo tanto, refugiarse en la parte central y meridional de la península. La población que aquí encontraron los itálicos era muy probablemente también una rama del tronco indo - europeo, y precisamente los yapigios y mesapios, pertenecientes a la misma raza que había poblado la península balcánica en la época prehelénica y cuyos descendientes son los actuales albaneses. En la época histórica encontramos los restos de esos pueblos, los yapigios - mesapios, en la punta meridional de Apulia, donde se acogieron en su mayor parte a la cultura superior de las colonias griegas, mientras en las otras partes del país fueron desapareciendo más bien por asimilación que por extirpación o expulsión. La inmigración de los yapigios - mesapios está completamente envuelta en tinieblas; sin embargo, parece que llegaron a Italia por mar, a través del canal de Otranto, y a consecuencia de la penetración griega en la península balcánica. La población encontrada en Italia por los yapigios - mesapios, y por ellos desalojada, pertenecía, como se admite generalmente, a los Iígures, raza no indo - europea y quizás la más atrasada entre los pueblos de la península apenina, y tal vez de Europa. Los Iígures vivían, aún en los tiempos de Augusto, en un estado semisalvaje en los Alpes marítimos, constituyendo un constante peligro para sus vecinos civilizados.
Es evidente que no podían ser ni los yapígios, desprovistos de cultura independiente, ni los Iígures, incapaces de cualquier desarrollo, los llamados a una misión histórica mundial. Pero tampoco los etruscos, quienes, penetrados en Italia desde el nordeste, habían ejercido por largo tiempo papel prominente en el Mediterráneo occidental, estaban en situación de asumir el papel directívo en la península. Eran, es verdad, muy superiores en cultura a los yapigíos y los lígures, pero demasiado superficiales para estar a la altura de aquella tamaña tarea. Los numerosos monumentos de su cultura revelan claramente que los etruscos tenían la mejor intención de hacer algo atrayente según modelos extranjeros, especialmente griegos, pero no llegan nunca a penetrar el espíritu de la cultura importada, quedando por eso pegados a la forma, para acabar por cristalizarse en el materialismo más vulgar. 'Esto se nota especialmente por la deformación que de las obras de arte griegas hicieron los etruscos ; sin darse cuenta siquiera del objeto representado, imitaban con sus manos inhábiles los origínales, desfigurándolos insensatamente hasta lo irreconocible. Añádase que, muy probablemente hacía el fin del siglo VII (a. J. C. ) el esplendor político de los etruscos tuvo un derrumbe prematuro. La invasión de los celtas o galos en el valle del Po partió en dos la compacta masa etrusca: una parte, los retos, fue empujada violentamente hacia los Alpes, mientras la otra tomó posesión de los Apeninos septentrionales . A consecuencia del régimen de gobierno estrictamente aristocrático, la casta dirigente fue entregándose a una vida de lujuria cada vez más podrida. "Gordos y sacios", decían los romanos refiriéndose a los etruscos, aunque en los primeros tiempos tuvieron que temblar bastante frente a ellos: sentencia que se ajusta perfectamente a las figuras toscas y gordas de los monumentos sepulcrales etruscos.
Ninguno de esos pueblos podía, pues, medirse con los itálicos en cuanto a cualidades y prendas naturales. Y aunque las tribus gálicas, que ocupaban desde el fin del siglo VII la llanura padana, quizás reunían en sí dotes naturales análogas a las de los itálicos, su estado cultural no estaba, sin embargo, tan desarrollado como para que pudieran ponerse a la cabeza de todos los pueblos de la península.
Todavía en la segunda mitad del siglo IV (a. J. C), Roma se había extendido sólo muy poco más allá de los límites de la ciudad - estado. El centro de la ciudad es el alma del estado, y la campiña circundante constituye la fuente de nutrición para los ciudadanos. Todavía en esta época los conceptos de ciudadano y agricultor coincidían perfectamente. Aunque había ya varias ramas de artesanos, no es el caso de hablar de industria, a no ser que se quiera derrochar grandes palabras para cosas muy pequeñas. También son escasos los contactos con el exterior, no llenando aún ni el comercio, ni la guerra una función esencial. Las viejas tradiciones están, por supuesto, repletas de hechos de armas que habrían ocurrido en los tiempos antiguos, pero no es el caso de dejarse deslumbrar por las palabras grandilocuentes. Trátase, aún en los hechos más importantes, de inevitables litigios fronterizos, los que fueron luego agrandados por la tradición familiar hasta asumir una significación impropia. Sí se considera en qué estrecha extensión vivían, una cerca de la otra, las tribus en lucha entre sí, y qué pequeño número de hombres podía, dado el exiguo grado de cultura de entonces, hallar allí su sustento, se encontrará en seguida la verdadera medida para la apreciación de aquellos relatos. Roma era, hacía la mitad del siglo IV, una ciudad como muchas otras de aquel tiempo en Italia, sin superar el promedio de las mismas ni en poder, ni en cultura; por el contrarío, las ricas ciudades etruscas en el norte y las griegas en el sur de la península dejaban considerablemente tras de sí, en la sombra, a Roma.
Pero hasta en ese modesto aislamiento su fuerza fue acrecentándose y consolidándose cada vez más, y ya en la segunda mitad del siglo IV empieza a agitarse entre el campesinado romano una necesidad de expansión que exige enérgica y tenazmente su satisfacción. En sus comienzos el avance es lento, pero tanto más seguro. Constancia en progresar, prudencia para asegurarse los éxitos, pero ante todo tenacidad en conservar lo conquistado: estas son las características de aquel gran proceso evolutivo que desembocó en la potencia mundial romana. Sin embargo —y esto podrá parecer contradictorio— los romanos alcanzaron el imperio del mundo contra su voluntad. No hubo, absolutamente, ningún plan preconcebido que guiara esa política imperialista, sino únicamente la necesidad o, lo que en el fondo es lo mismo, la avidez que cada conquista iba renovando. Los romanos que al principio del siglo III a. d. J. habían triunfado sobre los samnitas y Pirro , no podían, seguramente, ni siquiera soñar en el dominio sobre Asia y África; a esta atrevida concepción apenas podían llegar los triunfadores de la segunda guerra púnica . Sólo después de la caída de Cartago y Corinto, ocurrida en el mismo año (146), surge la creencia de que el mundo pertenece, por derecho ("de jure"), al pueblo romano, y sólo desde esta época se marcha con toda energía hacia la gran meta. ¡Y se procede con pasos gigantescos! Transcurrido apenas un siglo, Roma no es tan sólo la primera potencia del viejo mundo civilizado, sino la única desde el Atlántico hasta el Bajo Eufrates.
¡De la pequeña comuna rural latina al dominio del mundo! Es fácilmente comprensible que tal desarrollo exterior no pudo efectuarse sin correspondientes acontecimientos y profundas transformaciones económicas y sociales en el interior. ¿Para qué hubiera podido emplear las riquezas de África y Asia el campesino romano que con duro trabajo trataba de arrancar a la tierra su sustento? Surge, pues, involuntariamente esta pregunta: ¿A quién favorecían los éxitos de la política imperialista romana, o en interés de quién tal política fue en general emprendida? En otras palabras: ¿Quién hacía esa política? Y como la política tiene siempre un fondo real —en la antigüedad estaban aún menos dispuestos que hoy a llevar sus huesos al mercado por fantasmas o ideas—, la pregunta no significa más que esto: ¿Quién era el principal usufructuario o, para usar una expresión corriente, el principal accionista del consorcio estatal? ¿Quién poseía el poder de servirse, en beneficio propio, de los demás?
No hay que figurarse como muy distintas las condiciones de entonces de las de hoy. Los antiguos romanos eran hombres de la índole de los demás: cada cual se preocupaba ante todo de sí mismo, deseoso de convertir en propiedad suya particular la mayor parte posible de los bienes de la comunidad, y en tal sentido cada cual adaptaba su participación en la vida política. Dicha inclinación no variaba en nada por el hecho de que se hiciera todo lo posible para ocultar o disimular las verdaderas finalidades e intenciones con una hermosa fraseología, henchida de patriotismo, desinterés, ética o religiosidad. La historia interior de Roma no es menos materialista que la exterior; ella nos muestra las diversas clases sociales enfrentadas en una lucha ininterrumpida por "un puesto en el banquete de la vida", como se suele decir hoy con una expresión menos bella, pero más apropiada. Esta lucha, en sus varías fases y formas, constituye el aspecto más interesante de la historia romana especialmente para nosotros que estamos como aturdidos por las luchas sociales de la actualidad.
Se puede fácilmente comprender que el problema social debía asumir en Roma formas muy distintas según el estado de evolución de la potencia romana, la que en sus comienzos tenía la estructura especial propia de una comunidad rural, constituida por agricultores económicamente casi iguales. Si por circunstancias especiales — como el exceso de los nacimientos sobre las defunciones, las penurias creadas por las guerras, el fracaso de la cosecha, etc. —, se producían cambios de posesión en proporciones inquietantes, el remedio podía conseguirse por medidas naturalmente más simples que en un imperio mundial, en el cual un proletariado innumerable reclama de una minoría riquísima la satisfacción de sus derechos. Desde este punto de vista, pues, deseamos analizar la historia de la República romana: es decir, delinear la evolución del problema social en este medio ambiente y en este período. Las luchas entre las castas,
que se combatieron en los primeros siglos de la República, no son en realidad más que luchas sociales, estando en esta fase los partidos sociales separados uno del otro por límites legales de casta. Las luchas sociales de nuestros días tienen su prehistoria también en las contiendas contra los privilegios de casta, los que, aunque desde el punto de vista legal se han derrumbado ya hace un siglo, siguen manteniendo aún una buena porción de su vitalidad.
Hay que dar, ante todo, una mirada hacía los fundamentos principales de una evolución estadual y económica: el país en que ella se ha desarrollado y el pueblo que en la misma fue factor. A menudo se dijo ya —y se debe admitir, sin ambages, la exactitud de esa afirmación, que el curso de la historia de Italia está marcado por su posición geográfica, la que traza a sus habitantes la línea directiva de la mejor política que ellos tienen que seguir. Sí se compara a Italia con la cercana península oriental, Grecia, cualquiera advierte en seguida e involuntariamente estas dos características: unidad itálica y fraccionamiento helénico. Frente a la rica configuración de Grecia, con sus numerosas pero cortas cadenas de montañas, entre las cuales se advierten de inmediato los fértiles valles como centros naturales de cultura; frente a las muchísimas bahías con sus puertos muy bien protegidos, los que, empero, empujan hacia el camino peligroso de una política marítima expansionista; frente, en fin, a un mundo insular que agranda y prolonga. a Grecia en dos direcciones, Italia, por el contrario, ofrece la impresión de una unidad cerrada.
Unitaria es la configuración geográfica del país, cruzado, casi como por un eje central, por los Apeninos, en cadenas paralelas entre sí. En el este esa cordillera llega a tocar, casi en todos los puntos, el mar Adriático, quedando sólo la región de Apulia, por su configuración llana (tablero de las Pullas), apta para la evolución cultural. Mas su posición excéntrica constituye un obstáculo, entonces insuperable, para la expansión económica y política en toda la península. El oeste se encuentra derrochando sus exuberantes energías en alcanzar éxitos parciales, para ir más tarde al derrumbe completo por la falta de un estado nacional vasto y poderoso, los romanos ni siquiera se habían atrevido a extender sus brazos bacía las islas cercanas del mar Tirreno, antes de que se sintieran del todo seguros en su península. Sólo la unidad nacional puede preservar a Italia de la dominación extranjera: esto lo demuestra la historia moderna no menos que la antigua.
El hecho de que fuera escogida la comunidad agrícola romana para este proceso de unificación, se debe a razones de varía naturaleza. De conformidad con las consideraciones acerca de la situación geográfica, resulta evidente que la potencia predominante no podía desarrollarse sino en una de las dos planicies occidentales: en el Lacio o en la Campania. Los pueblos montañeses, dedicados principalmente al pastoreo, son los menos aptos para una tarea tan trascendental.
Solamente en conjunción con el cultivo de los campos puede desenvolverse un bienestar colectivo, que es la base indispensable para el desarrollo de una gran potencia política. Sí la Campania, más al sur, más extensa, más feraz y más dotada de puertos naturales que el Lacio, tuvo que ceder frente a Roma, esto se explica únicamente por razones históricas. La Campania era en su mayor parte una colonia griega y sus costas estaban completamente en manos griegas. Pero los griegos nunca pensaron emprender una política itálica, como nunca hubieran admitido una unidad política con los "bárbaros" itálicos. Su mirada se volvía hacia la madre patria y las otras colonias griegas, diseminadas en los cercanos y lejanos mares.
Por otra parte, la gran empresa de unificar a Italia no se concillaba con el espíritu helénico. Este sabía entusiasmarse por una alta y gran finalidad, intentando alcanzarla con el empleo de toda su energía y soportando cualquier sacrificio, pero abandonaba todo intento para conseguirla al fallar el primer golpe o asalto. El trabajo lento y tenaz que Roma empleaba para realizar sus fines, era inconciliable con el temperamento griego; la política una situación más favorable. Aquí los Apeninos dejan dos regiones aptas para cultivo: el Lacio, o sea la llanura cruzada por el Tíber, y la Campania, atravesada por el Volturno, cuya ciudad más poderosa era Capua, actualmente cabecera de provincia casi insignificante. En aquella época el Lacio y la Campania eran rivales, y a tal punto, que aún dos siglos más tarde, cuando la victoria de Roma era ya un hecho histórico, no se había olvidado el miedo a la metrópoli campana. Cicerón aconsejaba no emprender ninguna medida tendiente a mejorar la situación de Capua, para así evitar que algún día Roma tuviera que ceder su supremacía a la ciudad rival, más favorecida por la naturaleza.
También la costa occidental de la península apenina se queda muy atrás frente a la configuración marítima de Grecia. En efecto, en lugar de las bahías y puertos bien protegidos de las costas helénicas, la parte de Italia bañada por el Tirreno presenta un conjunto casi uniforme, con pocos y malos puertos. De tal situación derivan dos desventajas, muy evidentes: esa costa ni ofrece un punto inicial para una política de ultramar, ni tampoco asegura protección suficiente contra agresiones o invasiones enemigas. Por estas razones, Roma no pudo pensar en una política conquistadora fuera de Italia, sino después de haber garantizado la incolumidad del Lacio mediante la unificación de Italia bajo su dirección. Los astutos romanos sabían perfectamente qué hacían al tratar a los pueblos itálicos vencidos con una benignidad extraordinaria para aquellos tiempos. A los pueblos itálicos, aun a aquellos de raza completamente distinta, había que tratarlos bien, a fin de que en ocasión de invasiones extranjeras vieran en la seguridad de Roma la seguridad para sus propios intereses: más aún, un daño mayor para ellos que para la metrópoli en la eventualidad de una derrota. Y esto no obstante haber constituido siempre el vínculo federal una disfrazada sumisión a la ciudad del Tíber. Los acontecimientos dieron plena razón a esa política. Mientras los fenicios y los griegos cruzaban todos los mares a la búsqueda de colonias.
Grecia carecía de una línea de acción consecuente, no sabía contenerse sabiamente a tiempo y descuidaba los pequeños detalles. Además, las colonias griegas estaban profundamente divididas por mutuos celos y rivalidades, y todos padecían, más o menos, pruritos de grandeza, siendo así que mientras se extenuaban y consumían en luchas desiguales y estériles, Roma, con su método pausado y tranquilo, iba ganando cada día más terreno.
Sería erróneo pensar que Roma fue en la planicie latina la única pretendiente a la función histórica de unificar y dirigir a Italia. En el Lacio había varías otras comunidades rurales, que desde épocas lejanas gozaban, al lado de Roma, de iguales derechos e importancia. Hay más; antiguas necrópolis revelan que en un período anterior el papel directivo en la región perteneció a una ciudad de los montes Albanos, Alba Longa. Empero, Roma poseía condiciones de existencia y desarrollo más favorables que sus rivales, lo que hizo posible una aplicación más amplía e intensa de sus energías.
A unos 25 Kilómetros del mar y en inmediata proximidad del río Tber, se extiende una corona de colinas, utilizadas, al par de muchas otras en aquella llanura, por los campesinos para la construcción sobre las mismas de sus viviendas, mientras los campos de cultivo se extendían alrededor de las pequeñas alturas. Tales comunas, una cerca de la otra, no podían vivir y prosperar por largo tiempo sin mantener mutuas relaciones. Contactos amistosos u hostiles debieron ser la consecuencia lógica e inevitable de esa situación, llegándose por fin, después de muchos rozamientos y malas experiencias, 3 reconocer que la solución ventajosa para todos no podía ser más que la unión de todos los villorrios en una sola comunidad. Fue de esta unión de dónde surgió un estado potente y superior a las demás comunas latinas, frente a las cuales aquél gozaba también de condiciones de vida más favorables, como ser la inmediata proximidad del más grande río de la campiña latina. No habiendo desde Roma a] mar, a lo largo del Tíber, otros lugares habitables, era muy natural que la nueva ciudad - estado extendiera su poder e influencia hasta la costa marítima. De esta manera, Roma llegó a ser el emporio comercial de los pueblos de los Apeninos con el mundo exterior. La fundación de una escala marítima, la colonia de Ostia, pertenece ya a los primeros tiempos de Roma, atribuyéndola la tradición al cuarto de los reyes legendarios, Anco Marcio. Aun cuando no hay que exagerar la importancia comercial de Roma, es un hecho indiscutible que su posición geográfica le aseguraba gran ventaja sobre las demás comunas latinas. Tampoco las poblaciones radicadas en la costa del mar podían representar un factor de peligrosa competencia, por faltarles la arteria comercial del río y estar expuestas a las frecuentes invasiones y depredaciones de los piratas.
Otra circunstancia, aparentemente baladí, ha sido considerada como factor importante de la superioridad de Roma. A lo largo de la costa de Ostia se extendían las salinas, cuya explotación constituía una fuente de ganancias casi gratuita. Mientras las demás comunas latinas, especialmente las de las montanas, debían hacer grandes economías para poder adquirir los objetos metálicos, las herramientas de labranza y las armas necesarias, todo lo cual era suministrado principalmente por los etruscos, especializados en la explotación de minas, Roma estaba en condición de llevar a los mercados un artículo que podía vender a precio muy superior a. su costo de producción. Esto constituía realmente un elemento muy apreciable de superioridad. Los habitantes de la cercana Vejí contemplaban con envidia las salinas romanas, y trataron de arrebatarlas a sus propietarios en combates violentos, pero estériles. Cuan intenso debe haber sido el comercio de este mineral, lo indica el nombre que los romanos dieron al camino que desde Roma conducía al país de los sabinos y los picentos en dirección al nordeste, uno de los más antiguos de Italia y que aun hoy conserva su vieja denominación de "Vía Salaria" (Camino de la sal).
Pequeñas causas suelen producir grandes efectos, especialmente si, como fue el caso de Roma, ellas son explotadas de modo consecuente, eliminando la posibilidad de que la preponderancia, una vez alcanzada, pueda ser disputada por otras comunidades vecinas. La diferencia potencial que separaba a la ciudad del Tíber de sus rivales latinas, fue acrecentándose cada vez más, hasta que aquélla se volvió al fin la más poderosa, logrando, naturalmente no sin luchas sangrientas, ser reconocida por todas las comunidades como centro y guía de la región. Una tras otra fueron aplastadas por la poderosa rival, y las más cercanas reputaron muy conveniente perder no sólo su independencia política, sino también la económica, fusionándose completamente con Roma. Se conservan aún los nombres de numerosos castillos que un tiempo se levantaban en la campiña romana, pero que desaparecieron ya antes de la entrada en la época histórica. Según Plinio el Viejo, escritor del primer siglo después de Cristo, el número de las comunas desaparecidas sin dejar rastro se elevaría a cincuenta y tres.
Que, al lado de esas condiciones naturales y económicas, hubieran influido en la evolución de Roma también factores personales, etnográficos, es decir, que los habitantes de los castillos romanos habrían sido realmente hombres de tipo selecto, muy superiores en valor a los demás latinos e itálicos, eso ha constituido a menudo un artículo de fe para los romanos, pero difícilmente es un hecho demostrable o demostrado. Sin embargo, se puede afirmar con mucha razón que, entre todos los pueblos establecidos en Italia, ¡os itálicos estaban predestinados al dominio sobre toda la península. Y esto por los motivos que ya hemos expuesto y que iremos exponiendo. Si la estructura geográfica de Italia presenta aspecto unitario, no por eso tiene el mismo carácter su población. Bajo el nombre de "itálicos" no hay que entender la población primitiva de la península. "Itálicos" es la denominación convencional de una rama del tronco indo - europeo, que en época muy remota, pero no precisable exactamente, viniendo desde el norte, cruzó los Alpes y se estableció en la llanura padana. De aquí fueron desalojados —en una época también imprecisable por los etruscos, debiendo, por lo tanto, refugiarse en la parte central y meridional de la península. La población que aquí encontraron los itálicos era muy probablemente también una rama del tronco indo - europeo, y precisamente los yapigios y mesapios, pertenecientes a la misma raza que había poblado la península balcánica en la época prehelénica y cuyos descendientes son los actuales albaneses. En la época histórica encontramos los restos de esos pueblos, los yapigios - mesapios, en la punta meridional de Apulia, donde se acogieron en su mayor parte a la cultura superior de las colonias griegas, mientras en las otras partes del país fueron desapareciendo más bien por asimilación que por extirpación o expulsión. La inmigración de los yapigios - mesapios está completamente envuelta en tinieblas; sin embargo, parece que llegaron a Italia por mar, a través del canal de Otranto, y a consecuencia de la penetración griega en la península balcánica. La población encontrada en Italia por los yapigios - mesapios, y por ellos desalojada, pertenecía, como se admite generalmente, a los Iígures, raza no indo - europea y quizás la más atrasada entre los pueblos de la península apenina, y tal vez de Europa. Los Iígures vivían, aún en los tiempos de Augusto, en un estado semisalvaje en los Alpes marítimos, constituyendo un constante peligro para sus vecinos civilizados.
Es evidente que no podían ser ni los yapígios, desprovistos de cultura independiente, ni los Iígures, incapaces de cualquier desarrollo, los llamados a una misión histórica mundial. Pero tampoco los etruscos, quienes, penetrados en Italia desde el nordeste, habían ejercido por largo tiempo papel prominente en el Mediterráneo occidental, estaban en situación de asumir el papel directívo en la península. Eran, es verdad, muy superiores en cultura a los yapigíos y los lígures, pero demasiado superficiales para estar a la altura de aquella tamaña tarea. Los numerosos monumentos de su cultura revelan claramente que los etruscos tenían la mejor intención de hacer algo atrayente según modelos extranjeros, especialmente griegos, pero no llegan nunca a penetrar el espíritu de la cultura importada, quedando por eso pegados a la forma, para acabar por cristalizarse en el materialismo más vulgar. 'Esto se nota especialmente por la deformación que de las obras de arte griegas hicieron los etruscos ; sin darse cuenta siquiera del objeto representado, imitaban con sus manos inhábiles los origínales, desfigurándolos insensatamente hasta lo irreconocible. Añádase que, muy probablemente hacía el fin del siglo VII (a. J. C. ) el esplendor político de los etruscos tuvo un derrumbe prematuro. La invasión de los celtas o galos en el valle del Po partió en dos la compacta masa etrusca: una parte, los retos, fue empujada violentamente hacia los Alpes, mientras la otra tomó posesión de los Apeninos septentrionales . A consecuencia del régimen de gobierno estrictamente aristocrático, la casta dirigente fue entregándose a una vida de lujuria cada vez más podrida. "Gordos y sacios", decían los romanos refiriéndose a los etruscos, aunque en los primeros tiempos tuvieron que temblar bastante frente a ellos: sentencia que se ajusta perfectamente a las figuras toscas y gordas de los monumentos sepulcrales etruscos.
Ninguno de esos pueblos podía, pues, medirse con los itálicos en cuanto a cualidades y prendas naturales. Y aunque las tribus gálicas, que ocupaban desde el fin del siglo VII la llanura padana, quizás reunían en sí dotes naturales análogas a las de los itálicos, su estado cultural no estaba, sin embargo, tan desarrollado como para que pudieran ponerse a la cabeza de todos los pueblos de la península.
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Última edición por pedrocasca el Vie Mayo 31, 2013 1:19 pm, editado 5 veces